Muse me había mandado por fax un resumen de tres páginas sobre Wayne Steubens.
Muse era fantástica. No me había mandado todo el expediente. Lo había leído y me había dado los puntos esenciales. La mayoría ya los conocía. Recuerdo que, cuando arrestaron a Wayne, muchos se preguntaron por qué había decidido matar a los campistas. ¿Había tenido alguna mala experiencia en un campamento de verano? Un psiquiatra explicó que, a pesar de que Steubens no había hablado con él, creía que había sido víctima de abusos sexuales en un campamento de verano en su infancia. Sin embargo, otro psiquiatra conjeturó que se trataba sólo del placer de matar: Steubens había matado a sus cuatro primeras víctimas en el campamento PACE y había salido impune. Asociaba ese subidón, esa excitación, a los campamentos de verano, y por eso repitió la pauta.
Wayne no trabajaba en los demás campamentos. Por supuesto habría sido demasiado evidente. Pero las circunstancias habían sido su perdición. Un gran criminólogo del FBI llamado Geoff Bedford le había atrapado de esta manera. Wayne había sido uno de los sospechosos por los primeros cuatro asesinatos. Cuando el chico de Indiana fue asesinado, Bedford se puso a investigar a todos los que pudieran haber estado en todos esos lugares en el momento en cuestión. Lo más evidente era empezar por los monitores del campamento.
Incluyéndome a mí, por supuesto.
En principio Bedford no encontró nada en Indiana, el lugar del segundo asesinato, pero se había producido una retirada de dinero en un cajero a nombre de Wayne Steubens a dos pueblos de distancia del lugar del asesinato del chico de Virginia. Ése fue el punto de inflexión. Bedford siguió investigando. Wayne Steubens no había retirado dinero en ningún cajero de Indiana, pero sí en Everett, Pensilvania, y otra vez en Columbus, Ohio, lo que conformaba una pauta que sugería que había ido en coche desde su casa en Nueva York siguiendo ese camino. No tenía coartada y al final descubrieron al dueño de un pequeño motel cerca de Muncie que le identificó positivamente. Bedford siguió investigando y solicitó una orden de registro.
Encontraron recuerdos enterrados en el jardín trasero de Steubens.
No había ningún recuerdo del primer grupo de asesinatos. Pero la teoría era que aquéllos habían sido probablemente sus primeros asesinatos y que, o bien no había tenido tiempo para guardar recuerdos, o no había pensado en hacerlo.
Wayne se negó a hablar. Se declaró inocente y dijo que le habían tendido una trampa.
Le condenaron por los asesinatos de Virginia e Indiana. Era de los que tenían más pruebas. No tenían suficientes para imputarle los del campamento. Con este caso se planteaban problemas. Sólo había usado un cuchillo. ¿Cómo se las había arreglado para matar a los cuatro? ¿Cómo los había hecho entrar en el bosque? ¿Cómo se había deshecho de dos de los cadáveres? Todo esto se podía explicar -sólo había tenido tiempo de deshacerse de dos cadáveres, se había adentrado mucho en el bosque persiguiéndolos-, pero el caso no quedaba bien atado. En los asesinatos de Indiana y Virginia, los casos estaban perfectamente cerrados.
Lucy me llamó cerca de medianoche.
– ¿Cómo te ha ido con Jorge Pérez? -preguntó.
– Tienes razón. Mienten. Pero tampoco ha querido hablar.
– ¿Cuál es el siguiente paso, entonces?
– Iré a ver a Wayne Steubens.
– ¿En serio?
– Pues sí.
– ¿Cuándo?
– Mañana por la mañana.
Silencio.
– ¿Lucy?
– Sí.
– Cuando le arrestaron, ¿qué pensaste?
– ¿A qué te refieres?
– Aquel verano Wayne tenía veinte años, ¿no?
– Sí.
– Yo era monitor de la cabaña roja -dije-. Él estaba dos más abajo, en la amarilla. Le veía cada día. Estuvimos trabajando en la cancha de baloncesto toda una semana, los dos solos. Y es verdad que me parecía un poco raro. Pero ¿un asesino?
– No es como si llevaran un tatuaje o algo por el estilo. Tú trabajas con delincuentes y lo sabes.
– Supongo que sí. Tú también le conociste, ¿no?
– Sí.
– ¿Qué pensabas de él?
– Pensaba que era un gilipollas.
Sonreí a pesar de todo.
– ¿Creíste que era capaz de hacerlo?
– ¿De hacer qué? ¿De degollar y enterrar personas vivas? No, Cope. No lo creía capaz.
– No mató a Gil Pérez.
– Pero sí mató a las otras personas. Eso lo sabes.
– Supongo que sí.
– Por favor, tú sabes que tuvo que ser él quien mató a Margot y Doug. ¿Qué otra teoría puede haber? ¿Resulta que estaba en un campamento en el que se produjeron unos asesinatos y después él mismo se convirtió en un asesino?
– No es imposible -dije.
– Ya.
– Es posible que esos asesinatos fueran un desencadenante para Wayne. Tal vez ya tenía el potencial y ese verano, en que fue monitor en un campamento donde degollaron a unos chicos, fuera el catalizador.
– ¿Lo crees de verdad?
– Supongo que no, pero vete a saber.
– Recuerdo otra cosa de él -dijo Lucy.
– ¿Qué?
– Wayne era un mentiroso patológico. Mira, ahora que tengo mi gran título de psicóloga, conozco el término técnico que lo define. Pero ya entonces lo vi. ¿Te acuerdas? Mentía sobre cualquier cosa. Por el gusto de mentir. Era su reacción natural. Mentía hasta sobre lo que había desayunado.
Lo pensé un momento.
– Sí que me acuerdo. En parte eran las fanfarronadas normales de campamento. Era un chico rico y tenía que adaptarse a un puñado de pringados como nosotros. Dijo que era camello. Que estaba en una banda. Que tenía una novia en casa que había salido en Playboy. Todo lo que decía eran tonterías.
– Recuérdalo cuando hables con él -dijo Lucy.
– Lo recordaré.
Silencio. La serpiente dormida había desaparecido. Ahora sentía otros sentimientos dormidos agitándose. Con Lucy seguía habiendo algo. No sabía si era real, simple nostalgia o el resultado de tantas tensiones, pero lo sentía y no quería ignorarlo, aun sabiendo que debía hacerlo.
– ¿Sigues ahí? -preguntó.
– Sí.
– Todavía nos sentimos raros, ¿verdad?
– Sí, es verdad.
– Sólo para que lo sepas, no estás solo en esto -dijo Lucy-. Yo también me siento así, ¿vale?
– Vale.
– ¿Te sirve de algo?
– Sí. ¿Te sirve a tí?
– Sí. Sería un asco ser la única que se siente así.
Sonreí.
– Buenas noches, Cope.
– Buenas noches, Lucy.
Lo de asesinar en serie, o al menos tener una conciencia gravemente defectuosa, debe de ser muy poco estresante, porque Wayne Steubens apenas había envejecido en veinte años. Cuando le conocí era un chico guapo, y seguía siéndolo. Ahora llevaba el pelo muy corto, en comparación con las ondas de peluquería pagada por mamá de antes, pero le quedaba igual de bien. Sabía que sólo salía una hora al día de la celda, pero debía de pasarla al sol porque no tenía en absoluto la palidez típica de la prisión.
Wayne Steubens me ofreció una sonrisa encantadora, casi perfecta.
– ¿Has venido a invitarme a una reunión de campamento?
– La celebraremos en el Rainbow Room de Manhattan. Oye, espero que no faltes.
Se rió como un loco, como si yo hubiera hecho la broma del siglo. No tenía ninguna gracia, evidentemente, pero su interrogatorio sería un baile. Le habían interrogado los mejores agentes federales del país. Lo habían evaluado psiquiatras que se conocían todos los trucos del Manual del Psicópata. Las tácticas normales no servirían. Teníamos un pasado común. En cierto modo habíamos sido amigos. Tenía que utilizarlo.
Se calmó, dejó de reírse y la sonrisa se desvaneció.
– ¿Todavía te llaman Cope?
– Sí.
– ¿Cómo estás, Cope?
– Genial -dije.
– Genial -repitió Wayne-. Hablas como el tío Ira.
En el campamento llamábamos a los mayores tío o tía.
– Ira estaba como una cabra, ¿no te parece, Cope?
– Un poco colgado.
– Ya lo creo.
Wayne apartó la mirada. Intenté fijar mis ojos en los suyos, pero él los desviaba hacia todas partes. Parecía un poco alterado. Me pregunté si estaría medicado, y después pensé que probablemente sí y que debería haberlo preguntado.
– Bueno -dijo Wayne-, ¿vas a contarme a qué has venido realmente? -Y entonces, antes de que pudiera responder, levantó las palmas de las manos-. No, espera, no me lo digas. Todavía no.
Me esperaba algo diferente. No sé qué exactamente. Esperaba que su locura fuera más evidente o que la exteriorizara más. Con «locura» me refiero a los chalados espeluznantes que te vienen a la cabeza cuando piensas en asesinos en serie: la mirada penetrante, mascando chicle, la intensidad, relamiéndose, cerrando y abriendo los puños, la rabia bajo la superficie. Pero con Wayne no sentí nada de esto. Con «evidente» me refiero a la clase de sociópatas con los que tropezamos cada día, los tipos listos que sabes que están mintiendo y son capaces de hacer cosas espantosas. Esas vibraciones tampoco me llegaban.
Lo que recibía de Wayne era mucho más terrorífico. Sentado allí hablando con él, el hombre que con toda probabilidad había asesinado a mi hermana y al menos a siete personas más, me sentía normal. Incluso bien.
– Han pasado veinte años, Wayne. Necesito saber qué pasó en aquel bosque.
– ¿Por qué?
– Porque mi hermana estaba allí.
– No, Cope, no me refería a esto. -Se echó un poco hacia delante-. ¿Por qué ahora? Tú mismo has dicho que han pasado veinte años. Así que, amigo mío, dime, ¿por qué necesitas saberlo ahora?
– No estoy seguro -dije.
Sus ojos se fijaron en los míos. Intenté mantener el tipo. Cambio de papeles: el psicópata intentaba descubrir si yo le mentía.
– El momento es muy interesante -dijo.
– ¿Y eso por qué?
– Porque tú no eres mi único visitante sorpresa reciente.
Asentí lentamente, intentando no parecer ansioso.
– ¿Quién más ha venido?
– ¿Por qué debería decírtelo?
– ¿Por qué no?
Wayne Steubens se acomodó.
– Sigues siendo guapo, Cope.
– Tú también -dije-. Pero no podemos salir, es imposible.
– La verdad es que debería estar enfadado contigo.
– ¿Ah, sí?
– Me echaste a perder aquel verano.
Compartimentar. Ya he hablado de esto. Sé que mi cara no mostró nada, pero fue como si me hubieran degollado con varias cuchillas de afeitar. Estaba conversando de banalidades con un asesino en serie. Le miré las manos. Me imaginé la sangre. Me imaginé la hoja en aquellas gargantas indefensas. Aquellas manos. Aquellas manos aparentemente inocuas que ahora tenía unidas sobre la mesa de acero. ¿Qué habían hecho?
Controlé la respiración.
– ¿Qué hice para echártelo a perder? -pregunté.
– Ella habría sido mía.
– ¿Quién habría sido tuya?
– Lucy. Lo normal era que aquel verano se enrollara con alguien. De no haber estado tú, yo tenía más de una posibilidad, no sé si me entiendes.
No sabía muy bien qué decir, pero me arriesgué.
– Yo creía que te interesaba Margot Green.
Sonrió.
– Estaba buena, ¿eh?
– Sin duda.
– Era una calientabraguetas. ¿Te acuerdas de aquel día en la cancha de baloncesto?
Me acordé. De golpe. Es curioso cómo funcionan estas cosas. Margot era la tía buena del campamento y lo sabía, vaya si lo sabía. Siempre se ponía esas camisetas provocativas cuyo único propósito eran ser más obscenas que la desnudez. Aquel día, una chica se había hecho daño en la cancha de voleibol. No me acuerdo del nombre de la chica. Creo que resultó que se había roto una pierna, pero no me acuerdo. Lo que sí recordábamos, la imagen que compartía con aquel psicópata, era a Margot Green aterrada corriendo junto a la cancha de baloncesto con aquella camiseta tan provocativa, sacudiendo los pechos, pidiendo ayuda a gritos, y todos nosotros, tal vez treinta o cuarenta chicos que estábamos en la cancha, parados y mirándola con la boca abierta.
Sí, los hombres son unos cerdos. Y los adolescentes también. El mundo es contradictorio. La naturaleza exige que los varones entre los catorce y los diecisiete, por decir algo, sean erecciones hormonales andantes. No se puede evitar. Sin embargo, la sociedad cree que eres demasiado joven para hacer algo y remediarlo, y tienes que sufrir. Y ese sufrimiento se multiplicaba por diez cuando aparecía Margot Green.
Parece que Dios tiene sentido del humor.
– Me acuerdo -dije.
– Menuda calientabraguetas -dijo Wayne-. ¿Sabías que había dejado a Gil?
– ¿Margot?
– Sí. Justo antes del asesinato. -Arqueó una ceja-. Da que pensar, ¿no?
No me moví, le dejé hablar, esperé a que dijera algo más. Lo dijo.
– La conseguí, a Margot, ¿sabes? Pero no era tan buena como Lucy.
Se puso una mano frente a la boca como si hubiera hablado demasiado. Menuda comedia. Me quedé quieto.
– ¿Sabías que Lucy y yo tuvimos un idilio antes de que tú llegaras aquel verano?
– Ya.
– Te estás poniendo verde, Cope. No estarás celoso, ¿no?
– Fue hace veinte años.
– Sí, señor. Y si te soy sincero, sólo conseguí llegar a la segunda base. Seguro que tú llegaste más lejos, Cope. Seguro que tú mojaste, ¿no?
Estaba intentando provocarme, pero yo no pensaba seguirle el juego.
– Un caballero no cuenta sus conquistas -dije.
– Sí, ya. No me interpretes mal, vosotros dos erais la bomba. Hasta un ciego podía verlo. Tú y Lucy teníais algo muy especial, ¿verdad?
Me sonrió y parpadeó rápidamente.
– Lo tuvimos, hace mucho tiempo -dije.
– No lo dices de verdad, ¿no? Nos hacemos mayores, claro, pero en muchos aspectos nos sentimos exactamente como entonces. ¿No lo crees?
– La verdad es que no, Wayne.
– Bueno, la vida sigue, supongo. Nos permiten acceso a internet. Nada de páginas porno ni cosas así, y controlan todas nuestras comunicaciones. Pero te busqué en la red. Sé que eres viudo y tienes una hija de seis años. Pero no encontré su nombre. ¿Qué pasa?
Esta vez no pude evitarlo, el efecto fue visceral. Oír a ese psicópata mencionando a mi hija fue peor que tener su fotografía en mi despacho. Me tragué la rabia y fui al grano.
– ¿Qué pasó en aquel bosque, Wayne?
– Que murieron personas.
– No juegues conmigo.
– Sólo uno de nosotros está jugando, Cope. Si quieres la verdad, empecemos por ti. ¿Por qué has venido hoy? Porque el momento no es una coincidencia. Los dos lo sabemos.
Miré detrás de mí. Sabía que nos vigilaban. Había pedido que no nos escucharan. Hice una seña para que entrara alguien. Un guardia abrió la puerta.
– Diga, señor -dijo el guardia.
– ¿El señor Steubens ha tenido otras visitas en las últimas dos semanas?
– Sí, señor, una.
– ¿Quién?
– Puedo buscarle el nombre, si lo desea.
– Se lo agradeceré.
El guardia se marchó y yo volví a mirar a Wayne, que no parecía preocupado.
– Touché -dijo-. Pero no era necesario. Yo te lo diré. Un tal Curt Smith.
– No conozco a nadie llamado así.
– Ya, pero él sí te conoce. Trabaja para una empresa llamada MVD.
– ¿Un detective privado?
– Sí.
– Y vino porque quería… -ya lo había entendido, los muy hijos de puta- quería descubrir trapos sucios sobre mí.
Wayne Steubens se tocó la nariz y después me señaló con el dedo.
– ¿Qué te ofreció? -pregunté.
– Su jefe había sido federal. Dijo que podía conseguir una mejora en mi estatus.
– ¿Le dijiste algo?
– No. Por dos razones. Una, su oferta era un farol. Un ex federal no puede hacer nada por mí.
– ¿Y dos?
Wayne Steubens se echó hacia delante. Se aseguró de que le mirara a los ojos.
– Quiero que me escuches, Cope. Quiero que me escuches atentamente.
Le sostuve la mirada.
– En mi vida he hecho muchas cosas malas. No entraré en detalles. No hay ninguna necesidad. He cometido errores. Me he pasado los últimos dieciocho años en este agujero pagando por ellos. No es mi lugar. De verdad. No hablaré de Indiana o Virginia ni nada. Esas personas que murieron, yo no las conocía. Eran desconocidos.
Calló, cerró los ojos, se frotó la cara. Tenía una cara ancha. La piel brillante, casi cerosa. Volvió a abrir los ojos y se aseguró de que le estaba mirando. Le miraba. No podría haberme movido ni aunque hubiera querido.
– Pero, y ésta es la segunda razón que me pedías, Cope, no tengo ni idea de lo que sucedió en ese bosque hace veinte años. Porque yo no estaba allí. No sé lo que les pasó a mis amigos, no desconocidos, Cope, amigos: Margot Green o Doug Billingham o Gil Pérez o tu hermana.
Silencio.
– ¿Mataste a esos chicos en Indiana y Virginia? -pregunté.
– ¿Me creerías si dijera que no?
– Había muchas pruebas.
– Sí, las había.
– Pero tú sigues proclamando tu inocencia.
– Sí.
– ¿Eres inocente, Wayne?
– Vayamos paso a paso, ¿vale? Te estoy hablando de aquel verano. Te estoy hablando del campamento. Yo no maté a nadie. No sé qué sucedió en aquel bosque.
No dije nada.
– Ahora eres fiscal, ¿no?
Asentí.
– Hay personas que indagan en tu pasado. Eso lo entiendo. Normalmente no le habría prestado mucha atención. Excepto que ahora tú también estás aquí. Lo que significa que ha sucedido algo. Algo nuevo. Algo que tiene que ver con aquella noche.
– ¿Adónde quieres ir a parar, Wayne?
– Siempre pensaste que yo los maté -dijo-. Pero ahora, por primera vez, ya no estás tan seguro.
No dije nada.
– Algo ha cambiado. Lo veo en tu cara. Por primera vez te preguntas en serio si tuve algo que ver con lo que sucedió aquella noche. Y si has descubierto algo nuevo, tienes la obligación de contármelo.
– No tengo ninguna obligación, Wayne. No te juzgaron por esos asesinatos. Te juzgaron y condenaron por los asesinatos de Indiana y Virginia.
Abrió los brazos.
– Entonces ¿qué hay de malo en contarme lo que has averiguado?
Lo pensé un momento. Tenía parte de razón. Si yo le decía que Gil Pérez seguía vivo, no afectaría para nada a su condena, porque no le habían condenado por matar a Gil. Pero sí proyectaría una larga sombra. Un caso de asesino en serie es un poco como la casa de los cadáveres proverbial y literalmente: si descubres que una víctima no fue asesinada -al menos, no entonces ni por un asesino en serie- esa casa de cadáveres puede sencillamente implosionar.
Elegí la discreción. Hasta que tuviéramos una identificación positiva de Gil Pérez no había ninguna razón para decir nada. Le miré. ¿Estaba loco? Yo creía que sí. Pero ¿cómo podía estar seguro? De todos modos, había descubierto todo lo que podía por ese día. Así que me levanté.
– Adiós, Wayne.
– Adiós, Cope.
Fui hacia la puerta.
– ¿Cope?
Me volví.
– Sabes que yo no les maté, ¿no?
No contesté.
– Y si yo no les maté -siguió-, debes replantearte todo lo que sucedió aquella noche, no sólo a Margot, a Doug, a Gil y a Camille. Sino lo que me sucedió a mí. Y a ti.