10

Tiempo. El tiempo es igual a la distancia dividida por la velocidad en una dirección concreta. O me sobraba o ya no tenía. No lo sabía. Los guardaespaldas habían sido retenidos en el motel de Massachusetts donde planeamos la acción de ocho segundos. Eso estaba a menos de trescientos kilómetros al sur, no me cabía ninguna duda. Hechos tangibles. El resto, puras conjeturas. De todos modos, podía imaginar una historia probable. Se habían escapado del motel y habían cogido el Taurus oficial. Después habían conducido como locos durante más o menos una hora, tan aterrados que les faltaba el aliento. Antes de pasar a otra cosa querían estar totalmente a salvo. Quizás incluso se habían perdido al pasar por terreno despoblado. Después se orientaron y llegaron a la autopista. Aceleraron hacia el norte. Se sosegaron, miraron hacia atrás, redujeron la marcha a la velocidad permitida y empezaron a buscar un teléfono. Pero Duffy ya había cortado las líneas. Se había dado prisa. Así que la primera parada de los guardaespaldas les había supuesto una pérdida de tiempo. Quizás unos diez minutos, entre aparcar, llamar a la casa, llamar al móvil, arrancar de nuevo y tomar de nuevo la autopista. Después habrían repetido la operación en la siguiente área de descanso. En el primer caso habrían echado la culpa a alguna pega técnica fortuita. Otros diez minutos. Después, o habrían sospechado o habrían pensado que estaban lo bastante cerca para seguir adelante pasara lo que pasase. O ambas cosas.

En total unas cuatro horas. Pero ¿desde cuándo comenzar a contar? No tenía ni idea, desde luego. Evidentemente, desde algún momento comprendido entre treinta minutos y, pongamos, cuatro horas. En resumen, me sobraba tiempo o no me alcanzaba.

Salí del cuarto de baño y miré por la ventana. Ya no llovía y la noche había caído. A lo largo del muro estaban las luces encendidas. Las rodeaba un halo de niebla. Más allá, oscuridad total. No se veían faros a lo lejos. Bajé y me encontré con Beck en el vestíbulo. Seguía manipulando el Nokia para hacerlo funcionar.

– Voy a salir -dije-. Echaré un vistazo por la carretera.

– ¿Por qué?

– No me gusta esto de los teléfonos. Probablemente no es nada, aunque podría responder a algo.

– ¿Algo como qué?

– No lo sé. Quizás está viniendo alguien. Sólo saldrá de ésta si me dice cuánta gente quiere fastidiarle.

– Tenemos el muro.

– ¿Alguna embarcación?

– No -contestó-. ¿Por qué?

– Si llegan hasta la verja, va a necesitar un bote. Podrían quedarse allí y obligarle a rendirse por hambre.

Se quedó callado.

– Cogeré el Saab -dije.

– ¿Por qué?

«Porque es más ligero que el Cadillac», pensé.

– Prefiero dejarle el Cadillac a usted -repuse-. Es más grande.

– ¿Qué va a hacer?

– Lo que haga falta -contesté-. Ahora soy su jefe de seguridad. Tal vez no está pasando nada, pero en caso contrario, me ocuparé de ello por usted.

– ¿Qué hago yo?

– Mantenga la ventana abierta y escuche -dije-. De noche, con toda esa agua alrededor, si grito a tres kilómetros de distancia me oirá. Si me oye gritar, meta a todo el mundo en el Cadillac y salga zumbando. Conduzca rápido. Yo los mantendré a distancia hasta que usted haya pasado. ¿Tiene algún otro sitio adónde ir?

Beck asintió con la cabeza. Pero no dijo el lugar.

– Pues vaya allí -añadí-. Si logro mi propósito, iré a la oficina. Esperaré allí, en el coche. Puede detenerse allí después.

– Muy bien -dijo.

– Ahora llame a Paulie por el interfono y dígale que esté atento y me deje pasar.

– Muy bien -repitió.

Lo dejé en el vestíbulo. Salí a la noche. Rodeé los garajes y recogí mi bulto del agujero. Lo llevé al Saab y lo coloqué en el asiento trasero. Acto seguido me senté al volante, encendí el motor y salí marcha atrás. Rodeé lentamente la rotonda y ya en el camino de entrada aceleré. Las luces del muro brillaban a lo lejos. Vi a Paulie en la verja. Reduje un poco la marcha para no tener que pararme. Pasé directamente. Conduje hacia el oeste, mirando con atención, buscando faros que vinieran hacia mí.


Tras recorrer unos seis kilómetros vi un Taurus del gobierno. Estaba aparcado en el arcén. Orientado hacia mí. Con las luces apagadas. El tipo mayor se hallaba sentado al volante. Apagué las luces y aminoré la marcha hasta detenerme a su lado, ventanilla con ventanilla. Bajé el cristal. Él hizo lo mismo. Me apuntó a la cara con una linterna y un arma. Guardó ambas al ver quién era.

– Los guardaespaldas están libres -explicó.

Asentí.

– Me lo figuraba. ¿Desde cuándo?

– Desde hace casi cuatro horas.

Miré instintivamente hacia delante. No quedaba tiempo.

– Hemos perdido dos hombres -dijo.

– ¿Muertos?

Asintió con un gesto.

– ¿Duffy ha informado de ello?

– No puede -señaló él-. Todavía no. Estamos trabajando extraoficialmente. Todo esto ni siquiera está sucediendo.

– Tendrá que hacerlo -repliqué-. Son dos tíos.

– Lo hará. Más adelante. Después de que usted cumpla lo convenido. Porque volvemos a tener los mismos objetivos. Duffy necesita a Beck para justificarse, ahora más que nunca.

– ¿Qué ha ocurrido?

Se encogió de hombros.

– Esperaron el momento oportuno. Ellos eran dos, nosotros cuatro. Debería haber sido fácil reducirlos. Pero supongo que los nuestros fueron poco contundentes. No es fácil tener a gente encerrada en un motel.

– ¿Quiénes eran?

– Los dos chicos que iban en la Toyota.

No dije nada. Habíamos aguantado aproximadamente ochenta y cuatro horas. Tres días y medio. De hecho, había ido algo mejor de lo que yo imaginaba al principio.

– ¿Dónde está Duffy ahora? -pregunté.

– Nos hemos desplegado todos en abanico. Se halla en Portland, con Eliot.

– Ha hecho muy bien lo de los teléfonos.

Él asintió.

– Ya. Se preocupa por usted.

– ¿Cuánto tiempo estarán las líneas cortadas?

– Cuatro horas. Es todo lo que pudo conseguir. Así que pronto volverán a funcionar.

– Creo que los tipos vendrán directamente hacia aquí.

– Yo también lo creo -dijo-. Por eso he venido enseguida.

– Si hace casi cuatro horas, ahora estarán saliendo de la autopista. Así que los teléfonos ya no importan mucho, supongo.

– Eso me parece a mí.

– ¿Tiene algún plan? -pregunté.

– Le esperaba a usted. Supusimos que lo deduciría.

– ¿Van armados?

– Tienen dos Glock -precisó-. Con los cargadores llenos. -Hizo una breve pausa y apartó la mirada-. Menos cuatro disparos en el lugar de los hechos -aclaró-. Así nos lo han descrito. Cuatro tiros, dos tíos. Todos a la cabeza.

– No será fácil.

– Nunca lo es -dijo.

– Hemos de encontrar un sitio.

Le dije que subiera a mi coche. Se sentó en el asiento del acompañante. Llevaba el mismo impermeable que lucía Duffy en la cafetería. Condujimos otro kilómetro y me puse a buscar un sitio. Encontré uno donde la carretera se estrechaba de golpe y describía una curva larga y abierta. El asfalto estaba un poco reforzado, a modo de terraplén de poca pendiente. Los arcenes tenían apenas un palmo de anchura y descendían bruscamente hacia la vertiente rocosa. Paré el vehículo, giré bruscamente, di marcha atrás y luego avancé un poco hasta que quedó atravesado en la calzada. Salimos y echamos un vistazo. Era una buena barricada. No había sitio para pasar. Pero se veía mucho, como ya me había figurado. Los dos tíos aparecerían lanzados por la curva, frenarían en seco y luego darían marcha atrás y empezarían a disparar.

– Hemos de volcarlo -dije-. Como si hubiera sido un accidente.

Saqué el bulto del asiento trasero. Lo dejé en el arcén por si acaso. Después le dije a mi colega que colocara su impermeable sobre la calzada. Vacié mis bolsillos y puse mi abrigo al lado del suyo. Quería que el Saab quedara sobre los abrigos. Tenía que devolverlo relativamente intacto. A continuación nos situamos hombro con hombro de espaldas al coche y comenzamos a balancearlo. Volcar un coche es bastante fácil. Lo he visto hacer en todas partes. Dejas que los neumáticos y la suspensión cooperen. Lo haces oscilar y luego botar, y sigues así sin parar hasta que se halla suspendido en el aire y entonces calculas el momento exacto para volcarlo. El tío mayor era fuerte. Cumplió su cometido. Hicimos botar el coche hasta unos cuarenta y cinco grados, luego nos volvimos y afirmamos las manos bajo el bastidor y lo impulsamos hasta hacerlo caer de lado. A continuación lo volcamos del todo hasta que descansó sobre el techo.

Los abrigos sirvieron para que se deslizara bien sin rozar el pavimento, y así pudimos situarlo en la posición adecuada. Después abrí la puerta del conductor al revés y le dije a mi compañero que entrara y fingiera estar muerto por segunda vez en cuatro días. Se deslizó dentro como pudo y se tendió en la parte delantera, mitad dentro y mitad fuera, con los brazos por encima de la cabeza. En la oscuridad parecía muy convincente, y en las sombras provocadas por los faros aún daría más el pego. Los abrigos no eran visibles a menos que uno los buscara de veras. Me alejé y cogí el fardo con mis armas. Luego bajé por las rocas que había tras el arcén y me agaché.

Ambos aguardamos.

La espera pareció larga. Cinco, seis, siete minutos. Recogí piedras, tres, más grandes que la palma de mi mano. Observé el horizonte al oeste. El cielo aún estaba lleno de nubes bajas y me figuré que las luces de los faros se reflejarían en ellas al subir y bajar. Pero el horizonte permanecía a oscuras. Y en silencio. No alcanzaba a oír nada salvo el lejano oleaje y la respiración de mi compañero.

– Ya deberían estar llegando -dijo.

– Vendrán -respondí.

Esperamos. La noche seguía negra y silenciosa.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté.

– ¿Por qué? -respondió.

– Sólo por saberlo. No me parece bien haberte matado dos veces y no saber siquiera tu nombre.

– Terry Villanueva -dijo.

– ¿Es un nombre hispano?

– Claro.

– Tú no pareces hispano.

– Lo sé -confirmó-. Mi madre era irlandesa y mi padre hispano. Pero mi hermano y yo salimos a ella. Mi hermano cambió su nombre por el de Newton. Como el científico, o el barrio. Porque eso es lo que significa Villanueva, ciudad nueva. Pero yo me quedé con el nombre español. Por respeto al viejo.

– ¿Dónde fue eso?

– En el sur de Boston -explicó-. Hace años, no fue fácil, con un matrimonio mixto y todo eso.

Nos quedamos otra vez callados. Yo miraba y escuchaba. Nada. Villanueva cambió de posición. No parecía cómodo.

– Eres un soldado, Terry -le dije.

– De la vieja escuela -repuso.

Entonces oí el coche.

Y sonó el móvil de Villanueva.

El coche estaría a un kilómetro. Podía oír el debilísimo sonido de un motor V-6 acelerando. Llegaba a ver el distante resplandor de los faros atrapado entre la carretera y las nubes. El tono del teléfono de Villanueva consistía en una insensata versión rápida de la Tocata y fuga en re menor de Bach. Él dejó de hacer el muerto, se revolvió y lo sacó del bolsillo. Pulsó un botón y contestó. Era un cacharro diminuto, perdido en su mano. Se lo llevó al oído. Escuchó un instante. Lo oí decir «muy bien». Y luego «lo vamos a hacer ahora mismo». Después «muy bien». Y finalmente «muy bien». Lo desconectó y volvió a tenderse. Tenía la mejilla pegada al asfalto. Y el móvil agarrado a medias.

– Acaban de restablecer el servicio -me dijo.

Y otro reloj empezó a hacer tictac. Miré a mi derecha, al este. Beck estaría probando las líneas. Supuse que en cuanto oyera señal de marcar intentaría encontrarme para decirme que ya no había peligro. Miré a la izquierda, al oeste. Oí el ruido del coche, fuerte y claro. Las luces de los faros rebotaban y oscilaban, brillantes en la negrura.

– Treinta segundos -anuncié.

El sonido fue aumentando. Alcancé a distinguir por separado los ruidos de los neumáticos y del cambio automático del motor. Me agaché más. Diez segundos, ocho, siete. El coche dobló embalado el recodo y las luces me azotaron la espalda encorvada. De pronto percibí el ruido sordo del sistema hidráulico y el chirrido de los frenos y el aullido del neumático bloqueado rozando el asfalto, y el coche quedó totalmente parado, ligeramente torcido, a unos seis metros del Saab.

Alcé la vista. Era un Taurus azul, gris a la nebulosa luz de la luna. Tras él, un cono de luz. Las luces de freno llameaban rojas en la parte trasera. Dos tíos dentro. Sus rostros alumbrados por las luces reflejadas en el Saab. Se quedaron quietos un instante. Miraron al frente. Reconocieron el Saab. Lo habrían visto antes cien veces. Advertí que el conductor se movía. Oí que ponían punto muerto. Las luces de freno se apagaron. El motor quedó al ralentí. Percibía los humos del tubo de escape y el calor de debajo del capó.

Los dos tipos abrieron sus respectivas puertas a la vez. Bajaron y se quedaron de pie tras ellas. Empuñaban las Glock. Aguardaron. Salieron de detrás de las puertas. Avanzaron, despacio, con las armas bajas. Los faros los iluminaban intensamente de cintura para abajo. Era difícil verles el tronco. Sin embargo distinguí sus rasgos. Sus siluetas. Eran los guardaespaldas. No cabía duda. Eran jóvenes y corpulentos, iban tensos y cautelosos. Vestían trajes oscuros y arrugados. Sin corbata. Las camisas habían pasado del blanco al gris.

Se acuclillaron junto a Villanueva, al que tapaban con su sombra. Se movieron un poco y giraron el rostro de mi colega hacia la luz. Yo sabía que ellos lo habían visto antes. Tan sólo un fugaz vislumbre cuando pasaron frente a él, fuera de la verja de la universidad, hacía ochenta y cuatro horas. Supuse que no lo recordarían. Y creo que así fue. Pero los habían engañado una vez y no querían que volviera a ocurrir. Se mostraban muy precavidos. No se dispusieron enseguida a prestarle los primeros auxilios. Tan sólo se agacharon y no hicieron nada. De repente, el más próximo a mí se puso en pie.

Yo me hallaba a metro y medio de él y tenía una piedra en la mano derecha. Algo más grande que una bola de béisbol. Estiré el brazo con rapidez, horizontalmente, como si fuera a abofetearle. Si hubiera fallado, el impulso habría sacado mi brazo al arcén. Pero no fallé. La piedra le dio de lleno en la sien y el tío se desplomó como si le hubiera caído un peso desde arriba. El otro fue más rápido. Se alejó gateando y se levantó a duras penas. Villanueva intentó sujetarlo por las piernas, pero falló. El tipo dio un salto y se volvió de repente. Su Glock se elevó en mi dirección. Yo sólo quería impedir que disparara, por lo que me dispuse a lanzarle la piedra directamente a la cabeza. Él se dio otra vez la vuelta, y el proyectil le dio de lleno en la parte posterior del cuello, en el preciso lugar donde el cráneo se curva para unirse a la columna. Fue como un puñetazo violento. Lo tiró hacia delante. El hombre soltó la Glock y cayó de bruces como un árbol y se quedó inmóvil.

Me quedé allí de pie y contemplé la oscuridad hacia el este. No vi nada. Ninguna luz. No oí nada salvo el mar lejano. Villanueva salió a gatas del coche volcado y se agachó sobre el primer tipo.

– Éste está muerto -dijo.

Comprobé que lo estaba. Es difícil sobrevivir a un golpe de una piedra de cuatro kilos en la sien. Tenía el cráneo nítidamente hundido y los ojos abiertos de par en par, en los cuales no se apreciaba vida alguna. Fui a echar un vistazo al segundo tío. Me puse en cuclillas a su lado. También estaba muerto. Tenía el cuello bien roto. No me sorprendió demasiado. La piedra pesaba cuatro kilos y yo la había lanzado como Nolan Ryan.

– Dos pájaros de un tiro -dijo Villanueva.

Guardé silencio.

– ¿Qué? -soltó-. ¿Querías llevarlos detenidos? ¿Después de lo que nos han hecho a nosotros? Para un policía eso sería lisa y llanamente suicida.

Seguí callado.

– ¿Te pasa algo? -preguntó Villanueva.

Yo no era de los suyos. Yo no era de la DEA, y tampoco policía. Pero pensé en la señal privada que me envió Powell: «10-2, 10-28. Estos tipos han de estar muertos, no cometer errores al respecto.» Y yo estaba dispuesto a creer en la palabra de Powell. Para eso son las lealtades en la unidad. Villanueva tenía las suyas y yo las mías.

– No pasa nada -contesté.

Encontré la piedra donde había ido a parar y la mandé rodando al arcén. Acto seguido me dirigí al Taurus, me incliné y apagué las luces. Indiqué a Villanueva que se acercara.

– Ahora hemos de darnos mucha prisa -dije-. Llama a Duffy para que Eliot venga aquí. Ha de retirar este coche.

Villanueva se valió de un sistema de marcado rápido y empezó a hablar, y yo vi en la carretera las dos Glock, que devolví a los bolsillos de los tipos muertos, una cada uno. Luego me acerqué al Saab. Ponerlo otra vez derecho iba a ser más difícil que volcarlo. Por un instante pensé que igual sería imposible. Los abrigos impedían todo agarre en el pavimento. Si lo empujábamos, sólo se deslizaría sobre el techo. Cerré la invertida puerta del conductor y esperé.

– Ya vienen -dijo Villanueva.

– Ayúdame con esto -respondí.

Movimos a pulso el Saab tirando de los abrigos en dirección a la casa hasta llevarlo lo más lejos que pudimos. Se deslizó por el abrigo de Villanueva hasta el mío, hasta su extremo, y paramos en seco cuando el metal tocó el firme de la calzada.

– Se va a rayar -señaló Villanueva.

Asentí.

– Es un riesgo -dije-. Ahora dale con el Taurus.

Hizo avanzar el Taurus hasta que el parachoques delantero tocó el Saab. El contacto se producía justo en el soporte que había entre las puertas. Indiqué a Villanueva que diera gas y el Saab se movió de lado a trompicones y el techo chirrió contra el asfalto. Me subí al capó del Taurus y empujé con fuerza el bastidor del Saab. Villanueva mantenía el Taurus apretando, lento y constante. El Saab se levantó de lado, cuarenta, cincuenta, sesenta grados. Apuntalé los pies en la base del parabrisas del Taurus, bajé las manos y las coloqué planas en el techo del Saab. Villanueva dio gas, mi columna se comprimió unos centímetros y el coche cayó sobre las ruedas con un ruido sordo. Rebotó una vez. Villanueva pisó el freno y yo caí hacia delante y me golpeé la cabeza contra la puerta del Saab. Acabé tirado sobre la calzada, bajo el parachoques del Taurus. Villanueva dio marcha atrás, se detuvo y salió.

– ¿Estás bien? -preguntó.

Me quedé allí tendido. Me dolía la cabeza. Me había dado fuerte.

– ¿Cómo está el coche? -inquirí.

– ¿Quieres las noticias buenas o las malas?

– Primero las buenas -dije.

– Los retrovisores laterales están intactos -explicó-. Vuelven a su posición original.

– ¿Pero…?

– Grandes desconchados en la pintura -precisó-. Una pequeña abolladura en la puerta. Creo que la has hecho tú con la cabeza. El techo también está algo hundido.

– Diré que he atropellado un ciervo.

– No creo que haya ciervos por aquí.

– Pues entonces un oso -repliqué-. O lo que sea. Una ballena varada en la playa. Un monstruo marino. Un calamar gigante. Un enorme mamut peludo salido hace poco de un glaciar en proceso de derretimiento.

– ¿Estás bien? -repitió él.

– Viviré -contesté.

Rodé de costado y me puse a cuatro patas. Me levanté, despacio y sin movimientos bruscos.

– ¿Puedes llevarte los cadáveres? -preguntó-. Porque nosotros no podemos.

– Pues entonces supongo que tendré que hacerlo.

Abrimos a duras penas la puerta de atrás del Saab. Estaba un poco desalineado porque el techo se había deformado ligeramente. Metimos los cadáveres en el amplio maletero y los apretujamos. Volví al arcén, recogí mi bulto y lo puse encima de los cuerpos. Para cerrar las puertas debimos empujar los dos. Después cogimos los abrigos de la carretera, los sacudimos y nos los pusimos. Estaban húmedos y arrugados y en algunos sitios un poco rotos.

– ¿Estás bien? -insistió Villanueva.

– Sube al coche -dije.

Subimos los cristales y nos montamos. Le di al contacto. El motor no se puso en marcha. Probé otra vez. Nada. Entre ambos intentos oí gimotear a la bomba de la gasolina.

– Deja la llave puesta un momento -señaló Villanueva-. El carburador se ha vaciado cuando el coche estaba del revés. Espera un poco a que la gasolina suba.

Esperé, y al tercer intento se encendió. Metí la marcha, arranqué sin perder un segundo y conduje hasta donde habíamos dejado el otro Taurus, un kilómetro atrás. Nos aguardaba en el arcén, espectral a la luz de la luna.

– Ahora regresa y espera a Duffy y a Eliot -dije-. Y sugiero que después salgáis de aquí zumbando. Os veré luego.

Me estrechó la mano.

– De la vieja escuela -dijo.

– Diez-dieciocho -repuse. 10-18 era un código de radio de la PM para «misión cumplida». Pero supongo que él no lo sabía, pues se limitó a mirarme.

– Cuídate -dije.

Meneó la cabeza.

– Buzón de voz -indicó.

– ¿Qué pasa con eso?

– Cuando un teléfono móvil no funciona, normalmente desvían las llamadas hacia un buzón de voz.

– ¿No es que la torre ha sido inutilizada?

– Pero la red de móviles no lo sabía. En lo que a la maquinaria respecta, Beck sólo tenía su teléfono desconectado. Por lo que tendrán su buzón de voz en algún servidor central de por ahí. Quizás ellos le dejaron un mensaje.

– ¿Por qué motivo?

Villanueva se encogió de hombros.

– Tal vez le dijeron que iban de regreso. No sé, a lo mejor suponían que él miraría enseguida si tenía algún mensaje. Acaso le contaron toda la historia. O quizá no fueron capaces de pensar con claridad y se imaginaron que era como un contestador normal y dijeron: «Eh, señor Beck, cójalo, ¿vale?»

No dije nada.

– En resumidas cuentas, que tal vez dejaron sus voces ahí -precisó-. Hoy.

– Muy bien -dije.

– ¿Qué vas a hacer?

– Empezar a disparar -respondí-. Los zapatos, el buzón de voz. Ahora Beck nos lleva ventaja.

– No puedes hacerlo -me advirtió-. Duffy ha de llevarlo ante un tribunal. Ahora es la única posibilidad que tiene de salvar el pellejo.

Aparté la mirada.

– Dile que haré lo que pueda. Pero si se trata de él o yo, me lo cargo.

Villanueva se quedó callado.

– ¿Qué pasa? ¿Es que ahora soy el chivo expiatorio?

– Haz lo que puedas -dijo-. Duffy es una buena chica.

– Ya lo sé.

Salió a duras penas del Saab, con una mano en el marco de la puerta y la otra en el respaldo del asiento. Cruzó la calzada, se subió a su coche y se alejó, despacio y en silencio, con las luces apagadas. Lo vi saludar con la mano. Lo observé hasta perderlo de vista y acto seguido di marcha atrás, giré y crucé el Saab en mitad de la calzada, mirando al oeste. Supuse que, cuando me viera, Beck pensaría que yo estaba realizando tareas defensivas.


Pero o bien Beck no probaba los teléfonos o bien no pensaba demasiado en mí, porque me quedé allí sentado unos diez minutos y no hubo el menor indicio de él. Pasé parte del tiempo examinando mi anterior hipótesis de que una persona que oculta un arma bajo la rueda de recambio también escondería notas bajo las alfombrillas. Éstas ya estaban sueltas y al estar el coche al revés se habían salido de sitio. Pero debajo no había nada salvo manchas de herrumbre y una capa húmeda de guata acústica que parecía confeccionada a partir de viejos jerséis de color gris y rojo. Nada de notas. Hipótesis incorrecta. Puse las alfombrillas otra vez en su sitio lo mejor que pude, golpeándolas con los pies hasta dejarlas razonablemente planas.

A continuación salí y eché un vistazo a los daños externos. Con los rayones en la pintura no podía hacer nada. Se notaban, pero no había para tanto. No era un coche nuevo. Tampoco tenía remedio la abolladura de la puerta, a menos que quisiera desmontarla y alisar la plancha. El techo había quedado un poco hundido. Recordé que tenía una clara forma redondeada. Ahora estaba bastante plano. Sin embargo, me pareció que desde dentro podía hacer algo al respecto. Me coloqué en el asiento trasero y con ambas palmas en el revestimiento empujé con fuerza. Recibí el premio de dos sonidos. Uno fue el de la lámina de metal al volver a su sitio. El otro, el crujido de un papel.

No era un coche nuevo, por lo que el forro no era esa cosa de piel de ratón moldeada en una sola pieza que hoy tiene todo el mundo, sino un anticuado vinilo de color crema con varillas metálicas de lado a lado que lo dividían en tres secciones plisadas. Los bordes quedaban atrapados bajo una junta de goma negra que recorría todo el techo. Sobre el asiento del conductor el vinilo estaba un poco arrugado. Supuse que se podía tensar estirándolo y después despegarlo de la junta. Y luego tirar de él e irlo separando a lo largo de la goma. Eso daría acceso lateral a cualquiera de las secciones plisadas que uno decidiera usar. Después harían falta tiempo y buenas uñas para volver a encajar el vinilo en la junta. Si se ponía cuidado, en un coche tan hecho polvo como aquél sería una manipulación difícil de ver.

Me incliné y observé la sección que pasaba por encima de los asientos delanteros. Palpé el techo a todo lo ancho del coche. Allí no había nada. En la siguiente sección tampoco. Pero en la última había papeles escondidos. Podía incluso adivinar el tamaño y el peso. Un montón de hojas de formato estándar, tipo folio.

Pasé del asiento trasero al del conductor y examiné la junta. Ejercía cierta presión sobre el vinilo y lo cogía por el borde. Metí una uña bajo la goma y la aflojé formando una pequeña abertura de un centímetro. Raspé lateralmente con la otra mano a través del techo, y el vinilo se salió dócilmente de debajo de la junta y la abertura se agrandó lo suficiente para introducir el pulgar.

Fui metiendo el pulgar hacia atrás, y cuando ya había despegado unos veinticinco centímetros una luz me iluminó por detrás. Luz brillante, sombras hostiles. La carretera estaba alineada con mi hombro derecho, por lo que miré por el retrovisor del acompañante. El cristal estaba resquebrajado, colmado de juegos de luces. Recordé que los objetos están más cerca de lo que parece en el espejo. Me volví en el asiento y vi unas luces largas yendo de derecha a izquierda a medida que trazaba las curvas. Se acercaba rápido. Bajé un par de centímetros la ventanilla y percibí el lejano silbido de los gruesos neumáticos y el gruñido de un silencioso V-8 en segunda. El Cadillac, con prisas. Volví a meter el vinilo en su sitio. No tenía tiempo de fijarlo bien bajo la junta. Sólo empujé hacia arriba y recé para que se quedara así.

El Cadillac apareció justo detrás de mí y frenó en seco. Las luces permanecieron encendidas. Miré por el retrovisor y vi bajar a Beck. Me llevé la mano al bolsillo y quité el seguro de la Beretta. Que Duffy dijera lo que quisiese, pero yo no tenía ningún interés en mantener una larga discusión sobre buzones de voz. De todos modos, Beck no llevaba nada en las manos. Ninguna arma, ni el Nokia. Se acercó y salí para reunirme con él a la altura del parachoques trasero del Saab. Quería mantenerlo alejado de las abolladuras y los rayones. Se quedó a medio metro de los tíos que él había enviado para recoger a su hijo.

– Los teléfonos ya funcionan -anunció.

– ¿Los móviles también? -pregunté.

Hizo un gesto afirmativo.

– Pero mire esto -indicó.

Sacó del bolsillo el pequeño móvil plateado. Yo seguí aferrando la Beretta sin que se viera. Haría un buen agujero en mi abrigo, pero el del suyo aún sería mayor. Me alcanzó el teléfono. Lo cogí con la izquierda. Lo sostuve a la luz de los faros del Cadillac. Miré la pantalla. No sabía qué estaba buscando. Ciertos móviles que había visto indicaban un mensaje de buzón de voz con el pictograma de un sobre pequeño. Algunos utilizaban un símbolo diminuto formado por dos círculos unidos por una barra en la parte inferior, como una cinta de carrete, lo que siempre me pareció extraño, pues pensaba que la mayoría de los usuarios de móviles no habían visto una cinta de ésas en su vida. Estaba casi seguro de que las compañías telefónicas no grababan los mensajes en cinta de carrete, sino digitalmente, quedando aquéllos inertes en algún tipo de circuito en estado sólido. Pero claro, en los cruces de las vías férreas todavía aparecen esas locomotoras de las que Casey Jones habría estado orgulloso.

– ¿Ve esto? -dijo.

Yo no veía nada. Ni sobres ni cintas. Sólo las barras de la cobertura y la batería, y lo del menú. Y lo de los nombres.

– ¿Qué?

– La cobertura -aclaró-. Sólo muestra tres segmentos de cinco. Normalmente tengo cuatro.

– Quizá la torre se ha estropeado -sugerí-. Se accionará de nuevo poco a poco. Será algo eléctrico.

– ¿Usted cree?

– Hay microondas implicadas -expliqué-. Seguramente es complicado. Mírelo más tarde. Tal vez ya se haya normalizado.

Le devolví el teléfono con la mano izquierda. Él lo cogió y se lo guardó en el bolsillo, molesto aún por todo aquello.

– ¿Todo tranquilo por aquí? -preguntó.

– Como un cementerio -dije.

– Así pues, falsa alarma -comentó.

– Supongo -dije-. Lo siento.

– Le agradezco su prudencia. En serio.

– Sólo hago mi trabajo -puntualicé.

– Vamos a comer.

Volvió al Cadillac y subió. Puse el seguro de la Beretta e hice lo propio en el Saab. Beck dio marcha atrás, hizo el cambio de sentido y me esperó. Supuse que quería que cruzáramos juntos la verja para que Paulie sólo tuviera que abrirla y cerrarla una vez. Regresamos en caravana recorriendo seis escasos kilómetros. El Saab no iba bien y los faros enfocaban un poco hacia arriba, formando cierto ángulo, y la conducción era poco segura. En el maletero había ciento sesenta kilos de peso. Y cuando pillé el primer bache, el extremo del revestimiento del techo se desprendió y me dio en la cara.


Dejamos los coches en los garajes y Beck me esperó en el patio. Estaba subiendo la marea. Alcanzaba a oír las olas al otro lado de las paredes. Descargaban enormes cantidades de agua contra las rocas. Notaba el impacto a través del suelo. Era una sensación física inequívoca. No sólo sonido. Me reuní con Beck y caminamos juntos hacia la puerta principal. El detector de metales pitó dos veces, una para cada uno. Él me dio un juego de llaves de la casa. Yo lo acepté, como un distintivo de mi cargo. Luego me informó de que la cena se serviría en treinta minutos y me invitó a compartirla con su familia.

Subí a la habitación de Duke y me planté frente a la alta ventana. A unos ocho kilómetros al este me pareció ver rojas luces traseras alejándose. Tres pares de luces. Esperaba que fueran Villanueva, Eliot y Duffy, en los Taurus oficiales. 10-18, misión cumplida. De todos modos, debido al resplandor procedente del muro era difícil estar seguro de que las luces fuesen reales. Acaso fueran manchas en mi campo visual, debido a la fatiga o al golpe en la cabeza.

Tomé una ducha rápida y cogí otro conjunto de prendas de Duke. Seguí con los mismos zapatos y la misma chaqueta y dejé en el armario el estropeado abrigo. No miré si tenía correo. Duffy habría estado demasiado ocupada para mandar mensajes. Y en todo caso, ahora mismo nos encontrábamos en el mismo escenario. Ya no había nada más que ella pudiera decirme. Pronto le contaría yo algo a ella, en cuanto tuviera ocasión de arrancar el forro del Saab.

Agoté la tregua de treinta minutos y bajé la escalera. Encontré a la familia en el comedor. Aún no lo había visto. Era muy espacioso. Había una larga mesa rectangular, de roble, maciza, sin estilo. Cabían en ella veinte personas. Beck estaba a la cabecera. Elizabeth en el otro extremo. Richard se hallaba solo en un lado. Yo tenía que sentarme frente a él, de espaldas a la puerta. Pensé en pedirle que nos cambiáramos el sitio. No me gusta sentarme dando la espalda a ninguna puerta. Pero preferí no decir nada y me limité a tomar asiento.

Paulie no estaba. Naturalmente no lo habían invitado. La criada tampoco, por supuesto. La cocinera estaba haciendo todo el trabajo y no parecía muy contenta con ello. Pero la comida le había salido muy bien. De primero tomamos sopa francesa de cebolla. Muy auténtica pese a que mi madre no le habría dado el visto bueno; pero es que hay veinte millones de mujeres francesas que creen poseer la receta perfecta.

– Háblenos de su carrera militar -me dijo Beck, como si quisiera entablar conversación.

No iba a hablar de negocios, sin duda. Al menos no delante de la familia. Imaginé que acaso Elizabeth sabía más de lo que le convenía saber, pero Richard parecía bastante ajeno a todo. O tal vez sólo quería borrarlo de su mente. ¿Qué había dicho? ¿Que lo malo no ha sucedido a menos que uno decida recordarlo?

– No hay mucho que contar -dije. No quería hablar de ello. Habían pasado cosas malas, y yo había decidido no recordarlas.

– Debe de haber algo -señaló Elizabeth.

Me estaban mirando los tres, por lo que me encogí de hombros y les referí una historia sobre la comprobación de un presupuesto del Pentágono y de unas facturas de ocho mil dólares correspondientes a herramientas de mantenimiento denominadas ARCTA. Les expliqué que, de puro aburrimiento, sentí curiosidad y tras un par de llamadas me enteré de que la sigla significaba «aplicadores rotatorios de cierres de torsión adaptable». Les dije que había seguido la pista de uno y localizado un destornillador de tres dólares. Esto condujo a martillos de trescientos dólares, asientos de retrete de mil dólares, todo el pastel. Era una buena historia. Una de esas que complace a todos los públicos. La mayoría de la gente reacciona ante la audacia y los contrarios al gobierno bufan de cólera. Pero era una invención. Tal vez sucedió, pero no a mí. Yo estaba en una sección totalmente distinta.

– ¿Has matado a alguien? -preguntó Richard.

«En los últimos tres días, a cuatro», pensé.

– No preguntes esas cosas -dijo Elizabeth.

– La sopa está muy buena -señaló Beck-. Tal vez le falta un poco de queso.

– Papá -dijo Richard.

– ¿Qué?

– Piensa en tus arterias. Quedarán obstruidas.

– Son mis arterias.

– Y tú eres mi padre.

Se miraron uno a otro. Ambos esbozaron tímidas sonrisas. Padre e hijo, los mejores colegas. Ambivalencia. Todo estaba dispuesto para que la comida se prolongara. Elizabeth pasó del colesterol a otra cosa. Empezó a hablar del Museo de Arte de Portland. Explicó que estaba ubicado en un edificio de I. M. Pei y que albergaba una colección de maestros americanos e impresionistas. No estaba seguro de si pretendía instruirme a mí o inducir a Richard a salir de la casa a hacer cualquier cosa. Dejé de prestarle atención. Yo quería ir al Saab. Pero en aquel preciso instante no podía, así que intenté predecir lo que hallaría en él. Era como un juego. Oí a Leon Garber en mi cabeza: «Piensa en todo lo que has visto y oído. Fíjate en las pistas.» No había oído demasiado. Sin embargo, sí había visto muchas cosas. Y supuse que todas eran pistas de alguna clase. La mesa del comedor, por ejemplo. La casa entera y todo lo que contenía. Los coches. El Saab era pura chatarra. El Cadillac y los Lincoln eran buenos vehículos, pero distaban de ser Rolls-Royce o Bentley. Los muebles eran viejos, deslustrados y macizos. Baratos no, pero en todo caso no correspondían a un gasto reciente. Todo estaba pagado hacía mucho tiempo. ¿Qué había dicho Eliot en Boston acerca del gángster de Los Ángeles? «Sus beneficios ascienden a varios millones a la semana. Vive como un rajá.» En principio Beck estaba un par de peldaños más arriba en el escalafón. Pero no vivía como un rajá. ¿Por qué? ¿Era tan sólo un yanqui tacaño al que no le interesaban las chucherías?

– Mire -dijo.

Salí de nuevo a la superficie y vi que me tendía el móvil. Lo tomé de sus manos y miré la pantalla. La intensidad de la cobertura había vuelto a los cuatro segmentos.

– Microondas -dije-. Se están recuperando poco a poco.

Me fijé otra vez. Ni sobres ni cintas. No obstante, era un teléfono minúsculo y como tengo los pulgares gordos toqué sin querer la tecla debajo de la pantalla, que al punto mostró una lista de nombres. Su agenda telefónica, pensé. La pantalla era tan pequeña que en ella sólo aparecían tres números a la vez. En la parte superior se leía «casa». Después aparecía «verja». El tercero de la lista era «Xavier». Lo observé con tal atención que la habitación quedó en silencio a mi alrededor y la sangre me zumbaba en los oídos.

– La sopa estaba muy buena -dijo Richard.

Devolví el móvil a Beck. Apareció la cocinera y retiró mi plato.


La primera vez que oí el nombre Xavier fue la sexta vez que vi a Dominique Kohl. Eso ocurrió diecisiete días después de que bailáramos en el bar de Baltimore. El tiempo se había estropeado. La temperatura había bajado en picado y el cielo estaba gris y desapacible. Ella lucía el uniforme de gala. Por un instante pensé que tal vez debía pasar revista y lo había olvidado. Pero mi ayudante, que siempre me recordaba esa clase de cosas, no había mencionado nada.

– Esto no le va a gustar -anunció Kohl.

– ¿Por qué? ¿Ha sido ascendida y se embarca?

Sonrió. Reparé en que debía haber evitado que sonara como un cumplido personal.

– He encontrado al malo -dijo.

– ¿Cómo?

– Aplicación ejemplar de las destrezas pertinentes -respondió.

La observé.

– ¿Habíamos quedado para pasar revista?

– No, pero creo que deberíamos hacerlo.

– ¿Por qué?

– Porque he encontrado al chico malo. Y porque creo que las revistas siempre salen mejor después de que un caso recibe un impulso.

– Aún trabaja con Frasconi, ¿no?

– Somos compañeros -confirmó ella, aunque eso no era una respuesta a mi pregunta.

– ¿Le ayuda?

Torció el gesto.

– ¿Puedo hablar con franqueza?

Asentí.

– Es un derroche de buenas cualidades -dijo.

Asentí de nuevo. Yo también tenía esa impresión. El teniente Anthony Frasconi era serio y responsable, pero no un prototipo de dinamismo.

– Es un tío majo -añadió-. No quiero que me confunda.

– Pero usted está haciendo todo el trabajo -señalé.

Lo corroboró con un gesto. Llevaba el expediente original, el que yo le había entregado inmediatamente después de certificar que no era un tipo feo y grandote de Texas o Minnesota. Sus notas sobresalían por todos lados.

– Pero usted también ayudó -precisó-. Tenía razón. El documento en cuestión era el periódico. Gorowski deja el periódico entero en una papelera a la salida del aparcamiento. La misma papelera dos domingos seguidos.

– ¿Y?

– Y dos domingos seguidos lo coge el mismo tío.

Era un plan ingenioso, salvo que la idea de escarbar en una papelera desvelaba cierta vulnerabilidad. Cierta falta de verosimilitud. No es fácil de hacer, a menos que uno esté dispuesto a revolverlo todo y vaya vestido como un vagabundo. Y si se quiere ser de veras convincente, tiene su miga. Los vagabundos recorren kilómetros, durante todo el día, husmeando en todos los cubos de basura y papeleras que se encuentran en el camino. Imitar su conducta de forma creíble requiere muchísimo tiempo y dedicación.

– ¿Qué clase de tío es? -inquirí.

– Me imagino lo que debe estar pensando -dijo ella-. Quién hurga en los cubos de basura salvo los sin techo, ¿no?

– Sí, ¿quién?

– Imagínese un domingo típico -explicó-. Un día cansino, estás paseando, quizá la persona que esperas se retrasa, quizás el impulso de seguir andando ha menguado un poco. Pero brilla el sol, y hay un banco para sentarse, y sabes que los periódicos del domingo son siempre gruesos e interesantes. Pero da la casualidad de que no llevas ninguno encima.

– Muy bien -dije-. Lo estoy imaginando.

– ¿Se ha dado cuenta de que un periódico usado se convierte en propiedad comunal? Vea lo que pasa en un tren, o en el metro. Una persona lee el diario y cuando se va lo deja en el asiento, y llega otro, lo coge y empieza a leerlo. Ni se le ocurriría coger una golosina a medias, pero con el periódico no tiene ningún problema.

– Ya -dije.

– Nuestro hombre tiene unos cuarenta años -prosiguió-. Alto, más de uno ochenta, apuesto, unos ochenta y cinco kilos, pelo negro corto con canas, distinguido. Lleva ropa buena, y deambula por el aparcamiento hasta la papelera.

– ¿Deambula?

– Es una forma de hablar. Hace como que pasea absorto en sus pensamientos, sin prestar atención a nada. Quizás acaba de tomar un brunch dominical. De pronto advierte el periódico en lo alto de la papelera, y lo coge y echa un vistazo a los titulares, ladea un poco la cabeza y se lo coloca debajo del brazo como para seguir leyendo después. Y continúa andando.

– Deambulando.

– Lo hace con una naturalidad increíble -dijo-. Yo estaba allí mismo, mirándolo todo, y por poco lo paso por alto. Era casi parte del paisaje.

Pensé en eso. Ella tenía razón. Era una buena observadora de la conducta humana. Sería una buena policía. Si llegaba a pasarle revista, Kohl se saldría de la tabla.

– Hay algo más sobre lo que usted hizo conjeturas -añadió-. El tipo deambula hasta el puerto deportivo y sube a una embarcación.

– ¿Vive ahí?

– No lo creo. A ver, allí hay literas y todo, pero creo que es un barquito de recreo.

– ¿Cómo sabe que hay literas?

– Subí a bordo.

– ¿Cuándo?

– El segundo domingo -dijo-. Hasta ese momento todo lo que yo había visto era lo del periódico. Aún no había identificado definitivamente el documento. Pero él subió a otra embarcación con otros tíos, y yo hice mis comprobaciones.

– ¿Cómo?

– Aplicación ejemplar de las destrezas pertinentes. Llevaba puesto un bikini.

– ¿Llevar un bikini es una destreza? -repuse, y aparté la mirada. En su caso, sería más bien una representación artística de máximo nivel.

– Entonces aún hacía calor. Me hice pasar por una de las conejitas del yate. Fui paseando y subí por la pequeña plancha. Nadie me prestó atención. Abrí la cerradura con una ganzúa y registré durante una hora.

Tenía que preguntarlo.

– ¿Cómo escondió una ganzúa en el bikini?

– Llevaba zapatillas -precisó.

– ¿Encontró el diseño original?

– Los encontré todos.

– ¿La embarcación tenía nombre?

Kohl asintió.

– Lo he localizado. Hay un registro de yates y todo ese rollo.

– Entonces ¿quién es el tío?

– Eso es lo que no le va a gustar -dijo-. Es un oficial de contraespionaje militar de alto rango. Un teniente coronel, especialista en Oriente Medio. Precisamente le concedieron una medalla por algo que hizo en el Golfo.

– Mierda -solté-. Pero podría haber una explicación sencilla.

– Podría. Pero lo dudo. Hace apenas una hora he hablado con Gorowski.

– Muy bien -dije. Eso explicaba el uniforme. Mucho más intimidante que un bikini, supuse-. ¿Y…?

– He conseguido que me explicara su parte del trato. Sus niñas tienen doce meses y dos años. Hace un par de meses, la mayor desapareció durante un día entero. No explicó lo que le había sucedido mientras estuvo fuera. Sólo lloraba desconsolada. Una semana después apareció nuestro amigo del servicio de contraespionaje. Y sugirió que si papá no cooperaba, en otra ocasión el tiempo de ausencia de la niña podría prolongarse. No se me ocurre ninguna explicación sencilla para esa historia.

– Ya. A mí tampoco. ¿Quién es el tipo ese?

– Se llama Francis Xavier Quinn.


La cocinera apareció con el segundo plato, una suerte de costillar asado, pero la verdad es que apenas reparé en ello porque aún estaba pensando en Francis Xavier Quinn. Con toda evidencia, había abandonado el hospital de California y había desechado el «Quinn» junto con las batas usadas, los vendajes quirúrgicos y los brazaletes identificadores. Se había marchado llevándose puesta una nueva identidad. Una identidad con la que se sentía cómodo, una que en el fondo siempre le recordaría el nivel primario en que sabía que la gente infiltrada debía actuar. Ya no sería nunca más el teniente coronel F. X. Quinn, contraespionaje militar de Estados Unidos. A partir de ese momento sería sólo Frank Xavier, ciudadano anónimo.

– ¿Poco hecho o en el punto? -me preguntó Beck.

Estaba cortando el asado con uno de los cuchillos de mango negro colocados en un bloque de madera. Yo había pensado valerme de uno de ellos para matarlo. El que estaba utilizando en ese instante habría servido. Tenía unos veinticinco centímetros de largo y, a tenor de lo bien que se troceaba la carne, estaba afilado. A menos que fuese una carne increíblemente tierna.

– Poco hecho -contesté-. Gracias.

Me cortó dos trozos y lo lamenté inmediatamente. Mi mente voló a la bolsa para cadáveres, siete horas antes. Yo había abierto la cremallera y visto la labor realizada por otro cuchillo. La imagen era tan viva que aún notaba el frío de aquel momento. Luego retrocedí diez años, al inicio con Quinn, y se completó el recorrido.

– ¿Rábano picante? -ofreció Elizabeth.

Tomé una cucharada. La vieja regla del ejército era «come siempre que puedas, duerme siempre que puedas, porque no sabes cuándo vas a tener otra oportunidad». Así que alejé a Quinn de mi cabeza, me serví verduras y empecé a comer. «Todo lo que he oído, todo lo que he visto», pensé. Regresé mentalmente al puerto deportivo de Baltimore, bajo la brillante luz del sol, al sobre y el periódico. «Esto no, aquello.» Y a lo que me había dicho Duffy: «No has descubierto nada útil. Nada. Ni una sola prueba.»

– ¿Ha leído a Pasternak? -me preguntó Elizabeth.

– ¿Qué opinas de Edward Hopper? -preguntó Richard.

– ¿Cree que el M16 debe ser reemplazado? -preguntó Beck.

Emergí de nuevo. Todos me miraban. Era como si anhelaran conversar. Como si estuvieran solos. Oí las olas batiendo tres lados de la casa y comprendí que se sintieran así. Se encontraban muy aislados. De todos modos, era su elección. A mí me gusta el aislamiento. Puedo estar tres semanas sin abrir la boca.

– Vi Doctor Zhivago en el cine -dije-. Me gusta el cuadro de Hopper con la gente en el restaurante, de noche.

– Nighthawks -señaló Richard.

Asentí.

– Me gusta el tipo que aparece a la izquierda, allí solo.

– ¿Recuerdas el nombre del restaurante?

– Phillies -contesté-. Y creo que el M16 es un excelente fusil de asalto.

– ¿En serio? -dijo Beck.

– Hace lo que debe hacer un fusil de asalto -respondí-. No se le puede pedir mucho más que eso.

– Hopper era un genio -comentó Richard.

– Pasternak era un genio -dijo Elizabeth-. Por desgracia la película lo trivializó. Y no ha sido bien traducido. En comparación, Solzhenitsin está sobrevalorado.

– Supongo que el M16 es un fusil perfeccionado -dijo Beck.

– Edward Hopper es como Raymond Chandler -indicó Richard-. Captaba un lugar y un momento concretos. Chandler también era genial, claro. Mucho mejor que Hammett.

– Igual que Pasternak es mejor que Solzhenitsin -terció su madre.

Siguieron así durante un buen rato. El decimocuarto día, un viernes, casi tocaba a su fin, mientras yo comía asado con tres personas condenadas al fracaso que hablaban de libros, cuadros y fusiles. «Esto no, aquello.» Dejé de prestarles atención, rastreé en los recuerdos de diez años atrás y escuché a la sargento primero Dominique Kohl.


– En el Pentágono tiene acceso a información confidencial -me explicó la séptima vez que nos vimos-. Vive cerca, en Virginia. Supongo que por eso tiene fondeada su embarcación en Baltimore.

– ¿Cuántos años tiene? -pregunté.

– Cuarenta.

– ¿Ha visto todo su historial?

Negó con la cabeza.

– La mayor parte es secreto.

Asentí. Intenté ordenar cronológicamente los hechos. Un tío de cuarenta años habría reunido los requisitos necesarios para ser llamado a filas los dos últimos años de la guerra de Vietnam, a los dieciocho o diecinueve. Pero uno que terminara como coronel de contraespionaje antes de los cuarenta seguro que había ido a la universidad, quizá tenía un doctorado, lo que le habría permitido obtener prórrogas. Así que probablemente no fue a Indochina, lo que en circunstancias normales habría frenado su carrera ascendente. Ni guerras sangrientas ni enfermedades fatales. Sin embargo, su ascenso no había sido lento, pues a los cuarenta años era coronel.

– Sé lo que está pensando -dijo Kohl-. Cómo es que está dos rangos por encima de usted, con la paga correspondiente.

– La verdad es que la estaba imaginando a usted en bikini.

– No, no es verdad -dijo ella meneando la cabeza.

– Él es mayor que yo.

– Ascendió como un cohete.

– Quizá también es más listo que yo -señalé.

– Eso casi seguro -dijo ella-. Pero aun así, ha llegado muy lejos y muy deprisa.

Asentí para corroborarlo.

– Fantástico -solté-. Así que tenemos un lío con una figura laureada de la colectividad del contraespionaje.

– Tiene un montón de contactos con extranjeros -explicó-. Lo he visto con toda clase de gente. Israelíes, libaneses, iraquíes, sirios.

– Es un especialista en Oriente Medio, ¿no?

– Procede de California -prosiguió Kohl-. Su padre trabajaba en el ferrocarril. Su madre se quedaba en casa. Vivían en una casita en el norte del estado. Él la heredó y es su única posesión. Y podemos presuponer que desde la universidad ha recibido una paga militar.

– Muy bien -dije.

– Es un chico de escasos recursos, Reacher. Entonces ¿cómo puede alquilar una casa grande en Maclean, Virginia? ¿Cómo es que tiene un yate?

– ¿Es un yate?

– Un velero grande con camarotes. Eso es un yate, ¿verdad?

– ¿Vehículo de propiedad?

– Un Lexus flamante.

No dije nada.

– ¿Por qué no le formula estas preguntas su propia gente? -inquirió ella.

– Nunca lo hacen. ¿No se ha dado cuenta? Ocurre algo claro como la luz del día y no se enteran.

– Pues no entiendo por qué -dijo.

Me encogí de hombros.

– Son humanos -señalé-. Deberíamos comprenderlos. Hay muchas ideas preconcebidas que interfieren. Ellos se preguntan cuán bueno es, no cuán malo es.

Kohl asintió.

– Como cuando yo me pasé dos días mirando el sobre, no el periódico. Ideas preconcebidas.

– Pero ellos deberían estar mejor informados -dije.

– Supongo.

– Inteligencia militar.

– Oxímoron donde los haya -replicó, siguiendo el viejo y consabido ritual-. Como peligro seguro.

– Como agua seca -dije yo.


– ¿Le ha gustado? -me preguntó Elizabeth Beck, diez años después.

No respondí. «Las ideas preconcebidas interfieren», pensé.

– ¿Le ha gustado? -repitió.

La miré a los ojos. Ideas preconcebidas.

– ¿Perdón? -dije. «Todo lo que he oído.»

– La cena -aclaró-, si le ha gustado.

Bajé la mirada. Mi plato estaba vacío.

– Ha sido magnífica -contesté. «Todo lo que he visto.»

– ¿En serio?

– Sin ninguna duda -confirmé. «No has descubierto nada útil», decidí.

– Me alegro -dijo ella.

– Olvidemos a Hopper y Pasternak -dije-. Y también a Raymond Chandler. Su cocinera sí es un genio.

– ¿Se encuentra bien? -me preguntó Beck. Él había dejado la mitad de la carne en el plato.

– De maravilla -repuse. Nada.

– ¿Seguro?

Respiré hondo. Ni una sola prueba.

– Sí, en serio -dije.

Y lo decía en serio. Porque sabía lo que había en el Saab. Con toda seguridad. No me cabía duda. Por eso me sentía de maravilla. Pero también me sentía algo avergonzado. Porque había sido muy, muy lento. Atrozmente lento. Escandalosamente lento. Había tardado ochenta y seis horas. Más de tres días y medio. Había sido absolutamente estúpido, como la vieja unidad de Quinn. «Ocurre algo claro como la luz del día y no se enteran», pensé. Volví la cabeza y miré fijamente a Beck como si lo viese por primera vez.

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