8

Volví al frente de la casa y miré hacia el oeste. Bajo los latigazos de lluvia observé el alto muro de piedra. Nunca había estado más cerca de poder escapar que en ese preciso instante. Habría sido fácil. La verja estaba abierta de par en par. Me figuré que la criada la había dejado así. Se había mojado para abrirla y no había querido mojarse otra vez para cerrarla. No estaba Paulie para hacerlo. Se había ido con el Cadillac. Así que la verja había quedado abierta y sin vigilancia. Era la primera vez que la veía así. Podía haberme escabullido. Pero no lo hice. Me quedé.

En parte debido al tiempo. Después de la verja había al menos veinte kilómetros de carretera pelada hasta el primer cruce importante. Veinte kilómetros. Y en la casa no había ningún coche. Los Beck se habían llevado el Cadillac y la criada el Saab. Habíamos abandonado el Lincoln en Connecticut. O sea que tendría que ir a pie. Tres horas andando deprisa. No disponía de tres horas. Casi seguro que en el lapso de tres horas el Cadillac regresaría. Y en la carretera no había dónde ocultarse. Los arcenes eran pelados y rocosos. Te hallabas al descubierto. Beck aparecería de frente. Yo iría andando. Él estaría en el coche. Con un arma. Paulie también. Y yo nada.

Por tanto, se trataba también de una cuestión de estrategia. Ser sorprendido en el acto de marcharme a pie confirmaría lo que Beck pudiera creer que sabía, suponiendo que hubiera sido él quien descubriera mis cosas. Pero si me quedaba tendría alguna posibilidad. Quedarse suponía inocencia. Podría desviar las sospechas hacia Duke. Podría decir que a lo mejor el bulto era de Duke. Quizá Beck lo encontraría verosímil. Quizás. A Duke le gustaba tener libertad para ir donde quisiera, a cualquier hora del día o la noche. Yo había permanecido encerrado y vigilado todo el tiempo. Y Duke ya no estaría ahí para negar nada. Me plantaría frente a Beck, hablando en voz alta, rápido y persuasivo. Podría tragárselo.

Había otro motivo. La esperanza. Tal vez no era Beck quien había hallado el escondite de las armas. A lo mejor había sido Richard, mientras andaba por la orilla. Su reacción era imprevisible. Me lo imaginé ante el dilema de hablar primero conmigo o con su padre. O quizás había sido Elizabeth. Estaba familiarizada con las rocas de por allí. Las conocía bien. Conocía sus secretos. Supuse que había pasado mucho tiempo en ellas, por una razón u otra. Y su reacción me favorecería. Probablemente.

Otro motivo para quedarme era la lluvia. Hacía un tiempo frío y desapacible, despiadado. Yo estaba demasiado cansado para andar tres horas bajo la lluvia. Sabía que era simple debilidad, pero el caso es que casi no podía mover los pies. Quería volver a la casa. Quería estar caliente, comer y descansar.

También influía el miedo al fracaso. Si me iba ahora, no regresaría jamás. Lo sabía. Y ya había invertido en ello dos semanas. Había avanzado mucho. Había gente que dependía de mí. En el pasado me habían golpeado muchas veces, pero nunca me había dado por vencido. Ni una sola vez. Jamás. Si abandonaba ahora, eso me atormentaría el resto de mi existencia. «Jack Reacher, cobarde. Se marcha cuando las cosas se ponen feas.»

Seguí allí, con la lluvia azotándome. Tiempo, estrategia, esperanza, mal tiempo, miedo al fracaso. Razones todas para quedarme. Una lista de razones.

Pero en lo alto de la lista había una mujer.

No era Susan Duffy ni Teresa Daniel. Una mujer de mucho tiempo atrás, de otra vida. Dominique Kohl. Cuando la conocí, yo era capitán de la policía militar. Me faltaba un año para lograr el ascenso a comandante. Una mañana, llegué temprano a mi despacho y vi encima de la mesa el habitual montón de papeles. Casi todo cosas sin importancia. Sin embargo, entre todo aquello había la copia de una orden por la que se asignaba a mi unidad un tal Kohl, D. E., sargento E-7 de primera. Era una época en que todas las referencias al personal tenían que hacerse usando el género neutro. El nombre «Kohl» me sonaba alemán e imaginé a algún tío feo y grandote de Texas o Minnesota. Manos grandes, cara ancha y coloradota, mayor que yo, de unos treinta y cinco años, con el pelo casi al cero. Ya entrada la mañana, mi ayudante llamó por el interfono para decir que el tío se había presentado. Le hice esperar diez minutos sólo por el gusto de hacerlo y luego dije que entrara. Y él era ella; y no era feo ni grandote. Llevaba falda. Tendría unos veintinueve años. No era alta, pero sí demasiado atlética para ser considerada menuda. Y demasiado bonita para ser considerada atlética. Era como si hubiera sido primorosamente moldeada a partir del material con el que fabrican el interior de las pelotas de tenis. Se apreciaba en ella elasticidad. Firmeza y suavidad a la vez. Parecía esculpida, pero sin bordes angulosos. Se puso en posición de firmes frente a mi mesa y saludó con elegancia. No le devolví el saludo, lo cual fue grosero por mi parte. Me limité a mirarla durante unos buenos cinco segundos.

– Descanse, sargento -dije al cabo.

Me entregó una copia de sus órdenes y de su expediente personal. Lo llamábamos «carpeta de servicio». Contenía todo lo que uno necesitara saber. Dejé que siguiera en posición de descanso delante de mí mientras yo la miraba de arriba abajo, lo que también era una grosería, pero no había otra opción. No tenía ninguna silla para las visitas. Por entonces el ejército no las suministraba por debajo del rango de coronel. Ella permanecía inmóvil, las manos cogidas a la espalda, mirando un punto exactamente un palmo por encima de mi cabeza.

Su carpeta era impresionante. Había hecho un poco de todo y en todo había destacado de manera espectacular. Tiradora experta, diversas especialidades, impresionante historial de detenciones, excelente porcentaje de casos resueltos. Era una buena líder y fue ascendida rápidamente. Había matado a dos personas, a una con arma de fuego, a la otra desarmada, ambos incidentes considerados justificados por las posteriores comisiones de investigación. Era una nueva promesa. De eso no cabía duda. Me di cuenta de que su traslado suponía para mí un gran honor que algún superior me concedía.

– Encantado de tenerla a bordo -dije.

– Señor, gracias, señor -dijo sin desviar la mirada.

– A paseo todas esas gilipolleces -repliqué-. No temo desintegrarme si me mira y no me gusta que se incluya la palabra «señor» en las frases, y menos dos veces. ¿Vale?

– Vale -dijo. Lo pilló rápido. Nunca más volvió a llamarme señor.

– ¿Le importa empezar con un asunto peliagudo? -pregunté.

– En absoluto.

Abrí un traqueteante cajón, saqué un delgado expediente y se lo tendí. Ella no lo miró. Sólo lo cogió con una mano que pegó al costado, sin apartar la mirada de mí.

– Aberdeen, Maryland -aclaré-. En el polígono de pruebas. Hay un diseñador de armas que está actuando de manera extraña. Información confidencial de un colega preocupado por si es espionaje. A mí me parece más probable que sea chantaje. Podría ser una investigación larga y delicada.

– No hay problema -dijo.

Ella era la verdadera razón por la que no crucé la verja abierta y sin vigilancia.

Entré y tomé una buena ducha caliente. A nadie le gusta arriesgarse a un enfrentamiento estando desnudo y mojado, pero ya no me importaba. Supongo que me sentía fatalista. «Sea lo que sea, adelante con ello», pensé. Después me envolví con una toalla, bajé un tramo de escaleras y encontré la habitación de Duke. Le robé otro conjunto de prendas. Me las puse, me calcé los zapatos y cogí la chaqueta y el abrigo. Volví a la cocina a esperar. Allí estaba caliente. Y al oír bramar el mar y cómo la lluvia batía las ventanas, aún me sentí mejor. Era como un refugio. Estaba la cocinera, preparando algo con un pollo.

– ¿Hay café? -le pregunté.

Meneó la cabeza.

– ¿Por qué no?

– Por la cafeína -dijo.

Observé la parte posterior de su cabeza.

– La cafeína es la gracia del café -protesté-. En todo caso, el té también la tiene, y he visto que lo prepara.

– El té tiene tanino -replicó.

– Y cafeína -insistí.

– Pues entonces beba té -soltó.

Eché un vistazo a la estancia. Había un bloque de madera colocado verticalmente sobre la encimera de donde sobresalían negros mangos de cuchillos formando ángulo. También vasos y botellas. Supuse que bajo el fregadero habría esprays de desinfectante. Quizás una botella de lejía clorada. Armas improvisadas para un combate cuerpo a cuerpo. Si a Beck le contrariaba disparar en una habitación llena de gente, perfecto. Yo podría sorprenderle a él antes que él a mí. Sólo me haría falta medio segundo.

– ¿Quiere café? -preguntó la cocinera-. ¿Ha dicho eso?

– Sí. Exacto.

– Sólo tiene que pedirlo.

– Lo he pedido.

– No; ha preguntado si había -repuso-. No es lo mismo.

– Bien. ¿Puede preparar un poco de café? Por favor.

– ¿Qué le ha pasado al señor Duke?

Dudé un instante. Tal vez ella estaba pensando en casarse con él, como en las películas antiguas, en que la cocinera se casa con el mayordomo y se jubilan y viven felices y comen perdices.

– Lo mataron -respondí.

– ¿Anoche?

Asentí.

– En una emboscada -dije.

– ¿Dónde?

– En Connecticut.

– De acuerdo -dijo-. Le prepararé un poco de café.

Puso la cafetera al fuego. Me fijé de dónde lo sacaba todo. Los papeles de filtro estaban en un aparador junto a las servilletas de papel. El café, en el congelador. La cafetera era vieja y lenta, y emitía un fuerte y pesado sonido. Como eso se sumaba a la lluvia que azotaba los cristales y a las olas que rompían en las rocas, seguramente por eso no oí el Cadillac. Lo primero que vi fue abrirse de golpe la puerta de atrás y a Elizabeth Beck entrando de súbito con Richard pegado a ella y el propio Beck cerrando la marcha. Se movían con esa jubilosa y jadeante urgencia de los que acaban de correr bajo una fuerte lluvia.

– Hola -me dijo Elizabeth.

Asentí. Sin decir palabra.

– ¡Café! -exclamó Richard-. Magnífico.

– Hemos ido a desayunar fuera -explicó su madre-. En Old Orchard Beach, en un pequeño restaurante que nos gusta.

– Paulie ha pensado que era mejor no despertarle -dijo Beck-. Ha dicho que anoche usted parecía muy cansado. Así que se ha ofrecido a llevarnos.

– Muy bien -dije. ¿Había encontrado Paulie mi escondrijo? ¿Ya se lo había contado a ellos?

– ¿Café? -me ofreció Richard. Estaba junto a la cafetera, con una taza en la mano.

– Solo -contesté-. Gracias.

Me lo sirvió. Beck estaba quitándose el abrigo y mojando el suelo al sacudirlo.

– Tráigalo -dijo-. Hemos de hablar.

Se encaminó al pasillo y miró atrás como esperando que yo le siguiera. Cogí la taza. Estaba caliente y humeaba. Si era preciso, podría arrojársela a la cara. Me condujo hacia la habitación cuadrada con revestimientos en la que ya habíamos estado. Yo llevaba mi café, por lo que avancé despacio. Llegó mucho antes que yo. Cuando entré, él ya estaba en el otro extremo, junto a una de las ventanas, dándome la espalda, mirando la lluvia. Cuando se volvió sostenía en la mano una pistola. Me quedé inmóvil. Me hallaba demasiado lejos para usar la taza. A unos cuatro metros. Habría trazado una serie de bucles y giros y el café se habría desparramado en el aire y seguramente no le habría alcanzado.

El arma era una Beretta M9 Special Edition, o sea una Beretta civil 92FS toda acicalada para que pareciera una M9 militar de serie. Tenía un cargador de quince balas y mira de guión. Recuerdo con singular claridad que el precio de venta al público era de 861 dólares. Yo había usado una M9 durante trece años. Había disparado con ella miles de veces en las prácticas de tiro y no pocas en situaciones reales. En la mayoría de las ocasiones había dado en la diana porque es un arma precisa. La mayoría de las dianas habían resultado destruidas porque también es un arma potente. Me había prestado un gran servicio. Incluso recuerdo los originales argumentos de la gente encargada de armamento y material: «Tiene un retroceso manejable y es fácil de desmontar sobre el terreno.» Lo repetían como si fuera un mantra. Una y otra vez. Supongo que había contratos en juego. Existía cierta polémica. Los de la Marina la detestaban. Decían que les habían explotado montones de esas pistolas en la cara. Incluso habían compuesto una canción dedicada a eso: «No serás de la Armada hasta que comas acero de Italia.» Pero a mí la M9 me fue muy útil. A mi juicio, era un arma excelente. La de Beck parecía nueva y de acabado perfecto. Bien lubricada. Se apreciaba pintura luminiscente en el alza. Relucía débilmente en la penumbra.

Aguardé.

Beck seguía allí de pie, sosteniendo el arma. De pronto se movió. Cogió el cañón con la palma izquierda y bajó la derecha ya libre. Se inclinó sobre la mesa de roble y me alargó la pistola por la culata, con la izquierda, educadamente, como si fuera el dependiente de una tienda.

– Espero que le guste -dijo-. He pensado que así se sentirá más en casa. Duke prefería lo exótico, como la Steyr. Pero imaginé que usted estaría más cómodo con la Beretta, teniendo en cuenta sus antecedentes, ya me entiende.

Di un paso adelante. Dejé el café en la mesa. Cogí el arma de su mano. Quité el cargador, examiné la recámara, accioné el mecanismo, miré por el cañón: no le habían metido ninguna púa. No era ninguna broma. Era una herramienta de trabajo. Las Parabellum eran de verdad. Era completamente nueva. Aún no la habían disparado. Le di unas palmaditas y la sostuve un instante. Era como estrecharle la mano a un viejo amigo. Acto seguido la monté, le puse el seguro y me la guardé en el bolsillo.

– Gracias -dije.

Beck introdujo la mano en un bolsillo y sacó dos cargadores de repuesto.

– Tome -dijo.

Me los alcanzó. Los cogí.

– Más adelante le daré más -añadió.

– Muy bien -respondí.

– ¿Ha probado alguna vez las miras por láser?

Negué con la cabeza.

– Una empresa llamada Laser Devices fabrica una mira universal para pistola que se monta bajo el cañón. Además de una pequeña linterna que se sujeta debajo de la mira. Un ingenio fabuloso.

– ¿Aparece un puntito rojo?

Asintió con una sonrisa.

– A nadie le gusta que le iluminen con ese puntito, seguro -dijo.

– ¿Es caro?

– No demasiado -contestó-. Unos doscientos dólares.

– ¿Cuánto peso añade?

– Unos ciento treinta gramos.

– ¿Todo delante? -pregunté.

– Resulta de gran ayuda, la verdad -comentó-. Impide que la boca del cañón se levante al disparar. Hace que el arma pese aproximadamente un trece por ciento más. Y aún más con la linterna, claro. Tal vez el peso total oscile entre un kilo cien y un kilo trescientos. Mucho menos que esos Colt Anaconda que utilizaban ustedes. ¿Cuánto pesaban? ¿Un kilo y medio?

– Descargado -precisé-. Con seis cartuchos, más. ¿Los recuperaré algún día?

– Los guardé en algún sitio. Se los devolveré más tarde.

– Gracias -dije.

– ¿Quiere probar el láser?

– No me hace falta -repuse.

Asintió de nuevo.

– Usted mismo. Pero quiero la máxima protección posible.

– No se preocupe -observé.

– Bien, he de irme -dijo-. Tengo una cita.

– ¿No quiere que le lleve?

– A esta clase de citas voy solo. Quédese aquí. Hablaremos después. Trasládese a la habitación de Duke. Cuando duermo, me gusta tener cerca mi seguridad.

Me guardé los cargadores en el otro bolsillo.

– Muy bien -dije.

Beck salió al pasillo, otra vez en dirección a la cocina.


Fue uno de esos saltos mortales que te hacen moderar el paso. Tensión extrema y luego perplejidad extrema. Fui a la parte delantera de la casa y miré por la ventana del vestíbulo. Vi el Cadillac rodear la rotonda bajo la lluvia y dirigirse a la verja. Se detuvo delante y Paulie salió de la caseta. Seguramente lo habían dejado ahí al volver de desayunar. Probablemente Beck había conducido durante el tramo final del camino de entrada. O Richard, o Elizabeth. Paulie abrió. El Cadillac arrancó y se perdió en la lluvia y la niebla. Paulie cerró la verja. Llevaba un impermeable del tamaño de una carpa de circo.

Sentí una leve agitación, me volví y fui en busca de Richard. El muchacho tenía esos ojos sin malicia que no ocultan nada. Aún estaba en la cocina tomándose el café.

– ¿Esta mañana has paseado por la orilla? -pregunté.

La pregunta era inocente y amable, como si sólo buscase entablar conversación. Si me ocultaba algo, yo me daría cuenta. Se ruborizaría, apartaría la mirada, movería nervioso los pies. Pero no hizo nada de eso. Parecía muy tranquilo. Me miró a los ojos.

– ¿Estás de broma? ¿Con el tiempo que hace?

– Sí, un tiempo de perros -admití.

– Voy a dejar la universidad.

– ¿Por qué?

– Por lo de anoche -explicó-. La emboscada. Esos tipos de Connecticut andan todavía sueltos. Mi padre cree que regresar no es seguro. Me quedaré aquí una temporada.

– ¿Y tú estás de acuerdo?

Afirmó con la cabeza.

– Básicamente se trataba de una pérdida de tiempo.

Desvié la vista. Era la ley de las consecuencias no deseadas. Yo había acabado de interrumpir la educación de un muchacho. Quizás había echado a perder su vida. Pero claro, estaba a punto de mandar a su padre a la cárcel. O de cargármelo directamente. Así que, en comparación con eso, entendí que una licenciatura no importaba demasiado.


Busqué a Elizabeth Beck. A ella sería más difícil adivinarle el pensamiento. Consideré la forma de abordarla y no se me ocurrió nada de eficacia garantizada. La encontré en un gabinete situado en el extremo noroeste de la casa. Sentada en un sillón. Tenía en el regazo un libro abierto. Doctor Zhivago, de Boris Pasternak. Edición en rústica. Yo había visto la película. Recordé a Julie Christie, y la música. La canción de Lara. Viajes en tren. Y mucha nieve.

– Usted no es -dijo.

– No soy qué.

– Usted no es el espía del gobierno.

Exhalé un suspiro. Ella no revelaría si había descubierto mis cosas.

– Exactamente -dije-. Su esposo acaba de darme una pistola.

– Usted no es lo bastante listo para ser agente del gobierno.

– ¿Ah, no?

Meneó la cabeza.

– Richard estaba que se moría por una taza de café. Cuando entramos.

– ¿Y qué?

– ¿Cree que habría sucedido lo mismo si realmente hubiéramos salido a desayunar? Él podría haber tomado todo el café que hubiera querido.

– Entonces ¿adónde han ido?

– Nos habían convocado a una reunión.

– ¿Con quién?

Ella se limitó a menear la cabeza, como si no pudiera pronunciar el nombre.

– Paulie no se ha limitado a llevarnos -precisó-. Ha sido él quien nos ha convocado. Richard ha tenido que esperar en el coche.

– ¿Usted ha estado presente?

Asintió.

– Tienen a un tipo llamado Troya.

– Qué nombre más ridículo -solté.

– Pero es un chico muy listo -señaló ella-. Es joven, y un genio con los ordenadores. Lo que llaman un hacker, creo.

– ¿Y?

– Tiene acceso parcial a uno de los sistemas gubernamentales de Washington. Descubrió que han infiltrado aquí clandestinamente a un agente federal. Al principio sospecharon que era usted. Después investigaron un poco más y vieron que se trataba de una mujer que ha estado por aquí varias semanas.

La miré fijamente; no entendía nada. Teresa Daniel no figuraba en ningún sitio, su misión no era oficial. Los ordenadores del gobierno no sabían nada de ella. Después recordé el portátil de Duffy, con el logotipo del Departamento de Justicia como salvapantallas. Recordé el cable del módem, arrastrándose por la mesa y metido en el complicado adaptador, conectado con el resto de ordenadores del mundo entero. ¿Había estado Duffy reuniendo informes privados? ¿Para su uso personal? ¿Para posteriores justificaciones?

– No quiero ni pensar lo que van a hacerle -dijo Elizabeth-. A una mujer.

Se estremeció y apartó la mirada. Di media vuelta y me dirigí al pasillo. Me paré en seco. No había coches. Y veinte kilómetros de carretera hasta llegar a ninguna parte. Tres horas andando rápido. Corriendo, dos.

– ¡Déjelo! -gritó Elizabeth-. No tiene nada que ver con usted.

Me volví y la miré.

– Déjelo -repitió-. Lo estarán haciendo ahora. Pronto habrá terminado todo.


La segunda vez que vi a la sargento de primera Dominique Kohl ya llevaba tres días trabajando para mí. Llevaba pantalones de campaña verdes y una camiseta caqui. Hacía mucho calor. Lo recuerdo bien. Estábamos padeciendo una especie de ola de calor. Sus brazos estaban bronceados. Tenía esa clase de piel que al calor parece cubierta de polvo. No sudaba. La camiseta le quedaba estupenda. Figuraban en ella sus distintivos. «Kohl» en la derecha y «Ejército de Estados Unidos» en la izquierda, ambos algo levantados debido a la curva de sus pechos. Sostenía el expediente que yo le había entregado. Ahora era algo más grueso, por las notas que ella había añadido.

– Voy a necesitar un compañero -dijo.

Me sentí un poco culpable. Era su tercer día y yo ni siquiera le había asignado ningún compañero. Me pregunté si le habían proporcionado una mesa. O una taquilla, o una habitación para dormir.

– ¿Ha conocido a un tipo llamado Frasconi? -pregunté.

– ¿Tony? Lo conocí ayer. Pero es teniente.

Me encogí de hombros.

– No me importa que trabajen juntos oficiales y no oficiales. No hay ninguna norma en contra. Y si la hubiera, la pasaría por alto. ¿Le importa a usted?

Negó con la cabeza.

– Pero quizás a él sí.

– ¿Frasconi? No pondrá ningún reparo.

– Entonces, ¿se lo dirá usted?

– Descuide -dije. Me lo apunté en un trozo de papel en blanco, «Frasconi y Kohl, compañeros». Lo subrayé dos veces para acordarme. Después señalé el expediente que llevaba ella-. ¿Qué ha averiguado?

– Hay noticias buenas y malas. Las malas son que su sistema para autorizar la salida de documentos clasificados está manga por hombro. Podría deberse a la ineficacia rutinaria, pero es más probable que sea algo deliberado para ocultar ciertas cosas.

– ¿Quién es el tipo en cuestión?

– Un intelectualoide llamado Gorowski. El Tío Sam lo reclutó directamente del MIT. Un tío majo, a decir de todos. Muy inteligente, por lo visto.

– ¿Es ruso?

Negó con la cabeza.

– Polaco, de pura cepa. Ni sombra de ideología alguna.

– ¿En el MIT era seguidor de los Red Sox?

– ¿Por qué?

– Son todos muy raros -dije-. Investíguelo.

– Seguramente es chantaje -señaló ella.

– ¿Y cuáles son las buenas noticias?

Abrió el expediente.

– Básicamente están trabajando en una especie de misil pequeño.

– ¿Quién lo está haciendo?

– Honeywell y la Compañía de Defensa General.

– ¿Qué más?

– Este misil ha de ser delgado. De pequeño calibre. Los tanques utilizan cañones de ciento veinte milímetros, pero la cosa esa va a ser más pequeña.

– ¿Cuánto más?

– Aún no lo sabe nadie. Pero ahora mismo están ocupados en el diseño de la bota. La bota es como una camisa que rodea el chisme para que tenga el diámetro adecuado.

– Sé qué es una bota -dije. Ella no me hizo caso.

– Es una pieza de desecho, se desprende inmediatamente después de que la cosa esa sale por el cañón. Están estudiando si ha de ser de metal o puede ser de plástico. La palabra viene del francés sabot, bota. Es como si el misil saliera llevando una pequeña bota incorporada.

– Lo sé. Hablo francés. Mi madre era francesa.

– Y está relacionada con actos de sabotaje -prosiguió ella-. De las viejas luchas sindicales en Francia. Antiguamente significaba destruir las máquinas nuevas a puntapiés.

– Con las botas -precisé.

Asintió con la cabeza.

– Exacto.

– Bien, entonces repito, ¿cuáles son las buenas noticias?

– El diseño de la bota no revelará nada a nadie -explicó-. En todo caso, nada importante. Es sólo una bota. Así que disponemos de mucho tiempo.

– Muy bien -dije-. Pero dele prioridad. Con Frasconi. Le caerá bien.

– ¿Quiere tomar una cerveza luego?

– ¿Yo?

Me miró a los ojos.

– Si rangos diferentes pueden trabajar juntos, también podrán tomar una cerveza juntos, ¿no?

– De acuerdo -dije.


Dominique Kohl no se parecía en nada a las fotos que yo había visto de Teresa Daniel, pero en mi cabeza se mezclaban ambos rostros. Dejé a Elizabeth Beck con su libro y fui a mi anterior habitación. Allí arriba me sentía más aislado. Más seguro. Me encerré en el cuarto de baño y me quité el zapato. Abrí el tacón y encendí el dispositivo del correo electrónico. Había un mensaje de Duffy: «Sin actividad en el almacén. ¿Qué están haciendo?»

Lo pasé por alto, pulsé «escribir» y tecleé: «Hemos perdido a Teresa Daniel.»

Cinco palabras, veinticinco letras, cuatro espacios. Las miré un buen rato. Coloqué el dedo sobre la tecla de «enviar». Pero no la apreté. Fui a «retroceso» y borré el mensaje. Desapareció de derecha a izquierda. El pequeño cursor se lo comió. Decidí que lo enviaría sólo cuando no tuviera más remedio. Cuando lo supiera con absoluta seguridad.

«Es posible que hayan entrado en tu ordenador», envié.

Hubo una larga espera. Mucho más larga que los habituales noventa segundos. Pensé que no iba a responder. Pensé que estaría arrancando los cables de la pared. Aunque tal vez estaba simplemente saliendo de la ducha o algo así porque cuatro minutos después escribió un simple: «¿Por qué?»

«Han hablado con un hacker con acceso parcial a los sistemas informáticos gubernamentales», respondí.

«¿Unidades centrales o redes locales?», preguntó.

No tenía ni idea de lo que quería decir.

«No lo sé», escribí.

«¿Detalles concretos?»

«Simple charla. ¿Tienes un diario en el portátil?»

«¡Demonios, no!», escribió.

«¿En alguna otra parte?»

«¡Qué demonios, no!», contestó.

Tecleé: «¿Y Eliot?»

Hubo otra demora de cuatro minutos, al cabo de la cual Duffy escribió: «No lo creo.»

«¿Lo supones o lo sabes?»

«Lo supongo», tecleó.

Miré la pared de azulejos que tenía delante. Suspiré. Eliot había matado a Teresa Daniel. Era la única explicación. Luego aspiré. Quizá no. Quizá no lo había hecho. Envié: «¿Estos dispositivos de e-mail son seguros?»

Nos habíamos estado mandando mensajes frenéticamente durante más de sesenta horas. Ella había pedido noticias de su agente. Yo le había preguntado su nombre verdadero. Y lo había hecho sin utilizar en absoluto el género neutro. A Teresa Daniel tal vez la había matado yo.

Aguanté la respiración hasta que Duffy apareció de nuevo: «Nuestro e-mail está cifrado. En teoría el código puede ser visible pero en ningún caso puede leerse.»

Suspiré y escribí: «¿Seguro?»

«Del todo», contestó.

«¿Cómo está codificado?», pregunté.

Ella tecleó: «Proyecto mil millones de dólares ASN.»

Eso me animó, aunque sólo un poco. Algunos de los proyectos de mil millones de dólares de la Agencia de Seguridad Nacional aparecen en el Washington Post antes incluso de que se hayan concluido de redactar. Las meteduras de pata en las comunicaciones es lo que más fastidia en el mundo.

«Averigua enseguida lo del posible diario de Eliot», escribí.

«Lo haré. ¿Algún progreso?»

«Ninguno», contesté.

Acto seguido borré la palabra y puse: «Pronto.» Pensé que así ella se sentiría mejor.


Bajé al vestíbulo. La puerta del gabinete de Elizabeth estaba abierta. Ella seguía en el sillón. El Doctor Zhivago estaba boca abajo en su regazo y Elizabeth contemplaba la lluvia por la ventana. Abrí la puerta principal y salí fuera. El detector de metales chilló por la Beretta de mi bolsillo. Cerré la puerta a mi espalda, crucé la rotonda en línea recta y enfilé el sendero de entrada. La lluvia me caía con fuerza sobre la espalda. Me corría cuello abajo. No obstante, el viento me ayudaba. Soplaba hacia el oeste, empujándome hacia la verja. Me sentía ligero, como si los pies apenas tocaran el suelo. El regreso sería más duro. Debería andar contra el viento. Suponiendo que aún pudiera andar.

Paulie vio que me acercaba. Seguramente se pasaba casi todo el tiempo agazapado en su pequeño habitáculo, yendo de las ventanas traseras a las delanteras, vigilando, como un animal inquieto en su guarida. Salió con el chubasquero puesto. Para pasar por la puerta tuvo que agachar la cabeza y volverse de lado. Se quedó con la espalda apoyada contra la pared de la caseta, donde los aleros eran bajos. Pero éstos no le servían de mucho. El agua se colaba por todas partes. Alcanzaba a oír su azote en el chubasquero, fuerte, ruidoso, quebradizo. Le daba en la cara y le corría hacia abajo como riachuelos de sudor. No llevaba sombrero. Tenía el cabello pegado a la frente. El día estaba oscuro de tanta agua que caía.

Yo iba con ambas manos metidas en los bolsillos, el cuerpo encorvado y la cara protegida por el cuello del abrigo. La mano derecha bien cerrada en torno a la Beretta. El seguro quitado. De todos modos, no quería utilizarla. Si lo hacía, tendría que dar complicadas explicaciones. Y Paulie sería reemplazado por otro. Y yo no quería que lo reemplazaran hasta estar listo para ello. Así que no quería utilizar la Beretta. Aunque estaba preparado para hacerlo.

Me paré a un par de metros. Fuera de su alcance.

– Hemos de hablar -dije.

– Yo no quiero hablar -replicó.

– Entonces ¿quieres echar un pulso?

Tenía los ojos entrecerrados. Supuse que su desayuno había consistido exclusivamente en cápsulas y polvos.

– ¿Hablar de qué?

– De la nueva situación -dije.

Se quedó callado.

– ¿Cuáles tu EOM?

EOM son unas siglas del ejército. Al ejército le encantan las siglas. Estas significan «Especialidad Ocupacional Militar». Y utilicé el verbo en presente. «Cuál es», no «cuál era». Quería hacerle retroceder en el tiempo. Ser un ex militar es como ser un católico que ha dejado de ir a misa. Aunque estén muy alejados en el recuerdo, los viejos rituales ejercen un efecto poderoso. Viejos rituales como el de obedecer a un oficial.

– Once bang bang -contestó, y sonrió.

No era una gran respuesta. «Once bang bang» era argot de veteranos para referirse a «11B», que significaba «11-Bravo, Infantería», lo que a su vez equivalía a «Armas de Combate». Pensé que la siguiente vez que me encontrara con un gigante de ciento sesenta kilos con las venas llenas de alcohol de quemar y esteroides preferiría que la EOM fuera mantenimiento o mecanografía. No armas de combate. Sobre todo en el caso de un monstruo a quien no le gustaban los oficiales y había cumplido una condena de ocho años en Fort Leavenworth por darle una paliza a uno.

– Entremos -dije-. Aquí hay demasiada agua.

Lo dije con el tono que uno adquiere cuando ha sido ascendido más allá de capitán. Es un tono razonable, casi coloquial. No el que utilizas cuando eres teniente. Es una sugerencia, pero también una orden. Es imperativo pero amistoso. Algo como «eh, sólo somos un par de tíos. No dejemos que se interpongan formalidades de rango, ¿vale?».

Me miró largamente. Después se volvió y entró de lado por la puerta. En el interior, el techo tenía poco más de dos metros de altura. Yo lo sentía muy encima. El casi lo tocaba con la cabeza. Mantuve las manos en los bolsillos. El agua de su impermeable estaba formando un charco en el suelo.

La caseta apestaba a un fuerte y acre olor animal. Como a visón. Y estaba mugrienta. Había una salita que daba a la cocina. Más allá, un corto pasillo con un cuarto de baño en un lado y un dormitorio al final. Nada más. Era más pequeña que un apartamento de ciudad, pero estaba arreglada como una casa en miniatura. Se veía desorden por todas partes. Platos sucios en el fregadero. Platillos, tazas, prendas deportivas, todo esparcido por la salita. Había un viejo sofá frente a un televisor nuevo. El sofá estaba aplastado debido a la corpulencia de su usuario. Observé frascos de pastillas en los estantes, en las mesas, por todos lados. Algunos eran de vitaminas, aunque muchos no.

En la habitación había una ametralladora. La vieja NSV soviética. Era de la torreta de un tanque. Paulie la tenía suspendida de una cadena en mitad de la estancia. Colgaba como una escultura macabra. Como esa cosa de Alexander Calder que ponen en los vestíbulos de los aeropuertos. Paulie podía colocarse detrás y hacerla girar para que diera una vuelta completa. Podía disparar por la ventana delantera o por la trasera, como si fueran cañoneras. El campo de fuego era limitado, si bien podía abarcar cuarenta metros de la carretera al oeste y otros cuarenta del sendero de entrada al este. El arma estaba alimentada por una cartuchera que salía de una caja de municiones abierta en el suelo. Habría otras veinte cajas amontonadas junto a la pared. Eran de color verde oliva apagado, todas llenas de caracteres cirílicos y estrellas rojas.

El arma era tan grande que tuve que pegarme a la pared para rodearla. Vi dos teléfonos. Uno correspondería a una línea exterior. El otro seguramente era un interfono que conectaba con la casa. En la pared había dos alarmas. Una sería para los sensores del exterior, en tierra de nadie. La otra para el detector de movimiento de la verja. Observé un monitor de vídeo en el que se apreciaba una imagen monocroma lechosa procedente de la cámara del poste de la verja.

– Me diste un puntapié -dijo.

No contesté.

– Después intentaste atropellarme -continuó.

– Señales de advertencia -le expliqué.

– ¿De qué?

– Duke ha muerto -dije.

– Ya me he enterado.

– Así que ahora el responsable soy yo -señalé-. Tú tienes la verja, yo la casa.

Asintió sin abrir la boca.

– Ahora protejo a los Beck -proseguí-. Soy el nuevo responsable de seguridad. El señor Beck confía en mí. Hasta el punto que me ha dado un arma.

Mientras hablaba no dejé de mirarle ni un instante. Esa clase de mirada que ejerce presión entre los ojos. Ése sería el momento en que el alcohol metílico y los esteroides deberían de actuar y hacerle sonreír enseñando los dientes como un idiota y decir: «Bueno, me parece que va a dejar de confiar en ti cuando le cuente lo que encontré en las rocas, ¿no crees? Cuando le diga que tú ya tenías un arma.» Se movería agitado, haría una mueca burlona y pondría voz cantarina. Pero no dijo nada. No hizo nada. Aparte de un ligero desenfoque de los ojos, no reaccionó; era como si le resultara difícil calibrar las repercusiones.

– ¿Entendido? -dije.

– Antes era Duke y ahora tú -respondió con tono indiferente.

No era él quien había encontrado el escondrijo.

– Me encargaré de que estén bien -expliqué-. Incluida la señora Beck. Se ha acabado, ¿de acuerdo?

No dijo nada. Empezaba a dolerme el cuello de tanto mantener alzados los ojos hacia Paulie. Mis vértebras están acostumbradas a mirar a la gente bajando la vista.

– ¿De acuerdo? -repetí.

– Y si no qué.

– Si no, tú y yo nos veremos las caras.

– Eso me gustaría.

Meneé la cabeza.

– No, no te gustaría. Ni una pizca. Te haría trizas.

– ¿Ah, sí?

– ¿Golpeaste alguna vez a un PM? -pregunté-. ¿En el ejército?

No respondió. Se limitó a apartar la mirada y quedarse callado. Seguramente recordaba su detención. Seguramente se había resistido un poco y habían tenido que reducirlo. Así que probablemente había tropezado en unas escaleras y se había hecho bastante daño. En algún sitio entre el lugar de la agresión y la celda. Puro accidente. Cosas que pasan en determinadas circunstancias. El oficial que lo había arrestado seguramente llamó a seis tipos para que lo sujetaran. Yo habría llamado a ocho.

– Y luego te pegaría un tiro -agregué.

Sus ojos regresaron a mí, lentos y perezosos.

– Tú no puedes dispararme -señaló-. No trabajo para ti. Ni para Beck.

– Entonces ¿para quién trabajas?

– Para alguien.

– ¿Ese alguien tiene nombre?

– Malos dados -contestó meneando la cabeza.

Mantuve las manos en los bolsillos y empecé a rodear la ametralladora hacia la puerta.

– ¿Ha quedado todo claro?

Me miró. No dijo nada. Pero estaba tranquilo. Las drogas matutinas estarían bien dosificadas.

– La señora Beck es zona prohibida, ¿vale?

– Mientras tú estés aquí -replicó-. No te vas a quedar para siempre.

«Espero que no», pensé. Sonó su teléfono. Supuse que era la línea exterior. No creía que Elizabeth o Richard lo llamaran desde la casa. El tono quebró ruidosamente el silencio. Paulie descolgó y pronunció su nombre. Después sólo escuchó. Distinguí un rastro de voz en el auricular, lejana y confusa, con pitidos y resonancias que impedían entender lo que decía. La voz habló menos de un minuto. Paulie colgó y movió la mano para hacer oscilar suavemente la ametralladora en su cadena. Reparé en que era una imitación consciente de lo que yo había hecho con el pesado saco del gimnasio la mañana que nos conocimos. Me dirigió una mueca.

– Estaré vigilándote -dijo-. Estaré vigilándote siempre.

No le hice caso, abrí la puerta y salí fuera. La lluvia me golpeaba como una manguera de incendios. Me encorvé y caminé recto. Tuve una sensación muy mala en la zona lumbar hasta que hube recorrido los cuarenta metros que podían abarcarse desde la ventana trasera. Después suspiré.

No era Beck, ni Elizabeth, ni Richard. Tampoco Paulie.

Malos dados.


Dominique Kohl me había dicho «malos dados» la noche que tomamos la cerveza. Había habido algún imprevisto y yo tuve que suspender la cita de la primera noche y luego ella tuvo que aplazar la siguiente, de modo que pasó aproximadamente una semana hasta que nos vimos. Entonces en el cuartel era difícil que los sargentos y los capitanes tomaran algo juntos, pues las cantinas estaban rigurosamente separadas, así que fuimos a un bar de la ciudad. Era el típico sitio, largo y de techo bajo, ocho mesas de billar, cantidad de gente, cantidad de neón, cantidad de ruido de la máquina de discos, cantidad de humo. Aún hacía mucho calor. Los aparatos de aire acondicionado iban a todo meter y apenas se notaba. Yo llevaba pantalones de faena y una vieja camiseta porque no tenía ninguna prenda personal. Kohl llegó con un vestido, un sencillo vestido con vuelo, sin mangas, hasta la rodilla, negro, con pequeños puntos blancos. Muy pequeños. No esos lunares grandes ni nada parecido. Un dibujo muy sutil.

– ¿Cómo va con Frasconi? -le pregunté.

– ¿Tony? Es un chico majo -contestó.

No dijo nada más sobre Tony. Pedimos unos Rolling Rocks, mi bebida preferida aquel verano. Para hablar, ella tenía que inclinarse hacia mí debido al ruido. Me gustaba aquella proximidad. Pero no me engañaba a mí mismo. Era por los decibelios, no por otra cosa. No iba a intentar nada con ella. Aunque no había ninguna razón formal para no hacerlo. Entonces había reglas, supongo, pero regulaciones todavía no. La idea de acoso sexual llegaba muy poco a poco al ejército. De todos modos, yo ya era consciente de esa potencial injusticia. No es que hubiera algún medio por el que yo pudiera ayudarla o perjudicarla en su carrera. Su expediente dejaba claro que iba a ser sargento mayor y luego sargento primero como la noche sigue al día. Sólo era cuestión de tiempo. Luego llegaba el salto al nivel E-9, brigada. También estaba a su alcance. Después tendría un problema. Tras brigada venía oficial asimilado, y sólo hay uno en cada regimiento. A continuación, subteniente, y sólo hay uno; y sanseacabó. O sea que ascendería hasta un tope, al margen de lo que dijera yo.

– Tenemos un problema táctico -dijo-. O tal vez estratégico.

– ¿Por qué?

– El intelectual, Gorowski. No pensamos que se trate de chantaje en el sentido de que él conozca algún secreto tremendo ni nada de eso. Nos parece más bien que son amenazas abiertas contra su familia. Más que chantaje, sería coacción.

– ¿Cómo lo sabe?

– Tiene un historial sin mácula. Se han comprobado sus antecedentes del derecho y del revés.

– ¿Era seguidor de los Red Sox?

Negó con la cabeza.

– De los Yanquees. Es del Bronx. Estudió en el Politécnico de allí.

– Muy bien -dije-. Ya me gusta.

– Sin embargo, según el reglamento deberíamos detenerle ahora mismo.

– ¿Qué está haciendo?

– Le he visto llevarse papeles del laboratorio.

– ¿Aún están ocupados con la bota?

Asintió.

– De todas maneras, podrían publicar el diseño de la bota en Stars and Stripes y eso no revelaría nada a nadie. Vamos, que la situación aún no es crítica.

– ¿Qué hace con los papeles?

– Los lleva a Baltimore.

– ¿Ha visto quién los recoge?

– Malos dados -dijo.

– ¿Qué opina del intelectualillo?

– No quiero detenerle. Creo que deberíamos pillar al que lo está fastidiando y a él dejarle tranquilo. Tiene dos niñas pequeñas.

– ¿Qué piensa Frasconi?

– Está de acuerdo.

– ¿De veras?

Ella sonrió.

– Bueno, lo estará -aclaró-. Pero el reglamento dice otra cosa.

– Déjese de reglamentos.

– ¿En serio?

– Órdenes directamente mías -añadí-. Si quiere, lo pondré por escrito. Guíese por la intuición. Siga todo el rastro hasta el otro extremo. Si podemos, sacaremos a Gorowski de este apuro. Con los fans de los Yanquees es mi enfoque habitual. Pero no le quite ojo.

– Descuide -dijo.

– Termine antes de que ellos hayan acabado con la bota. Si no, deberemos buscar un enfoque distinto.

– De acuerdo.

Después hablamos de otras cosas y tomamos otro par de cervezas. Al cabo de una hora sonaba algo bueno en la máquina y le propuse que bailáramos. Por segunda vez en la noche me dijo «malos dados». Más tarde pensé en esa frase. Sin duda procedía de la jerga de los jugadores de dados. Seguramente en un principio significaría «juego sucio», como un aviso, como cuando no se hacen rodar los dados como es debido. «¡Malos dados!» O como cuando un árbitro de béisbol pita falta por una pelota rasa a la altura de los pantalones. «¡Bola mala!» Más tarde recibí aún otra negativa, como «ni hablar, de eso nada». Pero ¿hasta dónde había excavado ella en la etimología de esas palabras? ¿Había dicho un no categórico o estaba pitando falta? No estaba yo muy seguro.


Llegué a la casa calado hasta los huesos, por lo que subí y tomé posesión de la habitación de Duke, me sequé con una toalla y me cambié de ropa enteramente. La habitación se hallaba en la parte delantera de la casa, más o menos en el centro. La ventana me ofrecía una vista al oeste, de todo el sendero de entrada. Al estar alto, podía ver por encima del muro. Distinguí a lo lejos un Lincoln Town Car. Se acercaba velozmente. Era negro. Llevaba los faros encendidos debido al mal tiempo. Paulie salió enfundado en su impermeable y abrió la puerta mucho antes, con lo que el coche pudo entrar sin pararse, deprisa. Paulie lo estaba esperando. Una llamada telefónica lo había avisado. Vi el vehículo acercarse hasta desaparecer debajo de mí. Luego me volví.

La habitación de Duke era cuadrada y sencilla, como casi todas las de la casa. Incluía revestimientos oscuros y una gran alfombra oriental. Un televisor y dos teléfonos. Exterior e interior, pensé. Las sábanas estaban inmaculadas y en ninguna parte había objetos personales, salvo la ropa del armario. Supuse que a primera hora de la mañana Beck le habría explicado a la criada los cambios en el personal. Le habría dicho que dejara ropa para mí.

Regresé a la ventana y unos cinco minutos después vi a Beck llegando en el Cadillac. Paulie volvía a estar listo. El enorme coche apenas tuvo que desacelerar. Tras él, Paulie hizo girar la puerta sobre sus goznes. Luego la cerró y aseguró el picaporte con un candado. Pese a que me encontraba a unos cien metros de la verja, alcancé a ver lo que hacía el grandullón. El Cadillac desapareció debajo de mí y giró en dirección a los garajes. Bajé a la planta baja. Imaginé que si Beck había regresado, sería hora de almorzar. Me figuré que si Paulie había cerrado a cal y canto era porque se reuniría con nosotros.

Pero me equivocaba.

Me dirigí al vestíbulo y me encontré con Beck saliendo de la cocina. Llevaba el abrigo salpicado de lluvia. Me estaba buscando. Acarreaba una bolsa de deporte. La misma en la que había llevado las armas a Connecticut.

– Tenemos algo que hacer -dijo-. Ahora mismo. Hay que aprovechar la marea.

– ¿Dónde?

Se alejó y habló por encima del hombro.

– El tipo del Lincoln se lo dirá.

Crucé la cocina y salí fuera. El detector de metales pitó. Bajo la lluvia, me encaminé a los garajes. Sin embargo, el Lincoln estaba aparcado justo en la esquina de la casa. Había dado la vuelta y retrocedido hasta quedar con el maletero cara al mar. En el asiento del conductor había un tío. Estaba impaciente. Daba golpecitos en el volante con los pulgares. Me vio por el retrovisor, el maletero se alzó un poco y él salió del coche.

Parecía alguien a quien hubieran sacado a rastras de un cámping de caravanas para embutir en un traje. Lucía una larga y canosa barba de chivo que ocultaba un mentón poco pronunciado. Llevaba una coleta grasienta recogida en una goma de color rosa con motitas brillantes. Era una de esas cosas que hay en los expositores giratorios de las tiendas, colocadas a baja altura para que las niñas pequeñas puedan cogerlas. Exhibía viejas marcas de acné. Y en el cuello tatuajes carcelarios. Era alto y muy delgado, como una persona corriente a la que hubieran seccionado verticalmente.

– ¿Tú eres el nuevo Duke? -me soltó.

– Sí, el nuevo Duke.

– Me llamo Harley.

No le dije mi nombre.

– Venga, manos a la obra -dijo.

– ¿Qué hay que hacer?

Se volvió y levantó del todo la tapa del maletero.

– Tirar basura -repuso.

En el maletero había una bolsa militar reglamentaria para cadáveres. Grueso caucho negro, cremallera en toda su longitud. Por el modo en que estaba arrugada, comprendí que contenía una persona menuda. Seguramente una mujer.

– ¿Qué es? -pregunté, pese a conocer ya la respuesta.

– La zorra del gobierno -contestó-. Tardamos lo nuestro, pero al fin la pillamos.

Se inclinó y asió un extremo de la bolsa. Agarró con las manos ambas esquinas. Me esperó. Yo permanecía de pie, notando la lluvia que me bajaba por el cuello, escuchando sus chasquidos y estallidos en el caucho.

– Hemos de aprovechar la marea -dijo-. Va a cambiar.

Me agaché y cogí las dos esquinas de mi extremo. Nos miramos para coordinar los esfuerzos, alzamos la bolsa y la sacamos. No pesaba mucho, aunque era poco manejable, y Harley no era fuerte. La transportamos unos pasos hacia la orilla.

– Bájala -dije.

– ¿Por qué?

– Quiero echar un vistazo.

Harley no se movió.

– Mejor que no lo hagas -soltó.

– Bájala -repetí.

Dudó otro instante, y luego nos agachamos y dejamos la bolsa en el suelo. El cadáver quedó colocado con la espalda arqueada hacia arriba. Permanecí en cuclillas y me desplacé hasta la cabeza anadeando como un pato. Tiré de la cremallera.

– Mira sólo la cara -aconsejó Harley-. Esa parte no está tan mal.

Miré. Estaba muy mal. Había muerto en medio de un sufrimiento atroz. Sin duda. Tenía el rostro contraído de dolor, deformado aún por su horrendo grito final.

Pero no era Teresa Daniel.

Sino la criada de Beck.

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