Sobre apócrifos e infiltrados

¿Azar? Permitid que me ría, pardiez. Ésa es una explicación que sólo satisface a los imbéciles.

(M. Zevaco. Los Pardellanes)


CENIZA HNOS.

ENCUADERNACIÓN

Y RESTAURACIÓN DE LIBROS


El cartel de madera colgaba de una ventana con cristales opacos de polvo. Era un rótulo cuarteado, lleno de grietas, descolorido por el tiempo y la humedad. El taller de los hermanos Ceniza estaba en el entresuelo de un edificio antiguo de cuatro pisos, apuntalado en su parte posterior, en una calle umbría del Madrid viejo.

Lucas Corso llamó dos veces al timbre sin obtener respuesta. Así que miró el reloj y, recostado en la pared, se dispuso a esperar. Conocía bien las costumbres de Pedro y Pablo Ceniza; en ese momento se hallaban a un par de calles de distancia, junto al mostrador de mármol del bar La Taurina, trasegando medio litro de vino a modo de desayuno mientras discutían sobre libros y toros. Solteros, borrachines, gruñones e inseparables.

Los vio llegar diez minutos después, uno junto al otro, con los guardapolvos grises que flotaban igual que sudarios sobre sus flacas osamentas; encorvados por toda una vida sobre la prensa o los hierros de estampar, cosiendo pliegos y dorando tafiletes. Ninguno de los dos había cumplido los cincuenta, pero era fácil atribuirles diez años más al reparar en sus mejillas hundidas, las manos y ojos gastados por el minucioso trabajo artesano, la piel descolorida como si el pergamino con que trabajaban les hubiese transmitido una cualidad pálida y fría. El parecido físico de los hermanos resultaba extraordinario: la misma nariz grande, idénticas orejas pegadas a los cráneos de pelo ralo peinado hacia atrás, sin raya. Las únicas diferencias notables residían en la estatura y la locuacidad: Pablo, el menor, era más alto y silencioso que Pedro. Éste tosía a menudo con estertor ronco, de fumador empedernido, y las manos con que encendía un cigarrillo tras otro temblaban continuamente.

– Cuánto tiempo, señor Corso. Nos alegra su visita.

Lo precedieron por la escalera con peldaños de madera gastados por el uso. La puerta chirrió al abrirse, y el interruptor de la luz alumbró el abigarrado taller que presidía una antigua prensa de libros junto a una mesa de zinc llena de herramientas, cuadernillos a medio coser o ya enlomados, guillotinas de papel, pieles teñidas, frascos de cola, hierros ornamentales y otros utensilios del oficio. Había libros por todas partes: grandes pilas de encuadernaciones en tafilete, chagrin o vitela, paquetes listos para su envío o a medio proceso, sin cubiertas o con sus tapas aún en rústica. Sobre bancos y estantes, volúmenes antiguos deteriorados por la polilla o la humedad esperaban ser restaurados. Olía a papel, a cola de encuadernar, a piel nueva; Corso dilató las aletas de la nariz, complacido. Después extrajo el libro de la bolsa y lo puso en la mesa.

– Quiero saber qué opinan de esto.

No era la primera vez. Pedro y Pablo Ceniza se acercaron despacio, casi con cautela. Como de costumbre, fue el hermano mayor quien tomó primero la palabra:

Las Nueve Puertas… -tocaba el libro sin moverlo del sitio; sus dedos huesudos, amarillos de nicotina, parecían acariciar una piel viva-. Hermoso libro. Y muy raro.

Tenía los ojos grises, de ratón. Guardapolvo gris, pelo gris, ojos grises igual que su apellido. Torcía la boca en una mueca de codicia.

– ¿Lo habían visto antes?

– Sí. Hace menos de un año, cuando Claymore nos encargó limpiar veinte libros de la biblioteca de don Gualterio Terral.

– ¿En qué estado llegó a sus manos?

– Excelente. El señor Terral sabía cuidar los libros. Casi todos vinieron bien, salvo un Teixeira que nos dio algún trabajo. El resto, incluido éste, sólo hubo que limpiarlos un poco.

– Es falso -dijo Corso a bocajarro-. O eso cuentan. Se miraron los dos hermanos.

– Falso, falso… -murmuró el mayor, malhumorado-. Todo el mundo habla de libros falsos con demasiada ligereza.

– Demasiada ligereza -repitió el otro, como un eco.

– Incluso usted, señor Corso. Y eso nos sorprende. Falsificar un libro no es rentable: más esfuerzo que beneficio. Me refiero a la verdadera falsificación, no al facsímil para engañar a patanes incautos.

Corso hizo un gesto reclamando indulgencia.

– No he dicho que todo el libro sea falso, sino que algo en él lo es. Ciertos ejemplares, faltos de una hoja o de varias, pueden completarse con copias sacadas de otros que sí estén completos…

– Naturalmente: es el Abc del oficio. Pero no da lo mismo añadir una fotocopia, o facsimilar, que completar un libro falto según… -se volvió a medias hacia su hermano, sin apartar los ojos de Corso-. Díselo tú, Pablo.

– … Según todas las reglas del arte -apostilló el menor de los Ceniza.

Esbozó Corso una mueca cómplice: un conejo compartiendo media zanahoria.

– Podría ser el caso de este ejemplar.

– ¿Y quién lo dice?

– Su propietario. Que no es, por cierto, un patán incauto.

Pedro Ceniza encogió los estrechos hombros mientras encendía un cigarrillo con la brasa del anterior. Al aspirar la primera bocanada lo sacudió una tos seca; pero siguió fumando, imperturbable.

– ¿Ha tenido usted acceso a un ejemplar auténtico, para compararlos?

– No, aunque pronto podré hacerlo. Por eso pido antes su opinión.

– Es un libro valioso, y nosotros no practicamos una ciencia exacta -se volvió otra vez al hermano-. ¿Verdad, Pablo?

– Practicamos un arte -insistió el otro.

– Ya oye. Sería muy incómodo decepcionarlo, señor Corso.

– No lo harán. Alguien como ustedes, capaces de falsificar un Speculum Vitae a partir del único ejemplar conocido, y hacerlo aparecer como auténtico en uno de los mejores catálogos de Europa, sabe lo que tiene entre manos.

Sonreían agriamente al mismo tiempo, sincronizados. Si y Am, pensó Corso. Los gatos marrulleros tras recibir una caricia.

– Nunca se probó nuestra autoría -dijo por fin Pedro Ceniza. Se frotaba las manos, mirando el libro de reojo.

– Nunca -repitió el hermano con un toque melancólico. Parecía que lamentaran no haber ido a la cárcel a cambio del reconocimiento público.

– Es cierto -admitió Corso-. Tampoco hubo pruebas en el caso del Chaucer, supuestamente por Marius Michel, que figura en el catálogo de la colección Manoukian. Ni con aquella Biblia Poliglota del barón Bielke, cuyas tres hojas faltas fueron repuestas por ustedes de forma tan perfecta que ni siquiera hoy los expertos se atreven a discutir su autenticidad…

Pedro Ceniza alzó una mano amarillenta, de uñas demasiado largas.

– Deberíamos matizar un par de puntos, señor Corso. Una cosa es falsificar libros con ánimo de lucro, y otra muy distinta trabajar por amor al oficio; crear por la satisfacción que proporciona ese mismo acto de creación o, en la mayoría de los casos, de recreación… -el encuadernador parpadeó un poco antes de sonreír, malicioso. Sus ojillos ratoniles brillaron al posarse de nuevo en Las Nueve Puertas-. Aunque no recuerdo, y estoy seguro de que mi hermano tampoco, haber tenido parte en esos trabajos que usted acaba de calificar de admirables.

– Dije perfectos.

– ¿Eso dijo?… Da lo mismo -se llevó el pitillo a la boca, hundiendo las mejillas en una larga chupada-. Pero, sea quien sea el autor, o autores, tenga la certeza de que el acto habrá supuesto para él, o ellos, un divertimento personal; una satisfacción moral que no se paga con dinero…

Sine pecunia -apostilló el hermano.

Pedro Ceniza dejaba escapar el humo del cigarrillo por la nariz y la boca entreabierta, evocador.

– Tomemos por ejemplo ese Speculum que la Sorbona adquirió como auténtico. Sólo el papel, tipografía, impresión y encuadernación tuvieron que costar, sin duda, cinco veces más que el beneficio obtenido por quienes usted llama falsificadores. Hay quien no comprende eso… ¿Qué satisfará más a un pintor que tenga el talento de Velázquez y sea capaz de emular su obra?… ¿Ganar dinero o ver su cuadro en el Prado, entre Las Meninas y La fragua de Vulcano?

Corso no tuvo reparo en mostrarse de acuerdo. Durante ocho años, el Speculum de los hermanos Ceniza había figurado entre los más preciosos volúmenes de la universidad de París. El descubrimiento de la falsificación no se debió a expertos, sino al azar. Un intermediario largo de lengua.

– ¿Aún les molesta la policía?

– Apenas. Tenga en cuenta que el asunto de la Sorbona estalló en Francia entre comprador e intermediarios. Es cierto que circulaba nuestro nombre, pero nunca se probó nada -Pedro Ceniza sonreía torcidamente otra vez, lamentando esa ausencia de pruebas-. Con la policía mantenemos buenas relaciones; hasta acuden a consultarnos cuando necesitan identificar libros robados -señaló a su hermano con el cigarrillo humeante-. Nadie como Pablo a la hora de borrar huellas de sellos de bibliotecas, eliminar exlibris o marcas de procedencia. A veces le piden que reconstruya el trabajo en sentido inverso. Ya sabe: vive y deja vivir.

– ¿Qué opinan de Las Nueve Puertas?

El mayor de los hermanos miró al otro, luego el libro, y movió la cabeza.

– Nada nos llamó la atención al ocuparnos de él. Papel y tinta son lo que deben ser. Aunque el vistazo sea superficial, esas cosas se notan.

– Nosotros las notamos -precisó el otro.

– ¿Y ahora?

Pedro Ceniza chupó lo que quedaba de su cigarrillo, reducido a una brasa minúscula que sostenía entre las uñas, dejándolo caer después al suelo, entre sus zapatos, donde acabó de consumirse. El linóleo estaba lleno de quemaduras como aquélla.

– Encuadernación veneciana del xvii, en buen estado… -los hermanos se inclinaban sobre el libro, aunque sólo el mayor tocaba las páginas con sus manos frías y pálidas; parecían un par de taxidermistas estudiando el modo de empajar un cadáver-. La piel es marroquí negro, con florones dorados imitando decoración vegetal…

– Algo sobrio para Venecia -estimó Pablo Ceniza.

El hermano mayor mostró su acuerdo con un nuevo ataque de tos.

– El artista se contuvo; sin duda la naturaleza del tema… -miró a Corso-. ¿Ha comprobado el alma de las tapas? Las encuadernaciones del xvi o del xvii dan sorpresas cuando se trata de piel o cuero. El cartón interior se hacía con hojas sueltas, montadas con engrudo y prensadas. A veces usaban pruebas del mismo libro, o impresos más antiguos… Algunos hallazgos son hoy más valiosos que los ejemplares que encuadernan -señaló unos papeles sobre la mesa-. Ahí tiene un ejemplo. Cuéntaselo tú, Pablo.

– Bulas de la Santa Cruzada, de 1483… -el hermano sonreía, equívoco, como si en vez de papeles muertos hablase de excitante material pornográfico-. En las tapas de unos memoriales sin valor del siglo xvi.

Pedro Ceniza seguía atento a Las Nueve Puertas:

– La encuadernación parece en orden -dijo-. Todo encaja. Curioso libro, ¿verdad? Con sus cinco nervios en el lomo, sin título, y el misterioso pentáculo en la tapa… Torchia, Venecia 1666. Tal vez lo encuadernase él mismo. Un bello trabajo.

– ¿Qué me dice del papel?

– Ahí lo reconozco a usted, señor Corso; buena pregunta -el encuadernador se pasó la lengua por los labios; parecía que intentase transmitirles un poco de calor. Luego hizo sonar las hojas dejándolas correr con el pulgar sobre el corte del libro, el oído atento, igual que había hecho Corso en casa de Varo Borja-. Excelente papel. Nada que ver con las celulosas de hoy en día… ¿Sabe la cifra media de vida para un libro de los que se imprimen ahora?… Díselo, Pablo.

– Setenta años -informó el otro con rencor como si el culpable fuera Corso-. Setenta miserables años.

El hermano mayor rebuscaba entre los utensilios de la mesa. Al fin empuñó una lente especial de gran aumento y la acercó al libro.

– Dentro de un siglo -murmuró mientras levantaba una hoja y la estudiaba al trasluz, guiñando un ojo- casi todo lo que hoy está en las librerías habrá desaparecido. Pero estos volúmenes, impresos hace doscientos o quinientos años seguirán intactos… Tenemos los libros, como el mundo, que merecemos… ¿No es verdad, Pablo?

– Libros de mierda sobre papel de mierda.

Pedro Ceniza movía la cabeza, aprobador, sin dejar de estudiar el libro a través de la lente.

– Ya lo oye. El papel de celulosa se vuelve amarillo y quebradizo como una hostia, y se fragmenta sin remedio. Envejece y muere.

– Ése no es el caso -apuntó Corso señalando el libro. El encuadernador todavía observaba las hojas al trasluz.

– Papel de hilo, como Dios manda. Buen papel hecho con trapos, resistente al tiempo y la estupidez humana… No, miento. Es lino. Auténtico papel de lino -apartó el ojo de la lente y miró a su hermano-. Qué raro, no se trata de papel veneciano. Grueso, esponjoso, fibroso… ¿Español?

– Valenciano -dijo el otro-. Lino de Játiva.

– Eso es. Uno de los mejores de Europa, en la época. Puede que el impresor se hiciera con una partida de importación… Aquel hombre se propuso hacer bien las cosas.

– Las hizo a conciencia -puntualizó Corso-. Y le costó la vida.

– Eran riesgos del oficio… -Pedro Ceniza aceptó el cigarrillo arrugado que Corso le ofrecía, para encenderlo en el acto, tosiendo con indiferencia-… En cuanto al papel, usted sabe que es difícil engañar con eso. La resma utilizada tendría que ser en blanco, de la misma época, y aun así íbamos a encontrar diferencias: las hojas se vuelven marrones, las tintas se oxidan, se alteran con el tiempo… Por supuesto los añadidos se pueden manchar, lavarse con agua de té para oscurecerlos… Una buena restauración, o adición de hojas faltas que parezcan originales, debe dejar el libro uniforme. Los detalles son básicos. ¿Verdad, Pablo?… Siempre los benditos detalles.

– ¿Cuál es el diagnóstico?

– Salvando las distancias entre lo imposible, lo probable y lo convincente, hemos establecido que la encuadernación del libro puede ser del xvii… Eso no significa que las hojas que están dentro correspondan a esta encuadernación y no a otra; pero démoslo por supuesto. En cuanto al papel, tiene características similares a otras partidas cuyo origen sí está probado; luego también parece de época.

– De acuerdo. Encuadernación y papel son auténticos. Veamos el texto y las ilustraciones.

– Eso resulta más complejo. Desde el punto de vista tipográfico hay dos posibles puntos de partida. Primero: el libro es auténtico, pero su propietario, que según usted tiene motivos poderosos para saberlo, lo niega. Posible, entonces, pero poco probable. Vamos al segundo punto, el de la falsedad, que nos permite calcular dos posibilidades. Primera: todo el texto es falso, inventado, impreso sobre papel de época y aprovechando unas cubiertas anteriores. Eso, aunque posible, resulta improbable. O, para ser más precisos, poco convincente. El costo del libro sería desproporcionado… Hay una segunda alternativa razonable para la falsificación: que se realizara en fecha muy próxima a la primera edición del libro. Hablamos de una reimpresión con modificaciones, camuflada como si fuese la primera, hecha diez o veinte años después de ese 1666 que figura en el frontispicio… Pero, ¿con qué objeto?

– Se trataba de un libro condenado -apuntó Pablo Ceniza.

– Es posible -asintió Corso-. Alguien con acceso al material usado por Aristide Torchia, planchas y tipos de imprenta, pudo imprimirlo de nuevo…

El mayor de los hermanos había cogido un lápiz y garabateaba en el dorso de una hoja impresa.

– Sería una explicación. Pero las otras alternativas, o hipótesis, parecen más factibles… Imagine, por ejemplo, que la mayor parte de las páginas del libro son auténticas, pero se trata de un ejemplar falto, con hojas arrancadas o perdidas… Y alguien ha completado dichas faltas utilizando papel de época, una buena técnica de impresión y mucha paciencia. En tal caso tendremos dos subposibilidades: una es que las páginas añadidas se reproduzcan de otro ejemplar completo… La segunda hipótesis es que, a falta de páginas originales para reproducir o copiar, el contenido de aquéllas se haya inventado -en ese momento el encuadernador le mostró a Corso lo que había estado dibujando-. Ahí ya tendríamos un caso de auténtica falsificación, según este esquema:



Mientras Corso y el hermano menor miraban el papel, Pedro Ceniza hojeó de nuevo Las Nueve Puertas.

– Me inclino a pensar -añadió al cabo de un momento, cuando volvieron a prestarle atención- que si hubo infiltración de algunas páginas ésta fue, o coetánea de la impresión auténtica, o bien realizada ahora, en nuestros días. Descartamos la época intermedia, porque reproducir con tanta perfección una pieza antigua no ha sido posible hasta hace muy poco.

Corso le devolvió el esquema.

– Imagine que se enfrentan a esa posibilidad: un volumen falto. Y desean completarlo con técnicas modernas… ¿Qué harían?

Los hermanos Ceniza suspiraron al unísono, profunda y profesionalmente, relamiéndose con la perspectiva. Ambos tenían ahora la mirada fija en Las Nueve Puertas.

– Supongamos -decidió el mayor- que tenemos este libro de 168 páginas y que le falta la 100… La 100 y la 99, claro, pues se trata de una hoja con sus dos caras, o páginas. Y queremos completarlo. El truco consiste en localizar un gemelo.

– ¿Un gemelo?

– En argot del oficio -aclaró Pablo Ceniza-: otro ejemplar completo.

– O que tenga, al menos, intactas esas dos páginas que necesitamos copiar. Si es posible, conviene comparar también el gemelo con nuestro ejemplar falto, para ver si hay distintas presiones o si los tipos están más gastados en uno que en otro… Usted lo sabe de sobra: en una época en que los tipos eran móviles y se desgastaban y alteraban con facilidad en la impresión manual, el primero y el último ejemplar de una misma tirada podían ser muy diferentes, con letras torcidas, rotas, tonos de tinta y cosas así. Ese estudio permitirá después, en la hoja infiltrada, añadir o quitar imperfecciones que la igualen con el resto… Después recurriríamos a la reproducción fotomecánica: un fotolito plástico. Y de ahí sacaríamos un polímero, o un zinc.

– Una plancha en relieve -dijo Corso-. Hecha de resina o metal.

– Eso mismo. Por muy perfecta que sea la actual técnica de reproducción, nunca nos daría el relieve, la marca sobre el papel característica de la antigua impresión con madera o plomo entintado. Así que debemos obtener la página completa reproducida en material moldeable, resina o metal, muy parecidos a efectos técnicos a la página compuesta con tipos móviles de plomo usados en 1666. Después ponemos esa plancha en la prensa para ejecutar la impresión manual como hace cuatro siglos… Por supuesto sobre papel de época, previa y posteriormente tratado con métodos de envejecimiento artificial… También la tinta, cuya composición estudiaremos a fondo, hay que tratarla con agentes químicos para que se iguale con el resto de páginas. Y ya tenemos perpetrado el delito.

– Pero imagine que la hoja original no existe. Que no hay referencia de la que copiar esas dos páginas faltas.

Los hermanos Ceniza sonrieron a la vez, seguros de sí.

– Entonces -dijo el mayor- es cuando el trabajo se vuelve más atrativo.

– Documentación e imaginación- añadió el otro.

– Y por supuesto audacia, señor Corso. Suponga que Pablo y yo tenemos ese ejemplar falto de Las Nueve Puertas. En tal caso también dispondremos, en las restantes 166 páginas, de todo un catálogo de letras y símbolos utilizados por el impresor. Así que tomaríamos muestras hasta obtener un alfabeto entero. De ese alfabeto se obtiene una reproducción sobre papel fotográfico, más fácil de manejar, multiplicando cada letra por las veces necesarias para componer toda la página… Lo ideal, el toque artístico, consistiría en reproducir los tipos en plomo fundido a la manera de los antiguos impresores… Pero eso, por desgracia, es demasiado complejo y caro. Así que nos ajustaríamos a técnicas actuales. Dividiendo con una cuchilla las letras en tipos sueltos, Pablo, que tiene más pulso para el menester, compondría una plantilla, a mano, las dos páginas línea a línea, igual que un cajista del XVII. De ahí obtendríamos otra prueba en papel para eliminar junturas de letras o imperfecciones, o añadir efectos similares a los que haya en otras letras, líneas y páginas del texto original… Después sólo queda sacar un negativo, y de ahí una reproducción en relieve: la plancha de imprimir.

– ¿Y si las páginas faltas corresponden a ilustraciones?

– Da lo mismo. Si accedemos al grabado original, el sistema de reproducción es todavía más fácil. En este caso, el hecho de que las láminas sean xilografías, con líneas más claras que el grabado en cobre o punta seca, facilita la limpieza del trabajo.

– Imagine que ya no existe el grabado original. -Tampoco es problema. Si lo conocemos por referencias, se imita. Si no, lo inventamos. Previo estudio, claro, de la técnica en las otras láminas conocidas. Cualquier buen dibujante puede hacerlo.

– ¿Y la impresión?

– Usted sabe muy bien que la xilografía sólo es un grabado en relieve: un taco de madera cortado en el sentido de la fibra, cubierto con un fondo blanco sobre el que se dibuja la composición. Después hay que tallarlo, y en las crestas o aristas se aplica la tinta para su transferencia al papel… Cuando reproducimos xilografías existen dos posibilidades: una es la copia del dibujo, esta vez mejor en resina. Aunque la alternativa, si se dispone de un buen artista grabador, es hacer otra xilografía auténtica, en madera, con la misma técnica que los originales de la época, y aplicarla directamente a la impresión… En mi caso, disponiendo de un buen grabador como mi hermano, yo recurriría a la impresión artesanal en madera. Siempre que sea posible, el arte debe emular al arte.

– Y es más limpio -matizó Pablo.

Corso le brindó su mueca cómplice.

– Como en el Speculum de la Sorbona.


– Quizás. Es posible que su autor, o autores, pensaran del mismo modo… ¿No te parece, Pablo?

– Sin duda eran unos románticos -asintió el otro, con sonrisa que no llegaba a cuajar del todo.

– Sin duda. -Corso señalaba el libro-. Y ahora, sentencien.

– Yo diría que es auténtico -respondió Pedro Ceniza sin vacilar-. Nosotros mismos seríamos incapaces de conseguir algo tan perfecto. Fíjese: calidad de papel, manchas de páginas, tonos idénticos, alteraciones de tinta, tipografía… No es imposible que haya en él hojas infiltradas; pero lo considero improbable. Si de una falsificación se trata, la única explicación es que también sea de época… ¿Cuántos ejemplares se conocen?… ¿Tres? Supongo que se ha considerado la posibilidad de que los tres sean falsos.

– La he considerado. ¿Qué me dice de las xilografías?

– Que son extrañas, desde luego. Con todos esos símbolos… Pero también son de época. El grado de presión de las planchas es idéntico. La tinta, los tonos del papel… Quizá la clave no esté en cómo y cuándo fueron impresos, sino en lo que hay dentro. Lamentamos no llegar más allá.

– Se equivoca. -Corso se dispuso a cerrar el libro-. En realidad hemos ido muy lejos.

Pedro Ceniza lo detuvo con un gesto.

– Todavía una cosa… Aunque imagino que habrá reparado en ello: las marcas de grabador.

Corso lo miró, confuso.

– No sé a qué se refiere.

– A las firmas microscópicas que hay al pie de cada ilustración… Enséñaselas, Pablo.

El hermano menor hizo ademán de frotarse las manos en el guardapolvo, para secar un sudor imposible. Después, acercándose a Las Nueve Puertas, le mostró a Corso algunas páginas a través de la lupa.

– Cada grabado -explicó- lleva las abreviaturas habituales: Inv. por invenit, con la firma del artista original, y Sculp. por sculpsit, el grabador… Observe. En siete de las nueve xilografías figura la abreviatura A. TORCH. como sculp. y como inv. Está claro que el mismo impresor dibujó y grabó siete láminas. Pero en las otras dos sólo aparece como sculp. Eso quiere decir que se limitó a grabarlas Y que el creador del dibujo original, el inv., fue otro: alguien que respondía a las iniciales L. F.

Pedro Ceniza, que había seguido la explicación de su hermano con breves movimientos de cabeza aprobando sus palabras, encendió su enésimo cigarrillo.

– ¿No está mal, verdad? -se puso a toser entre el humo, con una lucecita maligna en los ojillos de ratón astuto, pendiente de la cara que ponía Corso-. Aunque lo quemaran a él, ese impresor no estaba solo.

– No -rubricó el hermano, soltando una risa lúgubre-. Alguien lo ayudó a encenderse la hoguera bajo los pies.


Aquella misma tarde, Corso recibió la visita de Liana Taillefer. La viuda se presentó en su casa sin avisar, a esa hora incierta en que, junto al mirador que da a poniente, vestido con descolorida camisa de algodón y un viejo pantalón de pana, el cazador de libros veía arder en rojos y ocres los tejados de la ciudad. Tal vez no fuera el momento idóneo, y muchas cosas de las que ocurrieron más tarde se habrían evitado, quizá, de presentarse ella a otra hora del día. Pero eso no se sabrá nunca. Los hechos que sí podemos establecer son éstos: Corso estaba frente al mirador, su mirada empezaba a enturbiarse a medida que el contenido del vaso de ginebra descendía de nivel, en ese momento sonó el timbre de la puerta, y Liana Taillefer -rubia, altísima, impresionante en una gabardina inglesa sobre traje sastre y medias negras-, apareció en el umbral. Se recogía el cabello en un moño bajo el sombrero Borsalino color tabaco y de ala ancha que llevaba un poco ladeado, con una gallardía que le iba muy bien; ese aire de mujer hermosa segura de serlo, dispuesta a que todos tomen nota de ello.

– ¿A qué debo el honor? -preguntó Corso. Era una frase estúpida, aunque a esa hora y con la Bols de por medio tampoco era justo exigir brillantez en el diálogo. Liana Taillefer daba ya unos pasos por la habitación y se detenía ante la mesa de trabajo, donde estaba la carpeta del manuscrito Dumas junto al ordenador y las cajas de disquetes.

– ¿Sigue trabajando en esto? -Claro.

Apartó los ojos de El vino de Anjou para echar un tranquilo vistazo alrededor, a los libros que cubrían las paredes y se amontonaban por todas partes. Corso comprendió que buscaba fotos, recuerdos, indicios que permitieran calibrar al dueño de la casa. Enarcaba una ceja, incómoda y arrogante, al no conseguir su objetivo. Por fin terminó deteniéndose en el sable de la Vieja Guardia.

– ¿Colecciona espadas?

Inferencia lógica, se llamaba esa conclusión. De tipo inductivo. Al menos, pensó Corso con alivio, el ingenio de Liana Taillefer para normalizar situaciones embarazosas no figuraba a la altura de su apariencia. Salvo que estuviese tomándole el pelo. Así que sonrió un poco, esquinado y cauto.

– Colecciono ésa. Se llama sable.

La mujer asintió, inexpresiva. Imposible saber si era simple o buena actriz.

– ¿Herencia de familia?

– Adquisición -mintió Corso-. Pensé que estaría bonito en la pared. Tanto libro se hace monótono.

– ¿Por qué no tiene cuadros, ni fotos?

– No hay nadie a quien me apetezca recordar -pensó en la foto con marco de plata, el difunto Taillefer con mandil troceando el cochinillo-. Su caso es distinto, naturalmente.

Lo observó con fijeza, quizá para determinar el grado de insolencia de sus palabras; había un toque de acero en los ojos azules, tan helados que daban frío. Anduvo un poco más por la habitación deteniéndose ante algunos libros, el paisaje del mirador y, de nuevo, la mesa de trabajo. Deslizó un dedo con uña lacada en rojo sangre sobre la carpeta del manuscrito Dumas. Tal vez esperaba de Corso algún comentario, pero éste no dijo nada; se limitó a aguardar, paciente. Si ella pretendía algo, y saltaba a la vista que sí, la dejaría hacer su propio trabajo sucio. No estaba dispuesto a facilitar las cosas.

– ¿Me puedo sentar?

Aquella voz un poco ronca. El eco de una mala noche, recordaba Corso. Él permaneció de pie en mitad del cuarto, las manos en los bolsillos del pantalón, expectante. Liana Taillefer se quitó el sombrero y la gabardina, y tras mirar en torno con uno de aquellos movimientos lentos e interminables, escogió un viejo sofá. Después fue hasta allí para sentarse despacio -la falda del traje sastre resultaba muy corta en esa posición-, cruzando las piernas con un efecto que cualquiera, incluso el cazador de libros con media ginebra menos en el cuerpo, habría definido como demoledor.

– Vengo a hablar de negocios.

Evidente. Aquel despliegue no era desinteresado bajo ningún concepto. Corso poseía tanta autoestima como el que más, pero distaba de ser un bobo.

– Hablemos -dijo-. ¿Ha cenado ya con Flavio La Ponte?

No hubo reacción. Durante unos segundos siguió mirándolo imperturbable, con el mismo aire de seguridad desdeñosa.

– Aún no -respondió al fin, sin alterarse-. Primero deseaba verlo a usted.

– Pues ya me está viendo.

Liana Taillefer se recostó un poco más en el sofá. Una de sus manos descansaba sobre una grieta en la ajada tapicería de cuero, por donde se veía el relleno de crin.

– Usted trabaja por dinero -dijo.

– En efecto.

– Se vende al mejor postor.

– A veces -Corso mostró un colmillo en el ángulo de la boca; estaba en su territorio y podía desterrar la mueca de conejo simpático-. Por lo general lo que hago es alquilarme. Como Humphrey Bogart en las películas. O como las furcias.

Para una viuda que hacía bordaditos en el colegio cuando niña, Liana Taillefer no pareció escandalizada por el lenguaje:

– Quiero ofrecerle trabajo.

– Qué bien. Todo el mundo me ofrece trabajo últimamente.

– Le pagaré mucho dinero.

– Estupendo. También todo el mundo me paga mucho dinero estos días.

Ella había tirado de un cabo de crin de los que asomaban por el brazo roto del sofá. Lo enrollaba, distraída, en torno al dedo índice.

– ¿Qué le cobra a su amigo La Ponte?

– ¿A Flavio?… Nada. A ése no hay quien le saque un duro.

– ¿Por qué trabaja para él, entonces?

– Usted lo ha dicho. Es mi amigo.

La oyó repetir la palabra, pensativa.

– Suena rara en usted -dijo al cabo; apuntaba una sonrisa casi imperceptible, de curioso desdén-. ¿También tiene amigas?

Corso le miró las piernas sin prisa, desde los tobillos a los muslos. Con descaro.

– Tengo recuerdos. El suyo puede serme útil esta noche.

Soportó estoica la grosería. O tal vez, dudó Corso, no captaba la delicada referencia del asunto.

– Diga una cifra -propuso con frialdad-. Quiero el manuscrito de mi marido.

El negocio tomaba buen aspecto. Corso fue a sentarse en una butaca frente a Liana Taillefer. Desde allí la panorámica de sus piernas enfundadas en medias negras era mejor: se había quitado los zapatos y apoyaba los pies descalzos en la alfombra.

– La otra vez me pareció poco interesada.

– Lo he pensado más. Ese manuscrito tiene un carácter…

– ¿Sentimental? -apuntó Corso, zumbón.

– Algo así -su voz sonaba ahora desafiante-. Pero no en el sentido que supone.

– ¿Y qué está dispuesta a hacer por él?

– Ya lo he dicho. Pagarle.

Corso esgrimió una sonrisa desvergonzada.

– Me ofende. Yo soy un profesional.

– Usted es un mercenario profesional, y ésos cambian de bando; yo también leo libros.

– Tengo el dinero que necesito.

– Ahora no hablo de dinero.

Se había recostado en el sofá, y uno de sus pies descalzos acariciaba el empeine del otro. Corso adivinó los dedos con uñas pintadas de rojo bajo la malla oscura de las medias. Al moverse, la falda retrocedió insinuando un poco de carne blanca al fondo, tras las ligas negras, allí donde todos los enigmas se reducían a uno, viejo como el Tiempo. El cazador de libros alzó con esfuerzo la mirada. Los ojos azul acero continuaban fijos en él.

Se quitó las gafas antes de ponerse en pie, acercándose al sofá. La mujer siguió su movimiento con la mirada, impasible; incluso cuando quedó frente a ella, tan cerca que sus rodillas se tocaban. Entonces Liana Taillefer alzó una mano y puso los dedos de uñas lacadas en rojo exactamente sobre la bragueta de su pantalón de pana. Sonreía otra vez de modo casi imperceptible, desdeñosa y segura de sí, cuando por fin Corso se inclinó sobre ella y le subió la falda hasta la cintura.


Fue un mutuo asalto, más que un intercambio. Un ajuste de cuentas sobre el sofá: forcejeo crudo y duro de adulto a adulto, con los gemidos apropiados en el momento oportuno, algunas imprecaciones entre dientes y las uñas de la mujer clavadas sin piedad en los riñones de Corso. Ocurrió así, en un palmo de terreno, sin soltarse la ropa, la falda de ella sobre las caderas anchas y fuertes que él sujetaba con las manos crispadas, las presillas del liguero clavándosele en las ingles. Ni siquiera llegó a ver sus tetas, aunque un par de veces pudo acceder a ellas; carne densa, cálida y abundante bajo el sostén, la blusa de seda y la chaqueta del traje sastre que, en el fragor del combate, Liana Taillefer no tuvo tiempo de quitarse. Y ahora estaban allí los dos, todavía enredados uno en otro entre el revoltijo de sus ropas arrugadas, sin aliento, igual que luchadores exhaustos. Y Corso, preguntándose cómo iba a zafarse de aquel lío.

– ¿Quién es Rochefort? -preguntó, dispuesto a precipitar la crisis.

Liana Taillefer lo miró desde diez centímetros de distancia. La luz poniente le iluminaba el rostro en tonos rojizos; habían saltado las horquillas del moño, y su cabello rubio cubría en desorden el cuero del sofá. Por primera vez parecía relajada.

– Nadie que importe -repuso-, ahora que recupero el manuscrito.

Corso besó el desordenado escote de la mujer, despidiéndose de él y su contenido. Presentía que iba a tardar en besarlo de nuevo.

– ¿Qué manuscrito? -dijo, por decir algo, y al momento comprobó que ella endurecía la mirada; el cuerpo se puso rígido bajo el suyo.

El vino de Anjou… -por primera vez su voz encerraba un punto de ansiedad-. Va a devolvérmelo, ¿no es cierto?

A Corso no le gustó cómo sonaba aquella vuelta al usted. Recordaba vagamente haberse tuteado en la escaramuza.

– No he dicho nada de eso.

– Creía…

– Creyó mal.

El acero brilló con un relámpago de cólera. Se erguía, furiosa, rechazándolo con un movimiento brusco de las caderas.

– ¡Canalla!

Corso, que estaba a punto de echarse a reír esquivando la situación con un par de cínicas bromas, se sintió empujado hacia atrás con violencia, hasta el suelo donde cayó de rodillas. Mientras se incorporaba, ciñéndose el cinturón, comprobó que Liana Taillefer se ponía en pie, pálida y terrible, y sin preocuparse de las ropas en desorden, aún desnudos los magníficos muslos, le asestaba una bofetada tan descomunal que su tímpano izquierdo resonó como el parche de un tambor.

– ¡Miserable!

Se tambaleó el cazador de libros; el golpe no era para menos. Aturdido, miró a su alrededor como el boxeador en busca de una referencia para no irse abajo, a la lona. Liana Taillefer cruzó su campo visual sin que pudiera prestarle demasiada atención: el oído le dolía horrores. Miraba estúpidamente el sable de Waterloo cuando oyó ruido de vidrio al romperse. Entonces ella apareció de nuevo en el contraluz rojizo de la ventana. Se había bajado la falda, llevaba la carpeta del manuscrito en una mano, y en la otra el gollete de la botella rota. El filo de vidrio se dirigía a la garganta de Corso.

Levantó un brazo, por simple reflejo, mientras daba un paso atrás. El peligro le devolvía lucidez y adrenalina a chorros, así que apartó la mano armada de la mujer y le asestó un puñetazo en el cuello que la dejó sin aliento, parándola en seco. La siguiente escena fue algo más apacible: Corso recogía del suelo el manuscrito y la botella rota, y Liana Taillefer estaba otra vez sentada en el sofá, ahora con el cabello desordenado sobre la cara, las manos en el cuello dolorido, respirando con dificultad entre sollozos de ira.


– Lo matarán por esto, Corso -la oyó decir por fin. El sol se había puesto definitivamente al otro lado de la ciudad, y los ángulos de la casa se llenaban de sombras. Avergonzado, encendió la luz y le alargó a la mujer gabardina y sombrero antes de descolgar el teléfono para pedir un taxi. Todo el tiempo evitó mirarla a los ojos. Después, cuando oyó desvanecerse sus pasos en la escalera, estuvo un rato inmóvil en la ventana, observando las sombras de los tejados recortarse en la claridad de la luna que ascendía despacio.

«Lo matarán por esto, Corso.»

Se sirvió un largo vaso de ginebra. No podía apartar de su cabeza la expresión de Liana Taillefer cuando se supo engañada. Ojos mortales como una daga, rictus de furia vengativa. Y no bromeaba; había querido matarlo de verdad. Una vez más los recuerdos despertaron despacio, invadiéndolo poco a poco, aunque esta vez no fue preciso, para revivirlos, ningún esfuerzo de la memoria. Era una imagen nítida como el lugar exacto del que procedía. Sobre la mesa de trabajo estaba la edición facsímil de Los tres mosqueteros. La abrió en busca de la escena: página 129. Allí, entre muebles en desorden, saltando del lecho puñal en mano como un diablo vengador, Milady se abalanza sobre d'Artagnan que retrocede aterrado, en camisa, manteniéndola a raya con la punta de su espada.

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