Gente de toga y gente de espada

– Los que están en la tumba no hablan.

– Hablan cuando Dios quiere-replicó Lagardére.

(P. Feval. El jorobado)


El taconeo de la secretaria redoblaba en el suelo de madera barnizada. Lucas Corso la siguió por el largo pasillo -paredes color crema suave, luces indirectas, música ambiental- hasta llegar a una pesada puerta de roble. Obedeció la indicación de aguardar un instante y después, cuando la secretaria se hizo a un lado dedicándole una sonrisa breve e impersonal, entró en el despacho. Varo Borja estaba sentado en un sillón reclinable de cuero negro, entre media tonelada de caoba y la ventana con una espléndida panorámica de Toledo: viejos tejados ocres, la aguja gótica de la catedral recortada sobre un limpio cielo azul y, al fondo, la mole gris del Alcázar.

– Siéntese, Corso. ¿Cómo está? -Bien.

– Ha tenido que esperar.

No era una disculpa, sino la constatación de un hecho. Corso torció la boca.

– No se preocupe. Esta vez sólo han sido cuarenta y cinco minutos.

Varo Borja ni siquiera se tomó el trabajo de sonreír un poco mientras Corso ocupaba un sillón destinado a los visitantes. En la mesa no había nada, excepto un complicado sistema de teléfono e interfono, de moderno diseño, sobre la superficie donde se reflejaba, invertida, la imagen del librero con el paisaje de la ventana como decorado de fondo. Varo Borja rondaba los cincuenta años; lucía una calva bronceada por rayos uva y un aire respetable que distaba mucho de ser cierto. Los ojos eran pequeños, móviles y astutos; disimulaba su excesiva cintura con ajustados chalecos de fantasía, bajo americanas hechas a medida, y era marqués de algo, con un pasado juvenil tormentoso y calavera que incluía una ficha policial, cierto escándalo por estafa y cuatro prudentes años de autoexilio en Brasil y Paraguay.

– Voy a enseñarle una cosa.

Tenía maneras bruscas, a menudo rayanas en una grosería calculada que cultivaba con esmero. Corso lo vio levantarse camino de una pequeña vitrina, que abrió con la llavecita que extrajo del bolsillo, al extremo de una cadena de oro. Sin establecimiento comercial cara al público -salvo un expositor reservado en las más importantes ferias internacionales- el catálogo de Varo Borja nunca incluía más de medio centenar de títulos selectos. Seguía la pista a libros raros en cualquier rincón del mundo, combatiendo con dureza y malas artes para hacerse con ellos, y después especulaba según las oscilaciones del mercado. Su nómina eventual incluía coleccionistas, conservadores, grabadores, impresores y proveedores, como Lucas Corso. -¿Qué le parece?

Corso alargó las manos para recibir el libro, con el cuidado que cualquiera mostraría al recibir en brazos a un niño de pocos meses. Estaba encuadernado en piel marrón, con ornamentos dorados, de época, y su estado de conservación era excelente.

La Hypnerotomachia di Poliphilo, de Colonna -dijo-. Lo consiguió por fin.

– Hace tres días. Venecia, 1545. In casa di figlivoli di Aldo. Ciento setenta grabados en madera… ¿Aún sigue interesado ese suizo del que me habló?

– Supongo que sí. ¿Está completo?

– Claro. Todas las xilografías de esta edición, menos cuatro, son reimpresiones de las de 1499.

– Mi cliente hubiera preferido una primera edición, pero intentaré convencerlo con la segunda… Hace cinco años se le escapó un ejemplar en la subasta de Mónaco.

– Pues suya es la opción.

– Déme un par de semanas para ponerme en contacto con él.

– Prefiero tratar directamente -Varo Borja sonreía como un tiburón en busca de bañista-. Respetando, claro, su comisión con el porcentaje habitual.

– Ni hablar. El suizo es mi cliente.

El otro sonrió, irónico.

– No se fía de nadie, ¿verdad?… Le imagino de niño, analizando la leche de su madre antes de ponerse a mamar.

– Usted revendería la de la suya, supongo.

Varo Borja observó fijamente al cazador de libros, que ahora no tenía nada de conejil, ni de simpático; más bien recordaba a un lobo que enseñara el colmillo de través.

– ¿Sabe lo que me gusta de su carácter, Corso?… La naturalidad con que asume el papel de sicario a sueldo, entre tanto demagogo y cantamañanas que anda por ahí… Parece uno de esos individuos flacos y peligrosos de los que recelaba Julio César… ¿Qué tal duerme?

– A pierna suelta.

– Seguro que no. Apostaría un par de góticos a que es de los que pasan mucho rato con los ojos abiertos en la oscuridad… ¿Quiere que le diga una cosa? Yo recelo por instinto de los hombres flacos voluntariosos y entusiastas. Sólo me sirvo de ellos cuando se trata de mercenarios bien pagados, gente desarraigada y sin complejos. Desconfío de quien alardea de una patria, una familia o una causa.

El librero introdujo de nuevo el Poliphilo en la vitrina. Después soltó una risa seca, desprovista de humor:

– ¿Tiene amigos, Corso?… A veces me pregunto si alguien como usted puede tenerlos.

– Váyase a la mierda.

La sugerencia había sido formulada con impecable frialdad. Varo Borja sonrió lenta y deliberadamente. No parecía ofendido.

– Tiene razón. Su amistad no me interesa lo más mínimo, pues le compro lealtad mercenaria, sólida y duradera. ¿No es cierto?… El pundonor profesional de quien cumple su contrato aunque el rey que le empleó haya huido, aunque la batalla esté perdida y aunque no haya salvación posible…

Miraba a Corso con aire de guasa, provocador, atento a su reacción. Pero éste se limitó a un gesto de impaciencia, tocando, sin mirarlo, el reloj que llevaba en la muñeca izquierda.

– El resto puede escribírmelo -dijo-. Por carta. Yo no cobro por reírle a usted las gracias.

Varo Borja pareció meditar aquello. Luego asintió, aún burlón.

– Otra vez tiene razón, Corso. Volvamos a los negocios… -miró alrededor antes de centrarse en el tema-. ¿Recuerda el Tratado del Arte de la Esgrima , de Astarloa?

– Sí. Una edición de 1870, muy rara. Le proporcioné un ejemplar hace un par de meses.

– El mismo cliente pide ahora Académie de l’spée. ¿Le conoce?

– No sé si se refiere al cliente o al libro… Usted abusa tanto de los leísmos que a veces me armo un lío.

La mirada hosca de Varo Borja reveló escaso aprecio por el comentario:

– No todos poseemos su limpia y breve prosa, Corso. Hablaba del libro.

– Es un Elzevir del xvii. Gran infolio con grabados. Se le considera el más bello tratado de esgrima. Y el más caro.

– El comprador está dispuesto a pagar lo que sea.

– Habrá que encontrarlo, entonces.

Varo Borja había ocupado de nuevo su sillón ante la ventana que enmarcaba la panorámica de la ciudad antigua y cruzaba las piernas, satisfecho, colgados los pulgares en los bolsillos del chaleco. Era obvio que le iban bien los negocios. Sólo unos cuantos, entre sus más cualificados colegas europeos, podían permitirse aquella vista tras la mesa de trabajo. Pero Corso no estaba impresionado. Los tipos así dependían de gente como él, y eso era algo que nadie tenía que explicar a ninguno de los dos.

Se ajustó las gafas torcidas y miró al librero.

– ¿Qué hacemos con el Poliphilo?

Varo Borja dudaba entre la antipatía y el interés, lanzando ojeadas a la vitrina y luego a él.

– De acuerdo -dijo a regañadientes-. Negocie con el suizo.

Asintió Corso sin delatar satisfacción por la pequeña victoria. El suizo no existía, pero ése era asunto suyo. No faltaban compradores para un libro como aquél.

– Hablemos de sus Nueve Puertas -propuso, y vio animarse la expresión del librero.

– Hablemos. ¿Acepta el trabajo?

Corso se mordía la piel de un pulgar, junto a la uña. La escupió suavemente sobre la mesa impoluta.

– Imagine por un momento que su ejemplar resulta falso. Y que el auténtico es cualquiera de los otros dos. O ninguno.

Varo Borja, molesto, parecía buscar con la mirada la minúscula piel del pulgar de Corso. Por fin renunció a ello.

– En tal caso -dijo- tomará buena nota y seguirá mis instrucciones.

– Cuéntemelas.

– Cada cosa a su tiempo.

– Insisto. Cuéntemelas -comprobó que el librero dudaba un instante. En el rincón de su cerebro donde residía el instinto de cazador, algo empezó a latir fuera de lugar. Tic, tac. El sonido casi imperceptible de una máquina desajustada.

– Eso -respondió el otro, por fin- lo decidiremos sobre la marcha.

– ¿Qué hemos de decidir? -Corso empezaba a mostrarse irritado-. Uno de los libros se encuentra en una colección privada y el otro en una fundación pública; ninguno está en venta. Eso significa que ahí termina todo: mi gestión y sus pretensiones. Yo le digo: éste o aquél son falsos, o no lo son. En cualquier caso, cuando termine cobro y adiós.

Demasiado simple, decía la media sonrisa del librero. -Eso depende.

– Es lo que temo… Tiene alguna idea entre ceja y ceja, ¿verdad?

Varo Borja levantó un poco una mano, observando el reflejo de ésta en la superficie pulida de la mesa. Después la hizo descender despacio, hasta unir la mano al reflejo. Corso miró aquella mano ancha y velluda, con un enorme sello de oro en el meñique. La conocía demasiado bien. La había visto firmar cheques sobre cuentas inexistentes, apoyar rotundas falsedades, estrechar manos que iba a traicionar. Siguió escuchando el sospechoso tic tac. De pronto sentía una extraña fatiga. Ya no estaba seguro de desear el trabajo.

– No estoy seguro -dijo en voz alta- de que desee este trabajo.

Varo Borja tuvo que captar el tono en su voz, pues modificó su actitud. Entrelazaba ahora los dedos bajo el mentón, inmóvil, con la luz de la ventana bruñéndole la calva bronceada y perfecta. Parecía reflexionar, y sus ojos no se apartaban de Corso.

– ¿Nunca le he contado por qué me hice librero?

– No. Y maldito lo que me importa.

El otro soltó una carcajada teatral. Aquello anunciaba su disposición a encajar, benévolo. El malhumor de Corso podía discurrir sin consecuencias, hasta nueva orden.

– Le pago para que escuche lo que me dé la gana.

– Aún no ha pagado, esta vez.

El otro abrió un cajón, extrajo un talonario de cheques y lo puso sobre la mesa, mientras Corso miraba alrededor con resignado desamparo. Era el momento de decir adiós muy buenas o quedarse en el despacho, esperando. También era momento para que le ofreciesen un trago de algo, pero su interlocutor no era esa clase de anfitrión. Así que encogió los hombros, tocando con un codo la petaca de ginebra que abultaba en uno de sus bolsillos. Era absurdo. Sabía perfectamente que no se iba a ir, le gustase o no lo que estaban a punto de proponerle. Y Varo Borja también lo sabía. Escribió una cifra, puso la firma y cortó el cheque, empujándolo hacia su interlocutor.

Sin tocarlo, Corso le echó un vistazo.

– Acaba de convencerme -suspiró-. Soy todo oídos.

El librero ni siquiera necesitaba permitirse un ademán triunfal. Sólo una breve señal de asentimiento segura y fría, cual si acabara de resolver un desdeñable trámite.

– Entré en esto por casualidad -empezó a contar-. Un día me vi sin un céntimo en el bolsillo y con la biblioteca de un tío-abuelo fallecido como única herencia… Dos mil títulos, más o menos, de los que sólo un centenar valía la pena. Pero entre ellos había una primera edición del Quijote, un par de salterios del siglo xiii y uno de los cuatro únicos ejemplares conocidos del Champfleury de Geoffroy Tory… ¿Qué le parece?

– Que tuvo demasiada suerte.

– Y que lo diga… -asintió Varo Borja, neutro y seguro. Narraba sin la autocomplacencia que suelen ostentar muchos triunfadores al hablar de sí mismos-…Por aquella época yo lo ignoraba todo sobre los coleccionistas de libros raros, aunque capté lo esencial: gente dispuesta a pagar mucho dinero por productos escasos. Y yo poseía algunos de esos productos… Así aprendí palabras de las que no tenía ni idea, como colofón, diente de perro, proporción áurea o encuadernación en abanico… Y mientras le cobraba afición al negocio, descubrí algo: hay libros para vender y libros para guardar. En cuanto a estos últimos, se ingresa en bibliofilia como en religión: para toda la vida.

– Muy emotivo. Y ahora dígame qué tenemos que ver Las Nueve Puertas y yo con sus votos perpetuos.

– Antes ha preguntado qué pasará si descubre que mi ejemplar es falso… Eso puedo aclarárselo ahora mismo: es falso.

– ¿Cómo lo sabe?

– Lo sé con absoluta certeza.

Corso torció la boca. El gesto traslucía su opinión sobre las certezas absolutas en bibliofilia:

– Pues en la Bibliografía Universal de Mateu y en el catálogo Terral-Coy figura como auténtico…

– Sí -concedió Varo Borja-. Aunque el Mateu contiene un pequeño error: cita ocho láminas en vez de las nueve que tiene el ejemplar… Pero su autenticidad formal no significa gran cosa. Según las bibliografías, los ejemplares Fargas y Ungern también son buenos.

– Tal vez lo sean. Los tres.

El librero hizo un gesto negativo.

– Eso es imposible. Las actas del proceso del impresor Torchia no dejan lugar a dudas: sólo se salvó un ejemplar -sonrió a medias, misterioso-. Además, tengo otros elementos de juicio.

– ¿Por ejemplo?

– Eso no es de su incumbencia. -Entonces, ¿para qué me necesita a mi?

Varo Borja echó hacia atrás su asiento y se puso en pie.

– Venga conmigo.

– Ya le he dicho -Corso movía la cabeza- que no siento curiosidad por esa historia.

– Miente. Se muere de ganas, y a estas alturas lo haría gratis.

Cogió el cheque entre los dedos pulgar e índice y se lo metió en un bolsillo del chaleco. Después condujo a Corso por una escalera de caracol hasta el piso superior. El librero tenía la oficina en la parte de atrás de su misma vivienda, un caserón medieval en el casco antiguo de la ciudad por cuya adquisición y reforma había pagado una fortuna. A través de un pasillo que comunicaba con el vestíbulo y la entrada principal, guió a Corso hasta una puerta que se abría mediante un moderno teclado de seguridad. La habitación era grande, con suelo de mármol negro, vigas en el techo y ventanas protegidas por rejas de época. Había también una mesa de trabajo, sillones de cuero y una gran chimenea de piedra. Todas las paredes estaban cubiertas por vitrinas con libros, y grabados en bellos marcos: Holbein y Durero, apreció Corso.

– Bonito lugar -reconoció; nunca había estado allí antes-. Pero siempre creí que guardaba sus libros en el almacén del sótano…

Varo Borja se detuvo a su lado.

– Éstos son los míos; ninguno está en venta. Hay quien colecciona de caballerías, o novelas galantes. Quien busca Quijotes o intonsos… Todos los que ve tienen un protagonista: el diablo.

– ¿Puedo echar un vistazo? -Para eso le traje aquí.

Dio Corso unos pasos. Los volúmenes tenían encuadernaciones antiguas, desde la piel sobre tabla de los incunables hasta el marroquí decorado con placas y florones. El suelo de mármol rechinaba bajo la suela de sus zapatos sin lustrar cuando se detuvo ante una de las vitrinas, inclinándose para observar su contenido: De spectris et apparitionibus, de Juan Rivio. Summa diabolica, de Benedicto Casiano. La haine de Satan, de Pierre Crespet. La Steganografía del abad Tritemio. De Consummatione saeculi, del Pontiano… Títulos valiosos y rarísimos que Corso conocía, en su mayor parte, sólo por referencias bibliográficas.

– No hay nada más bello, ¿verdad?… -dijo Varo Borja, que seguía con atención sus movimientos-. Nada como ese brillo suave: los dorados sobre el cuero, tras el cristal… Por no hablar de los tesoros que encierran: siglos de estudios, de sabiduría. De respuestas a los secretos del universo y el corazón del hombre -alzó un poco los brazos para dejarlos caer a los costados, renunciando a expresar con palabras su orgullo de propietario-. Conozco gente capaz de matar por una colección así. Corso asentía sin apartar la vista de los libros.

– Usted, por ejemplo -apuntó-. Aunque no personalmente. Se las compondría para que otros mataran en su lugar.

Sonó la risa despectiva de Varo Borja.

– Ésa es una de las ventajas del dinero: permite contratar esbirros para el trabajo sucio. Y uno se mantiene virgen.

Corso miró al librero.

– Es un punto de vista -concedió tras quedar un segundo absorto; parecía que de verdad meditara sobre ello-. Pero yo desprecio más a quienes no se manchan las manos. A los vírgenes.

– No me importa lo que usted desprecie; así que ocupémonos de cosas serias.

Dio Varo Borja unos pasos ante las vitrinas. En cada una habría un centenar de volúmenes.

Ars Diavoli… -abrió la más cercana para pasar los dedos por el lomo de los libros, casi en una caricia-. Nunca les verá reunidos en otro sitio. Son los más raros, los más selectos. Me ha llevado años reunir esta colección, pero faltaba la pieza maestra.

Extrajo uno de los volúmenes, infolio encuadernado en piel negra, a la veneciana, sin título exterior pero con cinco nervios en el lomo y un pentáculo dorado sobre la tapa anterior. Corso lo tomó en sus manos, abriéndolo con mucho cuidado. La primera página impresa, la portada original, estaba en latín: DE UMBRARUM REGNI NOVEM PORTIS: Libro de las nueve puertas del reino de las sombras. Seguía la marca de impresor, lugar, nombre y fecha: Venetiae, apud Aristidem Torchiam. M.DC.LX.VI. Cum superiorum privilegio veniaque. Con privilegio y licencia de los superiores.

Varo Borja acechaba el efecto, interesado.

– Se reconoce a un bibliófilo -dijo- por la forma de tocar un libro.

– Yo no soy un bibliófilo.

– Cierto. Aunque a veces hace perdonar sus trazas de lansquenete a sueldo… Y cuando de libros se trata, ciertos gestos tranquilizan. Hay contactos de manos que son criminales.

Corso pasó más páginas. Todo el texto estaba en latín, impreso en bella tipografía sobre papel grueso, de gran calidad, que resistía bien el paso de los años. Había nueve espléndidos grabados a toda página, con escenas de apariencia medieval. Se detuvo en uno de ellos, al azar. Estaba numerado con un V latino, acompañado por una letra o numeral hebreo y otro griego. Al pie, una palabra incompleta o en clave: FR.ST.A. Ante una puerta cerrada, un individuo con aspecto de mercader contaba un saco de oro, ignorante del esqueleto que, a su espalda, sostenía en una mano un reloj de arena y en la otra una horca de campesino.

– ¿Qué opina? -preguntó el librero.

– Dijo que es falso, pero no lo parece. ¿Lo ha estudiado bien?

– Con lupa y hasta la última coma. He tenido tiempo desde que le adquirí hace seis meses, cuando los herederos de Gualterio Terral se decidieron a vender su biblioteca.

El cazador de libros pasó más páginas. Las láminas eran bellísimas, de una elegancia sencilla y enigmática. En otra de ellas, una joven estaba a punto de ser decapitada por un verdugo vestido de armadura, espada en alto.

– Dudo que los herederos sacaran a la venta una falsificación -concluyó Corso al terminar su examen-. Tienen demasiado dinero, y los libros les dan igual. Incluso el catálogo de la biblioteca tuvo que hacerlo la misma casa de subastas Claymore… Además, yo conocí al viejo Terral. Nunca hubiera admitido un libro falso, o manipulado.

– Estoy de acuerdo -convino Varo Borja-. Además, Terral heredó Las Nueve Puertas de su suegro, don Lisardo Coy, impecable bibliófilo.

– Que a su vez -Corso dejó el libro sobre la mesa y extrajo su bloc de notas de un bolsillo del gabán- se lo compró al italiano Domenico Chiara, cuya familia, según el catálogo Weiss, lo poseía desde 1817…

El librero asintió, complacido.

– Veo que se ha ocupado del tema a fondo.

– Claro que me he ocupado -Corso lo miró como si acabara de oír una estupidez-. Es mi trabajo.

Varo Borja hizo un gesto conciliador.

– Yo no dudo de la buena fe de Terral y sus herederos -aclaró-. Tampoco he afirmado que ese ejemplar no sea antiguo.

– Dijo que es falso.

– Tal vez falso no sea la palabra adecuada.

– Pues ya me contará. Todo corresponde a la época -Corso sostuvo de nuevo el libro, sujetó el corte de sus páginas con el pulgar y las hizo correr aguzando el oído, atento al sonido que producían-. Hasta el papel suena como debe.

– Hay algo en él que no suena como debe; y no me refiero al papel.

– Quizá las xilografías. -¿Qué pasa con ellas? -Desentonan. Uno esperaría grabados en cobre. En 1666 nadie utilizaba ya el grabado en madera.

– No olvide que se trata de una edición singular. Las láminas reproducen otras más antiguas, supuestamente descubiertas o vistas por el impresor.

– El Delomelanicon… ¿De veras cree eso?

– A usted no le importa lo que yo crea. Pero las nueve láminas originales del libro no se atribuyen a la mano de un cualquiera… Según la leyenda, Lucifer, tras su derrota y expulsión del cielo, compuso un formulario mágico para uso de sus adeptos: el recetario magistral de las sombras. El terrible libro guardado en secreto, quemado varias veces, vendido a precio de oro por los escasos privilegiados que le poseyeron… Esas ilustraciones son en realidad jeroglíficos infernales. Interpretadas con ayuda del texto y los conocimientos adecuados, permitirían convocar al príncipe de las tinieblas.

Corso asintió con exagerada gravedad.

– Conozco mejores formas de vender el alma.

– No se lo tome a broma, porque es más serio de lo que parece… ¿Sabe lo que significa Delomelanicon?

– Supongo que sí. Procede del griego: Delo, convocar. Y Melas: negro, oscuro.

Varo Borja emitió una risita chirriante, de humorística aprobación.

– Olvidaba que es un mercenario culto. Y tiene razón: convocar las tinieblas, o iluminarlas… El profeta Daniel, Hipócrates, Flavio Josefo, Alberto Magno y León III aludieron a ese libro maravilloso. Aunque los hombres sólo escriben desde hace seis mil años, al Delomelanicon se le atribuye tres veces esa antigüedad… La primera mención directa consta en el papiro de Turis, escrito hace treinta y tres siglos. Después, entre el i antes de Cristo y el ii de nuestra era, aparece citado varias veces en el Corpus Hermeticum. Según el Asclemandres, ese libro permite mirar, Luz cara a cara… Y en un inventario parcial de la biblioteca de Alejandría, antes de su tercera y definitiva destrucción en el año 646, figura con referencia expresa a los nueve enigmas mágicos que encierra… Se ignora si hubo un ejemplar o varios, y si alguno sobrevivió al incendio de la biblioteca… Desde entonces su pista aparece y desaparece en la Historia, entre incendios, guerras y catástrofes.

Corso adelantó los incisivos en una mueca incrédula.

– Como siempre. Todos los libros maravillosos tienen la misma leyenda: desde Thot a Nicolás Flamel… Una vez, un cliente aficionado a la química hermética me encargó la bibliografía citada por Fulcanelli y sus adeptos. No hubo forma de convencerlo de que la mitad de esos títulos no se habían escrito nunca.

– Éste sí se escribió. Y algo de cierto tendría su existencia cuando el Santo Oficio le incluyó en el índice… ¿Qué opina?

– Lo que yo opine da igual. Hay abogados que no creen en la inocencia de sus defendidos y consiguen que los absuelvan.

– De eso se trata. Porque yo no alquilo su fe, sino su eficacia.

Corso pasó más páginas del libro. Otro de los grabados, el número I, tenía una ciudad amurallada en lo alto de una colina. Hacia ella cabalgaba un extraño caballero sin armas, el dedo sobre los labios reclamando complicidad o silencio. La leyenda que acompañaba el grabado era: NEM. PERV.T QUI N.N LEG. CERTRIT.

– Está en clave abreviada, pero descifrable -aclaró Varo Borja, atento a sus gestos-: Nemo pervenit qui non legitime certaverit

– ¿Nadie que no haya combatido según las reglas lo consigue…?

– Más o menos. De momento es la única de las nueve leyendas que podemos establecer con certeza. Figura casi idéntica en las obras de Roger Bacon, especialista en demonología, criptografía y magia… Bacon afirmaba poseer un Delomelanicon que habría pertenecido al rey Salomón, con la clave de terribles misterios. Ese libro, compuesto de rollos de pergamino con ilustraciones, fue quemado en 1350 por orden personal del papa Inocencio VI que declaró: «Contiene un método para invocar a los demonios»… Tres siglos después, Aristide Torchia decidió imprimirlo en Venecia con las ilustraciones originales.

– Demasiado perfectas -objetó Corso-. No pueden ser las originales: el estilo sería más arcaico.

– Estamos de acuerdo. Sin duda Torchia actualizó el asunto.

En otra lámina, numerada III, un puente guarnecido por puertas fortificadas cruzaba un río. Al levantar la mirada, Corso observó que Varo Borja sonreía enigmático, igual que un alquimista seguro de lo que su atanor cuece.

– Todavía una última conexión -dijo el librero-: Giordano Bruno, mártir del racionalismo, matemático y paladín de la rotación de la Tierra alrededor del Sol… -hizo un gesto desdeñoso con la mano, como si todo aquello fuese secundario-. Pero ésa sólo es una parte de su obra, compuesta de sesenta y un libros en los que la magia ocupa un lugar importante. Y fíjese: Bruno hace una referencia expresa al Delomelanicon utilizando, incluso, las palabras griegas Delo y Melas, y añade: «En el camino de los hombres que quieren saber, hay nueve puertas secretas», antes de referirse a los métodos para hacer que de nuevo luzca la Luz… «Sic Luceat Lux» escribe; casualmente el mismo lema -le mostró a Corso la marca de impresor del libro: un árbol desgajado por el rayo, una serpiente y una divisa- que utiliza Aristide Torchia en el frontispicio de Las Nueve Puertas… ¿Qué le parece?

– Me parece bien. Pero eso y nada viene a ser lo mismo. Resulta fácil hacerle decir cualquier cosa a un texto, sobre todo si es antiguo y está escrito con ambigüedad.

– O con ciertas precauciones. Aunque Giordano Bruno olvidó la regla de oro de la supervivencia: Scire, tacere. Saber y callar. Por lo visto supo como es debido, pero habló más de la cuenta. Y seguimos con las coincidencias: a Giordano Bruno le apresan en Venecia, le declaran hereje contumaz y le queman vivo en Roma, Campo dei Fiori, en febrero de 1600. El mismo itinerario, los mismos lugares y las mismas fechas que, sesenta y siete años después, jalonarán la ejecución del impresor Aristide Torchia: apresado en Venecia, torturado en Roma, quemado en Campo dei Fiori en febrero de 1667. Para entonces ya se quemaba a poca gente, y fíjese: a éste lo quemaron.

– Estoy impresionado -dijo Corso, que no lo estaba en absoluto.

Varo Borja emitió un chasquido de reprobación.

– A veces me pregunto si es usted capaz de creer en algo.

Corso puso cara de reflexionar un momento antes de encogerse de hombros.

– Hace tiempo creía en cosas… Pero entonces era joven y cruel. Ahora tengo cuarenta y cinco años: soy viejo y cruel.

– Yo también lo soy. Pero hay cosas en las que creo. Cosas que me hacen latir el pulso.

– ¿Como el dinero?

– No se burle. El dinero es la llave que abre la puerta oscura de los hombres. Que le compra a usted, por ejemplo. O me concede lo único que respeto en el mundo: estos libros -dio unos pasos por la habitación, junto a las vitrinas repletas-. Son espejos a imagen y semejanza de quienes escribieron sus páginas. Reflejan preocupaciones, misterios, deseos, vidas, muertes… Son materia viva: hay que saber darles alimento, protección…

– Y utilizarlos.

– A veces.

– Y éste no funciona.

– No funciona.

– Lo ha intentado usted.

La de Corso fue una afirmación, no una pregunta. Varo Borja le dirigió una mirada hostil.

– No sea estúpido. Digamos que tengo la certeza de que es falso, y basta. Por eso quiero compararle con los otros ejemplares.

– Insisto en que no tiene por qué ser falso. Aunque pertenezcan a la misma edición, muchos libros resultan diferentes… En realidad no hay dos iguales, porque ya el nacimiento los distingue con detalles. Después, cada volumen vive una vida distinta: le faltan páginas, se añaden o sustituyen otras, se encuaderna… Al cabo de los años, dos libros que se imprimieron en la misma prensa pueden no parecerse en casi nada. Eso pudo ocurrirle a éste.

– Averígüelo. Investigue Las Nueve Puertas como si de un crimen se tratara. Rastree pistas, compruebe cada página, cada grabado, el papel, la encuadernación… Remonte hacia atrás esa pesquisa para descubrir de dónde procede mi ejemplar. Después, en Sintra y París, haga lo mismo con los otros dos.

– Me ayudaría mucho saber cómo averiguó que el suyo es falso.

– No puedo decírselo. Confíe en mi intuición.

– Su intuición va a costarle mucho dinero.

– Limítese a gastarlo.

Extrajo el cheque del bolsillo y lo puso en manos de Corso. Éste le dio vueltas entre los dedos, indeciso.

– ¿Por qué me paga por adelantado?… Nunca lo había hecho antes.

– Tendrá muchos gastos que cubrir. Eso es para que empiece a moverse -le entregó un grueso dossier encuadernado-. Aquí va todo cuanto he averiguado sobre el libro; puede serle útil.

Corso seguía mirando el cheque.

– Es demasiado para un anticipo.

– Tal vez se enfrente a ciertas complicaciones.

– No me diga.

Tras el sarcasmo, oyó al librero aclararse la garganta. Por fin llegaban al nudo de la cuestión.

– Si los tres ejemplares son falsos o están incompletos -continuó Varo Borja- habrá terminado su trabajo y liquidaremos la cuestión… -hizo una pausa para pasarse una mano por la calva bronceada y le sonrió, incómodo, a Corso-. Pero un libro puede resultar auténtico, y entonces dispondrá de más dinero. Porque en ese caso quiero tenerle como sea, sin reparar en medios ni en gastos.

– Bromea, ¿verdad?

– No tengo cara de bromear, Corso.

– Eso es ilegal.

– Usted ya ha hecho cosas ilegales antes.

– No de ese tamaño.

– Nadie le pagó lo que yo pagaré.

– ¿Cuál es su garantía?

– Dejo que se lleve el libro, pues necesita el original para su trabajo… ¿Le parece poca garantía?

Tic, tac. Corso, que conservaba Las Nueve Puertas en sus manos, puso el cheque entre las páginas como una señal y sopló del libro un polvo imaginario antes de devolvérselo a Varo Borja.

– Hace un rato dijo que el dinero lo compra todo, así que puede comprobarlo en persona. Vaya a ver a los propietarios y mójese el culo.

Dio media vuelta, encaminándose hacia la puerta mientras se preguntaba cuántos pasos daría antes de escuchar la voz del librero. Fueron tres.

– Éste no es asunto para gente de toga -dijo Varo Borja-. Sino para gente de espada.

El tono había cambiado. Ya no estaba allí el aplomo arrogante, ni el desdén hacia el mercenario cuyos servicios alquilaba. Un ángel -xilografiado por Durerobatió con suavidad sus alas tras el cristal de un marco, en la pared, mientras los zapatos de Corso giraban despacio sobre el mármol negro del suelo. Junto a las vitrinas atestadas de libros y la ventana enrejada con la catedral al fondo, junto a todo lo que podía comprar con dinero, Varo Borja parpadeaba, desconcertado. Aún mantenía la mueca de arrogancia; incluso una mano golpeaba con mecánico desdén las tapas del libro. Pero mucho antes de aquel momento glorioso, Lucas Corso había aprendido a leer la derrota en los ojos de los hombres. Y también el miedo.

Su pulso latía con tranquila satisfacción cuando, sin decir palabra, desanduvo el camino hasta Varo Borja. A1 llegar ante él extrajo el cheque que asomaba entre las páginas de Las Nueve Puertas, y tras doblarlo cuidadosamente se lo metió en el bolsillo. Después cogió el dossier y el libro.

– Ya tendrá noticias mías -dijo.

Supo que había tirado el dado; que avanzaba la primera casilla en un peligroso juego de la oca y que era tarde para echarse atrás. Pero le apetecía jugar. Bajó por la escalera dejando a la espalda el eco de su propia risa seca, entre dientes. Varo Borja estaba equivocado. Ciertas cosas no podían pagarse con dinero.


La escalera de la puerta principal daba a un patio interior, con brocal de pozo y dos leones venecianos de mármol, que una verja separaba de la calle. Del Tajo subía una humedad desagradable que detuvo a Corso bajo el arco mudéjar de la entrada para subirse el cuello del gabán. Caminó por las callejas estrechas y silenciosas, de irregular empedrado, hasta una pequeña plaza donde había un bar con mesas de hierro y algunos castaños de ramas desnudas bajo el campanario de una iglesia. Escogió un rectángulo de sol tibio y se instaló en la terraza mientras sus miembros, entumecidos, recobraban un poco de calor. Dos vasos de ginebra a palo seco, sin hielo, contribuyeron a normalizar la situación. Sólo entonces abrió el dossier sobre Las Nueve Puertas y le dedicó el primer vistazo serio.

Había un informe de cuarenta y dos páginas mecanografiadas, con todos los antecedentes históricos del libro, tanto en la supuesta versión original, el Delomelanicon o Evocación de la Oscuridad , como en la de Torchia, Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras, impresa en Venecia en 1666. Varios apéndices aportaban bibliografía, fotocopias de citas en textos clásicos y datos sobre los otros dos ejemplares conocidos: propietarios, restauraciones, fechas de adquisición, direcciones actuales. Se incluía también una transcripción de las actas del proceso de Aristide Torchia, con la narración de un testigo ocular, un tal Gennaro Galeazzo, consignando los últimos momentos del infortunado impresor:


… Subió al cadalso sin aceptar reconciliarse con Dios y guardaba silencio obstinado. Cuando prendieron fuego el humo empezó a sofocarlo. Desorbitó los ojos con grito terrible, encomendándose al Padre. Muchos presentes santiguábanse porque pedía clemencia a Dios en la muerte. Otros dicen que gritó al suelo, o sea a las entrañas de la tierra…


Un coche pasó al otro lado de la plaza, perdiéndose en una de las esquinas que conducían a la catedral. El motor sonó un poco tras la esquina, igual que si el conductor se hubiera detenido un momento, antes de alejarse calle abajo. Corso apenas prestó atención, ocupado como estaba en las páginas del libro. La primera contenía la portada y la segunda estaba en blanco. La tercera, iniciada con una bella N capitular, era la primera del texto propiamente dicho y empezaba con una críptica introducción:

Nos p.tens. L.f.r, juv.te Stn. Blz.b, Lvtn, Elm, atq Ast.rot. ali.q, h.die ha.ems ace.t pct fo.de.is c.mt. qui no.st; et h.ic pol.icem am.rem mul. flo.em virg.num de.us mon. hon v.lup et op. For.icab tr.d.o, eb.iet i.li c.ra er. No.is of.ret se.el in ano sag. sig. s.b ped. cocul.ab sa Ecl.e et no.s. r.gat i.sius er.t; p.ct v.v.t an v.q fe.ix in t.a hom. et ven.os.ta int. nos ma.et D:

Fa.t in inf int co.s daem.

Satanas. Belzebub, Lcfr, Elimi, Leviathan, Astaroth

Siq pos mag. diab. et daem. pri.cp dom.

Tras la introducción, cuya supuesta autoría era evidente, comenzaba el texto. Corso leyó las primeras líneas:

D. mine mag. que L. fr, te D.um m. Et.pr ag.sco. et pol.cor t ser.ire, a.ob.re quam.d p. vvre; et rn.io al.rum d. et js.ch.st. et a.s sn.ts tq.e s.ctas e. Ec.les. apstl. et rom. et om. i sc.am. et o.nia ips. s.cramen. et o.nes atio et r.g. q.ib fid. pos.nt int.rcd. p.o me; et t.bi po.lceor q. fac. qu.tqu.t m.lum pot., et atra. ad mala p. omn. Et ab. rncio chrsm. et b.ptm et omn…

Levantó la vista hacia el pórtico de la iglesia, cuyas arquivoltas ocupaban imágenes del juicio Final gastadas por la lluvia y la intemperie. Bajo éstas, partiendo la puerta en dos, un nicho sobre una columna cobijaba un pantocrátor de aspecto airado cuya mano derecha, alzada, sugería más castigo que clemencia. En la siniestra sostenía un libro abierto, y Corso no pudo sustraerse a la inevitable asociación de ideas. Miró alrededor, la torre de la iglesia y los edificios circundantes; las fachadas conservaban escudos de armas episcopales, y se dijo que también esa plaza vio arder, en otro tiempo, hogueras de la Inquisición. Después de todo, aquello era Toledo. Crisol de cultos subterráneos, de misterios iniciáticos, de falsos conversos. Y de herejes.

Bebió un largo trago de ginebra antes de volver al libro. El texto, latín en clave abreviada, proseguía a lo largo de otras ciento cincuenta y siete páginas, con la última en blanco. Las nueve restantes eran las famosas láminas inspiradas, según la leyenda, por el propio Lucifer. Cada xilografía estaba encabezada por un numeral latino, hebreo y griego, incluyendo una frase en latín, abreviada de forma críptica igual que el resto. Corso pidió una tercera ginebra mientras les pasaba revista. Recordaban las figuras del Tarot o los viejos grabados medievales: el rey y el mendigo, el ermitaño, el ahorcado, la muerte, el verdugo. En la última lámina, un dragón cabalgado por una hermosa mujer. Demasiado hermosa, apreció, para la moral eclesiástica de la época.

Encontró idéntica ilustración en una página fotocopiada de la Bibliografía Universal de Mateu; aunque en realidad no era la misma. Corso tenía en las manos el ejemplar Terral-Coy, mientras que el grabado reproducido pertenecía, según el viejo erudito mallorquín consignó en 1929, a otro de los libros:


Torchia (Aristide). De Umbrarum Regni Novem Portas. Venetiae, apud Aristidem Torchiam. MDCLXVI. In folio. 160 págs. incl. portada. 9 viñetas madera fuera de texto. De excepcional rareza. Sólo 3 ejempls. conocidos. Biblioteca Fargas, Sintra, port. (ver ilustración), Biblioteca Coy, Madrid, esp. (falto de lámina 9), Biblioteca Morel, París, fr.


Falto de lámina 9. Aquello era incorrecto, comprobó Corso. La xilografía número nueve estaba intacta en el ejemplar que tenía en las manos, antes biblioteca Coya después Terral-Coy, y ahora propiedad de Varo Borja. Sin duda se trataba de un error de tipografía, o del propio Mateu. En 1929, cuando se editó la Bibliografía Universal, las técnicas de impresión y difusión no estaban tan extendidas; buena parte de los eruditos mencionaban libros que sólo conocían a través de terceros. Tal vez el ejemplar falto fuese uno de los otros. Corso hizo una anotación al margen. Era preciso comprobarlo.

Un reloj dio tres campanadas y las palomas levantaron el vuelo desde la torre y los tejados. Corso tuvo un ligero sobresalto, cual si volviera lentamente en sí. Se palpó la ropa, extrajo un billete del bolsillo y se puso en pie tras dejarlo sobre la mesa. La ginebra le daba una grata sensación de distanciamiento, acolchaba sonidos e imágenes del exterior. Metió libro y dossier en la bolsa de lona, se la colgó al hombro y permaneció unos instantes mirando el airado pantocrátor del pórtico. No tenía prisa y deseaba despejarse, por lo que decidió ir andando a la estación de ferrocarril.

Al llegar a la catedral fue por el claustro, a fin de acortar camino. Pasó junto al quiosco de recuerdos para turistas, cerrado, y se entretuvo un momento observando los andamios vacíos ante las pinturas murales en restauración.



El lugar se veía desierto, y sus pasos resonaban bajo la bóveda. Una vez creyó escuchar algo a su espalda. Algún cura llegaba tarde al confesionario.

Salió por la verja de hierro que comunicaba con una calle angosta y oscura, de paredes desconchadas por el roce de los vehículos. Entonces oyó un motor en marcha fuera de su vista, a la izquierda, al torcer en dirección contraria. Había una señal de tráfico, un triángulo que avisaba del estrechamiento de la calle, y cuando estaba ante él hubo un inesperado acelerón del motor. Luego el sonido fue acercándose por la espalda. Demasiado rápido, pensó, mientras iniciaba el gesto de volver el rostro; mas sólo pudo hacerlo a medias, con tiempo de percibir una masa oscura que se le vino encima. Tenía los reflejos entumecidos por la ginebra, pero su atención aún estaba, casualmente, en la señal de tráfico. El instinto lo empujó hacia ella, buscando la estrecha protección entre el postre metálico y la pared. Adosó el cuerpo a los pocos centímetros de aquel improvisado burladero, de forma que el automóvil, al pasar, sólo le golpeó una mano. El impacto fue seco y doloroso, haciéndole doblar las rodillas. Cayó sobre los irregulares adoquines, y pudo ver que el automóvil se perdía calle abajo entre rechinar de neumáticos.

Frotándose la mano magullada, Corso siguió camino a la estación. Pero ahora se volvía de vez en cuando a mirar atrás, y la bolsa con Las Nueve Puertas le quemaba el hombro. Habían sido tres segundos de visión fugaz, aunque suficiente: esta vez no llevaba un jaguar sino un Mercedes negro, pero quien estuvo a punto de atropellarlo era un individuo moreno, con bigote y una cicatriz en la cara. El tipo del bar de Makarova. El mismo al que había visto, con uniforme de chófer, leyendo el periódico ante la casa de Liana Taillefer.

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