Se considera insoluble este misterio por las mismas razones que deberían inducir a considerarlo solucionable.
(E. A. Poe. Los crímenes de la calle Morgue)
– La clave es elemental -dijo Frida Ungern-: abreviaturas similares a las utilizadas en los antiguos manuscritos latinos. Quizá porque Aristide Torchia tomó literalmente la mayor parte del texto de otro manuscrito; puede que del legendario Delomelanicon. En la primera lámina, el sentido es evidente para quien conozca un poco el lenguaje hermético: NEM. PERV.T QUI N.N LEG. CERT.RIT es, por supuesto, NEMO PERVENIT QUI NON LEGITIME CERTAVERIT.
– … Nadie que no haya combatido según las reglas lo consigue.
Iban por la tercera taza de café, y saltaba a la vista que, al menos en lo formal, Corso había sido adoptado. Vio asentir a la baronesa, complacida.
– Muy bien… ¿Puede interpretar algún elemento de esa lámina?
– No… -mintió Corso con sangre fría. Acababa de descubrir que, en aquel ejemplar, las torres de la ciudad amurallada hacia la que iba el caballero no eran cuatro, sino tres-. Salvo el gesto del personaje, que parece elocuente.
– Y lo es: vuelto hacia el adepto con un dedo sobre la boca, aconsejando silencio… Es el tacere de los filósofos del arte oculto. Al fondo, la ciudad amurallada circunda las torres, el secreto. Observe que la puerta está cerrada. Hay que abrirla.
Tenso, muy alerta, Corso pasó más páginas hasta llegar a la segunda lámina: el ermitaño ante otra puerta, con las llaves en la mano derecha. La leyenda era CLAUS. PAT. T.
– CLAUSAE PATENT -descifró sin dificultad la baronesa-: Abren lo cerrado, las puertas cerradas… El ermitaño significa conocimiento, estudio, sabiduría. A su lado, fíjese, el mismo perro negro que, según la leyenda, acompañaba a Agripa. El perro fiel… De Plutarco a Bram Stroker y su Drácula, sin olvidar el Fausto de Goethe, el perro negro es uno de los animales preferidos por el diablo para encarnarse… En cuanto al farol, pertenece al filósofo Diógenes, que tanto despreciaba los poderes temporales y lo único que pedía al poderoso Alejandro era que no le hiciese sombra; que se apartara porque le tapaba el sol, la luz.
– ¿Y la letra Teth?
– No estoy segura -golpeó ligeramente la lámina-. El Ermitaño del Tarot, muy parecido a éste, va a veces acompañado de una serpiente, o del bastón que la simboliza. En la filosofía oculta, la serpiente y el dragón son guardianes del recinto maravilloso, jardín o Vellocino, y duermen con los ojos abiertos. Son el Espejo del Arte.
– Ars diavoli -dijo Corso al azar, y la baronesa sonrió a medias, asintiendo misteriosa. Sin embargo él sabía, por Fulcanelli y otras viejas lecturas, que el término Espejo del Arte no se encuadraba en la demonología, sino en la alquimia. Se preguntó cuánto de charlatanería encerraba la erudición con que lo obsequiaba su interlocutora y suspiró para sus adentros, sintiéndose como un buscador de oro metido en un río hasta la cintura y con el cedazo en las manos. Después de todo, concluyó, las quinientas páginas de un best-seller tenían que llenarse con algo.
Pero Frida Ungern ya pasaba a la tercera lámina:
– El lema es VERB. D.SUM C.S.T ARCAN. Es decir: VERBUM DIMISSUM CUSTODIAT ARCANUM. Lo podemos traducir como: La palabra perdida guarda el secreto. Y el grabado es significativo: un puente, la unión entre la orilla clara y la oscura. Desde la mitología clásica hasta el juego de la oca, su sentido está claro. Puede unir la tierra con el cielo o con el infierno, igual que el arco iris… Naturalmente, para cruzar éste hay que abrir antes las puertas amuralladas que lo cierran.
– ¿Y el arquero escondido en la nube?
Esta vez casi se le alteró la voz al preguntar. En los ejemplares Uno y Dos, del hombro del arquero colgaba un carcaj vacío. Pero en el número Tres el carcaj contenía una flecha. Frida Ungern apoyaba un dedo en ella.
– El arco es el arma de Apolo y de Diana, la luz del supremo poder. La ira del dios, o de Dios. Es el enemigo que acecha a quien cruza el puente -se inclinó, queda y confidencial-. Aquí significa una terrible advertencia. No es recomendable jugar con estas cosas.
Corso asintió mientras pasaba a la cuarta lámina. Sentía rasgarse velos en su razón; las puertas empezaban a abrirse con chirridos demasiado siniestros. Ahora tenía ante sí al bufón y su laberinto de piedra, bajo el lema: FOR. N.N OMN. A. QUE. Frida Ungern lo tradujo como FORTUNA NON OMNIBUS AEQUE: La suerte no es igual para todos.
– El personaje equivale al loco del Tarot -aclaró-. El loco de Dios del Islam. También lleva, por supuesto, su bastón o serpiente simbólica en la mano… Es el bufón medieval, el Joker de la baraja, el comodín. Simboliza el Destino, el azar, el fin de todo, la conclusión esperada o inesperada: observe los dados. En el medievo, los bufones eran seres privilegiados; se les permitían cosas vedadas a otros, teniendo por misión recordar a los señores su condición mortal, y que su fin era tan inevitable como el de los demás hombres…
– Aquí expresa lo contrario -objetó Corso-. La suerte no es igual para todos.
– Claro. Quien se rebela, quien ejercita su libertad y arriesga, puede ganar un destino distinto. De eso trata este libro, y de ahí el bufón, paradigma de libertad. El único hombre realmente libre, y también el más sabio. En la filosofía oculta el bufón se identifica con el mercurio de los alquimistas… Emisario de los dioses, conduce a las almas a través del reino de las sombras…
– El laberinto.
– Sí. Ahí lo tiene -señaló el grabado-. Y como ve, la puerta que le da acceso está cerrada.
También la de salida, observó Corso con un estremecimiento involuntario, antes de pasar nuevas páginas en busca de la siguiente lámina.
– Esta leyenda es más simple -dijo-: FR.ST.A. Es la única que me atrevo a aventurar. Yo diría que faltan una u y una r: FRUSTRA. Eso significa En vano.
– Muy bien. Es exactamente lo que dice, y la alegoría coincide con el lema. El avaro cuenta su oro, ajeno a la Muerte que sostiene en las manos dos símbolos definitivos: el reloj de arena y una horca de campesino.
– ¿Por qué la horca y no una guadaña?
– Porque la muerte siega, pero el diablo recolecta.
Se detuvieron en el sexto grabado, el hombre colgado de la almena por un pie. Frida Ungern hizo un gesto de tedio con las manos y la boca, como si fuese demasiado obvio:
– DIT.SCO M.R. es DITESCO MORI: Me enriquezco con la muerte, frase que puede pronunciar el diablo con la cabeza muy alta. ¿No le parece?…
– Supongo que sí. Después de todo es su oficio -Corso pasó un dedo por la lámina-. ¿Qué simboliza el ahorcado?
– En primer lugar, el arcano número doce del Tarot. Pero hay otras interpretaciones. Yo me inclino por la que anuncia el cambio a través del sacrificio… ¿Conoce la Saga de Odín?:
Herido, colgué de un cadalso
barrido por los vientos
durante nueve largas noches…
– …Puestos a establecer asociaciones -prosiguió la baronesa-: Lucifer, paladín de la libertad, sufre por amor al hombre. Y le proporciona el conocimiento a través del sacrificio, condenándose a sí mismo.
– ¿Qué puede decirme de la séptima lámina?
– DIS.S P.TI.R MAG. no es demasiado explícito en principio; pero deduzco una frase tradicional, muy del gusto de los filósofos herméticos: DISCIPULUS POTIOR MAGISTRO.
– ¿El discípulo supera al maestro?
– Más o menos. El rey y el mendigo juegan al ajedrez en ese extraño tablero donde todas las casillas tienen el mismo color, mientras el perro negro y el blanco, el Mal y el Bien, se despedazan con saña. En la ventana aguarda la luna, que es al mismo tiempo la oscuridad y la madre. Recuerde la creencia mítica de que, tras la muerte, las almas se refugian en la Luna. Usted leyó mi Isis, ¿verdad?… El negro es color simbólico de las tinieblas y las sombras cimerias, el sable de la heráldica, tierra, noche, muerte… El negro de Isis se corresponde con el color de la Virgen, que va de azul y se asienta sobre la luna… Al morir volvemos a ella, a la oscuridad de donde venimos, ambivalente por protectora y por peligrosa… Los perros y la Luna tienen también otra interpretación: la diosa cazadora Artemisa, la Diana de los romanos, era conocida por la forma en que se vengaba de quienes se enamoraban de ella o trataban de aprovecharse de su femineidad… Supongo que sabe a qué me refiero.
Corso, que pensaba en Irene Adler, asintió despacio.
– Sí. Les soltaba sus perros a los mirones, tras convertirlos en ciervos -tragó saliva, a su pesar. Los dos canes enzarzados en mortal pelea del grabado le parecían ahora extraordinariamente siniestros. ¿Él y Rochefort?-… Para despedazarlos.
La baronesa le dirigió una mirada neutral. El contexto lo ponía Corso, no ella.
– En cuanto a la octava lámina -prosiguió-, no es muy difícil su sentido básico: VIC.I.T VIR. corresponde a un bonito lema, VICTA IACET VIRTUS. Lo que significa: La Virtud yace vencida. La Virtud es la doncella a punto de ser degollada por ese apuesto joven provisto de espada y armadura, mientras al fondo gira la rueda inexorable de la Fortuna o el Destino, que avanza despacio pero siempre da la vuelta completa. Las tres figuras que hay en ella simbolizan los tres estadios que se representaban en la Edad Media bajo las palabras regno (reino), regnavi (reiné) y regnabo (reinaré).
– Nos queda un grabado.
– Sí. El último, y también la alegoría más significativa. N.NC SC.O TEN. BR. LUX es sin duda NUNC SCIO TENEBRIS Lux: Ahora sé que de las tinieblas viene la luz… En realidad estamos ante una escena del Apocalipsis de San Juan. Roto el último sello, en llamas la ciudad secreta, llegado su tiempo y tras pronunciarse el nombre terrible o el número de la Bestia, la Cortesana de Babilonia cabalga, triunfal, sobre el dragón de siete cabezas…
– No parece muy rentable -dijo Corso- tomarse tanto trabajo para encontrar este horror.
– No se trata de eso. Todas las alegorías son una especie de composiciones en clave, de jeroglíficos… Del mismo modo que en una página de pasatiempos un número 1, el sol y un dado pueden componer la expresión un soldado, las láminas y sus leyendas, combinadas, permiten establecer con el texto del libro una secuencia, un ritual. La fórmula que proporciona la palabra mágica. El verbum dimissum o lo que sea.
– Y el diablo hace acto de presencia.
– Teóricamente.
– ¿En qué lengua es el conjuro?… ¿Latín, hebreo o griego?
– No lo sé.
– ¿Y dónde está el fallo del que hablaba madame de Montespan?
– Ya le dije que tampoco lo sé. Sólo he podido establecer que el oficiante debe construir un territorio mágico donde situar las palabras obtenidas, tras ordenarlas en una secuencia cuyo orden desconozco, pero que podría establecerse con el texto de las páginas 158 y 159 de Las Nueve Puertas. Mire.
Le mostró el texto en latín abreviado. La página estaba marcada por una ficha de cartulina llena de notas a lápiz con la letra pequeña y picuda de la baronesa.
– ¿Consiguió descifrarlo? -preguntó Corso.
– Sí. O al menos eso creo -le ofreció la ficha con anotaciones-. Ahí lo tiene.
Corso leyó:
Es el animal ouróboro
el que circunda el laberinto
donde atravesarás ocho puertas
antes del dragón que acude
al enigma de la palabra.
Cada puerta tiene dos llaves:
la primera es aire y la segunda materia,
pero ambas son la misma cosa.
Situarás la materia en la piel de la serpiente
en el sentido de la luz de levante,
y en su vientre el sello de Saturno.
Abrirás el sello nueve veces,
y cuando el espejo refleje el camino o
btendrás la palabra perdida
que trae la luz de las tinieblas.
– ¿Qué le parece? -preguntó la baronesa.
– Inquietante, supongo. Pero no entiendo una palabra… ¿Y usted?
– Ya se lo he dicho; no demasiado -pasó las páginas del libro, preocupada-. Se trata de un método; una fórmula. Pero hay algo aquí que no está como debe estar. Y yo tendría que saberlo.
Corso encendió otro cigarrillo sin hacer comentarios. Él ya conocía la respuesta a esa pregunta: las llaves del ermitaño, el reloj de arena… La salida del laberinto, el tablero, la aureola… Y más cosas. Mientras Frida Ungern explicaba el sentido de las alegorías, él había descubierto nuevas variaciones que confirman su hipótesis: cada ejemplar era diferente de los otros. Proseguía el juego de los errores, y necesitaba ponerse a trabajar con urgencia, mas no así. No con la baronesa pegada a él.
– Me gustaría -dijo- echar con calma un vistazo a todo eso.
– Naturalmente. Dispongo de tiempo; me gustará ver cómo hace su trabajo.
Carraspeó Corso, incómodo. Llegaban a lo que había temido: la parte adversa del asunto.
– Trabajo mejor a solas.
Aquello sonó a error. Una nube oscurecía la frente de Frida Ungern.
– Me temo que no comprendo -miró la bolsa de lona de Corso con suspicaz interés-. ¿Está insinuándome que lo deje solo?
– Se lo ruego -Corso tragaba saliva, intentando sostener su mirada el mayor tiempo posible-. Lo que estoy haciendo es confidencial.
La baronesa parpadeó ligeramente. La nube descargaba tormenta, y el cazador de libros supo que todo podía irse por la borda de un momento a otro.
– Es usted muy dueño, por supuesto -el tono de Frida Ungern parecía capaz de helar las macetas de la habitación-. Pero éste es mi libro y ésta es mi casa.
Aquél era un punto en que cualquiera hubiese ofrecido disculpas antes de batirse en retirada, mas Corso no lo hizo. Se quedó sentado, fumando sin apartar los ojos de la baronesa. Al cabo sonrió con cautela: un conejo jugando al siete y medio a punto de pedir otra carta.
– Creo que me he explicado mal -se había definido del todo su sonrisa cuando sacó de la bolsa de lona un objeto muy bien envuelto-. Sólo necesito estar aquí un rato con el libro y mis notas -palmeó con suavidad la bolsa mientras la otra mano ofrecía el paquete-. Verá que traigo todo lo necesario.
La baronesa deshizo el envoltorio y contempló en silencio su contenido. Se trataba de una edición en lengua alemana -Berlín, septiembre de 1943-; un grueso folleto encuadernado bajo el título Iden, publicación mensual del grupo Idus, círculo de aficionados a la magia y la astrología muy próximo a los jerarcas de la Alemania nazi. Una tarjeta de Corso marcaba una página ilustrada. En ella, Frida Ungern, joven y muy bonita, sonreía al fotógrafo. Cada uno de sus brazos -aún conservaba los dos- estaba asido al de un hombre: el de su derecha vestía de paisano y el pie de foto lo identificaba como astrólogo particular del Führer. A ella la mencionaba como su ayudante, distinguida señorita Frida Wender. En cuanto al individuo de la izquierda, usaba lentes con montura de acero y su aspecto era tímido. Vestía el uniforme negro de las SS. Y no era preciso leer el pie de foto para reconocer al Reichsführer Heinrich Himmler.
Cuando Frida Ungern, de soltera Wender, levantó los ojos y su mirada se cruzó con la de Corso, ya no parecía una abuelita dulce. Pero sólo fue un momento. Después asintió despacio mientras arrancaba cuidadosamente la página ilustrada para romperla en trozos diminutos. Y Corso pensó que las brujas, y las baronesas, y las ancianitas que trabajan entre libros y macetas, también tienen su precio, como todo el mundo. Victa iacet Virtus. Y no se le ocurría por qué iba a ser de otro modo.
Cuando se quedó solo, extrajo el dossier de la bolsa y se puso al trabajo. Había una mesa junto a la ventana y fue a instalarse en ella, con Las Nueve Puertas abierto por la página del frontispicio. Antes de empezar levantó un poco los visillos para echar un vistazo. Al otro lado de la calle había un BMW gris estacionado; el tenaz Rochefort montaba guardia. Corso miró también hacia el bar-tabac de la esquina, pero no vio a la chica.
Se dedicó al libro: tipo de papel, presión de los grabados, imperfecciones y erratas. Ahora sabía que los tres ejemplares eran sólo formalmente idénticos: encuadernación en piel negra sin inscripción exterior, cinco nervios, pentáculo en la tapa, número de páginas, la misma disposición de láminas… Con suma paciencia, hoja por hoja, fue completando los cuadros comparativos iniciados con el número Uno. En la página 81, junto al verso en blanco del quinto grabado, descubrió otra ficha de la baronesa. Era la traducción de un párrafo de esa misma página, descifrado:
Aceptarás el pacto de alianza que te ofrezco, entregándome a ti. Y me prometerás el amor de las mujeres y la flor de las doncellas, el honor de las monjas, las dignidades, los placeres y riquezas de los poderosos, príncipes y eclesiásticos. Fornicaré cada tres días y la embriaguez me será gustosa. Una vez cada año te ofreceré homenaje de confirmación de este contrato firmado con mi sangre. Hollaré con los pies los sacramentos de la iglesia y te dirigiré oraciones. No temeré la cuerda, ni el hierro, ni el veneno. Pasaré entre apestados y leprosos sin mancillar mi carne. Pero sobre todo poseeré el Conocimiento, por el que mis primeros padres renunciaron al paraíso. En virtud de este pacto me borrarás del libro de la vida para apuntarme en el libro negro de la muerte. Y desde ahora viviré veinte años feliz en la tierra de los hombres. Y luego iré contigo, a tu Reino, a maldecir a Dios.
Había una segunda anotación en el reverso de la misma ficha, correspondiente a un párrafo descifrado de otra página:
Reconoceré a tus siervos, mis hermanos, por la señal impresa en alguna parte de su cuerpo, aquí o allá, cicatriz o marca tuya…
Corso blasfemó en voz baja y a conciencia, igual que si estuviese murmurando una oración. Después miró a su alrededor los libros en las paredes, sus lomos oscuros y usados, y le pareció que un extraño, lejano rumor, llegaba hasta él desde el interior de éstos. Cada uno de aquellos volúmenes cerrados era una puerta tras la que se agitaban sombras, voces, sonidos, abriéndose paso hasta él desde un lugar profundo y oscuro.
Entonces se le erizó la piel. Como a un vulgar aficionado.
Era de noche cuando salió a la calle. En el umbral se detuvo un momento para echar una ojeada a derecha e izquierda, y no vio nada que lo inquietara; el BMW gris había desaparecido. Del Sena subía una niebla baja que desbordaba el parapeto de piedra, deslizándose por los adoquines húmedos de la calzada. Las luces amarillentas de las farolas que iluminaban a trechos los muelles del río se reflejaban en el suelo, alumbrando el banco vacío donde la chica estuvo sentada.
Fue hasta el bar-tabac sin dar con ella; buscó inútilmente su rostro entre las personas acodadas en la barra o las estrechas mesas del fondo. Presentía en todo el rompecabezas una pieza mal dispuesta; algo que, desde la llamada de alerta sobre la nueva aparición de Rochefort, emitía en su cerebro intermitentes señales de alarma. Corso, cuyo instinto se afinaba mucho con los últimos acontecimientos, venteó el peligro en la calle desierta, en el vapor húmedo que subía del río arrastrándose hasta la puerta del local donde se hallaba. Sacudió los hombros en un intento por librarse de tan incómoda sensación, compró un paquete de Gauloises y se metió en el cuerpo dos ginebras sin pestañear, una tras otra, hasta que las fosas nasales se le dilataron y todo ocupó despacio, como el ajuste de una lente en busca de foco, su lugar exacto en el universo. La señal de alarma se convirtió en un lejano sonido apenas audible, y los ecos del mundo exterior llegaban ahora filtrados de modo conveniente. Con una tercera ginebra en la mano fue a sentarse a una mesa libre, junto al cristal un poco empañado de la ventana, para mirar la calle, la orilla del río y la neblina que rebasaba el parapeto antes de reptar sobre los adoquines, agitándose en remolinos cuando la hendían las ruedas de algún automóvil. Permaneció así un cuarto de hora al acecho de cualquier indicio extraño, con la bolsa de lona en el suelo, entre los pies. Contenía buena parte de las respuestas al misterio de Varo Borja; el bibliófilo no gastaba en balde su dinero.
Para empezar, Corso había resuelto el problema de las diferencias entre ocho de los nueve grabados. El ejemplar número Tres ocultaba alteraciones respecto a los otros dos en las láminas I, III y VI. En la primera, la ciudad amurallada hacia la que iba el caballero tenía tres torres en lugar de cuatro. En cuanto al tercer grabado, incluía una flecha en el carcaj del arquero, mientras que en los ejemplares de Toledo y Sintra el carcaj estaba vacío. Y en la sexta lámina, el ahorcado pendía del pie derecho, pero sus gemelos de los ejemplares Uno y Dos colgaban del pie izquierdo. De ese modo, el cuadro comparativo iniciado en Sintra podía completarse así:
A modo de conclusión, eso significaba que a pesar de las láminas en apariencia gemelas siempre había una distinta, salvo en el caso de la VIIII. Y esas diferencias estaban repartidas entre los tres ejemplares. Aquel capricho aparente cobraba sentido al estudiar, de modo paralelo, las diferencias entre las marcas de grabador que correspondían a las firmas del inventor, creador original de las láminas, y al sculptor, artista ejecutor de las xilografías: A. T. y L. F.:
Cruzando ambos cuadros se comprobaba una coincidencia: en cada una de las láminas que contenía alteraciones respecto a sus otras dos supuestas gemelas se daba también una alteración en las iniciales correspondientes al invenit. Eso significaba que Aristide Torchia, actuando como sculptor, había ejecutado en madera todas las xilografías con las que se tiraron los grabados del libro. Pero como inventor del dibujo o la composición original, sólo figuraba en diecinueve de las veintisiete láminas que contenía en total. Las otras ocho, repartidas entre los tres ejemplares en. número de dos en el Uno, tres en el Dos y otras tantas en el Tres, tenían distinto autor: aquel a quien correspondían las iniciales L. F. Fonéticamente muy próximas a un nombre: Lucifer.
Torres. Mano. Flecha. Salida del laberinto. Arena. Pié del ahorcado. Tablero. Aura: ésos eran los errores. Ocho diferencias, ocho láminas correctas, sin duda copiadas del oscuro Delomelanicon original, y diecinueve alteradas, inservibles, repartidas en las páginas de tres ejemplares sólo idénticos en el texto y la apariencia. Por eso ninguno de los tres libros era falso ni tampoco auténtico del todo. Aristide Torchia había confesado la verdad a sus verdugos; pero no completa. Quedaba un libro, en efecto. Oculto y tan a salvo de la hoguera como vedado a manos indignas. Y los grabados eran la clave. Quedaba un libro escondido en tres, siendo preciso reconstruirlo según las claves, las normas del Arte, si el discípulo superaba al maestro:
Mojó los labios en ginebra mientras miraba la oscuridad sobre el Sena, al otro lado de las farolas que iluminaban parte de los muelles dejando profundas sombras bajo los árboles sin hojas. Lo cierto es que no sentía euforia por el triunfo; ni siquiera la simple satisfacción de culminar un trabajo difícil. Conocía bien aquel estado de ánimo, la calma fría y lúcida cuando el libro largamente perseguido llegaba por fin a sus manos; cuando conseguía adelantarse a un competidor, clavar un ejemplar de complicada adquisición o desenterrar una pepita de oro entre un montón de papel viejo y escoria. En otro tiempo y lugar recordaba a Nikon mientras etiquetaba cintas de vídeo sobre la alfombra junto al televisor encendido, meciéndose suavemente al compás de la música -Audrey Hepburn enamorada de un periodista, en Roma- sin apartar de Corso sus ojos grandes y oscuros donde la vida imprimía un continuo asombro. Ya era la época en que tras aquella mirada despuntaba la dureza, el reproche; presagios de la soledad que se cernía sobre ellos a modo de ineludible deuda, a plazo fijo. El cazador junto a la pieza, había dicho Nikon en voz baja, casi asombrada de su descubrimiento, pues quizás aquella noche lo vio de ese modo por primera vez: Corso recobrando el aliento cual un lobo huraño que, tras el largo acoso, desdeña la pieza capturada. Depredador sin hambre ni pasión, sin estremecimiento ante la carne o la sangre. Sin otro objeto que la caza en sí. Muerto como tus presas, Lucas Corso. Como ese papel quebradizo y seco que has convertido en tu bandera. Cadáveres polvorientos que tampoco amas, ni siquiera te pertenecen, y maldito lo que te importan.
Se preguntó fugazmente qué diría Nikon de lo que él experimentaba en ese momento: el cosquilleo en las ingles y la boca seca a pesar de la ginebra, sentado ante la estrecha mesa del bar-tabac, vigilando la calle sin decidirse a salir a ella porque allí, en la luz y el calor, con el fondo de humo de cigarrillos y rumor de conversaciones a su espalda, estaba temporalmente a salvo del presagio oscuro, del peligro sin nombre ni forma que intuía abriéndose paso hacia él a través del colchón amortiguador de la ginebra diluida en su sangre, con la neblina baja, siniestra, que subía del Sena. Lo mismo que en aquel páramo inglés en blanco y negro; Nikon habría sabido apreciarlo. Basil Rathbone inmóvil, atento, oyendo aullar en la distancia al perro de los Baskerville.
Se decidió, por fin. Después de apurar la última copa puso unas monedas sobre la mesa, colgó la bolsa de su hombro y salió a la calle subiéndose el cuello del gabán. Al cruzar miraba en ambas direcciones, y tras llegar al banco de piedra donde la chica había estado leyendo caminó a lo largo del parapeto, sobre el muelle izquierdo. Las luces amarillentas de una gabarra que navegaba por el río lo iluminaron desde abajo al pasar junto a uno de los puentes, silueteándole un halo de bruma sucia.
La orilla y los muelles del Sena parecían desiertos, y apenas cruzaban automóviles. Cerca del estrecho pasaje de la calle Mazarino hizo señas a un taxi, que no se detuvo. Caminó un poco más, hasta la altura de la calle Guénégaud, dispuesto a cruzar hacia el Louvre por el Pont Neuf. La neblina y los edificios oscuros daban a aquel escenario un aspecto sombrío, sin época. Corso, inusitadamente inquieto, lobo que venteara el peligro, olfateaba el aire a derecha e izquierda. Cambió la bolsa de hombro para desembarazar la mano derecha y se detuvo, perplejo, mirando alrededor. justo en aquel sitio -capítulo XI: La intriga se anuda-, d'Artagnan había visto desembocar de la Rue Dauphine, también camino del Louvre y en dirección al mismo puente, a Constanza Bonacieux acompañada por un caballero que resultó ser el duque de Buckingham, y a quien su aventura nocturna pudo valerle un palmo de la espada de d'Artagnan dentro del cuerpo:
Yo la amaba, Milord, y estaba celoso…
Quizá la sensación de peligro fuese ficticia, una perversa trampa tramada por demasiadas lecturas y el extraño ambiente; pero la llamada telefónica de la chica y el BMW gris en la puerta no eran producto de su imaginación. Un reloj lejano se puso a dar campanadas y Corso soltó aire de los pulmones. Todo resultaba ridículo.
Fue entonces cuando Rochefort se le echó encima. Pareció materializarse de las sombras, surgiendo del río, aunque en realidad lo había seguido por el muelle, bajo el parapeto, a fin de subir después hasta él por una escalera de piedra. Lo de la escalera lo supo Corso al verse rodando por ella. Nunca había caído así antes, y creyó que aquello duraría más, peldaño a peldaño o algo por el estilo, como en el cine; pero todo ocurrió con rapidez. Después del primer golpe tras la oreja derecha con el puño cerrado, muy profesional, la noche se volvió turbia y las sensaciones exteriores se distanciaron igual que si mediara en ello una botella de ginebra. Gracias a eso no sintió demasiado dolor al rodar por la escalera golpeándose con las aristas de piedra, y llegó abajo contuso aunque consciente; quizás un poco sorprendido de no escuchar el splash -onomatopeya conradiana, fue la absurda asociación- de su cuerpo en las aguas del río. Desde el suelo, la cabeza sobre los adoquines mojados del muelle y las piernas en los últimos peldaños de la escalera, miró hacia arriba y vio confusamente que la silueta negra de Rochefort bajaba los escalones de tres en tres, abalanzándose sobre él.
Estás jodido, Corso. Ése fue el único pensamiento que pudo articular a medias. Después hizo dos cosas: primero intentó pegarle una patada al otro justo cuando le pasaba por encima; pero el movimiento, débil, se perdió en el vacío. En vista de ello sólo quedaba el antiguo reflejo familiar: formar el cuadro y que el fuego de fusilería se fuera apagando en el crepúsculo. Entre la humedad del río y sus tinieblas particulares -había perdido, además, las gafas en la refriega- hizo una mueca. La Guardia muere pero además se cae por las escaleras. Así que formó en cuadro, haciéndose un ovillo para defender la bolsa que aún llevaba colgada, o enredada, en el hombro. Quizás el tatarabuelo Corso apreciara el gesto desde la otra orilla del Leteo. Resultaba más difícil establecer si Rochefort lo apreció también; el caso es que, semejante a Wellington, supo estar a la altura de la tradicional eficiencia británica: Corso escuchó un lejano grito de dolor -que sospechó procedía de su propia garganta- cuando el otro le asestó una limpia y precisa patada en los riñones.
Había poco futuro en todo aquello, y el cazador de libros cerró los ojos resignado mientras aguardaba a que alguien pasara la página. Sentía muy próxima la respiración de Rochefort inclinado sobre él, hurgando primero en la bolsa y dándole después un violento tirón a la correa del hombro. Eso le hizo abrir otra vez los ojos, justo para distinguir de nuevo la escalera en su campo de visión. Pero como tenía la cara contra los adoquines del muelle, la veía horizontal, en plano torcido y con ligero desenfoque. Por eso no comprendió bien, al principio, si la chica subía o bajaba; sólo la vio llegar con increíble rapidez, sus piernas largas enfundadas en tejanos saltando los peldaños de derecha a izquierda, y la trenca azul que se acababa de quitar desplegada en el aire, o más bien moviéndose hacia un ángulo de la pantalla entre remolinos de niebla, como la capa del fantasma de la Ópera.
Parpadeó interesado, en su intento por enfocar mejor, y movió un poco la cabeza a fin de mantener la escena en cuadro. Pudo ver así por el rabillo del ojo que Rochefort, invertido en la imagen, daba un respingo mientras la chica franqueaba los últimos peldaños de un salto para caer sobre él con un grito breve, seco, más duro y cortante que la arista de un cristal roto. Se escuchó un ruido espeso -paf, o tal vez tump- y Rochefort desapareció del campo de visión de Corso igual que si lo hubieran sacado de allí con un resorte. Ahora sólo podía ver la escalera torcida y desierta, por lo que giró con esfuerzo la cabeza en dirección al río, apoyando la mejilla izquierda en los adoquines. La imagen seguía torcida: el suelo a un lado, el cielo oscuro al otro, el puente abajo y el río arriba; pero al menos Rochefort y la chica estaban allí. Por una décima de segundo Corso pudo verla todavía inmóvil, recortada en el resplandor de las luces brumosas del puente, separadas las piernas y las manos ante sí, como exigiendo un momento de calma para escuchar una melodía lejana cuyas notas le interesaran de modo especial. Frente a ella, con una rodilla y una mano en el suelo, parecido a esos boxeadores que no se deciden a ponerse en pie mientras el árbitro cuenta ocho, nueve, diez, estaba Rochefort. La luz que venía del puente le iluminaba la cicatriz, y Corso tuvo tiempo de ver su gesto de estupor antes de que la chica emitiese de nuevo aquel grito seco, cortante como un cuchillo, oscilara sobre una de las piernas, y alzando la otra, con un movimiento semicircular que no pareció costarle el menor esfuerzo, le pegase a Rochefort una patada increíble en mitad de la cara.