Remember

Estaba sentado tal y como lo había dejado en su sillón, colocado delante de la chimenea.

(A.Christie. El asesinato de R. Ackroyd)


Es aquí donde entro en escena por segunda vez, pues fue entonces cuando Corso recurrió a mí de nuevo. Y lo hizo, creo recordar, unos días antes de irse a Portugal. Según me confió más tarde, a esas alturas sospechaba ya que el manuscrito Dumas y Las Nueve Puertas de Varo Borja eran sólo puntas de iceberg, y que para su comprensión era necesario conocer antes las otras historias que se anudaban entre sí del mismo modo que aquella corbata en las manos de Enrique Taillefer. Eso no era fácil, llegué a decirle, pues en literatura nunca hay lindes nítidos; todo se apoya en algo, las cosas se superponen unas a otras, y terminan siendo un complicado juego intertextual a base de espejos y muñecas rusas, donde establecer un hecho preciso, una paternidad concreta, implica riesgos que sólo ciertos colegas muy estúpidos o muy seguros de sí mismos se atreven a correr. Es como decir que a Robert Graves se le nota Quo Vadis y no Suetonio, o Apolonio de Rodas. En cuanto a mí, sólo sé que no sé nada. Y cuando quiero saber busco en los libros, a los que nunca falla la memoria.

– El conde de Rochefort es uno de los más importantes personajes secundarios de Los tres mosqueteros -expliqué a Corso cuando vino otra vez en mi busca-. Es agente del cardenal y amigo de Milady; el primer enemigo que se hace d'Artagnan. Puedo establecer la fecha exacta: primer lunes de abril de 1625, en Meung-sur-Loire… Me refiero al Rochefort de ficción, por supuesto, aunque existió un personaje similar que Gatien de Courtilz, en las supuestas Memorias del verdadero d'Artagnan, describe bajo el nombre de Rosnas… Pero el Rochefort de la cicatriz no tuvo existencia real. Dumas tomó ese personaje de otro libro, las Memoires de MLCDR (Monsieur le comte de Rochefort), posiblemente apócrifas y atribuidas, también, a Courtilz… Hay quien dice que podrían referirse a Henri Louis de Aloigny, marqués de Rochefort, nacido hacia 1625; pero eso ya es hilar muy fino.

Miré hacia las luces del tráfico vespertino que discurría por los bulevares al otro lado de la ventana del café donde tengo mi tertulia. Nos acompañaban algunos amigos en torno a la mesa cubierta de periódicos, tazas y ceniceros humeantes: un par de escritores, un pintor en baja, una periodista en alza, un actor de teatro y cuatro o cinco estudiantes de los que se sientan en un rincón y mantienen la boca cerrada todo el tiempo, mirándote como quien mira a Dios. Entre ellos, con el gabán puesto y el hombro apoyado en el cristal de la ventana, Corso bebía ginebra y tomaba notas de vez en cuando.

– Por cierto -añadí-. El lector que pasa los sesenta y siete capítulos de Los tres mosqueteros esperando el duelo que enfrente a Rochefort con d'Artagnan, queda decepcionado. Dumas zanja la cuestión en tres líneas y escamotea el lance, o los lances; porque cuando reencontramos al personaje en Veinte años después, d'Artagnan y él se han batido tres veces y Rochefort lleva otras tantas cicatrices de estocadas en el cuerpo. Sin embargo ya no queda entre ellos odio, sino ese retorcido respeto que sólo es posible entre dos viejos enemigos. De nuevo los azares de la aventura hacen que ambos militen en bandos distintos; mas en la complicidad amistosa de dos gentileshombres que se conocen desde hace veinte años… Rochefort cae en desgracia con Mazarino, escapa de la Bastilla, participa en la evasión del duque de Beaufort, conspira en la Fronda y fallece en brazos de d'Artagnan, que lo atraviesa con su espada sin reconocerlo en un tumulto… «Era mi estrella», le dice al gascón, más o menos. «Sané de tres estocadas vuestras, pero no sanaré de la cuarta.» Y se muere. «Acabo de matar a un antiguo amigo», le contará d'Artagnan a Porthos… Ése es todo el epitafio por el viejo agente de Richelieu.

Aquello inició una animada discusión a varias bandas. El actor, un viejo galán que interpretó el Montecristo en un serial televisivo y que esa tarde no le quitaba ojo a la periodista, se lanzó a exponer con brillantez sus recuerdos sobre los personajes, jaleado por el pintor y los dos escritores. Así pasamos de Dumas a Zevaco y Paul Féval, y terminamos situando una vez más el indiscutible magisterio de Sabatini frente a Salgari. Recuerdo que alguien mencionó tímidamente a Julio Verne, pero fue objeto de abucheo general. En aquel contexto apasionado de capa y espada, Verne y sus héroes fríos, desprovistos de alma, no eran de recibo.

En cuanto a la periodista, una de esas chicas de moda con columna en el dominical de un diario importante, su memoria literaria empezaba en Milan Kundera. Así que se mantuvo casi todo el rato en prudente expectativa, asintiendo con alivio cada vez que algún título, anécdota o personaje -el Cisne Negro, Yáñez, la estocada de Nevers- le removía el recuerdo de una película entrevista en la tele. Mientras tanto, Corso, paciente como el cazador tranquilo que era, no me quitaba ojo por encima de su vaso de ginebra, atento a la ocasión de centrar otra vez el tema. Así lo hizo, en efecto, aprovechando el silencio embarazoso que se instaló en torno a la mesa cuando la periodista estableció que, de todos modos, ella encontraba los relatos de aventuras demasiado ligeros, ¿no? Superficiales, no sé si me explico. O sea.

Corso mordía la gomita de su lápiz Faber:

– ¿Cómo interpreta usted, señor Balkan, el papel de Rochefort en la historia?

Me miraron todos y en especial los estudiantes, entre los que dos eran chicas. No sé por qué en determinados ambientes me consideran una especie de bonzo de las bellas letras, y cada vez que abro la boca la gente se queda en suspenso, dispuesta a oír dogmas de fe. Incluso un artículo mío, en la revista literaria adecuada, puede consagrar o hundir a un escritor que empieza. Absurdo, muy cierto; pero es la vida. Fíjense si no en el último premio Nobel, el autor de Yo, Onán, En busca de mí mismo y la archifamosa Oui, c'est moi. Fue mi firma la que lo puso en circulación hace quince años, con folio y medio en Le Monde el día de los Inocentes. No me lo perdonaré jamás, pero así funcionan estas cosas.

– Al principio, Rochefort es el enemigo -precisé-. Simboliza las fuerzas ocultas, la trama negra… Es el agente de la conspiración diabólica en torno a d'Artagnan y sus amigos; la intriga del cardenal que se anuda en la sombra, poniendo sus vidas en jaque…

Vi cómo una de las estudiantes sonreía; mas no pude adivinar si el gesto, absorto y algo burlón, era consecuencia de mis palabras o de secretas reflexiones ajenas a la tertulia. Me sorprendió, pues ya he dicho que los estudiantes suelen escucharme con el respeto que mostraría un redactor de L'Osservatore Romano al recibir en exclusiva el texto de una encíclica pontificia. Eso hizo que me fijase en ella con interés; aunque al principio, cuando se unió a nosotros con una trenca azul y un montón de libros bajo el brazo, ya había llamado mi atención a causa de sus inquietantes ojos verdes y el cabello castaño muy corto, como el de un chico. Ahora se mantenía sentada un poco aparte, sin integrarse en el grupo. Siempre hay jóvenes alrededor de nuestra mesa, alumnos de literatura a los que suelo invitar a café; pero aquella jovencita no había estado antes. Imposible olvidar sus ojos, cuya tonalidad muy clara, casi transparente, contrastaba con el rostro moreno y atezado de quien pasa mucho tiempo al sol y al aire libre. Era de esas chicas esbeltas y flexibles, con piernas largas que también se adivinaban morenas bajo los tejanos. Aún retuve de ella otro detalle: no llevaba anillos, reloj ni pendientes; los lóbulos de sus orejas estaban intactos, sin agujeros.

– … Rochefort es también el hombre entrevisto y nunca alcanzado -proseguí, no sin dificultad en recobrar el hilo del discurso-. La máscara del misterio marcada con su cicatriz. Resume la paradoja, la impotencia de d'Artagnan, que lo persigue y no lo alcanza, quiere matarlo y no puede hasta veinte años después, por error, cuando ya no es un adversario sino un amigo.

– Tu d'Artagnan es un poco gafe -apreció uno de mis contertulios, el escritor de más edad. De su última novela había vendido quinientos ejemplares, pero ganaba un dineral publicando historias policiacas bajo el perverso pseudónimo de Emilia Forster. Lo miré con reconocimiento, complacido por la oportunidad del comentario.

– No os quepa duda. Al amor de su vida lo envenenan. A pesar de sus hazañas y de los servicios que presta a la Corona de Francia, pasa veinte años como oscuro teniente de mosqueteros. Y cuando en las últimas líneas de El vizconde de Bragelonne consigue el bastón de mariscal, que le ha costado cuatro tomos y cuatrocientos veinticinco capítulos conseguir, lo mata una bala holandesa.

– Como al auténtico d'Artagnan -dijo el actor, que había logrado situar una mano en los muslos de la columnista prestigiosa.

Bebí un sorbo de café antes de asentir. Corso no me quitaba ojo de encima.

– Tenemos tres d'Artagnan -aclaré-. Del primero, Carlos de Batz Castlemore, sabemos, porque lo publicó en su momento la Gaceta de Francia, que murió el 23 de junio de 1673 de un balazo en la garganta, durante el sitio de Maestrich. La mitad de sus hombres cayó con él… Aparte ese detalle póstumo, en vida resultó sólo un poco más afortunado que su homónimo de ficción.

– También era gascón?

– Sí, de Lupiac. Aún existe ese pueblo, y una lápida lo recuerda: «Aquí nació hacia 1615 d'Artagnan, cuyo verdadero nombre fue Charles de Batz, muerto en el asedio de Maestrich en 1673».

– Hay un desfase histórico -apuntó Corso consultando sus notas-. Según Dumas, d'Artagnan tenía dieciocho años al empezar la novela, hacia 1625. Pero en ese momento el verdadero d'Artagnan sólo contaba diez -sonrió como un conejo educado y escéptico-. Demasiado joven para manejar la espada.

– Sí -concedí-. Dumas arregló eso para que pudiese vivir la aventura de los herretes de diamantes con Richelieu y Luis XIII. Carlos de Batz debió de llegar a París muy joven: en 1640 su nombre figura como guardia en la compañía del señor Des Essarts, en documentos relativos al sitio de Arras, y dos años más tarde en la campaña del Rosellón… Mas nunca sirvió como mosquetero bajo Richelieu, pues ingresó en ese cuerpo de elite cuando ya Luis XIII había muerto. Su verdadero protector fue el cardenal julio Mazarino… Existe, en efecto, ese salto de diez o quince años entre ambos d'Artagnan; aunque Dumas, que tras el éxito de Los tres mosqueteros amplió la acción hasta abarcar casi cuarenta años en la historia de Francia, ajusta más en los siguientes tomos su ficción novelesca a los sucesos reales.

– ¿Cuáles son los hechos comprobados? Me refiero a las intervenciones históricas del auténtico d'Artagnan.

– Bastantes. Su nombre aparece en la correspondencia de Mazarino y en la del ministerio de la Guerra. Como el héroe de ficción, actuó como agente del cardenal durante la insurrección de la Fronda, con cargos de confianza en la corte de Luis XIV Incluso le encomendaron la delicada detención y escolta del ministro de Finanzas Fouquet, hecho confirmado por la correspondencia de madame de Sevigné. Y pudo conocer a nuestro pintor Velázquez en la isla de los Faisanes cuando acompañó a Luis XIV en busca de su prometida María Teresa de Austria…

– Todo un cortesano, por lo que veo. Muy diferente al espadachín de Dumas.

Alcé una mano, en defensa del rigor del asunto. -No deje que lo engañen las apariencias. Carlos de Batz, o d'Artagnan, siguió batiéndose hasta su muerte. Estuvo bajo las órdenes de Turena en Flandes, y en 1657 fue nombrado teniente de los mosqueteros grises; grado que equivalía a jefe efectivo de esa unidad. Diez años más tarde ascendió a capitán de mosqueteros y combatió en Flandes con ese mando, asimilable a general de caballería…

Corso entornaba los ojos tras los cristales de las gafas.

– Perdón -se inclinó hacia mí sobre el mármol del velador con el lápiz en alto, a medio escribir una palabra o una fecha-. ¿En qué año ocurrió eso?

– ¿El ascenso a general?… 1667. ¿Por qué le llama la atención?

Mostraba los incisivos mordiéndose el labio inferior; pero fue sólo un instante.

– Por nada -cuando habló, su rostro había recobrado la expresión impasible-. Ese mismo año quemaron en Roma a cierto individuo. Una curiosa coincidencia… -ahora me miraba, neutro-. ¿Le dice algo el nombre de Aristide Torchia?

Hice memoria. Ni la más remota idea.

– En absoluto -respondí-. ¿Tiene relación mas?

Aún dudó un momento.

– No -dijo por fin, aunque parecía lejos de estar convencido-. Creo que no. Pero continúe. Hablaba del auténtico d'Artagnan en Flandes.

– Murió en Maestrich, como he dicho, a la cabeza de sus hombres. Una muerte heroica: sitiaban la plaza ingleses y franceses, había que cruzar un paso peligroso, y d'Artagnan quiso ir primero por cortesía hacia sus aliados… Una bala de mosquete le partió la yugular.

– Nunca fue mariscal, entonces.

– No. Es exclusivo mérito de Alejandro Dumas conceder al d'Artagnan de ficción lo que el tacaño Luis XIV negó a su antecesor de carne y hueso… Conozco un par de libros interesantes sobre el particular; anote los títulos si quiere. Uno es el de Charles Samaran: D'Artagnan, capitaine des mousquetaires du rol, histoire veridique d'un héros de roman, publicado en 1912. El otro es Le vrai d'Artagnan. Lo escribió el duque de Montesquieu-Fezensac, descendiente directo del d'Artagnan auténtico. Publicado en 1963, me parece.

Ninguno de esos pormenores tenía aparente relación directa con el manuscrito Dumas, pero Corso los anotaba como si le fuera la vida en ello. De vez en cuando levantaba la vista del bloc y me dirigía inquisitivas miradas a través de los lentes torcidos. Otras inclinaba la cabeza cual si dejase de escuchar, y parecía absorto en secretas meditaciones. En ese momento, aunque yo mismo estaba al corriente de todos los detalles sobre El vino de Anjou, incluso de ciertas claves ocultas para el cazador de libros, me veía, en cambio, lejos de imaginar las complejas implicaciones que el asunto de Las Nueve Puertas iba a tener en la historia. Pero Corso, a pesar de su mente acostumbrada a la lógica, empezaba ya a establecer siniestras relaciones entre los hechos de cuya información disponía y, por decirlo de algún modo, el carácter literario sobre el que esos hechos se sustentaban. Todo esto puede parecer algo confuso, mas tengamos en cuenta que para Corso, entonces, la situación realmente lo era. Y aunque el momento temporal de esta narración es, sin duda, posterior al desenlace de los graves sucesos que ocurrieron después, el mismo carácter del bucle -recuerden los cuadros de Escher, o al bromista Bach- nos obliga a retornar continuamente al principio, ciñéndonos a los estrechos límites de la mente de Corso. Saber y callar, es la regla. Incluso cuando se hacen trampas, sin reglas no habría juego.

– De acuerdo -dijo el cazador de libros después de anotar los títulos recomendados-. Ése es el primer d'Artagnan, el auténtico. Y el tercero es el ficticio de Dumas. Imagino que el nexo entre ambos será aquel libro de Gatien de Courtilz que usted me mostró el otro día: las Memoires de M. d'Artagnan.

– Exacto. Es el que podemos llamar eslabón perdido, el menos famoso de los tres. Un gascón intermedio, literario y real al mismo tiempo; precisamente el que Dumas utiliza para crear su personaje… Gatien de Courtilz de Sandras era un escritor contemporáneo de d'Artagnan, que comprendió lo novelesco del personaje y se puso a la tarea. Siglo y medio más tarde, Dumas se enteró de la existencia del libro durante un viaje a Marsella. El dueño de la casa en que se hospedaba tenía un hermano encargado de la biblioteca municipal. Según parece, el hermano le mostró el libro, editado en Colonia en 1700. Dumas comprendió el partido que podía sacarse de él, lo pidió prestado y no lo devolvió jamás.

– ¿Qué sabemos de ese antecesor de Dumas, Gatien de Courtilz?

– Bastante. Entre otras cosas porque tenía una abultada ficha policial. Nació en 1644 ó 1647 y fue mosquetero, corneta en el Royal-Étranger, una especie de legión extranjera de la época, y capitán del regimiento de caballería de Beaupré-Choiseul. Al terminar la guerra de Holanda, la misma en que murió d'Artagnan, Courtilz se quedó allí para cambiar la espada por la pluma, escribiendo biografías, temas históricos, memorias más o menos apócrifas, chismes y enredos escabrosos de la corte francesa… Eso le trajo problemas. Las memorias del señor d'Artagnan tuvieron un éxito asombroso: cinco ediciones en diez años. Mas desagradaron a Luis XIV, poco satisfecho de la irreverencia con que se narraban algunos pormenores de la familia real y sus allegados. Eso le costó a Courtilz ser apresado a su regreso a Francia, y alojarse en la Bastilla por cuenta del Estado hasta poco antes de su muerte.

Sin que viniera a cuento, el actor aprovechó mi pausa para deslizar una cita de En Flandes se ha puesto el sol, de Marquina: «Nos regía -recitó- /un capitán que venía / mal herido en el afán / de su postrer agonía. / Señores, qué capitán / el capitán de aquel día…». O algo así. Se trataba de un descarado intento de lucirse ante la periodista, en cuyo muslo ya afirmaba la mano con ademán de propietario. Los otros, en especial el novelista que firmaba Emilia Forster, le dirigieron miradas de envidia o mal disimulado rencor.

Tras un silencio cortés, Corso decidió devolverme el control de la situación.

– ¿Cuánto le debe a Courtilz el d'Artagnan de Dumas?

– Le debe mucho. Aunque en Veinte años después y en el Bragelonne se manejan otras fuentes, la historia de Los tres mosqueteros ya está básicamente en Courtilz. Dumas proyecta sobre ella su genio y le da envergadura; aunque todo se lo encuentra esbozado: la bendición del padre de d'Artagnan, la carta de Treville, el desafío con los mosqueteros, que en el primer texto son hermanos… Milady también aparece. Y d'Artagnan se asemeja a d'Artagnan como dos gotas de agua. Algo más cínico el de Courtilz; más avaro y menos de fiar. Pero es el mismo.

Corso se inclinó un poco sobre la mesa.

– Antes dijo que Rochefort simboliza la trama negra en torno a d'Artagnan y sus amigos… Pero Rochefort no es más que un esbirro.

– En efecto. A sueldo de su Eminencia Armando Juan du Plessis, cardenal de Richelieu…

– El malvado-dijo Corso.

– El malvado Carabel -apostilló el actor, resuelto a seguir metiendo baza. Impresionados por la incursión folletinesca de aquella tarde, los estudiantes tomaban notas o escuchaban boquiabiertos. Sólo la chica de los ojos verdes se mantenía imperturbable, un poco al margen; igual que si estuviera allí sólo de paso, por casualidad.

– Para Dumas -continué, retomando el asunto-, al menos en la primera parte del ciclo de Los mosqueteros, Richelieu suministra el personaje imprescindible en todo folletín romántico de aventuras y misterio: un enemigo poderoso en la sombra, la encarnación del Mal. Para la historia de Francia, Richelieu fue un gran hombre; mas en Los mosqueteros no es rehabilitado hasta veinte años después. Así, el astuto Dumas se reconcilió con la realidad sin que perjudicase el interés de su novela; ya había encontrado otro villano: Mazarino. Esa rectificación, puesta incluso en boca de d'Artagnan y sus compañeros cuando elogian, con carácter póstumo, la grandeza de su antiguo enemigo, carece de mérito moral. Para Dumas era un cómodo acto de contrición… Sin embargo, durante el primer tomo del ciclo, cuando el cardenal planea el asesinato de Buckhingam, la perdición de Ana de Austria, o da carta blanca a la siniestra Milady, Richelieu encarna a la perfección el papel de malvado. Su Eminencia es a d'Artagnan lo que el príncipe Gonzaga a Lagardére, o el profesor Moriarty a Sherlock Holmes. Esa presencia oculta y diabólica…

Corso hizo un gesto para interrumpirme. Eso era extraño, pues empezaba a conocer sus maneras, y veía más propio en él no intervenir hasta que su interlocutor agotara los argumentos, exprimido el último indicio de información.

– Ha utilizado dos veces la palabra diabólico -dijo mirando sus notas-. Y las dos refiriéndose a Richelieu… ¿Era aficionado el cardenal a las ciencias ocultas?

Aquellas palabras produjeron una situación peculiar. La joven se había vuelto a observar a Corso con curiosidad. Él me miraba a mí, y yo a la chica. Ajeno al extraño triángulo, el cazador de libros aguardaba mi respuesta.

– Richelieu era aficionado a muchas cosas -expliqué-. Además de convertir a Francia en gran potencia, tuvo tiempo para coleccionar cuadros, tapices, porcelanas y estatuas. También fue un bibliófilo importante. Encuadernaba sus libros en piel de becerro y marroquí rojo…

– … Con sus armas en plata y tres ángulos de gules. -Corso hizo un gesto impaciente; aquellos detalles eran secundarios y no me necesitaba a mí para hablar de eso-. Hay un catálogo Richelieu muy conocido.

– Ese catálogo es parcial porque la colección no se mantuvo intacta: parte se conserva hoy en la biblioteca nacional de Francia, en la Mazarino y en la Sorbona, mientras que otros libros fueron a manos particulares. Poseía manuscritos hebreos y siríacos, obras notables de matemáticas, medicina, teología, derecho e historia… Y acertó, usted. Lo que más ha sorprendido a los estudiosos es encontrar allí muchos textos antiguos sobre ciencias ocultas, desde la Cábala a la magia negra.

Corso tragó saliva sin apartar sus ojos de los míos. Parecía alerta; la cuerda de un arco a punto de hacer tump.

– ¿Algún título concreto?

Negué con la cabeza antes de responder; su insistencia me intrigaba. La chica seguía pendiente de nuestras palabras, mas era evidente que ahora no acaparaba yo su atención.

– Mis conocimientos sobre Richelieu como personaje de folletín -me excusé- no llegan a tanto.

– ¿Y Dumas?… ¿También era aficionado a las artes ocultas?

Ahí fui tajante:

– No. Dumas era un vividor que lo hacía todo a la luz del día, para regocijo y escándalo de sus conocidos. También algo supersticioso: creía en el mal de ojo, llevaba un amuleto en la cadena del reloj y se hacía decir la buenaventura por madame Desbarolles. Mas no lo imagino haciendo magia negra en la trastienda. Ni siquiera fue masón, como él mismo confiesa en El siglo de Luis XV… Tenía deudas, los editores y los acreedores lo acosaban demasiado para andar perdiendo el tiempo. Tal vez en algún momento, documentándose para sus personajes, estudiara esos temas; pero nunca a fondo. Según mis conclusiones, todas las prácticas masónicas que describe en José Balsamo y en Los mohicanos de París las extrajo directamente de la Historia pintoresca de la francmasonería de Clavel.

– ¿Y Adah Menken?

Miré a Corso con sincero respeto. Aquélla era una pregunta de especialista.

– Eso fue distinto. Adah-Isaacs Menken, su última amante, era una actriz norteamericana. Durante la Exposición de 1867, cuando asistía a una representación de Los piratas de la sabana, Dumas se fijó en una linda joven a la que, en escena, arrebataba un caballo al galope. Al salir del teatro, la muchacha abrazó al novelista y le dijo, a bocajarro, que había leído todos sus libros y que estaba dispuesta a irse con él a la cama en el acto. El viejo Dumas necesitaba menos que eso para encapricharse de una mujer, así que aceptó el homenaje. Pasaba por haber sido esposa de un millonario, querida de un rey, generala de una república… En realidad era una judía portuguesa, nacida en América y amante de un tipo extraño, mezcla de chulo y pugilista. Dumas y ella tuvieron una relación escandalosa, porque a la Menken le gustaba hacerse fotos ligera de ropa y frecuentaba el 107 de la calle Malesherbes, la última casa de Dumas en París… Murió tras una caída del caballo, de peritonitis, a los treinta y un años.

– ¿Era aficionada a la magia negra?

– Eso dicen. Le gustaban las ceremonias extrañas, vestirse con una túnica, quemar incienso y ofrendar cosas al señor de las tinieblas… A veces se decía poseída de Satanás, con una variada serie de connotaciones que hoy calificaríamos como pornográficas. Estoy seguro de que el viejo Dumas nunca creyó una palabra, pero tuvo que divertirse mucho con la puesta en escena. Creo que cuando la Menken estaba poseída por el diablo era muy ardiente en la cama.

Sonaron carcajadas en torno a la mesa. Incluso me permití una sonrisa discreta a cuenta del chiste, pero la chica y Corso permanecieron serios. Ella parecía reflexionar, absortos en él sus ojos claros mientras el cazador de libros asentía con la cabeza, lentamente, aunque ahora tenía el aire distraído, lejos. Miraba por la ventana hacia los bulevares y parecía buscar en la noche, en el discurrir silencioso de faros de automóvil que se reflejaban en sus lentes, la palabra perdida, la clave que convertía en una sola todas las historias que flotaban, hojas secas y muertas, en las aguas negras del tiempo.


De nuevo tengo que pasar a segundo plano, como narrador casi omnisciente de las andanzas de Lucas Corso. Así, de acuerdo con ulteriores confidencias del cazador de libros, podrá ordenarse la relación de trágicos sucesos que vinieron después. Llegamos de ese modo al momento en que, de vuelta a casa, comprobó que el portero acababa de barrer el zaguán y estaba a punto de cerrar su garita. Se cruzó con él cuando subía del sótano los cubos de basura.

– Esta tarde vinieron a reparar su televisor.

Corso había leído y visto suficiente cine para saber lo que significaba aquello. Así que no pudo evitar echarse a reír ante el portero estupefacto.

– Hace mucho tiempo que no tengo televisor…

Sobrevino un confuso torrente de excusas, al que apenas prestó atención. Todo empezaba a ser deliciosamente previsible. Pues de libros se trataba, tenía que plantearse el problema más a modo de lector, lúcido y crítico, que como el protagonista de consumo barato en que alguien se empeñaba en convertirlo. Tampoco tenía otra opción. A fin de cuentas, ya que era de naturaleza escéptica y tensión arterial baja, resultaba difícil que el sudor perlase su frente o la palabra ¡fatalidad! brotara de sus labios.

– No habré hecho mal, señor Corso.

– En absoluto. El técnico era moreno, ¿verdad?… Con bigote y una cicatriz en la cara.

– El mismo.

– Tranquilícese; es amigo mío. Un bromista.

El portero suspiró aliviado:

– Me quita usted un peso de encima.

Corso no sentía inquietud por Las Nueve Puertas ni el manuscrito Dumas; cuando no los llevaba consigo, dentro de la bolsa de lona, los dejaba en depósito en el bar de Makarova. Tratándose de objetos relacionados con él, ése era el lugar más seguro del mundo. Así que subió con calma por la escalera mientras intentaba imaginar la siguiente escena. A esas alturas se había convertido ya en lo que algunos llaman lector de segundo nivel, y un arquetipo excesivamente burdo lo habría decepcionado. Pero se tranquilizó al abrir la puerta. No había papeles por el suelo, ni cajones revueltos; ni siquiera sillones destripados a navajazos. Todo estaba en orden, cual lo dejó al salir a primera hora de la tarde.

Fue hasta la mesa de trabajo. Las cajas de disquetes estaban en su sitio, los papeles y documentos sobre sus bandejas igual que los recordaba. El hombre de la cicatriz, Rochefort o quien diablos fuese, era un tipo eficiente; pero todo tenía un límite. Cuando encendió el ordenador, Corso compuso una sonrisa de triunfo.


DAGMAR PC 555 K (s1) ELECTRONIC PLC

UTILIZADO POR ÚLTIMA VEZ A LAS 19.35/THU/3/21

A›ECHO OFF

A›

Utilizado a las 19.35 de aquel mismo día, aseguraba la pantalla. Pero él no había tocado el ordenador en las últimas veinticuatro horas. A las 19.35 estaba con nosotros en la tertulia del café, mientras el hombre de la cicatriz le mentía al portero.

Aún encontró algo más, inadvertido al principio, que ahora descubría junto al teléfono. Aquello no era azar, ni imprevisión por parte del misterioso visitante. En un cenicero, entre las colillas del propio Corso, encontró una reciente, que no era suya. Pertenecía a un habano casi consumido, con la vitola intacta. Cogió la punta del cigarro y la sostuvo entre los dedos, incrédulo al principio, hasta que poco a poco, a medida que comprendía su sentido, rió enseñando el colmillo igual que un lobo malicioso y esquinado.

La marca era Montecristo. Naturalmente.


Flavio La Ponte también había tenido visita. En su caso, el fontanero.

– No tiene puñetera gracia -dijo a modo de saludo. Esperó a que Makarova sirviera las ginebras y vació el contenido de una bolsita de celofán en el mostrador. La colilla de cigarro era idéntica, y también la vitola estaba intacta.

– Edmundo Dantés ataca de nuevo -apuntó Corso.

La Ponte sólo compartía a medias el espíritu novelesco del asunto:

– Pues fuma habanos caros, el maldito -le temblaba el pulso; algo de ginebra se le derramó por los rizos de la barba rubia-. Lo encontré en mi mesa de noche.

Corso se burlaba sin tapujos:

– Deberías tomar las cosas con más calma, Flavio. Como un tipo duro -le puso una mano en el hombro-. Recuerda el Club de Arponeros de Nantucket.

El librero se sacudió la mano, ceñudo.

– Fui un tipo duro. Exactamente hasta los ocho años, cuando comprendí las ventajas de la supervivencia. A partir de ahí me ablandé un poco.

Citó Corso a Shakespeare entre trago y trago. El cobarde muere mil veces y el valiente etcétera. Pero La Ponte no era de los que se consuelan con citas. Al menos con ese género de citas.

– En realidad no tengo miedo -dijo, reflexivo y cabizbajo-. Lo que me preocupa es perder cosas… El dinero. Mi increíble potencia sexual. La vida.

Eran argumentos de peso, y Corso hubo de admitirle que, en cuanto a posibilidades, podían resultar molestas. Además, añadió el librero, se daban otros indicios: clientes extraños que deseaban el manuscrito Dumas a cualquier precio, misteriosas llamadas nocturnas…

Se irguió Corso, interesado.

– ¿Telefonean a media noche?

– Sí, pero no dicen nada. Están un rato así y luego cuelgan.

Mientras La Ponte narraba sus desdichas, el cazador de libros tocó la bolsa de lona recuperada momentos antes. Makarova la había tenido allí todo el día, bajo el mostrador, entre cajas de botellas y barriles de cerveza.

– No sé qué hacer -concluyó La Ponte, trágico.

– Vende el manuscrito y termina con esto. Las cosas se están saliendo de madre.

El librero movió la cabeza mientras pedía otra ginebra. Doble.

– Le prometí a Enrique Taillefer que ese manuscrito iría a venta pública.

– Taillefer está muerto. Y tú no has cumplido una promesa en la vida.

Asintió La Ponte, fúnebre, como si no hubiera necesidad de que nadie recordase aquello. Pero entonces algo le despejó un poco el ceño; entre la barba le apuntaba una mueca alelada. Con buena voluntad podía considerarse una sonrisa.

– Por cierto. Adivina quién ha telefoneado. -Milady.

– Casi lo aciertas: Liana Taillefer.

Corso observó a su amigo con infinito cansancio. Después cogió el vaso de ginebra para vaciarlo sin respirar, de un largo trago.

– ¿Sabes, Flavio?… -dijo al fin, limpiándose la boca con el dorso de la mano-. A veces tengo la sensación de que ya he leído esta novela, antes.

La Ponte arrugaba otra vez la frente.

– Quiere recuperar El vino de Anjou -explicó-. Tal cual, sin autentificación ni nada… -mojó los labios en su bebida antes de sonreírle inseguro a Corso-. Extraño, ¿verdad? Ese interés repentino.

– ¿Qué le has dicho?

El librero levantó las cejas.

– Que la cosa escapa a mi control. Que el manuscrito lo tienes tú. Y que te firmé un contrato.

– Es mentira. No hemos firmado nada.

– Claro que es mentira. Pero así te cuelgo a ti el mochuelo si las cosas se complican. Eso no me impide atender ofertas: la viuda y el que suscribe cenaremos juntos una de estas noches. Negocios. Para discutir la cuestión. Soy el arponero audaz.

– Tú no eres arponero ni nada. Eres un sucio bastardo y traidor.

– Sí. Inglaterra me hizo así, que diría ese meapilas de Graham Greene. En el colegio me apodaban Yo-no-he-sido… ¿Nunca te he contado cómo aprobé Matemáticas?… -alzó otra vez las cejas, evocador, con ternura nostálgica-…Siempre fui un delator nato.

– Pues ten cuidado con Liana Taillefer.

– ¿Por qué? – La Ponte se miraba en el espejo del bar. Hizo una mueca lúbrica-. Desde que le llevaba los folletines al marido me gusta esa tía. Tiene mucha clase.

– Sí -concedió Corso-. Mucha clase media.

– Oye, no sé por qué te cae tan mal. Con lo aparente que es.

– Hay gato encerrado.

– Me encantan los gatos. Sobre todo si sus dueñas son rubias y guapas.

Corso le daba golpecitos con un dedo sobre el nudo de la corbata.

– Escucha, idiota. En las historias de misterio siempre muere el amigo. ¿Captas el silogismo?… Ésta es una historia de misterio y tú eres mi amigo -le dedicó un guiño cargado de lógica abrumadora-. Así que llevas todas las papeletas.

Obstinado en el recuerdo de la viuda, La Ponte no se dejaba intimidar.

– Venga ya. No he cantado un bingo en mi vida. Además, ya te dije dónde me pedía el tiro: en el hombro.

– Hablo en serio. Taillefer está muerto.

– Suicidado.

– A saber. Y puede morir más gente.

– Pues muérete tú. Aguafiestas. Cabrón.

El resto de la velada consistió en variaciones sobre el mismo tema. Se despidieron cinco o seis copas más tarde, quedando en telefonearse cuando Corso estuviera en Portugal. La Ponte se fue con paso inseguro y sin pagar, pero le regaló la colilla de Rochefort. Así, le dijo, tienes la parejita.

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