Corso y Richelieu

Y yo, que había forjado sobre él una pequeña novela, me equivoqué por completo.

(Souvestre y Allain. Fantomas)


Ha llegado el momento de situar nuestro punto de vista narrativo. Fiel al viejo principio de que en los relatos de misterio el lector debe poseer la misma información que el protagonista, he procurado ceñirme a los hechos desde la óptica de Lucas Corso, excepto en dos ocasiones: los capítulos primero y quinto de esta historia, donde no tuve otro remedio que plantear mi propia aparición. En ambos casos, como ahora me dispongo a hacer por tercera y última vez, recurrí a la primera persona del pretérito imperfecto por razones de coherencia; resulta absurdo citarme a mí mismo como él, truco publicitario que, si bien aportó rentas de imagen a Cayo Julio César en su campaña de las Galias, en mi caso habría sido calificado, y con razón, de pedantería injustificable. También hay otra causa, quizá relativamente perversa: contar la historia a la manera de un doctor Sheppard frente a Poirot se me antojaba, más que ingenioso -ahora esas cosas las hace todo el mundo-, un truco divertido. Y a fin de cuentas, la gente escribe por diversión, para vivir más, para quererse a sí misma o para que la quieran otros. Yo incluyo algunos de tales propósitos. Citando al viejo Eugenio Sue, los malvados de una sola pieza, si me permiten la expresión, son fenómenos muy raros. Suponiendo -tal vez sea mucho suponer- que yo sea de verdad un malvado.

El caso es que quien suscribe, Boris Balkan, estaba allí en la biblioteca, aguardando a nuestro invitado, y de pronto vi entrar a Corso navaja en mano, con un peligroso brillo justiciero en los ojos. Observé que aparecía sin escolta y eso me inquietó un poco, aunque procuré mantener la máscara imperturbable compuesta para la ocasión. Por lo demás tenía bien planificado el efecto: la biblioteca en penumbra, luz de candelabros en la mesa ante la que me encontraba sentado, un ejemplar de Los tres mosqueteros en las manos… Incluso vestía -era puro azar en lo tocante a Corso, pero que ni pintado al caso- una chaqueta de terciopelo rojo que resultaba fácilmente asociable a la púrpura cardenalicia.

Mi gran ventaja era que yo esperaba al cazador de libros con o sin compañía, pero él a mí no; por lo que decidí aprovechar el factor sorpresa. Aquella navaja en la mano, en combinación amenazadora con la expresión de sus ojos, me causaba inquietud. Así que antepuse las palabras a los hechos.

– Lo felicito-dije, cerrando el libro como si su llegada hubiera interrumpido mi lectura-. Ha sido capaz de seguir el juego hasta el final.

Se me quedó mirando desde el otro extremo de la habitación, y he de añadir que disfruté muchísimo con la incredulidad que veía en su cara.

– ¿Juego? -articuló con voz ronca.

– Sí, juego. Tensión, incertidumbre, destreza, habilidad… Acción libre, según reglas obligatorias, que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y de la alegría de actuar de otro modo que en la vida corriente… -Aquello no era mío, pero Corso no tenía por qué saberlo-. ¿Le parece una definición adecuada?… Ya lo dice el segundo libro de Samuel: «Que aparezcan los niños y jueguen ante nosotros…». Los niños son jugadores y lectores perfectos: todo lo hacen con la mayor seriedad. En el fondo, el juego es la única actividad universalmente seria; ahí no vale el escepticismo, ¿no cree?… Por muy incrédulo y descreído que uno sea, si se quiere participar no hay más opción que atenerse a las reglas. Sólo quien respeta esas reglas, o al menos las conoce y utiliza, puede vencer… Ocurre lo mismo al leer un libro: hay que asumir la trama y los personajes para disfrutar la historia -me detuve, suponiendo que el caudal de palabras habría hecho sobre él un adecuado efecto sedante-. Por cierto, usted no vino solo. ¿Dónde está el otro?

– ¿Rochefort?… -Corso torcía la boca de un modo muy poco simpático-. Tuvo un accidente.

– ¿Le llama Rochefort?… Es gracioso y apropiado. Veo que es de los que asumen las reglas, naturalmente. No sé por qué habría de sorprenderme.

Corso me obsequió con una risita poco tranquilizadora.

– Él sí parecía sorprendido la última vez que lo vi. -Me alarma usted -sonreí, cínico; pero estaba de verdad alarmado-. Espero que no haya ocurrido nada grave.

– Se cayó por la escalera.

– Qué me dice.

– Lo que oye. Pero tranquilícese. Cuando lo dejé, su esbirro aún respiraba.

– Menos mal -recompuse un poco la sonrisa, procurando disimular mi incomodidad; todo rebasaba en exceso los límites previstos. ¿Así que ha hecho un poco de trampa?… Bueno -abrí las manos, magnánimo-. No se preocupe.

– No me preocupo. Es usted quien debería estarlo.

Aparenté no haber oído aquello.

– Lo importante es llegar -proseguí, aunque perdiendo un segundo el hilo del asunto-. En materia de hacer trampas hay ilustres precedentes… Teseo salió del laberinto merced al hilo de Ariadna, Jasón robó el vellocino gracias a Medea… Los Kauraba ganaron con subterfugios el juego de dados del Mahabharata, y los aqueos dieron jaque mate a los troyanos moviendo un caballo de madera… Su conciencia está a salvo.

– Gracias. Pero mi conciencia es cosa mía.

Extrajo del bolsillo, doblada en cuatro, la carta de Milady, y la arrojó sobre la mesa. Reconocí sin dificultad mi propia letra, siempre algo afectada en las mayúsculas. Es por orden mía y por razones de Estado por lo que el portador de la presente, etc.

– Espero -dije, acercando el papel a la llama de un candelabro- que el juego fuese, al menos, divertido.

– A ratos.

– Lo celebro -ambos mirábamos arder la carta en el cenicero donde yo la había puesto-. Cuando hay literatura por medio, el lector inteligente puede disfrutar hasta con la estrategia que lo convierte en víctima. Y soy de los que creen que la diversión es un móvil excelente para jugar. También para leer una historia, o escribirla.

Me levanté con Los tres mosqueteros en las manos, y di unos pasos por la habitación mirando el reloj de pared con disimulo; aún faltaban veinte largos minutos para las doce. Los dorados en el lomo de las antiguas encuadernaciones relucían alineados en sus estantes. Los contemplé un momento, aparentando haber olvidado a Corso, y después me volví hacia él.

– Ahí los tiene -hice un gesto que abarcaba la biblioteca-. Se dirían quietos y silenciosos pero hablan entre sí, aunque parezcan ignorarse unos a otros… Utilizan a los autores para comunicarse entre ellos, igual que el huevo recurre a la gallina para producir otro huevo. Devolví Los tres mosqueteros a su estante. Dumas estaba en buena compañía: entre Los Pardellanes de Zevaco y El caballero del jubón amarillo, de Lucus de René. Como era tiempo lo que sobraba, abrí este último por la primera página y me puse a leer en voz alta:


Dando las doce de la noche en Saint Germain l'Auxerrois, bajaban por la calle de Astruces tres caballeros embozados en sendas capas, al parecer tan seguros de sí mismos como el trote de sus caballos…


– Primeras líneas -dije-. Siempre esas extraordinarias primeras líneas… ¿Recuerda nuestro diálogo en torno a Scaramouche?: «Nació con el don de la risa…». Hay frases iniciales que a veces marcan toda una vida, ¿no cree?… «Canto a las armas y al héroe», por ejemplo. ¿Nunca practicó ese juego con alguien de su confianza?… «Un modesto joven se dirigía en pleno verano…», o aquella otra: «He estado mucho tiempo acostándome temprano…». Y por supuesto: «El 15, de mayo de 1796, el general Bonaparte hizo su entrada en Milán».

Corso hizo una mueca.

– Olvida la que me trajo hasta aquí: «El primer lunes del mes de abril de 16-25, el burgo de Meung, donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en revolución tan completa…».

– Capítulo primero, en efecto -confirmé-. Usted lo ha hecho verdaderamente bien.

– Eso dijo Rochefort antes de caerse por la escalera. Se hizo un silencio, roto por las campanadas del reloj marcando los tres cuartos de las once. Corso señaló la esfera:

– Faltan quince minutos, Balkan.

– Sí -asentí; aquel tipo tenía una intuición endiablada-. Quince minutos para el primer lunes de abril.

Puse El caballero del jubón amarillo en su estante y di unos pasos por el cuarto. Corso seguía observándome, inmóvil, aún con la navaja en la mano.

– Podría guardar eso -aventuré.

Dudó un segundo antes de cerrar la hoja, metiéndosela en el bolsillo sin dejar de mirarme. Le brindé una sonrisa de aprobación mientras volvía a señalar la biblioteca.

– Nunca se está solo con un libro cerca, ¿no cree?… -dije, por decir algo-. Cada página nos recuerda un día pasado, revive las emociones que lo llenaron. Horas felices señaladas con tiza, sombrías con carbón… ¿Dónde estaba yo entonces? ¿Qué príncipe me llamó su amigo, qué mendigo su hermano…? -dudé un momento, buscando nuevos términos para redondear la retórica del asunto.

– ¿Qué hijo de puta su compadre? -sugirió Corso. Lo miré con censura. Aquel aguafiestas se empeñaba en fastidiar el tono elevado que yo pretendía dar a la cuestión.

– No necesita ponerse desagradable.

– Me pongo como me da la gana. Eminencia.

– Detecto retintín en ese Eminencia -respondí sinceramente picado-. De ello deduzco, señor Corso, que se deja vencer por sus prejuicios… Fue Dumas quien convirtió a Richelieu en el malvado que no era, falseando la realidad por razones novelescas… Creo habérselo explicado cuando nuestra última entrevista en el café de Madrid.

– Sucio truco -opuso Corso, sin precisar si hablaba de Dumas o de mí.

Alcé un enérgico dedo índice, dispuesto a puntualizar.

– Un recurso legítimo -objeté- inspirado por la astucia y el genio del novelista más grande que ha existido. Y sin embargo… -en ese punto sonreí amargamente, con sincera tristeza-. Sainte-Beuve le tenía respeto, mas no lo aceptaba como literato. Victor Hugo, su amigo, se limitaba a alabar la capacidad de Dumas para la acción dramática, pero nada más. Abundante y prolijo, decían. Con poco estilo. Lo acusaban de no hurgar en las angustias del ser humano, de falta de sutileza… ¡Falta de sutileza! -toqué los tomos de Los mosqueteros alineados en su estante-. Coincido con el buen padre Stevenson: no hay un canto a la amistad tan largo, accidentado y hermoso como éste. En Veinte años después, los protagonistas reaparecen distanciados al principio; son hombres maduros, egoístas, con las mezquindades que la vida impone, que incluso militan en bandos opuestos… Aramis y d'Artagnan se mienten y fingen, Porthos teme que le pidan dinero… Al citarse en la plaza Real acuden armados, están a punto de batirse. Y en Inglaterra, cuando la imprudencia de Athos los pone a todos en peligro, d'Artagnan se niega a estrechar su mano… En El vizconde de Bragelonne, con la intriga de la máscara de hierro, son Aramis y Porthos quienes se enfrentan a sus viejos camaradas… Eso ocurre porque están vivos; porque son personajes contradictorios y humanos. Mas siempre, en el momento supremo, la amistad vence de nuevo. ¡Gran cosa, la amistad!… ¿Tiene usted amigos, Corso?

– Ésa es una buena pregunta.

– Para mí, la amistad siempre la encarnó Porthos en la gruta de Locmaría: el gigante a punto de sucumbir bajo la roca por salvar a sus compañeros… ¿Recuerda sus últimas palabras?

– ¿Es demasiado peso?

– ¡Exacto!

Casi me emocioné, lo confieso. A la manera de aquel joven descrito entre humo de pipa por el capitán Marlow, Corso era uno de los nuestros. Pero también un individuo testarudo y rencoroso que se obstinaba en permanecer insensible.

– Usted -dijo- es amante de Liana Taillefer.

– Sí -admití, olvidando con esfuerzo al buen Porthos-. Espléndida mujer, ¿no es cierto? Con sus peculiares obsesiones… Hermosa y leal como la Milady de la historia. Es curioso. En literatura existen personajes de ficción con identidad independiente, familiares incluso a millones de personas que no han leído los libros donde aparecen. En Inglaterra hay tres: Sherlock Holmes, Romeo y Robinson. En España, dos: don Quijote y don Juan. En Francia uno: d'Artagnan. Pero yo, fíjese…

– Deje de irse otra vez por las ramas, Balkan.

– No me voy. Estaba a punto de añadir a d'Artagnan el nombre de Milady. Una mujer extraordinaria; como Liana, a su modo. El marido nunca estuvo a su altura.

– ¿Se refiere a Athos?

– Me refiero al pobre Enrique Taillefer.

– ¿Por eso lo asesinaron?

Supongo que mi estupor pareció sincero. En realidad era sincero.

– ¿Asesinado Enrique?… No diga tonterías. Se ahorcó. Lo suyo fue un suicidio. Imagino que, tal y como veía el mundo, tomó aquello a modo de heroica decisión. Muy lamentable.

– No me lo creo.

– Allá usted. Mas su muerte fue origen de toda esta historia, y causa indirecta de que usted se encuentre aquí.

– Cuéntemelo, entonces. Despacito.

Se lo había ganado; eso era cierto. Ya dije antes que Corso era uno de los nuestros, aunque él no tuviese conciencia de ello. Además -miré el reloj- estaban a punto de dar las doce.

– ¿Tiene El vino de Anjou?

Me miró alerta, intentando averiguar mis intenciones, hasta que lo vi darse por vencido. Sacó desganado la carpeta de entre el gabán, antes de esconderla otra vez.

– Excelente -dije-. Y ahora sígame.


Sin duda esperaba un pasadizo disimulado en la biblioteca, con alguna asechanza diabólica. El caso es que lo vi introducir la mano en el bolsillo, en busca de la navaja.

– No necesitará eso -lo tranquilicé.

Se mostró poco convencido, aunque no hizo comentarios. Sostuve en alto uno de los candelabros y recorrimos el pasillo estilo Luis XIII, en una de cuyas paredes pendía un magnífico tapiz: Ulises arco en mano recién llegado a Ítaca, Penélope y el perro felices al reconocerlo, la tertulia de pretendientes al fondo, bebiendo vino sin imaginar lo que les espera.

– El castillo es antiquísimo y lleno de historia -expliqué-. Saqueado por ingleses, hugonotes, revolucionarios… Incluso los alemanes establecieron aquí un puesto de mando durante la guerra. Estaba muy deteriorado cuando lo adquirió su actual propietario: un millonario británico, hombre encantador y cumplido caballero, que se encargó de su restauración y de amueblarlo con un gusto extraordinario. Incluso accedió a abrirlo al turismo.

– ¿Qué hace usted aquí, entonces? No son horas de visita.

Eché un vistazo al pasar junto a una ventana emplomada. La tormenta se alejaba por fin, extinguiéndose el resplandor de los relámpagos más allá del Loira, hacia el norte.

– Un día al año se hace una excepción -aclaré-. Después de todo, Meung es un lugar especial. No en cualquier lugar del mundo empieza una novela como Los tres mosqueteros.

El suelo de madera crujía bajo nuestros pasos. Había una armadura en el recodo del pasillo; una armadura auténtica del siglo xvi, y la luz del candelabro arrancaba reflejos mate a las pulidas piezas de la coraza. Corso pasó mirándola de reojo, como si hubiese alguien escondido dentro.

– La que voy a contarle es una larga historia, que empezó hace diez años -dije-. En la subasta de París de un lote de documentos sin catalogar… Yo preparaba un libro sobre novela popular francesa del xix, y cayeron en mis manos por casualidad aquellos paquetes polvorientos. Al revisarlos comprobé que procedían de los viejos archivos de Le Siécle. Casi todo eran pruebas de imprenta de escaso valor, pero un paquete de hojas azules y blancas atrajo mi atención: el texto original, manuscrito por Dumas y Maquet, de Los tres mosqueteros. Los sesenta y siete capítulos según fueron enviados a la imprenta. Alguien, quizá Baudry, el editor del periódico, los había guardado tras componer las galeradas, olvidándolos después…

Acorté el paso hasta detenerme en mitad del pasillo. Corso estaba muy quieto, y la luz del candelabro que yo sostenía en la mano le iluminaba el rostro de abajo arriba, haciendo bailar sombras oscuras en las cuencas de sus ojos. Parecía absorto en mi relato, ajeno a cualquier otra cosa que pudiera ocurrir; desvelar el enigma que lo había llevado hasta allí era lo único que le importaba. Pero mantenía la mano derecha en el bolsillo de la navaja.

– Mi descubrimiento -proseguí, fingiendo no ver aquella mano- era de importancia extraordinaria. Conocíamos algunos fragmentos de la redacción original gracias a las notas y los papeles de Dumas y Maquet, aunque no la existencia del manuscrito completo… Al principio pensé hacer público el hallazgo en forma de edición facsímil anotada; pero encontré un grave obstáculo moral.

Las luces y sombras en la cara de Corso se deslizaron un poco y una línea oscura le cruzó la boca. Sonreía.

– No me diga. Obstáculo moral, a estas alturas.

Moví el candelabro para borrar de su rostro la sonrisa incrédula, sin lograrlo.

– Le hablo muy en serio -protesté mientras echábamos a andar de nuevo-. Del estudio del manuscrito deduje que el verdadero creador de la historia era Augusto Maquet… Éste había hecho el trabajo de documentación, perfilando el relato a grandes trazos, y después Dumas, con su genio enorme y su talento, había insuflado vida en aquella materia prima, convirtiéndola en obra maestra. Mas eso, evidente para mí, podía no serlo tanto para los detractores del autor y su obra -hice un gesto con la mano libre para barrerlos a todos-. No iba a ser yo quien arrojase piedras contra mi santuario; y menos en estos tiempos de mediocridad y falta de imaginación… Tiempos en que nadie admira los prodigios como hacía antes el público de los folletines y el teatro, cuando silbaba a los traidores y aclamaba a los caballeros sin miedo y sin tacha -sacudí la cabeza, melancólico-. Aplausos que, por desgracia, ya no suenan en ninguna parte, convertidos en patrimonio exclusivo de los inocentes y niños.

Corso escuchaba con aire insolente, burlón. Ignoro si compartía mi punto de vista; pero era un tipo rencoroso y se negaba a conceder a mis explicaciones el carácter de coartada moral.

– Resumiendo -dijo-: decidió destruir el manuscrito.

Sonreí con suficiencia. Se pasaba de listo.

– No diga tonterías. Decidí algo mejor: darle forma a un sueño.

Nos habíamos detenido ante la puerta cerrada del salón. A través de ella llegaba un sonido amortiguado, de música y voces. Dejé el candelabro sobre una consola mientras Corso me observaba, de nuevo suspicaz; sin duda preguntándose qué otra jugarreta se escondía en aquello. Comprendí que no se daba cuenta de que realmente estábamos al final del misterio.

– Permítame presentarle -dije, abriendo la puerta- a los miembros del club Dumas.


Casi todos habían llegado ya; por las grandes cristaleras abiertas a la explanada del castillo entraban los rezagados en el salón lleno de gente, humo de cigarros y rumor de conversaciones con el fondo de una música suave. Sobre la mesa central, cubierta con mantel de hilo blanco, había una cena fría: botellas de vino de Anjou, salchichas y jamón de Amiens, ostras de la Rochela, cajas de puros Montecristo. Formando grupos, los invitados bebían o conversaban en diversos idiomas. Eran casi medio centenar entre hombres y mujeres, y comprobé que Corso se tocaba las gafas como si desconfiara de llevarlas puestas. Algunos de los rostros que veía resultaban sobradamente conocidos a través de la prensa, el cine, la televisión.

– ¿Sorprendido? -pregunté, acechando el efecto en su cara.

Asintió con hosco desconcierto. Varios invitados acudían a saludarme, así que estreché manos, intercambié cumplidos y bromas. La atmósfera era agradable y cordial. A mi lado, Corso caminaba con la expresión de quien está a punto de caerse de la cama y despertar, y yo disfrutaba muchísimo. Incluso le hice algunas presentaciones con satisfacción perversa, viéndolo saludar azarado, inseguro del terreno en que se movía. Su habitual aplomo estaba hecho trizas, y ésa era mi pequeña revancha. Después de todo, fue él quien acudió a mí por primera vez con El vino de Anjou bajo el brazo, empeñado en complicar las cosas.

– Déjenme presentarles al señor Corso… Bruno Lostia, anticuario milanés. Permítame. Sí, en efecto. Thomas Harvey, ya sabe, Harvey joyeros: Nueva York-Londres-París-Roma… Y el conde Von Schlossberg: la colección privada de pintura más famosa de Europa. Tenemos de todo un poco, como puede ver: un premio Nobel venezolano, un ex presidente argentino, el príncipe heredero de Marruecos… ¿Sabía usted que su padre es lector empedernido de Alejandro Dumas? Mire quien llega. Lo conoce, ¿verdad?… Profesor de semiótica en Bolonia… La dama rubia que conversa con él es Petra Neustadt, la crítico literaria más influyente de Europa central. En aquel grupo, junto a la duquesa de Alba, puede ver al financiero Rudolf Villefoz y al escritor británico Harold Burgess. Amaya Euskal, del grupo Alpha Press, con el editor más poderoso de Estados Unidos, Johan Cross, de O amp;O Papers, Nueva York… Y supongo que recuerda a Achille Replinger, librero en París.

Aquél fue el golpe de gracia; paladeé su efecto en el rostro desencajado de mi interlocutor, casi compadeciéndolo. Replinger tenía en la mano una copa vacía y bajo el mostacho de mosquetero una sonrisa amigable, igual que cuando identificaba el manuscrito Dumas en su tienda de la calle Bonaparte. Me saludó con un abrazo de oso enorme, antes de palmear afectuosamente la espalda del invitado e ir en busca de otra copa, resoplando como un Porthos rubicundo y jovial.

– Maldita sea -susurró Corso, acercándose a mí en un aparte-. ¿Qué es lo que pasa aquí?

– Ya le dije que es una larga historia.

– Pues termine de contarla de una vez.

Nos habíamos acercado a la mesa. Serví un par de copas de vino, mas rechazó la suya con un movimiento de cabeza.

– Ginebra -murmuró-. ¿No hay ginebra?

Indiqué un mueble bar al extremo del salón, y fuimos hasta allí, deteniéndonos tres o cuatro veces en el camino a fin de intercambiar nuevos saludos: un conocido director de cine, un millonario libanés, un ministro español del Interior… Corso se apoderó de una botella de Beefeater y llenó un vaso hasta arriba, despachando la mitad de un solo trago. Se estremeció un poco y sus ojos brillaron tras los cristales -uno roto, el otro intacto- de las gafas; sostenía la botella contra el pecho, con miedo a perderla.

– Iba a contarme algo -dijo.

Sugerí la terraza al otro lado de la puerta vidriera, donde podíamos conversar sin interrupciones, y Corso llenó de nuevo el vaso hasta el borde antes de seguirme allí. La tormenta había cesado; despuntaban estrellas sobre nuestras cabezas.

– Soy todo oídos -anunció, bebiendo otro largo trago.

Me apoyé en la balaustrada todavía húmeda de lluvia, mientras mojaba los labios en mi copa de vino de Anjou.

– La posesión del manuscrito de Los tres mosqueteros me dio la idea -dije-: ¿Por qué no crear una sociedad literaria, una especie de club de admiradores incondicionales de las novelas de Alejandro Dumas y del folletín clásico y de aventuras?… Por razones de trabajo me relacionaba ya con varios candidatos idóneos… -indiqué el salón iluminado. A través de las grandes vidrieras se veía ir y venir a los invitados, charlando animadamente. Un éxito. Aquello era la prueba de mi acierto, y no disimulé el orgullo de autor-. Una sociedad consagrada a estudiar ese tipo de relatos, que rescata autores y obras olvidadas, fomentando su reedición y difusión bajo un sello editorial que tal vez le sea familiar: Dumas amp; Co.

– Lo conozco -confirmó Corso-. Editan en París y acaban de publicar a Ponson du Terrail completo. El año pasado fue Fantomas… Ignoraba que usted interviniera en eso.

Sonreí, complacido.

– Es la regla: nada de nombres, nada de protagonismos… Como puede ver, el asunto es algo erudito y un poco infantil al mismo tiempo; un juego literario y nostálgico que rescata algunas viejas lecturas y nos devuelve a nosotros mismos tal como éramos; con nuestra inocencia original. Después uno madura, se hace flaubertiano o stendhaliano, se pronuncia por Faulkner, Lampedusa, García Márquez, Durrell o Kafka… Nos volvemos distintos unos de otros; incluso adversarios. Mas todos tenemos un guiño de complicidad al referirnos a ciertos autores y libros mágicos, que nos hicieron descubrir la literatura sin atarnos a dogmas ni enseñarnos lecciones equivocadas. Ésa es nuestra auténtica patria común: relatos fieles no a lo que los hombres ven, sino a lo que los hombres sueñan.

Dejé aquellas palabras en el aire e hice una pausa, aguardando su efecto. Pero Corso se limitó a levantar el vaso de ginebra para mirarlo al trasluz. Su patria estaba allí adentro.

– Eso era antes -repuso-. Ahora los niños y los jóvenes y toda la maldita gente son apátridas que ven la tele.

Negué con la cabeza, seguro de mí. Precisamente había escrito algo al respecto en el suplemento literario de Abc, un par de semanas antes.

– No crea. Incluso ahí caminan, sin saberlo, sobre las viejas huellas. El cine en televisión, por ejemplo, mantiene el vínculo. Esas viejas películas. Hasta Indiana Jones es heredero de todo aquello.

Corso hizo una mueca en dirección a las vidrieras iluminadas.

– Es posible. Pero estaba hablándome de esa otra gente. Me gustaría saber cómo los… reclutó.

– No es ningún secreto -respondí-. Desde hace diez años me ocupo de coordinar esta sociedad selecta, el club Dumas, que celebra en Meung su reunión anual. Puede ver que los miembros acuden puntuales a su cita desde todos los rincones del planeta. Hasta el último de ellos es un lector de primera clase…

– ¿De folletines? No me haga reír.

– No tengo la menor intención de hacerle reír, Corso. ¿Por qué pone esa cara…? Usted sabe que una novela, o una película nacida para el simple consumo, puede convertirse en obra exquisita: desde el Pickwick a Casablanca y Goldfinger… Relatos llenos de arquetipos a los que el público acude para gozar, consciente o inconscientemente, con la estrategia de las repeticiones argumentales y sus pequeñas variaciones; con la dispositio más que con la elocutio… De ahí que el folletín, incluso el serial televisivo más tópico, puedan ser objeto de culto tanto para un público ingenuo como para uno exigente. Hay quien busca la emoción en Sherlock Holmes arriesgando su vida, y otros que buscan la pipa, la lupa y ese elemental querido Watson que, fíjese, Conan Doyle nunca escribió. El truco de los esquemas, sus variaciones y repeticiones, es tan viejo que incluso Aristóteles se refiere a él en su Poética. Y en realidad, ¿qué es el serial televisivo sino una modalidad actualizada de la tragedia clásica, el gran drama romántico o la novela alejandrina…? De ahí que un lector inteligente pueda gozar mucho con todo eso, de modo excepcional. Y es que también hay excepciones hechas a base de reglas.

Creí que Corso me escuchaba interesado; mas lo vi mover la cabeza igual que un gladiador negándose a aceptar el terreno peligroso que ofrece un adversario.

– Déjese de magisterio literario y vuelva a su club Dumas -sugirió, impaciente-. A ese capítulo que andaba suelto por ahí… ¿Dónde está el resto?

– Allí dentro -respondí, mirando el salón-. Utilicé los sesenta y siete capítulos del manuscrito para organizar la sociedad: un máximo de sesenta y siete miembros, cada uno con un capítulo a modo de acción nominativa. La adjudicación se realiza según una estricta lista de candidatos, y los cambios en la titularidad requieren la aprobación del consejo directivo, que yo presido… El nombre de cada aspirante es rigurosamente discutido antes de aprobar su admisión.

– ¿Cómo se transmiten las acciones?

– No se transmiten bajo ningún concepto. Al fallecimiento de un miembro del club, o cuando alguien abandona la sociedad, el capítulo correspondiente debe regresar al seno de ésta. Es el consejo quien lo adjudica a un nuevo candidato. Un socio nunca puede disponer libremente.

– ¿Eso intentó Enrique Taillefer?

– En cierto modo. En principio era un candidato ideal. Y fue miembro ejemplar del Club Dumas hasta que infringió las normas.

Corso apuraba el resto de ginebra. Dejó el vaso en la balaustrada cubierta de musgo y estuvo un rato callado, los ojos fijos en las luces del salón. Al fin negó, incrédulo.

– No es motivo para asesinar a nadie -dijo en voz queda; parecía dirigirse a sí mismo-. Y no puedo creer que toda esa gente… -me miró, contumaz-. Son conocidos y respetables, en principio. Nunca se mezclarían en algo así.

Reprimí otro gesto de impaciencia.

– Creo que usted saca extraordinariamente las cosas de quicio… Enrique y yo éramos amigos desde hace tiempo. Nos unía la fascinación común por este tipo de relatos, aunque su gusto literario no estuviese a la altura del entusiasmo… El caso es que el éxito como editor de best-sellers gastronómicos le permitía invertir tiempo y dinero en ello. Y, en justicia, si alguien merecía formar parte de nuestra sociedad era él. Por eso recomendé su admisión. Ya le digo que compartíamos, si no el gusto, al menos la afición.

– Compartían más cosas, creo recordar.

Corso había recuperado la sonrisa sarcástica y eso me irritó.

– Podría decirle que no es asunto suyo -repuse, molesto-. Pero quiero explicárselo todo… Liana siempre ha sido una mujer especial, además de bellísima. También lectora precoz… ¿Sabe que a los dieciséis años se tatuó una flor de lis en la cadera?… No lo hizo en el hombro, como Milady de Winter, su ídolo, para que ni la familia ni las monjas del internado se enteraran… ¿Qué le parece?

– Conmovedor.

– No parece muy conmovido. Mas le aseguro que ella es una persona admirable… El caso es que, bueno… Intimamos. Antes mencioné la patria que, para todo ser humano, constituye el paraíso perdido de la infancia, ¿recuerda?… Pues la patria de Liana son Los tres mosqueteros. Apasionada por el mundo descubierto en esas páginas, decidió casarse con Enrique al conocerlo casualmente en una fiesta donde pasaron la noche intercambiando citas de la novela. Además, él ya era un editor riquísimo en esa época.

– O sea: un flechazo -apuntó Corso.

– No sé por qué lo dice en ese tono. Fue un matrimonio de lo más sincero. Lo que pasa es que, a la larga, incluso para alguien con la buena disposición de su mujer, Enrique podía convertirse en un pelmazo… Por otra parte éramos buenos amigos, y yo los visitaba con frecuencia. Liana… -dejé mi copa junto a su vaso vacío, sobre la balaustrada-. En fin. Ya se puede imaginar.

– Sí. Lo puedo imaginar.

– No me refería a eso. Se convirtió en una excelente colaboradora, hasta el punto de que apadriné su ingreso en la sociedad, hace ahora cuatro años. Posee el capítulo 37, titulado El secreto de Milady. Lo escogió personalmente.

– ¿Por qué la puso tras de mí?

– Vayamos por partes. En los últimos tiempos Enrique se había convertido en fuente de problemas. En vez de limitarse al rentable negocio de la edición gastronómica, se empeñaba en ser autor de un folletín. Pero es que además el texto era horroroso. Algo infame, créame. Había plagiado con el mayor descaro todos los tópicos del género. Se titulaba…

La mano del muerto.

– Eso es. Ni siquiera el título era suyo. Y lo que es peor: tenía la pretensión inaudita de que Dumas amp; Co. se lo publicara. Me negué, por supuesto. Aquel engendro jamás habría obtenido la aprobación del consejo. Además, Enrique tenía dinero de sobra para editarse él mismo, y se lo dije.

– Supongo que lo encajó mal. Vi su biblioteca.

– ¿Mal?… Eso es un eufemismo. La discusión se produjo en su despacho. Aún lo veo erguido sobre las puntas de los pies, pequeño y rechoncho, casi a punto de sufrir una apoplejía y mirándome con ojos de loco. Todo muy desagradable. Que si había consagrado su vida a esto. Que quién era yo para juzgar su obra. Que eso correspondía a la posteridad. Que yo era un crítico parcial y un pedante insufrible. Y que además estaba liado con su mujer… Aquello último me dejó estupefacto: ignoraba que estuviera al corriente. Mas, según parece, Liana habla en sueños, y entre pardieces y maldiciones a d'Artagnan y a sus amigos, a los que por cierto odia como si realmente hubiera conocido, había estado radiándole el serial a su marido… ¿Imagina mi situación?

– Muy penosa.

– Penosísima. Aunque lo peor venía de camino. Enrique estaba lanzado: dijo que si él era un escritor mediocre, tampoco Dumas era gran cosa. A ver qué hubiera hecho sin Augusto Maquet, a quien explotó miserablemente; la prueba estaba en las hojas blancas y azules de El vino de Anjou, guardadas en su caja fuerte… Nuestra discusión subió de tono. Me llamó adúltero a modo de insulto, como en los viejos dramas, y yo lo califiqué de analfabeto, añadiendo comentarios con mala intención sobre sus últimos éxitos gastronómico-editoriales. Por fin lo comparé con el pastelero de Cyrano… «Me vengaré», dijo, calcando tono y ademán al conde de Montecristo. «Voy a dar publicidad a todo el fraude que se montó tu admirado Dumas para dar su nombre a novelas ajenas. Sacaré el manuscrito a la luz, y verán cómo fabricaba folletines aquel farsante. De paso me cargo los estatutos de la sociedad, porque el capítulo es mío y se lo venderé a quien me dé la gana. Así que ponte a remojo, Boris»…

– Le dio fuerte.

– No sabe de qué manera, ni hasta dónde llega el despecho de un autor despreciado. Nada valieron mis protestas; me echó a la calle. Después supe por Liana que había llamado a ese librero, La Ponte, para ofrecerle el manuscrito; tuvo que creerse astuto y sinuoso cual Edmundo Dantés. Lo que pretendía era desatar un escándalo sin que lo salpicara directamente, manteniendo a salvo su propio crédito. Así entró en la historia. Comprenda mi sobresalto cuando lo vi aparecer con El vino de Anjou.

– Disimuló muy bien.

– Tenía motivos de sobra. Con Enrique muerto, Liana y yo dábamos el manuscrito por perdido.

Observé que Corso buscaba en el interior del gabán hasta encontrar un cigarrillo arrugado. Se lo colgó de la boca y dio unos pasos por la terraza, sin ademán de encenderlo.

– Su historia es absurda -concluyó-. Ningún Edmundo Dantés se suicidaría antes de saborear la venganza.

Asentí, aunque en ese momento me daba la espalda y no podía ver mi gesto.

– Es que aún pasaron más cosas -dije-. Al día siguiente de nuestra conversación, Enrique fue a mi casa en un último intento por convencerme… Yo estaba harto y no tolero que me hagan chantaje; así que, sin tener conciencia exacta de lo que hacía, le asesté el golpe mortal. Su folletín, a pesar de ser muy malo, me había dejado al leerlo cierta sensación familiar. Entonces, cuando Enrique me organizó la segunda escena, fui a mi biblioteca, busqué un viejísimo tomo de La novela popular e ilustrada, publicación poco conocida de finales del siglo pasado, y lo abrí por la primera página de un relato que firmaba un tal Amaury de Verona, imagínese el asunto, titulado: Angelina de Gravaillac, o el honor inmaculado. En cuanto leí en voz alta el primer párrafo vi palidecer a Enrique, igual que si el espectro de la tal Angelina se hubiera alzado en su tumba. Y más o menos así era. Confiando en que nadie recordaría el relato, lo había plagiado, copiándolo casi al pie de la letra salvo un capítulo íntegramente robado a Fernández y González que, por cierto, era lo mejor de la historia… Lamenté no tener mi cámara cerca y hacerle una foto, porque se llevó una mano a la frente para exclamar «¡Condenación!»; mas no le oí articular palabra. Sólo una especie de gargarismo asmático, a punto de ahogarse. Luego dio media vuelta, fue a su casa y se colgó de la lámpara.

Corso se había vuelto hacia mí. Continuaba con el cigarrillo olvidado en la boca, sin encenderlo.

– Después las cosas se complicaron -proseguí, convencido de que ahora sí empezaba a creerme-… Usted ya tenía el manuscrito y su amigo La Ponte no estaba dispuesto, al principio, a desprenderse de él. Yo no podía andar jugando personalmente a Arsenio Lupin: tengo una reputación que mantener. Por eso encomendé a Liana la misión de recuperar el capítulo; se aproximaba la fecha de la reunión anual y era preciso designar nuevo miembro en sustitución de Enrique. Por su parte, Liana cometió algunos errores. Primero fue a verlo a usted -en ese punto carraspeé, molesto, por no entrar en detalles-. Después quiso ganar la voluntad de La Ponte para que éste recuperase El vino de Anjou; mas ignoraba lo tenaz que puede usted llegar a ser… Lo malo es que ella siempre había soñado con una aventura de acción que la acercase a su heroína; algo con muchas trampas, amoríos y persecuciones. Y este episodio, hecho con la materia de sus sueños, le brindaba la gran oportunidad. Así que se puso en marcha, siguiéndole el rastro con entusiasmo. «Te traeré el manuscrito encuadernado en la piel de ese Corso», prometió… Le respondí que tampoco debía exagerar, aunque reconozco que el error fue mío: alenté su fantasía, dando suelta a la Milady que anidaba en ella desde que leyó Los mosqueteros.

– Pues podía haber leído otra cosa. Lo que el viento se llevó, por ejemplo. Identificándose con Escarlata O'Hara habría andado fastidiando a Clark Gable y no a mí.

– He de admitir que se excedió un poco. Es una lástima que lo tomara tan en serio.

Corso se frotó la nuca tras la oreja. Era fácil adivinar lo que pensaba: quien se lo había tomado realmente en serio era el otro. El fulano de la cicatriz.

– ¿Quién es Rochefort?

– Se llama Laszlo Nicolavic. Un actor especializado en papeles secundarios… Interpretó a Rochefort en la serie que Andreas Frey rodó para la televisión británica hace un par de años. En realidad ha encarnado a casi todos los espadachines villanos conocidos: Gonzaga en Lagardére, Levasseur en El capitán Blood, La Tour d'Azyr en Scaramouche, Rupert de Hentzau en El prisionero de Zenda… Es un apasionado del género, y aspirante a ingresar en el club Dumas. Liana se entusiasmó con él, e insistió en tenerlo de colaborador en este asunto.

– Pues ese Laszlo también interpretó a conciencia su personaje…

– Me temo que sí. Y sospecho que pretende acumular méritos para acelerar su ingreso… También sospecho que ejerce de amante ocasional -esbocé una sonrisa de hombre de mundo, esperando resultar convincente-. Liana es joven, hermosa y apasionada. Digamos que yo cultivo su lado erudito en apacibles efusiones románticas, y Laszlo Nicolavic se ocupa, presumiblemente, de los aspectos más prosaicos de su impetuosa naturaleza.

– ¿Y qué más?

– No hay mucho más. Nicolavic-Rochefort se encargó de buscar la ocasión para quitarle el manuscrito Dumas. Por eso lo siguió desde Madrid a Toledo y Sintra, mientras Liana se dirigía a París, llevándose a La Ponte a modo de recurso por si el otro fallaba y usted no era razonable. El resto ya lo conoce: no se dejó arrebatar el manuscrito, Milady y Rochefort se extralimitaron, y eso lo trajo hasta aquí -reflexioné sobre los hechos-. ¿Sabe una cosa?… Me pregunto si en lugar de Laszlo Nicolavic no debería proponerlo a usted como miembro del club.

Ni siquiera me preguntó si era una ironía o hablaba en serio. Se había quitado las maltrechas gafas y las limpiaba maquinalmente, a miles de kilómetros de allí.

– ¿Eso es todo? -le oí decir por fin.

– Claro -señalé hacia el salón-. Ahí tiene prueba de ello.

Se ajustó de nuevo las gafas y respiró hondo. No me gustaba en absoluto la expresión de su cara.

– ¿Y el Delomelanicon?… ¿Y la conexión de Richelieu con Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras? -se acercó más, golpeándome la pechera de la camisa con un dedo hasta que retrocedí un paso- ¿Me toma por estúpido? No irá a decir que ignora la relación entre Dumas y ese libro, el pacto con el diablo y todo lo demás: el asesinato de Victor Fargas, en Sintra, y el incendio del piso de la baronesa Ungern, en París. ¿Fue usted personalmente quien me denunció a la policía?… ¿Y qué me dice del libro escondido en tres? O de las nueve láminas grabadas por Lucifer, reimpresas por Aristide Torchia a su regreso de Praga con privilegio y licencia de los superiores, y todo ese maldito embrollo…

Soltó aquello como un torrente, adelantando agresivo el mentón, su mirada perforándome con dureza. Retrocedí un poco más y me lo quedé mirando con la boca abierta.

– Ha perdido el juicio -protesté, indignado-. ¿Puede explicar de qué me habla?

Había sacado una caja de fósforos, y encendía el cigarrillo protegiendo la llama en el hueco de las manos, sin dejar de observarme a través del resplandor que se le reflejaba en los lentes. Entonces me contó su versión del asunto.


Cuando terminó de hablar nos quedamos los dos en silencio. Estábamos apoyados en la balaustrada húmeda, uno junto al otro, mirando las luces del salón. El relato de Corso había durado lo que su cigarrillo, cuya brasa aplastaba en el suelo con la punta del zapato.

– Supongo -dije- que ahora yo debería confesar «sí, es cierto», y alargar las manos para que usted me pusiera las esposas… ¿Espera realmente eso?

Tardó algo en responder. Escucharse en voz alta no parecía haber reforzado la fe en sus conclusiones. -Sin embargo -murmuró- la conexión existe.

Miré su silueta estrecha y oscura en el suelo de la terraza. Los rectángulos de luz procedentes del salón la recortaban sobre las losas de mármol, alargándola más allá de los peldaños hasta la oscuridad del jardín.

– Me temo -concluí- que su imaginación le ha jugado una mala pasada.

Negó con un lento gesto de la cabeza.

– Yo no imaginé a Victor Fargas ahogado en el estanque, ni tampoco a la baronesa Ungern carbonizada con sus libros… Son cosas que sucedieron. Hechos reales. Las dos historias se mezclan una con otra.

– Acaba de decirlo: dos historias. Quizá sólo las une su propia intertextualidad.

– Déjese de tecnicismos. Ese capítulo de Alejandro Dumas lo desencadenó todo -me miró, resentido-. Su condenado club. Sus jueguecitos.

– No me eche la culpa. jugar es legítimo. Si en vez de una historia real esto fuese un relato de ficción, usted, como lector, sería el principal responsable.

– No sea absurdo.

– No lo soy. De lo que acaba de contarme deduzco que, jugando también con los hechos y con sus personales referencias literarias, elaboró una teoría y extrajo conclusiones erróneas… Pero los hechos son objetivos y no puede achacarles sus errores personales. La historia de El vino de Anjou y la de ese libro misterioso, Las Nueve Puertas, nada tienen que ver una con otra.

– Ustedes me hicieron creer…

– Nosotros, y me refiero a Liana Taillefer, a Laszlo Nicolavic y a mí mismo, no le hicimos creer nada. Fue usted quien llenó por su cuenta los espacios en blanco, del mismo modo que si esto fuera una novela construida a base de trampas y Lucas Corso un lector que se pasara de listo… Nadie le dijo en ningún momento que las cosas ocurriesen como usted creía. Por eso la responsabilidad es sólo suya, amigo mío… El verdadero culpable es su exceso de intertextualidad, de conexión entre demasiadas referencias literarias.

– ¿Y qué otra cosa podía hacer…? Para moverse es necesaria una estrategia, y no podía quedarme quieto esperando. En cualquier estrategia, uno termina elaborando un modelo de adversario que condiciona sus siguientes pasos… Wellington hace esto pensando que Napoleón piensa que hará esto. Y Napoleón…

– También Napoleón comete el error de confundir a Blucher con Grouchy, porque la estrategia militar implica tantos riesgos como la literaria… Escuche, Corso: ya no hay lectores inocentes. Ante un texto, cada uno aplica su propia perversidad. Un lector es lo que antes ha leído, más el cine y la televisión que ha visto. A la información que le proporcione el autor, siempre añadirá la suya propia. Y ahí está el peligro: el exceso de referencias puede haberle fabricado a usted un adversario equivocado, o irreal.

– La información era falsa.

– No se empeñe. La información que proporciona un libro suele ser objetiva. Quizá pueda estar planificada por un autor malvado para inducirle a errar, mas nunca es falsa. Es usted quien hace una lectura falsa.

Pareció reflexionar con atención. Se había movido un poco, acodándose de nuevo en la balaustrada, vuelto el rostro al jardín en sombras.

– Entonces hay otro autor -dijo entre dientes, en voz muy baja.

Se quedó así, inmóvil. Al cabo de un rato vi que sacaba la carpeta con El vino de Anjou de entre el gabán para dejarla a un lado, sobre la piedra cubierta de musgo.

– Esta historia tiene dos autores -insistió.

– Es posible -comenté mientras recuperaba el manuscrito Dumas-. Y tal vez uno sea más malvado que el otro… Pero lo mío es el folletín. La novela policíaca debe usted buscarla en otra parte.

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