La mano del muerto

Milady sonreía, y d'Artagnan sentía que se condenaría por aquella sonrisa.

(A.Dumas. Los tres mosqueteros)


Hay viudas inconsolables, y viudas a las que cualquier varón adulto brindaría con gusto el consuelo oportuno. Liana Taillefer figuraba, sin duda, en la segunda categoría. Era alta y rubia, de piel blanca y movimientos lánguidos. El tipo de mujer que emplea una eternidad entre extraer un cigarrillo y expulsar la primera bocanada de humo, y lo hace mirando a los ojos del interlocutor masculino con el tranquilo aplomo que proporcionan cierto parecido con Kim Novak, unas medidas anatómicas generosas, casi excesivas, y una cuenta bancaria -heredera universal del finado Taillefer Editor S.A.- respecto a la que el término solvente resulta un tímido eufemismo. Es asombrosa la cantidad de dinero que se puede amasar, valga el estúpido juego de palabras, publicando libros de cocina. Los mil mejores postres manchegos, por ejemplo. O las quince ediciones, agotadas, de un clásico; Los secretos de la barbacoa.

La casa estaba en un antiguo palacio, el del marqués de los Alumbres, reconvertido en apartamentos de gran lujo. En cuanto a la decoración, el gusto de sus propietarios parecía de los que se fraguan a base de poco tiempo y mucho dinero. Sólo así se justificaba la coexistencia de una porcelana de Lladró -una niña con un pato, pudo apreciar desapasionadamente Lucas Corso- en la misma vitrina que unos pastorcillos de Sajonia por los que, sin duda, algún avispado anticuario había sangrado en debida forma al finado Enrique Taillefer o a la señora de. Había un secreter Biedermeier, por supuesto, y un piano Steinwood cerca de una alfombra oriental y carísima. También un inmenso sofá tapizado en piel blanca y de aspecto confortable sobre el que Liana Taillefer cruzaba, en aquel momento, dos piernas extraordinariamente bien torneadas que la falda negra, adecuada para el luto, justo un palmo por encima de la rodilla en posición sedente, pero dejando adivinar voluptuosas líneas camino arriba, hacia la sombra y el misterio -diría Lucas Corso más tarde, al recordar la escena-, situaba y enmarcaba de modo apropiado. Conviene precisar que el comentario de Corso no debe ser pasado por alto, porque, en apariencia, era uno de esos tipos equívocos que uno imagina fácilmente viviendo con una madre anciana que teje calceta y los domingos le lleva al hijo la taza de chocolate caliente a la cama; hijo al que en las películas se ve a veces caminando solo tras un féretro, bajo la lluvia, con los ojos enrojecidos y musitando mamá con desconsuelo de huérfano desvalido. Pero Corso no había estado desvalido en su vida. Tampoco tenía madre. Y cuando uno llegaba a conocerlo un poco, terminaba preguntándose si la había tenido alguna vez.

– Lamento molestarla en estas circunstancias -dijo Corso. Estaba sentado frente a la viuda, con el gabán puesto y la bolsa de lona sobre las rodillas. Se mantenía rígido en el borde del asiento mientras los ojos de Liana Taillefer -azul acero, grandes y fríos- lo estudiaban de arriba abajo, empeñados en catalogarlo dentro de alguna especie conocida de ejemplar masculino. Consciente de las dificultades que entrañaba aquello, se sometió al examen sin esforzarse en causar una impresión determinada. Conocía el procedimiento, y en ese instante sus acciones se cotizaban a la baja en la bolsa de valores de Taillefer S.A. viuda de. Eso limitaba la cuestión a una especie de desdeñosa curiosidad, tras hacerle esperar diez minutos en el salón previa escaramuza con una doncella que, tomándolo por un vendedor, estuvo a punto de darle con la puerta en las narices. Pero ahora la viuda observaba de vez en cuando la carpeta que Corso había sacado de la bolsa, y las cosas comenzaban a cambiar. En cuanto a él, procuró sostener a través de sus gafas torcidas la mirada de Liana Taillefer, evitando los rugientes escollos -Scylla y Caribdis: Corso era de Letras- constituidos por las piernas, a meridión, y el busto -exuberante era la palabra, se dijo; llevaba un rato dándole vueltas- que el suéter de angora negra moldeaba de forma devastadora, a septentrión.

– Sería de mucha ayuda -precisó por fin- saber si usted conocía la existencia de este documento.

Puso la carpeta en sus manos, y al hacerlo rozó de modo involuntario los dedos de uñas largas, lacadas en rojo sangre. O quizá los dedos lo rozaron a él. De un modo u otro, el levísimo contacto indicó que las acciones Corso estaban en alza; así que aparentó el apropiado embarazo rascándose el pelo sobre la frente, con la torpeza justa para que ella comprobara que incomodar a viudas hermosas no era su especialidad. Ahora los ojos azul acero no miraban la carpeta, sino a él, y lo hacían con un destello de interés.

– ¿Por qué había de conocerlo? -preguntó la viuda. Tenía la voz grave, un poco ronca. El eco de una mala noche. Aún no había separado las tapas de plástico y continuaba atenta a Corso, como si aguardase algo más antes de satisfacer su curiosidad abriendo la carpeta. Éste se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y compuso un gesto grave, de circunstancias. Estaban en la fase protocolaria, así que reservó la eficaz sonrisa de conejo honesto para el momento oportuno.

– Hasta hace poco, era de su marido -dudó un segundo antes de redondear la frase-. Que en paz descanse.

Ella asintió lentamente, cual si eso lo explicara todo, y abrió la carpeta. Corso miraba sobre su hombro, hacia la pared. Allí, entre un Tapies correcto y otro óleo de firma ilegible, había enmarcada una labor infantil con florecitas de colores, nombre y fecha; Liana Lasauca. Curso 1970-1971. Corso habría calificado aquello de enternecedor si las flores, los pajaritos bordados y las niñas con calcetines y trenzas rubias le produjesen humedades sensibles, del género que fueran. Pero no era su caso. Así que desplazó la mirada hacia otro marcó, más pequeño y de plata, donde el extinto Enrique Taillefer Editor S.A., con catavinos de oro al cuello y mandil que le daba un aire vagamente masónico, sonreía a la cámara en el momento de disponerse, con uno de sus éxitos editoriales abierto en la mano diestra, a cortar un cochinillo al estilo segoviano con un plato alzado en la siniestra. Tenía un aspecto plácido, rechoncho y tripón, feliz ante la perspectiva del animalito espatarrado en la fuente; y Corso se dijo que, al menos, su prematuro mutis le habría ahorrado innumerables problemas de colesterol y ácido único. También se preguntó, con fría curiosidad técnica, cómo se las arreglaba Liana Taillefer en vida de su esposo cuando necesitaba un orgasmo. Sólo con ese pensamiento dirigió otra breve ojeada al busto y las piernas de la viuda, antes de concluir de acuerdo consigo mismo. Parecía demasiada mujer para resignarse al cochinillo.

– Esto es lo de Dumas -dijo ella, y Corso se irguió un poco, alerta y lúcido. Liana Taillefer golpeaba con una de sus uñas rojas las fundas de plástico que protegían las páginas-. El capítulo famoso. Claro que lo conozco… -al inclinar el rostro, el cabello se le había deslizado sobre la cara; tras la cortina rubia observaba a su visitante con suspicacia-…¿Por qué lo tiene usted?

– Su marido lo vendió. Intento autentificarlo.

La viuda encogía los hombros.

– Que yo sepa, es auténtico -suspiró largamente, devolviendo la carpeta-. ¿Vendido, dice?… Qué raro -pareció reflexionar-. Enrique tenía estos papeles en mucho aprecio.

– Tal vez recuerde dónde pudo adquirirlos.

– No sabría decirle. Creo que alguien se los regaló. -¿Era coleccionista de documentos autógrafos? -El único que le conocí fue ése.

– ¿Nunca comentó su intención de venderlo?

– No. Usted trae la primera noticia. ¿Quién es el comprador?

– Un librero cliente mío. Lo sacará a subasta cuando entregue el informe.

Liana Taillefer decidió concederle algo más de interés; las acciones Corso experimentaban una nueva subida, moderada, en la bolsa local. Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo arrugado. Sin ellas su aspecto era más vulnerable, y lo sabía de sobra. Todo el mundo experimentaba la necesidad de ayudarle a cruzar la calle cuando entornaba los ojos como un conejito miope.

– ¿Ése es su trabajo? -preguntó ella-. ¿Autentificar manuscritos?

Hizo un vago gesto afirmativo. La viuda estaba un poco desenfocada ante sus ojos, insólitamente más próxima.

– A veces. También busco libros raros, grabados y cosas por el estilo. Cobro por ello.

– ¿Cuánto cobra?

– Depende -se puso las gafas, y los contornos de la mujer se perfilaron de nuevo, nítidos, en su retina-. A veces mucho y otras poco; el mercado tiene sus altibajos.

– Una especie de detective, ¿no? -aventuró ella, en tono divertido-. Un detective de libros.

Era el momento de sonreír. Lo hizo mostrando los incisivos, con una modestia calculada al milímetro. Adóptenme en el acto, decía su sonrisa.

– Sí. Supongo que podríamos llamarlo así.

– Y me visita por encargo de su cliente…

– Eso es -ya podía permitirse aparentar mayor seguridad, así que golpeó el manuscrito con los nudillos-. A fin de cuentas, esto vino de aquí. De su casa.

Ella asintió despacio, observando la carpeta. Parecía reflexionar.

– Es raro -dijo al cabo de un momento-. No imagino a Enrique vendiendo ese original de Dumas. Aunque en los últimos días se comportaba de forma extraña… ¿Cómo ha dicho que se llama el librero? El nuevo propietario.

– No lo he dicho.

Lo miró de arriba abajo, con tranquila sorpresa. No parecía acostumbrada a conceder a los hombres más de tres segundos antes de verse complacida en sus deseos.

– Dígamelo, entonces.

Corso esperó un poco, lo necesario para que las uñas de Liana Taillefer iniciasen un tamborileo impaciente en el brazo del sofá.

– Se llama La Ponte… -declaró por fin. Era otro de sus trucos: hacer que los demás se atribuyeran triunfos que, en realidad, no eran sino concesiones triviales por su parte-. ¿Lo conoce?

– Claro que lo conozco; fue proveedor de mi marido -frunció el ceño con desagrado-. Venía por aquí de vez en cuando a traerle esos estúpidos folletines. Supongo que tendrá un recibo… Quisiera una copia, si no le importa.

Corso asintió vagamente mientras se inclinaba un poco hacia ella.

– ¿Era su marido muy aficionado a Alejandro Dumas?

– ¿A Dumas, dice? -Liana Taillefer sonrió. Se había echado el cabello hacia atrás y ahora sus ojos brillaban burlones-. Venga conmigo.

Se puso en pie con uno de esos gestos en los que invertía una eternidad, y se alisó la falda mirando alrededor como si de pronto hubiera olvidado el objeto de su movimiento. Era bastante más alta que Corso, a pesar de que calzaba tacón bajo. Lo precedió hasta un gabinete contiguo. Mientras la seguía, él observó su espalda ancha lo mismo que la de una nadadora, y la cintura ceñida, y justo en el límite. Le calculó treinta años. Parecía camino de convertirse en una de aquellas matronas nórdicas, con caderas en las que nunca se pone el sol, hechas para parir sin esfuerzo rubios Eriks y Sigfridos.

– Ojalá sólo fuera Dumas -dijo ella, indicando el interior del gabinete-. Mire esto.

Obedeció Corso. Las paredes estaban cubiertas de estantes de madera que se curvaban bajo el peso de gruesos volúmenes encuadernados. Sintió que sus glándulas segregaban saliva, por reflejo profesional. Dio unos pasos hacia los estantes mientras se tocaba las gafas: La condesa de Charny, A. Dumas, ocho tomos, ediciones La Novela Ilustrada, director literario Vicente Blasco Ibáñez. Las dos Dianas, A. Dumas, tres tomos. Los tres mosqueteros, A. Dumas, ediciones Miguel Guijarro, grabados de Ortega, cuatro tomos. El conde de Montecristo, A. Dumas, cuatro tomos de Juan Ros editor, grabados de A. Gil… También cuarenta tomos de Rocambole, por Ponson du Terrail. Los Pardellanes de Zevaco, completos. Y más Dumas, junto a nueve tomos de Victor Hugo y otros tantos de Paul Feval, cuyo Jorobado figuraba en encuadernación de lujo, tafilete rojo y cantos dorados. Y el Pickwick de Dickens, en traducción de Benito Pérez Galdós, flanqueado por varios Barbey d'Aurevilly y por Los misterios de París, de Eugenio Sue. Todavía más Dumas -Los Cuarenta y Cinco, El collar de la reina, Los compañeros de Jehú- y Venganza corsa, de Merimée. Quince tomos de Sabatini, varios de Ortega y Frías, Conan Doyle, Manuel Fernández y González, Mayne Reid, Patricio de la Escosura…

– Impresionante -comentó Corso-. ¿Cuántos títulos hay aquí?

– No lo sé. Dos mil y pico. Tres mil. Casi todos folletines en primeras ediciones, tal como fueron encuadernados después de publicarse por entregas… Otros son tomos ilustrados. Mi marido los coleccionaba con frenesí, pagando lo que pidieran por ellos.

– Un verdadero aficionado, por lo que veo. -¿Aficionado? -Liana Taillefer esbozó una sonrisa indefinible-. Lo suyo fue auténtica pasión.

– Yo pensaba que la gastronomía…

– Los libros de cocina eran su forma. de ganar dinero. Enrique tenía algo de rey Midas: cualquier recetario barato se convertía en éxito editorial en sus manos. Pero lo suyo era esto. Le gustaba encerrarse aquí y manosear esos viejos folletines. Suelen estar impresos en mal papel, y su obsesión era conservarlos. ¿Ve el termómetro y el indicador de humedad?… Podía recitar páginas enteras de sus obras favoritas. Incluso se le escapaban exclamaciones como voto a tal, diantre y cosas así. Los últimos meses los pasó escribiendo.

– ¿Una novela histórica?

– Un folletín. Ateniéndose a todos los lugares comunes del género, por supuesto -fue hacia un estante y cogió un pesado manuscrito, folios cosidos a mano. Estaban escritos con letra redonda y grande, por una cara-. ¿Qué le parece el título?

La mano del muerto o el paje de Ana de Austria -leyó Corso en voz alta-. Sin duda es, bueno… -se pasó un dedo por el arco de una ceja, en busca del término apropiado a las circunstancias-. Sugerente.

– Y plúmbeo -añadió ella, devolviendo el manuscrito a su lugar-. Y lleno de anacronismos. Y absolutamente estúpido, se lo aseguro. Crea que sé de qué le hablo: al final de cada sesión de escritura me leía folio a folio, de principio a fin -dio unos golpecitos rencorosos sobre el título, caligrafiado con mayúsculas-. Dios mío. Le aseguro que llegué a odiar a ese paje y a la zorra de su reina.

– ¿Tenía intención de publicarlo?

– Claro que sí. Y con seudónimo. Supongo que habría elegido Tristán de Longueville, Paulo Florentini o algo por el estilo. Era muy propio de él hacer una cosa así.

– ¿Y ahorcarse? ¿También era propio de él?

Con la mirada fija en las paredes cubiertas de libros, Liana Taillefer guardó silencio. Un silencio incómodo, se dijo Corso; tal vez algo forzado, con el aire absorto como recurso. Igual que una actriz a la espera de proseguir su diálogo de modo convincente.

– Nunca sabré lo que pasó -respondió por fin, y de nuevo su aplomo era perfecto-. La última semana estuvo huraño y deprimido; apenas salía de este gabinete. Luego, una tarde, dio un portazo y se fue a la calle. Regresó de madrugada; yo estaba en la cama y oí cerrar la puerta. Por la mañana me despertaron los gritos de la doncella: Enrique se había colgado de la lámpara.

Ahora miraba a Corso, atenta al efecto. No parecía apesadumbrada en exceso, meditó el cazador de libros recordando la foto del mandil y el cochinillo. En algún momento pudo sorprender en sus ojos un parpadeo, cual si éstos se resistiesen a verter una lágrima, pero siguieron irreprochablemente secos. Eso no significaba nada. Generaciones de maquillaje deleble a las emociones han enseñado a las mujeres a controlar sus sentimientos. Y el maquillaje de Liana Taillefer, una sombra clara que acentuaba el tono de su mirada, era perfecto.

– ¿Dejó alguna carta? -preguntó Corso-. Los suicidas suelen hacerlo.

– Decidió ahorrarse el trabajo. Ni una explicación, ni unas letras. Nada. Esa desconsideración me ha costado muchas preguntas de un juez y unos policías. Desagradable, se lo aseguro.

– Me hago cargo.

– Sí. Supongo que se lo hace.

Liana Taillefer había dado por terminada la entrevista. Fueron hasta la puerta y allí le tendió la mano. Con la carpeta bajo el brazo y la bolsa al hombro, Corso alargó la suya, sintiendo entre los dedos y la palma aquel contacto firme. Para sus adentros le atribuía buena calificación. Ni viuda alegre, ni estragada por el dolor, ni frialdad del tipo se fue un imbécil o al fin solos o ya puedes salir del armario, cariño. Que dentro del armario había alguien, eso era probable, pero no incumbía a Corso. Como tampoco el suicidio de Enrique Taillefer S.A., por extraño -y lo era mucho, pardiez, con el paje de la reina de por medio y el manuscrito volador- que pareciera. Pero, igual que la hermosa viuda, ésos no eran asuntos suyos. De momento.

Miró a Liana Taillefer. Me encantaría saber quién se te está beneficiando, pensó con tranquila curiosidad técnica. Mentalmente trazó un retrato robot: maduro, apuesto, culto, con dinero. Un ochenta y cinco por ciento de probabilidades a favor de que fuera amigo del finado. Después se preguntó si el suicidio del editor tendría algo que ver con aquello, antes de interrumpirse con disgusto. Deformación profesional o lo que fuera, a veces se abandonaba a la absurda costumbre de razonar como un policía. El pensamiento lo estremeció hasta la médula. Uno nunca sabe qué tenebrosos pozos de perversidad, o de estupidez, esconde en el fondo de su alma.

– Quiero agradecerle -dijo mientras extraía de su repertorio la más enternecedora sonrisa de conejo simpático que fue capaz de componer- el tiempo que me ha dedicado.

La sonrisa se perdió en el vacío; ella miraba el manuscrito Dumas.

– No tiene que agradecerme nada. Sólo un interés lógico por ver en qué termina todo esto.

– La mantendré al corriente… Otra cosa. ¿Tiene intención de conservar la colección de su marido, o piensa desprenderse de ella?

Lo miró, desconcertada. Corso sabía por experiencia que, tras el fallecimiento de un bibliófilo, a las veinticuatro horas de salir el féretro salía la biblioteca por la misma puerta. Le extrañaba que no hubiese caído por allí ninguno de los cuervos de la competencia. Después de todo, Liana Taillefer, según confesión propia, no compartía los gustos literarios de su marido.

– La verdad es que no he tenido tiempo de pensar en ello… ¿Quiere decir que le interesan esos folletines?

– Podría ser.

Ella dudó un momento. Quizás un par de segundos más de lo necesario.

– Es todo demasiado reciente -dijo por fin, con el suspiro adecuado-. Tal vez dentro de unos días.

Corso apoyó la mano en la barandilla y empezó a bajar la escalera. Arrastraba los pies, demorándose en los primeros peldaños con cierta desazón, igual que cuando uno abandona el lugar donde olvida algo sin saber muy bien de qué se trata. Pero él poseía la certeza de no olvidar nada. Cuando llegó al primer rellano levantó los ojos y vio que Liana Taillefer aún estaba en el umbral, observándolo. Tenía, o al menos así le pareció, un aire entre preocupado y curioso. Corso descendió unos escalones más y, como en un lento plano cinematográfico, el rectángulo de visión se desplazó hacia abajo. Tras perder de vista la inquisitiva mirada de los ojos azul acero, su última imagen se deslizó por el cuerpo de Liana Taillefer, busto y caderas, hasta las piernas de carne firme y blanca que asentaba un poco separadas, sugerentes y fuertes como las columnas de un templo.


Todavía le daba Corso vueltas a la cabeza cuando cruzó el portal y salió a la calle. Imaginaba al menos cinco preguntas que requerían respuesta, así que iba siendo necesario situarlas por orden de importancia. Se detuvo en la acera, frente a la verja del Retiro, y miró casualmente a su izquierda, en espera de un taxi. Había un enorme jaguar aparcado a pocos metros. El chófer, de uniforme gris oscuro, casi negro, leía un periódico apoyado en el capó. En ese momento alzaba la vista del diario, y sus ojos encontraron los de Corso. Fue sólo un segundo en que las miradas se cruzaron, y luego el chófer volvió a su lectura. Era moreno, con bigote, y una cicatriz pálida le surcaba una mejilla de arriba abajo. Su aspecto produjo en Corso una sensación familiar: se parecía a alguien. Tal vez, recordó, al hombre alto que jugaba con la tragaperras en el bar de Makarova. Aunque había algo más. Su aspecto removía en Corso un recuerdo remoto, impreciso; pero antes de tener tiempo para analizarlo apareció un taxi libre, al que un individuo con abrigo loden y maletín de ejecutivo hacía señas desde el otro lado de la calle. Aprovechó que el taxista miraba en su dirección, bajó del bordillo con rapidez y se hizo con el coche en las narices del otro.

Pidió al conductor que bajase el volumen de la radio mientras se acomodaba en el asiento trasero, mirando sin ver el tráfico a su alrededor. Le complacía la paz conseguida cada vez que cerraba la portezuela de un taxi. Era lo más parecido a una tregua con el mundo exterior: todo en suspenso, al otro lado de la ventanilla, durante el trayecto. Apoyó la cabeza en el respaldo, encantado con la perspectiva.

Era hora de pensar en cosas serias; como el Libro de las Nueve Puertas y el viaje a Portugal, primera etapa del trabajo. Pero Corso no podía concentrarse. La entrevista con la viuda de Enrique Taillefer dejaba demasiadas cuestiones en el aire, y eso le produjo una extraña inquietud. Algo se le iba de las manos en todo aquello, parecido a contemplar un paisaje desde la perspectiva errónea. Y aún más: tardó varios semáforos en rojo en caer en la cuenta de que la imagen del chófer del jaguar se interponía en sus reflexiones. Eso le hizo sentirse molesto. Tenía la certeza de no haberlo visto en su vida, antes del bar de Makarova. Pero un recuerdo irracional percutía en su interior. Te conozco, se dijo. Estoy seguro. Cierta vez, hace mucho tiempo, tropecé con un fulano como tú. Y sé que estás ahí, en alguna parte. En el lado oscuro de mi memoria.


Grouchy no apareció por ninguna parte, pero aquello había dejado de tener importancia. Los prusianos de Bulow se retiraban desde las alturas de Chapelle St. Lambert, con la caballería ligera de Sumont y Subervie pegada a las botas. Hacia el flanco izquierdo, ningún problema: las formaciones rojas de la infantería escocesa estaban rebasadas y deshechas tras la carga de los coraceros franceses. En el centro, la división Jerome había tomado, por fin, Hougoumont. Y al norte de Mont St. Jean, los cuadros azules de la buena y Vieja Guardia se agrupaban lenta pero implacablemente, con Wellington replegándose en delicioso desorden sobre aquel pueblecito, Waterloo. Sólo quedaba asestar el golpe de gracia.

Lucas Corso observó el terreno. La solución era Ney, por supuesto. El bravo entre los bravos. Lo colocó al frente, con Erlon y la división Jerome, o lo que quedaba de ella, y los hizo avanzar au pas de charge por la carretera de Bruselas. Cuando establecieron contacto con las formaciones británicas, Corso se recostó un poco en la silla y contuvo el aliento, seguro de las implicaciones de su acto: acababa de decidir, en apenas medio minuto, sobre la vida o la muerte de 22.000 hombres. Saboreando aquella sensación se recreó en las compactas filas azules y rojas, en el verde suave del bosque de Soignes, en las manchas pardas de las colinas. Por Dios que era una hermosa batalla.

El choque fue duro, pobres diablos. El cuerpo de ejército de Erlon se deshizo como la choza de paja del cerdito perezoso, pero Ney y la gente de Jerome sostuvieron su línea. La Vieja Guardia avanzaba barriéndolo todo al paso, y los cuadros ingleses desaparecieron uno tras otro del mapa. Wellington no tenía más opción que retirarse, y Corso le cerró el paso hacia Bruselas con la reserva de caballería francesa. Después, lenta y deliberadamente, asestó el golpe final. Sosteniendo a Ney entre el pulgar y el índice, lo hizo avanzar tres hexágonos. Sumó factores de potencia, consultando las tablas: la relación era de 8 a 3. Wellington estaba acabado. Quedaba el pequeño resquicio dejado al azar. Consultó la tabla de equivalencias, comprobando que bastaría con un 3. Todavía tuvo una punzada de inquietud mientras recurría a los dados para decidir el pequeño factor de azar correspondiente. Incluso con la batalla ganada, perder a Ney en el último minuto era de aficionados. El caso es que obtuvo un factor cinco. Sonreía con el extremo de la boca al dar un afectuoso golpecito con la uña sobre la ficha azul de Napoleón. Imagino cómo te sientes, compañero. Wellington y sus últimos cinco mil desdichados estaban muertos o prisioneros, y el Emperador acababa de ganar la batalla de Waterloo. Alosanfán. Todos los libros de Historia podían irse al diablo.

Se abandonó a un largo bostezo. Sobre la mesa, junto al tablero que representaba a escala 1:5.000 el campo de batalla, entre libros de consulta, gráficos, una taza de café y el cenicero lleno de colillas, el reloj de pulsera marcaba las tres de la madrugada. A un lado, sobre el mueble bar, desde su etiqueta roja igual que una casaca británica, Johnnie Walker hacía un gesto malicioso a mitad de su zancada. Rubicundo sinvergüenza, pensó Corso. Le traía sin cuidado que varios miles de compatriotas acabasen de morder el polvo en Flandes.

Dio la espalda al inglés para dedicar su atención a una botella intacta de Bols encajada en un estante de la pared, entre el Memorial de Santa Helena en dos tomos y una edición francesa de El rojo y el negro. Desprecintó la botella con este último abierto sobre la mesa, hojeándolo al azar mientras vertía ginebra en un vaso:

…Las Confesiones de Rousseau era el único libro a través del que su imaginación se representaba el mundo. La recopilación de boletines de la Grande Armée y el Memorial de Santa Helena completaban su Corán. Se habría hecho matar por esos tres libros. Jamás creyó en ningún otro.


Bebió en pie, a sorbos, mientras estiraba las articulaciones entumecidas. Aún tuvo un último vistazo para el campo de batalla donde, tras la carnicería, cesaba el ruido de las armas. Apuró el resto de ginebra, sintiéndose como el sueño de un dios ebrio que manejara vidas del mismo modo que soldaditos de plomo. Imaginó a lord Arturo Wellesley, duque de Wellington, al entregar su espada a Ney. Había jóvenes muertos en el barro, caballos sin jinete, y un oficial de los Escoceses Grises agonizante bajo la cureña destrozada de un cañón, con un dije de oro -retrato de mujer y mechón de cabello rubio- entre los dedos ensangrentados. Al otro extremo de las sombras en que se hundía sonaban los compases del último vals. Y la bailarina lo contemplaba desde la repisa, con su lentejuela en la frente reflejando las llamas de la chimenea, dispuesta a caer en manos del duende de la tabaquera. O del tendero de la esquina.

Waterloo. Podían descansar tranquilos los huesos del viejo granadero, su tatarabuelo. Lo imaginó en el interior de cualquier pequeño cuadro azul sobre el tablero, en la línea parda que representaba la carretera de Bruselas, tiznado el rostro, chamuscado el mostacho por los fogonazos de pólvora. Avanzaba ronco, febril después de tres días peleando a la bayoneta. Tenía la mirada ausente que Corso imaginó mil veces en todos los hombres, en todas las guerras. Y levantaba, exhausto, su agujereado chacó de piel de oso en la punta del fusil, con sus camaradas. Viva el Emperador. El solitario, rechoncho y canceroso fantasma de Bonaparte estaba vengado. Descanse en paz. Hip, hip. Hurra.

Llenó otro vaso de Bols e hizo un silencioso brindis en dirección al sable colgado en la pared, a la salud de la sombra fiel del granadero Jean-Pax Corso, 1770-1851, Legión de Honor, caballero de la Orden de Santa Helena, bonapartista irreductible hasta su muerte, cónsul de Francia en la misma ciudad mediterránea donde un siglo más tarde nacería su tataranieto. Y con el sabor de la ginebra en la boca recitó entre dientes el único patrimonio transmitido del uno al otro, a través de aquel siglo y de los Corsos que ahora desaparecían con él:


… Y el Emperador, al frente de su ejército impaciente cabalgará en un clamor.

Y armado saldré de tierra, y otra vez iré a la guerra detrás del Emperador.


Se reía a solas cuando descolgó el teléfono, marcando el número de La Ponte. El ruido del disco al girar sonaba en el silencio del cuarto. Había libros en las paredes, tejados húmedos de lluvia al otro lado del mirador oscuro. La vista no era gran cosa desde allí, excepto en los atardeceres de invierno, cuando el sol poniente se filtraba entre el humo de las calefacciones y la contaminación de la calle, y el aire parecía inflamarse de rojos y ocres a modo de cortina espesa. La mesa de trabajo, el ordenador y el tablero de Waterloo estaban situados ante ese panorama, junto al mirador acristalado sobre el que esa noche resbalaban gotas de lluvia. En las paredes no había recuerdos, cuadros ni fotos. Sólo el antiguo sable de la Vieja Guardia en su funda de latón y cuero. Cuando recibía visitantes, éstos se extrañaban de no encontrar allí, salvo los libros y el sable, ningún rastro de vida personal, cualquiera de esos anclajes que todo ser humano establece, por instinto, con su memoria o su pasado. Igual que los objetos ausentes de aquella casa, el mundo del que procedía Lucas Corso llevaba extinguido mucho tiempo. Ninguno de los rostros graves que a veces se perfilaban en su memoria lo habría reconocido, de volver a la vida; y tal vez fuese mejor así. Era como si el dueño de aquel recinto jamás hubiera tenido, o dejado, nada atrás. Como si se hubiese bastado siempre a sí mismo, con lo puesto, igual que un vagabundo erudito y urbano que llevara su hatillo en el forro del gabán. Y sin embargo, los escasos privilegiados que lo vieron en algunos de esos rojizos atardeceres, sentado en el mirador con los ojos deslumbrados hacia poniente, turbios de ginebra holandesa, dicen que su mueca de torpe conejo desvalido parecía sincera.

La voz soñolienta de La Ponte sonó en el teléfono.

– Acabo de machacar a Wellington-informó Corso.

Tras un silencio desconcertado, La Ponte respondió que se alegraba mucho. La pérfida Albión, el pastel de riñones y la calefacción de monedas en los miserables hoteles. Aquel cipayo, Kipling, y toda esa murga de Balaclava, Trafalgar y Las Malvinas. En cuanto a Corso, le recordaban que eran -el teléfono quedó silencioso, mientras La Ponte buscaba a tientas su reloj- las tres de la madrugada. Después farfulló algo incoherente, donde sólo se oyeron con claridad las palabras maldito y cabrón, por ese orden.

Corso aún reía para sí mismo cuando colgó el auricular. Una vez llamó a La Ponte a cobro revertido desde una subasta, en Buenos Aires, sólo para contarle un chiste: la puta tan fea que murió virgen. Ja, ja. Muy bueno. Pero te haré comer la factura del teléfono cuando vuelvas, maldito imbécil. Y aquella vez, años atrás, el día que amaneció abrazado a Nikon, su primer gesto fue descolgar el teléfono para decirle a La Ponte que había conocido a una mujer hermosa y que todo se parecía mucho a estar enamorado. Cada vez que lo deseaba, Corso era capaz de cerrar los ojos y ver a Nikon despertar despacio, el cabello desbordando la almohada. Con el auricular pegado a la oreja se la había descrito a La Ponte, sintiendo una extraña emoción, una ternura inexplicable y desconocida mientras hablaba por teléfono y ella escuchaba mirándolo en silencio; y sabía que la voz que sonaba al otro lado de la línea -me alegro, Corso, amigo, bendito seas, ya era hora, me alegro por ti- era sincera al compartir su despertar, su triunfo, su felicidad. Esa mañana quiso a La Ponte tanto como a ella. 0 tal vez a ella tanto como a él.

Desde entonces había transcurrido mucho tiempo. Corso apagó la lámpara. La lluvia seguía cayendo en la noche. En el dormitorio, sentado al borde de la cama vacía, encendió un último cigarrillo inmóvil en la penumbra, acechando el eco de la respiración ausente, entre las sábanas. Después alargó una mano para rozar el cabello que ya no estaba allí, sobre la almohada. Nikon era su único remordimiento. Ahora la lluvia arreciaba fuera, y las gotas de agua, en la ventana, descomponían en pequeños reflejos la escasa luz exterior, cribando las sábanas de puntos móviles, regueros negros, sombras minúsculas que se desplomaban sin rumbo, como los jirones de una vida.

– Lucas.

Pronunció su propio nombre en voz alta igual que solía hacerlo ella, la única que siempre lo llamó así. Esas cinco letras eran un símbolo de la destrozada patria común que, en otro tiempo, ambos desearon compartir. Centró Corso su atención en la brasa del cigarrillo, roja en la oscuridad. Había creído amar mucho a Nikon, antes. Cuando la encontraba bella e inteligente, infalible como una encíclica pontificia, apasionada igual que sus fotografías en blanco y negro: niños de ojos grandes, ancianos, chuchos de mirada fiel. Cuando la veía defender la libertad de los pueblos y firmar manifiestos a favor de los intelectuales encarcelados, las etnias oprimidas y cosas así. También de las focas. Una vez había logrado que él firmase algo sobre las focas.

Se levantó despacio de la cama para no despertar al fantasma que dormía a su lado, acechando el ritmo de una respiración que a veces imaginaba escuchar de veras. Estás muerto como tus libros. Jamás quisiste a nadie, Corso. Ésa fue la primera y última vez que ella pronunció sólo su apellido; la primera y última vez que le negó su cuerpo, antes de marcharse para siempre. En busca de aquel hijo que él nunca quiso tener.

Abrió la ventana, sintiendo el frío húmedo de la noche mientras las gotas de agua le mojaban el rostro. Dio una última chupada al cigarrillo y después lo dejó caer, punto rojo extinguiéndose en la oscuridad, arco de trayectoria interrumpida, o invisible, hacia las sombras.

Llovería esa noche también sobre otros paisajes. Sobre las últimas huellas de Nikon. Sobre los campos de Waterloo, el tatarabuelo Corso y sus camaradas. Sobre la tumba roja y negra de Julián Sorel, guillotinado por creer que, desaparecido Bonaparte, agonizaban las estatuas de bronce en los viejos caminos olvidados. Estúpido error. Lucas Corso sabía, mejor que nadie, que aún era posible elegir campo de batalla y cobrar el estipendio como soldado perdido y lúcido, montando guardia entre fantasmas de papel y cuero, entre la resaca de millares de naufragios.

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