Un recurso de novela gótica

He aquí lo enojoso del asunto -dijo Porthos-. Antiguamente no teníamos que explicar nada. Se batía uno porque se batía.

(A. Dumas. El vizconde de Bragelonne)


Con la nuca apoyada en el asiento del conductor, Lucas Corso miró el paisaje. El automóvil estaba detenido en una pequeña explanada junto a la carretera, donde ésta describía su última curva antes de descender en dirección a la ciudad. Ceñido por viejas murallas, el casco antiguo flotaba sobre la neblina del río, suspendido en el aire igual que un islote azulado y fantasma. Era un mundo intermedio sin luces ni sombras; uno de esos amaneceres castellanos fríos e indecisos, con la primera claridad del día perfilando tejados, chimeneas y campanarios hacia el este.

Quiso echarle un vistazo al reloj, pero tenía agua dentro desde el chaparrón de Meung, con la esfera ilegible y empañado el cristal. Corso encontró sus propios ojos cansados en el retrovisor. Meung-sur-Loire, víspera del primer lunes de abril: se encontraban muy lejos, y era martes. Había sido un largo viaje de regreso, hasta el extremo de que todos parecieron quedarse atrás por el camino: Balkan, el club Dumas, Rochefort, Milady, La Ponte. Sombras de un relato cerrado al volver la página; al dar, o asestar, el autor -teclado Qwerty, segunda abajo, a la derecha- un último golpecito como punto final. Devolviéndole con aquel acto arbitrario su naturaleza de simples líneas en folios mecanografiados: papel inerte, extraño. Vidas súbitamente ajenas.

En ese amanecer tan parecido al despertar de un sueño, enrojecidos los ojos, sucio y con barba de tres días, al cazador de libros tan sólo le quedaba su vieja bolsa de lona con el último ejemplar de Las Nueve Puertas dentro. Y la chica. Eso era cuanto la resaca había dejado en la orilla. La oyó gemir un poco a su lado y se volvió a mirarla. Dormía en el asiento contiguo, la trenca por encima, su cabeza en el hombro derecho de Corso. Respiraba suavemente, entreabiertos los labios, agitada por pequeños estremecimientos que a veces la sobresaltaban. Entonces gemía de nuevo muy bajito, con una pequeña arruga vertical entre las cejas dándole expresión de niña contrariada. Una mano, descubierta por el paño azul, estaba vuelta hacia arriba, los dedos medio abiertos como si algo acabase de escapar entre ellos, o como si aguardara.

Volvió Corso a pensar en Meung y en el viaje. En Boris Balkan dos noches atrás, a su lado en aquella terraza húmeda de lluvia reciente. Con las páginas de El vino de Anjou entre las manos, Richelieu había sonreído a la manera de un antiguo adversario admirado y compasivo al tiempo: «Usted es un tipo especial, amigo mío»… La frase era un último saludo a modo de consuelo, o despedida; las únicas palabras que tenían sentido, pues el resto consistió en una sugerencia para unirse a los invitados, formulada con escasa convicción. No porque Balkan rechazara su compañía -más bien se mostraba contrariado al separarse de él-, sino porque preveía de antemano que Corso iba a negarse a ello, permaneciendo cual lo hizo en la terraza, de codos sobre la balaustrada, solo e inmóvil durante largo tiempo, atento al rumor de su propia derrota. Después volvió en sí lentamente, mirando a su alrededor para situar el lugar exacto donde se hallaba, antes de alejarse de las vidrieras iluminadas y regresar al hotel sin prisas, caminando al azar por las calles oscuras. Nunca encontró de nuevo a Rochefort, y en el albergue de Saint Jacques supo que también Milady se había marchado. Ambos salían de su vida para retornar a las regiones inconcretas de donde emergieron; recobrado su carácter ficticio, irresponsables igual que piezas de ajedrez. En cuanto a La Ponte y la chica, pudo hallarlos sin dificultad. La Ponte le importaba un bledo, pero se tranquilizó al comprobar que ella continuaba allí; había esperado -temido- perderla con los otros personajes de la historia. La asió apresuradamente de la mano antes de que también se esfumara entre el polvo de la biblioteca del castillo de Meung; llevándosela hasta el coche para desconcierto de La Ponte, a quien dejaron atrás en el retrovisor, desamparado, invocando inútilmente su vieja y maltrecha amistad; sin entender nada ni osar siquiera preguntarlo, arponero desacreditado e inútil, poco de fiar, al que se abandona con galleta y agua para tres días, a la deriva: intente llegar a Batavia, señor Bligh. Sin embargo, al extremo de la calle, Corso hizo frenar el coche y se quedó inmóvil con las manos en el volante, mirando el asfalto ante los faros, los ojos inquisitivos de la chica fijos en su perfil. Tampoco La Ponte era un personaje real, así que, con un suspiro, dio marcha atrás para recoger al librero, que permaneció durante todo el día y la noche siguientes, hasta que lo dejaron junto a un semáforo en una calle de Madrid, sin decir esta boca es mía. Ni siquiera protestó al comunicarle Corso que se despidiera para siempre del manuscrito Dumas. Tampoco había mucho que decir.

Miró la bolsa de lona entre las piernas de la chica dormida. Dolía también, por supuesto, aquel sentimiento de derrota, incómodo cual un corte de cuchillo en la conciencia. La certeza de haber jugado según las reglas, legitime certaverit, pero en dirección equivocada. Con la satisfacción del triunfo desvaneciéndose justo en el momento en que ocurría éste, incompleto y parcial. Ficticio. Era lo mismo que vencer a fantasmas inexistentes, pelear con golpes contra el viento o gritar al silencio. Quizá por eso Corso miraba desde hacía un rato, suspicaz, la ciudad suspendida en la niebla, en espera de que asentara los cimientos sobre tierra firme antes de penetrar en ella.

La respiración de la chica sonaba, rítmica y suave, en su hombro. Contempló el cuello desnudo entre los pliegues de la trenca; después acercó la mano izquierda hasta sentir el calor de la carne tibia latirle en los dedos. Olía, como siempre, a piel joven y a fiebre. Era fácil recorrer con la imaginación y el recuerdo las líneas largas, esbeltas y onduladas de su cuerpo hasta los pies descalzos, junto a sus zapatillas de tenis blancas y la bolsa. Irene Adler. Seguía ignorando incluso cómo referirse a ella; pero la recordó desnuda en la penumbra, la curva de sus caderas perfilada a contraluz, la boca entreabierta. Increíblemente bella y silenciosa, absorta en su propia juventud y al mismo tiempo serena como aguas tranquilas, sabia de siglos. Y, dentro de aquellos ojos claros que lo miraban con fijeza desde las sombras, el reflejo, la imagen oscura del propio Corso entre toda la luz arrebatada al cielo.

Los ojos lo observaban de nuevo, iris esmeralda entre largas pestañas. La chica había despertado, removiéndose soñolienta mientras se frotaba contra su hombro, y ahora se erguía por fin, alerta, mirando alrededor hasta que reparó en él.

– Hola, Corso -la trenca resbaló hasta sus pies; la camiseta de algodón blanco modelaba el torso perfecto, flexible, de hermoso animal joven-. ¿Qué hacemos aquí?

– Esperar -señaló la ciudad que parecía flotar sobre la bruma del río-. Hasta que sea real.

Miró ella en la misma dirección, sin comprender al principio. Después sonrió despacio.

– Quizá no llegue a serlo nunca-dijo.

– Entonces nos quedaremos en este lugar. No es tan mal sitio, después de todo… Aquí arriba, con ese extraño mundo irreal a nuestros pies… -se volvió hacia la chica y estuvo un poco callado antes de proseguir-. Todo te lo daré, si postrándote, me adoras… ¿No vas a ofrecerme algo de eso?

La sonrisa de la joven estaba llena de ternura. Inclinó la cabeza, reflexionando, y después alzó los ojos para sostener la mirada de Corso:

– No. Yo soy pobre.

– Sí, lo sé -era cierto. Corso lo sabía sin necesidad de leer la claridad de sus ojos-. Tu equipaje, y aquel vagón de tren… Es curioso. Siempre creí que allá, al final del arco iris, gozabais de recursos ilimitados -sonrió igual que el filo de la navaja que conservaba en el bolsillo-. El saco de oro de Pedro Schlehmil y todo eso.

– Pues te equivocas -ahora apretaba los labios con obstinación-. Sólo me tengo a mí misma.

También era verdad, y también Corso lo supo desde el principio. Ella nunca mintió. Inocente y sabia a la vez, leal y enamorada jovencita a la caza de una sombra.

– Ya veo -hizo con la mano un gesto en el aire, remedando una estilográfica imaginaria-. ¿Y no me das ningún documento a firmar?

– ¿Un documento?

– Sí. Un pacto, se decía antes. Ahora será un contrato con mucha letra pequeña, ¿verdad? En caso de litigio, las partes deberán someterse a la jurisdicción de los tribunales de… Mira, eso tiene gracia. Me gustaría saber a qué tribunal corresponde todo esto.

– No seas absurdo.

– ¿Por qué me elegiste a mí?

– Soy libre -suspiró con melancolía, como si ya hubiera pagado por su derecho a decir aquello-. Y puedo escoger. Cualquiera puede hacerlo.

Corso buscó en los bolsillos del gabán hasta tocar su arrugado paquete de cigarrillos. Sólo quedaba uno dentro; lo sacó para mirarlo indeciso, sin terminar de llevárselo a la boca, hasta que lo devolvió a su sitio. Quizá necesitara fumar más tarde. Seguro que sí.

– Tú lo sabías todo desde el principio -dijo-. Eran dos historias sin relación ninguna; por eso nunca te importó la variante Dumas… Milady, Rochefort, Richelieu, no eran sino comparsas para ti. Ahora entiendo tu desconcertante pasividad; debías de aburrirte horrores. Pasabas las páginas de tus Mosqueteros, dejándome jugar sobre casillas incorrectas…

Ella miraba a través del parabrisas la ciudad velada de bruma azul. Inició el gesto de alzar una mano para afirmar un argumento, pero optó por dejarla caer, como si lo que estaba a punto de decir fuera inútil.

– Apenas podía hacer otra cosa que acompañarte -respondió al cabo-. Cada uno debe recorrer ciertos caminos solo. ¿Nunca oíste hablar del libre albedrío?… -su sonrisa era triste-. Algunos pagamos por él un precio muy alto.

– Pues no siempre estabas al margen. Aquella noche, en los muelles del Sena… ¿Por qué me ayudaste contra Rochefort?

La vio tocar la bolsa de lona con un pie desnudo.

– Pretendía robar el manuscrito Dumas; pero también estaban dentro Las Nueve Puertas. Quise evitar interferencias estúpidas… -se encogió de hombros-. Además, no me gustó que te pegara.

– ¿Y en Sintra? Me avisaste de lo de Fargas.

– Claro. Estaba el libro de por medio.

– Y la clave de la cita de Meung…

– No sabía nada de eso; me limité a deducirlo de la novela.

Corso hizo una mueca desagradable.

– Os creía omniscientes.

– Pues te equivocas -ahora lo miraba irritada-. Tampoco sé por qué te diriges a mí en plural. Hace mucho que estoy sola.

Siglos, tuvo la certeza Corso. Siglos de soledad; no era posible engañarse sobre eso. La había abrazado desnuda, perdiéndose en la claridad de sus ojos. Estuvo dentro de aquel cuerpo, saboreó su piel, sintió en los labios la pulsación suave de su cuello; oyéndola gemir quedamente, niña asustada o ángel caído y solitario en busca de calor. Y la había visto dormir con los puños apretados, angustiada por pesadillas de arcángeles rubios y relucientes en sus armaduras, implacables, dogmáticos como el mismo Dios que les hacía marcar el paso de la oca.

Ahora, a través de ella y demasiado tarde, comprendía bien a Nikon, sus fantasmas y el ansia desesperada con que intentaba aferrarse a la vida. Su miedo, sus fotos en blanco y negro, el vano intento de conjurar los recuerdos transmitidos por los genes supervivientes a Auschwitz, al número tatuado en la piel de su padre, al Orden Negro que jamás fue nuevo, sino viejo como el espíritu y la maldición del hombre. Porque Dios y el diablo podían ser la misma cosa, y cada cual la interpretaba a su manera.

Sin embargo, igual que en tiempo de Nikon, Corso siguió siendo cruel. Era demasiado peso para sus espaldas, y carecía del noble corazón de Porthos.

– ¿Ésa ha sido tu misión? -preguntó a la chica-. ¿Proteger Las Nueve Puertas?… Pues no creo que te pongan una medalla.

– Eres injusto, Corso.

Casi las mismas palabras. Otra vez Nikon perdida a la deriva, pequeña y frágil. ¿A quién se aferraría ahora de noche, para escapar a las pesadillas?

Miró a la joven. Quizás el recuerdo de Nikon fuera su particular condena, pero no estaba dispuesto a asumirla con resignación. Se encontró de reojo en el retrovisor: un rictus desarraigado y amargo.

– ¿Injusto? Hemos perdido dos de los tres libros. Y esas muertes absurdas: Fargas y la baronesa -poco le importaban, pero se obligó a acentuar la mueca-. Tú podías haberlas evitado.

Negaba con la cabeza, muy seria, sin apartar sus ojos de los suyos.

– Hay cosas que no se pueden eludir, Corso. Hay castillos que deben arder y hombres que ahorcar; perros destinados a despedazarse entre sí, virtudes que decapitar, puertas que se han de abrir para que otros pasen por ellas… -arrugó el entrecejo, inclinando la cabeza-. Mi misión, como tú dices, era asegurarme de que recorrías el camino a salvo.

– Pues ha sido un largo camino, para terminar en el punto de partida. -Corso señaló la ciudad suspendida en la niebla-. Y ahora debo entrar ahí.

– No debes. Nadie te obliga. Puedes olvidar todo esto y marcharte.

– ¿Sin conocer la respuesta?

– Sin afrontar la prueba. La respuesta la tienes en ti mismo.

– Qué bonita frase. Ponla en mi lápida cuando esté quemándome en los infiernos.

Ella le dio un golpe en la rodilla, sin violencia; casi amistoso.

– No seas idiota, Corso. Más a menudo de lo que la gente cree, las cosas son lo que uno quiere que sean. Incluso el diablo puede adoptar diversas apariencias. O esencias.

– El remordimiento, por ejemplo.

– Sí. Pero también el conocimiento y la belleza -la vio mirar de nuevo, preocupada, la ciudad-. O el poder y la fortuna.

– De cualquier modo, el resultado final es el mismo: la condenación -repitió el ademán de firmar en el aire un contrato imaginario-. Se paga con la inocencia del alma.

Ella suspiró otra vez.

– Tú pagaste hace tiempo, Corso. Todavía lo haces. Resulta curioso ese hábito de aplazarlo todo para el final, a modo de último acto en una tragedia… Cada uno arrastra su propia condena desde el principio. En cuanto al diablo, sólo es el dolor de Dios; la cólera de un dictador cogido en su propia trampa. La historia contada del lado de los vencedores.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Hace más tiempo del que puedes concebir. Y fue muy duro. Peleé cien días y cien noches sin cuartel ni esperanza… -una sonrisa suave, apenas perceptible, apuntó en un extremo de su boca-. Ése es mi único orgullo, Corso: haber luchado hasta el final. Retrocedí sin volver la espalda, entre otros que también caían de lo alto, ronca de gritar mi coraje, el miedo y la fatiga… Por fin me vi, después de la batalla, caminando por un páramo desolado; tan sola como fría es la eternidad… Todavía, a veces, encuentro una señal del combate, o un antiguo compañero que cruza por mi lado sin atreverse a levantar los ojos.

– ¿Por qué yo, entonces? ¿Por qué no buscaste en el otro bando, entre los que vencen?… Yo sólo gano batallas a escala 1:5.000.

La chica se volvió a lo lejos, hacia la distancia. El sol despuntaba en ese instante, y el primer rayo de luz horizontal cortó la mañana con un trazo fino y rojizo que incidía directamente en su mirada. Cuando se volvió de nuevo a Corso, éste sintió vértigo al asomarse a toda aquella luz reflejada en los ojos verdes.

– Porque la lucidez no vence jamás. Y nunca mereció la pena seducir a un imbécil.

Entonces acercó sus labios y lo besó muy despacio, con dulzura infinita. Como si hubiera esperado una eternidad para hacer aquello.


La niebla empezó a disiparse lentamente. Se diría que por fin la ciudad suspendida en el aire decidiese afirmar sus cimientos en la tierra. El amanecer perfilaba ya en ocre y gris la mole del alcázar, el campanario de la catedral; el puente de piedra con los pilares en el agua oscura del río, tan parecido a una mano sospechosa que se tendiera entre las dos orillas.

Corso hizo girar la llave de contacto y el automóvil se puso en marcha. Después lo dejó deslizarse cuesta abajo por la carretera desierta. A medida que descendían, la luz del sol levante iba quedando atrás, arriba, retenida a sus espaldas. La ciudad se aproximaba poco a poco mientras penetraban, despacio, en el mundo de tonos fríos e inmensa soledad que persistía entre los últimos restos de bruma azulada.

Dudó un momento antes de cruzar el puente, deteniendo el automóvil bajo el arco de piedra que cubría la entrada; con las manos sobre el volante, un poco inclinada la cabeza y el mentón inquisitivo: perfil de cazador tenso y alerta. Se quitó las gafas y fue limpiándolas innecesariamente, sin prisa, los ojos fijos en el puente que ahora se convertía en vago camino de contornos imprecisos, inquietantes. No quiso mirar a la chica, aunque la sentía atenta al menor de sus gestos. Se puso las gafas, ajustándolas con el índice sobre la nariz, y el paisaje recobró contornos, pero no ganó en aspecto tranquilizador. Desde allí la otra orilla se antojaba lejana, sombría; la corriente oscura bajo los pilares recordaba las aguas negras del tiempo y del Leteo. La sensación de peligro era concreta, aguda cual una aguja de acero en los restos de aquella noche que se resistía a morir. Corso notó el latido del pulso en su muñeca cuando puso la mano derecha sobre el pomo del cambio de marchas. Aún estás a tiempo de dar la vuelta, se dijo. Así, nada de cuanto ocurrió habrá ocurrido nunca, y nada de lo que va a suceder sucederá jamás. En cuanto a las virtudes prácticas del Nunc scio, del Ahora sé acuñado por Dios o por el diablo, resultaban muy discutibles. Torció la boca, brindándose la mueca. De cualquier modo, todo eso era hacer frases. Sabía que un par de minutos después iba a encontrarse al otro lado del puente y del río. Verbum dimissum custodiat arcanum. Todavía levantó los ojos al cielo, acechando un arquero con o sin flechas en el carcaj, antes de poner la primera marcha y pisar suavemente el acelerador.


Fuera del coche hacía frío, así que levantó el cuello del gabán. Sentía los ojos de la chica fijos en su espalda al cruzar la calle sin mirar atrás, alejándose con Las Nueve Puertas bajo el brazo. Ella no se había ofrecido a acompañarlo, y por alguna oscura razón supo que era mejor de ese modo. En cuanto a la casa, ocupaba casi toda una manzana y su mole de piedra gris presidía una angosta plaza, entre edificios medievales cuyas ventanas y puertas cerradas les daban apariencia de inmóviles comparsas, ciegos y mudos. La fachada era de piedra gris, con cuatro gárgolas en el alero: un macho cabrío, un cocodrilo, una gorgona, una serpiente. Había también una estrella de David en el arco mudéjar de la entrada, sobre la cancela de hierro que daba acceso al patio interior y los dos leones venecianos de mármol junto al pozo cubierto por tapas de hierro. Todo aquello le era familiar al cazador de libros; pero nunca, hasta entonces, franqueó sus límites con la aprensión que en ese momento experimentaba. Una vieja cita le vino a la memoria: «Quizá los hombres que fueron acariciados por muchas mujeres crucen el valle de las sombras con menos remordimiento, o con menos miedo»… Era algo así, aunque tal vez a él no lo acariciaron bastante: sentía la boca seca y hubiera vendido el alma por media botella de Bols. En cuanto a Las Nueve Puertas, pesaba como si en vez de nueve grabados encerrase nueve láminas de plomo.

Cuando empujó la verja, el silencio se mantenía perfecto. Ni siquiera las suelas de sus zapatos levantaron el menor eco al caminar sobre la piedra que enlosaba el patio, gastada por pasos muertos y lluvia de siglos. La escalera arrancaba de allí, estrecha y empinada, bajo una bóveda de medio punto a cuyo término se veía la puerta, pesada y con gruesos clavos, oscura y cerrada: la última puerta. Por un instante Corso le hizo un guiño al vacío, a sí mismo, descubriendo el colmillo de lobo sarcástico, autor involuntario y víctima, a la vez, de su propia broma o de su propio error. Un error planificado cuidadosamente por mano desaprensiva, con todas aquellas piruetas de falsa solicitud de cooperación que lo instaban a hacer previsiones luego refutadas para, al final, verlas confirmarse por el mismo texto; si aquello hubiera sido una maldita novela, que no era el caso. ¿O sí lo era?… Lo cierto es que fue su imagen real la que vio por última vez en la placa de metal bruñido atornillada en la puerta: reflejo deformante que contenía un nombre y un apellido además de una silueta, la suya, inmóvil y recortada en la claridad que dejaba atrás, a su espalda, en el arco de escalera que descendía hasta el patio interior y la calle. En la última parada de tan extraño viaje hacia el envés de las sombras.

Llamó. Una, dos, tres veces: sin respuesta. El timbre de latón yacía inerte, sin eco interior al pulsarlo. Una de sus manos, en el bolsillo, tocaba el paquete arrugado con el último cigarrillo; pero de nuevo rechazó la tentación de llevárselo a la boca. Apretó el timbre una cuarta vez. Y una quinta. Después cerró el puño para golpear fuerte: dos golpes, uno tras otro. Entonces la puerta se abrió. No con un chirrido siniestro, sino limpiamente, sobre goznes engrasados. Y, sin golpes de efecto, del modo más natural del mundo, Varo Borja estaba en el umbral.


– Hola, Corso.

No pareció sorprendido al verlo. Tenía gotas de sudor en el cráneo y en la frente, e iba sin afeitar, en mangas de camisa, vueltos los puños sobre los codos, desabrochado el chaleco. Su gesto era de fatiga, con cercos oscuros bajo los párpados, de haber pasado la noche en vela; pero los ojos le brillaban de un modo especial, febriles e intensos. No preguntó a su visitante qué hacía allí a esa hora, y apenas mostró interés por el libro que traía bajo el brazo. Estuvo así un momento inmóvil, con el aspecto de quien acaba de ser interrumpido en un trabajo minucioso, o en un ensueño, y sólo desea volver a sus asuntos.

Aquél era el hombre, y Corso asintió para sus adentros, viendo materializarse su propia estupidez. Varo Borja, naturalmente: millonario, librero internacional, prestigioso bibliófilo y metódico asesino. Con curiosidad casi científica, el cazador de libros se aplicó al estudio del rostro que volvía a tener ante sí. Intentaba ahora aislar los rasgos, los indicios que hubieran debido alertarlo mucho antes. Huellas que pasaron inadvertidas, ángulos de locura, de horror o de sombra en aquella fisonomía vulgar que creyó conocer en otro tiempo. Pero no pudo hallar nada, excepto esa mirada febril, distante, exenta de curiosidad o de pasión, enajenada en imágenes que nada tenían que ver con la inoportuna presencia del hombre que llamaba a la puerta. Y sin embargo, Corso traía bajo el brazo su ejemplar del libro maldito. Y fue él, Varo Borja, quien a la sombra de ese mismo libro, pegándose a sus talones como una serpiente criminal, mató a Victor Fargas y a la baronesa Ungern. No sólo para reunir las veintisiete láminas y combinar las nueve correctas, sino también para destruir las pistas, haciendo imposible que nadie más resolviera el acertijo planteado por el impresor Torchia. En toda la trama, Corso había sido instrumento para confirmar una hipótesis que resultó acertada, la del libro repartido en tres. También, de paso, el personaje previsto para asumir las secuelas policiales de la cuestión. Ahora, con retorcido homenaje a su propio instinto, recordó la extraña sensación bajo las pinturas del techo en la Quinta da Soledade; el sacrificio de Abraham sin víctima alternativa: de chivo expiatorio oficiaba él. Y era Varo Borja, naturalmente, el librero que cada seis meses iba a casa de Victor Fargas para adquirir alguno de sus tesoros. Aquel día, mientras Corso visitaba al bibliófilo, el otro se mantenía ya al acecho en Sintra, ultimando los detalles del plan, en espera de la confirmación de su teoría sobre la necesidad de los tres ejemplares para resolver el enigma del impresor Torchia. A él se le destinaba el recibo inacabado. Por eso Corso no pudo localizarlo al telefonear a su casa de Toledo, sino que más tarde, aquella misma noche, antes de acudir a su última cita con Fargas, Varo Borja telefoneó a Corso al hotel, fingiendo una conferencia internacional. El cazador de libros no sólo había confirmado sus sospechas, sino también la clave misma del misterio, sentenciando así a Fargas y a la baronesa Ungern. Con amarga certeza, Corso vio encajar las piezas del enigma. Salvo los aspectos casuales del asunto -las falsas conexiones con la trama del Club Dumas-, Varo Borja era la clave que ordenaba todos los hechos inexplicables del otro hilo argumental; la faceta diabólica del problema. Era para echarse a reír a carcajadas si, en el fondo, todo aquel tinglado tuviese condenada gracia.

– Traigo su libro -dijo, mostrándole al otro Las Nueve Puertas.

Varo Borja asintió vagamente mientras cogía el volumen sin mirarlo apenas. Volvía un poco la cabeza a un lado, atento a algún sonido que pudiera producirse a su espalda, en el interior de la casa. Al cabo de un poco se fijó de nuevo en Corso y éste lo vio parpadear, extrañado de que siguiera allí.

– Ya me ha dado el libro… ¿Qué más quiere?

– Cobrar por mi trabajo.

Varo Borja se lo quedó mirando, sin comprender. Sus pensamientos, saltaba a la vista, discurrían muy lejos. Por fin se encogió de hombros, dando a entender que Corso no era asunto suyo, y fue hacia el interior de la casa, dejándole el cuidado de cerrar la puerta, permanecer allí o volverse por donde había venido.

Lo siguió Corso hasta la habitación comunicada con el pasillo y el vestíbulo mediante una puerta de seguridad. Las contraventanas estaban puestas para que no entrase luz exterior, y los muebles habían sido empujados al fondo, despejando la parte central del suelo de mármol negro. Algunas vitrinas de libros se veían abiertas. Iluminaban la habitación docenas de bujías casi consumidas. La cera goteaba por todas partes: sobre la repisa de la chimenea apagada, en el suelo, encima de los muebles y los objetos de la habitación. Su luz era un resplandor rojizo y trémulo que se agitaba a cada corriente de aire, a cada movimiento. Olía como una iglesia, o una cripta.

Siempre ajeno a la presencia de Corso, Varo Borja se detuvo en el centro del cuarto. Allí, a sus pies, trazado con tiza, había un círculo de un metro aproximado de diámetro, con un cuadrado inscrito y dividido a su vez en nueve casillas. Lo rodeaban números romanos y extraños objetos: un trozo de cuerda, una clepsidra, un cuchillo oxidado, un brazalete de plata en forma de dragón, un anillo de oro, un carbón encendido en un pequeño brasero de metal, una ampolla de vidrio, un montoncito de tierra, una piedra. Pero había más cosas por el suelo, y Corso torció el gesto con desagrado. Muchos de los libros que días antes admiró alineados en las vitrinas se encontraban allí sucios, rotos, con hojas cubiertas por dibujos y subrayadas, llenas de signos extraños, arrancadas y sueltas. Sobre varios volúmenes ardían velas, vertiendo sobre sus tapas o páginas abiertas gruesos goterones de cera, y algunas se habían consumido hasta chamuscar el papel. Entre aquellos restos reconoció los grabados de Las Nueve Puertas pertenecientes a los ejemplares de Victor Fargas y de la baronesa Ungern. Estaban mezclados en el suelo con los otros, también con manchas de cera y enigmáticas anotaciones.

Se agachó Corso para estudiar de cerca los despojos, sin dar crédito a la magnitud del desastre. Una lámina de Las Nueve Puertas, la número VI, con el ahorcado colgando del pie derecho en lugar del izquierdo, estaba quemada a medias por la llama agonizante de una bujía. Dos ejemplares de la VII, uno con tablero de ajedrez blanco y otro con tablero negro, se hallaban junto a los restos desencuadernados de un Theatrum diabolicum de 1512. Otro grabado, el I, se veía asomar entre las páginas de una De magna imperfectaque opera de Valerio Lorena, incunable rarísimo que el librero había exhibido días atrás ante Corso, permitiéndole rozarlo apenas, y que ahora estaba deformado y maltrecho, en el suelo.

– No toque nada -oyó decir a Varo Borja. Permanecía ante el círculo, hojeando su ejemplar de Las Nueve Puertas, absorto, con trazas de no ver las páginas sino algo más allá, en el cuadrado y el círculo pintados, o aún más lejos: en las profundidades de la tierra.

Durante un instante, inmóvil, Corso lo miró como se mira a alguien a quien vemos por primera vez. Luego se puso en pie lentamente y, al hacerlo, la llama de las velas osciló a su alrededor.

– Da igual lo que toque, supongo -dijo, indicando los libros y papeles revueltos en el suelo-. Después de lo que ha hecho.

– Usted no sabe nada, Corso… Cree saber, pero no sabe. Es ignorante y muy estúpido. De los que atribuyen al caos un carácter casual, e ignoran la existencia de un orden oculto.

– No me venga con historias. Lo ha destrozado todo, y no tenía derecho a hacerlo. Nadie lo tiene.

– Se equivoca. En primer lugar son mis libros. Y lo que es más importante: tenían un carácter utilitario. Un valor práctico, más que artístico, o estético… A medida que progresa en el camino, uno debe asegurarse de que nadie hace el mismo recorrido. Estos libros ya cumplieron su misión.

– Maldito loco. Me engañó desde el principio.

Varo Borja parecía no escuchar. Estaba inmóvil con el último ejemplar de Las Nueve Puertas entre las manos, escrutando la página correspondiente al grabado número I.

– ¿Engaño?… -cuando habló lo hizo sin apartar los ojos del libro, con un desprecio acentuado por el hecho de ni siquiera mirar a Corso-. Se hace demasiado honor. Alquilé sus servicios sin confiarle mis razones, ni mis planes; un sirviente no tiene por qué participar en las decisiones de quien le paga… Usted iba a levantar las piezas que yo quería cobrar, y de paso a cargar con las consecuencias técnicas de ciertos actos inevitables. Imagino que, en este momento, las policías de Portugal y Francia se ocupan de su rastro.

– ¿Y usted?

– Yo estoy muy lejos, a salvo de todo eso. Dentro de un rato nada tendrá importancia.

Dicho lo cual, ante un Corso estupefacto, arrancó de Las Nueve Puertas la hoja con el grabado.

– ¿Qué está haciendo?

Varo Borja desgarraba más páginas, sin inmutarse.

– Quemo mis naves, destruyo puentes a mi espalda. Y me adentro en la terra incognita… -había arrancado los grabados del libro, uno por uno, hasta reunir los nueve, y los miraba con atención-. Es una lástima que no pueda usted seguirme donde voy… Como reza la lámina cuarta, la suerte no es la misma para todos.

– ¿Dónde cree que va?

El librero dejó caer su volumen mutilado entre los restos que cubrían el suelo. Observaba las nueve láminas y el círculo, comprobando misteriosas correspondencias entre éste y aquéllas.

– Al encuentro de alguien -respondió enigmático-. A buscar la piedra que el Gran Arquitecto rechazó, y que es la maestra del ángulo; la base de la obra filosófica. Del poder. Al diablo, Corso, le gustan las metamorfosis: desde el perro negro que acompañaba a Fausto, hasta el falso ángel de la luz que intentó vencer la resistencia de San Antonio. Pero sobre todo le aburre la estupidez y detesta la monotonía… Si tuviera tiempo y ganas le invitaría a echar un vistazo a algunos de esos libros que tiene a los pies. Varios entre ellos citan una antigua tradición: el advenimiento del Anticristo ocurrirá en la península Ibérica, en una ciudad de tres culturas superpuestas, a orillas de un río profundo como el corte de un hacha, que es el Tajo.

– ¿Es lo que intenta hacer?

– Es lo que estoy a punto de conseguir. El hermano Torchia me mostró el camino: Tenebris Lux.

Se había inclinado sobre el círculo del suelo, disponiendo alrededor algunas láminas y descartando otras que arrojaba lejos, arrugadas o rotas. La luz de las velas iluminaba su rostro desde abajo dándole un aire espectral, con profundas simas en las cuencas de los ojos.

– Espero que todo encaje -murmuró al cabo de un momento; su gesto era un simple trazo de sombra oscura-. Los viejos maestros del arte negra con quienes el impresor Torchia aprendió los arcanos más terribles y valiosos, conocían el recorrido al reino de la noche… Es el animal ouróboro el que circunda el lugar. ¿Comprende? El ouróboros de los alquimistas griegos: la serpiente del frontispicio, el círculo mágico, la fuente de la sabiduría. El círculo donde se inscribe todo.

– Quiero mi dinero.

Varo Borja parecía no haber oído las palabras de Corso.

– ¿Nunca tuvo curiosidad por estas cosas? -prosiguió, mirándolo con aquellas profundas cuencas oscuras-. ¿Indagar, por ejemplo, en la constante diablo-serpiente-dragón que se repite sospechosamente en todos los textos que, desde la Antigüedad, se refieren al tema?…

Había cogido un recipiente de cristal que estaba junto al círculo, una copa cuyas asas eran dos serpientes enlazadas, y se lo llevó a los labios para beber unos sorbos. El líquido era oscuro, apreció Corso. Casi negro, con aspecto de té muy cargado.

Serpens aut draco qui caudam devoravit… -Varo Borja le sonrió al vacío, limpiándose la boca con el dorso de la mano; un rastro oscuro quedó en éste y en su mejilla izquierda-. Ellos custodian los tesoros: árbol de la sabiduría en el Paraíso, manzanas de las Hespérides, Vellocino de Oro… -hablaba enajenado, ausente, describiendo un sueño desde el interior-. Son esas serpientes o dragones que los antiguos egipcios pintaban formando círculo, mordiéndose la cola para indicar que procedían de una misma cosa y se bastaban a sí mismas… Guardianes insomnes, orgullosos y sabios; dragones herméticos que matan al indigno y sólo se dejan seducir por quien ha combatido de acuerdo con las reglas. Guardianes de la palabra perdida: la fórmula mágica que abre los ojos y permite ser igual a Dios.

Corso adelantó la mandíbula. Estaba en pie, quieto y flaco en su gabán, con la luz de las velas que le hundía las mejillas sin afeitar y bailaba entre sus párpados entornados. Tenía las manos en los bolsillos, tocando una el paquete de tabaco con un solo cigarrillo, la otra en torno a la navaja cerrada, junto a la petaca de ginebra.

– Déme mi dinero, he dicho. Quiero irme de aquí.

Había un eco de amenaza en su voz, pero era difícil averiguar si Varo Borja se daba cuenta de ello. Corso lo vio volver en sí a disgusto, lentamente.

– ¿Dinero?… -lo miraba con renovado menosprecio-. ¿De qué me habla, Corso? ¿Es que no entiende lo que está a punto de ocurrir?… Tiene ante sus ojos el misterio que miles de hombres han soñado durante siglos… ¿Sabe cuántos se dejaron quemar, torturar, despedazar por acercarse, tan sólo, a lo que está a punto de ver?… No puede acompañarme, por supuesto. Se limitará a estarse quieto y mirar. Pero incluso el más ruin sicario comulga con el triunfo del amo.

– Págueme de una vez. Y váyase al diablo.

Varo Borja ni siquiera le dirigió una mirada. Se movía en torno al círculo para tocar algunos de los objetos dispuestos junto a los números.

– Muy oportuno eso de remitirme al diablo. Muy a su estilo de sal gruesa. Incluso le dedicaría una sonrisa si no estuviese ocupado. Aunque usted es ignorante e impreciso: será el diablo quien venga a mí -se detuvo para volver a un lado la cabeza como si ya escuchara pasos lejanos-. Y le siento venir.

Hablaba entre dientes, mezclando los comentarios con extrañas jaculatorias guturales; con palabras que en ocasiones parecía dirigir a Corso y otras a una tercera presencia oscura que estuviese cerca de ellos, en las sombras de la habitación.

Atravesarás ocho puertas antes del dragón… ¿Comprende? Ocho puertas preceden a la bestia que guarda la palabra, la número nueve, que posee el secreto final… El dragón duerme con los ojos abiertos y es el Espejo del Conocimiento… Ocho láminas más una. O una más ocho. Que coincide, y no casualmente, con el número que Juan de Patmos atribuye a la Bestia: el 666.

Corso vio que se arrodillaba y escribía cifras con un trozo de tiza sobre el mármol del suelo:

Después se incorporó, triunfante. Por un momento las velas le iluminaron los ojos. Tenía las pupilas muy dilatadas: sin duda con el líquido oscuro había ingerido algún tipo de droga. El negro le ocupaba la totalidad del iris, haciendo desaparecer el color, y el blanco de la córnea se teñía con la luz rojiza del cuarto.

– Nueve láminas, o nueve puertas -de nuevo lo cubrió la sombra como un antifaz-. Que no pueden abrirse para cualquiera… Cada puerta tiene dos llaves, cada lámina proporciona un número, un elemento mágico y una palabra clave, si todo se estudia a la luz de la razón, de la cábala, del arte oculto, de la verdadera filosofía… Del latín y sus combinaciones con el griego y el hebreo -le mostró a Corso una hoja de papel llena de signos y extrañas correspondencias-. Échele una ojeada, si quiere. Usted jamás lo entendería:


Transpiraba gotas de sudor en la frente y en torno a la boca, como si la llama de las bujías le ardiese también dentro del cuerpo. Se puso a dar la vuelta en torno al círculo, despacio y atento. Un par de veces se detuvo, inclinándose a rectificar la posición de algo: el cuchillo de hierro oxidado, el brazalete de plata en forma de dragón.

Situarás los elementos en la piel de la serpiente… -recitó sin mirar a Corso. Seguía el círculo con el dedo sin llegar a tocarlo-. Los nueve elementos se colocan alrededor, en el sentido de la luz de levante: de derecha a izquierda.

Corso dio un paso hacia él.

– Se lo repito. Déme mi dinero.

Varo Borja ni se inmutó. Le ofrecía la espalda, señalando el cuadrado inscrito en el círculo.

Engullirá la serpiente el sello de Saturno… El sello de Saturno es el más simple y antiguo de los cuadrados mágicos: los nueve primeros números colocados dentro de nueve casillas, en tal disposición que cada fila, vertical, transversal y diagonal, da la misma cantidad al sumarse.

Se agachó para anotar con tiza nueve números dentro del cuadrado:


Corso dio otro paso. Al hacerlo, pisó un papel cubierto de cifras:

Una vela se apagó con un chisporroteo, consumida sobre el frontispicio chamuscado de un De occulta Philosophia de Cornelio Agripa. Varo Borja seguía pendiente del círculo y el cuadrado. Los observaba con atención, cruzados los brazos ante el pecho e inclinada la barbilla, semejante a un jugador que estudiara el próximo movimiento ante un extraño tablero.

– Hay un detalle -dijo, pero ya no a Corso, sino a sí mismo; parecía que escucharse en voz alta lo ayudara a pensar-. Algo no previsto por los antiguos, al menos de forma expresa… Sumado en cualquier dirección, de arriba abajo, de abajo arriba, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, el resultado es 15, pero aplicando las claves cabalísticas se convierte también en 1 y 5, números que sumados dan 6… Y eso encierra cada lado del cuadrado mágico en la serpiente, el dragón o la Bestia, como queramos llamarle.

Corso ni siquiera tuvo necesidad de confirmar la veracidad del cálculo. La prueba estaba en el suelo, en otra hoja llena de cifras y signos:


Varo Borja se había arrodillado ante el círculo, inclinado el rostro cuyas gotas de sudor reflejaban la luz de cera que ardía en torno. Con otro papel en la mano, iba siguiendo el orden de las extrañas palabras allí anotadas:

Abrirás el sello nueve veces, dice el texto de Torchia… Eso supone situar las palabras clave obtenidas, en cada casilla correspondiente a su número. De ese modo, la combinación se establece en esta secuencia:


E inscrito en la serpiente, o el dragón -borró los números en las casillas del cuadrado, sustituyéndolos por las palabras correspondientes- queda así, para vergüenza de Dios:


– Todo está consumado -murmuró Varo Borja al escribir las últimas letras. Le temblaba la mano, y una de las gotas de sudor resbaló por su frente hasta la nariz, cayendo al suelo sobre los trazos de tiza-. Basta, según el texto de Torchia, que el espejo refleje el camino para pronunciar la palabra perdida que trae la luz de las tinieblas… Esas frases están en latín. Por sí solas nada significan; pero en su interior contienen la esencia exacta del Verbum dimissum, la fórmula que hace comparecer a Satanás: nuestro antecesor, nuestro espejo y nuestro cómplice.

Estaba de rodillas en el centro del círculo, rodeado por los signos, los objetos y palabras inscritas en el cuadrado. Sus manos temblaban tanto que las enlazó una con otra, engarfiando los dedos sucios de tiza, manchados de tinta y cera. Se puso a reír lo mismo que un loco, entre dientes, soberbio y seguro de sí. Pero Corso ya sabía que no estaba loco. Miró a su alrededor, consciente de que se le terminaba el tiempo, e hizo ademán de franquear la distancia que lo separaba del librero. Mas no se decidía a cruzar la línea y reunirse con él dentro del círculo.

Varo Borja le dirigió una mirada maligna, penetrando sus temores.

– Vamos, Corso. ¿No quiere leer conmigo?… ¿Tiene miedo, o ha olvidado el latín?… -las luces y las sombras se sucedían en su rostro con mayor rapidez, como si el cuarto empezara a girar en torno a él; pero el cuarto estaba quieto-. ¿No siente curiosidad por saber lo que encierran esas palabras?… En el dorso de esa lámina que asoma entre las páginas del Valerio Lorena, encontrará la traducción al castellano. Aplíqueles el espejo, como ordenan los maestros del arte. Sepa, al menos, para qué murieron Fargas y la baronesa Ungern.

Corso miró el libro, un incunable con tapas de pergamino, muy viejo y gastado. Después se agachó cauto, igual que si las páginas encerrasen alguna trampa mortal, hasta extraer con la punta de los dedos el grabado que asomaba de ellas. Era el I del número Tres, el ejemplar de la baronesa Ungern: tres torres en vez de cuatro. Al dorso, Varo Borja había escrito nueve palabras:

– Ánimo, Corso -insistió, agria y desagradable, la voz del librero-. Usted no tiene nada que perder… Aplíqueles el espejo.

Había, en efecto, un espejo muy cerca, en el suelo, entre la cera derretida de unas bujías a punto de apagarse. Era una pieza antigua y barroca, de plata, con mango labrado y manchas de vejez en la cara interna del azogue. Estaba vuelto hacia arriba y Corso se reflejaba en él, muy distante y en extraña perspectiva, al extremo de un largo corredor de luz rojiza y trémula. Imagen y doble, el héroe y su cansancio infinito. Bonaparte agonizando encadenado a su roca de Santa Helena. Nada que perder, había dicho Varo Borja. Un mundo desolado y frío, donde los granaderos de Waterloo eran osamentas solitarias que montaban guardia en caminos oscuros, olvidados. Se vio a sí mismo ante la última puerta: tenía la llave en la mano, igual que el ermitaño de la segunda lámina, y la letra Teth se le enroscaba en el hombro a la manera de una serpiente.

Crujió el cristal bajo la suela del zapato cuando le puso el pie encima. Lo hizo despacio, sin violencia; y el espejo, al romperse, sonó con un chasquido. Los fragmentos multiplicaban ahora la imagen de Corso en innumerables pequeños corredores de sombras a cuyo extremo otras tantas réplicas suyas permanecían inmóviles; demasiado lejanas e irreconocibles para que su suerte lo inquietara.

– Negra es la escuela de la noche -oyó decir a Varo Borja. Seguía arrodillado en el centro de su círculo y le daba la espalda, abandonándolo a su suerte. Corso se inclinó hacia una de las bujías para aplicar la llama al extremo de la hoja con el grabado I y las nueve palabras invertidas escritas en su reverso. Después dejó arder entre sus dedos las torres del castillo, la montura, el rostro del caballero que, vuelto hacia el espectador, aconsejaba silencio. Por fin dejó caer el último fragmento, convertido en cenizas un segundo más tarde, viéndolo alejarse y ascender en el aire caliente de las velas encendidas por la habitación. Entonces penetró en el círculo, acercándose a Varo Borja.

– Quiero mi dinero. Ahora.

El otro lo ignoraba, perdido en las sombras que parecían poseerlo cada vez más. De repente, inquieto, preocupado por algo, cual si la disposición de objetos en el suelo no fuese la esperada, se inclinó para rectificar la posición de algunos de ellos. Luego, tras breve duda, empezó a encadenar palabras en siniestra plegaria:

Admai, Aday, Eloy, Agla

Lo agarró Corso del hombro, zarandeándolo con violencia; pero Varo Borja no mostró emoción, ni temor. Tampoco intentaba defenderse. Seguía moviendo los labios al modo de un sonámbulo, o un mártir que orase, ajeno al rugir de los leones o al hierro del verdugo.

– Por última vez. Mi dinero.

Era inútil. Sólo encontró ante sí unos ojos vacíos, pozos de oscuridad que traspasaban su imagen sin verla; inexpresivos y fijos en las simas del reino de las sombras.

Zatel, Gebel, Elimi

Invocaba a los diablos, comprendió Corso, estupefacto. Plantado en mitad de su círculo, ajeno a todo, a su presencia allí e incluso a sus amenazas, aquel individuo estaba invocando a los diablos por su nombre de pila, como si tal cosa.

Gamael, Bilet

Sólo se interrumpió al primer golpe; un revés con el dorso de la mano proyectándole el rostro sobre el hombro izquierdo. Los ojos en sombras vagaron para detenerse, por fin, en un lugar impreciso del espacio.

Zaguel, Astarot

Cuando recibió el segundo golpe, un hilo sanguinolento le brotaba ya por una comisura de la boca. Retiró Corso la mano manchada de rojo, con repugnancia. Era igual que pegar en algo viscoso y húmedo. Respiró un par de veces y se entretuvo en contar diez latidos de su corazón antes de apretar los dientes, después los puños, y golpear de nuevo. Un reguero de sangre brotó ahora de la boca desencajada del librero. Seguía murmurando su plegaria, impresa en los labios tumefactos una sonrisa alucinada, absurda, de extraño gozo. Corso lo agarró por el cuello de la camisa para arrastrarlo, brutal, fuera del círculo antes de golpear otra vez. Sólo entonces Varo Borja exhaló un gemido animal, de angustia y dolor, y, pateando, zafándose con inesperada energía, se arrastró a gatas hasta el círculo. Tres veces fue empujado fuera, y tres veces regresó, obstinado, al interior. A la tercera, un rastro de gotas de sangre caía sobre los signos y las letras inscritas en el sello de Saturno.

Sic dedo me

Algo no iba bien. A la oscilante luz de cera, Corso lo vio detenerse, inseguro, y comprobar con mirada perpleja la disposición de objetos en el círculo mágico. Pero la clepsidra destilaba sus últimas gotas y el plazo de que disponía Varo Borja era, en apariencia, limitado. Volvió a repetir las últimas palabras con más convicción, tocando tres de las nueve casillas:

Sic dedo me

Con un gusto acre en la boca, Corso miró a su alrededor sin esperanza, mientras se limpiaba la mano manchada de rojo en los faldones del gabán. Más velas, consumidas, se apagaron entre chisporroteos, y el humo de los pábilos calcinados serpenteaba en espirales sobre la penumbra rojiza. Humo ouróboro, se dijo con amarga ironía. Después fue a la mesa de despacho arrinconada con otros muebles, apartó los objetos tirándolos al suelo, buscó en los cajones. No había dinero; ni siquiera un talonario de cheques. Nada.

Sic exeo me

El librero continuaba la letanía; echó un último vistazo en su dirección, al círculo mágico. De rodillas en el interior, inclinado hacia el suelo el rostro desfigurado y devoto, Varo Borja abría la última de las nueve puertas con una sonrisa de enajenada felicidad; línea oscura y diabólica que le cortaba la cara, la boca sangrante, igual que el tajo asestado por un cuchillo de noche y sombras.

– Hijo de puta -dijo Corso. Y con aquello dio por rescindido su contrato.


Descendió por la escalera hacia el arco de claridad gris recortado al final de los peldaños, bajo la bóveda que llevaba al patio. Allí, junto al brocal del pozo y los leones de mármol, ante la verja que daba a la calle, se detuvo y respiró hondo, saboreando el aire fresco y limpio de la mañana. Después buscó en el gabán hasta dar con el paquete arrugado y el último cigarrillo, que se colgó de la boca sin encender. Estuvo así un rato, inmóvil, mientras el primer rayo de sol levante, rojo y horizontal, que había dejado atrás al entrar en la ciudad, lo alcanzaba deslizándose entre las fachadas de piedra gris de la plaza para dibujar el forjado de la can cela sobre su rostro, haciéndole entornar los ojos llenos de insomnio y fatiga. Después el rayo de luz creció, moviéndose despacio hasta invadir el patio en torno a los leones venecianos, que inclinaron las melenas talladas en mármol cual si recibiesen, aceptándola, una caricia. La misma claridad, primero rojiza y luego luminosa como una suspensión de polvo de oro, envolvió a Corso. Y en ese momento, al extremo de la escalera que dejaba atrás, al otro lado de la última puerta del reino de las sombras, allí donde jamás llegaría la luz de ese amanecer en calma, sonó un grito. Un alarido desgarrado, inhumano, de horror y desesperación, en el que apenas pudo reconocer la voz de Varo Borja.

Sin volverse, Corso empujó la verja para salir a la calle. Cada paso parecía alejarlo mucho de lo que dejaba a la espalda, del mismo modo que si desanduviera, a la inversa y en sólo unos segundos, un largo camino que hubiese tardado excesivo tiempo en recorrer.

Se detuvo en medio de la plaza, deslumbrado, envuelto en la atmósfera luminosa de aquel sol que lo cegaba. La chica seguía dentro del coche, y el cazador de libros se estremeció con un júbilo egoísta, profundo, al comprobar que no se había desvanecido con los restos de la noche. Entonces la vio sonreír llena de ternura, increíblemente joven y bella, con su pelo de muchacho, la piel atezada, los ojos tranquilos fijos en él, esperando. Y toda la claridad dorada, perfecta, que reflejaba el verde líquido de sus ojos, la luz ante la que retrocedían los ángulos oscuros de la ciudad antigua, las siluetas de los campanarios y los arcos ojivales de la plaza, parecía irradiar de aquella sonrisa cuando Corso caminó a su encuentro. Lo hizo mirando al suelo, resignado, dispuesto a despedirse de su propia sombra. Pero no tenía sombra bajo los pies.

Atrás, en la casa custodiada por cuatro gárgolas bajo el alero, Varo Borja ya no gritaba. O tal vez lo hacía desde algún lugar oscuro, demasiado lejano para que el sonido llegara hasta la calle. Nunc scio: ahora sé. Corso se preguntó si los hermanos Ceniza habrían usado resina o madera para infiltrar la ilustración perdida -el capricho de un niño, la barbarie de un coleccionista- en el número Uno. Aunque el recordar sus manos pálidas y hábiles, se inclinó por lo segundo: grabado en madera, reproducido sin duda a partir de la Bibliografía de Mateu. Por eso a Varo Borja no le cuadraban las cuentas: en los tres ejemplares, la última lámina era falsa. Ceniza sculpsit. Por amor al arte.

Reía entre dientes, como un lobo cruel, cuando inclinó la cabeza para encender el último cigarrillo. Los libros gastan ese tipo de bromas, se dijo. Y cada cual tiene el diablo que merece.


La Navata. Abril 1993

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