9

Bajé un poco más la cremallera hasta que vi la misma clase de mutilación que había visto diez años antes. Ahí me paré. Volví la cabeza hacia la lluvia y cerré los ojos. Notaba las gotas en mi cara como si fueran lágrimas.

– Vamos allá -dijo Harley.

Abrí los ojos. Miré fijamente las olas. Cerré la cremallera sin mirar más. Me puse en pie despacio y me dirigí al pie de la bolsa. Harley aguardaba. Entonces agarramos cada uno las esquinas, levantamos el bulto y lo llevamos por las rocas. Él me guiaba hacia el sudeste, hacia un lugar donde había dos salientes de granito. Entre ambos había una abrupta hendidura en forma de uve medio llena de agua en movimiento.

– Espera a que llegue la próxima ola grande -dijo Harley.

Llegó bramando y los dos agachamos la cabeza para esquivar la rociada. La grieta se llenó hasta arriba y la marea rebasó las rocas y casi nos alcanzó los zapatos. Después se retiró nuevamente y vació la brecha. La arena repiqueteó y se escurrió. La superficie del mar aparecía guarnecida de encajes de espuma de un gris apagado y acribillada por la lluvia.

– Muy bien, bajémosla -dijo Harley, que estaba sin aliento-. Sujeta tu extremo.

Tendimos la bolsa en el suelo de tal modo que el extremo de la cabeza colgara sobre el saliente de granito y dentro de la hendidura. La cremallera hacia arriba. El cuerpo quedó de espaldas. Agarré ambas esquinas del extremo de los pies. La lluvia me pegaba el pelo a la cabeza y me entraba en los ojos. Escocía. Harley se agachó, se colocó a horcajadas sobre la bolsa y empujó la parte de la cabeza hacia el hueco. Yo hice lo mismo, centímetro a centímetro, pasos cortos en las rocas resbaladizas. Llegó la siguiente ola y formó remolinos bajo la bolsa, que flotó un poco. Harley aprovechó ese empuje hacia arriba para deslizaría un poco más. Yo hice otro tanto. La ola retrocedió. La grieta volvió a vaciarse. La bolsa bajó. La lluvia batía contra la rígida goma y nos apaleaba la espalda. Estaba mortalmente fría.

Durante las cinco olas siguientes, Harley fue soltando la bolsa hasta que colgó verticalmente en la grieta. Yo sujetaba sólo caucho. La fuerza de la gravedad había apretado el cadáver en el otro extremo. Harley esperó y miró al mar. Acto seguido se agachó hasta donde pudo y abrió toda la cremallera. Retrocedió gateando a toda prisa y cogió las esquinas de mis manos. Sujetó con fuerza. La séptima ola llegaba retumbando. Quedamos empapados de agua pulverizada. La brecha se llenó cubriendo la bolsa y a continuación la gran ola se retiró y absorbió el cadáver. Éste flotó inmóvil durante una décima de segundo y luego la resaca se lo llevó. Se hundió al instante. Alcancé a ver un largo cabello rubio ondeando en el agua y una piel pálida lanzando destellos verdes y grises; y luego desapareció. Mientras se vaciaba, la brecha echó espuma roja.

– Aquí hay una corriente de retorno de mil demonios -dijo Harley.

No dije nada.

– La resaca se los lleva mar adentro -prosiguió-. Vamos, que nunca ha regresado ninguno. Los arrastra dos o tres kilómetros, hundiéndolos todo el rato. Y supongo que por ahí hay tiburones. Patrullan la costa. Y toda clase de bichos. Ya sabes, cangrejos, rémoras, cosas así.

No dije nada.

– Nunca ha regresado ninguno -repitió.

Lo miré de soslayo y él me sonrió. Su boca era como un agujero cavado en la barba de chivo. Le quedaban sólo trozos de dientes amarillentos y cariados. Desvié la mirada. Llegó otra ola. Era pequeña, pero al retroceder la grieta quedó despejada. Como si no hubiera pasado nada. Como si allí nunca hubiera habido nada. Harley se puso en pie con torpeza y cerró la cremallera de la bolsa vacía, de la que salía agua rosada que corría entre las rocas. Empezó a enrollarla. Miré hacia la casa. Beck se encontraba en la puerta de la cocina, solo, observándonos.


Regresamos, empapados de lluvia y agua salada. Beck se metió otra vez dentro. Lo seguimos. Harley se quedó esperando en un extremo de la cocina, como si pensara que no debía estar allí.

– ¿Era un agente federal? -pregunté.

– Sin duda -respondió Beck.

La bolsa de deporte estaba en medio de la mesa, un elemento señalado, como una prueba acusatoria en una sala de juicios. Beck la abrió y revolvió dentro.

– Vea esto -dijo.

Dejó un bulto en la mesa. Algo envuelto en una alfombra húmeda, sucia y manchada de aceite, del tamaño de una toalla de mano. Lo desenvolvió y sacó la Glock 19 de Duffy.

– Todo esto estaba escondido en el coche que utilizaba -explicó.

– ¿El Saab? -pregunté por decir algo.

Asintió.

– En el hueco para la rueda de recambio. Bajo el suelo del maletero. -Dejó la Glock en la mesa. Cogió los dos cargadores de recambio y los colocó junto al arma. Y luego el doblado punzón y el afilado escoplo. Y el llavero de Angel Doll.

Me faltaba el aire.

– Supongo que el punzón es una especie de ganzúa -dijo Beck.

– ¿Demuestra esto que era agente federal? -pregunté.

Cogió de nuevo la Glock, le dio la vuelta y señaló el lado derecho de la corredera.

– Número de serie -explicó-. Hemos consultado con Glock en Austria. Por ordenador. Tenemos acceso a estas cosas. Esta arma concreta fue vendida al gobierno de Estados Unidos hace más o menos un año. Como parte de un importante pedido para los departamentos policiales, diecisiete para hombres y diecinueve para mujeres. Por eso sabemos que era agente.

Miré el número de serie.

– ¿Ella lo negó?

Beck asintió.

– Por supuesto. Dijo que lo había encontrado. Nos soltó un buen rollo. La verdad es que le acusó a usted. Dijo que era suyo. Pero claro, siempre lo niegan todo, ¿no? Tienen la lección bien aprendida, imagino.

Aparté la vista. Contemplé el mar a través de la ventana. ¿Por qué la chica lo había cogido todo? ¿Por qué no lo había dejado donde estaba? ¿Era eso una especie de instinto doméstico? ¿No quería que se mojara o qué?

– Parece preocupado -dijo Beck.

¿Y cómo había llegado a encontrarlo? ¿Por qué siquiera estaría buscando?

– Parece preocupado -repitió.

Estaba mucho más que preocupado. La chica había muerto sufriendo atrozmente. A lo mejor pensó que me estaba haciendo un favor al mantenerlo todo seco. Al impedir que se enmoheciera. Era sólo una chica ingenua y estúpida de Irlanda que intentaba echarme una mano. Y yo la había matado, era como si yo mismo hubiera hecho una carnicería con ella.

– Soy el responsable de la seguridad -señalé-. Debería haber sospechado de ella.

– Usted es responsable sólo desde anoche -precisó Beck-. Así que no se culpe por ello. Aún no ha colocado los pies bajo la mesa. Era Duke quien tenía que haberla pillado.

– Pero yo jamás habría sospechado de ella -dije-. Creía que era una simple criada.

– Claro, y yo. Y Duke también.

Volví a desviar la mirada. Observé el mar. Estaba gris y encrespado. No lo acababa de entender. Ella lo había encontrado, pero ¿por qué después lo había ocultado?

– Este es el factor decisivo -anunció Beck.

Miré de nuevo y lo vi sacar de la bolsa un par de zapatos. Eran grandes y anticuados, negros, los zapatos que había llevado todas y cada una de las veces que yo la había visto.

– Mire esto -dijo.

Volvió el zapato del revés y sacó una horquilla con las uñas. Hizo girar la goma del tacón como si fuera una puertecita, volvió el zapato y lo sacudió. Sobre la mesa cayó con estrépito un pequeño rectángulo negro de plástico. Aterrizó boca abajo. Beck lo puso del derecho.

Era un dispositivo de e-mail exactamente igual que el mío.

Beck me pasó el zapato. Lo cogí. Lo miré fijamente, como si no comprendiese. A una mujer de su talla le correspondería un pie pequeño. Sin embargo, tenía una puntera ancha y bulbosa y, por tanto, un tacón ancho y grueso a modo de compensación visual. Una suerte de chapuza estética. El tacón albergaba una cavidad rectangular. Idéntica a la mía. Lo habían hecho con paciencia y esmero. No con una máquina. Se apreciaban las mismas marcas de herramienta que en el mío, casi imperceptibles. Me imaginé un tío en algún laboratorio, una hilera de zapatos en un banco frente a él, el olor del cuero nuevo, delante una serie de utensilios para trabajar la madera, virutas y trocitos de goma acumulándose en el suelo alrededor. La mayor parte de las tareas oficiales se lleva a cabo con una tecnología sorprendentemente rudimentaria. No todo son bolígrafos que explotan y cámaras empotradas en relojes de pulsera. En esta ocasión para conseguir tecnología punta había bastado una visita a unos grandes almacenes para comprar un aparatito de correo electrónico y unos zapatos corrientes.

– ¿Qué está pensando? -inquirió Beck.

Estaba pensando en cómo me sentía. Me hallaba en una montaña rusa. Ella seguía muerta, pero quien la había matado ya no era yo. Lo habían hecho los ordenadores del gobierno. Así que en el plano personal me notaba aliviado. Pero estaba bastante más que indignado. Porque ¿qué diablos estaba haciendo Duffy? ¿A qué puñetas estaba jugando? Hay un reglamento interno sagrado según el cual nunca hay que infiltrar a dos o más personas en el mismo sitio a menos que ambos lo sepan. Esto es absolutamente esencial. Ella me había hablado de Teresa Daniel. Entonces ¿por qué demonios no me había hablado también de esa otra mujer?

– Increíble -dije.

– La batería está agotada. -Beck sostenía el dispositivo con ambas manos, con los dos pulgares, como si fuese un videojuego-. En todo caso, no funciona.

Me lo alcanzó. Dejé el zapato y cogí el aparato. Pulsé el familiar botón para encender. Pero la pantalla siguió en blanco.

– ¿Cuánto tiempo llevaba aquí? -pregunté.

– Ocho semanas -contestó Beck-. Nos cuesta mucho conseguir servicio doméstico. Esto es muy solitario. Y está Paulie, ya sabe. Y Duke tampoco era un tipo muy hospitalario.

– Supongo que ocho semanas es demasiado tiempo para una batería.

– ¿Cuál sería ahora el proceder lógico de esa gente? -inquirió.

– No lo sé -repuse-. Nunca he sido agente federal.

– Hablo en general. Habrá conocido otras historias como ésta, ¿no?

Me encogí de hombros.

– Me figuro que se lo esperarían -dije-. Las comunicaciones son siempre lo primero que se fastidia. No creo que se preocuparan demasiado cuando ella desapareció del radar. No tenían elección. Porque, claro, no podían decirle que regresase a casa, ¿verdad? Así que confiarían en que ella volvería a cargar la batería en cuanto pudiera. -Puse el chisme de canto y señalé el pequeño enchufe de la base-. Parece que necesita un cargador de teléfono móvil o algo así.

– ¿Mandarían a alguien por ella?

– A la larga -dije-. Supongo.

– ¿Cuándo?

– No lo sé. En todo caso, aún no.

– Negaremos que siquiera haya estado aquí. Diremos que no la hemos visto jamás. No hay ninguna prueba de que estuviera en esta casa.

– Pues entonces mejor limpiar a fondo su habitación -sugerí-. Habrá huellas, pelos y ADN por todas partes.

– Nos la recomendaron -dijo-. Nosotros no ponemos anuncios en el periódico ni nada de eso. Unos tipos de Boston que conocemos la pusieron en contacto con nosotros.

Me echó una mirada. «Unos tipos de Boston tratando de llegar a un acuerdo con el fiscal, colaborando con el gobierno», pensé. Asentí y dije:

– Es un asunto peliagudo. Porque esto nos dice algo de esa gente, ¿no?

Asintió a su vez, con gesto huraño. Coincidía conmigo. Sabía a qué me refería yo. Cogió el manojo de llaves que estaba junto al escoplo.

– Creo que son de Doll -indicó.

Me quedé callado.

– De modo que tenemos una pesadilla triple -prosiguió-. Podemos ligar a Doll con la banda de Hartford, y a nuestros amigos de Boston con los federales. Por tanto, también podemos relacionar a Doll con los federales. Porque dio sus llaves a esa zorra infiltrada. Lo que significa que los de Hartford también se acuestan con los federales. Doll está muerto, gracias a Duke, pero todavía tengo a Hartford, Boston y al gobierno fastidiándome. Voy a necesitarle, Reacher.

Miré de reojo a Harley, que estaba mirando llover por la ventana.

– ¿Fue cosa sólo de Doll? -pregunté.

Beck asintió.

– Ya me he ocupado de eso. No tengo dudas. Doll lo hizo solo. Los demás son de confianza. Siguen conmigo. Me pidieron mil excusas por lo de Doll.

– Muy bien -dije.

Hubo un prolongado silencio. Después Beck volvió a envolver mis cosas con la alfombra y la metió otra vez en su bolsa. Arrojó dentro también el cacharro del e-mail y colocó encima los zapatos de la criada. Tenían un aspecto triste, vacío y desamparado.

– He aprendido una cosa -dijo-. A partir de ahora registraré los zapatos de la gente, maldita sea. Téngalo por seguro.


Lo tuve por seguro. Aún llevaba mis zapatos puestos. Regresé a la habitación de Duke y miré en el armario. Había cuatro pares. Nada que yo hubiera comprado para mí, pero tampoco estaban tan mal y además eran más o menos de mi número. De todos modos, los dejé donde estaban. Aparecer de pronto con otros zapatos habría sido como hacer sonar una alarma. Iba a deshacerme de los míos pero como es debido. Ni hablar de dejarlos en la habitación para que fueran objeto de una inspección fortuita. Debería sacarlos de la casa. Y en ese preciso momento no había un modo fácil de hacerlo. Al menos no después de la reunión en la cocina. No podía bajar sin más llevándolos en las manos. ¿Qué diría? «¿Qué? -me pregunté-. ¿Esto? Nada, son mis zapatos. Sólo iba a arrojarlos al mar.» O sea, que seguí llevándolos.

Y es que aún me hacían falta. Aunque sentí la tentación de hacerlo, no estaba dispuesto a cortar la comunicación con Duffy. Aún no. Me encerré en el baño de Duke y saqué el aparatito. Había un mensaje: «Hemos de vernos.» Pulsé «contestar» y tecleé: «Desde luego, puedes apostar el cuello.» Acto seguido apagué el trasto, volví a meterlo en el tacón y bajé otra vez a la cocina.

– Vaya con Harley -me ordenó Beck-. Hay que traer el Saab.

La cocinera no estaba. La encimera se veía limpia, todo en su sitio. Había sido fregada. Los fogones estaban fríos. Daba la impresión de que en la puerta habían colgado el cartel de «Cerrado».

– ¿Hoy no se almuerza? -pregunté.

– ¿Tiene hambre?

Recordé el modo en que el mar había hinchado la bolsa y reclamado el cadáver. Vi el cabello hundiéndose en el agua, inestable y finísimo. Vi la sangre escurrirse, rosada y diluida. No tenía hambre.

– Un hambre canina -contesté.

Beck sonrió socarronamente.

– Es usted un impasible hijo de puta, Reacher.

– Ya he visto antes a gente muerta. Y supongo que veré más.

Él asintió.

– La cocinera tiene el día libre. Coma fuera, ¿vale?

– No tengo dinero.

Del bolsillo de los pantalones sacó un fajo de billetes. Comenzó a contarlos pero se interrumpió, se encogió de hombros y me lo dio todo. Habría cerca de mil dólares.

– Para gastos -dijo-. Después hablaremos del salario.

Me guardé el dinero en el bolsillo.

– Harley está esperando en el coche -indicó.

Salí fuera y me alcé el cuello del abrigo. El viento estaba amainando. La lluvia volvía a caer verticalmente. El Lincoln seguía en la esquina de la casa. Con el maletero cerrado. Harley tamborileaba con los pulgares en el volante. Subí y eché el asiento hacia atrás para hacer sitio a las piernas. Él encendió el motor, puso en marcha los limpiaparabrisas y arrancó. Tuvimos que aguardar a que Paulie quitara el candado de la puerta. Harley puso la calefacción alta. Teníamos la ropa mojada y las ventanas se empañaron. Paulie no se daba prisa. Harley volvió a tamborilear el volante.

– ¿Los dos trabajáis para el mismo tipo? -le pregunté.

– ¿Paulie y yo? Claro.

– ¿Quién es?

– ¿Beck no te lo ha dicho?

– No.

– Entonces creo que yo tampoco te lo diré.

– Sin información me resulta difícil hacer mi trabajo -puntualicé.

– Éste es problema tuyo -observó-. No mío.

Me dirigió otra vez su sonrisa amarillenta y desdentada. Pensé que si le golpeaba lo bastante fuerte, mi puño haría saltar todos sus muñones dentales y terminaría en la parte posterior de su flacucha garganta. Pero no le pegué. Paulie liberó el picaporte y abrió. Harley arrancó y yo me arrellané en el asiento. Él encendió los faros y pisó el acelerador. El coche levantó una estela de surtidores de agua pulverizada. En los primeros veinte kilómetros no había nada. Después giramos hacia el norte por la carretera 1, lejos de donde me había llevado Elizabeth Beck, lejos de Old Orchard Beach y Saco, hacia Portland. El tiempo era tan horroroso que no se veía nada. Apenas se alcanzaba a distinguir las luces traseras de los coches de delante. Harley no hablaba. Sólo se balanceaba de un lado a otro en su asiento, tamborileaba con los pulgares el volante y conducía. No tenía una conducción suave. Estaba todo el rato acelerando o frenando. Aumentaba la marcha, la reducía, aumentaba, reducía. Los treinta kilómetros se hicieron largos.

De repente la carretera se desvió al oeste y entonces vi cerca, a la izquierda, la I-295. Más allá se apreciaba una estrecha lengua de agua, detrás de la cual estaba el aeropuerto de Portland. En aquel momento despegaba un avión inmerso en un enorme nubarrón, que pasó rugiendo bajo por encima de nuestras cabezas y viró hacia el sur, sobre el Atlántico. Después, a nuestra izquierda, vimos un centro comercial con un estrecho aparcamiento en la parte delantera. Había allí las tiendas que cabe encontrar en un lugar atrapado entre dos carreteras cerca de un aeropuerto. En el aparcamiento había unos veinte coches colocados en fila, todos de morro y perpendicularmente al bordillo. El viejo Saab era el quinto contando desde la izquierda. Harley entró con el Lincoln y se paró exactamente detrás del otro. Tamborileó el volante.

– Todo tuyo -dijo-. La llave está en el portamapas.

Salí a la lluvia y él se marchó en cuanto hube cerrado la puerta. Pero no volvió por la carretera 1. Al final del aparcamiento dobló a la izquierda y luego a la derecha. Vi que hacía pasar el enorme coche por una improvisada salida que daba al aparcamiento adyacente. Volví a alzarme el cuello y observé que Harley conducía despacio y desaparecía tras una serie de alargadas naves bajas de brillante metal corrugado. Era una especie de recinto empresarial recién estrenado. Se advertía un entramado de estrechas calles asfaltadas, húmedas y relucientes por la lluvia. Los bordillos de hormigón eran altos. Vi otra vez el Lincoln a través de un hueco entre edificios. Se desplazaba lento, como si buscara sitio para aparcar. De súbito desapareció tras otro edificio y no volví a verlo.

Di media vuelta. El Saab estaba aparcado de morro frente a una tienda de bebidas alcohólicas. A un lado había un sitio donde se vendían aparatos estéreo para coches y en el otro un lugar con un escaparate lleno de arañas de plástico. No creí que la hubieran mandado a comprar un nuevo artefacto de luz para el techo, ni para que instalaran un nuevo reproductor de discos compactos en el Saab. Así que debió de ir a la tienda de licores. Y allí se encontraría con un montón de gente esperándola. Cuatro, tal vez cinco. Al menos. Tras un primer momento de sorpresa pasaría de ser una desconcertada criada a ser una agente experta que se defendería a muerte. Pero ellos lo habrían previsto. Miré a ambos lados de la acera. Y luego la tienda de bebidas alcohólicas. El escaparate estaba lleno de cajas. Desde allí prácticamente no se veía nada. Entré.

La tienda estaba llena de cajas pero vacía de gente. Me dio la sensación de que eso era lo habitual. Dentro hacía frío y estaba lleno de polvo. El dependiente de detrás del mostrador era un tipo gris de unos cincuenta años. Cabello gris, camisa gris, piel gris. Parecía que llevaba una década sin salir fuera. No se me ocurría nada que comprar para romper el hielo, así que formulé directamente la pregunta.

– ¿Ve ese Saab ahí fuera? -dije.

Hizo un gran alarde para alinear sus ojos con el exterior.

– Sí, lo veo -contestó.

– ¿Vio qué le pasó a la conductora?

– No.

Por lo general, la gente que dice no enseguida está mintiendo. Una persona veraz puede decir no, pero normalmente se tomará primero su tiempo antes de responder. Y añadirá un lo siento o algo parecido. Quizás en ese momento se le planteen interrogantes. Es humano. Diría: «Lo siento, no, ¿por qué?, ¿qué pasó?» Llevé la mano al bolsillo y cogí un billete del fajo de Beck. Lo saqué. Era de cien. Lo doblé en dos y lo sostuve entre el índice y el pulgar.

– ¿De verdad que no lo vio?

El hombre miró a su izquierda, hacia el recinto empresarial. Fue sólo una mirada rápida, furtiva, de ida y vuelta.

– No -repitió.

– ¿Un Black Town Car? ¿Pasó por ahí? -inquirí.

– No vi nada -insistió-. Estaba ocupado.

Asentí.

– Aquí anda usted muy liado. Ya me he dado cuenta. Aguantar la presión ha de ser un verdadero milagro.

– Estaba en la trastienda. Al teléfono, me parece.

Meneé el billete de cien. Imaginé que cien dólares libres de impuestos supondrían una buena parte de sus ingresos netos semanales. No obstante, el tipo apartó la mirada. Lo cual fue también muy revelador.

– De acuerdo -dije. Guardé el dinero en el bolsillo y salí.


Conduje el Saab doscientos metros al sur por la carretera 1 y me detuve en una gasolinera. Allí compré una botella de agua mineral y dos golosinas en barra. Si calculamos por galones, pagué cuatro veces más por el agua que por la gasolina. Después salí y me resguardé cerca de la puerta, quité el envoltorio de la golosina y empecé a comérmela. Aproveché para echar un vistazo. No había vigilancia. Así que me acerqué a los teléfonos públicos y usé las monedas sueltas para llamar a Duffy. Había memorizado el número de su habitación de hotel. Me puse en cuclillas bajo la burbuja de plástico y procuré mantenerme seco. Ella respondió al segundo tono.

– Ve al norte, a Saco -dije-. Ahora mismo. Quedamos en el gran centro comercial de ladrillo que hay en la isla del río, en una cafetería llamada Café Café. El último paga los cafés.

Terminé la golosina mientras me dirigía al sur. El Saab no iba tan bien como el Cadillac de Beck o el Lincoln de Harley y hacía más ruido. Estaba viejo y hecho polvo. Las alfombrillas, gastadas y flojas. En el cuentakilómetros ya se veían seis cifras. Pero cumplía con su cometido. Los neumáticos eran bastante decentes y los limpiaparabrisas funcionaban. Por la lluvia andaba bien. Y tenía unos retrovisores de buen tamaño. Miraba por ellos todo el rato. No me seguía nadie. Llegué a la cafetería el primero. Pedí un café exprés largo para quitarme de la boca el sabor de chocolate.

Unos seis minutos después apareció Duffy. Se detuvo en la puerta, miró alrededor y se dirigió hacia mí sonriendo. Llevaba unos tejanos nuevos y otra blusa de algodón -azul, no blanca-, la cazadora de piel y encima un viejo y ajado impermeable que le venía grande. Tal vez pertenecía al tipo más mayor. Quizás ella se lo había pedido prestado. De Eliot no era, seguro; gastaba una talla más pequeña. Seguramente Duffy había ido al norte sin contar con el posible mal tiempo.

– ¿Es éste un lugar seguro? -preguntó.

No respondí.

– ¿Qué? -dijo.

– Pagas tú -precisé-. Tomaré otro. Me debes el primero.

Me miró inexpresiva y acto seguido fue al mostrador y regresó con un café exprés para mí y un capuchino para ella. Tenía el pelo algo mojado. Se lo había peinado con los dedos. Habría aparcado en la calle y andado bajo la lluvia y luego seguramente se miró en el escaparate de alguna tienda. Contó el cambio en silencio y me dio las monedas correspondientes a mi primera taza. Allí, en Maine, el café también era bastante más caro que la gasolina. Aunque creo que pasaba lo mismo en todas partes.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

No respondí.

– Reacher, ¿de qué se trata?

– Hace ocho semanas infiltraste a otra agente. ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Qué?

– Pues eso.

– ¿Qué agente?

– Ha muerto esta mañana. Ha sufrido una mastectomía radical doble sin anestesia.

Me miró fijamente.

– ¿Teresa?

Negué con la cabeza.

– Teresa no -dije-. La otra.

– ¿Qué otra?

– No me vengas con sandeces -solté.

– ¿Qué otra?

Le clavé la mirada. Penetrante. Después más benigna. En la luz de aquella cafetería había algo especial. Acaso el modo en que se reflejaba en la madera clara, el metal pulido, el cristal y el cromo. Era como rayos X. Como el suero de la verdad. Me había mostrado un genuino e incontrolable rubor en Elizabeth Beck. Ahora esperaba que ocurriera lo mismo con Duffy. Esperaba que apareciera un subido sonrojo de vergüenza y turbación porque yo la había descubierto. Sin embargo, ella exhibió una sorpresa total. Se apreciaba en su cara. Había palidecido completamente, como si se le hubiera escurrido toda la sangre. Y nadie puede hacer esto a voluntad, igual que nadie puede ruborizarse sólo con desearlo.

– ¿Qué otra? -repitió-. Sólo estaba Teresa. ¿Qué me estás diciendo? ¿Que está muerta?

– No me refiero a Teresa. Había otra mujer. La contrataron como criada.

– No -dijo-. Sólo estaba Teresa.

Meneé otra vez la cabeza.

– He visto el cadáver. No era Teresa.

– ¿Una criada?

– En el zapato llevaba un artilugio que le permitía enviar y recibir correo electrónico -expliqué-. Igual que el mío. El tacón fue ahuecado con la misma técnica.

– Es imposible -replicó.

La miré fijamente a los ojos.

– Te lo habría dicho -se defendió-. Claro que te lo habría dicho. Y además, si hubiera tenido a otro agente ahí no te habría necesitado. ¿No lo entiendes?

Aparté la vista. Miré hacia atrás. De pronto el azorado era yo.

– Así pues, ¿quién diablos era? -pregunté.

Duffy no contestó. Empezó a dar golpecitos a la taza en el platillo, empujando el asa con el dedo índice y haciéndola girar cada vez unos diez grados. Mientras la taza giraba, la espesa espuma y el polvo de chocolate no se movían. Duffy se estaba devanando los sesos.

– ¿Hace ocho semanas? -dijo.

Asentí.

– ¿Qué los puso sobre aviso? -preguntó.

– Entraron en tu ordenador. Esta mañana, o tal vez anoche.

Alzó la vista de su taza.

– ¿Por eso estuviste preguntándome?

Asentí sin decir nada.

– Teresa no sale en el ordenador -señaló-. No figura en ningún sitio.

– ¿Has consultado con Eliot?

– He hecho más que eso -respondió-. He registrado el disco duro entero. Y también sus archivos en el servidor principal en D.C. Tengo acceso a todo. He buscado por Teresa, Daniel, Justice, Beck, Maine y operación clandestina. Y él nunca escribió ninguna de esas palabras.

Guardé silencio.

– ¿Cómo sucedió? -preguntó.

– No estoy muy seguro. Supongo que en principio averiguaron por el ordenador que tenías a alguien aquí, y luego que era una mujer. Ni el nombre ni ningún otro dato. Así que la buscaron. Y creo que la encontraron en parte por culpa mía.

– ¿Por qué?

– Yo tenía ciertas cosas escondidas -expliqué-. Tu Glock, la munición y otras cosas. Ella lo descubrió y lo ocultó en el coche que solía utilizar.

Duffy se quedó en silencio unos instantes.

– Muy bien -dijo-. Crees que registraron el coche y luego sospecharon de ella, ¿no?

– Así es.

– Pero también puede ser que la registraran primero a ella y encontraran el zapato.

Aparté la mirada.

– Ojalá fuera así, sinceramente.

Duffy torció el gesto.

– No te culpes. No fue por ti. Tras entrar en el ordenador sólo era cuestión de tiempo que echaran el ojo a una. Ambas reunían todos los requisitos. Vamos a ver, ¿cuántas mujeres había ahí para escoger? Seguramente sólo ella y Teresa. No podían equivocarse.

Asentí. También estaba Elizabeth. Y la cocinera. Pero ni una ni otra estarían de las primeras en la lista de personas sospechosas. Elizabeth era la esposa del jefe. Y probablemente la cocinera llevaba allí más de veinte años.

– Entonces ¿quién era? -dije.

Duffy jugueteó con la taza hasta dejarla en la posición inicial tras haber trazado un círculo completo. La base emitió un débil chirrido.

– Me temo que está claro -repuso-. Piensa en el tiempo transcurrido. Cuenta hacia atrás desde hoy. Hace once semanas metí la pata con las fotos de vigilancia. Hace diez semanas me sacaron del caso. Pero como Beck es un pez gordo yo no podía darme por vencida y nueve semanas atrás infiltré a Teresa sin que ellos lo supieran. Pero como Beck es un pez gordo, sin que yo lo supiera ellos seguramente volvieron a asignar el caso a otra persona, quien, hace ocho semanas, decidiría meter a esa criada allí dentro, estando ya Teresa. Teresa no sabía que la criada iba a llegar, y la criada no sabía que Teresa ya se encontraba allí.

– ¿Por qué metió las narices en mis cosas?

– Supongo que quería controlar la situación. Procedimientos habituales. Por lo que a ella se refería, tú no eras un tío legal. Eras sólo un elemento peligroso. Un asesino de polis que escondía armas. Acaso pensó que participabas en una misión rival. Igual estaba contemplando la posibilidad de traicionarte y contárselo a Beck. Eso habría aumentado su credibilidad ante él. Y a ella le convenía que tú te quitaras de en medio, pues ya sólo le faltaban complicaciones añadidas. Si no te vendía, te entregaría a nosotros, como asesino de polis. Me sorprende que no llegara a hacerlo.

– La batería estaba agotada.

Ella asintió.

– Ocho semanas. Supongo que las criadas no tienen fácil acceso a los cargadores de móviles.

– Beck dijo que venía de Boston.

– Sería lógico -dijo-. Probablemente encargaron el trabajo a la oficina de Boston. Desde un punto de vista geográfico tiene sentido. Además eso explicaría por qué en D.C. no oímos ningún rumor en la máquina de café.

– Dijo que se la habían recomendado unos amigos suyos.

Duffy volvió a asentir con la cabeza.

– Negociaciones con fiscales, seguro. Nos valemos de ellas constantemente. Se tienden trampas unos a otros encantados. Con esa gente no funcionan los códigos de silencio.

Entonces recordé otra cosa que me había dicho Beck.

– ¿Cómo se comunicaba Teresa? -inquirí.

– Tenía un dispositivo de e-mail como el tuyo.

– ¿En el zapato?

Duffy asintió. Se quedó callada. Yo oía la voz de Beck resonando en mi cabeza: «A partir de ahora registraré los zapatos de la gente, maldita sea. Téngalo por seguro.»

– ¿Cuándo supiste de ella por última vez?

– El segundo día ya se cortó la conexión.

– ¿Dónde vivía? -pregunté.

– En Portland. La instalamos en un piso. Era una secretaria, no una criada.

– ¿Has estado en el piso?

Asintió con la cabeza.

– Desde el segundo día nadie la ha visto.

– ¿Miraste en su armario?

– ¿Por qué?

– Hemos de saber qué zapatos llevaba cuando la capturaron.

Duffy palideció otra vez.

– Mierda -soltó.

– Bien -dije-. ¿Qué zapatos había en el armario?

– Otros, no los del artilugio.

– ¿Pensaría ella en deshacerse del artilugio?

– También debería haberse deshecho de los zapatos. El agujero en el tacón sería muy revelador, ¿no?

– Hemos de encontrarla -señalé.

– Desde luego -dijo ella. Hizo una breve pausa-. Hoy ha tenido suerte. Ellos andaban buscando una mujer, y dio la casualidad que se fijaron primero en la criada. No podemos contar con que siga teniendo tanta fortuna.

No dije nada. «Mucha suerte para Teresa, mucha desgracia para la criada», pensé. No hay mal que por bien no venga. Duffy tomó un sorbo de café. Hizo una ligera mueca como si el café no estuviera bueno y dejó la taza en el platillo.

– ¿Qué delató a Teresa? -dijo-. Esto es lo que quiero saber. Vamos a ver, estuvo sólo dos días. Y pasaron nueve semanas antes de que ellos se introdujeran en el ordenador.

– ¿Qué tipo de historial le proporcionaste?

– El habitual para esta clase de trabajo. Soltera, sin ataduras, sin familia, sin raíces. Como tú, sólo que tú no tenías que fingir.

Asentí despacio. Una atractiva mujer de treinta años a la que nadie echaría jamás en falta. Una gran tentación para tipos como Paulie o Angel Doll. Acaso irresistible. Para tener diversión a mano. Y los demás de la cuadrilla quizás eran peores. Como Harley, por ejemplo, quien no me había parecido precisamente una prueba tangible de las ventajas de la civilización.

– Tal vez no hubo nada que la delatara -dije-. Quizá sólo desapareció, ya sabes, como sucede a veces. Muchas mujeres desaparecen. Jóvenes, sobre todo. Mujeres solteras, libres. Pasa continuamente. Miles cada año.

– Pero tú encontraste la habitación donde la tenían encerrada.

– Todas las mujeres desaparecidas han de estar en alguna parte. Sólo están desaparecidas para nosotros. Ellas saben dónde están, y los hombres que las han capturado también.

Me miró fijamente.

– ¿Crees que es eso?

– Podría ser.

– ¿Estará bien ella?

– No sé -dije-. Espero que sí.

– ¿La mantendrán con vida?

Asentí.

– Creo que la quieren viva. Porque no saben que es una agente federal. Creen que es sólo una mujer.

Para tener diversión a mano.

– ¿Puedes encontrarla antes de que examinen sus zapatos?

– Quizá nunca se los miren -precisé-. No sé, si la ven bajo una óptica concreta, por así decirlo, sería difícil que empezaran a verla de otra forma.

Ella desvió los ojos.

– Una óptica concreta -repitió-. ¿Por qué no decimos exactamente lo que queremos decir?

– Porque no queremos.

Duffy permaneció en silencio. Un minuto. Dos. De pronto me miró fijamente. Un pensamiento recién alumbrado.

– ¿Y qué hay de tus zapatos?

Meneé la cabeza.

– Lo mismo -repuse-. Ellos se están acostumbrando a mí. Les resultaría difícil comenzar a verme con otra óptica.

– Aun así es un riesgo.

Me encogí de hombros.

– Beck me dio una Beretta M9 -expliqué-. Así que esperaré a ver qué pasa. Si se agacha para echar un vistazo a mis zapatos le pegaré un tiro entre ceja y ceja.

– Pero él es sólo un hombre de negocios, ¿no? En esencia es eso. ¿Le haría realmente daño a Teresa sin saber que ella supone una amenaza para sus actividades?

– No lo sé -respondí.

– ¿Ha matado él a la criada?

Negué con la cabeza.

– Fue Quinn -dije.

– ¿Has sido testigo?

– No.

– Entonces ¿cómo lo sabes?

Aparté la vista.

– He reconocido la técnica.


La cuarta vez que vi a la sargento de primera Dominique Kohl fue una semana después de la noche que nos reunimos en el bar. Aún hacía calor. Se hablaba de una tormenta tropical procedente de las Bermudas. Yo tenía sobre la mesa cientos de expedientes. Incluían violaciones, homicidios, suicidios, robos de armas, agresiones; la noche anterior se había producido un motín porque al estropearse la refrigeración en las cocinas de los comedores de la tropa el helado se había licuado. Había acabado de hablar por teléfono con un colega de Fort Irwin, California, quien me explicó que allí sucedía lo mismo cada vez que soplaba el viento del desierto.

Kohl apareció con pantalones cortos y una camiseta sin mangas. Su piel aún parecía cubierta de polvo. Llevaba el expediente, que ya era ocho veces más grueso que cuando se lo entregué el primer día.

– La bota ha de ser de metal -dijo-. Esta es la conclusión final.

– Vaya -exclamé.

– Habrían preferido plástico, pero creo que lo dicen por fardar.

– Muy bien -dije.

– Lo que quiero decir es que han terminado el diseño de la bota. Ahora están listos para pasar al asunto importante.

– Sobre el tipo ese, Gorowski, ¿sigue sintiéndose confusa pero aun así le respalda?

Asintió.

– Detenerle sería un drama. Es un buen tío y una víctima inocente. Al fin y al cabo, en su trabajo es competente y útil para el ejército.

– Entonces ¿qué quiere hacer?

– Es delicado -dijo-. Supongo que quiero subirlo a bordo y hacer que empiece a pasar material falso a quienquiera que le tenga pillado. Es la manera de mantener la investigación en marcha sin arriesgarnos a revelar nada verdadero.

– ¿Pero…?

– Lo verdadero también parece falso. Es un ingenio muy extraño. Parece un dardo gigante. No lleva carga explosiva.

– ¿Cómo funciona?

– Energía cinética, metales pesados, uranio empobrecido, calor, todo eso. ¿Ha estudiado física?

– No.

– Entonces no lo entenderá. Pero creo que si tergiversamos los diseños, el chico malo se va a dar cuenta. Y por tanto Gorowski correría peligro. O sus niñas, o quien sea.

– O sea, quiere darles el diseño original.

– Pienso que es lo mejor.

– Es un riesgo -dije.

– Usted decide. Para eso gana un buen sueldo.

– Sólo soy capitán -observé-. Si tuviera tiempo de comer, utilizaría los vales canjeables por alimentos.

– ¿Cuál es la decisión?

– ¿Hay información sobre el chico malo?

– No.

– ¿Está segura de que no se le escapará de las manos?

– Del todo -repuso.

Sonreí. En aquel momento ella parecía el ser humano más dueño de sí mismo que yo jamás había conocido. Ojos brillantes, semblante serio, el cabello tras las orejas, pantalones caqui cortos, escueta camiseta caqui, calcetines y botas de paracaidista, piel bronceada y con aspecto polvoriento por todas partes.

– Pues adelante -dije.

– Nunca bailo -dijo ella.

– ¿Qué?

– No era por usted -puntualizó-. De hecho me habría gustado. Agradecí la invitación. Pero nunca bailo con nadie.

– ¿Por qué?

– Una manía -respondió-. Me siento cohibida. No coordino muy bien los movimientos.

– Yo tampoco.

– Quizá deberíamos practicar en privado -indicó.

– ¿Por separado?

– Los consejeros individuales son de gran ayuda -dijo-. Como en el alcoholismo.

Entonces me guiñó un ojo y salió dejando un débil rastro de su perfume en el aire cargado y caliente.


Duffy y yo terminamos el café en silencio. El mío sabía aguado, frío y amargo. No me apetecía. El zapato derecho me apretaba. No era exactamente mi número. Empezaba a ser como si llevara grilletes. Al principio parecían algo muy ingenioso. Elegantes, fríos, inteligentes. Recordé la primera vez que abrí el tacón, tres días atrás, poco después de llegar a la casa, poco después de que Duke cerrara la puerta de mi cuarto. Me sentía como en una película. Luego recordé la última vez que lo abrí. En el cuarto de baño de Duke, hacía hora y media. Me esperaba un mensaje de Duffy: «Hemos de vernos.»

– ¿Por qué querías que nos viéramos? -le pregunté.

Meneó la cabeza.

– Ahora ya no importa. Estoy revisando la misión. Estoy desechando todos los objetivos menos el de rescatar a Teresa. Sólo localizarla y sacarla de ahí, ¿vale?

– ¿Y qué hay de Beck?

– No vamos a coger a Beck. La he fastidiado otra vez. Esa criada era una agente legítima y Teresa no. Y tú tampoco. Y la criada ha muerto, así que van a despedirme por actuar extraoficialmente con Teresa y contigo y van a abandonar el caso de Beck porque he comprometido tanto las normas que cualquier tribunal va a desestimarnos en el futuro. Así que saca a Teresa de ahí cagando hostias y volvamos a casa.

– Muy bien -dije.

– Y olvídate de Quinn -añadió ella-. Déjalo correr todo.

No contesté.

– En todo caso, hemos fracasado -dijo-. Tú no has descubierto nada útil. Nada. Ni una sola prueba. Ha sido una completa pérdida de tiempo, desde el principio al final.

Seguí sin decir nada.

– Como mi carrera -remató.

– ¿Cuándo vas a contárselo al Departamento de Justicia?

– ¿Lo de la criada?

Asentí.

– Ahora mismo -respondió-. Inmediatamente. Debo hacerlo. No tengo elección. Pero primero buscaré en los archivos para saber quién la infiltró ahí. Porque prefiero dar las malas noticias cara a cara a quien supongo que está en mi mismo nivel. Eso me ofrece la oportunidad de disculparme. Cualquier otra vía lo haría saltar todo por los aires antes de tener yo siquiera la oportunidad de hablar. Cancelarán todos mis códigos de acceso, me entregarán una caja de cartón y me dirán que tenga mi mesa limpia en media hora.

– ¿Cuánto tiempo has estado allí?

– Mucho. Pensé que iba a ser la primera mujer directora.

No dije nada.

– Te lo habría dicho, créeme. Si hubiera tenido ahí a otro agente te lo habría dicho.

– Lo sé. Lamento haber sacado conclusiones precipitadas.

– Es la tensión -señaló-. La clandestinidad es dura.

Asentí con la cabeza.

– Aquello parece un salón lleno de espejos. Una maldita cosa tras otra. Todo suena irreal.

Dejamos nuestras tazas a medias y salimos a las aceras interiores del centro comercial y luego a la lluvia exterior. Habíamos aparcado uno cerca de otro. Duffy me dio un beso en la mejilla. Acto seguido subió al Taurus y se dirigió al sur y yo subí al Saab y puse rumbo norte.


Paulie se tomó con pachorra lo de abrirme la verja. Me hizo esperar un par de minutos antes de salir de la caseta moviéndose pesadamente. Aún llevaba puesto el impermeable. De pronto se detuvo y me miró por unos instantes antes de acercarse al picaporte. Pero no me importó. Yo estaba enfrascado en mis pensamientos. Oía la voz de Duffy en mi cabeza: «Estoy revisando la misión.» Durante la mayor parte de mi carrera militar tuve como jefe directo o indirecto a un tipo llamado Leon Garber, quien se lo explicaba todo a sí mismo construyendo frases cortas o dichos. Tenía uno para cada ocasión. Solía decir: «Revisar objetivos es una idea inteligente porque impide que sigas malgastando dinero.» No hablaba del dinero en un sentido literal. Se refería al personal, los recursos, el tiempo, la voluntad, el esfuerzo, el ánimo. También acostumbraba a contradecirse. A menudo decía: «Nunca te distraigas del cometido concreto que tengas entre manos.» Desde luego, todos los proverbios suelen ser así. «Demasiados cocineros echan a perder el caldo, muchas manos aligeran el trabajo, las grandes mentes piensan igual, los tontos siempre están de acuerdo.» Pero en conjunto, tras eliminar unas cuantas capas de contradicción, Leon aprobaba la revisión. Y tenía éxito. Principalmente porque la revisión consistía en pensar, y él entendía que pensar no perjudicaba a nadie. Así que yo estaba pensando, devanándome los sesos, porque era consciente de que de manera lenta e imperceptible algo se me acercaba sigilosamente, justo fuera del alcance de mi comprensión consciente. Estaba relacionado con algo que me había dicho Duffy: «No has descubierto nada útil. Nada. Ni una sola prueba.»

Oí abrirse la verja. Alcé la vista y vi que Paulie esperaba que yo pasara. La lluvia le golpeaba en el impermeable. Aún no llevaba sombrero. Me vengué un poco demorándome en arrancar. La revisión de Duffy me parecía bastante bien. Beck no me importaba demasiado. En ningún sentido, ciertamente. Pero quería a Teresa. Y la encontraría. También quería a Quinn. Y también lo encontraría, a despecho de lo que dijera Duffy. La revisión tenía un límite.

Examiné otra vez a Paulie. Todavía aguardaba. Era un idiota. El se estaba mojando, yo dentro de un coche. Quité el pie del freno y crucé despacio. A continuación pisé el acelerador y me dirigí a la casa.

Guardé el Saab en el sitio donde lo había visto una vez y salí al patio. El mecánico seguía en el tercer garaje. El vacío. No alcanzaba a ver lo que hacía. Tal vez sólo se protegía de la lluvia. Corrí hasta la casa. Beck oyó al detector de metales anunciar mi llegada y fue a la cocina para reunirse conmigo. Señaló la bolsa de deporte, que seguía sobre la mesa, justo en el centro.

– Deshágase de esto -dijo-. Arrójelo al mar.

– Muy bien -respondí.

Él se marchó y yo cogí la bolsa y di media vuelta. Una vez fuera de nuevo, me dirigí al edificio de los garajes, al lado que daba al mar. Volví a dejar el fardo en su escondite de la hondonada. «La extravagancia conduce a la pobreza», pensé. Además algún día quería devolverle la Glock a Duffy. Ella ya tenía suficiente apuro para encima tener que comunicar la pérdida de su arma reglamentaria. La mayoría de departamentos policiales conceden suma importancia a esa clase de cosas.

Después caminé hasta el borde de las elevaciones de granito, hice oscilar la bolsa y la lancé al agua, lejos. Giró en el aire, y los zapatos y el aparato del correo electrónico se salieron. Vi cómo el cacharro del e-mail caía en el agua. Se hundió al instante. Le siguió el zapato izquierdo con la puntera por delante. La bolsa descendió como una especie de paracaídas y llegó a la superficie del agua suavemente, boca abajo. Se llenó de agua y se hundió. El zapato derecho flotó un rato, como si fuera una minúscula barca negra. Cabeceaba, daba bandazos y se balanceaba como si tratara de escapar hacia el este. Se encaramó a la cresta de una ola y cayó del otro lado. Luego empezó a escorarse. Flotó quizás otros diez segundos y finalmente hizo agua y se hundió sin dejar rastro.


En la casa no había actividad alguna. La cocinera no estaba. Richard se hallaba en el comedor familiar comiéndose un bocadillo que se habría preparado él mismo y mirando llover. Elizabeth seguía en su gabinete, con su Doctor Zhivago. Al propio Beck no se le veía por ningún lado. Por eliminación imaginé que estaría en su estudio, acaso sentado en su sillón de cuero rojo contemplando su colección de armas. Todo estaba tranquilo. No lo entendí. Duffy me había informado de que habían recibido cinco contenedores y Beck había dicho que les esperaba un fin de semana ajetreado; pero nadie hacía nada.

Subí a la habitación de Duke. No la consideraba mía. Contaba con que nunca lo sería. Me tumbé en la cama y me puse otra vez a pensar. Intenté dar caza a cualquier cosa que rondara por los entresijos de mi mente. «Es fácil -habría dicho Leon Garber-. Fíjate en las pistas. Repasa todo lo que has visto, todo lo que has oído.» Así que lo repasé todo. Pero siempre acababa viniéndome a la memoria Dominique Kohl. La quinta vez que la vi, me llevó a Aberdeen, Maryland, en un Chevrolet verde oliva. Me estaban entrando dudas sobre lo de dejar filtrar proyectos originales. Era un verdadero riesgo. No era algo que normalmente tuviera que preocuparme, pero el hecho es que debíamos hacer más progresos. Kohl había averiguado el lugar de la entrega, y el método, y dónde y cuándo Gorowski comunicaba a su contacto que la entrega se había llevado a cabo. Sin embargo, aún no había visto al contacto recoger nada. Todavía no sabía quién era.

Aberdeen era una ciudad pequeña a unos treinta y tantos kilómetros al norte y al este de Baltimore. El método de Gorowski consistía en conducir hasta la ciudad un domingo y dejar el material en la zona de Inner Harbor. Por entonces, allí las reformas urbanísticas se encontraban en su punto álgido y era un lugar agradable y luminoso, pero la gente aún no se había dado cuenta, por lo que permanecía bastante vacío casi todo el tiempo. Gorowski tenía un POV, un Mazda Miata de dos años, rojo brillante. Bien mirado, era un coche convincente. No era nuevo pero tampoco barato, pues se trataba de un modelo muy popular y nadie podía conseguir un descuento en el precio de venta al público, así que el de los vehículos de segunda mano se mantenía alto. Era de dos plazas, lo que no convenía demasiado a sus niñas pequeñas. O sea, debía de tener otro coche. Sabíamos que su mujer no era rica. Si hubiera sido otra persona quizás habría sospechado; pero el tío era ingeniero. Una opción típica. No fumaba ni bebía. Era del todo verosímil que juntara sus dólares sobrantes y se hiciera con algo que tuviera un cambio suave y tracción en las ruedas traseras.

El domingo que lo seguimos, él dejó el coche en el aparcamiento que había cerca de uno de los puertos deportivos de Baltimore y fue a sentarse en un banco. Era un tipo achaparrado y peludo. Ancho pero no alto. Llevaba un periódico dominical. Estuvo un rato contemplando los barcos de vela. Después cerró los ojos y volvió el rostro hacia el cielo. Aún hacía un tiempo estupendo. Pasó unos cinco minutos tomando el sol como un lagarto. Acto seguido abrió los ojos, desplegó el periódico y empezó a leer.

– Es la quinta vez -me susurró Kohl-. El tercer viaje desde que terminaron con el rollo de la bota.

– ¿Hasta ahora ha seguido el método corriente? -le pregunté.

– Siempre el mismo -confirmó ella.

El hombre permaneció ocupado con el periódico durante unos veinte minutos. Lo estaba leyendo de veras. Prestó atención a todas las secciones excepto los deportes, lo que a mi juicio era un poco extraño tratándose de un seguidor de los Yanquees. Pero claro, supuse que a un forofo de los Yanquees no le gustaría que le atiborraran todo el rato de Orioles.

– Ahora -musitó Kohl.

El tipo miró hacia arriba y sacó del periódico un sobre amarillo del ejército. Alzó bruscamente la mano izquierda para doblar la sección que estaba leyendo. Y también para distraer, pues al mismo tiempo la mano derecha dejaba caer el sobre en el cubo de basura que tenía al lado, en el extremo del banco.

– Fantástico -solté.

– Y que lo diga -confirmó ella-. El chico no es tonto.

Asentí. El tipo lo hacía muy bien. No se levantó enseguida. Se quedó allí sentado otros diez minutos más o menos, leyendo. Después dobló el periódico lenta y cuidadosamente, se puso en pie, se acercó al borde del muelle y miró otro rato las embarcaciones. A continuación dio media vuelta y regresó al coche andando, con el diario bajo el brazo izquierdo.

– Mire ahora -dijo Kohl.

El tipo sacó un trocito de tiza del bolsillo de los pantalones e hizo una marca en una farola de hierro. Era la quinta. Cinco semanas, cinco marcas. Las primeras cuatro se iban borrando a medida que pasaba el tiempo, por orden cronológico. Las observé con mis gemelos de campaña mientras él se dirigía al aparcamiento, se subía al biplaza y se alejaba despacio. Me volví y enfoqué el cubo de la basura.

– ¿Y ahora qué pasa? -inquirí.

– Nada de nada -contestó Kohl-. Ya he hecho esto antes dos veces. Dos domingos enteros. No viene nadie a recogerlo. Ni de día ni de noche.

– ¿Cuándo vacían el cubo?

– Mañana por la mañana, a primera hora.

– Tal vez el basurero es un intermediario.

Ella negó con la cabeza.

– Ya lo he mirado. A medida que se carga, el camión lo comprime todo en una masa sólida, y luego va directamente a la incineradora.

– ¿O sea que nuestros proyectos originales se queman en una incineradora municipal?

– Lugar seguro lo es.

– Quizás alguien de esos veleros viene a escondidas en mitad de la noche.

– No, a menos que el Hombre Invisible haya comprado un velero.

– Así que a lo mejor no hay nadie -señalé-. A lo mejor todo esto se organizó con mucha antelación y detuvieron al tipo por alguna otra cosa. O le entró miedo y abandonó la ciudad. O cayó enfermo y se murió. Tal vez sea un plan inoperante.

– ¿Usted cree?

– La verdad, no.

– ¿Va a cancelar el proyecto? -preguntó ella.

Asentí con la cabeza.

– Debo hacerlo. Quizá sea idiota, pero no estúpido del todo. Esto se nos ha ido de las manos.

– ¿Puedo pasar al plan B?

Asentí de nuevo.

– Suba a Gorowski a flote y amenácelo con un pelotón de fusilamiento. Luego dígale que si colabora y pasa planos falsos nos portaremos bien con él.

– Es difícil hacer que sean convincentes.

– Pues que los dibuje él mismo -dije-. Está en juego su pellejo.

– O el de sus niñas.

– Es lo que tiene ser padre. Así estará más concentrado.

Ella se quedó callada unos instantes. Luego dijo:

– ¿Quiere ir a bailar?

– ¿Aquí?

– Estamos muy lejos de casa. Nadie nos conoce.

– De acuerdo -dije.

Entonces pensamos que era muy temprano para bailar, así que tomamos un par de cervezas y esperamos a la noche. El bar donde estábamos era pequeño y oscuro. De madera y ladrillo. Un lugar agradable. Tenía una máquina de discos. Pasamos un buen rato apoyados en ella, uno junto al otro, intentando elegir nuestra primera canción. Lo discutimos acaloradamente. Aquello empezó a cobrar una importancia enorme. Traté de interpretar sus sugerencias analizando los ritmos. ¿Por dónde nos vamos a agarrar uno a otro? ¿Esa clase de baile? ¿Esto será lo de dar brincos idénticos? Al final habría hecho falta una resolución de las Naciones Unidas, de modo que pusimos veinticinco centavos en la máquina, cerramos los ojos y pulsamos botones al azar. Salió Brown Sugar, de los Rolling Stones. Gran canción. De toda la vida. Ella bailaba realmente bien. Pero yo era un desastre.

Cuando quedamos sin aliento, nos sentamos y pedimos más cerveza. Y de súbito comprendí qué había pretendido hacer Gorowski.

– No es el sobre -dije-. El sobre está vacío. Es el periódico. Los planos están en el periódico. En la sección de deportes. Él debería haber mirado la columna de resultados. Lo del sobre es para distraer la atención en caso de vigilancia. Lo ha ensayado mucho. Más tarde arroja el periódico en otro cubo de la basura. Después de haber hecho la marca de tiza. Seguramente al salir del aparcamiento.

– Mierda -soltó Kohl-. He desperdiciado cinco semanas.

– Y alguien tiene tres planos originales verdaderos.

– Es uno de nosotros -dijo-. Un militar, de la CIA o del FBI. Alguien tan astuto tiene que ser un profesional.


«El periódico, no el sobre», me dije. Diez años después estaba tendido en una cama, en Maine, pensando en Dominique Kohl bailando y en un tío llamado Gorowski doblando el periódico, despacio y con cuidado, y mirando un centenar de mástiles de veleros en el agua. El periódico, no el sobre. De algún modo aún parecía venir al caso. «Esto, no lo otro», pensé, y entonces recordé a la criada escondiendo mis cosas en el maletero del Saab. Allí no podía haber puesto nada más, de lo contrario Beck lo habría encontrado y añadido a las pruebas exhibidas en la mesa de la cocina. Pero las alfombrillas del Saab estaban viejas y sueltas. Si yo fuera de los que esconden un arma bajo una rueda de recambio, quizás escondería papeles bajo las alfombrillas de un coche. Y quizá sería de las personas que apunta cosas y toma notas.

Me levanté y fui a la ventana. La tarde tocaba a su fin. Pronto oscurecería. El decimocuarto día, un viernes, casi había concluido. Bajé la escalera pensando en el Saab. Beck cruzaba el vestíbulo con prisa. El semblante preocupado. Entró en la cocina y cogió el teléfono. Escuchó un momento y luego me lo pasó.

– No funciona ningún teléfono -dijo.

Llevé el receptor al oído y escuché. Nada. Ningún tono de marcar, ningún silbido chirriante procedente de circuitos abiertos. Sólo un silencio inerte y sin vida, y el sonido de la sangre circulando por mi cabeza a toda velocidad. Como una concha marina.

– Pruebe con el suyo -dijo.

Subí otra vez a la habitación de Duke. El interfono funcionaba bien. Paulie respondió al tercer tono. Le colgué. No obstante, la línea exterior estaba tiesa. Sostuve el auricular como si eso cambiara algo, y Beck apareció en la puerta.

– Se puede hablar con la verja -anuncié.

Él asintió.

– Es un circuito independiente -explicó-. Lo instalamos nosotros mismos. ¿Y la línea exterior?

– Cortada -respondí.

– Qué extraño.

Colgué. Eché un vistazo a la ventana.

– Tal vez sea el tiempo -sugerí.

– No -replicó. Alzó su móvil. Era un minúsculo Nokia plateado-. Este tampoco va.

Me lo dio. En la diminuta pantalla, a la derecha, un diagrama de barras mostraba que la batería estaba cargada. Pero el medidor de cobertura estaba a cero. Se leía «Sin servicio», con letras grandes, negras y visibles. Se lo devolví.

– Tengo que ir al lavabo -dije-. Bajaré enseguida.

Me encerré en el cuarto de baño. Me quité el zapato. Abrí el tacón. Pulsé la tecla de encender. Y en la pantalla apareció la frase «Sin servicio». Lo apagué y lo coloqué otra vez en su sitio. Tiré de la cadena por una cuestión de forma y me senté en la tapa del retrete. Yo no era ningún experto en telecomunicaciones. Sabía que de vez en cuando las líneas telefónicas fallaban. Sabía que la tecnología de los móviles a veces no era fiable. Pero ¿cuántas posibilidades había de que las líneas terrestres de un lugar dejaran de funcionar exactamente al mismo tiempo que la torre de móviles más cercana? Me parece que muy pocas. Poquísimas, maldita sea. Así que habían cortado la línea deliberadamente. Pero ¿quién lo había solicitado? La compañía telefónica no. No efectuarían reparaciones en horas punta de un viernes. Esto podría pasar un domingo por la mañana a primera hora. Y en cualquier caso, no inutilizarían las líneas terrestres al mismo tiempo que las torres de los teléfonos móviles. Escalonarían ambos cometidos, sin duda.

Entonces ¿quién lo había organizado? Un organismo gubernamental para trabajos especiales. Como la DEA, tal vez. Quizá la DEA venía por la criada. Quizá los de operaciones especiales estaban llegando y no querían que Beck lo supiera antes de estar listos para irrumpir en la casa.

De todos modos, no era probable. La DEA dispondría de varios grupos de operaciones especiales, que llevarían a cabo acciones simultáneas. Y aunque no los tuviera, lo más fácil del mundo sería cortar la carretera entre la casa y el primer desvío. Podrían sellarla para siempre. Había una distancia de veinte kilómetros de posibilidades ilimitadas. Beck era un blanco facilísimo, con o sin teléfonos.

Entonces ¿quién?

Acaso Duffy, de manera extraoficial. Gracias a su estatus, Duffy habría conseguido uno de esos favores especialísimos tras un tête à tête con el gerente de alguna compañía de teléfonos. Un favor especial limitado a una zona geográfica. Un ramal secundario de línea terrestre. Y una torre de móviles, una que estuviera cerca de la I-95. Eso suponía crear una zona de silencio de más de cuarenta kilómetros, pero seguro que ella se las ingeniaría para conseguirlo. Sobre todo si el favor tenía una duración estrictamente limitada. Pongamos cuatro o cinco horas.

Pero ¿por qué Duffy tenía repentinamente miedo de los teléfonos durante cuatro o cinco horas? Sólo había una respuesta posible. Temía por mí.

Los guardaespaldas estaban en libertad.

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