Postuma necat

– ¿Nadie responde?

– No.

– Tanto peor. Entonces es que está muerto.

(M. Leblanc. Arsenio Lupin)


Lucas Corso conocía mejor que nadie uno de los grandes inconvenientes de su oficio: las bibliografías las redactan eruditos que no han visto los libros que citan, y suelen apoyarse en relaciones de segunda mano, dando por válidas las características consignadas por otros. De esa forma, un error o una reseña incompleta pueden circular durante generaciones sin que nadie repare en ello hasta que, por casualidad, alguien lo saca a la luz. Ése era el caso de Las Nueve Puertas. Aparte su obligada mención en las bibliografías canónicas, las referencias más precisas incluyeron siempre descripciones someras de los nueve grabados, sin detalles menores. Sobre la segunda lámina del libro, todos los textos conocidos mencionaban un anciano con aspecto de sabio o ermitaño, detenido ante una puerta con dos llaves en la mano; pero nadie se ocupó nunca de concretar en qué mano sostenía las llaves. Ahora Corso tenía una respuesta: en la izquierda, en el grabado del Uno; en la derecha, en el número Dos.

Quedaba por saber qué ocurría con el número Tres; pero eso era imposible averiguarlo, aún. Corso estuvo en la Quinta da Soledade hasta el anochecer. Trabajó mucho a la luz del candelabro, tomando notas sin cesar, revisando una y otra vez ambos ejemplares. Estudió las láminas una por una hasta confirmar su hipótesis. Y aparecieron nuevas pruebas. Por fin observó su botín en forma de notas sobre el pliego de papel, cuadros y diagramas con extrañas relaciones entre unos y otros. Cinco láminas de los ejemplares Uno y Dos no eran idénticas. Además de la mano con que el anciano sujetaba las llaves en la numerada II, el laberinto de la III no tenía o sí tenía salida, según se tratara de uno u otro ejemplar. En la lámina V, la muerte mostraba un reloj con la arena abajo, en el Uno, o con la arena en la parte superior, en el Dos. En cuanto al tablero de ajedrez de la VII, sus casillas eran blancas en el ejemplar de Varo Borja y negras en el de Fargas. Y en la numerada VIII, el verdugo a punto de decapitar a una joven quedaba convertido, por efecto de un aura en torno a la cabeza, en arcángel vengador.

Y aún encontró más cosas, porque el minucioso estudio con la lupa terminaba dando un fruto inesperado. Las marcas del grabador disimuladas en las xilografías contenían otra pista sutil: en ambos ejemplares, A. T., Aristide Torchia, figuraba como sculptor en la lámina del anciano; pero como inventor, sólo en el libro número Dos. La firma en el Uno era L. F., sobre cuya existencia Corso había sido alertado por los hermanos Ceniza. Lo mismo pasaba en cuatro láminas más. Eso podía significar que todas las xilografías fueron talladas en madera por el propio impresor, pero que los dibujos originales de donde copió algunos de sus grabados pertenecían a otra persona. No se trataba, en consecuencia, de falsificación de época ni de reediciones apócrifas. Fue el mismo impresor Torchia, con privilegio y licencia de los superiores, quien alteró su propia obra con arreglo a un plan establecido: firmando los modificados por él para respetar la autoría L. F. de los otros. Sólo quedaba un ejemplar, confesó a sus verdugos. Pero en realidad dejaba tres, y una clave que tal vez los convirtiera en uno. El resto del secreto se lo había llevado a la hoguera.

Recurrió a un viejo sistema de colación: las tablas comparativas usadas por Umberto Eco en el estudio sobre la Hanau. Ordenadas sobre el papel las láminas que contenían diferencias, resultaba el siguiente esquema:

En cuanto a las marcas de grabador, las variaciones en las firmas A. T. (el impresor Torchia) y L. F. (¿desconocido?, ¿Lucifer?) correspondientes al sculptor y al inventor se establecían así:

Extraña cábala. Mas Corso tenía por fin algo concreto: la existencia de cierta clave encerrando un sentido. Se levantó despacio, como si temiese que todas aquellas correspondencias fueran a esfumarse ante sus ojos, pero también con la calma del cazador seguro de que al final de un rastro, por confuso que sea, siempre hay una pieza por cobrar.

Mano. Salida. Arena. Tablero. Aura.

Echó un vistazo por la ventana. Al otro lado de los cristales sucios, recortando la rama de un árbol, un resto de claridad rojiza se resistía a desaparecer en la noche.

Ejemplares Uno y Dos. Diferencias en los números 2,4,5,7 y 8.

Tenía que ir a París. Allí estaba el número Tres, y quizá la respuesta al enigma. Pero otro asunto le preocupaba; algo a resolver con urgencia. Varo Borja había sido tajante: descartada la posibilidad de conseguir el número Dos por métodos convencionales, era tiempo de ir meditando un plan heterodoxo de adquisición. Con el menor daño y riesgo posible para Fargas o el propio Corso, naturalmente. Algo suave y discreto. Sacó su agenda del bolsillo del gabán, en busca del número de teléfono apropiado. Era un trabajo perfecto para Amílcar Pinto.

Una de las velas, consumida, se apagó en corta espiral de humo. En algún lugar de la casa sonaba un violín, y Corso rió otra vez entre dientes, breve y seco, mientras la llama del candelabro hacía bailar luces y sombras en su cara al inclinarse para encender un cigarrillo. Después se irguió, escuchando. La música sonaba igual que un lamento que se deslizara por las estancias vacías, oscuras, sobre los restos de muebles carcomidos y polvorientos, bajo los techos pintados sobre telarañas y sombras que sólo cobijaban huellas en las paredes, ecos de pasos, voces muertas tiempo atrás. Y afuera, sobre la verja oxidada, los dos rostros de mujer, abiertos en la noche los ojos de uno, cubierto el otro por la máscara de hiedra, escuchaban inmóviles, con la quietud del tiempo detenido en el vacío, la música que Victor Fargas arrancaba al violín para conjurar los espectros de sus libros perdidos.


Regresó andando al pueblo, las manos en los bolsillos del gabán y el cuello subido hasta las orejas; veinte minutos por el lado izquierdo de la carretera desierta. No había salido la luna, y Corso se adentraba en extensas manchas de sombra al pasar bajo los árboles que cubrían el camino como una bóveda negra. El silencio era casi absoluto, roto únicamente por el crujir de sus zapatos sobre la gravilla de la cuneta, o el goteo de los canalillos de agua ladera abajo, entre la jara y la hiedra, invisibles en la oscuridad.

Un coche se acercó por detrás, rebasándolo, y Corso vio su propia silueta, de contornos agigantados y fantasmales, deslizarse ondulante sobre los troncos de los árboles cercanos y la espesura del bosque. Sólo al estar arropado otra vez entre las sombras expulsó el aliento y sintió que se relajaban sus músculos en tensión. No pertenecía a la clase de individuos que ven fantasmas por las esquinas. Más bien veía todas las cosas, incluso las extraordinarias, con fatalismo meridional estilo viejo soldado, sin duda herencia genética del tatarabuelo Corso: por mucho que uno espolee el caballo en dirección contraria, lo inevitable aguarda siempre en la puerta de la Samarcanda más próxima, limpiándose las uñas con una daga veneciana, o con una bayoneta escocesa. Pero aun así, desde el incidente en la callejuela de Toledo, el cazador de libros experimentaba una justificable aprensión cada vez que oía un motor acercársele por la espalda.

Quizá por eso, cuando los faros de otro automóvil se detuvieron a su lado, Corso giró alerta mientras cambiaba la bolsa de lona del hombro derecho al izquierdo y requería, dentro del bolsillo del gabán, su juego de llaves, arma de fortuna capaz de vaciarle un ojo a cualquiera que se acercara demasiado. Sin embargo, el cuadro parecía apacible: una silueta metálica grande y oscura, tipo berlina, y dentro, apenas iluminado por la luz del salpicadero, un perfil masculino anunciando una voz amable, educada.

– Buenas noches… -el acento era impreciso, ni portugués ni español-. ¿Tiene fuego?

Podía ser muy cierto o sólo un mal pretexto; eso no había forma de averiguarlo. Tampoco era cosa de salir corriendo o esgrimir la más puntiaguda de sus llaves porque le pidieran lumbre para un cigarro; así que Corso soltó el llavero, extrajo una caja de fósforos y encendió uno, protegiendo la llama en el hueco de la mano.

– Gracias.

Allí estaba la cicatriz, naturalmente. Era antigua, grande y vertical, desde la sien hasta la mitad de la mejilla izquierda. Pudo observarla bien cuando el otro se inclinó para encender el puro Montecristo, y sostuvo la luz en alto el tiempo suficiente para distinguir el mostacho negro, espeso, y los ojos oscuros que lo miraban con fijeza en la penumbra. Luego, el fósforo se consumió entre los dedos de Corso y pareció que una máscara negra se abatiera sobre las facciones del desconocido. De nuevo fue una sombra, silueteada apenas por el resplandor tenue del cuadro de mandos.

– ¿Quién coño es usted?

No fue un comentario sereno, ni brillante. De todas formas, era demasiado tarde; la pregunta se perdió en el sonido del motor acelerando. El doble punto rojo de las luces del automóvil se alejaba ya carretera abajo, dejando un rastro fugaz sobre la cinta oscura del asfalto. Todavía brilló un momento con más intensidad al frenar en la primera curva, y después desapareció como si nunca hubiera estado allí.

El cazador de libros seguía inmóvil en la cuneta, intentando situar aquello en su escenario: Madrid, puerta de la viuda Taillefer. Toledo, visita a Varo Borja. Y Sintra, después de una tarde en casa de Victor Fargas. También folletines de Dumas, un editor ahorcado en su despacho, un impresor quemado con su extraño manual… Y entre unos y otros, pegado a los talones de Corso igual que si de su sombra se tratara, Rochefort: un espadachín de ficción del siglo xvii reencarnado en chófer de uniforme, conductor de automóviles de lujo. Responsable de un intento de atropello y un par de allanamientos de morada. Y fumador de cigarros Montecristo. Fumador sin mechero.

Blasfemó suavemente en voz baja. Habría dado un incunable raro, en buen estado, por romperle la cara al responsable de aquel guión absurdo.


Apenas llegó al hotel hizo varias llamadas telefónicas. La primera fue al número de Lisboa que tenía en la agenda; y tuvo suerte, porque Amílcar Pinto estaba en casa: lo averiguó tras conversar con su malhumorada mujer, con sonido de fondo de un televisor a todo volumen, llanto agudo de críos y violenta discusión entre voces adultas que llegaban a través del auricular de baquelita negra. Por fin tuvo a Pinto al aparato. Quedaron en verse hora y media más tarde, el tiempo que el portugués tardara en recorrer los cincuenta kilómetros que lo separaban de Sintra. Solucionado eso, Corso miró el reloj mientras marcaba línea internacional para hablar con Varo Borja; pero el librero no estaba en su casa de Toledo. Le dejó un mensaje en el contestador automático y compuso un número de Madrid, el de Flavio La Ponte. Tampoco hubo respuesta, así que escondió la bolsa de lona sobre el armario y fue a tomar algo.

Lo primero que vio al empujar la puerta del pequeño saloncito del hotel fue a la chica. No había error posible: el pelo cortísimo, el aire de muchacho, la piel bronceada como si estuvieran en pleno mes de agosto. Leía sentada en un sillón junto al cono de luz de una lámpara, con las piernas estiradas y cruzadas sobre el asiento de enfrente, los pies descalzos, tejanos y camiseta blanca de algodón, el jersey de lana gris sobre los hombros. Y Corso se quedó inmóvil, la mano en el picaporte y una absurda sensación martilleándole el pensamiento. Coincidencia o hecho deliberado, aquello era excesivo.

Por fin, todavía incrédulo, se acercó a la muchacha. Casi estaba a su lado cuando levantó la vista del libro fijando en él los ojos verdes, claridad líquida y profunda que tan bien recordaba de cuando su encuentro en el tren. Se detuvo sin saber lo que iba a decir; con la extraña sensación de que podía caer dentro de esos ojos.

– No me contó que viniera a Sintra -dijo. Tampoco usted.

Acompañaba su respuesta con una sonrisa tranquila, sin incomodidad ni sorpresa. Parecía sinceramente contenta de encontrarse con él.

– ¿Qué hace aquí? -preguntó Corso.

Ella retiró los pies del sillón, ofreciéndoselo con un gesto; pero el cazador de libros permaneció de pie.

– Viajo -dijo la chica, y le mostró el libro; no era el mismo del tren: Melmoth el errabundo, de Charles Maturin-. Leo. Y tengo encuentros inesperados.

– Inesperados -repitió Corso como un eco.

Lo fuesen o no, eran demasiados encuentros para una sola noche. Y se vio anudando cabos entre su presencia en el hotel y la aparición de Rocherfort en la carretera. Tenía que haber un punto de vista desde el que las cosas encajasen unas con otras, aunque se encontraba muy lejos de eso. Ni siquiera sabía hacia dónde mirar.

– ¿No se sienta?

Lo hizo, vagamente inquieto. La joven había cerrado el libro y lo observaba con curiosidad.

– No parece un turista -dijo ella.

– No lo soy.

– ¿Trabaja?

– Sí.

– Cualquier trabajo en Sintra tiene que ser interesante.

Sólo faltaba eso, pensó Corso ajustándose las gafas con el índice. Sufrir un interrogatorio a tales alturas, aunque el inquisidor fuese una bella y jovencísima muchacha. Tal vez ése era el problema: demasiado joven para representar una amenaza. O quizás ahí radicase el peligro. Cogió el libro, que la chica había puesto sobre la mesa, y lo hojeó un poco. Era una edición inglesa, moderna, y algunos párrafos estaban subrayados a lápiz. Se detuvo en uno de ellos:


Sus ojos seguían fijos en la luz declinante y en la creciente oscuridad. Esa negrura preternatural que parece decir a la más luminosa y sublime obra de Dios: «Déjame el sitio; acaba ya de brillar».


– ¿Le gusta leer novela gótica?

– Me gusta leer -había inclinado un poco la cabeza y la luz dibujaba en escorzo su cuello desnudo-. Tocar los libros. Siempre viajo con varios en la mochila.

– ¿Viaja mucho?

– Mucho. Desde hace siglos.

Torció la boca Corso al oír la respuesta. Ella la había formulado muy seria, frunciendo un poco el ceño con aire de una chiquilla que se refiere a asuntos graves.

– Creí que era estudiante.

– A veces.

Corso dejó el Melmoth sobre la mesa.

– Es usted una joven misteriosa. ¿Qué edad tiene? ¿Dieciocho, diecinueve?… A veces cambia de expresión, como si tuviera mucha más edad.

– Quizá la tenga. Cada uno posee los gestos de lo que ha vivido y lo que ha leído. Fíjese si no en usted.

– ¿Qué pasa conmigo?

– ¿Nunca se ha visto sonreír? Parece un soldado viejo.

Se movió un poco en el asiento, incómodo.

– No sé cómo sonríe un soldado viejo.

– Pero yo sí lo sé -los ojos de la chica se volvieron opacos; vagaban adentro, en su propia memoria-. Una vez conocí a diez mil hombres que buscaban el mar. Corso alzó una ceja con exagerado interés.

– No me diga… ¿Eso pertenece a lo leído o a lo vivido?

– Adivínelo -se lo quedó mirando con fijeza antes de añadir-: Usted parece un tipo listo, señor Corso.

Ahora estaba en pie, recogía el libro de la mesa y las zapatillas blancas del suelo. Sus ojos parecieron cobrar vida, y el cazador de libros vio agitarse en ellos reflejos familiares. Había algo de conocido, de entrevisto ya en aquella mirada.

– Puede que nos veamos -dijo ella antes de irse-. Por ahí.

A Corso no le cupo la menor duda de que iba a ser así. Y no estaba muy seguro de si lo deseaba o no. De una u otra forma, su reflexión duró escasos segundos: al salir, la chica se cruzó en la puerta con Amílcar Pinto.

El recién llegado era bajo y grasiento. Tenía una piel oscura, reluciente como recién barnizada, amén de un bigote fuerte y espeso recortado a tijeretazos. Habría sido un policía honrado, incluso un buen policía, de no verse en la necesidad de alimentar a cinco hijos, una mujer y un padre jubilado que se le fumaba el tabaco a escondidas. A la mujer, una mulata que veinte años atrás fue muy bella, se la trajo de Mozambique con la independencia, cuando Maputo se llamaba Lourenlo Marques y él era un sargento de paracaidistas condecorado, menudo y valiente. Corso la había entrevisto en el curso de las combinaciones que de vez en cuando efectuaba con su marido: ojos cercados de fatiga, pechos grandes y fláccidos, zapatillas viejas y el pelo recogido en un pañuelo rojo, en el vestíbulo de la casa que olía a críos sucios y verdura hervida.

El policía entró directamente en el saloncito, miró de soslayo a la chica al cruzarse con ella, y vino a dejarse caer en un sillón frente al cazador de libros. Resoplaba igual que si hubiera viajado a pie desde Lisboa.

– ¿Quién es ella?

– Nadie que importe -respondió Corso-. Una jovencita española. Turista.

Asintió Pinto, tranquilizado, secándose las palmas húmedas en las perneras del pantalón. Era un gesto que repetía con frecuencia. Sudaba mucho, y el cuello de sus camisas siempre tenía un delgado cerco oscuro allí donde estaba en contacto con la piel.

– Tengo un problema-dijo Corso.

La sonrisa del portugués se hizo más ancha. No hay problema insoluble, insinuaba aquel gesto. No mientras tú y yo sigamos llevándonos bien.

– Estoy seguro -respondió- de que podemos solucionarlo juntos.

Ahora le tocó sonreír a Corso. Hacía cuatro años que conocía a Amílcar Pinto, a causa de un feo asunto de libros robados que aparecieron en los tenderetes de la Feira da Ladra. Corso estuvo en Lisboa para identificarlos, Pinto realizó un par de detenciones, y en el camino de vuelta al propietario algunos ejemplares valiosos desaparecieron para siempre jamás. A fin de celebrar el inicio de aquella fructífera amistad, se habían emborrachado juntos en las tascas de fados del Barrio Alto mientras el ex sargento paracaidista rumiaba nostalgias coloniales, contándole a Corso el modo en que estuvieron a punto de volarle los huevos en la batalla de Gorongosa. Terminaron cantando Grándola vila morena a grito pelado en el mirador de Santa Luzía, con el barrio de Alfama iluminado por la luna, a sus pies, y el Tajo más allá, ancho y reluciente como una sábana de plata sobre la que se deslizaban, muy despacio, las siluetas oscuras de los barcos rumbo a la torre de Belem y el Atlántico.

El camarero le trajo a Pinto el café que había pedido. Corso esperó a que se alejase para continuar: -Hay un libro.

El policía se inclinaba sobre la mesita baja, poniendo azúcar en el café.

– Siempre hay un libro -asintió, circunspecto. -Éste es especial.

– ¿Cuál no lo es?

Sonrió de nuevo Corso. Una sonrisa metálica, afilada. -El dueño no quiere vender.

– Mala cosa -Pinto se llevó la taza a los labios, saboreando con placer el café-. El comercio es bueno. Los objetos van y vienen, se mueven. Generan riqueza, hacen ganar dinero a los intermediarios… -dejó la taza para secarse las manos en el pantalón-. Los productos deben circular. Son las leyes del mercado; las leyes de la vida. No vender tendría que estar prohibido: es casi un crimen.

– Estoy de acuerdo -precisó Corso-. Deberías hacer algo al respecto.

Pinto se echó atrás en el sillón y miró a su interlocutor, seguro y reposado, a la espera. Una vez, durante una emboscada en el mato mozambiqueño, había cargado a hombros con un teniente moribundo, huyendo toda la noche con él a través de diez kilómetros de selva. Al amanecer sintió morir al teniente, pero no quiso dejarlo en el suelo y continuó a cuestas con el cadáver hasta alcanzar la base. El teniente era muy joven, y Pinto pensó que a su madre le gustaría enterrarlo en Portugal. Le dieron una medalla por eso. Ahora los hijos de Pinto jugaban por la casa con sus viejas medallas oxidadas.

– Quizá conozcas al individuo: Victor Fargas.

El policía hizo un gesto afirmativo.

– La familia Fargas es muy ilustre -precisó-. Muy antigua. En otro tiempo tuvo influencia, pero ya no la tiene.

Corso le alargó un sobre cerrado.

– Aquí tienes todos los datos que necesitas: propietario, libro y lugar.

– Conozco la quinta -Pinto se pasaba la punta de la lengua por el labio superior, humedeciéndose el bigote-. Muy imprudente, guardar libros valiosos allí. Cualquier desaprensivo puede entrar -miró a Corso contrito, como si de verdad se sintiera apenado por la imprevisión de Victor Fargas-. Se me ocurre uno, por ejemplo: un ratero del Chiado que me debe favores.

Se sacudió Corso una invisible mota de polvo de la ropa. No era asunto suyo. No, al menos, en la fase operativa.

– Quiero estar lejos cuando ocurra.

– Descuida. Tendrás el libro, y al señor Fargas se le molestará lo imprescindible. Un cristal roto, como mucho: trabajo limpio. En cuanto a los honorarios…

Indicó Corso el sobre, que el otro tenía en las manos, sin abrir.

– Es un adelanto por la cuarta parte del total. El resto, a la entrega.

– Ningún problema. ¿Cuándo te vas?

– Mañana a primera hora. Estaré en contacto contigo desde París -Pinto empezaba a levantarse, pero Corso lo detuvo con un gesto-. Otra cosa. Quiero identificar a un fulano alto, metro ochenta más o menos, con bigote y una cicatriz en la cara. Pelo negro, ojos oscuros. Delgado. No es español ni portugués. Y esta noche ronda por aquí.

– ¿Peligroso?

– No lo sé. Me sigue desde Madrid.

El policía tomaba notas en el reverso del sobre.

– ¿Alguna relación con nuestro negocio?

– Supongo. Pero no hay más datos.

– Haré lo que pueda. Tengo amigos aquí, en la comisaría de Sintra. Y echaré un vistazo a nuestros archivos de la central, en Lisboa.

Se había puesto en pie, guardando el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Corso tuvo la fugaz visión de una culata de revólver en la sobaquera, bajo la axila izquierda.

– ¿No te quedas a echar un trago?

Suspiró Pinto, negando con la cabeza.

– Me gustaría; pero tengo a tres de mis morenitos con sarampión. Se lo contagian unos a otros, los cabroncetes.

Lo dijo sonriendo con aire cansado. En el mundo de Corso, todos los héroes estaban cansados.

Salieron juntos a la puerta del hotel, donde Pinto tenía aparcado un viejo Citröen 2 CV. Al estrecharse la mano, Corso volvió al tema de Victor Fargas.

– Insisto en que las molestias se reduzcan al mínimo… Se trata de un simple robo.

El policía puso el motor en marcha y encendió las luces, dirigiéndole una mirada de reproche a través de la ventanilla abierta. Parecía ofendido.

– Por favor. Esos comentarios sobran. Entre profesionales.


Después de irse Pinto, el cazador de libros subió a la habitación para ordenar sus notas, y estuvo trabajando hasta muy tarde con la cama llena de papeles y Las Nueve Puertas abierto sobre la almohada. Sentía una gran fatiga, y pensó que una ducha caliente lo ayudaría a descansar. Iba hacia el cuarto de baño cuando oyó el teléfono. Era Varo Borja, interesándose por el asunto Fargas. Lo puso al tanto en líneas generales, incluidas las diferencias que había encontrado entre cinco de las nueve láminas:

– Por cierto -añadió-. Nuestro amigo no vende.

Hubo un silencio al otro lado de la línea telefónica; el librero parecía reflexionar, aunque resultaba difícil saber si sobre el asunto de las láminas o la negativa de Fargas. Cuando habló de nuevo, su tono era extremadamente cauto:

– «Entraba en lo probable -dijo, y tampoco esta vez pudo Corso precisar a qué se refería-… ¿Hay algún medio de soslayar la dificultad?»

– Puede haberlo.

El auricular quedó de nuevo en silencio. Cinco segundos, contó Corso en la esfera del reloj.

– «Lo dejo en sus manos.»

Después ya no se contaron gran cosa. Corso omitió la conversación con Pinto, y el otro no mostró curiosidad por la forma en que pensaba arreglárselas el cazador de libros en el eufemismo de soslayar la dificultad. Varo Borja se limitó a inquirir si hacía falta más dinero, y la respuesta fue no. Quedaron en hablarse desde París.

Marcó después Corso el número de La Ponte y tampoco ahora obtuvo respuesta. Las hojas azules del manuscrito Dumas seguían en su carpeta cuando recogió las notas y el volumen de piel negra con el pentáculo en la tapa. Lo devolvió todo a la bolsa de lona y puso ésta bajo la cama, anudando la correa a una de las patas. Así, por muy profundamente que durmiera, nadie que entrara en la habitación podría sacarla de allí sin despertarlo. Incómodo equipaje, se dijo mientras iba hasta el cuarto de baño para abrir el grifo del agua caliente. Y por alguna razón que desconocía, peligroso.

Después de cepillarse los dientes se desnudó para meterse en la ducha. Casi empañado por el vapor, el espejo reflejaba su imagen, flaco y duro cual un lobo descarnado, cuando dejó caer la ropa a los pies. Otra vez la punzada de angustia vino de muy lejos, del pasado, para rondar su conciencia en una ola remota, dolorosa; igual que una cuerda que vibrase dentro de la carne y la memoria. Nikon. Continuaba recordándola cada vez que se desceñía el cinturón, que ella siempre se obstinaba en soltar con sus propias manos como si de un extraño ritual se tratara. Cerró los ojos y la vio de nuevo ante él, sentada en el borde de la cama, deslizándose por las caderas el pantalón y luego el slip despacio, muy despacio, saboreando el momento con una sonrisa cómplice y tierna. Relájate, Lucas Corso. Una vez lo había fotografiado a hurtadillas, dormido boca abajo con una arruga vertical en el ceño y la mejilla oscurecida por la barba, que le enflaquecía el rostro acentuando el rictus amargo y tenso en las comisuras de su boca entreabierta. Parecía un lobo exhausto, receloso y atormentado en la desierta llanura de nieve de la almohada blanca, y a él no le gustó esa foto al descubrirla por casualidad en la cubeta de fijador del cuarto de baño que Nikon utilizaba como laboratorio. La había roto en trozos pequeños, con el negativo, y ella nunca dijo nada.

El agua caliente abrasó la piel de Corso cuando se puso bajo la ducha, dejándola correr por su rostro, quemándose los párpados mientras aguantaba el dolor con las mandíbulas tensas y los músculos crispados, reprimiendo el ansia de gritar, entre el calor húmedo que lo asfixiaba, el aullido de su soledad. Durante cuatro años, un mes y doce días, cada vez después de hacer el amor, Nikon se metía tras él en la ducha para enjabonarle la espalda lenta, interminablemente. Y a menudo terminaba abrazada a su torso, igual que una niña perdida, bajo la lluvia. Un día me iré sin haberte conocido nunca. Recordarás entonces mis ojos grandes, oscuros. Mis silenciosos reproches. Mis gemidos de angustia al dormir. Mis pesadillas que eres incapaz de conjurar. Recordarás todo eso cuando me haya ido.

Apoyó la cabeza en los azulejos blancos, goteante de vapor en aquel húmedo desierto que tanto le recordaba una forma del infierno. Nadie le había enjabonado la espalda antes ni después de Nikon. Nunca. Nadie. Jamás.

Salió de la ducha y fue a meterse en la cama con el Memorial de Santa Helena, pero apenas llegó a leer un par de líneas:


Volviendo a la guerra, el Emperador prosiguió: «Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor»…


Hizo una mueca al hilo del elogio napoleónico, viejo de dos siglos. Recordaba unas palabras oídas cuando niño; quizás a uno de sus abuelos, o a su padre: «Sólo hay algo que los españoles hacemos como nadie: salir en los cuadros de Goya»… Hombres de honor, había dicho Bonaparte. Corso pensó en Varo Borja y su talonario de cheques, en Flavio La Ponte y las bibliotecas de viuda expoliadas por cuatro cuartos. En el fantasma de Nikon vagando en la soledad de un desierto blanco. En él mismo, lebrel de caza al mejor postor. Eran otros tiempos.

Aún sonreía, desesperado y amargo, cuando se quedó dormido.


Al despertar, lo primero que vio fue la luz gris del amanecer en la ventana. Demasiado temprano. Se movía, confuso, tanteando en busca del reloj sobre la mesilla de noche, cuando comprendió que sonaba el teléfono. El auricular cayó dos veces al suelo antes de que lograra encajarlo entre su oreja y la almohada.

– Diga.

– «Soy su amiga de anoche. ¿Recuerda?… Irene Adler. Estoy en el vestíbulo del hotel, y tenemos que hablar. Ahora.»

– ¿Qué diablos…?

Pero ella había colgado ya. Maldiciendo, Corso buscó sus gafas, apartó las sábanas y se puso los pantalones, soñoliento y desconcertado. De pronto, con súbita sensación de pánico, miró bajo la cama; la bolsa seguía allí, intacta. Logró enfocar con esfuerzo los objetos a su alrededor. Todo estaba en orden dentro de la habitación; era afuera donde ocurrían cosas. Tuvo tiempo de ir hasta el cuarto de baño y echarse agua en la cara antes de que llamaran a la puerta.

– ¿Sabe qué maldita hora es?

La joven estaba en el umbral, con su trenca azul y la mochila al hombro; los ojos todavía más verdes de lo que Corso recordaba.

– Son las seis y media de la mañana -anunció ella con calma-. Y tiene que vestirse a toda prisa.

– ¿Se ha vuelto loca?

– No -había entrado en la habitación sin que él se lo indicara, y miraba a su alrededor con aire crítico-. Tenemos poquísimo tiempo.

– ¿Tenemos?

– Usted y yo. Las cosas se han complicado mucho.

Resopló Corso, irritado.

– No son horas para tomarle el pelo a la gente.

– No sea estúpido -arrugaba la nariz con expresión grave. A pesar de su aspecto de chico y de su juventud parecía distinta, más madura y aplomada-. Hablo en serio.

Había puesto su mochila en la cama deshecha. Corso la cogió, devolviéndosela mientras señalaba la puerta.

– Váyase al diablo.

Ella no se movió, limitándose a mirarlo con atención.

– Escuche -los ojos claros estaban muy cerca; parecían hielo líquido, tan luminosos en la piel atezada de su rostro-. ¿Sabe quién es Victor Fargas?

Por encima del hombro de la joven, en el espejo colgado sobre la cómoda, Corso vio su propia cara: boquiabierto como un perfecto imbécil.

– Claro que lo sé -articuló por fin.

Había tardado varios segundos en reaccionar, y aún parpadeó, confuso. Ella aguardaba, sin mostrarse satisfecha por el efecto conseguido. Estaba claro que sus pensamientos discurrían por otra parte.

– Ha muerto -dijo.

Lo hizo en tono neutro, con la misma tranquilidad que podía haber utilizado para decir ha desayunado café, o ido al dentista. Corso inspiró hondo, intentando digerir aquello.

– Imposible. Estuve con él anoche. Y se encontraba bien.

– Ahora ya no se encuentra bien. No se encuentra de ninguna manera.

– ¿Cómo lo sabe?

– Lo sé.

Movió Corso la cabeza, suspicaz, antes de ir en busca de un cigarrillo. A mitad de camino estaba la petaca de Bols, así que se introdujo un trago en el cuerpo; la ginebra camino del estómago vacío le erizó la piel. Después hizo tiempo obligándose a no mirar a la joven hasta la primera bocanada de humo. No estaba en absoluto satisfecho del papel que le había tocado esa mañana. Y necesitaba asimilarlo todo, despacio.

– El café de Madrid, el tren, anoche y esta mañana, aquí en Sintra… -contaba con el pitillo en la boca, entornados los ojos por el humo, el índice sobre los dedos de la mano izquierda-. Cuatro coincidencias son muchas, ¿no cree?

Ella sacudió la cabeza, impaciente.

– Lo creía más listo. ¿Quién habla de coincidencias?

– ¿Por qué me sigue?

– Me gusta usted.

A Corso no le quedaban ganas de reír; se limitó a torcer un poco la boca.

– Eso es ridículo.

Lo miró largamente, reflexiva.

– Imagino que sí -fue la conclusión-. Tampoco parece arrebatador, siempre con ese viejo gabán. Y las gafas.

– ¿Entonces?

– Busque otra respuesta: cualquiera puede servir. Pero ahora vístase de una vez. Tenemos que ir a casa de Victor Fargas.

– ¿Tenemos?

– Usted y yo. Antes de que llegue la policía.


Las hojas muertas crujían bajo sus pies cuando empujaron la verja de hierro, cruzando el sendero flanqueado por estatuas rotas y pedestales vacíos. Sobre la escalera de piedra, el reloj de sol, desprovisto de sombra bajo la luz plomiza de la mañana, seguía sin marcar hora alguna. Postuma necat. La última mata, leyó Corso de nuevo. La chica había seguido la dirección de su mirada.

– Rigurosamente cierto -dijo con frialdad, y empujó la puerta. Estaba cerrada.

– Por atrás -sugirió Corso.

Rodearon la casa, pasando cerca de la fuente de azulejos donde el angelote de piedra, ojos vacíos y manos mutiladas, seguía vertiendo un hilillo de agua en el estanque. La joven, Irene Adler o como se llamara, avanzaba ante Corso con su pequeña mochila colgada a la espalda de la trenca azul. Se movía con sorprendente aplomo, tranquila y flexible al extremo de sus largas piernas enfundadas en tejanos, la cabeza testaruda inclinada hacia delante con el gesto decidido de quien sabe muy bien a dónde va. Ése no era el estado de ánimo de Corso. Había recobrado el control de su propia incertidumbre y se dejaba guiar por la chica, aplazando las preguntas. Despejado tras una rápida ducha, con todo cuanto le interesaba conservar en su bolsa de lona colgada al hombro, sólo Las Nueve Puertas, el ejemplar número Dos de Victor Fargas, ocupaba ahora su pensamiento.

Entraron sin dificultad por la puerta vidriera que comunicaba el jardín con el salón. En el techo, puñal en alto, Abraham seguía velando sobre los libros alineados en el suelo. La casa parecía desierta.

– ¿Dónde está Fargas? -preguntó Corso.

La chica se encogió de hombros.

– No tengo la menor idea.

– Dijo que estaba muerto.

– Y lo está -cogió el violín del aparador para estudiarlo con curiosidad después de echar un vistazo a su alrededor, a las paredes vacías y los libros-. Lo que no sé es dónde.

– Me toma el pelo.

Ella se había encajado el instrumento bajo la barbilla, e hizo vibrar las cuerdas antes de devolverlo al estuche, insatisfecha del sonido. Entonces miró a Corso.

– Hombre de poca fe.

Sonreía un poco otra vez, con aire ausente, y el cazador de libros tuvo la certeza de que había una desproporcionada madurez en ese aplomo a un tiempo profundo y frívolo. Aquella jovencita funcionaba por códigos singulares; bajo estímulos y pensamientos más complejos de lo que permitían suponer su edad y apariencia.

De pronto, a Corso se le borró todo de la cabeza: la chica, la extraña aventura, incluso el presunto cadáver de Victor Fargas. Sobre el deshilachado tapiz de la batalla de Arbelas, entre los libros de ocultismo y artes diabólicas, había un hueco. Las Nueve Puertas ya no estaba allí.

– Mierda -dijo.

Lo repitió entre dientes mientras se inclinaba sobre la fila de libros hasta quedar en cuclillas junto a ellos. Su mirada de experto, acostumbrada a distinguir el volumen buscado al primer vistazo, erró de un lado a otro en completa orfandad. Marroquí negro, cinco nervios, sin título exterior, un pentáculo en la tapa. Umbrarum regni, etc. Sin error posible. Un tercio del misterio, exactamente el 33,33 por ciento -periódica pura- había volado.

– Maldita sea mi estampa.

Demasiado pronto para Pinto, reflexionó en seguida; el portugués no había tenido tiempo de organizar aquello. La chica lo observaba igual que si esperase algún tipo de reacción que le interesara observar. Corso se incorporó.

– ¿Quién eres?

Era la segunda vez en menos de doce horas que hacía la misma pregunta, pero a dos personas distintas. Todo se estaba complicando con demasiada rapidez. Por su parte, la joven sostuvo la pregunta y su mirada sin inmutarse. Al cabo de un instante desvió los ojos a un lado de Corso, al vacío. O quizás a los libros alineados en el suelo.

– Eso no importa -respondió al fin-. Pregúntese mejor a dónde ha ido a parar el libro.

– ¿Qué libro?

Lo miró de nuevo sin responder, mientras él se sentía increíblemente estúpido.

– Sabes demasiadas cosas -le dijo a la chica-. Incluso más que yo.

La vio encogerse otra vez de hombros. Observaba el reloj en la muñeca de Corso como si pudiera leer la hora en él.

– No le queda mucho tiempo.

– Me importa un rábano el tiempo que pueda quedar.

– Allá usted. Pero hay un vuelo Lisboa-París dentro de cinco horas, desde el aeropuerto de Portela. Tenemos el tiempo justo para llegar allí.

Dios. Corso se estremeció bajo el gabán, horrorizado. Parecía una secretaria eficaz, agenda en mano, enumerando los compromisos en la jornada de su jefe. Abrió la boca para protestar. Jovencita y todo, con aquellos ojos inquietantes. La maldita bruja.

– ¿Por qué habría de irme ahora?

– Porque puede llegar la policía.

– No tengo nada que ocultar.

La joven sonrió de modo indefinible; parecía que acabara de escuchar un chiste gracioso pero muy viejo. Luego se acomodó la mochila a la espalda y le hizo a Corso un gesto de despedida, alzando una mano con la palma abierta para decirle adiós.

– Le llevaré tabaco a la cárcel. Aunque en Portugal no venden su marca.

Se fue al jardín sin echar siquiera un último vistazo a la habitación. Corso estaba a punto de ir tras ella, para detenerla. Entonces vio lo que había en la chimenea.

Pasado el primer momento de estupor se acercó despacio; tal vez pretendía dar una oportunidad a los acontecimientos para que discurriesen por cauces razonables. Pero cuando llegó al hogar pudo comprobar, apoyado en la repisa, que algunos de esos acontecimientos eran irreversibles. Por ejemplo: en el breve lapso que iba de la noche anterior a la mañana, período ínfimo en comparación con sus contenidos centenarios, las bibliografías sobre libros raros acababan de quedarse anticuadas. De Las Nueve Puertas ya no había tres ejemplares conocidos, sino dos. El tercero, o más bien lo que restaba de él, aún se veía humear entre las cenizas.


Se arrodilló, procurando no tocar nada. Las tapas, sin duda por la piel de la encuadernación, se hallaban menos consumidas que las páginas. Dos de los cinco nervios del lomo seguían intactos, y el pentáculo sólo estaba quemado a medias. Las páginas habían ardido casi por completo; apenas quedaban algunos márgenes chamuscados, con fragmentos de escritura. Corso acercó la mano a los restos, todavía calientes.

Sacó un cigarrillo y se lo colgó de la boca, sin encenderlo. Conocía la disposición de la leña en la chimenea por haberla visto la tarde anterior. Por la situación de las cenizas -las de leña quemada estaban bajo las del libro, sin que nadie hubiera removido el rescoldo- dedujo que el fuego ardió hasta apagarse con el libro encima. Recordaba leña dispuesta allí para unas cuatro o cinco horas; y el calor conservado delataba un fuego extinguido desde más o menos el mismo tiempo. Eso sumaba de ocho a diez horas: alguien tuvo que encenderlo entre las diez y la medianoche, antes de poner el libro encima. Y quien hizo aquello no se había entretenido después en remover las brasas.

Corso envolvió con unos periódicos viejos los restos que pudo rescatar de la chimenea. Los fragmentos de hojas estaban rígidos y quebradizos, así que la operación le llevó bastante tiempo. Al hacerlo observó que páginas y tapas ardieron por separado; quien las puso en la chimenea había arrancado unas de otras para facilitar su combustión.

Concluido el rescate de los restos, se entretuvo en echar una ojeada por el salón. El Virgilio y el Agricola seguían donde los había puesto Fargas: en su sitio el De re metalica, alineado con otros sobre la alfombra; el Virgilio sobre la mesa, tal como lo dejó el bibliófilo cuando, sacerdote a punto de consumar el sacrificio, había pronunciado la fórmula sacramental: «Creo que venderé éste»… Había un papel entre sus páginas, así que abrió el libro. Era un recibo manuscrito, sin terminar:

Victor Coutinho Fargas, documento de identidad 3554712, con domicilio en Quinta da Soledade, carretera de Colares, km. 4, Sintra.

He recibido la cantidad de 800.000 escudos por la venta de la obra de mi propiedad «Virgilio. Opera nunc recens accuratissime castigata… Venezia, Giunta, 1544». (Essling 61. Sander 7671). Infolio, 10, 587, 1 c, 113 xilografías. Completa y en buen estado.

El comprador…


No encontró nombre ni firma; el recibo no había llegado a cumplimentarse. Corso puso el papel donde estaba. Después cerró el libro y fue hasta la habitación donde estuvo la tarde anterior, para asegurarse de que no quedaban huellas, papeles con su letra o algo por el estilo. También retiró las colillas del cenicero, guardándoselas en el bolsillo envueltas en otra hoja de periódico. Aún curioseó un poco; sus pasos resonaban por la casa vacía. Ni rastro del propietario.

Al pasar otra vez junto a los libros alineados en el suelo, se detuvo por impulso de la tentación. Demasiado fácil: un par de raros elzevires de pequeño tamaño, cómodos de ocultar, atraían mucho su atención; pero Corso era un tipo sensato. Si las cosas llegaban a torcerse, sólo serviría para complicarlo todo. Así que, con un suspiro íntimo, se despidió de la colección Fargas.


Salió por la vidriera al jardín en busca de la chica, arrastrando los pies sobre las hojas del suelo. La encontró sentada en una pequeña escalinata que daba al estanque, entre el rumor del agua que el angelote mofletudo vertía en la superficie verdosa, cubierta de plantas flotantes. Miraba el estanque con aire absorto, y sólo el sonido de pasos la arrancó de su contemplación, haciéndole volver la cabeza.

Corso puso la bolsa de lona sobre el peldaño inferior de la escalera, sentándose a su lado. Después encendió el cigarrillo que llevaba colgado de la boca desde hacía rato. Aspiró el humo con la cabeza inclinada mientras arrojaba el fósforo. Entonces se volvió a la joven.

– Ahora cuéntamelo todo.

Sin dejar de mirar el estanque, ella hizo un suave gesto negativo con la cabeza. Nada brusco, ni desagradable. Por el contrario, el movimiento de la cabeza, el mentón y las comisuras de su boca, parecían dulces y pensativos como si la presencia de Corso, el triste y descuidado jardín, el rumor del agua, la conmovieran de un modo especial. Con su trenca y la mochila aún colgada a la espalda parecía increíblemente joven; casi indefensa. Y muy cansada.

– Tenemos que irnos -dijo, en voz tan baja que Corso apenas la oyó-. A París.

– Antes dime qué tienes que ver con Fargas. Con todo esto.

Movió de nuevo la cabeza, en silencio. Corso expulsaba el humo del cigarrillo. Había en el aire tanta humedad que se quedó flotando ante él, condensado, antes de irse desvaneciendo poco a poco. Miró a la chica.

– ¿Conoces a Rochefort?

– ¿Rochefort?

– O como se llame. Un tipo moreno, con una cicatriz. Estuvo anoche rondando por aquí -a medida que hablaba, Corso tenía conciencia de lo estúpido que era todo aquello. Terminó con una mueca incrédula, dudando de sus propios recuerdos-. Incluso hablé con él.

La joven volvió a negar con la cabeza, sin apartar los ojos del estanque.

– No lo conozco.

– ¿Qué haces aquí, entonces?

– Cuido de usted.

Corso miró las puntas de sus zapatos, frotándose las manos entumecidas. El canturreo del agua en el estanque empezaba a irritarlo. Se llevó los dedos a la boca para dar una última chupada al cigarrillo, cuya brasa estaba a punto de quemarle los labios. El sabor era amargo.

– Tú estás loca, chiquilla.

Arrojó el resto del cigarrillo, mirando el humo que se disipaba ante sus ojos.

– Como una cabra -añadió.

Ella seguía en silencio. Al cabo de un momento, Corso extrajo del bolsillo la petaca de ginebra y bebió un trago, sin ofrecerle. Después la miró de nuevo.

– ¿Dónde está Fargas?

Tardó un poco en responder; su mirada seguía absorta, perdida. Por fin hizo un gesto con el mentón.

– Ahí.

Corso siguió la dirección de su mirada. En el estanque, bajo el hilo de agua que salía por la boca del angelote mutilado de ojos vacíos, la silueta imprecisa de un cuerpo humano flotaba boca abajo entre las plantas acuáticas y las hojas muertas.

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