Capítulo 23

Lucy estaba fabulosa.

Llevaba un jersey verde ajustado que ceñía exactamente lo que debía, y el pelo recogido en una cola. Se ajustó un mechón detrás de la oreja. Además esa noche llevaba gafas, y me gustó cómo le quedaban.

Lucy subió al coche y se puso a revisar los CD inmediatamente.

– Counting Crows -dijo-. August and Everything After.

– ¿Te gusta?

– El mejor debut de las dos últimas décadas.

Asentí.

Lucy introdujo el CD en el reproductor. Y empezó a sonar «Round Here». Conduje y escuchamos la música. Cuando Adam Duritz cantó sobre una mujer que decía que ojala te pegaran un tiro, que sus paredes se estaban desmoronando, me arriesgué a mirarla de soslayo. Lucy tenía los ojos húmedos.

– ¿Estás bien?

– ¿Qué otros discos tienes?

– ¿Qué quieres?

– Algo ardiente y sexy.

– Meat Loaf. -Levanté el estuche del CD para que lo viera-. ¿Un poco de Bat out of Help.

– Ay -dijo-. ¿Te acuerdas?

– Nunca viajo sin él.

– Vaya, siempre fuiste un romántico incurable -dijo.

– ¿Qué tal un poco de «Paradise by The Dashboard Light»?

– Vale, pero adelántalo hasta la parte en que ella le hace prometer que la amará para siempre antes de rendirse.

– Rendirse -repetí-. Me encanta.

Se volvió, girando el cuerpo hacia mí.

– ¿Qué frase utilizaste conmigo?

– Probablemente mi frase de seducción patentada.

– ¿Cuál es?

– Por favor. Va, por favor -gimoteé.

Lucy rió.

– Oye, contigo funcionó.

– Es que soy fácil.

– Sí, claro.

Me golpeó el brazo de forma juguetona. Sonreí. Ella apartó la cabeza. Escuchamos un rato a Meat Loaf en silencio.

– ¿Cope?

– ¿Qué?

– Fuiste el primero para mí.

Estuve a punto de pisar los frenos.

– Sé que fingí que no, con todo el rollo de mi padre y la vida que llevábamos, de desenfreno y amor libre. Pero no era verdad. Fuiste el primero. Fuiste el primer hombre a quien amé.

El silencio era pesado.

– Aunque, después de ti, por supuesto, me los pasé a todos por la piedra.

Meneé la cabeza y miré hacia la derecha. Volvía a sonreír.

Doblé a la derecha siguiendo la voz alegre del sistema de navegación.

Los Pérez vivían en una finca de pisos de Park Ridge.

– ¿Nos esperan? -preguntó Lucy.

– No.

– ¿Cómo sabes que estarán en casa? -preguntó.

– He llamado antes de recogerte. Mi número sale como oculto en el identificador. Cuando he oído la voz de la señora Pérez he disimulado la voz y he preguntado por Harold. Me ha dicho que me equivocaba de número. Me he disculpado y he colgado.

– Uau, qué bueno eres.

– Intento que no se me suba a la cabeza.

Bajamos del coche. La propiedad estaba bien cuidada. El aire estaba perfumado con el aroma de alguna flor. No pude identificarla. Tal vez lilas. El aroma era muy fuerte, empalagoso, como si a alguien se le hubiera volcado un champú barato.

Antes de que pudiera llamar, abrieron la puerta. Era la señora Pérez. No saludó ni ofreció una gran bienvenida. Me miró con ojos entornados y esperó.

– Tenemos que hablar -dije.

Sus ojos se movieron hacia Lucy.

– ¿Quién es usted?

– Lucy Silverstein -dijo ella.

La señora Pérez cerró los ojos.

– La hija de Ira.

– Sí.

Se le hundieron un poco los hombros.

– ¿Podemos pasar? -pregunté.

– ¿Puedo decir que no?

La miré a los ojos.

– No me rendiré.

– ¿En qué? Ese hombre no era mi hijo.

– Por favor -dije-. Cinco minutos.

La señora Pérez suspiró y se apartó un poco. Entramos. El aroma a champú era más fuerte dentro si cabe. Demasiado fuerte.

Ella cerró la puerta y nos guió hasta un sofá.

– ¿Está en casa el señor Pérez?

– No.

Se oían ruidos procedentes de los dormitorios. En un rincón había cajas de cartón. La inscripción lateral indicaba que eran suministros médicos. Eché un vistazo a la sala. Todo, aparte de esas cajas, estaba tan ordenado, tan limpio, que se diría que se habían quedado con el piso piloto.

El piso tenía chimenea. Me levanté y me acerqué a la repisa, llena de fotografías familiares. Las miré. No había fotos de los padres Pérez. No había fotos de Gil. La repisa estaba llena de fotos de personas que supuse que eran los dos hermanos y la hermana de Gil.

Uno de los hermanos estaba en silla de ruedas.

– Ése es Tomás -dijo, señalando una foto de un chico sonriente en silla de ruedas graduándose en la Universidad de Kean-. Tiene PC. ¿Sabe lo que es?

– Parálisis cerebral.

– Sí.

– ¿Cuántos años tiene?

– Tomás tiene treinta y tres años.

– ¿Y éste quién es?

– Eduardo -dijo.

Su expresión me decía que no debía insistir. Eduardo parecía un chico malo. Me acordé de que Gil decía que su hermano era miembro de una banda o algo así, pero yo no me lo había creído.

Señalé a la chica.

– Recuerdo que Gil hablaba de ella -dije-. Era… ¿dos años más joven? Recuerdo que decía que quería entrar en la universidad.

– Glenda es abogada -dijo la señora Pérez y se le hinchó el pecho-. Fue a la Facultad de Derecho de Columbia.

– ¿En serio? Yo también -dije.

La señora Pérez sonrió y volvió al sofá.

– Tomás vive en el piso de al lado. Tiramos una pared para unirlos.

– ¿Puede vivir solo?

– Yo me ocupo de él. También tenemos ayuda.

– ¿Está en casa?

– Sí.

Asentí y me senté. No sabía por qué me preocupaba por eso, pero era así. ¿Sabía lo de su hermano, lo que le había sucedido, dónde había estado los últimos veinte años?

Lucy no se había levantado. Permanecía en silencio y dejaba que yo llevara la conversación. Se estaba empapando de todo, estudiando la casa; probablemente llevaba puesta la bata profesional.

La señora Pérez me miró.

– ¿A qué han venido?

– El cadáver que encontramos era de Gil.

– Ya le he explicado que…

Levanté el sobre.

– ¿Qué es eso?

Abrí el sobre y saqué la primera fotografía. Era la antigua, la del campamento. La dejé sobre la mesita. Ella miró la imagen de su hijo. Observé su cara para ver la reacción. No pareció que nada se moviera o cambiara, o tal vez sucedía tan sutilmente que yo no era capaz de ver la transformación. De momento estaba perfectamente. Después, sin más ni más, se desmoronó. La máscara se quebró, y salió a la luz la pura devastación.

Ella cerró los ojos.

– ¿Por qué me enseña esto?

– La cicatriz.

Siguió con los ojos cerrados.

– Dijo que la cicatriz de Gil estaba en el brazo derecho. Pero mire esta foto. Estaba en el izquierdo.

La mujer no dijo nada.

– ¿Señora Pérez?

– Ese hombre no era mi hijo. Mi hijo fue asesinado por Wayne Steubens hace veinte años.

– No.

Busqué dentro del sobre. Lucy se inclinó. Ella todavía no había visto la foto. La saqué del sobre.

– Éste es Manolo Santiago, el hombre del depósito.

Lucy se sobresaltó.

– ¿Cómo se llamaba?

– Manolo Santiago.

Lucy parecía atónita.

– ¿Qué? -dije.

Me hizo un gesto para que continuara.

– Y esto -saqué la última fotografía- es una simulación de envejecimiento por ordenador. En otras palabras, mi técnico de laboratorio cogió la fotografía antigua de Gil y la envejeció veinte años. Después le añadió la cabeza rasurada y el vello facial de Manolo Santiago.

Puse las fotos una al lado de la otra.

– Eche un vistazo, señora Pérez.

Las miró, las miró largo rato.

– Sí que se parece. Nada más. O quizás es que usted cree que todos los latinos se parecen.

– ¿Señora Pérez?

Era Lucy, dirigiéndose a la madre de Gil por primera vez desde que entramos.

– ¿Por qué no tiene ninguna foto de Gil aquí?

Lucy señaló la repisa de la chimenea. La señora Pérez no siguió su mirada. Miró a Lucy.

– ¿Tiene hijos, señora Silverstein?

– No.

– Entonces no lo entendería.

– No me venga con ésas, señora Pérez, eso es una tontería.

La señora Pérez puso una cara como si la hubiera abofeteado.

– Allí tiene fotos de cuando los niños eran pequeños, de la época en que Gil estaba vivo. Pero ¿ninguna fotografía de su hijo? He ayudado a padres en el proceso de duelo. Todos tienen alguna foto a la vista. Todos. Y respecto al brazo en el que Gil tenía la cicatriz. No lo había olvidado. Una madre no comete ese error. Ya ve las fotografías. No mienten. Y, por último, Paul no le ha dado todavía el golpe de gracia.

Yo no tenía ni idea de cuál era el golpe de gracia, así que me quedé callado.

– La prueba de ADN, señora Pérez. Hemos recibido los resultados antes de venir aquí. Son sólo preliminares, pero coinciden. Es su hijo.

«Chica, eres buena», pensé.

– ¿ADN? -gritó la señora Pérez-. No he dado permiso a nadie para realizar una prueba de ADN.

– La policía no necesita su permiso -dijo Lucy-. Al fin y al cabo, según usted, Manolo Santiago no es su hijo.

– Pero… ¿cómo ha conseguido mi ADN?

Me encargué yo.

– No me está permitido decírselo.

– ¿Puede… puede hacer eso?

– Sí que podemos.

La señora Pérez se echó hacia atrás. Estuvo un buen rato sin decir nada. Esperamos.

– Miente.

– ¿Qué?

– La prueba de ADN se equivoca -dijo- o están mintiendo. Ese hombre no es mi hijo. A mi hijo lo asesinaron hace veinte años. Como a su hermana. Murieron en el campamento de su padre porque nadie les vigilaba. Los dos están persiguiendo fantasmas, esto es lo que pasa.

Miré a Lucy con la esperanza de que ella dijera algo.

La señora Pérez se levantó.

– Quiero que se marchen.

– Por favor -dije-. Mi hermana también desapareció aquella noche.

– No puedo ayudarle.

Iba a decir algo más, pero Lucy me disuadió con un gesto. Decidí que sería mejor reagruparnos, enterarme de lo que ella pensaba y lo que tenía que decir antes de insistir con la señora Pérez.

Cuando cruzamos la puerta, la señora Pérez dijo:

– No vuelvan. Déjenme llorar en paz.

– Creía que su hijo había muerto hace veinte años.

– Eso nunca se supera -dijo la señora Pérez.

– No -intervino Lucy-. Pero llega un momento en que ya no quieres que sigan dejándote llorar en paz.

Lucy calló y yo la seguí. La puerta se cerró. Cuando subimos al coche, dije:

– ¿Y bien?

– Está claro que la señora Pérez miente.

– Un buen farol -dije.

– ¿La prueba de ADN?

– Sí.

Lucy pasó a otra cosa.

– En la casa, has mencionado el nombre de Manolo Santiago.

– Era el alias de Gil.

Estaba concentrada. Esperé un momento más y después pregunté:

– ¿Qué ocurre?

– Ayer visité a mi padre. En su… residencia. Miré el libro de visitas. Durante el mes pasado sólo tuvo una visita aparte de mí. Un tal Manolo Santiago.

– Uau -dije.

– Sí.

Intenté digerirlo, pero no pude.

– ¿Para qué iba a visitar Gil Pérez a tu padre?

– Buena pregunta.

Pensé en lo que había dicho Raya Singh acerca de que Lucy y yo habíamos mentido.

– ¿Puedes preguntar a Ira?

– Lo intentaré. No está muy bien. Divaga bastante.

– Vale la pena intentarlo.

Lucy asintió, yo doblé a la derecha y decidí cambiar de tema.

– ¿Por qué estás tan segura de que la señora Pérez miente? -pregunté.

– Porque está apenada, para empezar. ¿Te has fijado en el olor? Eran velas. Iba vestida de negro. Tenía los ojos rojos, los hombros caídos. Todo coincide. Segundo, las fotos.

– ¿Qué pasa?

– No he mentido en eso. Es muy insólito tener fotos de la infancia de tus hijos y no tener ninguna de un hijo difunto. Esto solo no significaría mucho, pero ¿te has fijado en los huecos? No había suficientes fotos en esa repisa. Yo creo que ella ha retirado las fotos en las que aparecía Gil. Por si acaso pasaba algo como lo de hoy.

– ¿Quieres decir por si aparecía alguien?

– No lo sé exactamente. Pero creo que la señora Pérez se estaba deshaciendo de pruebas. Creía que ella era la única que tenía fotos que podrían utilizarse para identificar a su hijo. No se le ocurrió que tú pudieras conservar una foto de aquel verano.

Lo pensé un momento.

– Todas sus reacciones han sido raras, Cope. Como si interpretara un papel. Miente.

– Por lo tanto la pregunta es: ¿en qué miente?

– En caso de duda, empezar por lo evidente.

– ¿Y qué es?

Lucy se encogió de hombros.

– Gil ayudó a Wayne a matarlos. Eso lo explicaría todo. Todos pensaban que Steubens tuvo un cómplice… si no ¿cómo enterró tan rápidamente los cadáveres? Pero quizá sólo fue un cadáver.

– El de mi hermana.

– Exacto. Después Wayne y Gil lo escenificaron para que pareciera que Gil también había muerto. Puede que Gil ayudara a Wayne. ¿Quién sabe?

No dije nada.

– Si es así, mi hermana está muerta -dije.

– Lo sé.

No dije nada.

– ¿Cope?

– ¿Qué?

– No es culpa tuya.

No respondí.

– Si es culpa de alguien, es mía -dijo.

Paré el coche.

– ¿Por qué dices eso?

– Tú querías quedarte vigilando aquella noche. Querías hacer la guardia. Fui yo la que te engatusé para ir al bosque.

– ¿Me engatusaste?

Ella no dijo nada.

– Estás bromeando, supongo.

– No -dijo Lucy.

– Podía pensar por mí mismo, Lucy. Tú no me hiciste hacer nada.

Estuvo un rato callada y después dijo:

– Sigues culpándote.

Sentí que apretaba las manos sobre el volante.

– No, ya no.

– Sí, Cope, claro que sí. Vamos. A pesar de este reciente descubrimiento, sabías que tu hermana tenía que estar muerta. Tenías la esperanza de tener una segunda oportunidad. Tenías la esperanza de poder redimirte.

– Esa licenciatura en psicología tuya da mucho de sí, ¿eh? -le espeté.

– No pretendía…

– ¿Y tú qué, Luce? -Mi voz fue más mordaz de lo que habría querido-. ¿Te culpas a ti misma? ¿Es por eso por lo que bebes tanto?

Silencio.

– No debería haber dicho eso -dije.

Su tono fue amable.

– No sabes nada de mi vida.

– Lo sé y lo siento. No es asunto mío.

– Esas faltas por conducir en estado de embriaguez fueron hace mucho tiempo.

No dije nada. Ella giró la cabeza y miró por la ventana. Seguimos en silencio.

– Puede que tengas razón -dije.

Lucy siguió mirando por la ventana.

– Te diré algo que nunca le he dicho a nadie -continué. Sentí que me ruborizaba y que casi se me saltaban las lágrimas-. Después de esa noche en el bosque, mi padre nunca volvió a mirarme de la misma manera.

Lucy se giró a observarme.

– Puede que fuera cosa mía, claro, porque tienes razón: me culpaba hasta cierto punto. ¿Y si no nos hubiéramos ido? ¿Y si me hubiera quedado en mi puesto? Puede que la expresión de mi padre fuera sólo la de un padre totalmente hundido por la pérdida de su hija. Pero siempre pensé que había algo más. Algo casi acusador.

Lucy me puso una mano en el brazo.

– Oh, Cope.

Seguí conduciendo.

– Puede que tengas parte de razón. Puede que necesite hacer las paces con el pasado. Pero ¿y tú?

– ¿Yo qué?

– ¿Por qué quieres escarbar en esto? ¿Qué esperas conseguir después de todos estos años?

– ¿Bromeas o qué?

– No. ¿Qué buscas exactamente?

– La vida que tenía acabó aquella noche. ¿No lo entiendes?

No dije nada.

– Las familias, incluida la tuya, arrastraron a mi padre a los tribunales. Nos arrebatasteis todo lo que teníamos. Ira no estaba preparado para un golpe así. No pudo soportar la tensión.

Esperé a que dijera algo más, pero no lo hizo.

– Esto lo entiendo -dije-. Pero ahora ¿qué buscas? En mi caso, como has dicho, intento rescatar a mi hermana. A falta de esto, intento descubrir qué le sucedió. ¿Tú qué buscas?

No me contestó. Conduje un rato más. El cielo empezaba a oscurecerse.

– No sabes lo vulnerable que me siento estando aquí -dijo.

No sabía muy bien cómo responder a esto, y me oí decir:

– Yo nunca te haría daño.

Silencio.

– En parte es porque me siento como si hubiera vivido dos vidas -dijo-. La de antes de aquella noche, en la que las cosas iban muy bien, y la de después, en que las cosas no van bien. Vale, sé que suena fatal. Pero a veces me siento como si aquella noche me hubiera empujado colina abajo y desde entonces no parara de rodar. A veces logro incorporarme, pero la colina es tan escarpada que nunca llego a recuperar el equilibrio del todo y entonces vuelvo a rodar ladera abajo. Así que quizá… no lo sé… pero quizá si descubro qué pasó realmente, si puedo extraer algo bueno de tantas cosas malas, dejaré de rodar.

Era tan magnífica cuando la conocí… Deseaba recordárselo. Deseaba decirle que estaba siendo demasiado melodramática, que seguía siendo preciosa, que profesionalmente le iba bien y todavía le esperaban muchas cosas buenas. Pero sabía que sonaría muy condescendiente.

Así que dije:

– Es estupendo volver a verte, Lucy.

Cerró los ojos con fuerza, como si la hubiera golpeado. Pensé en lo que ella había dicho, que no quería sentirse tan vulnerable. Pensé en aquel diario, en lo que decía de no haber encontrado nunca otro amor así. Quería cogerle la mano, pero sabía que para los dos todo estaba demasiado en carne viva, hasta el punto de que incluso un movimiento como ése sería demasiado y al mismo tiempo no sería suficiente.

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