De dónde viene, no lo sé. Pero a dónde va, puedo decíroslo: va al infierno.
(A. Dumas. El conde de Montecristo)
Anochecía cuando Corso llegó a su casa, sintiendo el doloroso latido de la mano magullada en el bolsillo del gabán. Fue al cuarto de baño, recogió del suelo el pijama arrugado y una toalla, y mantuvo la muñeca cinco minutos bajo un chorro de agua fría. Después abrió un par de latas en conserva para cenar de pie, en la cocina.
Había sido un día extraño, y peligroso. Reflexionaba sobre ello, confuso por la sucesión de acontecimientos, aunque con menos inquietud que curiosidad. Desde tiempo atrás, su actitud ante lo inesperado se reducía al desapasionado fatalismo de quien espera que la vida dé el siguiente paso. Esa ausencia de compromiso, esa neutralidad ante los acontecimientos, excluía todo protagonismo. Hasta aquella mañana en la callejuela de Toledo, su papel había sido siempre de ejecutor. Las víctimas eran otros. Cada vez que mentía o negociaba con alguien, el hecho se producía de modo objetivo, sin nexo moral con las personas o cosas que eran sólo materia de su trabajo. Lucas Corso quedaba al margen, mercenario no comprometido salvo en el beneficio formal; tercer hombre indiferente. Quizás esa actitud le permitió sentirse siempre a salvo, del mismo modo que, cuando se quitaba las gafas, las personas y objetos lejanos se diluían en contornos imprecisos, desenfocados, cuya existencia podía ignorar al privarlos de su envoltura formal. Ahora, sin embargo, el dolor concreto en la mano lastimada, la sensación de amenaza, dispuesta a irrumpir en su vida con violencia específica de la que él, y no otros, era objeto, sugerían inquietantes cambios en el panorama. Lucas Corso, que tantas veces ofició como verdugo, no tenía el hábito de considerarse víctima de nadie. Y eso lo desconcertaba.
Además del dolor en la mano, sentía los músculos crispados por la tensión y la boca seca. Así que destapó una botella de Bols y buscó aspirinas en su bolsa de lona. Siempre llevaba una buena provisión encima, con los libros, lápices y bolígrafos, libretas de apuntes a medio llenar, navaja suiza de múltiples usos, pasaporte y dinero, una abultada agenda telefónica y libros propios y ajenos. Con eso podía, en todo momento, desaparecer sin dejar nada tras de sí, igual que un caracol con su concha. Aquella bolsa le ayudaba a improvisar una casa, un lugar de residencia en cualquier sitio a donde lo condujesen el azar o sus clientes: aeropuertos, estaciones de ferrocarril, polvorientas librerías europeas, habitaciones de hotel fundidas en su recuerdo cual una sola estancia de límites cambiantes, con despertares desprovistos de referencia, sobresaltado en la oscuridad, buscando el interruptor de la luz para tropezar con el teléfono, desorientado y confuso. Momentos en blanco arrancados a la vida y a la consciencia. Nunca estaba muy seguro de nada, ni de sí mismo, al abrir los ojos, durante los primeros treinta segundos, cuando el cuerpo amanecía con más rapidez que el pensamiento o la memoria.
Se situó frente al ordenador colocando a un lado, sobre la mesa y a la izquierda, sus cuadernos de notas y varios libros de consulta. A la derecha puso Las Nueve Puertas y el dossier de Varo Borja. Luego se echó hacia atrás en la silla, con un cigarrillo que durante cinco minutos dejó consumir entre sus dedos, sin apenas llevárselo a los labios. En ese tiempo no hizo nada salvo beber a sorbos el resto de la ginebra, mirando la pantalla vacía del ordenador y el pentáculo que decoraba las tapas del libro. Por fin pareció despertar. Aplastó la colilla en un cenicero y, ajustándose las gafas torcidas sobre la nariz, empezó a trabajar. El dossier de Varo Borja coincidía con la Enciclopedia de impresores y libros raros y curiosos, de Crozet:
TORCHIA, Aristide. Impresor, grabador y encuadernador veneciano. (1620-1667). Marca tipográfica: una serpiente y un árbol desgajado por el rayo. Se formó como aprendiz en Leyden (Holanda), en el taller de los Elzevir. A su regreso a Venecia realizó una serie de obras de tema filosófico y hermético en pequeño formato (in-12, in-16), que fueron muy apreciadas. Destacan Los secretos de la Sabiduría de Nicolas Tamisso (3 vol, in-12, Venecia 1650) y una curiosa Llave de los pensamientos cautivos (1 vol,132 x 75 mm, Venecia 1653). Los tres libros del Arte de Paolo d'Este (6 vol, in-8, Venecia 1658), Explicación curiosa de arcanos y figuras jeroglíficas (1 vol, in-8, Venecia 1659), una reimpresión de La palabra perdida de Bernardo Trevisano (1 vol, in-8, Venecia 1661) y Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras (1 vol, infolio, Venecia 1666). La impresión de este último le costó caer en manos de la Inquisición. Su taller fue destruido con todo el material impreso o por imprimir que había en él. Torchia siguió la misma suerte que su obra. Condenado por magia y brujería, murió en la hoguera el 17 de febrero de 1667.
Dejó el ordenador para estudiar la primera página del volumen que le había costado la vida al veneciano. DE UMBRARUM REGNI NOVEM PORTIS era el título. Venía debajo la marca tipográfica, el sello que, simple monograma o complicada ilustración, representaba la firma del impresor. En el caso de Aristide Torchia, como citaba Crozet, la marca consistía en un árbol con rama desgajada por el rayo. Una serpiente se enroscaba en el tronco, devorando su propia cola. Al grabado lo acompañaba la divisa Sic Luceat Lux; Así brille la luz. A pie de página, lugar, nombre y fecha: Venetiae, apud Aristidem Torchiam. Impreso en Venecia, en casa de Aristide Torchia. Debajo separado por un adorno: M.DC.LX.VI. Cum superiorum privilegio veniaque. Con licencia y privilegio de los superiores. Corso tecleó de nuevo:
Ejemplar sin exlibris ni anotaciones manuscritas. Completo según catálogo subasta colección Terral-Coy (Claymore, Madrid). Error en Mateu (8 por 9 láminas para este ejemplar). In folio. 299 x215 mm. 2 hojas de guarda en blanco, 160 páginas y 9 xilografías fuera de texto, numeradas de 1 a VIIII. Páginas: 1 de título con marca de impresor. 157 de texto. Última blanca, sin colofón. Láminas en recto de hoja, todas a página completa. Verso en blanco.
Estudió las ilustraciones una por una. Según Varo Borja, la leyenda atribuía el dibujo original a la mano del mismo Lucifer. Cada xilografía estaba acompañada por un ordinal romano, su equivalente hebreo y griego, y una frase latina en clave abreviada. Escribió de nuevo:
I. NEM. PERV.T QUI N.N LEG. CERT.RIT: Un caballero cabalga hacia una ciudad amurallada. Un dedo sobre la boca aconseja prudencia o silencio.
II. CLAUS. PAT.T. Un ermitaño ante una puerta cerrada. Una linterna en el suelo y dos llaves en la mano. Lo acompaña un perro. A su lado, un signo parecido a la letra hebrea Teth.
III. VERB. D.SUM C.S.T. ARCAN.: Un vagabundo, o peregrino, se dirige hacia el puente sobre un río. En cada extremo, fortificado, una puerta cierra el acceso. Sobre una nube, un arquero apunta hacia el camino que conduce al puente.
IIII. (El numeral latino figura así, no en su forma corriente IV). FOR. N.N OMN. A. QUE: Un bufón ante un laberinto de piedra. La entrada es también una puerta cerrada. Tres dados en el suelo muestran cada uno tres de sus caras, correspondiendo a los números 1, 2 y 3.
V. FR.ST.A. Un avaro, o mercader, cuenta un saco de oro. A su espalda, la muerte sostiene en una mano un reloj de arena y en la otra una horca de campesino.
VI. DIT.SCO M.R.: Un ahorcado como el del Tarot, colgado por un pie y con las manos atadas a la espalda. Pende de la almena de un castillo, junto a una poterna cerrada. Por la saetera asoma una mano con guantelete que empuña una espada ardiente.
VII. DIS.S. P.TI.R M.: Un rey y un mendigo juegan al ajedrez sobre un tablero de casillas blancas. A través de la ventana se ve la Luna. Bajo la ventana y junto a una puerta cerrada pelean dos perros.
VIII. VIC. I.T VIR.: Junto a la muralla de una ciudad, una mujer arrodillada en el suelo ofrece su cuello desnudo al verdugo. Al fondo hay una rueda de la fortuna con tres figuras humanas: una arriba, otra subiendo y otra en descenso.
VIIII. (También así, en vez del numeral común IX). N.NC SC.O TEN.BR. LUX: Un dragón de siete cabezas sobre el que cabalga una mujer desnuda. Sostiene un libro abierto, y una media luna le oculta el sexo. Al fondo, sobre una colina, un castillo en llamas cuya puerta, como en las otras ocho láminas, está cerrada.
Dejó de teclear, estirando los músculos entumecidos, y bostezó. Fuera del cono de luz de su lámpara de trabajo y la pantalla del ordenador, la habitación estaba en sombras; a través de los cristales del mirador ascendía la claridad débil de las farolas de la calle. Fue hasta allí para atisbar el exterior sin estar seguro de qué esperaba encontrar. Tal vez un coche detenido en la acera, las luces apagadas y una silueta oscura dentro. Pero nada llamó su atención. Sólo, un momento, la sirena de una ambulancia alejándose entre las moles sombrías de los edificios. Miró el reloj en la torre de la iglesia próxima: pasaban cinco minutos de la medianoche.
Volvió a sentarse delante del ordenador y el libro. Se entretuvo en la primera ilustración, la marca de impresor en la página de título, con la serpiente ouróbora que Aristide Torchia había elegido como símbolo para sus obras. Sic Luceat Lux. Serpientes y diablos, invocaciones y significados ocultos. Levantó el vaso en sarcástico brindis a la memoria del impresor; tenía que haber sido un hombre muy valiente o muy estúpido. Aquel tipo de cosas se pagaban caras en la Italia del xvii, aunque se imprimieran cum superiorum privilegio veniaque.
Fue entonces cuando Corso se detuvo, con una imprecación dirigida contra sí mismo. Maldijo en voz alta, mirando los rincones oscuros de la habitación, por haber sido incapaz de darse cuenta antes. Con privilegio y licencia de los superiores. Aquello era imposible.
Sin apartar los ojos de la página, se echó hacia atrás en el asiento mientras encendía otro de sus arrugados cigarrillos, con las espirales de humo ascendiendo entre la luz de la lámpara, a modo de cortina traslúcida y gris tras la que ondulaban las líneas impresas.
El Cum superiorum privilegio veniaque resultaba absurdo. O magistralmente sutil. Era imposible que esa referencia al imprimatur se refiriese a una autoridad convencional. La Iglesia católica jamás pudo autorizar aquel libro en 1666 porque su antecesor directo, el Delomelanicon, ya figuraba en el índice de títulos prohibidos desde hacía cincuenta y cinco años. Luego Aristide Torchia no se refería al permiso de los censores eclesiásticos para imprimir. Tampoco al poder civil, el gobierno de la república de Venecia. Sin duda sus superiores eran otros.
El sonido del teléfono interrumpió a Corso. Llamaba Flavio La Ponte para contarle la compra, con cierto lote de libros -paquete forzoso, todo o nada- de una colección de billetes de tranvía europeos. 5.775, para ser exactos. Todos capicúas, clasificados por países en cajas de zapatos. Hablaba en serio. El coleccionista acababa de morirse y la familia pretendía quitárselos de encima. Tal vez Corso conociese a alguien interesado. Naturalmente. El librero sabía que, aparte de reunir 5.775 billetes capicúas, esfuerzo tan denodado como patológico, aquello no servía para nada. ¿Quién iba a comprar semejante gilipollez? Sí, quizá fuese buena idea: el museo del Transporte de Londres. Esos ingleses y sus perversiones… ¿Podía Corso encargarse del asunto?
Respecto al capítulo de Dumas, también La Ponte estaba inquieto. Había recibido dos llamadas telefónicas, hombre y mujer sin identificar, interesándose por El vino de Anjou. Y era extraño porque, en espera del informe de su amigo, él no había comentado el asunto con nadie. Corso le refirió la conversación mantenida con Liana Taillefer, a la que él mismo había revelado la identidad del nuevo propietario.
– Ya te conocía, de tus visitas al difunto. Y por cierto -recordó- quiere una copia del recibo.
El librero se carcajeó al otro lado del hilo telefónico. Qué recibo ni qué niño muerto. Taillefer se lo había vendido, y punto. Aunque si la viuda quería discutir la cuestión -añadió con una risita lúbrica- él no tenía el menor inconveniente. Corso apuntó la posibilidad de que, antes de morir, el editor hubiera confiado a alguien la cuestión del manuscrito; pero La Ponte se mantuvo escéptico. Taillefer insistía mucho en que guardara el secreto hasta que él mismo diese la señal. Por fin no dio señal alguna, salvo que se interpretara así haberse colgado de la lámpara.
– Ésa -sugirió Corso- es una señal tan buena como otra cualquiera.
La Ponte estuvo de acuerdo con otra risita cínica, y a continuación indagó detalles de la visita de Corso a Liana Taillefer. Después de un par de nuevos comentarios procaces, el librero se despidió sin que Corso le refiriese la escaramuza de Toledo. Quedaron en verse al día siguiente.
Tras colgar el teléfono, el cazador de libros siguió con Las Nueve Puertas. Pero otras imágenes le ocupaban el pensamiento, desviando su atención hacia el manuscrito Dumas. Por fin fue en busca de la carpeta con las hojas azules y blancas, se frotó la mano dolorida y tecleó los ficheros DUMAS. La pantalla del ordenador se puso a parpadear. Se detuvo en el fichero BIO:
Dumas y Davy de la Pailleterie, Alejandro. Nació el 24-7-1802. Murió el 5-12-1870. Hijo de Tomás Alejandro Dumas, general de la República. Autor de 257 tomos de novelas, memorias y otros relatos. 25 volúmenes de piezas teatrales. Mulato por herencia paterna. Esa sangre negra le dio ciertos rasgos exóticos. Retrato físico: elevada estatura, cuello poderoso, cabello rizado, labios carnosos, largas piernas, fuerza física. Carácter: vividor, tornadizo, avasallador, embustero, incumplido, popular. Tuvo 27 amantes conocidas, dos hijos legítimos y cuatro ilegítimos. Ganó fortunas y las dilapidó en juergas, viajes, vinos caros y ramos de flores. A medida que ganaba dinero con su producción literaria se arruinó por su liberalidad con amantes, amigos y parásitos que asediaban su castillo-residencia de Montecristo. Cuando se vio forzado a huir de París no fue por causas políticas como su amigo Victor Hugo, sino de los acreedores. Amigos: Hugo, Lamartine, Michelet, Gerard de Nerval, Nodier, George Sand, Berlioz, Teófilo Gautier, Alfred de Vigny y otros. Enemigos: Balzac, Badere y otros.
Aquello no llevaba a ninguna parte. Tenía la sensación de avanzar a ciegas, entre innumerables pistas falsas, o inútiles. Y sin embargo existía una relación en algún sitio. Con la mano sana tecleó DUMAS.NOV:
Novelas de Alejandro Dumas aparecidas por entregas:
1831: Escenas históricas (Revue des Deux Mondes). 1834: Jacques I y Jacques II (Journal des Enfants). 1835: Isabel de Baviera (Dumont). 1836: Murat (La Presse). 1837: Pascal Bruno (La Presse). Historia de un tenor (Gazette Musicale). 1838: El conde Horacio (La Presse). Una noche de Nerón (La Presse). La sala de armas (Dumont). El capitán Paul (Le Siécle). 1839: Jacques Ortis (Dumont). Vida y aventuras de John Davis (Revue de Paris). El capitán Pánfilo (Dumont). 1840: Memorias de un maestro de armas (Revue de Paris). 1841: El caballero de Harmental (Le Siécle). 1843: Sylvandire (La Presse). El vestido nupcial (La Mode). Albine (Revue de Paris). Ascanio (Le Siécle). Fernanda (Revue de Paris). Amaury (La Presse). 1844: Los tres mosqueteros (Le Siécle). Gabriel Lambert (La Chronique). Una hija del regente (Le Commerce). Los hermanos corsos (Democratie Pacifique). El conde de Montecristo (Journal des Débats). La condesa Berta (Hetzel). Historia de un cascanueces (Hetzel). La reina Margarita (La Presse). 1845: Nanon de Lartigues (La Patrie). Veinte años después (Le Siécle). El caballero de Casa Roja (Democratie Pacifique). La dama de Monsoreau (Le Constitutionnel). Madame de Condé (La Patrie). 1846: La vizcondesa de Cambes, Ca Patrie). El bastardo de Mauleon (Le Commerce). José Balsamo (La Presse). La abadía de Pessac (La Patrie). 1847: Los cuarenta y cinco (Le Constitutionnel). El vizconde de Bragelonne (Le Siécle). 1848: El collar de la reina (La Presse). 1849: Las bodas del padre Olifus (Le Constitutionnel). 1850: Dios dispone (Evenement). El tulipán negro (Le Siécle). La paloma (Le Siécle). Ángel Pitou (La Presse). 1851: Olimpo de Cleves (Le Siécle). 1852: Dios y diablo (Le Pays). La condesa de Charny (Cadot). Isaac Laquedem (Le Constitutionnel). 1853: El pastor de Ashbourn (Le Pays). Catalina Blum (Le Pays).1854: Vida y aventuras de Catalina Carlota (Le Mousquetaire). El salteador (Le Mousquetaire). Los mohicanos de París (Le Mousquetaire). El capitán Richard (Le Siécle). El paje del duque de Saboya (Le Constitutionnel). 1856: Los compañeros de Jehú (Journal pour tous). 1857: El último rey sajón (Le Monte-Cristo). El conductor de lobos (Le Siécle). El cazador de aves (Cadot). Black (Le Constitutionnel). 1858: Las lobas de Machecoul (Journal por tous). Memorias de un policeman (Le Siécle). La casa de hielo (Le Monte-Cristo). 1859: La fragata (Le Monte-Cristo). Ammalat-Beg (Moniteur Universel). Historia de un calabozo y una casita (Revue Européenne). Una aventura de amor (Le Monte-Cristo). 1860: Memorias de Horacio (Le Siécle). El padre La Ruine (Le Siécle). La marquesa de Escoman (Le Constitutionnel). El médico de Java (Le Siécle). Jane (Le Siécle). 1861: Una noche en Florencia (Levy-Hetzel). 1862: El voluntario del 92 (Le Monte-Cristo). 1863: La San Felice (La Presse). 1864: Las dos Dianas (Levy). Ivanhoe (Pub. du Siécle). 1865: Memorias de una favorita (Avenir National). El conde de Moret (Les Nouvelles). 1866: Un caso de conciencia (Le Soleil). Parisienses y provincianos (La Presse). El conde de Mazarra (Le Mousquetaire). 1867: Los blancos y los azules (Le Mousquetaire). El terror prusiano (La Situation). 1869: Hector de Sainte-Hermine (Moniteur Universel). El doctor misterioso (Le Siécle). La hija del marqués (Le Siécle).
Sonrió para sus adentros, preguntándose lo que el extinto Enrique Taillefer habría pagado por reunir todos aquellos títulos. Las gafas estaban empañadas, así que se las quitó, limpiando los cristales con cuidado. Las líneas del ordenador quedaban ahora desenfocadas ante sus ojos, igual que otras extrañas imágenes que no lograba identificar. Una vez limpios, los lentes devolvieron nitidez a la pantalla; pero las imágenes seguían flotando a la deriva, imprecisas, sin una clave que les diera sentido. Y sin embargo Corso se creía en buen camino. El ordenador parpadeaba de nuevo:
Baudry, editor de Le Siécle. Publica Los tres mosqueteros entre el 14 de marzo y el 11 de julio de 1844.
Echó un vistazo a los otros ficheros. Según sus datos, Dumas había tenido en diversos momentos de su producción literaria cincuenta y dos colaboradores. Con buena parte de ellos sus relaciones habían terminado de modo tormentoso. Pero a Corso sólo le interesaba un nombre:
Maquet, Auguste Jules. 1813-1886. Colabora con Alejandro Dumas en diversas obras teatrales y en 19 novelas, entre ellas las más conocidas (El conde de Montecristo, El caballero de Casa Roja, El tulipán negro, El collar de la reina) y, sobre todo, el ciclo de Los tres mosqueteros. Su colaboración con Dumas lo hace famoso y adinerado. Mientras Dumas muere en la ruina, él fallece en su castillo de Saint-Mesme, rico. Ninguna de sus obras personales, escritas sin Dumas, le sobrevive.
Pasó a consultar las notas biográficas. Había unos párrafos extraídos de las Memorias de Dumas:
«Nosotros fuimos los inventores, Hugo, Balzac, Soulié, De Musset y yo, de la literatura fácil. Y conseguimos, bien que mal, crearnos una reputación con este tipo de literatura, por fácil que fuese…»
«… Mi imaginación, enfrentada a la realidad, se parece a un hombre que, visitando las ruinas de un monumento destruido, tiene que pasar sobre los escombros, seguir los pasadizos, agacharse en las poternas, para reconstruir más o menos el aspecto original del edificio en la época que estaba lleno de vida, cuando la alegría lo llenaba de cantos y risas o cuando el dolor era un eco para los sollozos.»
Corso dejó la pantalla, exasperado. La sensación lo abandonaba, perdiéndose en los rincones de su memoria sin que lograra identificarla. Se puso en pie y dio unos pasos por la habitación en sombras. Después orientó la luz para que iluminara una pila de libros que estaba en el suelo, contra la pared. Se agachó a coger dos gruesos tomos, una edición moderna de las Memorias de Alejandro Dumas padre. Fue hasta la mesa y empezó a hojearlas hasta que tres fotografías atrajeron su atención. En una de ellas, sentado, patentes las gotas de sangre africana en su pelo ensortijado y el aire mulato, Dumas miraba con expresión sonriente a Isabel Constant, que -leyó Corso en el pie de fotografía- tenía quince años cuando se convirtió en amante del novelista. La segunda foto mostraba a Dumas maduro, posando con su hija Marie. En la cima del éxito, el patriarca del folletín se situaba ante el fotógrafo con bonhomía y placidez. La tercera foto, decidió Corso, era sin duda la más divertida y significativa. Un Dumas de sesenta y cinco años, canoso el pelo pero aún alto y fuerte, la levita abierta sobre una oronda barriga, abrazaba a Adah Menken, una de sus últimas amantes, a la que, según el texto, «tras las sesiones de espiritismo y magia negra a que tan aficionada era, le gustaba fotografiarse, ligera de ropa, con los grandes hombres de su vida»… Piernas, brazos y cuello de la Menken se veían desnudos en la foto, lo que era un escándalo para la época, y la joven, más atenta a la cámara que al objeto de su abrazo, recostaba la cabeza en el poderoso hombro derecho del anciano. En cuanto a éste, su rostro reflejaba las huellas de una larga vida de derroche, placer y juergas por todo lo alto. La boca, entre las mejillas gordezuelas de vividor, tenía una mueca satisfecha e irónica. Y los ojos miraban al fotógrafo con guasona retranca, en demanda de complicidad: el anciano gordo con la joven impúdica y ardiente que lo exhibía como un trofeo raro, a él, con cuyos personajes y aventuras tantas mujeres soñaron. Como pidiendo, el viejo Dumas, comprensión por ceder al caprichoso antojo de fotos de la nena, joven y guapa a fin de cuentas, piel suave y boca ardiente que la vida todavía le reservaba en el último recodo del camino, a sólo tres años de su muerte. El viejo sinvergüenza.
Cerró Corso el libro con un bostezo. Su reloj de pulsera, un antiguo cronómetro al que con frecuencia olvidaba dar cuerda, estaba parado en las doce y cuarto. Fue hasta el mirador y abrió una de las correderas, respirando el aire frío de la noche. La calle seguía desierta, en apariencia.
Todo era muy extraño, se dijo mientras regresaba a la mesa para desconectar el ordenador. Sus ojos se posaron en la carpeta del manuscrito. La abrió maquinalmente, observando otra vez las quince hojas con dos tipos distintos de escritura: once azules y cuatro blancas. «Aprés de nouvelles presque désespérées du roi…» Tras las noticias casi desesperadas del rey… Fue al montón de libros en busca de un enorme tomo rojo, una edición anastática -J. C. Lattes 1988-, que incluía todo el ciclo de Los mosqueteros y el Montecristo en la edición Le Vasseur con grabados, casi contemporánea de Dumas. Encontró el capítulo titulado El vino de Anjou en la página 144 y se puso a leer, comparándolo con el original manuscrito. Salvo alguna pequeña errata, ambos textos eran idénticos. En el libro, el capítulo estaba ilustrado por dos dibujos de Maurice Leloir, grabados por Huyot. El rey Luis XIII acude al sitio de La Rochela con diez mil hombres, figurando en primer término de la escolta cuatro jinetes a caballo, mosquete en mano, con chambergo y casaca de la compañía de Treville: sin duda tres de ellos son Athos, Porthos y Aramis. Un momento después se reunirán con su amigo d'Artagnan, todavía simple cadete en la compañía de guardias del señor Des Essarts. En ese momento, el gascón ignora que las botellas de vino de Anjou son un regalo envenenado de su mortal enemiga Milady, quien pretende vengar la injuria inferida por d'Artagnan cuando, suplantando al conde de Wardes, se deslizó en la cama de la agente de Richelieu, disfrutando la noche de amor que correspondía al otro. Además, para agravar las cosas, d'Artagnan ha sorprendido por azar el terrible secreto de Milady: la flor de lis en un hombro, marca infamante impresa por el hierro del verdugo. Con esos preliminares y dado el carácter de Milady, el contenido de la segunda ilustración resulta obvio: ante el estupor de d'Artagnan y sus compañeros, el criado Fourreau expira entre atroces sufrimientos por beber el vino destinado a su amo. Sensible a la magia del texto, que no había vuelto a leer en veinte años, Corso llegó al pasaje en que los mosqueteros y d'Artagnan hablan de Milady:
„. -¡Y bien! -dijo d'Artagnan a Athos-. Ya lo veis, querido amigo. Es una guerra a muerte.
Athos movió la cabeza.
– Sí, sí -dijo-. Ya veo; pero ¿creéis que sea ella? -Estoy seguro.
– Sin embargo, os confieso que todavía dudo. -¿Y esa flor de lis en el hombro?
– Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia, y a la que se habría marcado a causa de su crimen.
– Athos, es vuestra mujer, os lo digo yo -repitió d'Artagnan-. ¿No recordáis cómo coinciden ambas marcas?
– Sin embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la ahorqué muy bien.
Fue d'Artagnan quien esta vez movió la cabeza. -En fin, ¿qué hacemos?-dijo el joven.
– Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la cabeza -dijo Athos-. Es preciso salir de esta situación.
– Pero, ¿cómo?
– Escuchad, tratad de encontraron con ella y de tener una explicación; decidle: ¡La paz o la guerra! Palabra de gentilhombre que nunca diré ni haré nada contra vos. Por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí. De lo contrario voy en busca del canciller, del rey, del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentilhombre, en cualquier esquina, como mataría a un perro rabioso».
– Me encanta ese sistema -dijo d'Artagnan…
Los recuerdos arrastran recuerdos. De pronto Corso quiso retener una imagen fugaz, familiar, que acababa de cruzarle el pensamiento. Consiguió fijarla antes de que se desvaneciese, y resultó ser otra vez el individuo del traje negro, el chófer del jaguar frente a la casa de Liana Taillefer, al volante del Mercedes en Toledo… El hombre de la cicatriz. Y era Milady quien había removido su memoria.
Reflexionó sobre aquello, desconcertado. Y de pronto la imagen apareció con perfecta nitidez. Milady, naturalmente. Milady de Winter como d'Artagnan la vio por primera vez: asomada a la portezuela de su carroza en el primer capítulo de la novela, ante la posada de Meung. Milady en conversación con un desconocido… Corso pasó veloz las páginas, buscando el pasaje. Dio con él sin dificultad:
… Un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de ojos negros y penetrantes, de tez pálida, nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado…
Rochefort. El siniestro agente del cardenal, el enemigo de d'Artagnan; quien lo hizo apalear en el primer capítulo, robó la carta de recomendación para el señor de Treville y fue culpable indirecto de que el gascón estuviese a punto de batirse en duelo con Athos, Porthos y Aramis… Tras aquella pirueta de su memoria, con la insólita asociación de ideas y personajes, Corso se rascó la cabeza desconcertado. ¿Qué vinculaba al compañero de Milady con el chófer que quiso atropellarlo en Toledo…? Y luego estaba la cicatriz. En el párrafo no había cicatriz alguna; y sin embargo -eso lo recordaba muy bien- Rochefort siempre tuvo una marca en la cara. Pasó páginas hasta hallar la confirmación en el capítulo tercero, con d'Artagnan narrando su aventura a Treville:
– Decidme -respondió-. ¿No mostraba ese gentilhombre una ligera cicatriz en la sien?
– Sí, como lo haría la rozadura de una bala…
Una ligera cicatriz en la sien. La confirmación la tenía allí, pero Corso recordaba aquella cicatriz más grande, y no en la sien, sino en la mejilla, como la del chófer vestido de negro. Se puso a analizar aquello hasta que al cabo soltó una carcajada. Ahora la escena estaba completa, y en color: Lana Turner en Los tres mosqueteros, tras la ventanilla de su carroza, junto a un Rochefort adecuadamente siniestro: no de tez pálida como en el texto de Dumas sino moreno, con chambergo emplumado y una gran cicatriz -esta vez sí- surcándole de arriba abajo la mejilla derecha. El recuerdo, por tanto, era más cinematográfico que literario, y eso despertó en Corso una exasperación entre divertida e irritada. Maldito Hollywood.
Celuloide aparte, por fin reinaba cierto orden en todo aquello; un canon común, aunque secreto, en una melodía de notas dispersas y enigmáticas. La vaga inquietud que Corso sentía desde su visita a la viuda Taillefer perfilaba ya unos límites, unos rostros, un ambiente y unos personajes entre la carne y la ficción, con extraños y todavía confusos vínculos entre sí. Dumas y un libro del siglo xvii, el diablo y Los tres mosqueteros, Milady y las hogueras de la Inquisición… Aunque todo fuese más absurdo que concreto, más novelesco que real.
Apagó la luz y se fue a dormir. Pero tardó un rato en conciliar el sueño porque una imagen no se iba de su mente; con los ojos abiertos la veía flotar ante sí en la oscuridad. Era un paisaje lejano, el de sus lecturas juveniles, poblado de sombras que volvían veinte años después, materializándose en fantasmas próximos y casi tangibles. La cicatriz. Rochefort. El hombre de Meung. El sicario de Su Eminencia.