Capítulo 15

Cuando Lucy volvió a su despacho, Lonnie estaba allí con algunas hojas de papel en la mano.

– ¿Qué es eso? -preguntó ella.

– Más de ese diario.

Lucy intentó no arrancárselas de la mano.

– ¿Has encontrado a Sylvia? -preguntó.

– Sí.

– ¿Y?

– Se ha puesto como una loca y no ha querido hablar.

Lonnie se sentó en la silla y apoyó los pies en la mesa.

– ¿Quieres que lo intente yo?

– No me parece buena idea.

Lonnie le dedicó su sonrisa seductora.

– Puedo ser muy persuasivo.

– ¿Estás dispuesto a entregarte sólo por ayudarme?

– Si es necesario.

– No me gustaría mancillar tu reputación. -Cogió las páginas y se sentó-. ¿Ya las has leído?

– Sí.

Ella sólo asintió con la cabeza y se puso a leer.

P se soltó y corrió en dirección al grito.

Le llamé, pero no se detuvo. Dos segundos después, fue como si la noche se lo hubiera tragado. Intenté seguirle. Pero estaba oscuro. Yo debería haber conocido el bosque mejor que P. Para él era el primer año.

La voz que gritaba era la de una chica. Esto podía asegurarlo. Caminé por el bosque. No volví a llamarle. No sé por qué pero me daba miedo hacerlo. Quería encontrar a P, pero no quería que nadie supiera dónde estaba. Sé que no tiene mucha lógica, pero es lo que sentía.

Estaba asustada.

Había luna llena. La luz de la luna en el bosque lo cambia todo de color. Es como una de esas lámparas que tenía mi padre. Las llamaban luces negras, aunque eran más bien moradas. Cambiaban el color de todo a su alrededor. Lo mismo que la luna.

Así que cuando por fin encontré a P y vi aquel color raro en su camisa, al principio no lo reconocí. No distinguía el tono de carmesí. Parecía más bien azul líquido. Me miró con los ojos muy abiertos.

«Tenemos que irnos -dijo-. Y no podemos decirle a nadie que hemos estado aquí…»

Eso era todo. Lucy lo leyó dos veces más. Después dejó la hoja. Lonnie la estaba mirando.

– Bueno -dijo, arrastrando la palabra-. Doy por hecho que eres la narradora de esta historia.

– ¿Qué?

– He intentado adivinarlo, Lucy, y sólo se me ha ocurrido una explicación posible. Tú eres la chica de la historia. Alguien está escribiendo sobre ti.

– Qué tontería -dijo ella.

– Vamos, Luce. En ese montón tenemos historias de incestos como para hacer llorar. Y no estamos buscando a esos chicos. En cambio, estás agobiadísima con ese cuento de terror en el bosque.

– Déjalo, Lonnie.

Él meneó la cabeza.

– Perdona, cariño, pero soy incapaz. Aunque no fueras superguapa y no me muriera de ganas de acostarme contigo.

Lucy no se tomó la molestia de pensar una réplica.

– Me gustaría ayudarte si puedo.

– No puedes.

– Sé más de lo que crees.

Lucy le miró.

– ¿A qué te refieres?

– ¿No… no te enfadarás conmigo?

Ella esperó.

– Te he investigado un poco.

A Lucy se le hizo un nudo en el estómago, pero aguantó el tipo.

– Lucy Gold no es tu nombre auténtico. Te lo cambiaste.

– ¿Cómo lo sabes?

– Vamos, Luce. Ya sabes lo fácil que es descubrir estas cosas con un ordenador.

Ella no dijo nada.

– Algo de este diario me estaba fastidiando -siguió Lonnie-. Todo ese rollo del campamento. Era pequeño, pero recuerdo haber oído hablar del Monitor Degollador. Así que investigué un poco más. -Intentó sonreírle en plan chulo-. Te sentaba mejor el rubio.

– Fue una época muy difícil de mi vida.

– Me lo imagino.

– Por eso me cambié el nombre.

– Lo comprendo. Tu familia recibió muchos palos. Querías dejarlo todo atrás.

– Sí.

– Y ahora, por alguna extraña razón, está volviendo.

Ella asintió.

– ¿Por qué? -preguntó Lonnie.

– No lo sé.

– Me gustaría ayudarte.

– Como te he dicho, no sé cómo podrías ayudarme.

– ¿Puedo preguntarte algo?

Ella se encogió de hombros.

– He indagado un poquito. ¿Sabes que el Canal Discovery emitió un especial sobre los asesinatos hace unos años?

– Lo sé -dijo Lucy.

– No dicen nada de que tú estuvieras allí. Me refiero al bosque, por la noche.

Ella no dijo nada.

– ¿Qué significa eso?

– No puedo hablar de ello.

– ¿Quién es P? Es Paul Copeland, ¿verdad? ¿Sabes que ahora es fiscal del condado o algo así?

Ella negó con la cabeza.

– No me lo estás poniendo fácil -dijo Lonnie.

Ella siguió con la boca cerrada.

– Bueno -dijo, poniéndose de pie-. Te ayudaré de todos modos.

– ¿Cómo?

– Con Sylvia Potter.

– ¿Qué vas a hacer?

– La haré hablar.

– ¿Cómo?

Lonnie ya se acercaba a la puerta.

– Tengo mis recursos.


De camino al restaurante indio, me desvié para ir a visitar a Jane.

No sé por qué lo hice. No voy muy a menudo, puede que tres veces al año. No siento la presencia de mi mujer allí. Sus padres y ella eligieron el lugar de la sepultura. «Significa mucho para ellos», me había explicado en el lecho de muerte. Y así era. Distrajo a sus padres, especialmente a su madre, y les hizo sentir que estaban haciendo algo útil.

No me importó mucho. Yo me negaba a creer que Jane iba a morir, incluso cuando se puso mal, realmente mal. Seguí creyendo que lo superaría de alguna manera. Y para mí la muerte es la muerte: definitiva, el final, sin nada después, la línea de meta y nada más. Hermosos ataúdes y tumbas bien cuidadas, incluso una tan bien cuidada como la de Jane, no cambian nada.

Aparqué y seguí caminando. Su tumba tenía flores frescas. Los que pertenecemos a la fe hebrea no hacemos eso. Ponemos piedras en la lápida. Eso me gustaba, aunque no sé muy bien por qué. Las flores, algo tan vivo y brillante, parecían obscenas contra el gris de su tumba. Mi esposa, mi bonita Jane, se pudría dos metros por debajo de esas lilas recién cortadas. Eso me parecía ofensivo.

Me senté en el banco de piedra. No hablé con ella. El final había sido horrible. Jane sufría y yo miraba. Al menos un tiempo. Optamos por el servicio médico domiciliario porque Jane deseaba morir en casa, pero entonces nos enfrentamos a la pérdida de peso, a los olores, a la decadencia y a sus gemidos. El sonido que más recuerdo, el que todavía me persigue en sueños, era esa horrible tos, más asfixia que tos, cuando Jane no podía sacar la flema y le dolía mucho y estaba incomodísima, y duró meses y yo intentaba ser fuerte, pero no era tan fuerte como Jane y ella lo sabía.

Hubo una época al principio de nuestra relación en que ella supo que yo tenía dudas. Había perdido a una hermana. Mi madre me había abandonado. Y por primera vez en mucho tiempo permitía que una mujer entrara en mi vida. Recuerdo una noche, tarde, que yo no podía dormir y estaba mirando el techo y Jane dormía a mi lado. Recuerdo que oía su respiración profunda, tan tierna y perfecta y tan diferente de como sería al final. Su respiración se aligeró y fue despertándose lentamente. Me rodeó con los brazos y se acercó más a mí.

– No soy ella -dijo bajito, como si me leyera el pensamiento-. Yo no te abandonaré nunca.

Pero al final, me abandonó.

Desde su muerte había salido con algunas mujeres. Incluso había experimentado una sensación de compromiso emocional intenso. Algún día espero encontrar a alguien y volver a casarme. Pero ahora mismo, pensando en aquella noche en nuestra cama, me daba la sensación de que era probable que no sucediera.

«No soy ella», había dicho mi esposa.

Evidentemente se refería a mi madre.

Miré la lápida. Leí el nombre de mi mujer. Amada madre, hija y esposa. A ambos lados tenía una especie de alas de ángel. Me imaginé a mis suegros eligiéndola, el tamaño correcto de las alas del ángel, el diseño perfecto, todo. Habían comprado la parcela que había junto a la de Jane sin decírmelo. Si no me casaba, imaginaba que sería para mí. Si me casaba, no sé qué harían mis suegros con ella.

Deseaba pedir ayuda a mi Jane. Deseaba pedirle que buscara donde fuera que estuviera por si encontraba a mi hermana, y que me dijera si Camille estaba viva o muerta. Sonreí como un tonto. Paré de golpe.

Estoy seguro de que los móviles están muy mal vistos en los cementerios. Pero no creí que a Jane le importara. Saqué el móvil del bolsillo y marqué el número seis otra vez.

Sosh respondió al primer timbre.

– Tengo que pedirte un favor -dije.

– Ya te lo dije. Por teléfono no.

– Encuentra a mi madre, Sosh.

Silencio.

– Tú puedes encontrarla. Te lo pido. Por el recuerdo de mi padre y mi hermana. Encuentra a mi madre.

– ¿Y si no puedo?

– Puedes.

– Tu madre se marchó hace mucho tiempo.

– Lo sé.

– ¿Has pensado que tal vez tu madre no desea que la encuentren?

– Sí -dije.

– ¿Y?

– Mala suerte -dije-. No siempre tenemos lo que queremos. Encuéntrala, Sosh, por favor.

Colgué el teléfono y volví a mirar la lápida de mi mujer.

– Te echamos de menos -dije en voz alta a mi esposa muerta-. Cara y yo. Te echamos muchísimo de menos.

Después me levanté y regresé al coche.

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