En este momento tiembla usted por la situación y la perspectiva de la caza. ¿Dónde estaría ese temblor si yo fuera preciso como una guía de ferrocarriles?
(A. Conan Doyle. El valle del terror)
Primero fue una voz lejana; un murmullo confuso que no conseguía identificar. Hizo un esfuerzo, intuyendo que le hablaban a él. Algo sobre su aspecto. Corso no tenía la menor idea de cuál era su aspecto, pero le daba igual. Era cómodo seguir allí, donde estuviese, tumbado boca arriba; y no deseaba abrir los ojos. Sobre todo por miedo a que aumentara el dolor que le oprimía las sienes.
Sintió unas palmaditas en la cara y no tuvo más remedio que abrir un ojo con desgana. Flavio La Ponte se inclinaba sobre él, con gesto de preocupación. Todavía llevaba puesto el pijama.
– Deja de sobarme la cara -dijo Corso, malhumorado.
El librero expulsó con visible alivio el aire que retenía en los pulmones.
– Creí que estabas muerto -confesó.
Abriendo el otro ojo, Corso hizo amago de incorporarse. Al momento sintió movérsele el cerebro dentro del cráneo, igual que gelatina en un plato.
– Te dieron bien -informó innecesariamente La Ponte mientras lo ayudaba a ponerse en pie. Apoyado en su hombro para mantener el equilibrio, Corso echó un vistazo a la habitación. Liana Taillefer y Rochefort habían desaparecido.
– ¿Pudiste ver al que me pegó?
– Claro. Alto, moreno. Una cicatriz en la cara.
– ¿Lo habías visto antes?
– No -el librero frunció el ceño, despechado-. Pero ella parecía conocerlo bien… Tuvo que abrirle la puerta mientras discutíamos en el cuarto de baño… Por cierto, el individuo tenía un labio a la funerala. Partido. Un par de puntos, con mercromina -se tocó la mejilla, cuya hinchazón empezaba a ceder, y soltó una risita vengativa-. Por lo que veo, aquí ha cobrado todo el mundo.
Corso, que buscaba sus gafas sin encontrarlas, le dirigió una rencorosa mirada.
– Lo que no entiendo -dijo- es por qué no te sacudieron también a ti.
– Tenían esa intención. Pero dije que no era necesario. Que fueran a lo suyo. Que yo soy un simple turista accidental.
– Podías haber hecho algo.
– ¿Yo? Venga ya. Con el puñetazo que tú me diste tenía de sobra. Por eso hice con los dedos dos uves así, ¿ves?… Señal de paz. Bajé la tapa del inodoro y estuve ahí sentado, quietecito. Hasta que se largaron.
– Mi héroe.
– Más vale un por si acaso que un quién lo iba a decir. Ah, mira esto -le alargó una cuartilla doblada en cuatro-. Lo dejaron al irse, bajo un cenicero con una colilla de Montecristo.
A Corso le costaba enfocar la escritura. Era una nota caligrafiada a tinta, con bonita letra inglesa y complicados trazos en las mayúsculas:
Es por orden mía y para bien del Estado por lo que el portador de la presente hizo lo que hizo.
3 diciembre 1627
Richelieu
A pesar de la situación, estuvo a punto de echarse a reír. Aquél era el salvaconducto extendido en el sitio de la Rochela al pedir Milady la cabeza de d'Artagnan. El mismo que resulta robado después por Athos a punta de pistola -«Muerde si puedes, víbora»-, y sirve para justificar ante Richelieu la ejecución de la mujer, al final de la historia… En resumidas cuentas: demasiado para un solo capítulo. Tambaleándose, Corso fue hasta el cuarto de baño, abrió el grifo del lavabo y puso la cabeza bajo el agua fría. Luego se miró la cara: ojos hinchados, sin afeitar, chorreando agua, las sienes zumbándole como si tuviese dentro un avispero. Estoy para una foto, pensó. Vaya forma de empezar el día.
En el espejo, a su lado, La Ponte le ofrecía una toalla y sus gafas.
– Por cierto -dijo-. Se llevaron tu bolsa.
– Hijo de puta.
– Oye, no sé por qué la tomas conmigo. En toda esta película, lo único que he hecho yo es echar un polvo.
Corso estaba inquieto. Recorría el vestíbulo del hotel intentando pensar a toda prisa, pero a cada minuto eran menores las posibilidades de alcanzar a los fugitivos. Todo estaba perdido salvo un eslabón de la cadena: el número Tres. Aún era necesario que se hicieran con él, y eso ofrecía, al menos, una posibilidad de salirles al encuentro si lograba moverse con rapidez. Fue hasta la cabina y telefoneó a Frida Ungern mientras La Ponte liquidaba la habitación; pero el auricular dio la señal intermitente de comunicar. Tras un momento de duda llamó al Louvre Concorde, pidiendo la habitación de Irene Adler. Tampoco estaba seguro del estado de la cuestión en ese flanco, y se tranquilizó un poco al oír la voz de la chica. En pocas palabras la puso al tanto, pidiéndole que se reuniera con él en la fundación Ungern. Después colgó el teléfono mientras llegaba La Ponte, muy deprimido, guardándose en la cartera su tarjeta de crédito.
– La muy zorra. Largarse sin liquidar la cuenta.
– Te está bien empleado, por listo.
– La mataré con mis propias manos. Lo juro.
El hotel era carísimo, y la traición empezaba a parecerle monstruosa al librero; ya no se veía tan al margen como media hora antes, sino sombrío igual que un Achab vengativo. Subieron a un taxi, y Corso le dio al conductor las señas de la baronesa Ungern. Por el camino le contó al otro el resto de la historia: el tren, la chica, Sintra, París, los tres ejemplares de Las Nueve Puertas, la muerte de Fargas, el incidente en los muelles del Sena… La Ponte escuchaba asintiendo, incrédulo al principio y abrumado después.
– He cohabitado con una víbora -se lamentó, estremeciéndose.
Corso estaba de mal humor, y apuntó que muy rara vez las víboras mordían a los cretinos. La Ponte consideró el asunto. No parecía ofendido.
– Y sin embargo -dijo- es una mujer de rompe y rasga. Con un cuerpazo impresionante.
A pesar del rencor recién adquirido tras la dentellada a su tarjeta de crédito, los ojos le brillaron, lúbricos, mientras se acariciaba la barba.
– Impresionante -repitió, con sonrisita boba.
Corso miraba por la ventanilla, hacia el tráfico.
– Eso mismo dijo el duque de Buckingham.
– ¿Buckingham?
– Sí. En Los tres mosqueteros. Después del episodio de los herretes de diamantes, Richelieu encomienda a Milady el asesinato del duque; pero éste la encarcela cuando regresa a Londres. Allí seduce a su carcelero Felton, un idiota como tú en versión puritana y fanática, y lo convence para que la ayude a escapar y, de paso, asesine a Buckingham.
– No recordaba el episodio. ¿Y qué tal le fue a ese Felton?
– Le dio de puñaladas al duque. Después lo ejecutaron; ignoro si por asesino o por estúpido.
– Al menos no le hicieron pagar la factura del hotel.
El taxi circulaba por el Quai de Conti, cerca de donde Corso había tenido la penúltima escaramuza con Rochefort. En ese momento La Ponte recordó algo:
– Oye, ¿no tenía Milady una marca en un hombro?
Asintió Corso. En ese momento pasaban ante la escalera por donde había rodado la noche anterior.
– Sí -respondió-. Impresa por el verdugo con hierro candente; la marca de los criminales. Ya la llevaba cuando estuvo casada con Athos… d'Artagnan lo descubrió al irse a la cama con ella, y el asunto por poco le cuesta el cuello.
– Es curioso. ¿Sabes que Liana también lleva una marca?
– ¿En el hombro?
– No. En una cadera.
Un tatuaje pequeño, muy bonito, en forma de flor de lis.
– No me digas.
– Te lo juro.
Corso no recordaba el tatuaje, pues cuando el fugaz escarceo en su casa con Liana Taillefer -parecían haber transcurrido años desde aquello- apenas tuvo tiempo de fijarse en esa clase de detalles. De un modo u otro, todo empezaba a quedar fuera de control. Y no se trataba ya de coincidencias folklóricas, sino de un plan establecido; demasiado complejo y peligroso para considerar una simple parodia la actuación de la mujer y su esbirro de la cicatriz. Aquello era un complot con todos los ingredientes del género, y tenía que haber alguien moviendo los hilos. Nunca mejor dicho, una Eminencia Gris. Tocó el bolsillo donde llevaba la carta de Richelieu. Era demasiado excesivo. Y sin embargo, precisamente en lo insólito, en lo novelesco de todo aquello, tenía que estar la solución. Recordaba algo leído una vez, en Allan Poe o en Conan Doyle: «Este misterio parece insoluble por las mismas razones que lo hacen solucionable: lo excesivo, lo outré de sus circunstancias».
– Aún no sé si todo esto es una monumental tomadura de pelo, o auténtico encaje de bolillos -dijo en voz alta, a modo de conclusión.
La Ponte había encontrado un agujero en la piel sintética del asiento, y lo agrandaba hurgando con el dedo, nervioso.
– Sea lo que sea, da muy mala espina -hablaba en voz baja a pesar del cristal antirrobo que los separaba del conductor del taxi-. Espero que sepas lo que haces.
– Eso es lo malo. Que no estoy seguro de lo que hago.
– ¿Por qué no vamos a la policía?
– ¿Y qué les digo?… ¿Que Milady y Rochefort, agentes del cardenal Richelieu, nos han robado un capítulo de Los tres mosqueteros y un libro para convocar a Lucifer? ¿Que el diablo se ha enamorado de mí, encarnándose en una veinteañera para convertirse en mi guardaespaldas?… Dime qué harías tú si fueses el comisario Maigret y yo viniera con ese argumento.
– Te haría soplar en un alcoholímetro, supongo.
– Pues fíjate.
– ¿Y Varo Borja?
– Ésa es otra -Corso soltó un gemido de agobio-. No quiero ni pensarlo, cuando sepa que perdí el libro.
El taxi se abría paso con dificultad entre el tráfico de la mañana y Corso miraba el reloj, impaciente. Por fin llegaron junto al bar-tabac donde estuvo la noche anterior, para encontrar grupos de gente curioseando en las aceras y señales de prohibido el paso en la esquina. Mientras bajaba del taxi, Corso vio también una furgoneta de la policía y un camión de bomberos. Entonces apretó los dientes, soltando una sonora blasfemia que hizo sobresaltarse a La Ponte. También el número Tres había volado.
La chica se les acercó entre la gente, con su pequeña mochila a la espalda y las manos en los bolsillos de la trenca. Aún se veía un rastro de humo en los tejados.
– El piso ardió a las tres de la madrugada -informó sin mirar a La Ponte, como si éste no existiera-. Los bomberos todavía están dentro.
– ¿Y la baronesa Ungern? -preguntó Corso.
– También dentro -la vio hacer un gesto ambiguo; no exactamente de indiferencia sino resignado, fatalista. Como si aquello hubiera estado previsto en alguna parte-. El cadáver apareció carbonizado en su despacho. El fuego empezó allí. Incendio fortuito, dicen los vecinos; una colilla mal apagada.
– La baronesa no fumaba-dijo Corso.
– Anoche fumó.
El cazador de libros echó un vistazo por encima de las cabezas que se agolpaban ante la valla policial. Apenas pudo ver nada: el extremo superior de una escala de socorro apoyada en el edificio, los destellos intermitentes de una ambulancia en la puerta. Había quepis de guardias y cascos de bomberos, y el aire olía a madera y plástico quemados. Entre los curiosos, un par de turistas norteamericanos se fotografiaba el uno al otro, posando junto al gendarme que vigilaba la barrera. Una sirena se puso en marcha en alguna parte y después se interrumpió bruscamente. Alguien entre los curiosos dijo que estaban sacando el cadáver, pero era imposible ver nada. Tampoco, se dijo Corso, habría mucho que ver.
Encontró los ojos de la chica fijos en él, sin rastro de la noche pasada. Era la de ahora una mirada atenta, práctica; un soldado moviéndose cerca del campo de batalla.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ella.
– Esperaba que tú me lo dijeras.
– No hablo de esto -por primera vez pareció fijarse en La Ponte -. ¿Quién es?
Corso se lo dijo. Después dudó un segundo, preguntándose si el otro captaría el matiz:
– La chica de que te hablé. Se llama Irene Adler.
La Ponte no captaba nada. Se limitó a mirarlos un poco desconcertado, primero a la joven y luego a su amigo, y alargó por fin, a modo de saludo, una mano que ella no vio, o hizo gesto de no ver. Estaba pendiente de Corso.
– No llevas tu bolsa -le dijo.
– No. Rochefort la consiguió por fin. Se fue con Liana Taillefer.
– ¿Quién es Liana Taillefer?
Corso la miró con dureza, pero sólo encontró serenidad en los ojos de la chica.
– ¿No conoces a la desconsolada viuda?
– No.
Sostenía el gesto sin inquietud ni sorpresa, imperturbable. Muy a su pesar, Corso estuvo a punto de creerla.
– Da igual -dijo por fin-. El caso es que se han largado.
– ¿Adónde?
– No tengo la menor idea -descubrió el colmillo en una mueca desesperada, suspicaz-. Creí que tú sabrías algo.
– No sé nada de Rochefort. Ni de esa mujer -lo dijo con indiferencia; dando a entender que en realidad aquél no era asunto suyo. Corso se sintió más confuso. Esperaba alguna emoción por su parte; entre otras cosas, ella misma se había erigido en paladín de sus intereses. O al menos que formulara un reproche, algo del tipo te está bien empleado por pasarte de listo. Pero la joven no hizo reproches. Miraba a su alrededor cual si buscara algún rostro conocido entre la gente, y él fue incapaz de adivinar si meditaba sobre lo ocurrido o tenía la cabeza en otro sitio, lejos del drama.
– ¿Qué podemos hacer? -preguntó sin dirigirse a nadie en particular, realmente desorientado. Agresiones aparte, había visto esfumarse uno tras otro los tres ejemplares de Las Nueve Puertas y el manuscrito Dumas. Llevaba tres cadáveres a rastras, si sumaba el suicidio de Enrique Taillefer, y había gastado una enorme cantidad de dinero que no era suyo, sino de Varo Borja… Varus, Varus: devuélveme mis legiones. Maldita fuera su propia estampa. En ese momento hubiera querido tener treinta y cinco años menos para desahogarse a lágrima viva, sentado en la acera.
– Podríamos -sugirió La Ponte – tomar un café.
Lo dijo frívolo, con una sonrisa del tipo ánimo chicos, no será para tanto, y Corso comprendió que el pobre tipo no se daba cuenta del lío enorme en que todos estaban metidos. Pero, básicamente, la idea no le pareció tan mala. Tal y como estaban las cosas no se le ocurría nada mejor.
– A ver si lo he entendido -a La Ponte le goteó un poco de café con leche por la barba mientras mojaba un trozo de croissant en su taza-. En 1666 Aristide Torchia escondió un ejemplar especial. Una especie de copia de seguridad repartida en tres libros… ¿No es eso? Con diferencias en ocho de sus nueve grabados. Y hay que reunir los originales para que el conjuro funcione… -engulló el trozo de croissant húmedo y se limpió con una servilleta de papel-. ¿Voy bien?
Estaban los tres sentados en una terraza frente a Saint-Germain-des-Prés. La Ponte se desquitaba del desayuno interrumpido en el Crillon, y la chica, que no había abandonado su actitud de mantenerse al margen, bebía una naranjada a través de una pajita mientras escuchaba en silencio. Tenía Los tres mosqueteros abierto sobre la mesa, y a veces pasaba una página, leyendo distraída, antes de levantar la cabeza para escuchar de nuevo. En cuanto a Corso, los acontecimientos le habían hecho un nudo en el estómago; imposible tragar nada.
– Vas bien -le dijo a La Ponte. Se echaba hacia atrás en la silla, las manos en los bolsillos del gabán y mirando sin ver el campanario de la iglesia-. Aunque existe la posibilidad de que la edición completa, la que fue quemada por el Santo Oficio, constara también de tres series de libros con láminas alteradas, de modo que sólo los verdaderos estudiosos del tema, los iniciados, lograsen combinar tres ejemplares correctos… -enarcó las cejas arrugando la frente con pesadumbre-. Eso ya no podremos saberlo nunca.
– ¿Y quién dice que sólo eran tres? A lo mejor imprimió cuatro, o nueve series distintas.
– En tal caso, todo esto no habrá servido para nada. Sólo hay tres libros conocidos.
– Sea como sea, alguien quiere reconstruir el libro original. Y se apodera de las láminas auténticas… – La Ponte hablaba con la boca llena; seguía engullendo el desayuno con apetito-. Pero el valor bibliófilo le trae sin cuidado. Cuando tiene los grabados correctos destruye lo demás. Y asesina a sus propietarios. Victor Fargas, en Sintra. La baronesa Ungern aquí, en París. Y Varo Borja, en Toledo… -se interrumpió con un bocado a medio masticar y miró a Corso, un poco decepcionado-. Oye, este planteamiento falla. Varo Borja sigue vivo.
– Su libro lo tengo yo. Y a mí sí han intentado jugármela, anoche y esta mañana.
La Ponte no parecía muy convencido.
– Tú lo has dicho: jugártela… ¿Por qué no te mató Rochefort?
– No lo sé -añadió un gesto de ignorancia; él mismo se había formulado ya esa pregunta-. Tuvo dos veces la ocasión, pero no lo hizo… En cuanto a que Varo Borja siga vivo, tampoco sabría qué decir. No contesta a mis llamadas telefónicas.
– Eso lo convierte en candidato a estar muerto. O en sospechoso.
– Varo Borja es sospechoso por definición, y dispone de medios para haberlo organizado todo -señaló a la chica que seguía leyendo, ajena en apariencia a la conversación-. Seguro que ella podría aclarárnoslo, si quisiera.
– ¿Y no quiere? -No.
– Pues denúnciala. Si asesinan gente, eso tiene un nombre: cómplice.
– ¿Denunciarla?… Estoy metido hasta el cuello en esto, Flavio. Igual que tú.
La chica había interrumpido su lectura, sosteniendo la mirada de ambos, imperturbable, sin abrir la boca más que para sorber un poco de naranjada. Sus ojos iban del uno al otro, reflejándolos sucesivamente. Por fin se detuvieron en Corso.
– ¿De verdad te fías de ella? -inquirió La Ponte. -Depende de para qué. Anoche peleó por mí, y lo hizo muy bien.
El librero compuso una mueca, perplejo, observando a la chica. Sin duda intentaba imaginarla ejerciendo de guardaespaldas. También debía de preguntarse hasta dónde habrían intimado ella y Corso, porque éste lo vio evaluar con mirada experta lo que la trenca dejaba a la vista, mientras se acariciaba la barba. Lo que sí parecía claro era hasta dónde estaba dispuesto a llegar el propio La Ponte si la chica le daba una oportunidad, a pesar de las muchas sospechas que le infundía. Incluso en momentos como aquél, el ex secretario general de la Hermandad de Arponeros de Nantucket era de los que siempre anhelan regresar al útero. A cualquier útero.
– Es demasiado guapa – La Ponte movía la cabeza a modo de conclusión-. Y demasiado joven. Demasiado para ti.
Sonrió Corso al oír aquello.
– Te sorprendería saber lo vieja que parece a veces.
El librero chasqueó la lengua, escéptico.
– Regalos así no caen del cielo.
La chica había asistido al diálogo, silenciosa. Y ahora, por primera vez en el día, la vieron sonreír, como si acabase de oír un chiste divertido.
– Hablas demasiado, Flavio Comotellames -le dijo a La Ponte, que parpadeó con desasosiego. La sonrisa de ella se hizo más aguda, semejante a la de un chico malvado-. De cualquier modo, lo que haya entre Corso y yo no es asunto tuyo.
Era la primera vez que le dirigía la palabra al librero. Tras un breve desconcierto, éste se volvió hacia su amigo, azarado, en inútil busca de apoyo; pero el cazador de libros se limitó a sonreír de nuevo.
– Creo que estoy de más aquí – La Ponte hizo ademán de levantarse, indeciso, sin llegar a consumar el gesto. Siguió así hasta que Corso le dio un golpe en el brazo con el revés de la mano. Un golpe seco y amistoso.
– No seas idiota. Ella está de nuestra parte.
La Ponte se relajó un poco, pero seguía sin mostrarse convencido.
– Pues que lo demuestre. Contándote lo que sabe.
Corso se volvió hacia la chica para mirar su boca entreabierta, el cuello tibio, confortable. Se preguntó si aún olería a calor y a fiebre, abstrayéndose por un momento en el recuerdo. Los dos reflejos verdes, con toda la luz de la mañana, sostenían su mirada como de costumbre, indolentes y tranquilos. Y la sonrisa, cargada un momento atrás de desdén para La Ponte, se tornaba distinta. Era otra vez un aliento apenas perceptible; una palabra silenciosa, solidaria y cómplice.
– Hablábamos de Varo Borja -dijo Corso-. ¿Lo conoces?
Se borró el gesto de los labios; otra vez volvía el soldado cansado, indiferente. Pero antes, por un segundo, el cazador de libros creyó percibir un destello de desdén en su mirada. Corso apoyaba una mano en el mármol de la mesa:
– Podría haber estado utilizándome -añadió-. Y haberte puesto a ti tras mi pista… -de pronto esa posibilidad le parecía absurda. No imaginaba al bibliófilo millonario recurriendo a esa muchacha para tenderle una trampa-… O tal vez sus agentes son Rochefort y Milady.
Ella no respondió, volviendo a enfrascarse en la lectura de Los tres mosqueteros. Pero el nombre de Milady había removido la herida en el orgullo de La Ponte, que apuró el café de su taza mientras levantaba un dedo de la otra mano en el aire.
– Ésa es la parte que menos entiendo -dijo-. La conexión Dumas… ¿Qué tiene que ver mi Vino de Anjou con todo esto?
– El Vino de Anjou no es tuyo sino accidentalmente -Corso se había quitado las gafas y las miraba al trasluz, preguntándose si con tanto ajetreo el cristal roto iba a aguantar-. Ése es el punto más oscuro; pero hay varias coincidencias interesantes: al cardenal Richelieu, el personaje perverso de Los tres mosqueteros, le gustaban los libros de artes ocultas. Los pactos con el diablo proporcionan poder, y Richelieu fue el hombre más poderoso de Francia. Y para redondear el dramatis personae, resulta que, en el texto de Dumas, el cardenal tiene dos agentes fieles que secundan sus órdenes: el conde de Rochefort y Milady de Winter. Ella es rubia, maligna, con su flor de lis grabada por el verdugo. Él es moreno, con una cicatriz en la cara… ¿Te das cuenta? Ambos tienen una marca. Y, puestos a buscar referencias, resulta que los servidores del diablo, según el Apocalipsis, se reconocen por la marca de la Bestia.
La chica bebió otro sorbo de naranjada sin levantar la cabeza del libro, pero La Ponte se estremeció igual que si acabase de oler a chamusquina, con el pensamiento pintado en la cara: una cosa era liarse con una rubia imponente y otra muy distinta un aquelarre entre las ingles. Lo vieron palparse, incómodo.
– Joder. Espero que no sea contagioso.
Corso le dirigió una mirada escasamente compasiva.
– Demasiadas coincidencias, ¿verdad?… Pues hay más -le había echado el aliento a los lentes y limpiaba el cristal intacto con una servilleta de papel-. En Los tres mosqueteros, resulta que Milady ha sido mujer de Athos, el amigo de d'Artagnan. Cuando Athos descubre que su esposa está marcada por el verdugo, decide ejecutar él mismo la sentencia. La ahorca y la deja por muerta, pero ella sobrevive, etc. -se ajustó las gafas sobre la nariz-. Alguien tiene que estar disfrutando mucho con todo esto.
– Comprendo a Athos -dijo La Ponte, fruncido el ceño, sin duda con la cuenta impagada del hotel Crillon en la memoria-. También me gustaría echarle el guante. Ahorcarla. Como ese mosquetero a su mujer.
– O como Liana Taillefer a su marido. Lamento herir tu vanidad, Flavio, pero nunca le interesaste lo más mínimo. Sólo quería recuperar el manuscrito que te vendió el muerto.
– La muy zorra -murmuró La Ponte, rencoroso-. Seguro que se lo cargó ella. Ayudada por el fulano del bigote y el tajo en la cara.
– Lo que sigo sin comprender -proseguía Corso- es la relación entre Los tres mosqueteros y Las Nueve Puertas… Sólo se me ocurre que Alejandro Dumas también se sienta en la cima del mundo. Conoce el éxito y el poder que él desea: la fama, el dinero y las mujeres. Todo le sale redondo en la vida, como si gozara de un privilegio, de un pacto especial. Y cuando fallece, su hijo, el otro Dumas, le dedica un epitafio curioso: «Ha muerto como ha vivido; sin darse cuenta».
La Ponte le dirigió una mirada incrédula:
– ¿Insinúas que Alejandro Dumas había vendido su alma al diablo?
– No insinúo nada. Intento descifrar el folletín que alguien está escribiendo a mi costa… Lo evidente es que todo empieza cuando Enrique Taillefer decide vender el manuscrito Dumas. El misterio arranca de ahí. Su presunto suicidio, mi visita a su viuda, el primer encuentro con Rochefort… Y el encargo de Varo Borja.
– ¿Qué tiene de especial ese manuscrito?… ¿Por qué y para quién es importante?
– Ni idea -Corso miró a la chica-. A menos que ella pueda aclararlo.
La vieron encogerse de hombros con aire aburrido, sin levantar los ojos del libro.
– Es tu historia, Corso -dijo-. Tengo entendido que cobras por esto.
– También tú estás implicada.
– Hasta cierto punto -hizo un gesto ambiguo, de esos que no comprometen a nada, y pasó una página-. Sólo hasta cierto punto.
La Ponte se inclinó hacia Corso, picado.
– ¿Has probado a darle un par de hostias?
– Cállate, Flavio.
– Eso, cállate -repitió la chica.
– Todo es ridículo -se lamentaba el librero-. Habla como si fuera la reina del mambo. Y en vez de aplicarle el tercer grado, tú la dejas. Estás desconocido, Corso. Por muy estupenda que sea la niña, no creo que… -titubeó, buscando las palabras-. ¿De dónde saca esa chulería?
– Una vez peleó con un arcángel -aclaró el cazador de libros-. Y anoche vi cómo le partía la cara a Rochefort… ¿Recuerdas? El mismo que me sacudió esta mañana mientras tú te quedabas al margen, sentado en el bidet.
– En el inodoro.
– Da igual -se ensañó zumbón, de mala fe-. Con tu pijama de príncipe Danilo en Violetas imperiales… Ignoraba que te pusieras pijama para dormir con tus conquistas.
– A ti qué te importa – La Ponte lanzaba miradas confusas a la chica mientras se batía en retirada, amostazado-. Suelo enfriarme por las noches, para que lo sepas. Además, estábamos hablando de El vino de Anjou… -se lanzó en pos del manuscrito, con evidentes ganas de cambiar de tema-. ¿Qué hay de tu peritaje?
– Sabemos que es auténtico, con dos tipos de escritura: Dumas y su colaborador Augusto Maquet.
– ¿Qué has averiguado de ese tipo?
– ¿Maquet? No hay mucho que averiguar. Terminó mal con Dumas, con juicios y reclamaciones de dinero. Aunque hay un detalle curioso: Dumas se lo gastó todo en vida, muriendo sin un céntimo; pero Maquet envejeció rico, propietario, incluso, de un castillo. Cada uno a su manera, a ambos les fueron bien las cosas.
– ¿Y ese capítulo que escribieron a medias?
– Maquet hizo la redacción original, una primera versión más simple, y Dumas le dio calidad y estilo, desarrollándola con notas sobre el mismo original de su colaborador. El tema lo conoces: Milady intenta envenenar a d'Artagnan.
La Ponte miraba su taza de café vacía, con inquietud.
– En conclusión…
– Pues yo diría que alguien, que se considera una especie de reencarnación de Richelieu, ha conseguido reunir todos los grabados originales del Delomelanicon y el capítulo de Dumas, donde, por alguna razón que desconozco, hay una clave de lo que está pasando. Y quizás en este momento se dispone a invocar a Lucifer. Mientras tanto tú te has quedado sin manuscrito, Varo Borja sin libro, y yo me he caído con todo el equipo.
Sacó del bolsillo la carta de Richelieu para echarle otro vistazo. La Ponte parecía de acuerdo.
– La pérdida del manuscrito no es grave -puntualizó-. Le pagué a Taillefer, pero no demasiado -emitía una risita ladina-. Por lo menos, con Liana cobré en especies. Pero tú sí estás en un buen lío.
Corso miró a la chica, que continuaba leyendo en silencio.
– Tal vez ella podría decirnos en qué clase de lío estoy.
Hizo una mueca antes de golpear la mesa con los nudillos como un jugador que ya no tiene cartas a mano, resignado. Pero tampoco esta vez hubo respuesta. Fue La Ponte quien soltó un gruñido de censura.
– Sigo sin comprender por qué te fías de ella.
– Te lo he dicho antes -respondió al fin la chica, con desgana. Había puesto la pajita del zumo entre las páginas, a modo de señal-. Cuido de él.
Corso asintió con aire divertido, aunque maldito lo divertido que estaba.
– Ya la oyes. Es mi ángel de la guarda.
– ¿De veras? Pues podría cuidarte mejor. ¿Dónde estaba cuando Rochefort te robó la bolsa?
– Quien sí estaba eras tú.
– Eso es distinto. Yo soy un librero pusilánime. Pacífico. Todo lo contrario de un hombre de acción. Si me presentase a un concurso de cobardes, seguro que los jueces me descalificaban. Por cobarde.
Corso no lo seguía con demasiada atención, pues acababa de hacer un descubrimiento. La sombra del campanario de la iglesia venía a proyectarse en el suelo, cerca de ellos. La silueta ancha y oscura se había ido moviendo poco a poco en sentido opuesto al sol. Observó que la cruz del remate quedaba a los pies de la chica, muy cerca de ella, pero sin que en ningún momento llegase a tocarla. Prudente, la sombra de la cruz se mantenía a distancia.
Telefoneó a Lisboa desde una oficina de PTT, para averiguar cómo iban las cosas respecto a Victor Fargas. Las noticias no eran alentadoras. Pinto había tenido acceso al informe del forense: muerte por inmersión forzosa en el estanque. La policía de Sintra había establecido el robo como presunto móvil. Persona o personas desconocidas. La parte positiva consistía en que, de momento, nadie relacionaba a Corso con el asunto. Añadió el portugués que había hecho correr la descripción del tipo de la cicatriz, por si acaso. Corso le dijo que olvidase a Rochefort. El pájaro había volado.
En apariencia las cosas no podían ir peor; pero se complicaron más al mediodía. Apenas entró en el vestíbulo de su hotel con La Ponte y la chica, el cazador de libros supo que algo no iba bien. Grüber estaba en el mostrador de recepción, y tras el habitual gesto imperturbable sus ojos transmitían un mensaje de alerta. Mientras se acercaban a él, Corso vio que el conserje se volvía a mirar con aire casual el casillero de su habitación, y luego, llevándose una mano hasta la solapa de la chaqueta, la alzaba ligeramente, en un remedo cuya elocuencia era internacional.
– No os paréis -le dijo Corso a los otros.
Casi tuvo que tirar del desconcertado La Ponte mientras la chica se les adelantaba, decidida y tranquila, por el estrecho pasillo que iba hasta el café-restaurante abierto a la plaza del Palais Royal. Con un último vistazo al pasar frente a recepción, Corso vio a Grüber apoyar una mano en el teléfono que había en el mostrador.
Estaban de nuevo en la calle, y La Ponte dirigía nerviosas miradas a su espalda.
– ¿Qué pasa?
– Policías -le explicó Corso-. En mi habitación.
– ¿Cómo lo sabes?
La chica no hizo preguntas. Se limitaba a mirar a Corso, aguardando instrucciones. Éste sacó del bolsillo el sobre con membrete del hotel remitido por el conserje la noche anterior, extrajo el mensaje que informaba del paradero de La Ponte y Liana Taillefer, y puso en su lugar un billete de quinientós francos. Lo hizo despacio, esforzándose por mantener la calma y que los otros no percibieran el temblor que le agitaba los dedos. Cerró el sobre antes de tachar su nombre y escribir el de Grüber, y se lo entregó a la chica.
– Dáselo a uno de los camareros del café -tenía las palmas de las manos húmedas. Se las secó en el forro interior de los bolsillos, señalando después una cabina telefónica al otro lado de la plaza-. Y reúnete conmigo allí.
– ¿Y yo? -preguntó La Ponte.
A pesar de lo apurado de la situación, Corso estuvo cerca de echarse a reír en la cara de su amigo. Pero se limitó a dirigirle una mirada burlona.
– Puedes hacer lo que quieras. Aunque mucho me temo, Flavio, que acabas de pasar a la clandestinidad.
Echó a andar cruzando la plaza entre el tráfico, en dirección a la cabina telefónica, sin preocuparse de si el otro lo seguía o no. Cuando cerró la puerta acristalada e introdujo la tarjeta en la ranura lo vio a un par de metros, con aire de desamparo, mirando angustiado a su alrededor.
Marcó el número del hotel, pidiendo que lo pusieran con recepción:
– ¿Qué ocurre, Grüber?
– “Vinieron dos policías, señor Corso -la voz del antiguo SS había bajado un poco el tono pero se mantenía tranquila, controlando la situación-. Siguen arriba, en su cuarto.”
– ¿Hubo alguna explicación?
– “Ninguna. Preguntaron su fecha de entrada y si conocíamos sus movimientos hacia las dos de la madrugada. Dije que lo ignoraba y los remití a mi compañero de ese turno. También pidieron la descripción, porque no conocen su aspecto. Quedamos en que les avisaría si usted llegaba. Justo en este momento me dispongo a hacerlo.”
– ¿Qué va a decirles?
– “La verdad, naturalmente. Que usted apareció un momento en el vestíbulo y salió en el acto, en compañía de un caballero barbudo y desconocido. En cuanto a la señorita, no se interesaron por ella; así que no veo razón para mencionar su presencia.”
– Gracias, Grüber -hizo una pausa y añadió, sonriéndole al auricular-. Soy inocente.
– “Por supuesto, señor Corso. Todos los clientes de nuestro establecimiento lo son -se oyó el sonido de papel rasgándose-. Ah. En este momento me entregan su sobre.”
– Nos veremos, Grüber. Consérveme la habitación un par de días; espero volver por mis cosas. Si hubiese algún problema, utilice el número de mi tarjeta de crédito. Cárguelo ahí. Y otra vez gracias.
– “A su servicio.”
Corso colgó el teléfono. La chica ya estaba de regreso junto a La Ponte. Salió de la cabina, reuniéndose con ellos.
– La policía tiene mi nombre. Y si lo tiene, es que alguien se lo dio.
– A mí no me mires -dijo La Ponte -. Hace rato que toda esta historia me viene grande.
Corso hizo una reflexión amarga para sus adentros: también le venía grande a él. Todo se había ido fuera de control, timón de barco sin gobierno, dando bandazos.
– ¿Se te ocurre algo? -le preguntó a la chica. Era el único cabo del enigma que le quedaba en las manos; su última esperanza.
Ella miró sobre el hombro de Corso, hacia el tráfico y las verjas cercanas del Palais Royal. Se había quitado la mochila de los hombros y la tenía en el suelo, entre las piernas. Reflexionaba en su habitual silencio, absorta y grave, con una pequeña arruga entre las cejas. Con aquel semblante obstinado de muchacho que se resiste a hacer lo que esperan de él. Sonrió Corso como un lobo lleno de fatiga.
– No sé qué hacer-dijo.
Vio que la chica asentía despacio, tal vez a modo de conclusión tras un secreto razonamiento. O quizá sólo se mostraba de acuerdo con que, en efecto, él no sabía qué hacer.
– Tu peor enemigo eres tú mismo -dijo al fin, distante. También ella parecía ahora fatigada, igual que la noche anterior cuando llegaron al hotel-. Tu imaginación-se tocó la frente con el índice-. Los árboles no te dejan ver el bosque.
La Ponte soltó un gruñido.
– Dejad la botánica para luego, si no tenéis inconveniente -estaba cada vez más inquieto, lanzando ojeadas alrededor con miedo de que los gendarmes les cayeran encima de un momento a otro-. Deberíamos largarnos de aquí. Puedo alquilar un coche con mi documentación. Si nos damos prisa pasaremos la frontera mañana. Que por cierto es uno de abril.
– Cierra el pico, Flavio -Corso miraba los ojos de la chica, buscando en ellos una respuesta. Sólo vio reflejos: la luz de la plaza, el tráfico que discurría en torno a ellos, su propia imagen deformada, grotesca. El lansquenete vencido. Ya no quedaban derrotas heroicas. Hacía mucho tiempo que no.
La expresión de la chica había cambiado. Ahora miraba a La Ponte como si, por primera vez, algo en él valiera la pena.
– Repítelo -dijo.
El librero titubeó, sorprendido.
– ¿Lo de alquilar el coche? -los contemplaba con la boca abierta-. Es elemental. En un avión hay listas de pasajeros. En el tren pueden mirar el pasaporte…
– No me refería a eso. Dinos qué fecha es mañana.
– Uno de abril. Lunes – La Ponte se tocó la corbata, turbado-. Mi cumpleaños.
Pero la chica ya no le prestaba atención. Se había inclinado sobre la mochila, buscando algo dentro. Al incorporarse tenía en la mano el tomo de Los tres mosqueteros.
– Descuidas tus lecturas -le dijo a Corso, ofreciéndoselo-. Capítulo primero, línea primera.
Corso, que no esperaba aquello, cogió el libro y le echó un vistazo. Los tres presentes del señor d'Artagnan padre, se titulaba el capítulo. Y en cuanto leyó la primera línea supo dónde tenían que buscar a Milady.