El número Uno y el número Dos

Sucede que el diablo es muy astuto. Sucede que no siempre es tan feo como dicen.

(J. Cazotte. El diablo enamorado)


Faltaban pocos minutos para la salida del expreso de Lisboa cuando vio a la chica. Corso estaba en el andén, al pie de la escalerilla de su vagón -Companhia Internacional de Carruagems-Camas- y se cruzó con ella entre un grupo de viajeros, camino de los coches de primera clase. Cargaba una pequeña mochila y tenía puesta la misma trenca azul, pero al principio no la reconoció. Sólo fue capaz de percibir algo familiar en los ojos verdes, tan claros que parecían transparentes, y en su cabello muy corto. Eso le hizo seguirla con la vista un momento, hasta que desapareció dos vagones más abajo. Sonó el silbato de la locomotora y, mientras subía a la plataforma y el encargado cerraba la puerta a su espalda, Corso recompuso la escena: ella sentada a un extremo de la mesa del café, en la tertulia de Boris Balkan.

Avanzó por el pasillo, camino de su compartimento. Las luces de la estación desfilaban cada vez más rápidas al otro lado de las ventanillas mientras el traqueteo del convoy acompasaba la marcha. Moviéndose con dificultad en el estrecho habitáculo, colgó el gabán y la chaqueta antes de sentarse en la cama, junto a su bolsa de lona. Dentro, con Las Nueve Puertas y la carpeta con el manuscrito Dumas, tenía un libro, el Memorial de Santa Helena, de Les Cases:


Viernes, 14 de julio de 1816. El Emperador ha estado enfermo toda la noche…


Encendió un cigarrillo. De vez en cuando, al pasar el tren junto a lugares iluminados que le recortaban el rostro con la rápida intermitencia de una luz estroboscópica, Corso echaba una ojeada a través de la ventanilla antes de sumirse de nuevo en los pormenores de la lenta agonía de Napoleón y las argucias de su carcelero inglés, sir Hudson Lowe. Leía con el ceño fruncido, ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz. En ocasiones se detenía a contemplar un momento su propio reflejo en la ventanilla y modulaba una mueca zumbona dedicada a sí mismo. A esas alturas y con su currículum, era todavía capaz de sentir indignación por el miserable fin que los vencedores dieron al titán caído, sujeto a su roca en mitad del Atlántico. Curiosa experiencia, revisar aquello -los sucesos históricos y sus propios sentimientos al respecto- desde la lucidez actual. Tan lejos ya el otro Lucas Corso que admiraba con reverencia el sable del veterano de Waterloo; el niño que asumía los mitos familiares con belicoso entusiasmo, bonapartista precoz, devorador ávido de libros ilustrados con grabados de campañas gloriosas, nombres que sonaban como redobles de carga: Wagram, Jena, Smolensko, Marengo. Ojos desmesuradamente abiertos y desaparecidos mucho tiempo atrás, fantasma impreciso que se dibujaba a veces en su memoria, entre las páginas de un libro, en un olor o un sonido, en el cristal oscuro de una ventana cuando la lluvia venida del País Que Ya No Existe golpeaba afuera, en la noche.

El encargado pasó junto a la puerta agitando una campanilla. Media hora para el cierre del vagón restaurante. Corso cerró el libro, se puso la chaqueta y, tras colgarse del hombro la bolsa de lona, salió del compartimento. Al extremo del pasillo, tras la puerta de vaivén, una fría corriente de aire corría entre el pasaje de fuelle que iba del coche-cama al contiguo. Cruzó, oyendo sonar los topes bajo sus pies, para encontrarse en la zona de los asientos de primera clase. Al esquivar a un par de pasajeros en el pasillo se fijó en el interior del departamento más próximo, ocupado sólo a medias. La chica estaba allí, junto a la puerta, vestida con jersey y tejanos, los pies descalzos sobre el asiento de enfrente. Mientras Corso pasaba levantó los ojos del libro que leía, y sus ojos se encontraron. No hubo en los de la joven señal alguna de reconocimiento, así que él interrumpió, apenas iniciado, el breve gesto de saludo que estaba a punto de dirigirle de manera instintiva. Ella tuvo que intuir el ademán, pues lo miró con curiosidad; mas el cazador de libros ya seguía camino, pasillo adelante.

Cenó mecido por el traqueteo del vagón, y hubo tiempo para beber un café y una copa de ginebra antes de que cerraran el servicio. La luna despuntaba con tonos de seda cruda al extremo de la noche, y los postes telefónicos se movían en ella, fugaces, enmarcando fotogramas en contraluz de un proyector mal ajustado sobre la llanura en sombras.

Regresaba a su vagón cuando dio con la chica en el pasillo de primera clase. Había hecho girar la manivela de la ventanilla y se apoyaba en el marco, recibiendo en la cara el aire frío del exterior. Al llegar a su altura, Corso giró de costado para eludirla en el estrecho corredor. Entonces se volvió hacia él.

– Lo conozco-dijo.

Vistos de cerca, sus ojos eran todavía más verdes y claros, como cristal líquido. El efecto resultaba luminoso por contraste con la piel tostada por el sol; a finales de marzo y con aquel pelo con raya a la izquierda como un muchacho, le daba un aspecto singular, deportivo, agradablemente equívoco. Era alta, delgada y flexible. Y muy joven.

– Es cierto -confirmó Corso, deteniéndose un momento-. Hace un par de días. En el café.

Ella sonrió. Nuevo contraste en su rostro, dientes blancos sobre piel atezada. La boca era grande, bien dibujada. Guapa chica, habría dicho Flavio La Ponte acariciándose los rizos de la barba.

– Usted era el que preguntaba por d'Artagnan.

El aire frío de la ventanilla abierta agitaba su pelo corto. Seguía descalza; sus zapatillas de tenis blancas estaban en el suelo junto al asiento vacío. Le echó un vistazo instintivo al título del libro allí abandonado: Aventuras de Sherlock Holmes. Una edición barata, observó. En rústica. La mejicana de Editorial Porrúa.

– Va a coger un resfriado -dijo él.

La joven negó con la cabeza, sonriendo aún, pero hizo girar la manivela y subió el cristal. Corso, que se disponía a seguir su camino, se demoró para sacar un cigarrillo. Lo hizo igual que siempre, directamente del bolsillo a los labios, y vio que ella observaba su gesto.

– ¿Usted fuma? -preguntó indeciso, deteniendo la mano a mitad de camino.

– A veces.

Se puso el pitillo en la boca y sacó otro. Era negro, sin filtro, tan arrugado como todos los paquetes que solía llevar encima. La joven lo tomó entre los dedos, observando la marca antes de inclinarse para que Corso lo encendiera, después que el suyo, con el último fósforo de la caja.

– Es fuerte -dijo ella expulsando la primera bocanada de humo, aunque no hizo ninguno de los aspavientos que Corso esperaba. Sostenía el cigarrillo de modo insólito: entre el pulgar y el índice, con la brasa hacia afuera-. ¿Viaja en este vagón?

– No. En el contiguo.

– Tiene suerte de ir en coche cama -se palpó el bolsillo trasero de los tejanos, indicando una billetera inexistente-. Ojalá pudiese yo. Menos mal que el compartimento va medio vacío.

– ¿Es estudiante? -Algo así.

El tren vibró con estruendo al entrar en un túnel. La chica se volvió entonces cual si la tiniebla exterior atrajese su atención. Se inclinaba sobre el cristal contra su propio reflejo, tensa y alerta; y parecía acechar algo en el estrépito de aire comprimido entre los muros del angosto pasadizo. Después, cuando el vagón salió a terreno abierto y pequeñas luces volvieron a puntear la noche a modo de trazos breves al paso del convoy, sonrió de nuevo, absorta.

– Me gustan los trenes -dijo. -A mí también.

La joven seguía vuelta hacia la ventanilla. Una de sus manos tocaba el cristal con la punta de los dedos.

– ¿Se imagina?… -comentó. Su sonrisa se había vuelto evocadora; parecía que la suscitaran íntimos recuerdos-. Dejar París de noche para despertarse frente a la laguna de Venecia, camino de Estambul…

Corso hizo una mueca. ¿Qué edad tenía? Quizá dieciocho, veinte como mucho.

Jugar al poker… -sugirió- entre Calais y Brindisi.

La chica lo estudió con más atención.

– No está mal -meditaba un momento-. ¿Qué le parece desayunar con champaña entre Viena y Niza?

– Interesante. Como espiar a Basil Zaharoff.

– O emborracharse con Nijinsky.

– Robar las perlas de Coco Chanel.

– Flirtear con Paul Morand… O con mister Barnabooth.

Se echaron a reír los dos. Entre dientes Corso, divertido. De un modo abierto ella, apoyando la frente en el cristal frío de la ventanilla. Tenía una risa sonora y franca, de muchacho, a juego con el corte de pelo y los luminosos ojos verdes.

– Ya no hay trenes así -dijo él.

– Lo sé.

Las luces de un poste de señales pasaron como relámpagos. Después fue un andén mal iluminado, desierto, con un rótulo ilegible por la velocidad. La luna ascendía recortando brutal, a intervalos, confusas siluetas de árboles y tejados. Parecía volar paralela al tren, empeñada con él en una carrera alocada y sin objeto.

– ¿Cómo se llama?

– Corso. ¿Y usted?

– Irene Adler.

La estudió de arriba abajo y ella sostuvo el examen, impasible.

– Ése no es un nombre.

– Tampoco Corso lo es.

– Se equivoca. Soy Corso. El hombre que corre.

– No parece un hombre que corra. Más bien parece tranquilo.

Inclinó un poco la cabeza, sin responder, observando los pies desnudos de la chica sobre la moqueta del pasillo. Adivinaba la mirada fija en él, estudiando su apariencia, y -hecho singular, tratándose de Corso- eso le hizo sentir alguna turbación. Demasiado joven, se dijo. Demasiado atractiva. Maquinalmente se ajustó las gafas torcidas mientras se disponía a seguir camino.

– Que tenga buen viaje.

– Gracias.

Dio unos pasos, sabiendo que ella lo miraba alejarse.

– Tal vez nos veamos por ahí -la oyó decir a su espalda.

– Tal vez.

Imposible. Era otro Corso de vuelta a casa, incómodo, con la Grande Armée a punto de fundirse en la nieve; el incendio de Moscú crepitaba en la huella de sus botas. No iba a largarse de aquel modo, así que se detuvo y giró sobre los talones. Al hacerlo sonreía igual que un lobo flaco.

– Irene Adler… -repitió, fingiendo hacer memoria-. ¿Estudio en escarlata?

– No -respondió ella, con calma-. Un escándalo en Bohemia… -ahora sonreía también, y su mirada era un trazo esmeralda en la penumbra del pasillo-. La Mujer, querido Watson.

Corso hizo ademán de darse una palmada en la frente, como si acabara de caer en ello.

– Elemental -dijo. Y tuvo la certeza de que se encontrarían de nuevo.


Corso estuvo en Lisboa menos de cincuenta minutos; el tiempo justo para ir de la estación de Santa Apolonia a la del Rossío. Hora y media más tarde pisaba el andén de Sintra bajo un cielo de nubes bajas que difuminaban, monte arriba, las melancólicas torres grises del castillo Da Pena. No había taxis a la vista, y subió andando hasta el pequeño hotel situado frente a las dos grandes chimeneas del Palacio Nacional. Eran las diez de la mañana de un miércoles y la explanada estaba libre de turistas y autocares; no hubo problemas en conseguir una habitación con vistas al paisaje quebrado, espeso y verde, donde despuntaban tejados y torres de las viejas quintas, entre jardines centenarios cubiertos de hiedra.

Después de la ducha y un café preguntó por la Quinta da Soledade, y la encargada del hotel le indicó el camino, carretera arriba. Tampoco había taxis en la explanada, aunque sí un par de coches de caballos; Corso ajustó el precio y minutos después pasaba bajo los encajes de piedra neomanuelinos de la Torre da Regaleira. Los cascos del caballo resonaron en las oquedades de los muros umbríos, en los canalillos y fuentes por donde corría el agua; entre la hiedra espesa cubriendo paredes, rejas, troncos de árbol, escaleras de piedra tapizadas de musgo y antiguos azulejos de las quintas abandonadas.

La Quinta da Soledade era un edificio rectangular del siglo xviii, con cuatro chimeneas y una fachada cuyo revoque ocre estaba descolorido en regueros y manchas. Corso bajó del coche y estuvo un momento observando el lugar antes de abrir la verja de hierro. A uno y otro lado, rematando el muro sobre columnas de granito, había dos estatuas de piedra verdegris, enmohecida. Una representaba un busto de mujer; la otra parecía idéntica, pero de facciones ocultas bajo la hiedra que trepaba hasta ella, inquietante parásito que se hubiera adueñado del rostro, fundiéndose con los rasgos modelados debajo.

Al caminar hacia la casa escuchó el sonido de sus pasos sobre las hojas muertas. Era un sendero flanqueado por estatuas de mármol, casi todas caídas y rotas junto a los pedestales vacíos. El jardín estaba en completo abandono, invadido por la vegetación que subía por los bancos y miradores, cuyos forjados oxidaban la piedra cubierta de musgo. A la izquierda, junto a un estanque lleno de plantas acuáticas, una fuente de azulejos rotos cobijaba a un angelote mofletudo, de ojos vacíos y manos mutiladas que dormía con la cabeza sobre un libro y de cuya boca entreabierta manaba un hilillo de agua. Todo llevaba impresa una infinita tristeza, a la que Corso no pudo sustraerse. Quinta de la Soledad, repitió. El nombre era adecuado.

Ascendió por una escalera de piedra hasta la puerta, levantando la vista. Entre su cabeza y el cielo gris, un antiguo reloj de sol no marcaba hora alguna en sus cifras romanas. Lo presidía una leyenda: Ommes vulnerant, postuma necat.

Todas hieren -leyó-. La última mata.


– Llega usted a tiempo -dijo Fargas-. Para la ceremonia.

Corso estrechó su mano, un poco desconcertado. Victor Fargas era alto y flaco como un gentilhombre de El Greco; tanto que parecía moverse, dentro del holgado jersey de lana gruesa, igual que una tortuga en su concha. Lucía un bigote recortado con pulcritud geométrica, los pantalones se le abolsaban en las rodillas, y los zapatos eran relucientes, de un modelo antiguo gastado por el uso. Eso fue cuanto Corso abarcó al primer vistazo, antes de que su atención se desplazase a la enorme casa vacía, las paredes desnudas, las pinturas de los techos desmenuzadas en lagunas mohosas, roídas por el yeso y la humedad.

Fargas miró al recién llegado de arriba abajo.

– Supongo que aceptará un coñac, -dijo por fin, a modo de conclusión tras íntimo razonamiento, y echó a andar por el pasillo cojeando ligeramente, sin preocuparse en comprobar si Corso lo seguía o no. Pasaron junto a otras habitaciones también vacías, o con restos de muebles inservibles tirados en un rincón. De los techos, al extremo de cables eléctricos, colgaban casquillos desnudos o bombillas polvorientas.

Las únicas estancias con aspecto de estar en uso eran dos salones comunicados por una puerta corredera, con escudos de armas esmerilados en el vidrio, cuyas hojas abiertas mostraban un panorama de paredes vacías y huellas de objetos que antaño las adornaron impresas en su viejo empapelado: marcas rectangulares de cuadros desaparecidos, contornos de muebles, clavos oxidados, puntos de luz para lámparas inexistentes. Sobre aquel triste paisaje gravitaba un techo pintado imitando bóveda de nubes con la figuración, en el centro, del sacrificio de Abraham: un viejo patriarca de cuarteados colores cuya mano, armada de puñal y a punto de abatirse sobre un rubio jovencito, era detenida por un ángel con alas enormes. Bajo la falsa bóveda se abría una puerta-ventana, sucia y con algunos vidrios sustituidos por recortes de cartón, que daba a la terraza y a la parte trasera del jardín.

– Dulce hogar-dijo Fargas.

Era una ironía formulada sin excesiva convicción. Parecía que el dueño de la casa la hubiese utilizado demasiadas veces y ni él mismo confiara ya en su efecto. Hablaba castellano con denso y distinguido acento portugués, y se movía siempre muy despacio, tal vez a causa de su pierna inválida, a la manera de esa gente que posee una eternidad ante sí.

– Coñac -repitió, ensimismado, cual si no recordase bien qué los había llevado hasta allí.

Corso hizo un vago gesto afirmativo que Fargas no vio. El vasto salón se cerraba al otro lado en una enorme chimenea con una pequeña pila de troncos sin encender. Había un par de sillones desparejos, una mesa y un aparador, un quinqué de petróleo, dos candelabros con velas, un violín en su estuche y poco más. Pero en el suelo, sobre antiguas alfombras deshilachadas o tapices deslucidos por el tiempo, lo más lejos posible de las ventanas y de la luz plomiza que éstas dejaban entrar, se alineaban en orden perfecto muchos libros; quinientos o más, calculó Corso. Tal vez casi un millar. Entre ellos, numerosos códices e incunables. Buenos y viejos libros en piel o pergamino, antiguos volúmenes con clavos en las tapas, infolios, elzevires, encuadernaciones con gofrados, bullones, florones, cierres, lomos y cantos con letras doradas o caligrafiados en los scriptorios de monasterios medievales. Observó también por los rincones una docena de ratoneras oxidadas. La mayor parte, sin queso.

Fargas, que hurgaba en el aparador, se volvió con una copa y una botella de Remy Martin, observándola al trasluz para comprobar su contenido.

– Dorada sangre de Dios -dijo, triunfal-. O del diablo. Sonreía sólo con la boca, torcido el bigote a la manera de los viejos galanes de cine; mas sus ojos continuaban fijos e inexpresivos, cercados de bolsas como por un insomnio que empezase a durar demasiado. Corso observó sus manos finas, de buena crianza, al tomar de ellas la copa de coñac, cuyo cristal ligero vibraba suavemente al llevárselo a los labios.

– Bonita copa -elogió, por decir algo.

El bibliófilo estaba de acuerdo, e hizo un gesto a medio camino entre la resignación y la burla de sí mismo, sugiriendo una segunda lectura de todo aquello: la copa, los tres dedos de coñac de la botella, la casa despojada. Su misma presencia allí: elegante, pálido y ajado fantasma.

– Sólo me queda otra igual -respondió con tranquila objetividad, a modo de confidencia-. Por eso las conservo.

Corso se hizo cargo con un movimiento de cabeza. Su mirada recorrió un momento las paredes vacías para volver a centrarse en los libros.

– Tuvo que ser una hermosa quinta -dijo.

El otro encogió los hombros bajo el jersey.

– Sí; lo fue. Pero con las viejas familias pasa lo que con las civilizaciones: un día se agostan y mueren -miró alrededor sin ver; parecía que sus ojos reflejaran los objetos ausentes-. Al principio uno recurre a los bárbaros para que vigilen el limes del Danubio, después los enriquece y termina convirtiéndolos en acreedores… Hasta que un día se sublevan y lo invaden a uno, y lo saquean -observó a su interlocutor con repentina suspicacia-. Espero que sepa de qué estoy hablando.

Asintió Corso. A estas alturas ya dejaba flotar entre ambos su mejor sonrisa de conejo cómplice.

– Lo sé perfectamente -confirmó-: Botas herradas pisando porcelana de Sajonia. ¿Se refiere a eso?… Fregonas con traje de noche. Menestrales advenedizos que se limpian el culo con manuscritos miniados.

Fargas hizo un movimiento de aprobación. Sonreía, satisfecho. Luego cojeó hasta el aparador en busca de la otra copa.

– Creo -dijo- que también tomaré un coñac.

Brindaron en silencio mirándose a los ojos, semejantes a dos miembros de una cofradía secreta tras establecer los signos de reconocimiento. Al cabo, el bibliófilo señaló los libros e hizo un gesto con la mano que sostenía la copa, como si superada la prueba de iniciación invitara a Corso a franquear una barrera invisible, acercándose a ellos.

– Ahí los tiene. Ochocientos treinta y cuatro volúmenes, de los que ya menos de la mitad merece la pena -bebió un poco antes de pasarse el índice por el bigote húmedo, mirando alrededor-. Es una lástima que no los haya conocido en tiempos mejores, alineados en sus estanterías de madera de cedro… Llegué a reunir cinco mil. Éstos son los supervivientes.

Corso, que había dejado la bolsa de lona en el suelo, se acercó a los libros. Sentía cosquillearle la punta de los dedos por puro reflejo. El panorama era magnífico. Se ajustó las gafas para detectar, al primer vistazo, un Vasari en cuarto de 1588, primera edición, y un Tractatus de Berengario de Carpi, con encuadernación en pergamino, del xvi.

– Nunca hubiera imaginado que la colección Fargas, que figura en todas las bibliografías, estuviese así. Libros apilados en el suelo, sin muebles, contra la pared, en una casa vacía…

– Es la vida, amigo mío. Pero debo precisar, en mi descargo, que todos se encuentran en impecable estado… Yo mismo los limpio y reviso, procuro airearlos y que estén a salvo de insectos y roedores, la luz, el calor y la humedad. De hecho no hago otra cosa durante el día.

– ¿Qué fue del resto?

El bibliófilo miró hacia la ventana, haciéndose también la misma pregunta. Arrugaba el ceño.

– Imagínese -repuso, y se diría un hombre muy infeliz cuando sus ojos volvieron a encontrarse con Corso-. Salvo la quinta, algunos muebles y la biblioteca de mi padre, no heredé más que deudas. Cada vez que obtuve dinero lo invertí en libros, y cuando mi renta tocó fondo liquidé cuanto quedaba: cuadros, muebles y vajilla. Usted sabe, creo, lo que significa ser un bibliófilo apasionado; pero yo soy bibliópata. El sufrimiento era atroz con sólo imaginar dispersa mi biblioteca.

– He conocido gente así.

– ¿De veras?… -Fargas lo miró con curiosidad-. A pesar de eso, dudo que se haga una idea exacta. Me levantaba por las noches para vagar como alma en pena frente a mis libros. Les hablaba, acariciaba sus lomos entre juramentos de lealtad… Todo fue inútil. Un día tuve que tomar la decisión: sacrificar la mayor parte, conservando los ejemplares más queridos y valiosos… Ni usted ni nadie comprenderán nunca lo que fue aquello: mis libros pasto de los buitres.

– Me lo figuro -dijo Corso, a quien no le hubiera importado en absoluto oficiar en semejantes funerales.

– ¿Se lo figura? No. Aunque viviese un siglo no podría. Separar unos de otros me costó dos meses de trabajo. Sesenta y un días de agonía, y también un acceso de fiebre que casi me mata. Por fin se los llevaron, y creí volverme loco… Lo recuerdo como si fuese ayer, aunque han transcurrido doce años.

– ¿Y ahora?

El bibliófilo mostró su copa vacía, cual si aquello simbolizase algo.

– Desde hace tiempo tengo que recurrir otra vez a mis libros. Aunque no necesito gran cosa: vienen un día por semana a hacer limpieza, y la comida la suben desde el pueblo… Casi todo el dinero se lo llevan los impuestos que pago al Estado por conservar la quinta.

Dijo Estado como podía haber dicho roedores, o carcoma. Corso hizo una mueca comprensiva, echando otro vistazo a las paredes desnudas de la casa.

– Puede venderla también.

– En efecto -Fargas asintió con indiferencia-. Pero hay cosas que usted no comprende.

Corso se había inclinado para coger un infolio encuadernado en pergamino y lo hojeaba con interés. De Symmetria de Durero, París 1557, reimpresión de la primera latina de Nuremberg. En buen estado y con amplios márgenes. Aquello habría vuelto loco a Flavio La Ponte. Habría vuelto loco a cualquiera.

– ¿Cada cuánto vende libros?

– Con dos o tres al año me basta. Después de dar muchas vueltas, escojo un volumen y lo vendo. Ésa es la ceremonia a la que me referí antes, al abrir la puerta. Tengo un comprador, compatriota suyo, que viene un par de veces al año.

– ¿Lo conozco? -aventuró Corso.

– Ignoro si lo conoce -fue la respuesta del bibliófilo, sin añadir nombre alguno-. Precisamente espero su visita de un día para otro, y cuando usted llegó me disponía a elegir víctima… -movió una de sus delgadas manos en el aire, imitando el movimiento de la guillotina mientras sonreía, desganado-. El que debe morir para que los otros sigan juntos.

Levantó Corso la vista hacia el techo, en busca de la inevitable analogía. Abraham, con una profunda grieta surcándole el rostro, hacía visibles esfuerzos por liberar su diestra, armada de puñal, que el ángel sujetaba con mano firme mientras, con la otra, dirigía una severa admonición al patriarca. Bajo el filo, inclinada la cabeza sobre una piedra, Isaac aguardaba resignado su destino. Era rubio y rosado, cual un efebo de los que nunca dicen no. Más allá había pintada una especie de oveja enredada en la zarza, y Corso votó mentalmente por indultar a la oveja.

– Imagino que no hay otra solución -dijo mirando al bibliófilo.

– Habría dado con ella… -Fargas sonrió con abierto rencor-. Pero el león exige su parte, los tiburones huelen la sangre y la carnaza. Por desgracia ya no queda gente como el conde de Artois, que fue rey de Francia. ¿Conoce la anécdota?… El viejo marqués de Paulmy tenía sesenta mil volúmenes y estaba arruinado. Para escapar de los acreedores vendió su biblioteca al conde de Artois, pero éste exigió que el anciano la conservara hasta su muerte. Así, con el dinero adquirido, Paulmy pudo comprar nuevos ejemplares, enriqueciendo una colección que ya no era suya…

Metía las manos en los bolsillos del pantalón y se paseaba junto a los libros, oscilante sobre la pierna inválida, mirándolos uno a uno. Parecía un enjuto y desastrado Montgomery que revistase sus tropas en El Alamein.

– A veces ni los toco ni los abro -se había detenido, inclinándose para reacomodar un volumen en su fila, sobre la vieja alfombra-. Me limito a quitarles el polvo y a contemplarlos durante horas. Conozco al detalle lo que hay bajo cada encuadernación… Fíjese en éste: De revolutionis celestium, Nicolás Copérnico. Segunda edición, Basilea,1566. Una bagatela, ¿verdad?… Como la Vulgata Clementina que tiene a su derecha, entre los seis volúmenes de la Políglota de su compatriota Cisneros y el Cronicarum de Nuremberg. En ese otro lado, observe aquel curioso infolio: Praxis criminis persequendi de Simon de Colines, 1541. O esa encuadernación monástica con cuatro nervios y bullones que está mirando. ¿Sabe lo que hay dentro?… La leyenda áurea de Jacobo de la Vorágine, Basilea 1493, impresa por Nicolás Kesler.

Corso hojeó el libro. Era un ejemplar magnífico, también con los márgenes muy amplios. Lo devolvió a su sitio con cuidado antes de incorporarse limpiando las gafas con el pañuelo. Aquello podía arrancarle sudores al más frío.

– Usted no está bien de la cabeza. Si vendiera todo esto no tendría problemas económicos.

– Lo sé -Fargas se inclinaba para rectificar imperceptiblemente la posición del libro-. Pero si vendiera todo esto ya no tendría razón para seguir viviendo; luego me importaría un bledo carecer de problemas.

Corso indicó una fila de libros muy deteriorados. Había varios incunables y manuscritos, y ninguno era, por su encuadernación, posterior al siglo XVII.

– Tiene muchas ediciones antiguas de caballerías…

– Sí. Heredadas de mi padre. Su obsesión era reunir los noventa y cinco libros de la biblioteca de don Quijote, en especial los citados en el expurgo del cura… De él obtuve también ese curioso Quijote que ve junto a la primera edición de Os Lusiadas: un Ibarra de 1780 en cuatro tomos. Además de las láminas correspondientes, viene enriquecido con otras de impresión inglesa de la primera mitad del xviii, seis aguadas originales y la partida de nacimiento de Cervantes facsimilada e impresa en vitela… Cada uno tiene sus obsesiones. La de mi padre, que fue diplomático y vivió muchos años en España, era Cervantes. En otros casos se trata de manías. Hay quien no tolera una restauración, aunque sea invisible, o nunca compra ejemplares numerados por encima del 50… Lo mío, ya se habrá dado cuenta, eran los intonsos. Recorría subastas y librerías con una regla de medir en la mano, y me temblaban las piernas si al abrir un volumen lo encontraba virgen o sin desbarbar… ¿Ha leído el cuento burlesco de Nodier sobre el bibliófilo? A mí me sucedía lo mismo. Hubiera apuñalado gustoso a los encuadernadores de guillotina fácil. Y descubrir un ejemplar con dos milímetros más de blanco de página que el descrito en las bibliografías canónicas era el colmo de mi felicidad.

– También de la mía.

– Enhorabuena, entonces. Lo saludo como a un hermano de culto.

– No se precipite. Mi interés no es estético, sino lucrativo.

– Da igual. Usted me cae bien. Soy de los que creen que, en cuestión de libros, la moralidad convencional no existe -estaba en el otro extremo de la habitación pero se inclinó un poco hacia Corso, con aire de confidencia-. ¿Sabe una cosa?… Como en esa leyenda que tienen ustedes, la del librero asesino de Barcelona, yo también sería capaz de matar por un libro.

– No se lo aconsejo. Se empieza por eso, que parece una minucia, y al final termina uno mintiendo, votando en las legislativas y cosas así.

– Incluso vende los propios libros.

– Incluso.

Fargas movía tristemente la cabeza; luego estuvo inmóvil un momento, arrugado el entrecejo por secretas reflexiones. Al volver en sí miró a Corso con detenimiento, largo rato.

– Lo que nos lleva -dijo al fin- a la cuestión que me ocupaba cuando usted llamó a la puerta… Cada vez que encaro el problema siento lo que un cura renegando de su fe… ¿Le sorprende que use la palabra sacrilegio?

– En absoluto. Supongo que se trata exactamente de eso.

Fargas se retorcía las manos con gesto atormentado. Su mirada se deslizó a su alrededor, por la habitación desnuda y los libros en el suelo, hasta detenerse otra vez en Corso. La sonrisa parecía una mueca postiza, que alguien hubiera pintado en su cara.

– Sí. El sacrilegio sólo se justifica en la fe… Un creyente es el único capaz de cometerlo y sentir, al tiempo que incurre en él, la dimensión terrible de su acto. Jamás experimentaríamos horror profanando una religión que nos causara indiferencia; sería blasfemar sin un dios dándose por aludido. Absurdo.

Corso no tuvo problemas en mostrarse de acuerdo. -Sé a qué se refiere. Es el Me has vencido, Galileo de Juliano el Apóstata.

– Desconozco esa cita.

– Igual es apócrifa. Cierto hermano marista solía mencionarla cuando yo iba al colegio, alertándonos sobre los riesgos de irse por la tangente. Se terminaba acribillado a flechazos en el campo de batalla, escupiéndole sangre a un cielo sin dios.

Asintió el bibliófilo como si todo aquello le fuese extraordinariamente próximo. Latía algo singular en el extraño rictus de la boca, en la obsesionada fijeza de sus ojos.

– Así me siento yo ahora -dijo-. Me levanto, incapaz de dormir, y me planto aquí, resuelto a cometer una nueva profanación -mientras hablaba se había acercado a Corso, tanto que éste se vio a punto de retroceder un paso-. A pecar contra mí mismo y contra ellos… Toco un libro, me arrepiento, escojo otro y termino devolviéndolo a su sitio… Sacrificar uno para que los otros sigan unidos, desgajar una rama del tronco y seguir disfrutando el resto… -mostró la mano derecha-. Preferiría cortarme uno de estos dedos.

Al hacer el gesto su mano temblaba. Corso movió la cabeza. Era capaz de escuchar; eso formaba parte de su oficio. Incluso podía comprender. Pero no estaba dispuesto a asumir el juego; aquélla no era su guerra. Como habría dicho Varo Borja, él era un lansquenete a sueldo y se hallaba de visita. Lo que Fargas requería era un confesor o un psiquiatra.

– Nadie ofrecerá un escudo -dijo, en tono ligero- por una falange de bibliófilo.

La broma se perdió en el vacío inmenso que llenaba los ojos de su interlocutor. Éste miraba a través de Corso, sin verlo. En sus pupilas dilatadas y ausentes sólo había libros.

– ¿Cuál elegir, entonces?… -prosiguió Fargas. Corso había metido la mano en el gabán para sacar un cigarrillo que en ese momento le ofrecía, pero el otro ignoraba el gesto, absorto, obsesionado, sin escuchar más que su propio discurso; ajeno a todo menos a las alucinaciones de su conciencia en suplicio-. Tras darle muchas vueltas he seleccionado dos candidatos -cogió dos libros del suelo y los puso en la mesa-. Diga qué le parecen.

Se inclinó Corso sobre los volúmenes y abrió uno de ellos. Lo hizo por una página con grabado, xilografía con tres hombres y una mujer trabajando en una mina. Era la segunda edición latina del De re metallica de Georgius Agricola, hecha por Froben y Episcopius en Basilea sólo cinco años después de la primera impresión de 1556. Emitió un gruñido de aprobación mientras encendía el cigarrillo.

– Ya ve que no es fácil elegir -a Fargas se le veía pendiente de los gestos de Corso. Lo miraba inquieto, con avidez, mientras éste pasaba páginas rozándolas apenas con la punta de los dedos-. He de vender un solo libro cada vez; y no uno cualquiera. El sacrificado debe poner a salvo a los otros por seis meses más… Es mi tributo al Minotauro -se tocó una sien-. Todos tenemos uno en el centro del laberinto… Nuestra razón lo crea, y él impone su propio horror.

– ¿Por qué no vende varios libros menos valiosos de una sola vez?… Tal vez reúna la suma que necesita, conservando los más raros. O sus favoritos.

– ¿Despreciar unos en beneficio de otros?… -el bibliófilo se estremeció-. Eso es imposible; todos poseen la misma alma inmortal, gozan de idéntico derecho para mí. Puedo tener mis preferidos, sin duda. ¿Cómo evitarlo?… Pero jamás los distingo con un gesto, con una palabra que los enaltezca frente a sus compañeros menos favorecidos. Al contrario. Recuerde que el mismo Dios designó a su hijo para el sacrificio; para la redención de los hombres. Y Abraham… -pareció referirse a la pintura del techo, porque le sonrió tristemente al vacío elevando la mirada, inconclusa la frase.

Corso había abierto el segundo volumen, infolio con encuadernación italiana en pergamino, del setecientos. Era un bellísimo Virgilio, la edición veneciana de Giunta, impresa en 1544. Aquello hizo volver en sí al bibliófilo.

– Hermoso, ¿no es cierto? -se adelantó para arrebatárselo de las manos con impaciencia-. Mire la página de título, la bordura arquitectónica que la contornea… Ciento trece xilografías perfectas salvo la página 345, que tiene una pequeña restauración antigua, casi imperceptible, en el ángulo bajo. Casualmente es mi predilecta, fíjese: Eneas en los infiernos, junto a la Sibila. ¿Cuándo vio cosa igual? Observe las llamas tras el triple muro, la caldera de los condenados, el ave que devora las entrañas… -el pulso del bibliófilo parecía golpearle, casi visible, en las muñecas y en las sienes. Ahuecaba la voz con el volumen cerca de los ojos para leer mejor. Su expresión era radiante-: «Moenia lata videt, triplici circundata muro, quae rapidus flammis ambit torrentibus amnis…» -se detuvo, en éxtasis-. El grabador tenía una hermosa, violenta y medieval concepción del Hades virgiliano.

– Magnífico ejemplar -confirmó el cazador de libros, aspirando su cigarrillo.

– Más que eso. Toque el papel. Esemplare buono e genuino con le figure assai ben impresse, aseguran los viejos catálogos… -tras el acceso febril, la expresión de Fargas volvía a sumirse en el vacío; de nuevo estaba absorto, abismado en los rincones oscuros de su pesadilla-. Creo que venderé éste.

Corso expulsó el humo con impaciencia.

– No lo entiendo. Salta a la vista que es uno de sus favoritos. Y el Agricola también. Le tiemblan las manos cuando los toca.

– ¿Las manos?… Diga mejor que el alma se quema con los tormentos del infierno. Creía habérselo explicado. El libro por sacrificar no puede nunca serme indiferente. ¿Qué supondría este doloroso acto, en otro caso?… Una sórdida transacción según las leyes del mercado, varios baratos a cambio de uno caro… -negó con violencia, despectivo. Miraba torvamente en torno, buscando a quien escupir su desdén-. Son los más amados, quienes brillaron entre otros por su belleza, por el amor que supieron inspirar, los que tomo de la mano y acompaño hasta el umbral mismo del sacrificio… La vida puede despojarme, es cierto. Pero no me convertirá en un miserable.

Dio unos pasos sin rumbo por la habitación. El triste escenario, su cojera, el jersey de lana y los viejos pantalones acentuaban su aspecto fatigado y frágil.

– Por eso permanezco en esta casa -prosiguió-. Entre sus muros vagan las sombras de mis libros perdidos -se había parado ante la chimenea, mirando la miserable leña apilada en el hogar-. A veces siento que acuden a exigir reparación a mi conciencia… Entonces, para aplacarlos, cojo ese violín que ve ahí, y me pongo a tocar durante horas; paseándome a oscuras por la casa, como un condenado… -se había vuelto a mirar a Corso, recortado en contraluz sobre el cristal sucio de la ventana-. El bibliófilo errante.

Vino despacio hasta la mesa y puso una mano encima de cada libro, como si hasta entonces hubiera retrasado el momento de tomar una decisión. Ahora sonreía, inquisitivo.

– ¿Cuál designaría, de estar en mi caso?

Corso se agitó, molesto.

– A mí déjeme al margen. Tengo la suerte de no estar en su caso.

– Usted lo ha dicho: la suerte. Fina apreciación. Un estúpido me envidiaría, supongo. Todo este tesoro en casa… Pero no me ha dicho cuál vender. Qué hijo irá al sacrificio… -torció súbitamente el gesto, angustiado; parecía que algo le doliese dentro, en la carne y la conciencia-. Caiga sobre mí su sangre -añadió en voz muy baja y crispada- hasta la séptima generación.

Repuso el Agricola en su sitio sobre la alfombra y acarició el pergamino de Virgilio mientras murmuraba «su sangre» entre dientes. Tenía los ojos húmedos y el temblor de sus manos parecía incontrolable.

– Creo que venderé éste -insistió.

Si Fargas no se había vuelto majara, lo estaría pronto. Corso miró las paredes desnudas, las huellas de los cuadros sobre el empapelado con manchas de humedad. A la improbable séptima generación le traía todo sin cuidado. Lo mismo que en su propio caso, el de Lucas Corso, los Fargas morirían allí. O descansarían, por fin. El humo del cigarrillo iba hacia las deterioradas pinturas del techo, recto como el humo de un sacrificio en un amanecer tranquilo. Echó un vistazo por la ventana, al jardín invadido de maleza, buscando la alternativa de un cordero enredado en la zarza, pero sólo había libros. El ángel soltó la mano que sujetaba en alto el cuchillo, y se fue llorando. Con la música a otra parte, el pobre gilipollas.

Corso apuró el cigarrillo para tirarlo a la chimenea. Estaba cansado y sentía frío bajo el gabán. Había oído demasiadas palabras entre aquellas paredes desnudas, y se alegró de no ver espejos que reflejaran la expresión de su rostro. Miró el reloj con gesto mecánico, sin fijarse en la hora. Con una fortuna clavada sobre las viejas alfombras y tapices, Victor Fargas había cobrado con creces su extraño precio en piedad. En lo que a Corso tocaba, ya era tiempo de hablar de negocios.

– ¿Y Las Nueve Puertas? -¿Qué pasa con él?

– Es lo que me trae por aquí. Supongo que recibió mi carta.

– ¿Su carta?… Sí, claro. Lo recuerdo. Sólo que, con todo esto… Disculpe. Las Nueve Puertas, por supuesto.

Miró en torno, aturdido, sonámbulo que acabasen de arrancar al sueño. De pronto parecía infinitamente fatigado, al final de un largo esfuerzo. Levantó un dedo, en demanda de un momento para reflexionar, antes de dirigirse cojeando a una esquina del salón. Allí, sobre un deslucido tapiz francés puesto en el suelo, y en cuyos restos Corso reconoció la victoria de Alejandro sobre Darío, se alineaba medio centenar de volúmenes.

– ¿Sabía usted -preguntó Fargas señalando la escena representada en el gobelino- que Alejandro destinó el cofre de los tesoros de su rival a guardar los libros de Homero?… -movió la cabeza complacido, observando el deshilachado perfil del macedonio-. Hermano bibliófilo. Buen chico.

A Corso le importaban un bledo las aficiones literarias de Alejandro Magno. Se había puesto en cuclillas y miraba los títulos impresos en algunos lomos y cantos. Todos eran antiguos tratados de magia, alquimia y demonología: Les trois livres de l'Art. Destructor omnium rerum, Disertazioni sopra le apparizioni de' spiriti e diavoli, De origine, moribus et rebus gestis Satanae

– ¿Qué le parecen? -preguntó Fargas. -No están mal.

Sonó la risa desganada del bibliófilo. Se había arrodillado sobre el tapiz, junto a Corso, y tocaba los libros con gesto mecánico, cerciorándose de que ninguno se había movido un milímetro desde la última vez que les pasó revista.

– Nada mal, es cierto. Al menos diez son ejemplares rarísimos… Toda esta parte de la biblioteca la heredé de mi abuelo, aficionado a las artes herméticas, a la astrología y masón… Mire. Éste es un clásico, el Diccionario infernal de Collin de Plancy, en la primera edición de 1842. Y ésta es la impresión de 1571 del Compendi dei secreti, de Leonardo Fioravanti… Aquel dozavo tan curioso es la segunda edición del Libro de los prodigios -abrió otro, mostrándole a Corso un grabado-. Fíjese en Isis… ¿Sabe cuál es éste?

– Claro. El Oedipus Aegiptiacus de Atanasius Kircher.

– Exacto. La edición romana de 1652 -Fargas devolvió el libro a su sitio y tomó otro cuya encuadernación veneciana era bien conocida por Corso: piel negra, cinco nervios, sin título y con un pentáculo en la tapa-. Y aquí está el que busca: De Umbrarum Regni Novem Portis… Las nueve puertas del reino de las sombras.

Muy a su pesar, Corso se estremeció. Al menos en el aspecto exterior, aquel volumen era idéntico al que llevaba en la bolsa de lona. Fargas puso el libro es sus manos y él se incorporó mientras pasaba las hojas. Fieles como dos gotas de agua, o casi. Tenía éste un poco deteriorada la piel de la tapa posterior, y en el lomo la antigua huella de un tejuelo añadido y después arrancado. El resto era tan impecable como en el ejemplar de Varo Borja; incluido el grabado número VIIII, que estaba intacto.

– Completo y en buen estado -dijo Fargas, interpretando correctamente los gestos de Corso-. Lleva tres siglos y medio dando vueltas por el mundo, y cuando se abre parece tan fresco como si saliera de la prensa… Se diría que el impresor hizo un pacto con el diablo.

– Tal vez lo hizo -sugirió Corso.

– No me vendría mal conocer la fórmula -el bibliófilo abarcó de un gesto el desolado salón, las hileras de libros en el suelo-. Mi alma a cambio de conservarlo todo.

– Puede intentarlo -Corso señaló Las Nueve Puertas-. Dicen que la fórmula está ahí dentro.

– Nunca creí esas bobadas. Aunque quizá sea momento de empezar. ¿No le parece?… Ustedes tienen un refrán en España: de perdidos al río.

– ¿Está en regla el ejemplar?… ¿Ha visto en él algo extraño?

– En absoluto. No tiene hojas faltas y los grabados siguen en su sitio: nueve y la página de título, tal y como lo adquirió mi abuelo a principios de siglo. Coincide con los catálogos y con los otros dos ejemplares: el Ungern de París y el Terral-Coy.

– Ya no es Terral-Coy. Ahora es colección Varo Borja, Toledo.

La mirada del bibliófilo se tornó suspicaz. Corso advirtió que se ponía alerta.

– ¿Varo Borja, dice?… -estuvo a punto de añadir algo, mas se arrepintió en el último instante-. Una colección notable. Y conocida -dio nuevos pasos sin rumbo antes de mirar los libros alineados sobre el tapiz-. Varo Borja… -repitió pensativo-. Especialista en demonología, ¿verdad? Un librero muy rico. Lleva años detrás de esas Nueve Puertas que tiene usted en las manos; siempre dispuesto a pagar cualquier precio… Ignoraba que hubiese conseguido otro ejemplar. Y usted trabaja para él.

– Ocasionalmente -admitió Corso.

El otro movió un par de veces la cabeza, perplejo, antes de fijar otra vez su atención en los libros del suelo.

– Es extraño que lo envíe a usted. Al fin y al cabo…

Se interrumpió, dejando la frase en el aire. Miraba la bolsa de Corso.

– ¿Ha traído el libro?… ¿Me permite verlo?

Fueron hasta la mesa y Corso puso su ejemplar junto al de Fargas. Al hacerlo oyó su respiración excitada. Volvía el éxtasis al rostro del bibliófilo:

– Mírelos bien -hablaba en voz baja, cual si temiese despertar algo dormido entre aquellas páginas-. Son perfectos, bellos e idénticos… Dos de los tres únicos ejemplares que escaparon al fuego, reunidos por primera vez desde su dispersión hace trescientos cincuenta años… -el temblor había vuelto a sus manos; se frotaba las muñecas para calmar el curso violento de la sangre que corría por ellas-. Observe la errata de la página 72. La s partida aquí, en la cuarta línea de la 87… El mismo papel, idéntica impresión… ¿No es maravilloso?

– Lo es -Corso carraspeó un poco-. Y me gustaría quedarme un rato. Estudiarlos en serio.

Fargas lo miraba, penetrante. Parecía dudar.

– Como guste -dijo al fin-. Pero si su ejemplar es el Terral-Coy, la autenticidad queda fuera de cuestión -le dirigió a Corso una mirada curiosa, intentando leer sus pensamientos-. Varo Borja tiene que saber eso.

– Supongo que lo sabe -Corso esgrimía su mejor sonrisa neutra-. Pero yo cobro por comprobarlo -aún sostuvo un poco la sonrisa; llegaban a uno de los aspectos difíciles de la cuestión-. Por cierto, hablando de cobrar, estoy autorizado para hacerle una oferta.

La curiosidad del bibliófilo se convirtió en suspicacia.

– ¿Qué tipo de oferta?

– Económica. Sustanciosa -Corso puso la mano sobre el segundo ejemplar-. Puede resolver sus problemas durante algún tiempo.

– ¿Es Varo Borja quien paga?

– Podría ser él.

Fargas se tocaba la barbilla con dos dedos.

– Ya tiene un libro -concluyó-. ¿Acaso pretende reunir los tres?

Quizás aquel tipo estuviese un poco ido, mas no era tonto. Corso opuso un gesto vago, sin comprometerse demasiado. Tal vez. Cosas de coleccionistas. Pero, puesto a vender, así Fargas podría conservar el Virgilio.

– Usted no comprende -apuntó el bibliófilo, aunque Corso comprendía demasiado bien. Allí no había nada que hacer.

– Olvídelo -dijo-. Sólo era una idea.

– Yo no vendo al azar. Escojo mis libros. Creí habérselo explicado bien.

Se le anudaban las venas en el dorso de las manos crispadas. Empezaba a irritarse, así que Corso pasó cinco minutos emitiendo señales de apaciguamiento. La oferta era secundaria, puro trámite. Lo que de verdad pretendía, concluyó, era el estudio comparativo de ambos ejemplares. Por fin, para su alivio, Fargas hizo un gesto afirmativo.

– A eso no le veo inconveniente -dijo. El recelo se templaba un poco. Era obvio que Corso le caía bien, y que las cosas habrían sido distintas de otro modo-. Aunque no puedo ofrecerle demasiadas comodidades…

Lo guió por el pasillo desnudo, hasta otra habitación pequeña que tenía un piano hecho astillas en un rincón. Había una mesa con una vieja menorah de bronce cubierta de goterones de cera, y un par de sillas desvencijadas.

– Al menos es un lugar tranquilo -dijo Fargas-. Y los cristales de la ventana están intactos.

Chasqueó los dedos como si hubiese olvidado alguna cosa, desapareciendo un momento para regresar con el resto de la botella de coñac en la mano.

– Así que Varo Borja lo consiguió por fin… -repitió, y parecía sonreír para sus adentros, complacido ante alguna perspectiva que le causaba, sin duda, profunda satisfacción. Después puso botella y copa en el suelo, lejos de los ejemplares de Las Nueve Puertas, miró alrededor del modo que lo haría un atento anfitrión para comprobar si todo estaba en orden, e hizo un último e irónico saludo antes de irse:

– Considérese en su casa.

Corso vació el resto de coñac en la copa, sacó sus notas y se puso a trabajar. En un pliego de papel había marcado con tinta tres franjas, encabezada cada una por un número y un nombre:











Página tras página, empezó a anotar cualquier diferencia entre el Uno y el Dos, por mínima que fuese: una mancha en el papel, un tono de tinta más fuerte en un ejemplar que en otro. Al llegar al primer grabado -NEM. PER VT.T QUI N.N LEG. CERT.RIT, el caballero que aconsejaba silencio al lector- sacó una lupa de siete aumentos de la bolsa y estudió las dos xilografías gemelas, línea a línea. Eran idénticas.

Observó, incluso, que la presión de los grabados sobre el papel, como la del resto de la tipografía, era la misma. No se veían líneas ni caracteres desgastados, rotos o torcidos, aparte de los comunes a ambos ejemplares. Eso significaba que el Uno y el Dos fueron impresos consecutivamente, o casi, bajo la misma prensa. En jerga de los hermanos Ceniza, Corso estaba ante un par de gemelos.

Siguió anotando. Una imperfección en la sexta línea de la página 19 del Dos lo hizo detenerse un poco, hasta comprobar que se trataba de una simple señal de tinta. Pasó más páginas. Ambos ejemplares tenían la misma estructura: dos hojas de guarda y 160 páginas cosidas en veinte cuadernillos de 8. Las nueve láminas del Dos, como las del Uno, iban fuera de texto, impresas aparte con el verso en blanco en el mismo tipo de papel, e incorporadas al ejemplar durante la encuadernación. En los dos libros, su posición era idéntica:


I. Entre pág. 16 y 17

II. 32-33

III. 48-49

IIII. 64-65

V. 8o-81

VI. 96-97

VII. 112-113

VIII. 128-129

IX. 144-145


O Varo Borja deliraba, o el suyo era un encargo extraño. No había modo alguno de que aquello resultase falso. Como mucho podía tratarse de una edición apócrifa; pero de época y perteneciendo ambos ejemplares a la misma. El Uno y el Dos eran la viva estampa de la honradez en papel impreso.

Apuró el resto del coñac antes de aplicar la lupa a la lámina Il -CLAUS. PAT. T.-: el ermitaño barbudo, la puerta cerrada, un fanal en el suelo y dos llaves en las manos. Con las láminas enfrentadas se sintió de pronto infantil, igual que cuando jugaba a detectar los siete errores. Realmente -hizo una mueca-, se trataba de eso. La vida como juego. Y los libros como espejo de la vida.

Entonces lo vio. Ocurrió de golpe, del mismo modo que nos situamos en una perspectiva correcta y algo sin aparente sentido se descubre de pronto ordenado y preciso. Corso expulsó aire de los pulmones igual que si fuese a reír, atónito, pero sólo emitió un sonido seco, parecido a una risa incrédula, sin humor. Aquello no podía ser. No se hacía trampa con ese tipo de cosas, así que sacudió la cabeza, confuso. Lo que estaba ante sus ojos no era un libro de pasatiempos adquirido en un quiosco de ferrocarriles, sino uno, dos volúmenes hechos tres siglos y medio atrás. Le habían costado la vida a su impresor, figuraron en el índice de libros prohibidos por la Inquisición, y los citaban las bibliografías serias: Lámina II. Leyenda latina. Anciano con dos llaves y una luz frente a una puerta cerrada… Pero nadie, hasta el momento, comparó juntos dos de los tres ejemplares conocidos. No era fácil reunirlos; ni tampoco necesario. Anciano con dos llaves. Eso bastaba.

Corso se levantó de la mesa y fue hasta la ventana. Permaneció así un rato, mirando a través del cristal empañado por su propio aliento. Después de todo, Varo Borja tenía razón. Aristide Torchia debió de reírse mucho a solas allí, sobre su pira en Campi dei Fiori, antes de que el fuego le quitara para siempre las ganas. Como broma póstuma era genial.

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