Aquel crimen se había llevado a cabo con la complicidad de una mujer.
(E. de Queiroz. El misterio de la carretera de Sintra)
Sentado en el último peldaño de la escalera, Corso intentaba encender un pitillo. Aún demasiado aturdido para recobrar la percepción espacial, no conseguía hacer coincidir en el mismo plano fósforo y punta del cigarrillo. Además, uno de los cristales de las gafas estaba roto y le era preciso guiñar un ojo para ver por el otro. Cuando la llama chisporroteó entre sus dedos, dejó caer el fósforo entre los pies y mantuvo el cigarrillo en la boca mientras la chica, que había estado recogiendo el contenido de la bolsa esparcido por el suelo del muelle, se acercaba con ella en la mano.
– ¿Te sientes bien?
Era una pregunta objetiva, desprovista de solicitud o ansiedad. Sin duda estaba molesta por la forma tan estúpida en que, a pesar de su advertencia telefónica, Corso fue sorprendido como un incauto. Asintió éste con la cabeza, humillado y confuso. Lo consolaba, sin embargo, la expresión de Rochefort antes de recibir lo suyo. La chica había golpeado con precisión y crueldad, aunque sin ensañarse después, cuando quedó boca arriba y a continuación se giró dolorido, sin decir esta boca es mía ni volver a la carga, alejándose a rastras mientras ella se desinteresaba de él y recuperaba la bolsa. Si de Corso hubiera dependido el asunto, habría ido detrás a retorcerle el cuello sin el menor reparo hasta que contase cuanto sabía de aquel enredo; pero estaba demasiado débil para ponerse en pie, y tampoco era muy seguro que la chica lo hubiese permitido. Desembarazada de Rochefort, sólo se ocupaba de la bolsa y de Corso.
– ¿Por qué lo dejaste ir?
Podían ver la silueta lejana, vacilante, a punto de perderse en la oscuridad tras un recodo del muelle, entre barcazas atracadas a lo lejos que parecían buques fantasmas sobre la niebla baja. Corso imaginó al tipo de la cicatriz en retirada, con el rabo entre las piernas y la boca hecha un sonajero, preguntándose cómo diablos la chica había sido capaz de hacerle aquello, y sintió una vengativa sensación de júbilo interior.
– Podíamos haber interrogado a ese hijoputa -se lamentó.
Ella había ido en busca de la trenca. Vino a sentarse a su lado, en el mismo peldaño, sin responder en seguida. Parecía cansada.
– Volverá a nosotros -dijo, y observó a Corso antes de apartar los ojos en dirección al río-. Procura estar más atento la próxima vez.
Él se quitó de la boca el cigarrillo húmedo y se puso a darle vueltas, deshaciéndolo entre los dedos.
– Creí que…
– Todos los hombres creen que. Hasta que les rompen la cara.
Entonces comprobó que la chica estaba herida. No gran cosa: un hilo de sangre le corría de la nariz al labio superior, y después por la comisura de la boca hasta la barbilla.
– Tu nariz está sangrando-dijo estúpidamente.
– Ya lo sé -repuso ella sin alterarse; sólo se tocó un momento con dos dedos, que miró al retirarlos manchados de sangre.
– ¿Cómo te lo hizo?
– Casi fui yo misma -se limpiaba los dedos en el pantalón-. Al principio caí sobre él. Chocamos.
– ¿Quién te enseñó ese tipo de cosas?
– ¿Qué tipo de cosas?
– Te vi ahí, en la orilla -Corso imitó torpemente el gesto con las manos-. Dándole lo suyo.
La vio sonreír un poco mientras se ponía en pie, sacudiéndose la trasera de los tejanos:
– Una vez peleé con un arcángel. Ganó él, pero pude cogerle el truco.
Ahora parecía jovencísima con aquel hilo de sangre en la cara. Se había colgado la bolsa al hombro y alargaba una mano, ayudándolo a incorporarse. Le sorprendió la firmeza del contacto. Cuando pudo ponerse en pie le dolían todos los huesos.
– Siempre creí que los arcángeles usaban lanzas y espadas.
Ella sorbía sangre por la nariz, inclinada hacia atrás la cabeza para contener la hemorragia. Lo miró de soslayo, con aire de fastidio.
– Tú has visto demasiados grabados de Durero, Corso. Así te van las cosas.
Fueron hasta el hotel por el Pont Neuf y el corredor del Louvre, sin más incidentes. En un tramo iluminado observó que la chica todavía sangraba. Extrajo el pañuelo del bolsillo, mas cuando hizo ademán de ayudarla se lo quitó de la mano, para aplicarlo ella misma a la nariz. Caminaba absorta en pensamientos que Corso era incapaz de imaginar, vigilándola a hurtadillas: el cuello largo y desnudo, el perfil perfecto, la piel mate en la brumosa claridad de las farolas del Louvre. Iba bolsa al hombro, ligeramente inclinada la cabeza, gesto que le daba una expresión decidida y testaruda a un tiempo. A veces, al doblar una esquina en lugares oscuros, sus ojos se movían alerta a uno y otro lado, y la mano que sostenía el pañuelo contra la nariz bajaba a un costado, tensa y alerta. Después, entre las arcadas con más luz de la Rue Rivoli, pareció relajarse un poco. La nariz ya no sangraba, y le devolvió el pañuelo manchado de sangre seca. Incluso mejoraba su humor; ya no le parecía tan censurable que Corso se hubiese dejado atrapar como un bobo. También puso un par de veces la mano en su hombro mientras caminaban, con gesto espontáneo, igual que si fuesen dos viejos camaradas regresando de un paseo. Lo hizo de un modo muy natural; quizá también, fatigada, necesitaba apoyo. Al principio aquello gustó a Corso, a quien la caminata devolvía lucidez. Después le fastidió un poco. El contacto en su hombro despertaba una sensación insólita, no del todo desagradable pero inesperada. Era sentirse tierno por dentro, igual que los caramelos blandos.
Aquella noche estaba Grüber de turno. Se permitió una breve mirada inquisitiva ante el aspecto de la pareja, el gabán sucio y húmedo, las gafas con un cristal roto del cazador de libros y la cara manchada de sangre de la chica; pero no exteriorizó emoción alguna. Sólo enarcó una ceja, cortés, con muda inclinación de cabeza que lo ponía a disposición de Corso, hasta que éste lo tranquilizó con un gesto. El conserje le entregó un mensaje cerrado, junto con las dos llaves. Entraron en el ascensor y se disponía a abrir el sobre cuando vio que la nariz de la joven empezaba a sangrar de nuevo. Puso el mensaje en el bolsillo del gabán mientras recurrían otra vez al pañuelo. El ascensor se detuvo en el piso de ella y Corso sugirió avisar a un médico, mas la chica negó con la cabeza, saliendo del ascensor. Tras un momento de duda anduvo él detrás, por el pasillo en cuya moqueta quedaba un rastro de pequeñas gotas de sangre. Una vez dentro de la habitación la hizo sentarse en la cama, fue al cuarto de baño y empapó una toalla.
– Póntela en la nuca y echa hacia atrás la cabeza.
Obedeció sin despegar los labios. Toda la energía demostrada a orillas del río parecía haberse desvanecido, quizás a causa de la hemorragia. Le quitó la trenca y las zapatillas para recostarla en la cama, doblando la almohada bajo su espalda; se dejaba hacer como una niña exhausta. Antes de apagar todas las luces excepto la del cuarto de baño, Corso echó un vistazo a la habitación: aparte el cepillo de dientes, el tubo de dentífrico y un pequeño frasco de champú bajo el espejo del lavabo, las únicas pertenencias visibles de la chica eran su trenca, la mochila abierta sobre el sillón, las postales compradas la víspera con Los tres mosqueteros, un jersey de lana gris, un par de camisetas de algodón y unas braguitas blancas secándose sobre el radiador. Tras la exploración miró a la joven incómodo; indeciso ante la idea de sentarse en el borde de la cama o en alguna otra parte. La sensación experimentada en la Rue Rivoli continuaba allí, en su estómago o donde fuera. Pero no podía largarse por las buenas; no hasta que ella se encontrase mejor. Por fin resolvió permanecer de pie. Tenía las manos en el bolsillo del gabán, y una de ellas tocaba la petaca de ginebra vacía. Echó una ojeada de codicia al minibar, aún con el precinto del hotel intacto. Se moría por un trago.
– Estuviste muy bien allá abajo, en el río -dijo, por decir algo-. No te he dado las gracias.
Ella sonrió un poco, soñolienta; pero sus ojos, con las pupilas dilatadas por la penumbra, habían seguido cada uno de los gestos de Corso.
– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó él.
Le sostuvo la mirada con un punto de ironía, dando a entender que la pregunta era absurda:
– Por lo visto quieren algo que tú tienes.
– ¿El manuscrito Dumas?… ¿Las Nueve Puertas?
La joven suspiró levemente. Puede que nada de eso tenga tanta importancia, parecía sugerir.
– Tú eres listo, Corso -dijo por fin-. Deberías tener alguna hipótesis.
– Tengo demasiadas. Lo que me faltan son pruebas. -Las pruebas no siempre son necesarias.
– Eso es sólo en las novelas policiacas: a Sherlock Holmes, o Poirot, les basta con imaginar quién es el asesino y cómo cometió el crimen. Después se inventan el resto y lo cuentan igual que si fuera cierto. Entonces Watson o Hastings, admirados, aplauden y dicen: «Bravo, maestro, fue exactamente así». Y el asesino confiesa. El muy idiota.
– Yo también estoy dispuesta a aplaudir.
No hubo esta vez ironía en el comentario. Lo observaba con fijeza, atenta, esperando de él una palabra o un gesto.
Se removió, incómodo.
– Ya lo sé -dijo. La chica seguía sosteniéndole la mirada como si de veras no tuviese nada que ocultar-. Y me pregunto por qué.
Estuvo a punto de añadir: «Esto no es una novela policiaca, sino la vida real»; pero no lo hizo porque, a esas alturas de la trama, la línea que separaba lo real de lo imaginario se le antojaba un tanto difusa. Corso, ser concreto de carne y hueso, con documento nacional de identidad y domicilio conocido, con una conciencia física de la que en ese momento, tras el episodio de la escalera, eran prueba sus huesos doloridos, cedía cada vez más a la tentación de considerarse personaje real en un mundo irreal. Eso no encerraba maldita la gracia, porque de ahí a creerse, también, personaje irreal imaginándose a sí mismo real en un mundo irreal sólo había un paso: el que separaba estar cuerdo de volverse majara. Y se preguntó si alguien, un retorcido novelista o un borrachín autor de guiones baratos, lo estaría imaginando a él en ese momento como personaje irreal que se imaginaba irreal en un mundo irreal. Aquello podía ya ser la leche.
El razonamiento terminó por secarle del todo la boca. Estaba allí, de pie ante la chica, con las manos en los bolsillos del gabán y la lengua tapizada con papel de lija. Si fuera irreal -pensó, aliviado- se me pondrían los pelos de punta, exclamaría ¡Fatalidad! o el sudor perlaría mi frente. Pero no tendría esta sed. Bebo, luego existo. Así que salió disparado hacia el minibar, hizo saltar el precinto y se calzó un botellín de ginebra de un trago, a palo seco. Casi sonreía al incorporarse cerrando la puerta del nimbar a la manera de quien cierra un sagrario. Lentamente, las cosas ocuparon de nuevo su lugar en el universo.
Había poca luz en la habitación. La del cuarto de baño, amortiguada, iluminaba en diagonal parte de la cama donde seguía la chica. Miró sus pies descalzos, las piernas enfundadas en tejanos, la camiseta con gotas de sangre seca. Después se detuvo en el largo cuello moreno, desnudo. La boca entreabierta mostrando el extremo de los incisivos blancos en la penumbra. Los ojos que seguían pendientes de él. Tocó la llave de su habitación en el bolsillo del gabán mientras tragaba saliva. Tenía que irse de allí.
– ¿Estás mejor?
Ella asintió sin responder. Corso consultó el reloj, aunque poco le importaba la hora. No recordaba haber encendido la radio al entrar, pero había música en alguna parte. Una canción melancólica, en francés. La muchacha de un bar, en un puerto, enamorada de un marinero desconocido.
– Bueno. Tengo que irme.
La voz de mujer seguía desgranando su canción en la radio. El marinero -como se estaba viendo venir- se había largado para siempre, y la muchacha del bar contemplaba la silla vacía y el círculo húmedo de su vaso en la mesa. Corso se acercó a la mesilla de noche para recuperar el pañuelo, y utilizó la parte más limpia para desempañar el único cristal intacto de las gafas. En ese momento pudo ver que la nariz de la chica sangraba de nuevo.
– Otra vez -dijo.
El hilo de sangre volvía a correrle por el labio superior y el extremo de la boca. Ella se llevó una mano a la cara, y sonrió estoica, mirándose los dedos manchados de rojo.
– No importa.
– Debería verte un médico.
Entornó un poco los párpados mientras negaba con la cabeza, dulcemente. Parecía muy desvalida así, en la penumbra del cuarto, sobre la almohada donde goteaban gruesos puntos oscuros. Aún con las gafas en la mano, se sentó en el borde de la cama mientras le acercaba el pañuelo a la cara. Y al moverse hacia ella, su sombra, recortada en la pared por la claridad diagonal del cuarto de baño, pareció dudar entre la luz y la oscuridad antes de esfumarse en un rincón.
Entonces la chica tuvo un gesto inesperado, extraño. Haciendo caso omiso del pañuelo que le ofrecía, extendió hasta Corso la mano manchada de sangre y le tocó la cara, trazándole con los dedos cuatro líneas rojas de la frente al mentón. No retiró la mano tras la singular caricia sino que la mantuvo allí, tibia y húmeda, mientras él sentía las gotas de sangre deslizarse por la cuádruple huella dejada en su piel. Los iris claros reflejaban la luz que llegaba de la puerta entreabierta, y Corso se estremeció al encontrar en ellos el doble reflejo de su sombra perdida.
Sonaba otra canción en la radio, pero ambos dejaron de escuchar. La chica olía a calor y a fiebre, con un pálpito suave bajo la piel de su cuello desnudo. La habitación viraba de luces y sombras a claroscuros donde los objetos perdían su contorno. Ella murmuró algo ininteligible en voz muy baja, y hubo pequeños destellos en su mirada cuando la mano se deslizó hacia la nuca de Corso, extendiéndole en torno al cuello la mancha de sangre tibia. Con el sabor de una de esas gotas en la lengua se inclinó hacia ella, hasta la ternura de sus labios entreabiertos de donde ahora brotaba un suave gemido que parecía venir de muy atrás, lento y monótono, viejo de siglos. Por un breve instante, en el latido de aquella carne se volvieron vida todas las anteriores muertes de Lucas Corso, como si la corriente de un río oscuro y tranquilo, de aguas espesas igual que barniz, las trajese a la deriva. Y lamentó que ella careciese de un nombre que tatuar con ese instante en su conciencia.
Sólo fue un segundo. Después, recobrando la mueca lúcida, el cazador de libros se vio a sí mismo sentado en el borde de la cama, con el gabán puesto y aún fascinado como un perfecto imbécil, mientras ella se retiraba un poco y, arqueados los riñones como un hermoso animal joven, se desabrochaba el botón de los tejanos. La observó con una especie de benevolente guiño interior; con esa indulgencia entre escéptica y fatigada que se concedía a veces. Con más curiosidad que deseo. Al deslizar hacia abajo la cremallera, la chica descubrió un triángulo de piel oscura en contraste con el algodón blanco de sus braguitas, arrastradas por los tejanos cuando se desembarazó de ellos; y sus piernas largas, bronceadas, extendidas sobre la cama, dejaron a Corso -a los dos Corsos- sin aliento igual que habían dejado a Rochefort sin dientes. Ella levantó después los brazos para quitarse la camiseta; lo hizo con absoluta naturalidad, sin coquetería ni indiferencia, manteniendo en él sus ojos tranquilos y dulces hasta que la camiseta le cubrió la cara. Entonces el contraste fue mayor: más algodón blanco, esta vez deslizándose hacia arriba sobre la piel atezada, la carne tensa, cálida, la cintura esbelta; las tetas pesadas y perfectas, perfiladas por el contraluz en la penumbra, el nacimiento del cuello, la boca entreabierta y otra vez los ojos, con toda la luz arrebatada al cielo. Con la sombra de Corso allí adentro, cautiva como un alma encerrada en el fondo de una doble bola de cristal o una esmeralda.
A partir de ese momento supo él, con absoluta certeza, que no iba a poder. Fue una de esas intuiciones lúgubres que preceden a algunos acontecimientos y los marcan, antes incluso de que se produzcan, con signos premonitorios del desastre inevitable. Dicho de modo más prosaico: mientras enviaba el resto de su ropa a reunirse con el gabán arrojado a los pies de la cama, Corso comprobó que la inicial erección provocada por las circunstancias se hallaba en franco retroceso. Verdes las iban a segar. O como habría dicho el tatarabuelo bonapartista, la Garde recule. Del todo. Aquello le produjo una súbita angustia, aunque confió en que, de pie como estaba en el contraluz de la puerta, su estado de inoportuna flaccidez pasara desapercibido. Con infinitas precauciones se tumbó boca abajo junto al cuerpo tibio y moreno que aguardaba en la penumbra, para utilizar lo que, sobre el barro de Flandes, el Emperador habría llamado aproximación táctica indirecta: tanteo del terreno desde la media distancia y ausencia de contacto en la zona crítica. Desde aquella prudente posición intentó concederse un poco de tiempo por si llegaba Grouchy con los refuerzos, acariciando a la chica y besándola sin prisas en la boca y el cuello. Pero nada de nada. Grouchy no aparecía por ninguna parte; aquel soplador de vidrio andaba a la caza de prusianos, lejos del campo de batalla. Y la angustia de Corso se trocó en pánico cuando la chica se estrechó contra él, introdujo un muslo firme, perfecto y cálido entre los suyos, y pudo percatarse de la magnitud del desastre. La vio sonreír un poco, algo desconcertada. Una sonrisa de aliento del tipo bravo campeón, sé que puedes hacerlo. Después lo besó con extraordinaria dulzura mientras alargaba una mano voluntariosa, dispuesta a mejorar el asunto. Y justo cuando sintió el contacto de la mano en el epicentro mismo del drama, Corso se vino abajo del todo. Como el Titanic. A pique, sin medias tintas. Con la orquesta tocando en cubierta, y las mujeres y los niños primero. Los veinte minutos siguientes fueron de agonía; de esos en los que uno purga cuanto de malo ha hecho en su vida. Ataques heroicos que se estrellaban contra la imperturbabilidad de los cuadros de fusileros escoceses. La infantería de línea al asalto apenas se vislumbraba una leve posibilidad de victoria. Incursiones improvisadas de cazadores e infantería ligera, en inútil deseo de sorprender al enemigo. Escaramuzas de húsares y pesadas cargas de coraceros. Pero todos los intentos conocieron idéntica suerte: Wellington se choteaba en aquel pueblecito belga inalcanzable, mientras su gaitero mayor tocaba la marcha de los Escoceses Grises en las narices de Corso, y la Vieja Guardia, o lo que quedaba de ella, lanzaba desorbitadas miradas de soslayo, apretados los dientes y sofocado el aliento contra las sábanas, al reloj que para su desgracia conservaba en la muñeca. A Corso le caían desde la raíz del pelo, por la nuca, gotas de sudor como puños. Y miraba con ojos extraviados a su alrededor, por encima del hombro de la chica, buscando desesperadamente una pistola para pegarse un tiro.
Ella dormía. Con infinitas precauciones para no despertarla alargó una mano hasta el gabán en busca de un cigarrillo. Después de encenderlo, incorporado sobre un codo, se quedó mirándola. Estaba boca arriba, desnuda, la cabeza hacia atrás sobre la almohada manchada de sangre ya seca, respirando con suavidad por la boca entreabierta. Seguía oliendo a fiebre y a carne tibia. A la luz indirecta del cuarto de baño que la perfilaba en luces y sombras, Corso admiró su cuerpo inmóvil, perfecto. Aquello, se dijo, era una obra maestra de la ingeniería genética; y se preguntó qué mezcla de sangres, o de enigmas, saliva, piel, carne, semen y azar, se había concitado en el tiempo para unir los eslabones de la cadena que culminaba en ella. Todas las mujeres, todas las hembras creadas por el género humano estaban allí, resumidas en aquel cuerpo de dieciocho o veinte años. Acechó el pulso de la sangre en el cuello, el latido casi imperceptible del corazón, la línea curva y suave que iba de sus músculos dorsales a la cintura y se ensanchaba en las caderas. Acercó una mano para acariciar con la punta de los dedos el pequeño triángulo rizado allí donde la piel era un poco más clara, entre los muslos donde él fue incapaz de vivaquear de un modo canónico. La chica había encajado la situación con talante impecable, sin darle mayor importancia y dejando que el asunto derivase hacia un juego ligero y cómplice cuando por fin comprendió que, por parte de Corso y en aquel asalto, no iba a haber más cera que la que ardía. Eso tuvo la virtud de relajar el ambiente; o al menos impidió que él, a falta de un arma de fuego -¿acaso no se remataba a los caballos?-, se arrojara contra el pico de la mesa de noche, dando cabezazos hasta romperse la crisma; alternativa que llegó a considerar en su ofuscación y sólo pudo descartar, a medias, atizándole un disimulado puñetazo a la pared que a punto estuvo de fracturarle los nudillos; eso hizo que ella, sorprendida por el brusco movimiento y la repentina tensión de su cuerpo, lo mirase sobresaltada. Lo cierto es que el dolor y los esfuerzos por no soltar un aullido calmaron un poco a Corso, que reunió además la presencia de ánimo suficiente para esbozar media sonrisa crispada y decirle a la chica que aquello solía ocurrirle sólo las treinta primeras veces. Se había echado a reír abrazada a él, besándole los ojos y la boca, divertida y tierna. Eres un idiota, Corso; no me importa nada. No me importa en absoluto. Aun así, él hizo lo único que a aquellas alturas podía hacerse: una faena de aliño minuciosa, con dedos hábiles en el lugar idóneo y resultados, si no gloriosos, al menos razonables. Después, al recobrar el aliento, la chica lo miró largo rato en silencio antes de besarlo despaciosa y concienzudamente, hasta que la presión de sus labios fue cediendo y se quedó dormida.
La brasa del cigarrillo iluminaba los dedos de Corso en la penumbra. Retuvo el humo todo el tiempo que pudo en los pulmones y luego lo expulsó de golpe, viendo cómo se materializaba en el aire al cruzar el segmento de luz sobre la cama. Sintió que la respiración de la joven se interrumpía un instante y la miró, atento. Fruncía el ceño gimiendo bajito, igual que una niña que tuviera un mal sueño. Después, todavía dormida, se volvió a medias hacia él sobre un costado, el brazo bajo los senos desnudos y la mano junto a la cara. Quién coño eres, la interrogó sin palabras una vez más, malhumorado, aunque inclinándose después para besar el rostro inmóvil. Acarició su pelo corto, el contorno de la cintura y las caderas silueteadas ahora de modo preciso en el contraluz de la habitación. Había más belleza en aquella suave línea curva que en una melodía, una escultura, un poema o cuadro. Se aproximó para oler el cuello tibio, y en ese momento su propio pulso se puso a martillear más fuerte, despertándole la carne. Tranquilo, se dijo. Sangre fría y nada de pánico esta vez. Procedamos. Ignoraba cuánto podría mantenerse aquello, así que apagó precipitadamente el cigarrillo en el cenicero de la mesa de noche para pegarse a la chica, comprobando que su organismo respondía al estímulo-de modo satisfactorio. Entonces le separó los muslos y accedió por fin, aturdido, a un paraíso húmedo, acogedor, que parecía hecho de nata caliente y miel. Notó que la chica se removía, soñolienta, y que sus brazos se le cruzaban alrededor de la espalda aunque no estaba despierta del todo. La besó en el cuello y en la boca, que mantenía un quejido largo e infinitamente dulce, y comprobó que movía las caderas para acoplarse a él y acompasar el movimiento. Y cuando se hundió hasta el fondo de la carne y de sí mismo, abriéndose paso sin esfuerzo hacia el lugar perdido en su memoria de donde, por instinto, procedía, ella había abierto ya los ojos y lo miraba sorprendida y feliz, reflejos verdes a través de las largas pestañas húmedas. Te amo, Corso. Teamoteamoteamoteamo. Te amo. Después, en algún momento, él tuvo que morderse la lengua para no decir idéntica gilipollez. Se veía a sí mismo desde lejos, asombrado e incrédulo, sin apenas reconocerse: atento a ella, pendiente de sus latidos, de sus gestos, anticipándose al deseo mientras descubría los resortes secretos, las claves íntimas de aquel cuerpo suave y tenso a un tiempo, sólidamente enlazado al suyo. Siguieron así cosa de hora y pico. Después Corso le preguntó a la chica si estaba fértil o infértil, y ella dijo que no se preocupara, que lo tenía bajo control. Entonces él se lo puso todo muy adentro, junto al corazón.
Despertó cuando empezaba a amanecer. La chica dormía apretada contra él, y Corso estuvo un rato inmóvil para no despertarla, negándose a reflexionar sobre lo ocurrido y sobre lo que podía ocurrir. Entornó los ojos mientras se dejaba ir con placidez, disfrutando la grata indolencia del momento. La respiración de la joven alentaba en su piel. Irene Adler, 221 b de Baker Street. El diablo enamorado. La silueta entre la bruma, frente a Rochefort. La trenca azul cayendo despacio, desplegada, sobre el muelle del Sena. Y la sombra de Corso dentro de sus ojos. Dormía relajada y tranquila, ajena a todo, y a él le resultaba imposible establecer lazos lógicos que ordenasen las imágenes en su memoria. Pero tampoco en ese momento la lógica le apetecía lo más mínimo; se sentía perezoso y satisfecho. Puso una mano entre el calor de los muslos de la chica y la dejó allí, muy quieta. Al menos aquel cuerpo desnudo sí era real.
Más tarde se levantó con cuidado para ir al cuarto de baño. Ante el espejo comprobó que tenía restos de sangre seca en la cara, y también -gajes de la escaramuza con Rochefort y su escalera- una contusión azulada en el hombro izquierdo y otra sobre un par de costillas que le dolieron cuando presionó con los dedos. Después de lavarse un poco fue en busca de un cigarrillo. Y al hurgar en el gabán encontró el mensaje de Grüber.
Maldijo entre dientes por haberlo olvidado, mas ya no había remedio. Así que abrió el sobre y regresó a la luz del cuarto de baño para leer la nota que estaba dentro. No era muy extensa, y su contenido -dos nombres, un número y una dirección- le arrancó una sonrisa cruel. Fue a mirarse otra vez al espejo, el pelo revuelto y la barba que le oscurecía la cara, poniéndose las gafas con el cristal roto como quien se cala una celada de guerra; tenía la mueca de un lobo malo que ventea la caza. Recogió su ropa y la bolsa de lona sin hacer ruido, y le dirigió una última mirada a la chica dormida. Quizá, después de todo, aquél fuese un magnífico día. A Buckingham y Milady se les iba a indigestar el desayuno.
El hotel Crillon era demasiado caro para que Flavio La Ponte corriese con los gastos; tenía que ser la viuda Taillefer quien pagaba las facturas. Corso reflexionó sobre ese punto mientras despedía el taxi en la plaza Concorde y cruzaba en línea recta el vestíbulo de mármol de Siena, camino de las escaleras y la habitación ao6. Había un cartelito de «no molestar» y mucho silencio al otro lado de la puerta cuando llamó fuerte con los nudillos, tres veces.
Tres cortes se dieron en la carne pagana, y el filo para la ballena blanca quedó templado…
La Hermandad de Arponeros de Nantucket parecía a punto de disolverse, y Corso no estaba seguro de lamentarlo o no. En cierta ocasión, La Ponte y él habían imaginado juntos una segunda versión de Moby Dick: Ismael escribe la historia, introduce el manuscrito en el ataúd calafateado y se ahoga con el resto de la dotación del Pequod. Quien sobrevive es Queequeg, el arponero salvaje y sin pretensiones intelectuales. Con el tiempo aprende a leer y un día se enfrasca en la novela de su compañero, para descubrir que la versión de éste y sus propios recuerdos de lo ocurrido no tienen nada que ver. Entonces escribe su versión de la historia. «Llamadme Queequeg», empieza, y la titula: Una ballena. Desde el profesional punto de vista del arponero, Ismael fue un erudito pedante que sacó las cosas de quicio: Moby Dick no es culpable, sino un cetáceo como cualquier otro, y todo se reduce a un capitán incompetente que antepone un ajuste de cuentas particular «-Qué importa quién le arrancara la pierna», escribe Queequeg- a su obligación de llenar barriles de aceite. Corso recordaba la escena en torno a la mesa del bar: Makarova escuchando atenta con su aire masculino, formal y báltico, a La Ponte que explicaba la utilidad del calafate sobre el ataúd del carpintero mientras, al otro lado del mostrador, Zizi les dirigía celosas miradas asesinas. Eran los tiempos en que, si Corso marcaba su propio número, la voz de Nikon -siempre la veía saliendo del cuarto oscuro con las manos húmedas de líquido fijador- sonaba al descolgar el teléfono. Así lo hicieron aquella vez, la noche que se reescribió Moby Dick, y terminaron todos en casa, vaciando más botellas ante el televisor con la película de John Huston en el vídeo. Brindando por el viejo Melville cuando el Raquel, que navega buscando a sus hijos perdidos, encuentra por fin otro huérfano.
Así había sido. Sin embargo, ahora, frente a la puerta de la habitación 206, Corso no lograba sentir la cólera de quien está a punto de echarle a otro en cara una traición; quizá porque, en el fondo, compartía la creencía de que en política, negocios y sexo, traicionar es sólo cuestión de fechas. Descartada la política, ignoraba si la presencia de su amigo en París era explicable mediante los negocios o el sexo; tal vez se diese una combinación de factores, pues ni siquiera el resabiado Corso podía imaginarlo metiéndose en líos sólo por dinero. Mentalmente pasó revista, en la memoria, a Liana Taillefer cuando la breve escaramuza en su casa, sensual y hermosa, las amplias caderas, la carne blanca, mórbida, su aspecto saludable de Kim Novak en plan mujer fatal, y enarcó una ceja -la amistad consistía en ese tipo de detalles- en comprensivo homenaje a los móviles del librero. Quizá por eso La Ponte no encontró animadversión en su gesto al aparecer en la puerta; lo hizo en pijama y descalzo, con cara de sueño. Y tuvo tiempo de abrir la boca, sorprendido, antes de que Corso se la cerrara con un puñetazo que lo envió, dando traspiés, al otro extremo de la habitación.
Puede que, en otras circunstancias, Corso hubiera disfrutado con la escena: suite de lujo, ventana al obelisco de la Concorde, suelo con gruesa moqueta y un enorme cuarto de baño. La Ponte en el suelo, frotándose el mentón dolorido mientras intentaba fijar la mirada extraviada por el golpe. Una cama grande, con dos desayunos en una bandeja. Y Liana Taillefer sentada en ella, rubia y estupefacta, con una tostada a medio morder en la mano, un voluminoso y blanco pecho fuera y otro dentro del escotado camisón de seda. Pezones de cinco centímetros de diámetro, observó desapasionadamente Corso cuando cerraba la puerta a su espalda. Más vale tarde que nunca.
– Buenos días -dijo.
Después se acercó a la cama. Liana Taillefer, inmóvil, aún con la tostada en la mano, lo miró mientras él se sentaba a su lado y, tras dejar la bolsa de lona en el suelo y echarle un vistazo a la bandeja, se servía una taza de café. Durante más de medio minuto nadie dijo una palabra. Por fin Corso bebió un sorbo, sonriéndole a la mujer.
– Creo recordar -la mandíbula sin afeitar le afilaba las facciones; sonreía como puede hacerlo una hoja de cuchillo- que la última vez que nos vimos estuve algo brusco…
Ella no respondió. Había dejado la tostada a medio morder en la bandeja y acomodado su desbordante anatomía dentro del camisón. Miraba a Corso de un modo indefinible, sin miedo, altanería ni rencor; casi con indiferencia. Después de la escena en casa del cazador de libros, éste esperaba odio en aquellos ojos. Lo matarán por esto, etc. Y habían estado a punto de conseguirlo. Pero el azul acero de Liana Taillefer tenía idéntica expresión que un par de charcos de agua helada, y eso preocupó más a Corso que una explosión de ira. Podía imaginarla muy bien mirando impasible el cadáver de su marido colgado en la lámpara del salón. Recordó la foto del pobre diablo con su mandil y el plato en alto, a punto de trocear el cochinillo a la segoviana. Menudo folletín le habían escrito entre todos.
– Condenado cabrón -masculló La Ponte desde el suelo. Parecía haber logrado fijar por fin la vista en él. Después empezó a incorporarse aturdido, en busca del apoyo de los muebles. Corso lo observó, interesado.
– No pareces contento de verme, Flavio.
– ¿Contento? -el librero se frotaba la barba mirándose de vez en cuando la palma de la mano, como si temiese encontrar en ella un trozo de muela-. Tú te has vuelto loco. De remate.
– Todavía no, pero estáis a punto de conseguirlo. Tú y tus secuaces -señaló a Liana Taillefer con el pulgar-. Incluyendo a la desconsolada viuda.
La Ponte se acercó un poco, deteniéndose a distancia prudencial.
– ¿Te molestaría explicarme de qué estás hablando?
Corso alzó una mano ante la cara del librero y se puso a contar con los dedos.
– Estoy hablando del manuscrito Dumas y de Las Nueve Puertas. De Victor Fargas ahogado en Sintra. De Rochefort, que parece mi sombra, atacándome hace una semana en Toledo y anoche aquí, en París -volvió a señalar a Liana Taillefer-. De Milady. Y de ti, sea cual sea el papel que juegues en esto.
La Ponte había estado atento a los dedos de Corso mientras contaba, parpadeando cinco veces seguidas, una por dedo. Al terminar se acarició de nuevo la cara, pero su gesto ya no era dolorido sino perplejo. Parecía a punto de responder algo, mas lo pensó mejor. Cuando por fin se decidió, lo hizo dirigiéndose a Liana Taillefer.
– ¿Qué tenemos que ver con todo eso?
Ella se encogió de hombros con desdén. No estaba interesada en eventuales explicaciones, ni tampoco dispuesta a cooperar. Seguía recostada en los almohadones con la bandeja del desayuno al lado; sus uñas lacadas en rojo sangre desmenuzaban una de las tostadas, y el otro único movimiento que podía apreciarse en ella era la respiración, que le hacía subir y bajar el pecho en el generoso y bien colmado escote. Por lo demás se limitaba a mirar a Corso igual que quien espera que otro descubra las cartas; tan afectada por todo aquello como podía estarlo un trozo de solomillo crudo.
La Ponte se rascó la cabeza, allí donde le clareaba el pelo. Tenía un aspecto muy poco airoso plantado en mitad de la habitación, con el pijama a rayas lleno de arrugas y el carrillo izquierdo hinchado bajo la barba por el puñetazo. Sus ojos desconcertados iban de Corso a la mujer, y de ella a Corso. Por fin se detuvieron en su amigo.
– Exijo una explicación-dijo.
– Qué coincidencia. Yo he venido a pedirte lo mismo.
Dudó La Ponte dirigiéndole otra ojeada insegura a Liana Taillefer. Parecía humillado, y no era para menos. Se miró uno tras otro los tres botones del pijama y luego los pies descalzos. Afrontar una crisis en semejante atuendo rozaba lo patético. Por fin le señaló a Corso el cuarto de baño.
– Vamos ahí adentro -intentaba dar a su voz un tono digno, pero el carrillo inflamado le alteraba la pronunciación en las consonantes-. Tú y yo.
La mujer seguía inescrutable, inmóvil, sin traslucir inquietud, mirándoles con el interés de quien sigue un aburrido concurso en el televisor. Se dijo Corso que era necesario hacer algo respecto a ella, pero de momento no se le ocurría qué. Tras una breve vacilación cogió del suelo la bolsa de lona para preceder a La Ponte, que cerró la puerta tras de sí.
– ¿Se puede saber por qué me has pegado?
Hablaba en voz baja, temiendo que la viuda los oyera desde la cama. Corso puso la bolsa sobre el bidet, comprobó la blancura de las toallas y revolvió en la bandejita de tocador antes de volverse hacia el librero con mucha calma.
– Porque eres un falso y un traidor -repuso-. No me dijiste que andabas metido en esto. Has permitido que me engañen, que me sigan y que me vapuleen.
– No estoy metido en nada. Y aquí el único vapuleado soy yo -el librero se estudiaba la cara en el espejo-. Dios. Mira lo que has hecho. Me has desfigurado.
– Te desfiguraré más si no me lo cuentas todo.
– ¿Contártelo todo?… – La Ponte se palpaba la inflamación, mirándolo de reojo como si Corso hubiera perdido el juicio-. No es ningún secreto; Liana y yo hemos… -se interrumpió, buscando algo que definiese el asunto-. Ejem. Ya lo has visto.
– Intimado -sugirió Corso.
– Eso es.
– ¿Cuándo?
– El mismo día que te fuiste a Portugal.
– ¿Quién se acercó a quién?
– Prácticamente, yo.
– ¿Prácticamente?
– Más o menos. La visité.
– ¿Para qué?
– Para hacerle una oferta por la biblioteca de su marido.
– ¿Se te ocurrió así, de pronto?
– Bueno. Ella telefoneó antes. Te lo conté en su momento.
– Es verdad.
– Quería recuperar el manuscrito de Dumas que me vendió el difunto.
– ¿Dio alguna explicación?
– Motivos sentimentales.
– Y tú te lo creíste.
– Sí.
– O más bien te daba igual.
– En realidad…
– Ya. Lo que te apetecía era tirártela.
– Eso también.
– Y cayó en tus brazos.
– Redonda.
– Claro. Y vinisteis a París de luna de miel.
– No exactamente. Ella tenía cosas que hacer aquí.
– … Y te invitó a acompañarla.
– Eso es.
– De modo casual, ¿verdad?… Con gastos pagados, para seguir el idilio.
– Algo así.
Corso hizo una mueca desagradable.
– Qué bonito es el amor, Flavio. Cuando se quiere de veras.
– Deja de ponerte en plan cínico. Ella es extraordinaria. No puedes imaginar…
– Puedo.
– No puedes.
– Te digo que sí, que puedo.
– Eso hubieras querido, poder. Con ese pedazo de tía.
– Nos desviamos, Flavio. Estábamos aquí, en París.
– Sí.
– ¿Cuáles eran vuestros planes respecto a mí?
– No había planes. Teníamos previsto localizarte hoy o mañana. Para recuperar el manuscrito.
– Por las buenas.
– Claro. ¿Cómo, si no?
– ¿No esperabais que me negara?
– Liana tenía sus dudas.
– ¿Y tú?
– Yo no.
– Tú no, ¿qué?
– Yo no veía el problema. A fin de cuentas somos amigos. Y el Vino de Anjou es mío.
– Ya veo: eras su segundo cartucho.
– No sé a qué te refieres. Liana es estupenda. Y me adora.
– Sí. La veo muy enamorada.
– ¿Tú crees?
– Eres un imbécil, Flavio. Te han tomado el pelo igual que a mí.
Fue una intuición aguda como una sirena de alarma. Corso apartó con repentina brusquedad a La Ponte y se precipitó en el dormitorio para encontrar a Liana Taillefer fuera de la cama, a medio vestir, metiendo ropa en una maleta. Por un momento pudo ver sus ojos glaciales fijos en él -los ojos de Milady de Winter- y supo que todo el rato, mientras fanfarroneaba como un estúpido, ella se había limitado a esperar algo: un ruido o una señal. Lo mismo que una araña en el centro de su tela.
– Adiós, señor Corso.
Al menos le oía decir tres palabras. Escuchó aquello -recordaba bien su voz grave, ligeramente ronca- sin saber qué podía significar, aparte que estaba a punto de largarse. Dio otro paso en su dirección, ignorando lo que iba a hacer cuando llegara hasta la mujer, antes de intuir otra presencia en el dormitorio: una sombra detrás y a la izquierda, pegada al marco de la puerta. Hizo ademán de volverse para encarar el peligro, con la certeza de que había cometido un nuevo error y era demasiado tarde. Aún oyó reír a Liana Taillefer como en las películas con vampiresa rubia y malvada. En cuanto al golpe -el segundo en menos de doce horas-, lo recibió también detrás de la oreja, en el mismo sitio. Y tuvo tiempo de ver a Rochefort esfumándose ante sus ojos turbios.
Ya estaba inconsciente cuando llegó al suelo.