Raya Singh me esperaba en el aparcamiento del restaurante. Había cambiado los velos del uniforme de camarera por unos vaqueros y una blusa azul oscuro. Llevaba el pelo recogido en una cola. El efecto no era menos deslumbrante. Meneé la cabeza. Acababa de visitar la tumba de mi esposa y ya estaba admirando inadecuadamente la belleza de una jovencita.
El mundo tiene cosas interesantes.
Subió al asiento del pasajero. Olía de maravilla.
– ¿Adónde? -pregunté.
– ¿Sabes dónde está la carretera 17?
– Sí.
– Pues cógela hacia el norte.
Salí del aparcamiento.
– ¿Quieres empezar a contarme la verdad?
– Yo nunca te he mentido -dijo-. Sólo decidí no contarte algunas cosas.
– ¿Sigues afirmando que conociste a Santiago en la calle?
– Sí.
No la creí.
– ¿Alguna vez le oíste mencionar a un tal Pérez?
No contestó.
– ¿A un tal Gil Pérez? -insistí.
– La salida hacia la 17 está a la derecha.
– Sé dónde está la salida, Raya.
Miré de soslayo su perfil perfecto. Ella observaba por la ventana, y estaba abrumadoramente hermosa.
– Cuéntame eso de que le oíste mencionar mi nombre -dije.
– Ya te lo he contado.
– Cuéntamelo otra vez.
Raya respiró hondo silenciosamente y cerró los ojos un momento.
– Manolo dijo que mentiste.
– ¿Mentir sobre qué?
– Mentir sobre algo relacionado con… -vaciló- con bosques o montes o algo por el estilo.
Sentí que el corazón me daba un salto en el pecho.
– ¿Eso dijo? ¿Bosques o montes?
– Sí.
– ¿Cuáles fueron sus palabras exactamente?
– No me acuerdo.
– Inténtalo.
– Paul Copeland mintió sobre lo que sucedió en ese bosque. -Después inclinó la cabeza-. Ah, espera.
Esperé.
Entonces dijo algo que casi me hace salir de la carretera.
Un nombre:
– Lucy.
– ¿Qué?
– Ése fue el otro nombre. Dijo: «Paul Copeland mintió sobre lo que sucedió en ese bosque. Y Lucy también».
Ahora me tocaba a mí estar en silencio.
– Paul -dijo Raya-, ¿quién es Lucy?
El resto del trayecto permanecimos en silencio.
Yo estaba perdido en mis pensamientos sobre Lucy. Intentaba recordar el tacto de sus cabellos tan rubios, el maravilloso olor que desprendían. Pero no podía. Ése era el problema: los recuerdos parecían borrosos. No lograba recordar qué parte era real y cuál había fabricado mi imaginación. Sólo recordaba la exaltación, la sensualidad. Los dos éramos novatos, los dos patosos, los dos inexpertos, pero fue como una canción de Bob Seger, o tal vez «Bat Out of Hell» de Meat Loaf. Dios mío, la lujuria. ¿Cómo había empezado? ¿Y cuándo esa lujuria viró hacia algo parecido al amor?
Los romances de verano se acaban. Eso era parte del trato. Nacen como algunas plantas o insectos, que no son capaces de sobrevivir a más de una estación. Yo creía que Luce y yo seríamos diferentes. Lo fuimos, supongo, pero no de la forma que yo creía. Yo creía de verdad que nunca nos separaríamos.
Los jóvenes son tan tontos.
El edificio de apartamentos AmeriSuites estaba en Ramsey, Nueva Jersey. Raya tenía una llave. Abrió la puerta de una habitación del tercer piso. Describiría la decoración, pero la única palabra con la que podría describirla sería sosa. El mobiliario tenía toda la personalidad que cabía esperar en una casa de apartamentos de una carretera llamada 17 en el norte de Nueva Jersey.
Cuando entramos en la habitación, Raya soltó una exclamación.
– ¿Qué? -pregunté.
Estaba repasando la habitación con la mirada.
– Había montones de papeles sobre esa mesa -dijo-. Carpetas, revistas, bolígrafos y lápices.
– Ahora está vacía.
Raya abrió un cajón.
– Su ropa ha desaparecido.
Realizamos un registro cuidadoso. Todo había desaparecido: no había papeles, ni carpetas, ni artículos de revista, ni cepillo de dientes ni efectos personales, nada. Raya se sentó en el sofá.
– Alguien ha venido y ha vaciado el piso.
– ¿Cuándo estuviste aquí por última vez?
– Hace tres días.
Fui hacia la puerta.
– Vamos.
– ¿Adonde vas?
– Voy a hablar con alguien de recepción.
Pero sólo había un chico trabajando. No nos dijo prácticamente nada. El inquilino se había inscrito como Manolo Santiago. Había pagado en efectivo y había dejado un depósito en efectivo. La habitación estaba pagada hasta final de mes. El chico no recordaba qué aspecto tenía el señor Santiago ni sabía nada de él. Ése era el problema de esta clase de apartamentos. No es necesario atravesar la recepción. Es fácil pasar desapercibido.
Raya y yo regresamos a la habitación de Santiago.
– ¿Dijiste que había papeles?
– Sí.
– ¿Qué decían?
– No me dedicaba a fisgar.
– Raya -dije.
– ¿Qué?
– Debo ser sincero contigo. No me creo del todo tu papel de transeúnte ignorante.
Ella sólo me miró con esos malditos ojos.
– ¿Qué? -le pregunté.
– Quieres que confíe en ti.
– Sí.
– ¿Por qué debería hacerlo?
Lo pensé un momento.
– Me mentiste cuando nos conocimos -dijo.
– ¿Sobre qué?
– Dijiste que sólo estabas investigando su asesinato. Como un detective o algo así. Pero no era cierto, ¿verdad?
No dije nada.
– Manolo no confiaba en ti -siguió ella-. Leí esos artículos. Sé que sucedió algo en ese bosque hace veinte años. Él creía que tú habías mentido.
Seguí sin decir nada.
– Y ahora esperas que yo te lo cuente todo. ¿Por qué iba a hacerlo? Si estuvieras en mi lugar, ¿dirías todo lo que sabes?
Me tomé un momento para aclarar mis pensamientos. En parte tenía razón.
– Así que viste los artículos.
– Sí.
– Por lo tanto sabes que yo estuve en el campamento ese verano.
– Sí.
– Y también sabes que mi hermana desapareció esa noche.
Asintió con la cabeza.
– Por eso estoy aquí -dije mirándola fijamente.
– ¿Estás aquí para vengar a tu hermana?
– No, estoy aquí para encontrarla -respondí.
– Pero yo creía que había muerto. Que Wayne Steubens la había matado.
– Eso es lo que yo pensaba también.
Raya volvió la cabeza un momento. Después me miró directamente a los ojos.
– ¿Sobre qué mentiste entonces?
– Sobre nada.
Aquellos ojos otra vez.
– Puedes confiar en mí -dijo.
– Es lo que hago.
Esperó. Yo también esperé.
– ¿Quién es Lucy?
– Es una chica que estaba en el campamento.
– ¿Qué más? ¿Qué relación tiene ella con esto?
– Su padre era el dueño del campamento -dije, y añadí-: También era mi novia en aquella época.
– ¿Y en qué mentisteis vosotros dos?
– No mentimos.
– ¿A qué se refería Manolo, pues?
– No tengo ni la más remota idea. Eso es lo que intento descubrir.
– No lo entiendo. ¿Por qué estás tan seguro de que tu hermana está viva?
– No estoy seguro -dije-. Pero creo que existe una posibilidad digna de tenerse en cuenta.
– ¿Por qué?
– Por Manolo.
– ¿Qué pasa con él?
La miré a la cara y me pregunté si estaría jugando conmigo.
– Antes, cuando he mencionado el nombre de Gil Pérez, te has cerrado en banda -dije.
– Su nombre salía en esos artículos. También le mataron aquella noche.
– No -respondí.
– No lo entiendo.
– ¿Sabes por qué Manolo estaba investigando lo que sucedió.aquella noche?
– No me lo dijo.
– ¿No sentías curiosidad?
Se encogió de hombros.
– Me dijo que era un asunto de trabajo.
– Raya -dijo-. Manolo Santiago no era su nombre auténtico.
Dudé, por si me interrumpía y me daba alguna información. No lo hizo.
– Su nombre auténtico era Gil Pérez -seguí.
Tardó un segundo en digerirlo.
– ¿El chico del bosque?
– Sí.
– ¿Estás seguro?
Buena pregunta.
– Sí -respondí sin vacilar, a pesar de todo.
Lo pensó un momento.
– Y lo que me estás diciendo ahora, en caso de que sea verdad, es que ha estado vivo todo este tiempo.
Asentí.
– Y si estaba vivo… -Raya Singh calló.
Yo acabé la frase por ella.
– Mi hermana también podría estarlo.
– O quizá Gil, o cómo le llames tú, los mató a todos -dijo.
Es raro, pero no había pensado en esto. Tenía cierta lógica. Gil los mata a todos, deja pruebas de que él también es una víctima. Pero ¿era Gil suficientemente listo para montar algo así? ¿Y qué pintaba entonces Wayne Steubens?
A menos que Wayne dijera la verdad…
– Si eso es cierto, lo descubriré -dije.
Raya frunció el ceño.
– Manolo decía que tú y Lucy habíais mentido. Si él les mató, ¿para qué iba a decir una cosa así? ¿Para qué tendría todos esos papeles e investigaría lo sucedido? Si lo había hecho él, ya tendría la respuesta, ¿no?
Cruzó la habitación y se situó directamente frente a mí. Tan joven y tan hermosa. Tenía ganas de besarla.
– ¿Qué no me estás diciendo? -preguntó.
Sonó mi móvil y miré el identificador. Loren Muse. Apreté la tecla de contestar:
– ¿Qué pasa?
– Tenemos un problema -dijo Muse.
Cerré los ojos y esperé.
– Es Chamique. Quiere retractarse.
Mi oficina está en el centro de Newark. No paro de oír que hay en marcha un plan de revitalización para la ciudad. Yo no lo veo. La ciudad está en decadencia desde que yo puedo recordar. Pero he llegado a conocerla bien. La historia sigue allí, bajo la superficie. La gente es estupenda. Como sociedad tenemos tendencia a estereotipar a las ciudades del mismo modo que lo hacemos con los grupos étnicos o las minorías. Es fácil odiarlos a distancia. Recuerdo a los conservadores padres de Jane y su desprecio por todo lo relacionado con los gays. Sin que ellos lo supieran, Helen, la compañera de cuarto de Jane en la universidad, era gay. Cuando conocieron a Helen, tanto la madre como el padre quedaron encantados con ella. Cuando supieron que era lesbiana, les siguió gustando. Y después les gustó su pareja.
Así era como solía ser. Era fácil odiar a los gays, a los negros, a los judíos o a los árabes. Era más difícil odiar a las personas.
Newark era así. La podías odiar en conjunto, pero había tantos barrios, tantos tenderos y tantos ciudadanos encantadores y fuertes, que no podías evitar sentirte atraído y querer cuidarla y mejorarla.
Chamique me esperaba en el despacho. Era tan joven, pero llevaba la dureza de la vida escrita en la cara. La vida no había sido amable con esa chica. Probablemente no sería más fácil en el futuro. Su abogado, Horace Foley, llevaba demasiada colonia y tenía los ojos demasiado separados. Soy abogado y por lo tanto no me gustan los prejuicios que existen contra mi profesión, pero estaba bastante seguro de que si pasaba una ambulancia, ese tipo saltaría por mi ventana en el tercer piso para atraparla.
– Queremos que retire los cargos contra el señor Jenrette y el señor Marantz -dijo Foley.
– No puedo hacerlo -dije. Miré a Chamique. No tenía la cabeza baja, pero tampoco estaba buscando el contacto visual con mucho ahínco-. ¿Mentiste ayer en el estrado? -pregunté.
– Mi cliente nunca mentiría -respondió Foley.
No le hice caso y miré a Chamique a los ojos.
– No conseguirá que les condenen -dijo.
– Eso no lo sabes.
– ¿Habla en serio?
– Sí.
Chamique me sonrió, como si yo fuera el ser más ingenuo que Dios hubiera creado.
– No lo entiende, ¿verdad?
– Sí, lo entiendo. Te ofrecen dinero a cambio de retractarte. La cifra ha alcanzado el nivel suficiente para que tu abogado, aquí presente, el señor «Para qué ducharse si se tiene colonia», crea que vale la pena hacerlo.
– ¿Cómo me ha llamado?
Me volví hacia Muse.
– Abre la ventana, por favor.
– A tus órdenes, Cope.
– ¡Eh! ¿Cómo me ha llamado?
– La ventana está abierta. Puede tirarse si le apetece. -Volví a mirar a Chamique-. Si te retractas ahora, significa que tu testimonio de hoy y de ayer era mentira. Significa que cometiste perjurio. Significa que hiciste que esta oficina gastara millones de dólares de impuestos con tu mentira, tu perjurio. Eso es un delito. Irás a la cárcel.
– Hable conmigo, señor Copeland, no con mi cliente -replicó Foley.
– ¿Hablar con usted? Con usted aquí no puedo ni respirar.
– No pienso aguantar…
– A callar -dije. Me puse una mano detrás de la oreja-. Escuche cómo se arruga.
– ¿El qué?
– Creo que su colonia me está pelando el papel pintado. Si escucha atentamente, podrá oírlo. Silencio, escuche.
Incluso Chamique sonrió un poquito.
– No te retractes -le dije.
– Tengo que hacerlo.
– Pues te procesaré.
Su abogado estaba a punto para la batalla, pero Chamique le puso una mano en el brazo.
– No lo hará, señor Copeland.
– Lo haré.
Pero ella sabía que no lo haría. Era un farol. Era una pobre y asustada víctima de violación que tenía la oportunidad de cobrar, de tener más dinero del que probablemente dispondría en toda su vida. ¿Quién era yo para sermonearla sobre valores y justicia?
Ella y su abogado se pusieron en pie y Horace Foley dijo:
– Por la mañana firmaremos el acuerdo.
No dije nada. Una parte de mí se sentía aliviada y eso me avergonzaba. Ahora JaneCare sobreviviría. El recuerdo de mi padre, o más bien mi carrera política no sufriría un revés innecesario. Lo mejor de todo es que me había librado de una buena. Y no había hecho nada, había sido Chamique.
Chamique me ofreció la mano y yo se la estreché.
– Gracias -dijo.
– No lo haga -le pedí, pero ya no había convicción en mi intento.
Ella se dio cuenta y sonrió. Después salieron de mi despacho. Primero Chamique y luego su abogado. Su colonia permaneció como recuerdo.
Muse se encogió de hombros y dijo:
– ¿Qué puedes hacer?
Eso me estaba preguntando yo también.
Fui a casa y cené con Cara. Tenía unos «deberes» que consistían en buscar cosas que fueran rojas en algunas revistas y recortarlas. Parecería una tarea sencilla, pero evidentemente nada de lo que encontrábamos juntos le parecía bien. No le gustaba la furgoneta roja, ni el vestido rojo de la modelo, ni siquiera el coche de bomberos rojo. Pronto me di cuenta de cuál era el problema: que me mostrara entusiasmado con las cosas que encontraba. «¡Este vestido es rojo, cariño! ¡Está muy bien! ¡Creo que es perfecto!», decía yo.
Después de veinte minutos así, me di cuenta de mi error. Cuando encontró una foto de una botella de ketchup, me encogí de hombros y dije en tono desinteresado:
– No me gusta el ketchup.
Cogió las tijeras con el mango de seguridad y se puso manos a la obra.
Niños.
Cara se puso a cantar una canción mientras recortaba. Era una canción de unos dibujos animados de la tele llamados Dora la exploradora y básicamente consistía en cantar la palabra «mochila» una y otra vez hasta que la cabeza del padre más cercano explotaba en un millón de pedazos. Hacía dos meses había cometido el error de comprarle una mochila parlante de Dora la exploradora («mochila, mochila, mochila», repetidamente) con un mapa parlante a juego (canción: «Soy el mapa, soy el mapa, soy el mapa», reiteradamente). Cuando venía su prima Madison, a menudo jugaban a Dora la exploradora. Una de ellas hacía el papel de Dora. La otra era un mono con el curioso apodo de Botas. No es habitual conocer monos con apodos relacionados con el calzado.
Estaba pensando en esto, en Botas, en la manera en que Cara y su prima discutían quién sería Dora y quién sería Botas, cuando la idea me vino encima como el famoso rayo.
Me quedé helado. De hecho me quedé quieto allí sentado. Incluso Cara se dio cuenta.
– ¿Papi?
– Un momento, peque.
Subí corriendo, haciendo temblar la casa con mis pisadas. ¿Dónde demonios había metido las facturas de la fraternidad? Puse la habitación patas arriba. Tardé cinco minutos en encontrarlas; estaba dispuesto a tirarlas todas después de la entrevista de la mañana.
Bang, ahí estaban.
Las hojeé, encontré los cargos de internet, los mensuales, y después cogí el teléfono y llamé a Muse. Respondió a la primera.
– ¿Qué pasa?
– Cuando estabas en la universidad -pregunté-, ¿con qué frecuencia te quedabas levantada toda la noche?
– Dos veces por semana como mínimo.
– ¿Cómo te mantenías despierta?
– Con M amp;M's. En cantidades industriales. Las naranjas son anfetaminas, lo juro.
– Cómprate todas las que quieras y puedes incluirlas como gastos.
– Me gusta tu tono de voz, Cope.
– Tengo una idea, pero no sé si tenemos tiempo.
– No debes preocuparte por el tiempo. ¿Con respecto a qué asunto?
– Con respecto al asunto de nuestros coleguillas Cal y Jim -contesté.