Sospechaban de él que no tenía corazón.
(R. Sabatini. Scaramouche)
Corso era de esos individuos que poseen una rara virtud: son capaces de encontrar aliados incondicionales en el acto, a cambio de una propina o una simple sonrisa. Ya vimos antes que había algo en él -su torpeza calculada a medias, la mueca resabiada y simpática, conejil, el aire ausente y desvalido que no lo era en absoluto- que ponía al interlocutor de su parte. Ése fue el caso de algunos de nosotros, al conocerlo. Y también el de Grüber, conserje del Louvre Concorde, a quien Corso trataba desde quince años atrás. Grüber era seco e imperturbable, con el cogote rapado y una permanente expresión de jugador de poker en las comisuras de la boca. Durante la retirada de 1944, cuando era un voluntario croata de dieciséis años en la 18ª. Panzergrenadierdivision Horst Wessel, una bala rusa le había tocado la columna, dejándole una cruz de hierro de segunda clase y tres vértebras rígidas para toda la vida. Ahí estaba la causa de que se moviera tras el mostrador de recepción envarado y tieso, igual que si le sostuviera el torso un corsé de acero.
– Necesito un favor, Grüber.
– A sus órdenes.
Casi escuchó un taconazo al cuadrarse el conserje. La impecable chaqueta color burdeos con llaves doradas en las solapas acentuaba el aire militar del viejo exiliado, muy del gusto de los clientes centroeuropeos que, tras el derrumbe del comunismo y la división de las hordas eslavas, llegaban a París mirando de reojo los Campos Elíseos y soñando con el Cuarto Reich.
– La Ponte, Flavio. Nacionalidad española. También Herrero, Liana; aunque puede registrarse como Taillefer o De Taillefer… Quiero saber si están en un hotel de la ciudad.
Escribió los nombres en una tarjeta, y al entregársela a Grüber añadió quinientos francos. Corso siempre daba propinas o sobornaba a la gente con una especie de encogimiento de hombros, algo del tipo hoy por ti mañana por mí, que convertía su gesto en una forma de intercambio amistoso, casi cómplice, donde resultaba difícil establecer quién hacía el servicio a quién. Grüber, que ante españoles de Eurocolor Iberia, italianos de corbatas infames y norteamericanos con bolsita de la TWA y gorra de béisbol murmuraba un cortés merci m'sieu al recibir diez miserables francos, deslizó el billete en un bolsillo sin pestañear ni dar las gracias, con elegante movimiento semicircular de la mano y su característica gravedad de croupier impasible, reservada a los pocos que, como Corso, aún conocían las reglas del juego. Para Grüber, que aprendió el oficio cuando un cliente sabía enarcar una ceja para hacerse entender por los empleados, la querida y vieja Europa de los hoteles internacionales empezaba a reducirse a unos escasos iniciados.
– ¿El señor y la señora se alojan juntos?
– No lo sé -Corso perfiló una mueca; imaginaba a La Ponte saliendo del cuarto de baño con albornoz bordado y a la viuda Taillefer recostada en la colcha, en camisón de seda-. Pero también me interesa ese detalle.
Grüber se inclinó apenas unos milímetros:
– Llevará unas horas, señor Corso.
– Lo sé -miró hacia el pasillo que comunicaba el vestíbulo con el restaurante; la chica estaba allí, su trenca bajo el brazo y las manos en los bolsillos de los tejanos, mirando una vitrina con perfumes y pañuelos de seda-. En cuanto a ella…
El conserje extrajo una ficha de bajo el mostrador. -Irene Adler -leyó-. Pasaporte británico, expedido hace dos meses. Diecinueve años. Domiciliada en 221 b de Baker Street, Londres.
– No me tome el pelo, Grüber.
– Nunca me tomaría la libertad, señor Corso. Eso dice el pasaporte.
Había un ápice de sonrisa, una levísima insinuación casi inapreciable en la boca del viejo waffen SS. Corso lo había visto sonreír de verdad sólo una vez: el día que cayó el muro de Berlín. Observó el pelo blanco cortado a cepillo, el cuello rígido, las manos simétricas apoyadas sobre el mostrador exactamente en el borde, por las muñecas. La antigua Europa, o lo que quedaba de ella. Demasiado mayor para arriesgarse a volver a casa y comprobar que nada era como recordaba; ni el campanario de Zagreb, ni las campesinas rubias y acogedoras oliendo a pan tierno, ni las llanuras verdes con ríos y puentes que había visto volar dos veces; en su juventud, cuando se retiraba ante los guerrilleros de Tito, y por la televisión, otoño del 91, en las narices de los chetniks serbios. Lo imaginó en su cuarto, quitándose la chaqueta burdeos con llavecitas doradas en las solapas igual que si se quitara la guerrera del uniforme austrohúngaro, ante un apolillado retrato del emperador Francisco José en la pared. Seguro que ponía en el tocadiscos la marcha Radetzky, brindada con montenegrino de Vranac y se masturbaba viendo vídeos de Sissí.
La chica había dejado de mirar la vitrina y observaba a Corso. 221 b de Baker Street, repitió él mentalmente, y estuvo a punto de echarse a reír sin remedio. No le habría sorprendido lo más mínimo que en ese momento apareciese un botones con una invitación de Milady de Winter para tomar el té en el castillo de If, o en el palacio de Ruritania con Richelieu, el profesor Moriarty y Rupert de Hentzau. Ya que de literatura se trataba, aquello podía ser lo más natural del mundo.
Pidió una guía telefónica para buscar el número de la baronesa Ungern. Luego, ignorando la mirada de la chica, fue hasta la cabina del vestíbulo y concertó una cita para el día siguiente. También marcó otro teléfono, el de Varo Borja en Toledo. Pero no obtuvo respuesta.
En el televisor había una película sin sonido: Gregory Peck entre focas, pelea en la sala de baile de un hotel, dos goletas navegando borda con borda, todo el trapo desplegado y el agua saltando sobre la amura, rumbo al norte, hacia la verdadera libertad que sólo empieza a diez millas de la costa más próxima. A este lado de la pantalla del televisor, sobre la mesa de noche, una botella de Bols con el nivel por debajo de la línea de flotación montaba guardia, cual viejo y alcohólico granadero en vísperas de batirse el cobre, entre Las Nueve Puertas y la carpeta del manuscrito Dumas.
Lucas Corso se quitó las gafas para frotarse los ojos enrojecidos por el humo de tabaco y la ginebra. Sobre la cama, ordenados con esmero arqueológico, estaban los fragmentos del número Dos rescatados de la chimenea en casa de Victor Fargas. No gran cosa: las tapas, protegidas por la piel de la encuadernación, se habían quemado menos que el resto, casi todo márgenes chamuscados con algunos párrafos apenas legibles. Cogió uno de ellos, amarillento y quebradizo por la acción del fuego:… si non obig.nem me. ips.s fecere, f.r q.qe die, tib. do vitam m.m si cut t.m… Pertenecía a un ángulo inferior de hoja, así que tras estudiarlo unos instantes buscó en el ejemplar número Uno la página gemela. Se trataba de la 89, y se correspondían dos párrafos idénticos. Intentó lo mismo con cuantos fragmentos pudo identificar, consiguiéndolo con dieciséis de ellos. Había otros veintidós imposibles de situar, demasiado pequeños o estropeados, y once más eran fragmentos de márgenes en blanco de los que sólo uno, merced a un 7 torcido en la tercera y única cifra legible del número de página, identificó como de la 107.
La brasa del cigarrillo le quemaba los labios, y Corso lo aplastó en el cenicero. Después, alargando la mano, acercó la botella para beber directamente del gollete un largo trago. Estaba en mangas de camisa, una vieja prenda de algodón caqui con grandes bolsillos, vuelta sobre los codos, con la corbata hecha un guiñapo. En la tele, el hombre de Boston abrazaba a una princesa rusa junto a la rueda del timón, y ambos movían los labios sin palabras, felices de amarse bajo un cielo en technicolor. El único sonido de la habitación era el suave trepidar de los cristales en la ventana por el tráfico que, dos pisos más abajo, discurría hacia el Louvre.
Finales felices. En otro tiempo, Nikon también había amado ese tipo de cosas. Corso la recordaba capaz de emocionarse como una chiquilla sentimental ante el beso con fondo de nubes y violines, cuando las palabras The End aparecían sobre las imágenes. A veces, en la butaca de un cine o sentada ante el televisor con la boca llena de ganchitos de queso, se apoyaba en el hombro de Corso y éste la sentía llorar larga y mansamente, en silencio, sin apartar los ojos de la pantalla. Podía ser Paul Henreid cantando La marsellesa en el café de Rick; Rutger Hauer inclinada la cabeza, moribundo, en los últimos planos de Blade Runner; John Wayne con Maureen O'Hara ante la chimenea, en Innisfree; Custer con Arthur Kennedy la víspera de Little Big Horn; O'Toole-Jim engañado por el caballero Brown; Henry Fonda camino del O.K. Corral; o Mastroianni hundido hasta la cintura en el estanque del balneario para rescatar un sombrero de mujer, saludando a derecha e izquierda, elegante, imperturbable y enamorado de unos ojos negros. Nikon era feliz entre las lágrimas que le provocaba todo eso, y se enorgullecía de ellas. Será porque estoy viva, decía después riendo, aún húmedos los ojos. Porque soy parte del resto del mundo y me gusta que así sea. El cine es cosa de muchos: colectivo, generoso, con los niños aplaudiendo cuando llega el Séptimo de Caballería. Incluso mejora a través de la tele; las películas se ven entre dos, se comentan. En cambio tus libros son egoístas. Solitarios. Algunos ni siquiera pueden leerse y se rompen al abrirlos. Quien sólo se interesa por los libros no necesita a nadie, y eso me da miedo -Nikon masticaba el último ganchito y se lo quedaba mirando, atenta, entreabiertos los labios, acechando en su rostro el síntoma de una enfermedad que no tardaría en manifestarse-. A veces tú me das miedo.
Finales felices. Corso puso un dedo sobre el mando a distancia y la imagen desapareció en la pantalla. Ahora él estaba en París y Nikon fotografiaba niños de ojos tristes en algún lugar de África o de los Balcanes. Una vez, tomando una copa en un bar, creyó entreverla en la imagen confusa de un telediario: de pie en mitad de un bombardeo entre refugiados que corrían despavoridos, con el pelo recogido en una trenza, las cámaras colgando y un 35 mm pegado a la cara, su silueta recortada sobre un fondo de humo y llamas. Nikon. Entre las falacias universales que ella siempre asumió sin cuestionar su fundamento, la de los finales felices era la más absurda. Comieron perdices y siempre se amaron, y parecía que el resultado de la ecuación fuese indiscutible, definitivo. Nada de preguntas sobre cuánto dura el amor, la felicidad, en un siempre fraccionable en vidas, años, meses. Incluso días. Hasta el final inevitable, el de ellos dos, Nikon se negó a aceptar que tal vez el héroe se hundió con su barco dos semanas después, al chocar con un escollo en las Hébridas del Sur. O que la heroína fue atropellada por un automóvil tres meses más tarde. O que todo ocurrió quizás de otro modo, de mil formas distintas: alguien tuvo el primer amante, alguien sintió rencor o hastío, alguien deseó volver atrás. ¿Cuántas noches de lágrimas, de silencios, de soledad, se sucedieron tras aquel beso? ¿Qué cáncer lo mató a él antes de cumplir cuarenta? ¿De qué vivió ella antes de morir en un asilo a los noventa? ¿En qué despojo ruin se convirtió el apuesto oficial, con las heridas gloriosas convertidas en horribles cicatrices y sus batallas olvidadas que ya no interesaban a nadie? ¿Qué dramas vivieron ya ancianos, indefensos, sin fuerzas para pelear o defenderse, traídos de acá para allá por el vendaval del mundo, la estupidez, la crueldad, la miserable condición humana?
A veces me das miedo, Lucas Corso.
Cinco minutos antes de las once de la noche había resuelto el misterio de la chimenea de Victor Fargas, aunque eso estuviera lejos de aclarar las cosas. Miró el reloj desperezándose con un bostezo. Luego, tras un nuevo vistazo a los fragmentos extendidos sobre la colcha, encontró su mirada en el espejo, junto a la vieja postal de los húsares ante la catedral de Reims encajada en el marco de madera. Observó su propio aspecto: despeinado, azuleándole ya la barba en la cara, torcidas las gafas sobre la nariz, y se echó a reír bajito. Una de esas lobunas risas suyas algo atravesadas y con mala leche, que reservaba para las ocasiones especiales. Porque aquélla lo era. Todos los fragmentos de Las Nueve Puertas que logró identificar correspondían a páginas con texto. De las nueve láminas y el frontispicio de la página de título no quedaba rastro. Eso reducía a dos las posibilidades: ardieron en la chimenea o, lo más probable -aquellas tapas desencuadernadas- alguien se los llevó antes de echar el resto al fuego. Ese alguien, fuera quien fuese, sin duda se creía muy astuto. O muy astuta. Aunque, tras la inesperada visión de La Ponte y Liana Taillefer en el semáforo, tal vez conviniera ir acostumbrándose a la tercera persona del plural: astutos. La cuestión residía en saber si las pistas que Corso olfateaba eran fallos del adversario, o trampas. En todo caso, muy elaboradas.
Y hablando de trampas. La chica estaba en el umbral cuando Corso abrió la puerta después de oír el timbre, con sólo un momento para cubrir, con prudencia, el número Uno y el manuscrito Dumas bajo la colcha. Venía descalza, vestida con sus tejanos y una camiseta blanca.
– Hola, Corso. Espero que no tengas intención de salir esta noche.
Se quedaba en el pasillo, sin entrar, con los pulgares en los bolsillos del pantalón ceñido a la cintura y a las largas piernas. Fruncía el entrecejo, esperando malas noticias.
– Puedes relajar la guardia -la tranquilizó. Ahora sonreía, aliviada.
– Me caigo de sueño.
Corso le dio la espalda y fue hasta la mesa de noche y la botella, que ya estaba vacía; después se puso a hurgar en el mueble bar hasta alzarse, triunfante, con un botellín de ginebra en la mano. Lo vació en un vaso y se mojó los labios. La joven seguía en la puerta.
– Se llevaron los grabados. Los nueve -Corso señalaba los fragmentos del número Dos con la misma mano que sostenía el vaso-. Quemaron el resto para que no se notara; por eso no ardió todo. Pusieron buen cuidado en dejar trozos intactos… Así el libro se identificaría como oficialmente destruido.
Ella inclinó la cabeza a un lado, mirándolo con fijeza.
– Eres listo.
– Claro que lo soy. Por eso me metieron en esto.
La chica anduvo unos pasos por la habitación. Corso miró sus pies desnudos sobre la moqueta, junto a la cama. Observaba con atención los trozos de papel chamuscado.
– No fue Fargas quien quemó su libro -añadió él-. Era incapaz de una cosa así… ¿Qué le hicieron? ¿Un suicidio como a Enrique Taillefer?
No respondió en seguida. Había cogido un trozo de papel y estudiaba las palabras impresas.
– Contesta tus propias preguntas -dijo sin mirarlo-. Para eso te metieron en esto.
– ¿Y tú?
Leía en silencio, moviendo los labios igual que si el texto le fuera familiar. Cuando lo dejó otra vez sobre la colcha, un extremo de su boca insinuaba una sonrisa evocadora, nostálgica, inadecuada en la juventud de su rostro.
– Ya lo sabes: estoy aquí para cuidar de ti. Me necesitas.
– Lo que necesito es más ginebra.
Blasfemó entre dientes mientras bebía el último trago para disimular su impaciencia, o su turbación. Maldito fuera todo. Verde esmeralda, blanco de nieve o luz, los ojos y la sonrisa sobre la piel del rostro, el cuello erguido y desnudo insinuando un latido tibio. Hay que joderse, Corso. A estas alturas, con lo que tienes encima, y pendiente de los brazos morenos, las muñecas finas, las manos de dedos largos. Pendiente de cosas como aquéllas. Reparó en que la camiseta de la chica moldeaba unas tetas magníficas, que no había tenido ocasión de observar bien hasta entonces. Las adivinó morenas y pesadas, piel oscura bajo el blanco algodón, carne de claridad y sombra. Otra vez lo sorprendió su estatura. Era tan alta como él. Casi más.
– ¿Quién eres?
– El diablo -dijo ella-. El diablo enamorado.
Y se echó a reír. El libro de Cazotte estaba sobre la cómoda, junto al Memorial de santa Helena y otros papeles. La joven lo contempló sin tocarlo. Después puso un dedo encima, mirando a Corso.
– ¿Crees en el diablo?
– Me pagan por creer. Al menos mientras dure este trabajo.
La vio asentir despacio con la cabeza, del mismo modo que si ya conociese la respuesta. Observaba a Corso con curiosidad, entreabiertos los labios; al acecho de una señal o un gesto que sólo ella podía interpretar.
– ¿Sabes por qué me gusta este libro, Corso?
– No. Dímelo.
– Porque el protagonista es sincero. Su amor no es una simple estratagema para condenar un alma. Biondetta es tierna y fiel; admira en Álvaro las mismas cosas que el diablo ama en el hombre: su valor, su independencia… -las pestañas velaron un momento los iris claros-. Su afán de conocimiento y su lucidez.
– Te veo muy informada. ¿Qué sabes tú de eso?
– Mucho más de lo que imaginas.
– Yo no imagino nada. Mis referencias sobre lo que el diablo ama o desprecia son exclusivamente literarias: El Paraíso Perdido, La Divina Comedia, pasando por Fausto y Los hermanos Karamazov… -hizo un gesto ambiguo, evasivo-. El mío es un Lucifer de segunda mano.
Ahora lo contemplaba con aire burlón.
– ¿Y cuál de ellos prefieres? ¿El de Dante?
– Ni hablar. Demasiado horrible. Medieval en exceso para mi gusto.
– ¿Mefistófeles?
– Tampoco. Es un tipo relamido, con astucias de picapleitos. Una especie de abogado marrullero… Además, nunca me fío de los que sonríen demasiado.
– ¿Y el que aparece en Los Karamazov?
Corso puso gesto de estar oliendo col rancia.
– Mezquino. Vulgar como un funcionario de uñas sucias… -se detuvo a meditar un poco-. Supongo que prefiero al ángel caído de Milton -la miró, interesado-. Es lo que pretendías que dijera.
Sonreía, enigmática. Sus pulgares continuaban colgados en los bolsillos de los tejanos ceñidos a las caderas; nunca había visto nadie que los llevara como ella. Hacían falta aquellas piernas largas, por supuesto: las de una jovencita haciendo autoestop a un lado de la carretera, con la mochila en la cuneta y toda la luz del mundo en los malditos ojos verdes.
– ¿Cómo te imaginas a Lucifer? -preguntó la chica.
– Ni idea… -el cazador de libros reflexionó antes de concluir en una mueca de indiferencia-. Taciturno y silencioso, supongo. Aburrido -la mueca se le tornaba ácida-. En el trono de un salón desierto; el centro de un reino desolado y frío, monótono, donde nunca pasa nada.
Se lo quedó mirando, en silencio.
– Me sorprendes, Corso -dijo al fin. Parecía admirada.
– No veo por qué. Cualquiera puede leer a Milton. Incluso yo.
La vio moverse despacio alrededor de la cama, en semicírculo, manteniendo siempre la misma distancia, hasta interponerse entre él y la lámpara que iluminaba la habitación. Casual o premeditado, el movimiento la situó de forma que su sombra se proyectara sobre los fragmentos de Las Nueve Puertas esparcidos sobre la colcha.
– Acabas de mencionar el precio -tenía ahora el rostro en penumbra, silueteado en la pantalla de luz-. Orgullo, libertad… Conocimiento. Siempre hay que pagar por todo, al principio o al final. Incluso por el valor, ¿no crees?… ¿No te parece necesario mucho valor para enfrentarse a Dios?
Sus palabras sonaban quedas, un susurro en el silencio que invadía la habitación filtrándose bajo la puerta y por las rendijas de la ventana; incluso el rumor del tráfico pareció apagarse afuera, en la calle. Corso miraba alternativamente ambas siluetas: una de sombra, estilizada sobre la colcha y los fragmentos del libro. En pie la otra, penumbra corpórea ante la fuente de luz. Y en aquel momento se preguntó cuál de las dos era más real.
– Con todos estos arcángeles -añadió ella, o su sombra. Había desdén y rencor en la frase; incluso un eco de aire expulsado de los pulmones, suspiro despectivo y derrotado-. Guapos, perfectos. Disciplinados como nazis.
No parecía tan joven, en aquel momento. Cargaba consigo un cansancio viejo de siglos: oscura herencia, culpas ajenas que él, sorprendido y confuso, no era capaz de identificar. Después de todo, se dijo, tal vez no fuese real ninguna de las dos: ni la sombra en la colcha ni la silueta que se perfilaba en el contraluz de la lámpara.
– Hay un cuadro en el Prado, ¿recuerdas, Corso?… Hombres con navajas frente a jinetes que les dan sablazos. Siempre tuve una certeza: el ángel caído, al rebelarse, tenía la misma mirada, idénticos ojos extraviados que esos infelices de las navajas. El valor de la desesperación.
Se había movido un poco mientras hablaba; apenas unos centímetros, mas al hacerlo su sombra avanzó, acercándose a la de Corso como si tuviera voluntad propia.
– ¿Qué sabes tú de eso? -preguntó él.
– Más de lo que quisiera.
La sombra cubría todos los fragmentos del libro y casi tocaba la de Corso. Retrocedió éste por instinto, dejando una porción de luz interpuesta entre ambas, en la cama.
– Imagínatelo -dijo ella con el mismo tono absorto-. Solitario en su palacio vacío, el más hermoso de los ángeles caídos urde sus trampas… Se esmera, concienzudo, en una rutina que desprecia; pero que le permite al menos disimular su desconsuelo. Su fracaso… -la risa de la chica sonó queda, sin alegría, igual que si viniera de muy lejos-. Tiene nostalgia del cielo.
Las sombras ya estaban juntas, casi fundidas entre los fragmentos arrebatados a la chimenea de la Quinta da Soledade. La chica y Corso allí, sobre la colcha, entre las nueve puertas del reino de otras sombras, o tal vez se tratase de las mismas. Papel chamuscado, claves incompletas, misterio velado varias veces: por el impresor, el tiempo y el fuego. Enrique Taillefer giraba, los pies en el vacío, al extremo del cordón de seda de su batín; Victor Fargas flotaba boca abajo en las aguas sucias del estanque. Aristide Torchia ardía en Campo dei Fiori gritando el nombre del padre sin mirar al cielo sino a la tierra, bajo sus pies. Y el viejo Dumas escribía, sentado en la cumbre del mundo, mientras allí mismo, en París, muy cerca de donde Corso se hallaba en aquel instante, otra sombra, la de un cardenal cuya biblioteca contenía demasiados volúmenes sobre el diablo, anudaba los lazos del misterio en el revés de la intriga.
La chica, o su silueta recortada en contraluz, se movió hacia el cazador de libros. Sólo un poco, un paso; suficiente para que la sombra de éste desapareciera por completo bajo la suya.
– Peor fue el caso de quienes lo siguieron -Corso tardó en comprender a quiénes se refería ella-. Los que arrastró en su caída: soldados, mensajeros, servidores de oficio y vocación. Mercenarios a veces, como tú mismo… Muchos ni siquiera se plantearon que era optar entre la sumisión o la libertad, entre el bando del Creador y el bando de los hombres: por rutina, por la absurda lealtad de los soldados fieles, siguieron a su jefe en la rebelión y en la derrota.
– Como los Diez Mil de Jenofonte-se burló Corso.
Ella guardó silencio un instante. Parecía sorprendida por la exactitud de lo que acababa de oír.
– Quizá -murmuró al fin- dispersos por el mundo, solitarios, todavía esperan que su jefe los devuelva a casa.
El cazador de libros se inclinaba en busca de un cigarrillo, y al hacerlo recobró su sombra. Entonces encendió la luz de otra lámpara en la mesita de noche, y la silueta oscura de la joven se desvaneció al iluminarse sus facciones. Los ojos claros estaban fijos en él. De nuevo parecía muy joven.
– Conmovedor -dijo Corso-. Todos esos viejos soldados buscando el mar.
La vio parpadear lo mismo que si ahora, con el rostro iluminado, no comprendiera bien de qué le estaba hablando. Tampoco había ya sombra en la cama: los fragmentos del libro eran simples trozos de papel chamuscado; bastaría abrir la ventana para que la corriente del aire los arrastrase en desorden.
Ella sonreía. Irene Adler, 221 b de Baker Street. El café de Madrid, el tren, aquella mañana en Sintra… La batalla perdida, la anábasis de las legiones vencidas: eran muy pocos años para recordar tantas cosas. Sonreía a la manera de una chiquilla a un tiempo maliciosa e inocente, con leves rastros de fatiga bajo los párpados. Soñolienta y cálida.
Tragó saliva Corso. Una parte de sí mismo se acercaba a ella para arrebatar la camiseta blanca sobre la piel morena, deslizar hasta abajo la cremallera de sus tejanos y tumbarla en la cama, entre los despojos del libro que convocaba las sombras. Para sumirse en aquella carne tibia y ajustar cuentas con Dios y Lucifer, con el tiempo inexorable, con sus propios fantasmas, con la muerte y con la vida. Pero se limitó a encender el cigarrillo y expulsar el humo en silencio. Ella se lo quedó mirando largo rato a la espera de algo: un gesto, una palabra. Luego dijo buenas noches y fue hacia la puerta. Entonces, justo en el umbral, la vio girarse hacia él y alzar despacio una mano, vuelta la palma hacia adentro y dos dedos, índice y corazón, unidos en dirección a lo alto. Y su sonrisa se perfiló tierna y cómplice a un tiempo, ingenua y sabia. Como un ángel perdido que señalara con nostalgia el cielo.
A la baronesa Frida Ungern se le marcaban en las mejillas dos simpáticos hoyuelos al sonreír. En realidad parecía haber sonreído sin cesar durante los últimos setenta años, y que el gesto hubiese dejado en sus ojos y boca una expresión de permanente benevolencia. Corso, que fue lector precoz, sabía desde niño que los tipos de bruja eran diversos: madrastras, hadas malas, reinas bellas y perversas, incluso viejas malignas con verrugas en la nariz. Pero, a pesar de las numerosas referencias obtenidas respecto a la anciana baronesa, lo cierto es que no lograba encuadrarla en ninguno de los tipos al uso. Hubiera podido ser una de esas septuagenarias que viven al margen de la vida real como acolchadas por un sueño, sin que los aspectos desagradables de la existencia se interpongan en su camino, si la profundidad de sus ojos inteligentes, rápidos y suspicaces no contradijese aquella primera impresión. Y si la manga derecha de su rebeca de punto no colgara a un lado, vacía, amputado el brazo por encima del codo. Por lo demás resultaba regordeta, menuda, con aspecto de profesora de francés en un pensionado de señoritas. Del tiempo en que había señoritas. Ése fue, al menos, el pensamiento de Corso mientras observaba su cabello gris recogido en la nuca con horquillas, los zapatos casi masculinos con calcetines cortos, blancos.
– ¿Corso, verdad?… Me alegro de conocerlo, señor.
Daba la única mano, menuda como el resto, con inusitada energía ahondándose los hoyuelos en su cara. Tenía un leve acento más alemán que francés. Cierto Von Ungern, recordaba Corso haber leído en alguna parte, se hizo famoso en Manchuria, o Mongolia, a principios de los años veinte: una especie de señor de la guerra, último en pelear contra el Ejército Rojo al frente de un ejército desharrapado de rusos blancos, cosacos, chinos, desertores y bandidos. Con trenes blindados, saqueos, matanzas y cosas por el estilo, incluyendo epílogo al amanecer, ante un pelotón de fusilamiento. Quizá tenía algo que ver con ella.
– Era un tío abuelo de mi marido. Su familia fue rusa, emigrada a Francia con algún dinero antes de la revolución -no había nostalgia ni orgullo en el recuerdo. Eran otros tiempos, otra gente, otra sangre, decía el gesto de la anciana. Extranjeros desaparecidos antes que ella existiera-. Yo nací en Alemania; mi familia lo perdió todo con los nazis. Me casé aquí, en Francia, después de la guerra -retiró con cuidado la hoja seca de una maceta junto a la ventana y sonrió un poco-. Nunca soporté el olor a naftalina de mi familia política. La nostalgia de San Petersburgo, el cumpleaños del zar. Era lo mismo que velar cadáveres.
Corso miró la mesa de trabajo llena de libros; las estanterías repletas. Calculó un millar sólo en esa habitación, donde parecían estar los ejemplares más raros o valiosos; desde ediciones modernas a otras antiguas, encuadernadas en piel.
– ¿Y esto?
– Se trata de algo distinto: materia de estudio, no de culto. Trabajo con ellos.
Malos tiempos, meditaba Corso, cuando las brujas, o lo que sean, hablan de su familia política y sustituyen el puchero de los conjuros por bibliotecas, ficheros y un lugar en la sección de best-sellers de los grandes periódicos. A través de la puerta abierta podía ver más libros en las otras habitaciones y el pasillo. Libros y plantas. Había macetas por todas partes: junto a las ventanas, en el suelo, sobre los estantes de madera. El piso era muy grande y muy caro, con vistas a los muelles del Sena y demasiado lejos, en el tiempo, de las hogueras de la Inquisición. Varias mesas de lectura estaban ocupadas por jóvenes con aspecto de estudiantes, y todas las paredes se veían cubiertas de libros. Entre hojas verdes brillaban los dorados de viejas encuadernaciones; la fundación Ungern contenía la más importante biblioteca europea especializada en ciencias ocultas. Corso echó un vistazo a los volúmenes que tenía cerca: Daemonolatriae Libri, de Nicolás Remy. Compendium Maleficarum, Francesco María Guazzo. De Daemonialitate et Incubus et Sucubus, Ludovico Sinistrari… Además de uno de los mejores catálogos sobre demonología, y de la fundación que llevaba el nombre del difunto barón, su marido, la baronesa Ungern poseía un sólido prestigio como autora de libros sobre magia y brujería. Su última obra, Isis: la Virgen desnuda, llevaba tres años en las listas de más vendidos; el mismo Vaticano había disparado las ventas al condenar públicamente el texto, que establecía inquietantes paralelismos entre la deidad pagana y la madre de Cristo: ocho ediciones en Francia, doce en España, diecisiete en la católica Italia.
– ¿En qué trabaja ahora?
– El diablo: historia y leyenda. Una especie de biografía canalla que estará lista a principios de año.
Corso se había detenido ante una hilera de libros, atraída su atención por el Disquisitionum Magicarum de Martín del Río, los tres tomos de la edición príncipe de Lovama,1599-1600: un clásico sobre magia demoníaca.
– ¿Dónde lo consiguió?
Frida Ungern tardó un momento en responder, calculando la oportunidad de la información:
– En la subasta del 89, en Madrid. Me costó mucho trabajo arrebatárselo a su compatriota Varo Borja -suspiró igual que si aún estuviese agotada del esfuerzo-. Y mucho dinero. Nunca lo hubiera conseguido sin la colaboración de Paco Montegrifo, ¿lo conoce?… Un hombre encantador.
Sonrió Corso de través. No sólo conocía a Montegrifo, director de la sucursal de Claymore en España, sino que a menudo se asociaba con él en operaciones heterodoxas y muy rentables, como la venta a cierto coleccionista suizo de una Cosmographia de Ptolomeo, manuscrito gótico de 1456, reciente y misteriosamente desaparecido de la Universidad de Salamanca. Montegrifo se había encontrado con él entre manos, recurriendo a Corso como intermediario, y todo se desarrolló con discreción y limpieza tras breve paso por el taller de los hermanos Ceniza para eliminar un sello en exceso comprometedor. El propio Corso hizo de correo con el libro hasta Lausana. Todo incluido por una comisión del treinta por ciento.
– Sí. Conozco al personaje -pasó los dedos por los nervios que ornaban el lomo de los volúmenes del Disquisitionum magicarum, preguntándose cuánto le habría cobrado Montegrifo a la baronesa por amañar la subasta en su favor-. En cuanto a este Martín del Río, sólo he visto uno antes, en la biblioteca de los jesuitas de Bilbao… Encuadernado en una sola pieza, en piel. Pero es la misma edición.
Mientras hablaba movió la mano hacia la izquierda, a lo largo de la fila de libros, rozando otros: había ejemplares interesantes, con buenas encuadernaciones en vitela, chagrin, pergamino. Muchos eran mediocres, o en mal estado de conservación, y se veían muy usados. Casi todos mostraban marcas, señales entre las páginas con tiras de cartulina blanca llenas de una escritura pequeña y picuda, apretada, a lápiz. Material de trabajo. Se detuvo al llegar a un volumen que le resultaba familiar: negro, sin título, cinco nervios en el lomo. El número Tres.
– ¿Desde cuándo lo tiene?
Corso era un tipo templado, por supuesto. Y más a tales alturas de la historia. Pero había pasado la noche trabajando con las cenizas del número Dos, y no pudo evitar que la baronesa detectara un tono especial en su voz. Vio que lo miraba recelosa a pesar de los benévolos hoyuelos de viejecita joven.
– ¿Las Nueve Puertas?… No sé. Mucho tiempo… -movía la mano izquierda con seguridad y rapidez. Sin ningún esfuerzo extrajo el libro del estante, y sosteniendo el lomo contra la palma lo abrió con los dedos por la primera página ornada por varios ex-libris, algunos muy antiguos. El último era un arabesco con el apellido Von Ungern. La fecha estaba escrita encima, a tinta, y al verla movió la cabeza con gesto afirmativo, evocador-. Un regalo de mi marido. Me casé muy joven, y él doblaba mi edad… El libro lo compró en 1949.
Eso era lo malo de las brujas modernas, añadió mentalmente Corso: tampoco tenían secretos. Todo estaba a la vista, en cualquier Quién es quién o revista de sociedad. Por muy baronesas que fueran, se habían vuelto previsibles. Vulgares. Torquemada habría enloquecido de tedio con todo aquello.
– ¿Su marido compartió la afición por estos temas?
– En absoluto. jamás leyó un libro. Se limitaba a satisfacer mis deseos igual que el genio de la lámpara maravillosa -el brazo amputado pareció estremecerse un momento en la manga vacía de la rebeca-. Lo mismo le daba un libro caro que un collar de perlas perfectas… -se detuvo un instante para sonreír con suave melancolía-. Pero fue un hombre divertido, capaz de seducir a las esposas de sus mejores amigos. Y preparaba excelentes cócteles de champaña.
Se quedó callada un momento, mirando a su alrededor lo mismo que si el marido hubiese dejado una copa usada en alguna parte.
– Todo esto -añadió, abarcando la biblioteca con un gesto- lo reuní yo. Cada título, uno por uno. Hasta elegí Las Nueve Puertas, al descubrirlo en el catálogo de un viejo petainista arruinado. Mi marido se limitó a firmar el cheque.
– ¿Por qué el diablo?
– Un día lo vi. Tenía quince años y lo vi como lo veo a usted. Llevaba cuello duro, sombrero y bastón. Era muy guapo; se parecía a John Barrymore haciendo de barón Gaigern en Gran Hotel. Así que me enamoré igual que una idiota… -se quedó otra vez pensativa, su única mano en el bolsillo de la rebeca; la boca evocaba algo lejano y familiar-. Supongo que por eso nunca lamenté del todo las infidelidades de mi marido.
Corso miró a uno y otro lado como si no estuvieran solos en la habitación, antes de inclinarse, confidencial.
– Hace sólo tres siglos la hubieran quemado por contar eso.
Ella emitió un sonido gutural y complacido, sofocando una risa, y casi se puso de puntillas para susurrarle en el mismo tono:
– Hace tres siglos no se lo hubiera contado a nadie -confió-. Pero conozco a muchos que me llevarían gustosos a la hoguera… -los hoyuelos acompañaron otra sonrisa. Aquella mujer sonreía siempre, decidió Corso; mas sus ojos risueños y lúcidos permanecían alerta, estudiando a su interlocutor-. Ahora, en pleno siglo veinte.
Le pasó Las Nueve Puertas y se quedó mirándolo mientras él hojeaba el libro despacio, aunque contenía a duras penas la impaciencia por comprobar posibles alteraciones en las nueve láminas que, con íntimo suspiro de alivio, descubrió intactas. Por tanto, la Bibliografía de Mateu contenía un error: ningún ejemplar estaba falto del último grabado. El número Tres se veía más deteriorado que el de Varo Borja, y también que el de Victor Fargas antes de pasar por la chimenea. La parte inferior estuvo expuesta a la humedad y casi todas las páginas tenían manchas. También la encuadernación necesitaba una limpieza a fondo, pero el ejemplar parecía completo.
– ¿Tomará algo? -preguntó la baronesa-. Puedo ofrecerle café o té.
Nada de filtros o hierbas mágicas, se resignó Corso. Ni siquiera una tisana.
– Café.
El día era soleado y el cielo se mostraba azul sobre las cercanas torres de Notre Dame. Corso fue hasta una ventana y apartó los visillos para estudiar el libro con mejor luz. Dos pisos más abajo, entre los árboles sin hojas de la orilla del Sena, estaba la chica, sentada en un banco de piedra con la trenca puesta y leyendo un libro. Sabía que era Los tres mosqueteros porque lo vio sobre la mesa al encontrarse durante el desayuno. Después, el cazador de libros había caminado por la Rue Rivoli sabiendo que la joven lo seguía quince o veinte pasos detrás. Deliberadamente decidió ignorarla, y ella se mantuvo a distancia. Ahora la vio alzar los ojos. Tenía que distinguirlo bien desde abajo, en la ventana y con Las Nueve Puertas en las manos, pero no hizo gesto alguno de reconocimiento. Se limitó a seguir observándolo, inexpresiva e inmóvil, hasta que se retiró al interior. Cuando se asomó otra vez, ella leía de nuevo, inclinada la cabeza sobre su novela.
Había una secretaria, una mujer de edad mediana y gruesas gafas moviéndose entre las mesas y los libros, pero Frida Ungern trajo personalmente el café, dos tazas en una bandeja de plata que sostenía con soltura. Una mirada suya bastó para disuadirlo de ofrecer ayuda, y se sentaron en torno a la mesa de escritorio con la bandeja entre libros, macetas, papeles y fichas de notas.
– ¿Cómo se le ocurrió la idea de esta fundación?
– Desgrava en materia de impuestos. También acude gente, encuentro colaboradores… -moduló una sonrisa melancólica-. Soy la última bruja y me sentía sola. -No parece una bruja en absoluto -Corso esgrimió la mueca apropiada: conejo espontáneo y simpático-. Leí su Isis.
Ella sostenía la taza de café en una mano y alzó un poco el muñón del otro brazo, al tiempo que inclinaba la cabeza como si fuese a arreglarse el cabello de la nuca. Un gesto no consumado, antiguo como el mundo y sin edad; de inconsciente coquetería.
– ¿Y le gustó?
La miró a los ojos, por encima de la taza humeante que en ese momento se llevaba a los labios.
– Mucho.
– A otros no tanto. ¿Sabe lo que dijo L'Osservatore Romano…? Lamentaba la supresión del índice del Santo Oficio. Y tiene usted razón -señaló con el mentón Las Nueve Puertas que Corso había puesto a su lado, en la mesa-. En otro tiempo me habrían quemado viva, como al pobre que escribió ese evangelio según Satanás.
– ¿De veras cree en el diablo, baronesa?
– No me llame baronesa. Es ridículo.
– ¿Cómo prefiere que la llame?
– No sé. Señora Ungern. O Frida.
– ¿Cree en el diablo, señora Ungern?
– Al menos lo suficiente para dedicarle mi vida, mi biblioteca, esta fundación, muchos años de trabajo y las quinientas páginas del nuevo libro… -lo estudió con interés. Corso se había quitado las gafas para limpiarlas; la sonrisa desvalida completaba el efecto-. ¿Y usted?
– Todo el mundo me pregunta eso últimamente.
– Claro. Anda haciendo preguntas sobre un libro cuya lectura exige cierta clase de fe.
– Mi fe suele ser escasa -Corso arriesgó un punto de sinceridad; el tipo de franqueza que solía ser rentable-. En realidad trabajo por dinero.
Se acentuaron de nuevo los hoyuelos. Había sido muy bonita medio siglo antes, se dijo Corso. Cuando hacía conjuros, o lo que fuera, con los dos brazos intactos, menuda y pizpireta. Aún quedaba algo de eso en ella.
– Lástima -comentó Frida Ungern-. Otros, que trabajaban gratis, creyeron a pies juntillas en la existencia del protagonista de ese libro… Alberto Magno, Raimundo Lulio, Roger Bacon, no discutieron nunca la existencia del diablo sino la naturaleza de sus atributos.
Corso se ajustó las gafas, dosificando un ápice de sonrisa escéptica.
– Eran otros tiempos.
– Pero no hace falta remontarse tan lejos. «El demonio existe, no sólo como símbolo del mal, sino como realidad física…» ¿Le gusta? Pues lo escribió un papa, Pablo VI. En 1974.
– Era un profesional -concedió Corso, ecuánime-. Sus motivos tendría.
– En realidad no hizo sino confirmar un dogma: la existencia del diablo fue establecida por el cuarto Concilio de Letrán. Hablo de 1215… -se detuvo, mirándolo con duda-. ¿Le interesan los datos eruditos? Si me lo propongo puedo ser insoportablemente docta… -los hoyuelos se acentuaron-. Siempre quise ser primera de la clase. La ratita sabia.
– Seguro que lo era. ¿Le concedían la banda?
– Por supuesto. Y las otras chicas me odiaban.
Rieron ambos, y el cazador de libros supo que Frida Ungern estaba ahora de su parte. Así que extrajo dos cigarrillos del gabán y le ofreció uno que ella rechazó, no sin mirarlo antes con cierta aprensión. Ignorando el gesto, Corso encendió el suyo.
– Dos siglos más tarde -continuó la baronesa mientras Corso aún se inclinaba sobre el fósforo encendido- la bula papal de Inocencio VIII Summis Desiderantes Affectibus confirmó que Europa Occidental estaba plagada de demonios y brujas. Entonces dos frailes dominicos, Kramer y Sprenger, redactaron el Malleus Malleficarum: un manual para inquisidores… Corso alzó el dedo índice.
– Lyon, 1519. Octavo en gótico, sin nombre de autor. Al menos el ejemplar que conozco.
– No está nada mal… -lo miraba con sorpresa-. Yo tengo otro posterior -señaló un estante-: ahí puede verlo. También Lyon, publicado en 1669. Pero la primera edición es de 1486… hizo un gesto de desagrado, entornando los ojos-. Kramer y Sprenger eran fanáticos y estúpidos; su Malleus es un puro disparate. Hasta podría parecer divertido, si a millares de infelices no los hubieran torturado y quemado en su nombre.
– Como a Aristide Torchia.
– Por ejemplo. Aunque ése no tenía nada de inocente.
– ¿Qué sabe de él?
La baronesa movió la cabeza, apurando lo que quedaba de café, y repitió el gesto.
– Los Torchia eran una familia veneciana de comerciantes acomodados, que importaban papel de tina español y francés… El joven viajó pronto a Holanda, donde aprendió el oficio con los Elzevir, corresponsales de su padre. Allí se quedó un tiempo y después fue a Praga.
– Ignoraba eso.
– Pues ya ve. Praga: capital de la magia y el saber oculto europeos, como cuatro siglos antes lo había sido Toledo… ¿Va atando cabos? Torchia eligió para vivir Santa María de las Nieves, el barrio de la magia, cerca de la plaza Jungmannovo donde se encuentra la estatua de Juan Huss… ¿Recuerda a Huss al pie de la hoguera?
– ¿De mis cenizas nacerá un cisne que no podréis quemar…?
– Exacto. Es fácil hablar con usted. Supongo que lo sabe, y eso es bueno para su trabajo… -la baronesa aspiró involuntariamente un poco de humo del cigarrillo de Corso y lo miró con leve reproche, pero éste se mantuvo imperturbable-. ¿Dónde habíamos dejado a nuestro impresor?… Ah, sí. Praga, segundo acto: Torchia se traslada ahora a una casa de la judería, no lejos de allí, junto a la sinagoga. Un barrio donde hay ventanas encendidas toda la noche; donde los cabalistas buscan la fórmula mágica del Golem. Después de una temporada cambia nuevamente de casa; esta vez al barrio de la Mala Strana… -le dirigió una sonrisa cómplice-. ¿A qué le suena eso?
– A peregrinaje. O viaje de estudios, que diríamos hoy.
– Eso opino yo… -la baronesa asentía satisfecha. Corso, plenamente adoptado, progresaba con rapidez en su particular cuadro de honor-… No puede ser casualidad que Aristide Torchia se mueva por los tres puntos donde se concentra todo el saber hermético de la época. Y eso en una Praga cuyas calles conservaban el eco de los pasos de Agripa y Paracelso, donde se hallan los últimos manuscritos conservados de la magia caldea, las claves pitagóricas perdidas o dispersas desde la matanza de Metaponto… -se inclinó un poco mientras bajaba el tono, casi confidencial, señorita Marple a punto de confiar a su mejor amiga que ha descubierto cianuro en las pastas del té-. En esa Praga, señor Corso, en gabinetes oscuros, hay hombres que conocen la carmina, el arte de las palabras mágicas; la necromancia, o arte de comunicarse con los muertos -hizo una pausa, conteniendo la respiración, antes de susurrar- y la goecia…
– …El arte de comunicarse con el diablo.
– Sí -la baronesa se recostaba en el sillón, deliciosamente escandalizada de todo aquello. Le relucían los ojos; estaba en su elemento, con cierta precipitación en la voz cual si hubiese mucho por contar y no tuvieran tiempo-. Durante esa época, Torchia vive en el sitio donde se esconden las páginas y los grabados supervivientes de guerras, incendios y persecuciones… Los restos del libro mágico que abre las puertas del conocimiento y el poder: el Delomelanicon, la palabra que convoca las tinieblas.
Lo dijo en su tono clandestino y casi teatral, pero acompañado de una sonrisa. Parecía que ella misma no se lo tomara del todo en serio, o recomendase a Corso conservar una saludable reserva.
– Concluido su aprendizaje -prosiguió- Torchia regresa a Venecia… Fíjese bien, porque es importante: a pesar de los riesgos que corre en Italia, el impresor abandona la relativa seguridad de Praga para volver a su ciudad, publicando allí una serie de libros comprometidos que terminarán por llevarlo a la hoguera… ¿Es extraño, verdad?
– Parece una misión que cumplir.
– Sí. Pero ¿encomendada por quién?… -la baronesa abrió Las Nueve Puertas por la página del título-. Este con privilegio y permiso de los superiores da que pensar, ¿no cree?… Es muy probable que, en Praga, Torchia se afiliase a una cofradía secreta que le encomendara la difusión de un mensaje; una especie de apostolado.
– Usted lo dijo antes: el evangelio según Satanás.
– Tal vez. El caso es que Torchia publicó Las Nueve Puertas en el peor momento. Entre 1550 y 1666, el neoplatonismo humanista y los movimientos hermético-cabalísticos perdían la batalla entre nubes de rumores demoníacos… Los Giordano Bruno y los John Dee eran quemados o morían perseguidos y en la miseria. Triunfante la Contrarreforma, la Inquisición creció hasta la hipertrofia: creada para combatir la herejía, se especializó en brujas, magos y sortilegios para justificar su existencia siniestra. Y ahora se le ofrecía un impresor en tratos con el diablo… También, todo hay que decirlo, Torchia facilitó las cosas. Escuche -pasó varias páginas del libro, al azar-. Pot. m.vere im.g… -miró a Corso-. Tengo muchos pasajes traducidos; la clave no es muy difícil. Podré animar imágenes de cera, dice el texto. Y desquiciar la luna, y devolver la carne a los cuerpos muertos… ¿Qué le parece?
– Infantil. Suena estúpido hacerse quemar por eso.
– Tal vez; nunca se sabe… ¿Le gusta Shakespeare?
– A veces.
– Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que imagina tu filosofía…
– Hamlet. Un chico inseguro.
– No todo el mundo merece, ni puede, acceder a esas cosas ocultas, señor Corso. Según el viejo principio, hay que conocer y guardar silencio.
– Y Torchia no lo guardó.
– Ya sabe usted que, según la Cábala, Dios posee un nombre terrible y secreto…
– El Tetragrammaton.
– Eso es. En sus cuatro letras se apoyan la armonía y el equilibrio del universo… Se lo advirtió el arcángel Gabriel a Mahoma: Dios está oculto por setenta mil velos de luz y tiniebla. Y si esos velos se alzaran, hasta yo sería aniquilado… Pero Dios no es el único en tener un nombre así. También el diablo tiene el suyo: una combinación de letras espantosa, maléfica, cuya pronuciación lo convoca… Y desencadena terribles consecuencias.
– Eso no es nuevo. Mucho antes del cristianismo y el judaísmo ya tenía un nombre: la caja de Pandora.
Lo miró satisfecha, a punto de concederle el diploma de alumno distinguido.
– Muy bien, señor Corso. De hecho nos pasamos la vida, y los siglos, hablando de las mismas cosas con distintos nombres: Isis y la virgen María, Mitra y Jesucristo, el 25 de diciembre como Navidad o como fiesta del solsticio de invierno, aniversario del sol invicto… Recuerde a Gregorio Magno, que ya en el siglo VII recomendaba a los misioneros utilizar las fiestas paganas, cristianizándolas.
– Instinto comercial. En el fondo se trataba de una operación de mercado: atraer clientela ajena… Pero dígame qué sabe de cajas de Pandora y derivados. Incluyendo pactos diabólicos.
– El arte de encerrar diablos en botellas y libros es muy antiguo… Gervasio de Tilbury y Gerson lo mencionaban ya en los siglos XIII y XIV. Y en cuanto a los pactos con el demonio, la tradición resulta más antigua: desde el libro de Enoch hasta San Jerónimo, pasando por la Cábala y los padres de la Iglesia. Sin olvidar al obispo Teófilo, casualmentte amante de la sabiduría, el Fausto histórico y Roger Bacon… O el papa Silvestre II, de quien se dice robó a los sarracenos un libro que contenía todo lo que hay que saber.
– Se trata, entonces, de conseguir el conocimiento.
– Claro. No va alguien a tomarse tantas molestias y pasear por la puerta del abismo por pasar el rato. La demonología erudita identifica a Lucifer con la sabiduría. En el Génesis, el diablo en forma de serpiente consigue que el hombre deje de ser un alienado estúpido y adquiera conciencia y albedrío, lucidez… Con el dolor y la incertidumbre que ese conocimiento y esa libertad implican.
La conversación nocturna estaba demasiado fresca, y era inevitable que Corso pensara en la chica. Cogió Las Nueve Puertas y, con el pretexto de echarle otro vistazo con mejor luz, se acercó a la ventana; pero ya no estaba allí. Sorprendido, miró a uno y otro lado de la calle, la orilla del río y los bancos de piedra bajo los árboles, sin encontrarla. Eso lo intrigó, mas no disponía de tiempo para pensar en ello. Frida Ungern hablaba de nuevo:
– ¿Le gustan los juegos de adivinación? ¿Los problemas con clave oculta?… En cierto modo, ese libro que tiene en las manos lo es. Al diablo, como a todo ser inteligente, le gustan los juegos, los acertijos. Las carreras de obstáculos en las que se quedan los débiles e incapaces y sólo triunfan los espíritus superiores; los iniciados -Corso se había acercado a la mesa, colocando sobre ella el libro abierto por la página del frontispicio, la serpiente ouróbora enroscada en el árbol-. Quien sólo ve una serpiente en la figura que devora su cola, no merece seguir más allá.
– ¿Para qué sirve este libro? -preguntó Corso.
La baronesa se llevó un dedo a los labios como el caballero del primer grabado. Sonreía.
Juan de Patmos dice que bajo el reinado de la Segunda Bestia, antes de la decisiva y final batalla de Armageddon, nadie podrá comprar o vender sino el que tuviera la marca, el nombre de la Bestia o el número de su nombre… En espera de que llegue la hora, nos cuenta Lucas (IV, I3), al final de su relato sobre las tentaciones, que el diablo, tres veces repudiado, se retiró hasta el tiempo oportuno. Pero dejó varias vías de acceso para los impacientes, incluyendo la forma de llegar hasta él. De pactar con él.
– Venderle el alma.
Frida Ungern emitía una risita contenida, confidencial. Miss Marple en plena tertulia, ocupada en chismorreos diabólicos. No sabes la última de Satanás. Esto y lo otro. Como te lo cuento, querida Peggy.
– El diablo ha escarmentado -dijo-. Era joven e ingenuo, y cometía errores: algunas almas se le escapaban a última hora entre los dedos, por la puerta falsa, salvándose a costa del amor, de la misericordia divina y de otras argucias semejantes. Así que terminó por incluir una cláusula de entrega innegociable de cuerpo y alma, transcurrido el plazo, sin reserva de ningún derecho para la redención, ni futuro recurso a la misericordia divina… Esa cláusula, por cierto, figura en este libro.
– Perro mundo -dijo Corso-. Hasta Lucifer tiene que recurrir a la letra pequeña.
– Compréndalo. Ahora se estafa con todo; hasta con el alma. Sus clientes se escabullen e incumplen las cláusulas del contrato. El diablo está harto, y con razón.
– ¿Qué más contiene el libro?… ¿Qué significan los nueve grabados?
– En principio son jeroglíficos que deben ser resueltos, y su combinación con el texto proporciona el poder. Es la fórmula para construir el nombre mágico que hace comparecer a Satanás.
– ¿Y funciona?
– No. Es falso.
– ¿Lo ha probado usted misma?
Frida Ungern parecía escandalizada.
– ¿De veras me ve en un círculo mágico, a esta edad, invocando a Belzebú?… Por favor. Por mucho que hace medio siglo se pareciese a John Barrymore, también los galanes envejecen. ¿Se imagina una decepción a mis años?… Prefiero ser fiel a mis recuerdos de jovencita.
Corso compuso un gesto de socarrona sorpresa:
– Yo creía que el diablo y usted… Sus lectores la tienen por una especie de bruja entusiasta.
– Pues se equivocan. Lo que yo busco en el diablo es dinero, no emociones -miró a su alrededor, hacia la ventana-. La fortuna de mi marido la gasté en formar esta biblioteca, y vivo de mis derechos de autor.
– Que no son desdeñables, por cierto. Es la reina de las secciones de librería en los grandes almacenes…
– Pero la vida es cara, señor Corso. Muy cara, sobre todo cuando para conseguir los ejemplares raros deseados hay que entenderse con gente como nuestro amigo el señor Montegrifo… Satanás resulta una buena forma de ingresos en los tiempos que corren, y eso es todo. Con setenta años cumplidos no dispongo de tiempo para dedicarlo a fantasías gratuitas y estúpidas, de clubs de solteronas… ¿Me explico?
Esta vez fue Corso quien sonrió:
– Perfectamente.
– Si le digo -prosiguió la baronesa- que este libro es falso, es porque lo he estudiado a fondo… Algo no funciona en él: posee lagunas, espacios en blanco. Hablo en sentido figurado, pues la edición está íntegra… Mi ejemplar perteneció a madame de Montespan, amante de Luis XIV, suma sacerdotisa satánica que llegó a establecer el ritual de la misa negra entre las costumbres de palacio… Hay una carta de la Montespan a madame De Peyrolles, su amiga y confidente, donde se queja de la ineficacia de un libro que, subraya: «tiene todo lo preciso que citan los sabios y, sin embargo, hay algo en él de inexacto, un juego de palabras que no terminase nunca de establecerse en la secuencia correcta».
– ¿Qué otras personas lo poseyeron?
– El conde de Saint Germain, que se lo vendió a Cazotte.
– ¿Jacques Cazotte?
– El mismo. Autor de El diablo enamorado, ejecutado en la guillotina en 1792… ¿Conoce el libro?
Hizo Corso un gesto afirmativo y cauto. Las relaciones resultaban tan obvias que eran imposibles.
– Lo leí una vez.
En alguna parte de la casa sonaba un teléfono, y en el pasillo se oyeron pasos de la secretaria. Después el ruido cesó.
– En cuanto a Las Nueve Puertas -proseguía la baronesa- su rastro desaparece aquí en París, en los días del Terror revolucionario. Hay un par de referencias posteriores, pero muy imprecisas: Gérard de Nerval lo menciona de paso en uno de sus artículos, asegurando haberlo visto en casa de un amigo…
Corso parpadeó imperceptiblemente tras los cristales de sus gafas.
– Dumas fue amigo suyo -dijo, alerta.
– Sí. Pero Nerval no precisa en casa de quién. Lo cierto es que ya nadie vuelve a ver el libro hasta la venta del petainista, cuando vino a mis manos…
Corso dejó de prestar atención. Según la leyenda, Gérard de Nerval había muerto ahorcado con el cordón de un corpiño: el de madame de Montespan. ¿O era el de la Maintenon?… Fuera el que fuese, imposible no establecer inquietantes asociaciones con el cordón del batín de Enrique Taillefer.
La secretaria interrumpió su reflexión al aparecer en la puerta. Alguien llamaba a Corso por teléfono. Se excusó éste y cruzó ante las mesas de lectores para salir al pasillo, entre más libros y macetas. Sobre una rinconera de nogal había un modelo de aparato muy antiguo, de metal, con el auricular descolgado.
– Diga.
– «¿Corso?… Soy Irene Adler.»
– Ya veo -miró el pasillo desierto a su espalda; la secretaria se había ido-. Me extrañaba que no siguieras de centinela… ¿De dónde llamas?
– «Del bar-tabac de la esquina. Hay un hombre que vigila la casa. Por eso vine aquí.»
Por un instante, Corso respiró despacio. Después buscó con los dientes una piel junto a la uña del pulgar y tiró de ella. Tenía que ocurrir tarde o temprano, se dijo con retorcida resignación: formaba parte del paisaje, o del decorado. Después pronunció una palabra que sabía innecesaria:
– Descríbelo.
– «Moreno, con bigote y una cicatriz grande en la cara -la voz de la chica sonaba tranquila; sin rastro de emoción ni conciencia de peligro-. Está dentro de un BMW gris aparcado al otro lado de la calle.»
– ¿Te ha visto?
– «No sé; pero yo lo veo a él. Lleva una hora dentro del coche y ha bajado dos veces: una para mirar los nombres de los timbres del portal, y otra para comprar diarios.»
Escupió Corso la minúscula piel de la boca y se chupó el pulgar. Le escocía.
– Oye. No sé qué pretende ese individuo. Ni siquiera si los dos formáis parte del mismo montaje. Pero no me gusta que esté cerca de ti. No me gusta nada. Así que vete al hotel.
– «No seas imbécil, Corso. Yo iré donde deba ir.»
Todavía añadió «saludos a Treville» antes de colgar el teléfono, y Corso hizo un gesto a medio camino entre la exasperación y el sarcasmo, porque pensaba en lo mismo y no agradecía la coincidencia. Por eso permaneció un momento mirando el auricular antes de devolverlo a la horquilla. Naturalmente, ella estaba leyendo Los tres mosqueteros; incluso tenía el libro abierto cuando la vio por la ventana. En el capítulo tercero, recién llegado a París y en plena audiencia con el señor de Treville, jefe de los mosqueteros del rey, d'Artagnan ve por la ventana a Rochefort y, precipitándose escaleras abajo, en su busca, tropieza con el hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis. Saludos a Treville. Como broma resultaba ingeniosa, si es que era espontánea. Pero a Corso no le hacía ninguna gracia.
Después de colgar el teléfono permaneció quieto en la penumbra del pasillo, reflexionando. Tal vez esperaban de él precisamente eso, una carrera escaleras abajo, espada en mano, tras el señuelo de Rochefort. Hasta la llamada de la chica podía formar parte del plan; o tal vez, puestos a rizar el rizo, una advertencia contra ese mismo plan, si es que había tal. Y si es que ella -Corso tenía demasiada experiencia para poner la mano en el fuego por nadie- jugaba limpio.
Malos tiempos, se dijo de nuevo. Tiempos absurdos. Después de tantos libros, cine y televisión, después de tantos niveles de lectura posibles, resultaba difícil saber si uno se enfrentaba al original o a la copia; cuándo el juego de espejos devolvía la imagen real, la invertida o la suma de éstas, y cuáles eran las intenciones del autor. Resultaba tan fácil quedarse corto como pasarse de listo. Había en ello un motivo más para envidiar al tatarabuelo Corso, sus mostachos de granadero y el olor a pólvora sobre el barro de Flandes. Entonces una bandera todavía era una bandera, el Emperador era el Emperador, una rosa era una rosa. De cualquier modo, ahora, en París y para Corso, algo seguía claro: incluso como lector de segundo nivel estaba dispuesto a asumir el juego sólo hasta ciertos límites. Y no tenía edad, ni inocencia, ni ganas de correr a batirse en terreno elegido por los adversarios, tres duelos concertados en diez minutos, en los Carmelitas Descalzos o donde diablos fuera. Cuando hubiera que decirse hola muy buenas, ya procuraría él acercarse a Rochefort con todas las garantías a su favor, a ser posible por detrás y con una barra de hierro en la mano. Se lo debía desde aquella calleja estrecha, en Toledo, sin olvidar los intereses acumulados en Sintra. Corso era de los que siempre saldan sus deudas en frío. Sin prisas.