Era una noche lúgubre.
(P. du Terrail. Rocambole)
Era una noche lúgubre. El Loira corría turbulento, y su crecida amenazaba desbordar los viejos diques del pequeño pueblo de Meung. La tormenta rugía desde antes del atardecer y, a intervalos, un relámpago recortaba en la negrura la mole del castillo, con zigzags de claridad restallando igual que latigazos sobre el empedrado desierto, húmedo por las rachas de lluvia, de las viejas calles medievales. Al otro lado del río, en la distancia, entre ráfagas de viento, agua y hojas arrancadas a los árboles, como si el vendaval estableciese una frontera entre el pasado próximo y un lejano presente, circulaban las luces silenciosas de los automóviles que recorrían la autopista de Tours a Orleans.
En el albergue de Saint-Jacques, único hotel de Meung, una ventana estaba iluminada y abierta sobre una pequeña terraza a la que se podía acceder desde la calle. En la habitación, una mujer rubia y alta, atractiva, con el cabello recogido en la nuca, se vestía ante el espejo. Acababa de cerrar la cremallera de su falda, cubriendo en la cadera un pequeño tatuaje en forma de flor de lis. Erguida, con las manos a la espalda, se abrochaba el cierre del sujetador para ceñir un busto abundante, de piel blanca, que se estremecía suavemente con sus movimientos. Luego se puso una blusa de seda y sonrió un poco, fijos los ojos en su imagen, al abrochar los botones. Debía, sin duda, de encontrarse hermosa, y tal vez pensaba en una cita próxima, pues nadie se viste a las once de la noche si no es para acudir al encuentro de alguien. Aunque tal vez la sonrisa satisfecha, con un punto de crueldad, quizás, en su contemplación en el espejo, estaba motivada por una carpeta de piel, nueva, que tenía sobre la cama, y de la que asomaban las páginas del manuscrito El vino de Anjou de Alejandro Dumas, padre.
Un relámpago cercano iluminó la pequeña terraza junto a la ventana. Allí, bajo un breve alero del que goteaba la lluvia, Lucas Corso dio una última chupada al cigarrillo húmedo que tenía entre los dedos antes de dejarlo caer, levantándose el cuello del gabán para protegerse mejor del agua y el viento. A la luz del siguiente resplandor pudo percibir con la intensidad de un gigantesco flash fotográfico el rostro mortecino de Flavio La Ponte, en un destello de luces y sombras que le daban, con el pelo y la barba chorreando, el aspecto de un monje atormentado, o quizá de un Athos taciturno como la desesperación, sombrío como el castigo. No hubo más rayos durante un rato, pero Corso adivinaba en la tercera sombra, agazapada junto a ellos bajo el alero, la silueta esbelta de Irene Adler embozada en su trenca. Y cuando al fin otro relámpago rasgó en diagonal la noche, y el trueno retumbó entre los tejados de pizarra, la luz arrancó dos reflejos verdes, gemelos, bajo la capucha que ocultaba el rostro de la chica.
Había sido un rápido y tenso viaje hasta Meung. Un tiro casi a ciegas en el coche alquilado por La Ponte: la autopista de París a Orleans y después 16 kilómetros en dirección a Tours, con La Ponte en el asiento junto al conductor, estudiando a la llama de un mechero Bic el mapa Michelin comprado en una gasolinera. La Ponte hecho un lío, aún falta un poco, creo que vamos bien. Seguro que vamos bien. La chica en el asiento trasero, en silencio, sus ojos fijos en Corso a través del espejo retrovisor cada vez que los faros de un coche los deslumbraban de frente. La Ponte se equivocó, por supuesto. Dejaron atrás el desvío sin advertir el cartel indicador, alejándose camino de Blois. Después, descubierto el error, hubo que pasar un tramo en dirección prohibida para salir de la autopista, con Corso aferrado al volante, rogando que la tormenta encerrase a los gendarmes en sus cuarteles. Beaugency. La Ponte empeñado en cruzar el río y torcer a la izquierda, aunque por suerte no le hicieron caso. Desanduvieron camino, esta vez ya por la nacional 152 -el mismo itinerario que d'Artagnan en aquel primer capítulo- entre ráfagas de viento y lluvia, el Loira corriendo a la derecha como un páramo negro y rugiente, el limpiaparabrisas funcionando sin cesar y centenares de pequeños puntitos oscuros, sombras de lluvia, bailándole a Corso en la cara al cruzarse con otros automóviles. Y por fin calles desiertas, un barrio antiguo con tejados medievales, fachadas con gruesas vigas en forma de aspa y de cruz: Meung-sur-Loire. Fin de trayecto.
– Se va a largar -susurró La Ponte. Empapado, la voz le temblaba de frío-. ¿Por qué no entramos ya?
Corso se asomó un poco para echar otro vistazo. Liana Taillefer se había puesto sobre la blusa un suéter ceñido que resaltaba su anatomía de modo espectacular, y ahora sacaba del armario una capa oscura y larga, parecida a un dominó de carnaval. La vio dudar un momento mientras miraba alrededor, colocarse la capa sobre los hombros y coger la carpeta con el manuscrito de la cama. En ese momento se fijó en la ventana abierta, acercándose a ella con intención de cerrarla. Corso adelantó una mano para impedirlo. Entonces hubo un relámpago casi encima de su cabeza, y el resplandor iluminó su rostro mojado por la lluvia, su silueta recortada en la ventana, la mano extendida ante sí como señalando, acusadora, a la mujer paralizada por el asombro. Y Milady lanzó un grito salvaje, de terror inaudito, igual que si hubiera visto al diablo.
Dejó de gritar cuando Corso saltó el alféizar y, con el dorso de la mano, le dio una bofetada que la hizo caer sobre la cama, revoloteando por el aire los folios manuscritos de El vino de Anjou. El cambio de temperatura le empañaba a Corso las gafas húmedas, así que se las quitó rápidamente, echándolas sobre la mesilla de noche antes de arrojarse sobre Liana Taillefer, que intentaba ganar la puerta y salir al pasillo. La sujetó primero por una pierna y luego por la cintura, en la cama, mientras se revolvía y pataleaba. Era una mujer fuerte, y se preguntó qué diablos estaban haciendo La Ponte y la chica. En espera de ayuda quiso inmovilizarla por las muñecas, retirando la cara donde ella pretendía clavar las uñas. Giraron enredados en la colcha y Corso quedó con un muslo entre los suyos, la nariz hundida en la turgente plenitud de dos tetas enormes que, en la distancia corta y a través del fino suéter de lana, volvieron a parecerle increíblemente mullidas. Sintió el inequívoco estímulo de una erección y maldijo entre dientes, exasperado, mientras forcejeaba con aquella Milady que tenía espaldas de plusmarquista olímpica en modalidad braza. Dónde estarás cuando te necesito, se dijo con amargura. Entonces llegó La Ponte sacudiéndose el agua como un perro mojado, dispuesto a desquitarse de su vanidad maltrecha y, sobre todo, de la factura del Crillon que le escocía en la cartera. Aquello empezaba a parecer un linchamiento.
– Supongo que no iréis a violarla -dijo la chica.
Estaba sentada en el alféizar, todavía con la capucha de la trenca puesta, observando la escena. Liana Taillefer había dejado de forcejear, inmóvil con Corso encima y La Ponte sujetándole un brazo y una pierna.
– Cerdos -dijo en voz alta y clara.
– Golfa -gruñó La Ponte, sin aliento por la escaramuza.
Tras el breve intercambio todos se tranquilizaron un poco. Seguros de que no tenía escapatoria, la dejaron sentarse en la cama, aún aturdida de ira, frotándose las muñecas mientras repartía venenosas miradas de La Ponte a Corso. Éste se interpuso entre ella y la puerta. En cuanto a la chica, continuaba en la ventana, ya cerrada a su espalda; tenía echada hacia atrás la capucha y miraba a la viuda Taillefer con curioso descaro. La Ponte, tras secarse cabello y barba con un extremo de la colcha, se puso a recoger las hojas del manuscrito dispersas por el cuarto.
– Vamos a conversar un rato -dijo Corso-. Igual que personas razonables.
Liana Taillefer lo fulminó con la mirada.
– No tenemos nada de que hablar.
– Se equivoca, guapa señora. Ahora que le hemos echado el guante, ya no me importa acudir a la policía. O habla con nosotros o se explica con un gendarme. Elija.
La vieron fruncir el ceño, mirando alrededor con aspecto acosado. Parecía un animal que acechara el menor resquicio para huir de la trampa.
– Cuidado -advirtió La Ponte -. Seguro que maquina algo.
Los ojos de la mujer eran mortales como agujas de acero. Corso torció la boca, un poco teatral.
– Liana Taillefer-dijo-. O deberíamos llamarla, quizás, Ana de Brieul, condesa de la Fére. Que también usó los nombres de Carlota Backson, baronesa Sheffield y señora de Winter. Que traicionó a sus maridos y a sus amantes. Que fue asesina y envenenadora, además de agente de Richelieu… Y más conocida por su alias -hizo la pausa conveniente-: Milady.
Se interrumpió, pues acababa de tropezar con la correa de su bolsa asomando bajo la cama. Tiró de ella, sin perder de vista ni a Liana Taillefer ni la salida hacia la que tenía visible intención de abalanzarse apenas le dieran oportunidad. Introdujo una mano dentro para comprobar lo que contenía, y un suspiro de alivio hizo que todos, incluso la mujer, lo mirasen sorprendidos. Las Nueve Puertas, el ejemplar de Varo Borja, estaba allí, intacto.
– Bingo -dijo, mostrándolo a los otros. La Ponte hizo un gesto de triunfo, igual que si Queequeg acabara de asestarle un arponazo a la ballena; pero la chica permaneció inmóvil sin mostrar emoción alguna, en apariencia espectadora indiferente de todo el episodio.
Devolvió Corso el libro a la bolsa. El viento silbaba en el marco de la ventana, donde la chica seguía inmóvil. A intervalos, un nuevo relámpago recortaba su silueta. El trueno llegaba luego, amortiguado y sordo, haciendo vibrar los cristales salpicados de lluvia.
– Una noche apropiada -dijo Corso, y miró a la mujer-. Como ve, Milady, no hemos querido faltar a la cita… Venimos dispuestos a hacer justicia.
– En grupo y de noche, como cobardes -repuso ella, escupiendo con desprecio sus palabras-. Igual que con la otra. Sólo falta el verdugo de Lille.
– Cada cosa a su tiempo -puntualizó La Ponte.
La mujer se había rehecho y por momentos cobraba seguridad. Su propia alusión al verdugo no parecía impresionarla, pues aguantaba sus miradas, desafiante.
– Veo -añadió- que tienen bien asumido el papel de cada cual.
– Eso no debe extrañarle -respondió Corso-. Usted y sus cómplices han puesto mucho esfuerzo e interés en que así sea… -torcía la boca en una sonrisa de lobo cruel, sin humor ni piedad-. Y todos nos hemos divertido mucho.
La mujer apretó los labios. Una de sus uñas lacadas en rojo sangre se deslizaba sobre la colcha. Corso siguió el movimiento, fascinado, igual que si aquella uña fuese un aguijón mortal, y se estremeció al pensar que, durante la refriega, había pasado varias veces cerca de su rostro.
– No tienen ningún derecho dijo ella al fin-. Son intrusos.
– Se equivoca. Somos parte del juego, como usted. -Un juego cuyas reglas ignoran.
– Se equivoca de nuevo, Milady. La prueba es que estamos aquí -Corso miró a su alrededor en busca de las gafas, hasta que las descubrió sobre la mesilla de noche. Se las puso, ajustándolas con el índice-. Lo complicado era precisamente eso: aceptar el carácter del juego; asumir la ficción entrando en el relato y pensar con la misma lógica que el texto exige, en vez de recurrir a la lógica del mundo exterior… Después resulta fácil continuar, porque si en la realidad hay muchas cosas que suceden por azar, en la ficción casi todo discurre según reglas lógicas.
La uña roja de Liana Taillefer estaba ahora inmóvil.
– ¿También en las novelas?
– Sobre todo en las novelas. En ellas, si el protagonista razona según esa lógica interna que es la del criminal, acaba llegando forzosamente al mismo punto. Por eso al final siempre terminan encontrándose el héroe y el traidor, el detective y el asesino -sonrió, satisfecho de su razonamiento-. ¿Qué le parece?
– Espléndido -dijo Liana Taillefer, con ironía. También La Ponte miraba a Corso con la boca abierta, aunque en su caso la admiración era sincera-. Fray Guillermo de Baskerville, supongo.
– No sea superficial, Milady. Olvida a Conan Doyle y Allan Poe, por ejemplo. Y al propio Dumas… Por un momento la creí dama de más amplias lecturas.
La mujer miró al cazador de libros con fijeza.
– Ya ve que malgasta su talento conmigo -concluyó, desdeñosa-. No soy el público adecuado.
– Lo sé. Precisamente he venido hasta aquí para que nos lleve hasta él -miró el reloj en su muñeca-. Falta poco más de una hora para el primer lunes de abril.
– También me gustaría saber cómo adivinó eso.
– No lo adiviné -se volvió hacia la joven, que seguía junto a la ventana-. Ella me puso el libro ante los ojos… Y en materia de investigación, un libro es mejor que el mundo exterior: cerrado, sin perturbaciones molestas. Como el laboratorio de Sherlock Holmes.
– Deja de pavonearte, Corso -sugirió la chica con aire de fastidio-. Ya la has impresionado bastante.
La mujer enarcó una ceja, mirándola igual que si la viese por primera vez.
– ¿Quién es?
– No me diga que no lo sabe… ¿No la había visto antes?
– Nunca. Me hablaron de una jovencita, pero no de dónde salió.
– ¿Quién le habló de ella?
– Un amigo.
– ¿Alto, moreno, con bigote y una cicatriz en la cara? ¿Con un labio partido?… ¡El buen Rochefort! Por cierto, me gustaría conocer su paradero. No muy lejos, supongo… Escogieron ustedes dos dignos personajes.
Por alguna razón, eso alteró la impasibilidad de Liana Taillefer. La uña lacada en rojo se hundió en la colcha del mismo modo que si buscara la carne de Corso, y los ojos parecieron deshelarse con destellos de furia.
– ¿Acaso son mejores los otros comparsas de la novela?… -había desprecio, arrogancia insultante en el modo con que Milady irguió la cabeza para mirarlos uno tras otro-. Athos, un borracho; Porthos, un idiota; Aramis, un hipócrita conspirador…
– Es un punto de vista -concedió Corso.
– Cállese. ¿Qué sabe de mis puntos de vista?… -Liana Taillefer hizo una pausa, alto el mentón, los ojos clavados en Corso como si ahora le tocase el turno a él-. En cuanto a d'Artagnan -prosiguió-, ése es el peor de todos… ¿Espadachín? Sólo tiene cuatro duelos en Los tres mosqueteros, y vence cuando Jussac se está levantando o cuando Bernajoux, en un ataque ciego, se ensarta con su espada. En el asalto con los ingleses se limita a desarmar al barón. Y necesita tres estocadas para derribar al conde de Wardes… En cuanto a generosidad -le dedicó a La Ponte un despectivo gesto del mentón- d'Artagnan es todavía más tacaño que este amigo suyo. La primera vez que paga una ronda general a sus amigos es en Inglaterra, después del asunto Monk. Treinta y cinco años después.
– Veo que es una experta, aunque debí figurármelo. Todos aquellos folletines que tanto parecía odiar… La felicito. Interpretó a la perfección su personaje de viuda harta de las extravagancias de su marido.
– No fingí lo más mínimo. Casi todo era papel viejo, inservible, mediocre. Igual que el propio Enrique. Mi marido era un simple: nunca supo leer entre líneas; separar el oro de la escoria… Era de esos tontos que se pasean por el mundo coleccionando fotos de monumentos y no se enteran de nada.
– No fue el caso de usted.
– Claro que no. ¿Sabe cuáles fueron los dos primeros libros que leí en mi vida? Mujercitas y Los tres mosqueteros. Cada uno me marcó, a su manera.
– Me enternece.
– No sea imbécil. Ha hecho preguntas y le estoy dando algunas respuestas… Hay lectores elementales: el pobre Enrique. Y lectores que van más allá, que no se resignan al estereotipo: d'Artagnan valiente, Athos caballeresco, Porthos bondadoso, Aramis fiel… ¡Dejen que me ría! -y su risa sonó, en efecto, dramática y siniestra como la de Milady-. Nadie tiene la menor idea. ¿Sabe la imagen que conservo de todo ello, la que siempre admiré?… Esa dama rubia, leal a una idea de sí misma y a quien ha elegido como jefe, luchando sola, con sus propios recursos, miserablemente asesinada por cuatro héroes de cartón piedra… ¡Y ese hijo oculto, huérfano, que aparece veinte años después! -inclinó el rostro, sombría, y había tanto odio en su mirada que Corso estuvo a punto de retroceder un paso-. Recuerdo el grabado como si lo estuviera viendo en ese instante: un río, la noche, los cuatro canallas, arrodillados pero sin piedad. Y al otro lado, el verdugo que levanta la espada sobre el cuello desnudo de la mujer…
Un relámpago blanqueó brutalmente su rostro desencajado, la carne blanca y mórbida del cuello, los iris inmersos en las trágicas imágenes que evocaba del mismo modo que si las hubiese vivido alguna vez. Después llegó la vibración de los cristales, el retumbar del trueno.
– Canallas -repitió en voz baja, absorta, y Corso no supo si se refería a él y sus acompañantes o a d'Artagnan y sus amigos.
Desde el alféizar, la chica había hurgado en su mochila y ahora tenía Los tres mosqueteros en las manos. Buscaba una página con toda la tranquilidad de su actitud de espectadora neutral. Cuando dio con ella, arrojó el libro abierto sobre la cama sin decir palabra. Era el grabado descrito por Liana Taillefer.
– Vista iacet Virtus -murmuró Corso, estremeciéndose ante la semejanza de aquella escena con la octava lámina de Las Nueve Puertas.
A la vista del grabado, la mujer había recobrado la calma. Enarcaba una ceja, de nuevo fría, suficiente. Irónica.
– Es verdad -asintió-. Porque no irá a decirme que es d'Artagnan quien encarna esa virtud. Un gascón oportunista… Por no hablar de sus dotes de seductor. En toda la novela sólo conquista a tres mujeres, dos de ellas con engaños. Su gran amor es una pequeña burguesa de pies grandes, camarera de la reina. La otra es una criada inglesa de quien se aprovecha miserablemente -la risa de Liana Taillefer sonó como un insulto-. ¿Y qué me dice de su vida íntima en Veinte años después?… Amancebado con la dueña de una casa de huéspedes a fin de ahorrarse el alquiler… ¡Hermosos lances los del galán, entre criadas, posaderas y sirvientas!
– Pero d'Artagnan seduce a Milady -apuntó Corso con mala fe.
Un rayo de ira rompió otra vez el hielo en los ojos de Liana Taillefer. Si las miradas mataran, el cazador de libros habría caído en ese instante aniquilado a sus pies.
– No es él quien la consigue -respondió la mujer-. Cuando el miserable se acuesta en su cama, es con engaños; haciéndose pasar por otro -recobrada la frialdad, el azul acero seguía clavado en Corso como una daga-. Usted y él habrían hecho una infame pareja.
La Ponte escuchaba con mucha atención; casi podía oírse el ruido de su cerebro cavilando. De pronto frunció el ceño.
– No iréis a decirme que vosotros…
Se volvió hacia la chica en demanda de solidaridad; siempre era el último en enterarse de todo. Pero ella permanecía impasible, observándolos cual si nada fuese asunto suyo.
– Soy gilipollas -concluyó el librero. Entonces fue hasta el marco de la ventana y empezó a dar cabezazos en él.
Liana Taillefer lo miró con menosprecio antes de dirigirse a Corso:
– ¿Era indispensable traerlo también?
– Soy gilipollas -repetía La Ponte, atizándose unos golpes tremendos.
– Se cree Athos -aclaró Corso, a modo de justificación.
– Más bien Aramis. Presumido y fatuo. ¿Sabían que hace el amor mirando de reojo la sombra de su perfil en la pared?
– No me diga. -Se lo aseguro.
La Ponte decidió olvidar la ventana.
– Nos estamos desviando -dijo, molesto por la cuestión.
– Cierto -confirmó Corso-. Hablábamos de la virtud, Milady. Usted nos daba lecciones sobre la materia, respecto a d'Artagnan y sus amigos.
– ¿Y por qué no?… ¿Por qué han de ser más virtuosos unos matasietes que usan a las mujeres, que aceptan de ellas dinero, que sólo piensan en medrar y hacer fortuna, y no una Milady que es inteligente y valerosa, que elige un jefe, Richelieu, y le sirve con lealtad, jugándose por él la vida?
– Y asesina por él..
– Usted lo ha dicho hace un rato: la lógica interna de la narración.
– ¿Interna?… Eso depende del punto en que nos situemos. A su marido lo mataron fuera de la novela, no dentro. Su muerte sí fue real.
– Está loco, Corso. Nadie mató a Enrique. Se ahorcó él mismo.
– ¿También se ahogó solo Victor Fargas?… Y anoche, a la baronesa Ungern, ¿se le fue la mano con el microondas?
Liana Taillefer se volvió hacia La Ponte y después a la chica, esperando que alguien confirmase lo que acababa de escuchar. Por primera vez desde que entraron por la ventana parecía desconcertada.
– ¿De qué me están hablando?
– De los nueve grabados correctos -apuntó Corso-. De Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras.
A través de la ventana cerrada, entre el viento y la lluvia, llegó el sonido del reloj de un campanario. Casi al mismo tiempo, once campanadas gemelas se escucharon en el interior del edificio, pasillo y escaleras abajo.
– Veo que hay más locos en esta historia -dijo Liana Taillefer.
Estaba pendiente de la puerta. Con la última campanada se había escuchado un ruido en ella, y por los ojos de la mujer cruzó un reflejo de triunfo.
– Cuidado -susurró La Ponte con sobresalto, mientras Corso comprendía por fin lo que estaba a punto de ocurrir. Por el rabillo del ojo vio a la chica erguirse en la ventana, tensa y alerta, y sintió el brusco efecto de la adrenalina disparándose en sus venas.
Todos miraron el pomo de la puerta. Giraba muy despacio, igual que en las películas de misterio.
– Buenas noches -dijo Rochefort.
Vestía un impermeable reluciente de lluvia, abotonado hasta el cuello, y un sombrero de fieltro bajo el que brillaban sus ojos oscuros e inmóviles. La cicatriz le clareaba en zigzag sobre el rostro moreno, cuyo carácter meridional se veía acentuado por el frondoso bigote negro. Estuvo unos quince segundos inmóvil en el umbral de la puerta abierta, con las manos en los bolsillos del impermeable y un charco de agua formándose bajo sus zapatos mojados, sin que nadie pronunciase una palabra.
– Me alegra verte -dijo al cabo Liana Taillefer. El recién llegado hizo un breve gesto afirmativo, sin responder. Todavía sentada en la cama, la mujer señaló a Corso-. Se estaban poniendo impertinentes.
– Espero que no demasiado -dijo Rochefort. Tenía el mismo tono educado y agradable, sin acento definido, que Corso recordaba de la carretera de Sintra. Seguía quieto en el umbral, los ojos fijos en el cazador de libros como si La Ponte y la chica no existieran. Su labio inferior aún se veía hinchado, con huellas de mercromina y dos puntos de sutura que cerraban la herida reciente. Recuerdo de los muelles del Sena, pensó Corso, malévolo, acechando con curiosidad la reacción de la joven. Pero, tras el primer momento de sorpresa, ella volvía a su papel de espectadora sólo vagamente interesada en la escena.
Sin perder de vista a Corso, Rochefort se dirigió a Milady.
– ¿Cómo llegaron hasta aquí? La mujer hizo un gesto vago.
– Son chicos listos -tras deslizar sus ojos sobre La Ponte, los detuvo en Corso-. Al menos uno de ellos.
Rochefort volvió a asentir con la cabeza. Un poco entornados los párpados, parecía analizar la situación.
– Esto complica las cosas -dijo al fin, quitándose el sombrero para arrojarlo sobre la cama-. Las complica mucho.
Liana Taillefer estaba de acuerdo. Alisó su falda y, con un hondo suspiro, se puso en pie. El movimiento hizo que Corso girase un poco hacia ella, tenso e indeciso. Entonces Rochefort sacó una mano del bolsillo del impermeable, y el cazador de libros dedujo que era zurdo. El descubrimiento no tenía mucho mérito: se trataba de la mano izquierda, y ésta sostenía un revólver de cañón chato, pequeño y pavonado, azul oscuro, casi negro. Mientras, Liana Taillefer se acercó a La Ponte para quitarle el manuscrito Dumas de las manos.
– Repite ahora lo de golfa -estaba tan cerca de él y lo miraba con tal desprecio que casi le escupió en la cara-. Si tienes agallas.
La Ponte no las tenía. Era un superviviente nato, y sus modales de arponero intrépido los reservaba para momentos de euforia etílica. Así que se guardó muy bien de repetir nada.
– Yo sólo pasaba por aquí -declaró, conciliador, buscando con los ojos una jofaina para lavarse las manos de todo aquello.
– Qué haría yo, Flavio -dijo Corso, resignado-, sin ti.
El librero se excusaba con cara de circunstancias:
– Creo que eres injusto -arrugando la frente con aire ofendido fue a situarse más cerca de la chica; aquél debía de parecerle el lugar más seguro de la habitación-. Bien mirado, se trata de tu aventura, Corso… ¿Y qué es la muerte para un tipo como tú? Nada. Un trámite. Además, te pagan una pasta. Y la vida es básicamente desagradable -se quedó mirando el cañón del revólver de Rochefort. Después pasó un brazo en torno a los hombros de la joven para suspirar, melancólico-. Espero que no te pase nada. Pero si te ocurre, a nosotros nos tocará lo más duro: seguir vivos.
– Eres un cerdo. Un traidor.
La Ponte lo miró, apenado.
– No tomaré eso en cuenta, amigo. Estás muy tenso.
– Claro que estoy tenso, rata de cloaca.
– Eso tampoco lo tomaré en cuenta.
– Hijoputa.
– Como si no te oyese, viejo compañero. La amistad reside en estos pequeños detalles.
– Celebro -apuntó Milady, cáustica- que conserven el espíritu de equipo.
Corso reflexionaba a toda prisa, aunque reflexionar era inútil en aquel momento. No había ningún ejercicio de la mente capaz de arrancar el arma de la mano al hombre que la empuñaba; aunque Rochefort lo hiciera sin apuntar a nadie en particular, con cierta desgana, creyendo suficiente mostrarla para situar las cosas en su sitio. Por otra parte, si el deseo de zanjar con el hombre de la cicatriz su par de cuentas pendientes era muy intenso, tampoco Corso gozaba de la violenta destreza técnica requerida para ello. Descartado La Ponte, la única esperanza de alterar la relación de fuerzas residía en la chica. Pero, a menos que fuese una consumadísima actriz, poco era de esperar por ese flanco; la esperanza se extinguió al primer vistazo. La supuesta Irene Adler se había sacudido de los hombros el brazo de La Ponte para recostarse otra vez en la ventana, desde donde ahora los observaba inexplicablemente distante. Resuelta, en absurda apariencia, a mantenerse fuera del espectáculo.
Liana Taillefer se acercó a Rochefort con el manuscrito Dumas en las manos, muy satisfecha de su rápida recuperación. A Corso le extrañó que no mostrara idéntico interés por Las Nueve Puertas, que seguían dentro de la bolsa de lona, a los pies de la cama.
– ¿Y ahora? -oyó que la mujer le preguntaba al otro en voz baja.
Para sorpresa de Corso, Rochefort se mostró poco seguro. Movía el revólver de un lado a otro, sin saber dónde apuntar. Después, cambiando con Milady una mirada larga y llena de significados ocultos, sacó la mano derecha del bolsillo y se la pasó por la cara, indeciso.
– No podemos dejarlos aquí-dijo, al cabo.
– Ni llevárnoslos -añadió ella.
El otro asintió muy despacio mientras el revólver parecía descartar la anterior duda. Corso comprobó que se afirmaba en su mano, el cañón apuntándole al estómago. Sintió que se le crispaban los músculos abdominales al tiempo que intentaba, sujeto, verbo y predicado, formular una protesta con sintaxis coherente. Sólo emitió un ruido gutural e informe.
– No irán a matarlo -apuntó La Ponte, probando suerte una vez más para quedarse al margen del asunto.
– Flavio -logró articular Corso a pesar de su boca seca-. Si salgo de ésta, juro que te romperé la cara. En pedazos.
– Sólo quería ayudar.
– Mejor ayudas a tu madre a dejar la calle. -Bueno, pues vale, pues cierro la boca.
– Eso, ciérrela -intervino Rochefort, amenazador. Había cambiado una última mirada con la Taillefer, y acababa, en apariencia, de adoptar una decisión. Cerró la puerta a su espalda sin dejar de seguir a Corso con el revólver, y se guardó la llave en el bolsillo del impermeable. De perdidos al río, se dijo el cazador de libros con el pulso batiéndole en las sienes y las muñecas. El tambor de Waterloo redoblaba en algún lugar de su conciencia cuando, con la última lucidez previa a la desesperación, se vio calculando la distancia que lo separaba de la pistola y el tiempo necesario para franquearla, en qué momento sonaría el primer tiro y en qué posición iba a recibirlo. Las posibilidades de salir con la piel intacta eran mínimas, pero tal vez cinco segundos después se convirtieran en inexistentes; así que la corneta tocó llamada. Última carga con Ney al frente, el bravo entre los bravos, ante los ojos cansados del Emperador. Con Rochefort en vez de escoceses grises, pero, eso sí, una bala era una bala. Todo absurdo, se dijo en el penúltimo segundo antes de pasar a la acción. Y se preguntó si, en ese contexto, la muerte que iba a golpearle el pecho una pequeña partícula de tiempo más tarde sería real o irreal, y si iba a encontrarse flotando en la nada o en el Walhalla de los héroes de papel. Ojalá aquellos ojos claros que sentía fijos en su espalda -¿el Emperador? ¿el diablo enamorado?- estuviesen esperando en el crepúsculo, para guiarlo al otro lado del río de las sombras.
Entonces Rochefort hizo algo extraño. Alzó la mano libre pidiendo tiempo -gesto absurdo a tales alturas de la cuestión- mientras movía el revólver del mismo modo que si fuera a guardarlo en el bolsillo. El ademán sólo duró un momento y el arma volvió a orientarse de nuevo, pero el agujero negro del cañón apuntaba sin demasiada convicción. Y Corso, con el pulso como un torrente, tensos los músculos y a punto de saltar a ciegas, se contuvo, aturdido, al comprender que no era ésa la hora en que debía morir.
Todavía incrédulo vio a Rochefort cruzar la habitación, acercarse al teléfono y marcar el número de la línea exterior antes de componer otro de varias cifras. Desde su posición estuvo oyendo el ruido lejano de la llamada a través de la línea hasta que un clic lo interrumpió.
– Corso está aquí -dijo Rochefort, y se quedó callado, esperando, como si hubiera un silencio idéntico al extremo de la línea. El revólver seguía perezosamente orientado hacia un lugar impreciso del espacio. Después el hombre de la cicatriz asintió dos veces, estuvo otro rato escuchando inmóvil y murmuró «de acuerdo» antes de devolver el auricular a su horquilla.
– Quiere verlo -dijo a Milady. Ambos se volvieron a mirar a Corso; con irritación la mujer, preocupado Rochefort.
– Es absurdo -protestó ella.
– Quiere verlo -repitió el otro.
Milady encogió los hombros. Dio unos pasos por la habitación, hojeando airada las páginas de El vino de Anjou.
– En cuanto a nosotros… -empezó a decir La Ponte.
– Usted se queda aquí -dijo Rochefort, señalándolo con el cañón del arma. Después se tocó la herida de la boca-. Y la muchacha también.
A pesar del labio partido, no parecía guardar demasiado rencor a la chica. Corso creyó advertir, incluso, una chispa de curiosidad en su forma de mirarla antes de volverse a Liana Taillefer para confiarle el revólver.
– No deben salir de aquí.
– ¿Por qué no te quedas tú?
– Quiere que lo lleve yo. Es más seguro.
Milady asintió, hosca. Saltaba a la vista que no era ése el papel que tenía previsto desempeñar aquella noche; pero igual que su trasunto novelesco, era una sicaria disciplinada. A cambio del arma entregó a Rochefort el manuscrito Dumas. Después estudió a Corso, inquieta.
– Espero que no te cause problemas.
Rochefort sonrió tranquilo, con seguridad, y sacó del bolsillo una navaja automática de grandes dimensiones para mirarla reflexivo; parecía que hasta ese momento no hubiera recordado bien si la llevaba consigo. La blancura de sus dientes contrastaba sobre la piel del rostro surcado por la cicatriz.
– No creo -repuso, guardando la navaja que ni siquiera había abierto, mientras dirigía a Corso un ademán al tiempo amistoso y siniestro. Después cogió su sombrero de encima de la cama, hizo girar la llave en la cerradura e indicó el pasillo con una reverencia exagerada, del mismo modo que si agitara en la mano un chambergo emplumado.
– Su Eminencia aguarda, caballero -dijo. Y soltó una carcajada perfecta, breve y seca, de esbirro cualificado.
Antes de abandonar la habitación, Corso observó a la chica. Había vuelto la espalda a Milady, que los encañonaba a ella y a La Ponte, desinteresándose de cuanto allí ocurría. Apoyada en la ventana miraba hacia afuera, absorta en el viento y la lluvia, recortada a contraluz en los relámpagos que iluminaban la noche.
Salieron a la calle, en la tormenta. Rochefort había puesto la carpeta con el manuscrito Dumas bajo el impermeable para protegerla de la lluvia, y guiaba a Corso por las callejuelas que conducían a la parte vieja del pueblo. Ráfagas de agua agitaban las ramas de los árboles, repiqueteando ruidosamente en los charcos y sobre los adoquines; gruesas gotas le caían a Corso por el pelo y la cara. Se levantó el cuello del gabán. El pueblo estaba a oscuras y no se veía un alma; sólo el resplandor de la tempestad iluminaba las calles a intervalos, recortando tejados de edificios medievales, el perfil sombrío de Rochefort bajo el ala goteante del sombrero, las siluetas de los dos hombres en el suelo mojado, quebradas en violentos zigzags con las descargas eléctricas que sonaban igual que truenos del diablo al golpear, semejantes a latigazos, la agitada corriente del Loira.
– Hermosa noche -dijo Rochefort, vuelto hacia Corso para hacerse oír sobre el estruendo.
Parecía conocer bien el pueblo. Caminaba con seguridad, girándose a medias de vez en cuando para comprobar si el acompañante continuaba a su lado. Gesto innecesario, pues en ese momento Corso lo hubiera seguido hasta las mismas puertas del infierno; parada y fonda que, por otra parte, no descartaba en absoluto encontrar al término de tan funesto recorrido. Sucesivamente, los relámpagos alumbraron un arco medieval, un puente sobre un antiguo foso, un cartel de Boulangerie-patisserie, una plaza desierta, una torre cónica y una verja de hierro con un cartel: Cháteau de Meung sur Loire. XIIéme-XIIIéme siécles.
Había una ventana con luz a lo lejos, al otro lado de la verja, pero Rochefort torció a la derecha y Corso lo hizo tras él. Siguieron un lienzo de muralla cubierta de hiedra para llegar a cierta poterna semioculta en el muro. Entonces Rochefort sacó una llave, una pieza de hierro enorme y antigua, y la introdujo en la cerradura.
Juana de Arco utilizó esta puerta -informó a Corso mientras hacía girar la llave, y un último relámpago desveló peldaños que bajaban hacia las tinieblas. En el fugaz resplandor, Corso pudo ver también la sonrisa de Rochefort, sus ojos oscuros brillando bajo el ala del sombrero, la cicatriz lívida en la mejilla. Al menos, se dijo, era un digno adversario: nadie podía plantear reclamación en cuanto a la irreprochable puesta en escena. Empezaba, bien a su pesar, a profesarle una retorcida simpatía al individuo, fuera quien fuese, capaz de ejecutar con semejante aplicación tan canallesco papel. Alejandro Dumas habría disfrutado como un niño con todo aquello.
Rochefort empuñaba una pequeña linterna, alumbrando la escalera larga y estrecha que se perdía en dirección al sótano.
– Vaya delante-dijo.
Los pasos resonaban en las revueltas del pasadizo. Al cabo de un instante, Corso se estremeció bajo el gabán mojado; un aire frío, con olor a cerrado y humedad de siglos, ascendía hasta ellos. El haz de luz mostraba peldaños gastados por el uso, manchas de agua en las bóvedas. La escalera moría en un corredor angosto con rejas herrumbrosas. Rochefort iluminó un instante un foso circular, a la izquierda.
– Son los antiguos calabozos del obispo Thibault d'Aussigny -informó a Corso-. Por ahí arrojaban los cadáveres al Loira. Francois Villon estuvo preso en este lugar. Y se puso a recitar entre dientes, en tono zumbón.
Ayez pitié, ayez pitié de mol…
Era un canalla culto, sin duda. Con cierto toque didáctico y seguro de sí mismo. Corso no fue capaz de establecer si eso mejoraba o empeoraba la situación; pero había una idea que le rondaba la cabeza desde que entraron en el pasadizo. A fin de cuentas -su propio chiste le hizo muy poca gracia- de perdidos, al río.
El subterráneo ascendía ahora bajo los arcos de la bóveda por la que goteaban más regueros de humedad. Los ojos brillantes de una rata se materializaron al extremo de la galería, desapareciendo después con un chillido. La linterna iluminó el ensanchamiento final del pasadizo en una sala circular cuyo techo, sostenido por nervios ojivales, descansaba sobre una gruesa columna central.
– La cripta -informó Rochefort cada vez más locuaz, moviendo el haz de luz a su alrededor-. Siglo doce. Las mujeres y los niños se refugiaban aquí durante los ataques al castillo.
Muy instructivo. Sin embargo, Corso no estaba en condiciones de apreciar la información de su extravagante cicerone; se hallaba tenso y alerta, al acecho de la ocasión oportuna. Subían ahora por una escalera de caracol, cuyas saeteras filtraban estrechos resplandores de la tormenta que seguía retumbando al otro lado de los muros.
– Sólo unos metros y habremos llegado -comentó Rochefort a su espalda y algo más abajo; la linterna iluminaba los peldaños entre las piernas de Corso y el tono de sus palabras era conciliador-. Y ahora que el asunto está a punto de acabar -añadió- debo decirle una cosa: a pesar de todo, usted lo hizo muy bien. La prueba es que ha llegado hasta aquí… Espero que no me guarde demasiado rencor por lo del Sena y el hotel Crillon. Son gajes del oficio.
No precisó de qué oficio, pero daba igual. Porque ya Corso se volvía hacia él, deteniéndose con ademán de responder algo o formular una pregunta. Se trataba de un movimiento casual nada sospechoso, al que en justicia Rochefort no podía oponer ningún reparo. Quizá por eso no supo reaccionar cuando, en el mismo gesto, Corso se le dejó caer encima mientras extendía brazos y piernas contra el muro para no verse arrastrado escaleras abajo. El caso de Rochefort resultó distinto: los peldaños eran estrechos, la pared lisa y sin asideros, y además estaba lejos de esperar el ataque. La linterna, milagrosamente intacta, iluminó varios momentos de la escena al caer rodando por la escalera: Rochefort con los ojos desencajados y una expresión de sorpresa en la cara, Rochefort piernas por alto intentando asirse desesperadamente al vacío, Rochefort a punto de desaparecer tras la revuelta de la escalera de caracol, el sombrero de Rochefort rodando de peldaño en peldaño hasta detenerse en uno de ellos… Y algo después, seis o siete metros más abajo, un ruido sordo, algo así como clunc. O tal vez plaf. El caso es que Corso, que se había quedado presionando con los brazos y piernas abiertos contra las paredes por no acompañar a su adversario en tan incómodo viaje, recobró de pronto la movilidad. El corazón le latía desbocado mientras bajaba saltando los peldaños de tres en tres. Se agachó un instante para coger la linterna del suelo y por fin llegó al pie de la escalera donde Rochefort, hecho un ovillo, rebullía débilmente, dolorido y maltrecho.
– Gajes del oficio -precisó Corso, iluminándose la cara con la linterna para que, desde el suelo, el otro pudiera ver su sonrisa amistosa. Después le dio una patada en la sien, oyendo cómo la cabeza de Rochefort golpeaba fuerte contra el primer peldaño. Levantó el pie para darle otra más, a fin de asegurarse, pero con un vistazo comprobó que no era necesaria: Rochefort estaba con la boca abierta, y un hilo de sangre le salía por la oreja. Se inclinó sobre él para ver si respiraba, comprobó que sí, y tras abrirle el impermeable se puso a registrar sus bolsillos, apoderándose de la navaja, una cartera con dinero, un documento de identidad francés y la carpeta con el manuscrito Dumas, que puso bajo su gabán, entre el cinturón y la camisa. Después apuntó el haz de la linterna hacia la escalera de caracol y volvió a subir por ella, esta vez hasta el final. Encontró allí un rellano con puerta de gruesos herrajes y clavos hexagonales, bajo la que se filtraba una rendija de luz, y permaneció inmóvil cosa de medio minuto, intentando recobrar el aliento y serenar un poco los latidos de su corazón. Al otro lado estaba la respuesta al enigma, y se dispuso a encararla con los dientes apretados, en una mano la linterna y en la otra la navaja de Rochefort, que se abrió en su palma con amenazador chasquido automático.
Y fue así, navaja en mano, el pelo revuelto y mojado de lluvia y los ojos brillando con resolución homicida, como vi a Corso entrar en la biblioteca.