El librero de la Rue Bonaparte

– Amigo mío -dijo gravemente Athos-. Recordad que los muertos son los únicos con los que no se expone uno a tropezar de nuevo sobre la tierra.

(A. Dumas. Los tres mosqueteros)


Lucas Corso pidió una segunda ginebra recostándose, complacido, en el respaldo de la silla de mimbre. Se estaba bien al sol en la terraza, dentro del rectángulo de claridad que enmarcaba las mesas del café Atlas, en la Rue De Buci. Era una de esas mañanas luminosas y frías, cuando la orilla izquierda del Sena hormiguea de samurais desorientados, anglosajones con zapatillas deportivas y billetes de metro entre las páginas de un libro de Hemingway, damas con cestas llenas de baguettes y lechugas, y esbeltas galeristas de nariz quiroplástica rumbo al café de su pausa laboral. Una joven muy atractiva miraba el escaparate de una charcutería de lujo, del brazo de un caballero maduro y apuesto, con pinta de anticuario, o de rufián; o quizá se tratara de ambas cosas a la vez. Había también una Harley Davidson con los cromados relucientes, un foxterrier de mal humor atado en la puerta de una tienda de vinos caros, un joven con trenzas de húsar que tocaba la flauta dulce en la puerta de una boutique. Y en la mesa contigua a la de Corso, una pareja de africanos muy bien vestidos que se besaban en la boca sin prisas, como si tuvieran todo el tiempo del mundo y el descontrol nuclear, el sida, la capa de ozono, fuesen anécdotas sin importancia en aquella mañana de sol parisién.

La vio aparecer al extremo de la calle Mazarino, doblando la esquina hacia el café donde él aguardaba; con su aspecto de chico, la trenca abierta sobre los tejanos, los ojos como dos señales luminosas en el rostro atezado, visibles en la distancia, entre la gente, bajo el resplandor de sol que desbordaba la calle. Endiabladamente bonita, habría dicho sin duda Flavio La Ponte carraspeando mientras ofrecía su perfil bueno, aquel donde la barba era un poco más espesa y rizada. Pero Corso no era La Ponte, así que ni dijo ni pensó nada. Se limitó a mirar con hostilidad al camarero que en ese momento depositaba la copa de ginebra sobre su mesa -pas d'Bols, m'sieu- y a ponerle en la mano el precio exacto que marcaba el ticket -servicio compris, muchacho- antes de seguir viendo acercarse a la chica. En lo que a ese género de cosas se refería, Nikon le había dejado ya en el estómago un boquete del tamaño de un escopetazo de postas. Y era suficiente. Tampoco estaba muy seguro Corso de tener un perfil mejor que otro, o haberlo tenido nunca. Y maldito lo que le importaba.

Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo. Su gesto convirtió la calle en una sucesión de contornos difuminados, de siluetas con rostro impreciso. Una de ellas seguía destacándose entre las otras, y a medida que se acercaba se perfiló cada vez más, aunque sin llegar nunca a la nitidez: cabello corto, piernas largas, zapatillas blancas de tenis adquirieron contornos propios en un costoso e imperfecto enfoque cuando llegó hasta él, sentándose en la silla libre.

– He visto la tienda. Está a un par de manzanas de aquí.

Se puso las gafas y la miró, sin responder. Habían viajado juntos desde Lisboa. El viejo Dumas habría escrito a uña de caballo para describir el modo en que abandonaron Sintra camino del aeropuerto. Desde allí, veinte minutos antes de la salida del avión, Corso telefoneó a Amílcar Pinto para contarle el punto final a los tormentos bibliográficos de Victor Fargas y la cancelación del plan previsto. En cuanto al dinero acordado, Pinto iba a cobrar igual, a cuenta de las molestias. Pese a la sorpresa -la llamada telefónica acababa de sacarlo de la cama-, el portugués reaccionó bastante bien, con términos de no sé a qué estás jugando, Corso, pero tú y yo no nos vimos anoche en Sintra; ni anoche ni nunca. A pesar de todo prometió hacer averiguaciones discretas sobre la muerte de Victor Fargas. Eso cuando se enterase de modo oficial; de momento no se daba por enterado absolutamente de nada, ni la menor gana que tenía. En cuanto a la autopsia del bibliófilo, ya podía Corso rezar para que los forenses dictaminasen suicidio. Por si acaso, y respecto al prójimo de la cicatriz, iba a deslizar su descripción como sospechoso en los servicios pertinentes. Seguirían en contacto por teléfono, y le recomendaba encarecidamente no visitar Portugal en una larga temporada. Ah, y una última cosa -añadió Pinto cuando ya los altavoces anunciaban la salida del vuelo a París-. La próxima vez, antes de complicar a un amigo en eventuales homicidios, Corso podía recurrir a la madre que lo parió. El teléfono se tragaba el último escudo, y el cazador de libros formuló una apresurada protesta de inocencia. Claro que sí, concedió el policía. Eso dicen todos.

La chica esperaba en la sala de embarque. Para sorpresa del aturdido Corso, cuya capacidad para atar cabos quedaba ese día muy por debajo del número de éstos que por todas partes aparecían sueltos, había desplegado una eficiente actividad que los instaló a ambos, sin contratiempos, a bordo del avión. «Acabo de heredar», fue su respuesta cuando, al verla pagar otro billete para el mismo vuelo, Corso hizo un par de rencorosas reflexiones sobre la escasez de recursos que hasta ese momento le había atribuido. Después, durante las dos horas que duró el trayecto Lisboa-París, ella se negó a responder cuantas preguntas fue capaz de formular. Cada cosa a su tiempo, se limitaba a decir, mirando a Corso fugazmente, casi a hurtadillas, antes de ensimismarse en las nubes que el avión dejaba atrás, bajo la estela de condensación del aire frío en las alas. Después se había dormido, o fingido hacerlo, con la cabeza sobre su hombro. Por el ritmo de la respiración, Corso comprendió que seguía despierta; el sueño aparente sólo era un recurso de circunstancias para eludir preguntas que no estaba dispuesta, o autorizada, a contestar.

Cualquier otro, en su lugar, habría roto la baraja con los zarandeos y la rudeza apropiadas. Pero él era un lobo paciente, bien adiestrado, con reflejos e instinto de cazador. Después de todo, en la chica estaba su única conexión real, moviéndose como lo hacía en un entorno novelesco, injustificable, irreal. Además, a semejantes alturas del guión había asumido por completo el carácter del lector cualificado y protagonista, que alguien, quien tejiese nudos al otro lado del tapiz, en el envés de la trama, parecía proponer con un guiño que -eso no estaba claro- podía ser despectivo, o cómplice.

– Alguien me la está jugando -había dicho Corso en voz alta, a nueve mil metros de altura sobre el golfo de Vizcaya. Luego miró de soslayo a la chica, aguardando una reacción o una respuesta, pero ella permanecía inmóvil, con la respiración pausada, durmiendo de verdad o sin oír el comentario. Molesto por su silencio, retiró el hombro; la cabeza vaciló un instante en el vacío. Después la vio suspirar y acomodarse de nuevo, esta vez contra la ventanilla.

– Claro que te la están jugando -dijo por fin soñolienta y despectiva, aún con los ojos cerrados-. Cualquier tonto se daría cuenta.

– ¿Qué le ocurrió a Fargas?

No respondió en seguida. Por el rabillo del ojo comprobó que parpadeaba, absorta la mirada en el respaldo que tenía delante.

– Ya lo viste -dijo, al cabo de un momento-. Se ahogó. -¿Quién lo hizo?

Movió la cabeza despacio, a uno y otro lado, para quedarse mirando al exterior. Su mano izquierda, fina y morena, con las uñas cortas y sin barniz, se deslizaba despacio por el brazo del asiento. El gesto se detuvo al final, como si los dedos hubiesen tocado un objeto invisible.

– Eso no importa.

Corso torció la boca; parecía que fuera a reír, pero no lo hizo. Se limitó a enseñar un colmillo.

– A mí sí me importa. Y mucho.

La chica se encogió de hombros. No les importaban las mismas cosas, dijo aquel gesto. O no en el mismo orden.

Insistió Corso:

– ¿Cuál es tu papel en esta historia?

– Ya lo dije. Cuidar de ti.

Se había vuelto hacia él, mirándolo con tanta firmeza como evasiva se mostraba un momento atrás. Movía otra vez la mano sobre el brazo del asiento, cual si intentase salvar la distancia que la separaba de Corso. Toda ella estaba demasiado cerca, y el cazador de libros retrocedió por instinto, incómodo y un poco desconcertado. En el agujero de su estómago, sobre la huella de Nikon, oscuras sensaciones olvidadas se removían, inquietas. El dolor retornaba suavemente con la sensación de vacío mientras los ojos de la chica, mudos y sin memoria, reflejaban viejos fantasmas que el cazador de libros sentía aflorarle a la piel.

– ¿Quién te manda?

Las pestañas se abatieron sobre los iris líquidos, y fue como si hubieran pasado una página sobre ellos. Ya no había nada allí; sólo vacío. La chica arrugaba la nariz, irritada.

– Me aburres, Corso.

Se volvió hacia la ventanilla para mirar el paisaje. La gran mancha azul moteada de minúsculas hebras blancas parecía quebrarse a lo lejos, en una línea amarilla y ocre. Tierra a la vista. Francia. Próxima estación, París. O próximo capítulo, a continuar en el siguiente número. Final espada en alto, con misterio incluido; un recurso de folletín romántico. Pensó en la Quinta da Soledade: el agua manando de la fuente, el estanque, el cuerpo de Fargas entre las plantas acuáticas y las hojas caídas. Aquello le produjo tanto calor que se removió en el asiento, molesto. Se sentía, con toda razón, un hombre en fuga. Absurdo, de todos modos; más que huir por propia voluntad, estaba siendo obligado a ello.

Miró a la chica antes de intentar observarse a sí mismo con la necesaria frialdad. Tal vez no huía de, sino hacia. O escapaba de un misterio escondido en su propio equipaje. El vino de Anjou. Las Nueve Puertas. Irene Adler. La azafata dijo algo al pasar a su lado con sonrisa estúpida y profesional, y Corso la miró sin verla, abstraído en sus cavilaciones. Ojalá supiera si el final de la historia venía escrito en alguna parte, o si era él mismo quien redactaba sobre la marcha, capítulo a capítulo.

Aquel día no volvió a cruzar una palabra con la chica. Al llegar a Orly se había desentendido de su presencia, aunque la sintió caminar detrás por los pasillos del aeropuerto. En el control de inmigración, después de mostrar su carnet de identidad, tuvo la idea de volverse a medias para ver qué documento utilizaba; mas no logró verlo. Sólo pudo distinguir un pasaporte forrado de piel negra, sin marcas exteriores; europeo sin duda, pues había franqueado el mismo punto de paso reservado a los ciudadanos de la Comunidad. Al salir a la calle, cuando Corso subió a un taxi y mientras daba la dirección acostumbrada del Louvre Concorde, la chica se había deslizado en el asiento, a su lado. Fueron en silencio hasta el hotel, y ella se adelantó bajando del coche mientras le dejaba pagar el trayecto. El taxista no tenía cambio, y eso demoró un poco a Corso. Cuando por fin pudo cruzar el vestíbulo, ella se había inscrito ya, y se alejaba precedida por un botones con su mochila. Todavía lo saludó con la mano antes de meterse en el ascensor.

– Es una tienda muy bonita. Librería Replinger, dice. Autógrafos y documentos históricos. Y está abierta.

Le había hecho un gesto negativo al empleado del café y se inclinaba un poco hacia Corso, sobre la mesa, en la terraza de la Rue De Buci. La transparencia líquida de sus ojos reproducía, a modo de espejo, las escenas de la calle que, a su vez, se reflejaban en el escaparate del local.

– Podríamos ir ahora.

Se habían encontrado de nuevo durante el desayuno, cuando Corso leía los periódicos junto a una de las ventanas que daban a la plaza del Palais Royal. Ella dijo buenos días, sentándose a la mesa para devorar con apetito las tostadas y los croissants. Después, con un cerco de café con leche sobre el labio superior, como una niña satisfecha, miró a Corso:

– ¿Por dónde empezamos?

Y allí estaban, a dos manzanas de la librería de Achille Replinger, que la chica se había ofrecido a localizar en descubierta mientras Corso tomaba la primera ginebra del día, presintiendo que no iba a ser la última.

– Podríamos ir ahora-repitió ella.

Corso aún se demoró un instante. Había soñado con su piel morena en las sombras de un atardecer, llevándola de la mano a través de un páramo desolado en cuyo horizonte emergían columnas de humo, volcanes a punto de hacer erupción. A veces se cruzaban con un rostro grave, soldado con armadura cubierta de polvo que los miraba en silencio, distante y frío como los hoscos troyanos del Hades. El páramo oscurecía en el horizonte, las columnas de humo se espesaban, y había una advertencia en la expresión imperturbable, fantasmal, de los guerreros muertos. Corso quiso escapar de allí. Tiraba de la mano de la joven para no dejarla atrás, pero el aire se volvía espeso y caliente, irrespirable, oscuro. La carrera concluyó en una caída interminable hacia el suelo, semejante a una agonía proyectada a cámara lenta. La oscuridad quemaba como un horno. El único vínculo con el exterior era la mano de Corso, unida a la de ella en el esfuerzo por seguir adelante. Lo último que sintió fue la presión de esa mano aflojándose mientras se convertía en cenizas. Y ante él, en las tinieblas cerradas sobre el páramo ardiente y sobre su conciencia, unas manchas blancas, trazos fugaces igual que relámpagos, dibujaban la silueta fantasmal de un cráneo desnudo. No era agradable recordarlo. Para limpiar de su garganta las cenizas y de sus retinas el horror, Corso apuró la copa de ginebra y miró a la chica. Estaba pendiente de él, esperando tranquila, colaboradora disciplinada en demanda de instrucciones. Increíblemente serena, asumido con naturalidad su extraño papel en el relato. Incluso había en su expresión una lealtad desconcertante, inexplicable.

Cuando Corso se puso en pie, colgándose al hombro la bolsa de lona, ella lo imitó. Bajaron sin prisas hacia el Sena. La chica iba por el lado interior de la acera, y de vez en cuando se detenía ante los escaparates de las tiendas, llamando su atención sobre un cuadro, un grabado, un libro. Lo miraba todo con ojos muy abiertos, intensa curiosidad y un punto de nostalgia en las comisuras de la boca que sonreía reflexiva. Parecía buscar huellas de sí misma en los objetos antiguos; como si, en algún lugar de su memoria, el pasado convergiese con el de aquellos pocos supervivientes traídos hasta allí por la deriva, tras cada naufragio inexorable de la Historia.

Había dos librerías una frente a otra, a cada lado de la calle. La de Achille Replinger era muy antigua, con el exterior de madera barnizada y un elegante escaparate bajo el rótulo: Livres anciens, autographes et documents historiques. Corso le dijo a la chica que aguardase afuera, y ésta obedeció sin protestar. Cuando caminaba hacia la puerta miró el cristal del escaparate y la vio reflejada en él, sobre su hombro, de pie en la otra acera, observándolo.

Sonó una campanilla al empujar la puerta. Había una mesa de roble, libros antiguos en las estanterías, bastidores con carpetas de grabados y una docena de viejos archivadores de madera. Cada uno tenía letras en orden alfabético, cuidadosamente caligrafiadas en sus casillas de latón. Sobre la pared, en un marco, un texto autógrafo y una leyenda: Fragmento de Tartufo. Moliére. También tres buenos grabados: Dumas entre Víctor Hugo y Flaubert.

Achille Replinger estaba de pie junto a la mesa. Era corpulento, de tez rojiza; una especie de Porthos con espeso mostacho gris y gruesa papada sobre el cuello de una camisa con corbata de punto. Vestía ropa cara, con descuido: chaqueta inglesa deformada en torno a la excesiva cintura y pantalones de franela un poco caídos, llenos de arrugas.

– Corso… Lucas Corso -sostenía la tarjeta de presentación de Boris Balkan entre los dedos gruesos y fuertes, fruncido el ceño-. Sí, recuerdo su llamada telefónica del otro día. Algo sobre Dumas.

Corso puso la bolsa sobre la mesa y sacó la carpeta con las quince hojas manuscritas de El vino de Anjou. El librero las extendió ante sí, enarcando una ceja.

– Curioso -dijo en voz baja-. Muy curioso.

Resoplaba al hablar, entrecortado y asmático. Extrajo del bolsillo superior de la chaqueta unas gafas bifocales y se las puso tras echar un breve vistazo al aspecto de su visitante. Después se inclinó sobre las páginas. Al levantar la vista sonreía, embelesado.

– Extraordinario -comentó-. Se lo compro en el acto.

– No está en venta.

El librero pareció sorprendido. Arrugaba la boca, a punto casi de hacer un puchero.

– Yo creía entender…

– Se trata sólo de un peritaje. Abonándole el costo, naturalmente.

Achille Replinger movió la cabeza; el dinero era lo de menos. Parecía confuso, y un par de veces se detuvo para observarlo con desconfianza, sobre la montura de sus gafas. De nuevo se inclinaba sobre el manuscrito.

– Lástima -dijo al fin, y le echó a Corso otra curiosa ojeada. Parecía preguntarse de qué modo había llegado aquello a sus manos-. ¿Cómo lo consiguió?

– Herencia. Una vieja tía difunta. ¿Lo ha visto antes?

Todavía suspicaz, el otro miró a espaldas de Corso, a través del escaparate y hacia la calle, como si alguien que pasara por allí pudiera darle razón de aquella visita. O tal vez buscaba una respuesta apropiada. Al fin se tocó el mostacho, igual que si fuese postizo e intentara asegurarse de que seguía en su sitio, y sonrió evasivo.

– Aquí, en el Quartier, nunca sabe uno cuándo ha visto algo y cuándo no… Siempre fue un barrio propicio para los vendedores de libros y grabados… La gente viene a comprar y vender, y todo termina pasando varias veces por las mismas manos… -hizo una pausa para tomar aire: tres cortas inspiraciones antes de dirigirle a Corso una mirada inquieta-. Creo que no -concluyó-. Que nunca vi antes este original -miró de nuevo hacia la calle; la sangre le afluía al rostro enrojecido-. Lo recordaría bien.

– ¿Debo entender que es auténtico? -inquirió Corso.

– Bueno… En realidad sí -el librero resoplaba acariciando las hojas azules con las yemas de los dedos; daba la impresión de que se resistía a tocarlas. Por fin cogió una entre el pulgar y el índice-. Letra semi-redondilla, de medio grosor, sin interlineados ni tachaduras… Apenas hay signos de puntuación, con inesperadas mayúsculas. Sin duda es Dumas en plena madurez, hacia la mitad de su vida, cuando escribió Los mosqueteros… -se había ido animando poco a poco. Ahora calló de pronto alzando un dedo, y Corso pudo verlo sonreír bajo el mostacho; parecía haber tomado una decisión-. Espere un momento.

Anduvo hasta un archivador marcado con una D y extrajo unas carpetas de cartulina color hueso.

– Todo de Alejandro Dumas padre. La letra es idéntica.

Había allí una docena de documentos, algunos sin firma o con las iniciales A.D.; otros mostraban la firma completa. En su mayor parte eran pequeñas notas a editores, cartas a amigos, invitaciones.

– Éste es uno de sus autógrafos norteamericanos… -aclaró Achille Replinger-. Lincoln le pidió uno, y él envió diez dólares y cien autógrafos, vendidos en Pittsburgh para obras de caridad… -fue mostrándole a Corso los documentos con orgullo profesional contenido pero evidente-. Vea este otro: una invitación a cenar en su casa de Montecristo, la residencia que se hizo construir en Port-Marly. A veces usaba sólo iniciales, y otras recurría a pseudónimos… Aunque no todos los autógrafos que circulan son auténticos. En el periódico El Mosquetero, del que fue propietario, había un tal Viellot capaz de imitar su letra y rúbrica. Y en los tres últimos años de vida, las manos de Dumas temblaban demasiado; tuvo que dictar los textos.

– ¿Por qué papel azul?

– Lo recibía de Lille, fabricado expresamente para él por un impresor que lo admiraba… Casi siempre de este color, sobre todo para las novelas. A veces rosado para los artículos, amarillo para la poesía… Escribía con distintas plumas, según el género. Y no soportaba la tinta azul.

Corso indicó las cuatro hojas blancas del manuscrito; las que tenían anotaciones y tachaduras.

– ¿Y éstas?

Replinger fruncía las cejas.

– Maquet. Su colaborador Augusto Maquet. Son correcciones hechas por Dumas a la redacción original -se pasó un dedo por el mostacho antes de inclinarse para leer en voz alta con gesto teatral-: «¡Horroroso! ¡Horroroso!, murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor…». -con un suspiro, el librero dejó la frase en el aire asintiendo, satisfecho, antes de mostrarle la hoja-. Fíjese: Maquet se había limitado a escribir: «Y expiró ante los aterrados amigos de d'Artagnan». Dumas tachó esa línea y puso las otras encima para ampliar el pasaje con más diálogos.

– ¿Qué puede contarme de Maquet?

El otro movió los poderosos hombros, indeciso.

– No gran cosa -de nuevo el tono era evasivo-. Contaba diez años menos que Dumas y le fue recomendado por un amigo común, Gerard de Nerval. Escribía novelas históricas sin éxito. Le llevó el original de una: El bueno de Buvat, o la conspiración de Cellamare. Dumas convirtió el manuscrito en El caballero de Harmental y lo dio a la imprenta con su nombre. Maquet obtuvo a cambio 1.200 francos.

– ¿Puede establecer la fecha en que se redactó El vino de Anjou, a partir de la letra y el tipo de escritura?

– Claro que puedo. Coincide con otros documentos de 1844, el año de Los tres mosqueteros… Las hojas blancas y azules encajan en su modo de trabajar. Dumas y su asociado lo hacían a destajo. Del D'Artagnan de Courtilz sacaron los nombres de sus héroes, el viaje a París, la intriga con Milady y el personaje de la mujer de un figonero, a la que Dumas dio los rasgos de su amante Belle Krebsamer, para encarnar a madame Bonancieux… De las Memorias de la Porte, hombre de confianza de Ana de Austria, salió el rapto de Constanza. Y de La Rochefoucauld y de un libro de Roederer, Intrigas políticas y galantes de la corte de Francia, obtuvieron la famosa historia de los herretes de diamantes… En esta época no sólo escribían Los mosqueteros; también La reina Margarita y El caballero de Casa Roja.

Replinger hizo otra pausa para tomar aire. Se iba acalorando a medida que hablaba, y de nuevo la sangre le afluía al rostro. Las últimas citas las hizo precipitadamente, algo atropelladas las palabras. Temía aburrir a su interlocutor, pero, al mismo tiempo, deseaba complacerlo con toda la información posible.

– Sobre El caballero de Casa Roja -continuó después de respirar un poco- hay una anécdota divertida… Al anunciarse el folletín con el título original, El caballero de Rougeville, Dumas recibió una carta de protesta firmada por un marqués del mismo nombre. Eso le hizo cambiar el título; pero al poco recibió una nueva carta. «Muy señor mío», decía el aristócrata: «dé a su novela el título que guste. Soy el último de la familia y dentro de una hora voy a pegarme un tiro»… Y en efecto, el marqués de Rougeville se suicidó por asunto de faldas.

Boqueó otra vez, falto de aire. Sonreía imponente y rubicundo, cual si pidiera excusas. Una de sus fuertes manos se apoyaba en la mesa junto a las hojas azules. Parecía un gigante agotado, se dijo Corso. Porthos en la gruta de Locmaría.

– Boris Balkan no le hizo justicia; usted es un experto en Dumas. No me extraña que sean amigos.

– Nos respetamos. Pero yo sólo hago mi trabajo -Replinger inclinaba la cabeza, un poco cohibido-. Soy un alsaciano concienzudo, que trabaja con documentos y libros anotados o con dedicatorias autógrafas. Siempre autores del xix francés… Sería incapaz de valorar lo que llega a mis manos si no conociese bien por quién fue escrito, o en qué circunstancias. No sé si me comprende.

– Perfectamente -repuso Corso-. Es la diferencia entre un profesional y un vulgar trapero.

Replinger le dirigió una mirada de agradecimiento.

– Usted es del oficio. Salta a la vista.

– Sí -torció la boca-. Del oficio más viejo del mundo.

Rió el librero, para terminar en otro estertor asmático. Corso aprovechó la pausa orientando la conversación hacia el asunto Maquet:

– Cuénteme cómo lo hacían -pidió.

– La técnica era complicada -Replinger movía las manos hacia la mesa y las sillas, como si la escena hubiera ocurrido allí-. Dumas trazaba el plan de cada obra y lo discutía con su colaborador, que buscaba documentación y escribía un esbozo de historia, o una primera redacción: las hojas blancas. Después Dumas reescribía en las hojas azules… Trabajaba en mangas de camisa, por la mañana o por la noche; casi nunca por la tarde. No bebía café ni licores; sólo agua de Seltz. Tampoco fumaba apenas. Llenaba páginas entre apremios de los editores reclamando más y más. Maquet remitía el material en bruto por correo, y él se impacientaba con los retrasos -extrajo una cuartilla de la carpeta y la puso en la mesa delante de Corso-. Aquí tiene la prueba: una de las notas cruzadas entre ellos durante la redacción de La reina Margarita. Como ve, Dumas se queja un poco: «Todo marcha perfectamente, a pesar de seis o siete páginas de política que nos tragaremos para que renazca el interés… Si no vamos más aprisa, querido amigo, es culpa vuestra: desde ayer a las nueve estoy mano sobre mano»… -hizo alto para llevar aire a sus pulmones e indicó El vino de Anjou-. Sin duda estas cuatro hojas blancas con letra de Maquet y anotaciones de Dumas fueron recibidas por él con muy poco tiempo, momentos antes de que Le Siécle cerrara la edición, y hubo de conformarse con reescribir algunas y hacer correcciones apresuradas de su puño y letra sobre otras, en el mismo original.

Volvía a meter los papeles en sus carpetas, para reintegrarlos al archivador de la letra D. Tuvo tiempo Corso de echar un último vistazo a la nota en que Dumas reclamaba páginas a su colaborador. Aparte de la letra, que se correspondía trazo a trazo, el papel era idéntico -azul y con fina cuadrícula- al utilizado en el manuscrito de El vino de Anjou. Un folio cortado en dos; la parte inferior aún se veía más irregular que las otras tres. Quizá todas aquellas hojas estuviesen juntas sobre la mesa del novelista, en la misma resma.

– ¿Quién escribió realmente Los tres mosqueteros?

Replinger, ocupado en cerrar el archivador, tardó en responder:

– No puedo aclararle eso; la pregunta es demasiado tajante. Maquet era hombre de recursos, conocía la Historia, leyó mucho… Pero le faltaba el genio del maestro.

– Creo que terminaron mal.

– Sí. Una lástima. ¿Sabe que viajaron juntos a España cuando la boda de Isabel II?… Dumas publicó incluso un folletín, De Madrid a Cádiz, en forma de cartas… En cuanto a Maquet, con el tiempo exigió ante los tribunales que se le declarase autor de dieciocho de las novelas de Dumas, pero los jueces dictaminaron que su trabajo fue sólo preparatorio… Hoy se le considera un escritor mediocre, que aprovechó la fama del otro para ganar dinero. Aunque no falta quien lo ve como una víctima explotada: el negro del gigante…

– ¿Y usted?

Replinger miró, furtivo, el retrato de Dumas que había sobre la puerta.

– Ya le he dicho que no soy un especialista como mi amigo el señor Balkan… Sólo un comerciante; un librero -pareció meditar, calibrando el grado de compromiso entre su profesión y sus gustos personales-. Pero llamaré su atención sobre un hecho: entre 1870 Y 1894 se vendieron en Francia tres millones de volúmenes y ocho millones de folletines por entregas, todos con el nombre Alejandro Dumas en la portada. Novelas escritas antes, durante y después de Maquet. Imagino que eso significa algo.

– Al menos, la fama en vida-sugirió Corso.

– Sin discusión. Durante medio siglo Europa no juró sino por su boca. Las dos Américas enviaban barcos con el exclusivo fin de transportar sus novelas, que se leían lo mismo en El Cairo, Moscú, Estambul y Chandernagor… Dumas apuró la existencia, el placer y la popularidad, hasta el límite. Vivió y disfrutó, estuvo en las barricadas, se batió en duelos, tuvo procesos, fletó navíos, repartió pensiones de su bolsillo, amó, comió, bailó, ganó diez millones y derrochó veinte, y murió dulcemente, como un niño dormido… -Replinger señalaba las correcciones a las hojas blancas de Maquet-. A todo eso se le puede llamar de muchas formas: talento, genio… Pero, sea lo que sea, no se improvisa, ni se roba a otros -golpeó su pecho al modo de Porthos-. Se tiene aquí. Ningún otro escritor vivo conoció tanta gloria. De la nada, Dumas lo obtuvo todo; como si hubiera pactado con Dios.

– Sí -dijo Corso-. O con el diablo.

Cruzó la calle hasta la librería de enfrente. En la puerta, protegidos por un toldo, montones de volúmenes se apilaban sobre tablas apoyadas en caballetes. La chica seguía allí, curioseando entre los libros y los mazos de estampas y tarjetas postales antiguas. Estaba a contraluz con el sol sobre los hombros, dorándole el cabello en la nuca y las sienes. No interrumpió su tarea al llegar él.

– ¿Cuál escogerías tú? -preguntó. Dudaba entre una postal sepia en la que se abrazaban Tristán e Isolda, y otra con El buscador de estampas de Daumier: las sostenía ante sí con aire indeciso.

– Llévate las dos -sugirió Corso, viendo por el rabillo del ojo que otro cliente se detenía ante el tenderete y alargaba la mano hacia un grueso fajo de postales sujetas con una goma. Disparó el brazo con reflejo de cazador para arrebatarle el paquete casi entre los dedos. Se puso a revisar el botín mientras oía la voz del otro alejarse mascullando, y encontró varias estampas de tema napoleónico; María Luisa emperatriz, la familia Bonaparte, la muerte del Emperador y la última victoria: un lancero polaco y dos húsares a caballo ante la catedral de Reims, durante la campaña de Francia de 1814, agitando banderas arrebatadas al enemigo. Tras dudar un instante añadió al mariscal Ney en gran uniforme y un Wellington anciano, posando para la Historia. Afortunado y viejo cabrón.

La chica eligió algunas postales más. Sus manos largas y morenas se movían con seguridad entre las cartulinas y el ajado papel impreso: retratos de Robespierre y Saint-Just, y una elegante efigie de Richelieu en hábito de cardenal, llevando al cuello el cordón con la Orden del Espíritu Santo.

– Muy oportuno -apuntó Corso, ácido.

Ella no respondió. Se movía hacia una pila de libros y el sol resbalaba sobre sus hombros, envolviendo a Corso en niebla dorada. Entornó los ojos, deslumbrado, y cuando; los abrió de nuevo la chica le mostraba un grueso volumen en cuarto que había puesto aparte.

– ¿Qué te parece?

Echó un vistazo: Los tres mosqueteros con las ilustraciones originales de Leloir, encuadernado en tela y piel, buen estado. Cuando la miró otra vez comprobó que sonreía con un extremo de la boca, fijos en él los ojos, a la espera.

– Bonita edición -se limitó a decir-. ¿Tienes el propósito de leer eso?

– Claro que sí. Procura no contarme el final.

Se rió Corso bajito, sin ganas.

– Eso quisiera yo -dijo mientras reordenaba los mazos de postales-. Poder contarte el final.


– Tengo un regalo para ti -dijo la chica.

Caminaban por la orilla izquierda junto a los tenderetes de los buquinistas, entre grabados colgando en sus fundas de plástico y celofán, y los libros de segunda mano alineados sobre el pretil del río. Un bateau-mouche navegaba despacio corriente arriba, a punto de hundirse bajo el peso de unos cinco mil japoneses, calculó Corso, y otras tantas videocámaras Sony. Al otro lado de la calle, tras el cristal de sus exclusivos escaparates con pegatinas Visa y American Express, engolados anticuarios oteaban con disimulo el horizonte a la espera de un kuwaití, un estraperlista ruso o un ministro ecuatoguineano a quien colocar el bidet -porcelana decorada, Sévres- de Eugenia Grandet. Pronunciando, por supuesto, todas las oes con riguroso acento circunflejo.

– No me gustan los regalos -murmuró Corso, hosco-. Una vez unos tipos aceptaron cierto caballo de madera. Artesanía aquea, ponía en la etiqueta. Los muy cretinos.

– ¿No hubo disidentes?

– Uno, con sus niños. Pero salieron varios bichos del mar, haciendo con ellos un estupendo grupo escultórico. Helenístico, creo recordar. Escuela de Rodas. En aquel tiempo los dioses eran demasiado parciales.

– Siempre lo fueron -la chica miraba el agua turbia del río como si arrastrase recuerdos. Corso la vio sonreír, reflexiva y ausente-. jamás conocí un dios imparcial. Ni un diablo -se volvió hacia él de forma inesperada; sus anteriores pensamientos parecían haberse ido corriente abajo-. ¿Crees en el diablo, Corso?

La miró con atención, mas el río había arrastrado también las imágenes que segundos antes poblaron aquellos ojos. Ya sólo había allí verde líquido, y luz.

– Creo en la estupidez y en la ignorancia -le sonrió a la chica con aire cansado-. Y creo que el mejor navajazo es el que se da aquí, ¿ves? -señaló su propia ingle-. En la femoral. Cuando lo están abrazando a uno.

– ¿Qué temes, Corso? ¿Que te abrace?… ¿Que el cielo te caiga sobre la cabeza?

– Temo a los caballos de madera, a la ginebra barata y a las chicas guapas. Sobre todo cuando traen regalos. Y cuando usan el nombre de la mujer que derrotó a Sherlock Holmes.

Habían seguido caminando, y se hallaban sobre las planchas de madera del Pont des Arts. La joven se detuvo, apoyándose en la barandilla metálica junto a un pintor callejero que exponía minúsculas acuarelas.

– Me gusta este puente -dijo-. No pasan coches. Sólo parejas de enamorados, viejecitas con sombrero, gente ociosa. Es un puente con absoluta ausencia de sentido práctico.

Corso no respondió. Miraba las gabarras que pasaban, mástiles abatidos, entre los pilares que sostenían la estructura de hierro. En otro tiempo los pasos de Nikon sonaron en aquel puente junto a los suyos. La recordaba deteniéndose también junto a un vendedor de acuarelas, quizás el mismo, arrugada la nariz porque el fotómetro no estaba a sus anchas con la luz diagonal, excesiva, que incidía sobre la aguja y las torres de Notre-Dame. Habían comprado foie-gras y una botella de Borgoña que más tarde fue su cena en la habitación del hotel, en la cama y a la luz de la pantalla del televisor donde se desarrollaba uno de esos debates con mucho público y muchas palabras a que tan aficionados son los franceses. Antes de eso, en el puente, Nikon le hizo una foto a escondidas; se lo confesó mientras masticaba una rebanada de pan con foie-gras, húmedos los labios de Borgoña y acariciándole el costado con un pie desnudo. Sé que no te gusta, Lucas Corso, te fastidias, tú de perfil en el puente mirando las gabarras que pasaban debajo, casi logré sacarte guapo esta vez, hijo de la gran puta. Nikon era judía de ojos grandes, askenazi, con padre número 77.843 de Treblinka, salvado por la campana en el último round; y cuando en la tele salían soldados israelíes invadiendo algo encima de tanques enormes, ella saltaba de la cama, desnuda, para darle besos a la pantalla con los ojos húmedos de lágrimas, susurrando «Shalom, Shalom» con el tono de una caricia, el mismo que usaba al pronunciar el nombre de pila de Corso hasta que, un día, dejó de hacerlo. Nikon. Él nunca llegó a ver aquella foto, apoyado en el Pont des Arts, mirando las gabarras navegar bajo los arcos, de perfil, casi guapo esta vez, hijo de la gran puta.

Cuando levantó la mirada Nikon se había ido. Otra chica estaba junto a él. Alta, de piel atezada, el pelo de muchacho y unos ojos color uva recién lavada, casi transparentes. Durante un segundo parpadeó, confuso, dejando que todo recobrase sus límites. El presente trazó una línea neta como un corte de bisturí, y Corso, de perfil, en blanco y negro -Nikon siempre trabajaba en blanco y negro-, cayó ondulando al río y se fue corriente abajo, entre las hojas de los árboles y la mierda que soltaban las gabarras y los desagües. Ahora, la chica que ya no era Nikon tenía en las manos un librito encuadernado en piel. Y se lo ofrecía.

– Espero que te guste.

El diablo enamorado, de Jacques Cazotte, impresión de 1878. Al abrirlo, Corso reconoció los grabados de la primera edición en apéndice facsimilar: Alvaro en el círculo mágico ante el diablo que pregunta ¿Che vuoi?, Biondetta que desenreda su cabellera con los dedos, el hermoso paje al teclado del clavecín… Se detuvo al azar en una página:


… El hombre salió de un puñado de barro y agua. ¿Por qué una mujer no habría de estar hecha de rocío, vapores terrestres y rayos de luz, de los condensados residuos de un arco iris? ¿Dónde reside lo posible…? ¿Dónde lo imposible?


Cerró el libro y alzó los ojos, encontrando los de la joven, que sonreían. Abajo, en el agua, la luz reverberaba en la estela de una embarcación, y trazos luminosos se movían por su piel como el reflejo de las facetas de un diamante.

– Residuos del arco iris… -citó Corso-…¿Qué sabes tú de eso?

La chica se pasó una mano por el cabello y levantó el rostro hacia el sol, entornando los párpados bajo el resplandor. Todo era luz en ella: el reflejo del río, la claridad de la mañana, las dos rendijas verdes entre sus pestañas oscuras.

– Sé lo que me contaron hace tiempo… El arco iris es el puente que va de la tierra al cielo. Se hará pedazos en el fin del mundo, después que el diablo lo cruce a caballo.

– No está mal. ¿Te lo dijo tu abuela?

Negó con la cabeza. Ahora miraba de nuevo a Corso, absorta y grave.

– Se lo oí contar a Bileto, un amigo -al pronunciar el nombre se detuvo un instante para fruncir el ceño, con ternura de niña que revelara un secreto-. Le gustan los caballos y el vino, y es el tipo más optimista que conozco… ¡Aún espera volver al cielo!


Terminaron de cruzar el puente. Corso se sentía extrañamente vigilado de lejos por las gárgolas de Notre-Dame. Eran falsas, por supuesto, como tantas otras cosas. No estaban allí con sus muecas infernales, los cuernos ni las pensativas barbas de chivo cuando honrados maestros constructores bebieron un vaso de aguardiente y miraron hacia lo alto, sudorosos y satisfechos. Ni cuando Quasimodo rumiaba por los campanarios su desgraciado amor por la gitana Esmeralda. Pero después de Charles Laughton ligado a ellas por su fealdad de celuloide, o Gina Lollobrigida -segunda versión, technicolor, habría matizado Nikon- ejecutada a su sombra en la plaza, resultaba difícil considerar aquello sin tan siniestros centinelas neomedievales. Corso imaginó la perspectiva, a vista de pájaro: el Pont Neuf y más allá, estrecho y oscuro en la mañana luminosa, el Pont des Arts sobre la cinta verdegris del río, con dos minúsculas figurillas que se movían de forma imperceptible hacia la orilla derecha. Puentes y arco iris con negras gabarras de Caronte navegando despacio, bajo los pilares y bóvedas de piedra. El mundo está lleno de orillas y de ríos que corren entre una y otra, de hombres y mujeres que cruzan puentes o vados sin percatarse de las consecuencias del acto, sin mirar atrás o bajo sus pies, sin moneda suelta para el barquero.

Salieron frente al Louvre, deteniéndose en un semáforo antes de cruzar. Corso se acomodó la correa de la bolsa de lona en el hombro mientras echaba una ojeada, distraído, a izquierda y derecha. El tráfico era intenso, y casualmente fue a fijarse en uno de los automóviles que pasaban en ese momento. Entonces se quedó tan de piedra como las gárgolas de la catedral.

– ¿Qué ocurre?… -preguntó la chica cuando el semáforo cambió a verde y vio que Corso no se movía-. ¡Parece que hayas visto un fantasma!

Lo había visto. Pero no uno, sino dos. Estaban en la parte de atrás de un taxi que ya se alejaba, ocupados en animada conversación, y no llegaron a reparar en Corso. La mujer era rubia y muy atractiva; la reconoció en el acto a pesar del sombrero con medio velo que le cubría los ojos: Liana Taillefer. Junto a ella, el brazo extendido en torno a sus hombros, ofreciendo su mejor perfil mientras se acariciaba con un dedo coqueto la barba rizada, iba Flavio La Ponte.

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