14

Era Harley. Su boca, un irregular agujero sobre sus barbas de chivo. Alcanzaba a verle los dientes amarillentos. Él sonreía. Sostenía en la derecha un Para Ordnance P14. El P14 es una excelente copia canadiense del Colt 1911, y para él pesaba demasiado. Tenía las muñecas débiles. Le habría ido mejor una Glock 19, como la de Duffy.

– He visto las luces encendidas -dijo-. Y he decidido entrar a echar un vistazo. -Me miró fijamente-. Me parece que Paulie metió la pata -prosiguió-. Y supongo que le imitaste la voz cuando el señor Xavier llamó por teléfono.

Miré el dedo del gatillo. Estaba listo. Dediqué medio segundo a enfadarme conmigo mismo por haberle dejado entrar sin anunciarse. Después pasé a pensar en cómo desarmarlo. «Villanueva me reñirá a gritos si me lo cargo sin preguntarle antes por Teresa», pensé.

– ¿No vas a presentarme? -dijo.

– Os presento a Harley -dije yo.

Nadie habló.

– ¿Quiénes son éstos? -preguntó Harley.

Me quedé callado.

– Somos agentes federales -dijo Duffy.

– ¿Y qué estáis haciendo aquí? -preguntó Harley.

Formuló la pregunta como si estuviera verdaderamente interesado. Llevaba un traje diferente. Negro brillante. Y una corbata plateada. Se había duchado y lavado el pelo. Llevaba la coleta sujeta con una vulgar goma marrón.

– Estamos trabajando -respondió Duffy.

Harley asintió.

– Reacher ha visto lo que hacemos a las agentes del gobierno. Lo ha visto con sus propios ojos.

– Deberías abandonar el barco, Harley -sugerí-. Todo se está viniendo abajo.

– ¿Lo crees así?

– Lo sé.

– Pues los ordenadores no me dan esa sensación. Nuestra amiga de la bolsa no les llegó a decir nada. Aún están esperando su primer informe. De hecho, parece que se hayan olvidado de ella por completo.

– Nosotros no tenemos nada que ver con ordenadores.

– Pues aún mejor -soltó-. Si vais por libre, nadie sabe que estáis aquí, y os estoy apuntando a todos.

– Paulie también me apuntaba -observé.

– ¿Con un arma?

– Con dos.

Bajó los párpados un segundo. Volvió a levantarlos.

– Yo soy más listo que Paulie -señaló-. Poned las manos detrás de la cabeza.

Pusimos las manos detrás de la cabeza.

– Reacher lleva una Beretta -dijo-. Lo sé seguro. Y me parece que hay también aquí dos Glock. Probablemente una 17 y una 19. Quiero verlas en el suelo, despacito, una tras otra.

Nadie se movió. Harley acercó poco a poco el P14 a Duffy.

– Primero la mujer -dijo-. Índice y pulgar.

Duffy introdujo la mano en la cazadora y sacó la Glock cogida entre el pulgar y el índice. La dejó en el suelo. Yo empecé a dirigir la mano hacia el bolsillo.

– Espera -dijo Harley-. De ti no me fío.

Se acercó, alargó el brazo y me apretó el labio inferior con el cañón del P14, justo donde Paulie me había golpeado. Después bajó su mano izquierda y hurgó en mi bolsillo. Sacó la Beretta. La dejó junto a la Glock de Duffy.

– Ahora tú -le dijo a Villanueva. Mantuvo el P14 en el mismo sitio.

Estaba frío y duro. Notaba la presión de la boca del cañón en mis dientes flojos. Villanueva dejó su Glock en el suelo. Harley empujó con el pie hacia atrás las tres armas. Luego retrocedió.

– Muy bien -dijo-. Ahora colocaos junto a la pared.

Nos hizo mover hasta ponerse junto a las cajas embaladas y situarnos a nosotros en fila contra la pared del fondo.

– Ha venido alguien más con nosotros -dijo Villanueva-. Ahora no está aquí.

«Error», pensé. Harley se limitó a sonreír.

– Pues llámale -soltó-. Dile que venga.

Villanueva no dijo nada. Era un callejón sin salida. Que luego se convirtió en una trampa.

– Llámale -repitió Harley-. Ahora mismo o empezaré a disparar.

Nadie se movió.

– Llámale o le meto una bala a la mujer en el muslo.

– El teléfono lo tiene ella -dijo Villanueva.

– Está en mi bolso -precisó Duffy.

– ¿Y dónde está tu bolso?

– En el coche.

«Buena respuesta», pensé.

– ¿Dónde está el coche? -preguntó Harley.

– Cerca -dijo Duffy.

– ¿Es el Taurus que hay donde los animales disecados?

Duffy asintió. Harley vaciló.

– Puedes utilizar el teléfono de la oficina -dijo-. Llama al tío.

– No sé el número -dijo Duffy.

Harley se quedó mirándola.

– Lo tengo en marcado rápido -aclaró-. No lo sé de memoria.

– ¿Dónde está Teresa Daniel? -pregunté.

Harley se limitó a sonreír. «Preguntas y respuestas», pensé.

– ¿Está bien ella? -inquirió Villanueva-. Más vale que sí.

– Ella está bien -respondió Harley-. En perfecto estado.

– ¿Voy a buscar el teléfono? -dijo Duffy.

– Iremos todos -dijo Harley-. Pero primero volved a poner estas cajas en su sitio. Lo habéis desordenado todo. Mal hecho.

Se acercó a Duffy y le puso el cañón en la sien.

– Yo esperaré aquí -dijo-. Y la mujer puede esperar conmigo. Como si fuera mi seguro de vida.

Villanueva me echó una mirada. Yo me encogí de hombros. Imaginé que nos habían nombrado para llevar a cabo el trabajo de intendencia. Di unos pasos al frente y cogí las tenazas del suelo. Villanueva agarró la tapa de la primera caja de Grail. Me echó otra mirada. Meneé la cabeza lo suficiente para que él lo apreciara. Me habría encantado hundir las tenazas en la cabeza de Harley. O en la boca. Eso habría resuelto sus problemas dentales para siempre. Pero unas tenazas no sirven para nada con un tío que apunta con un arma a la cabeza de un rehén. Y en todo caso yo tenía una idea mejor. Y dependería de una señal de conformidad. Así que simplemente alcé las tenazas y aguardé cortésmente a que Villanueva pusiera la tapa en su sitio, sobre el grueso tubo amarillo para misiles. Di unos golpes con el pulpejo de la mano hasta que los clavos hallaron su agujero original. Luego los clavé, di un paso atrás y esperé de nuevo.

Hicimos lo mismo con la segunda caja de Grail. La levantamos y la colocamos encima de la primera. Después nos ocupamos de las de RPG-7. Volvimos a clavar las tapas y a amontonarlas exactamente como las habíamos encontrado. Luego le tocó el turno a los VAL Silent Sniper. Harley nos observaba atentamente. Pero se estaba relajando un poco. Nosotros éramos dóciles. Villanueva pareció entender lo que yo pretendía. Lo había captado. Encontró la tapa de la caja de las Makarov. Se detuvo a medio colocarla.

– ¿La gente compra estas cosas? -preguntó.

«Perfecto», pensé. Su tono era coloquial y reflejaba algo de desconcierto. Y también cierto interés profesional, como correspondería realmente a un tío de la ATF.

– ¿Y por qué no? -soltó Harley.

– Porque esto es chatarra -contesté-. ¿Has probado una alguna vez?

Harley negó con la cabeza.

– ¿Quieres que te enseñe una cosa? -dije.

Harley mantuvo el arma apretada en la sien de Duffy.

– ¿El qué?

Introduje la mano en la caja y saqué una pistola. Soplé para quitarle las virutas y la sostuve en alto. Muy usada.

– Es un mecanismo rudimentario -señalé-. Simplificaron el diseño original de la Walther. Mejor dicho, lo fastidiaron. De doble acción, como el original, pero el retroceso es de pesadilla.

Apunté al techo, coloqué el dedo en el gatillo y puse sólo el pulgar en la parte trasera de la culata para exagerar el efecto. El mecanismo chirrió como el cambio de marchas díscolo de un coche viejo y la pistola se retorció desgarbadamente en mi mano.

– Una porquería -dije.

Lo hice otra vez, escuchando el desagradable sonido y dejando que el arma temblara entre el pulgar y el índice.

– Sin remedio -solté-. No hay posibilidad de darle a nadie a menos que esté a tu lado.

Arrojé el arma a la caja. Villanueva deslizó la tapa hasta ajustaría bien.

– Yo en tu lugar no estaría tranquilo, Harley -añadí-. Si pones en circulación chatarra así, tu reputación quedará por los suelos.

– Ese no es mi problema. Mi reputación no tiene nada que ver. Yo sólo trabajo aquí.

Clavé los clavos despacio, como si estuviera cansado. A continuación nos ocupamos de la caja de las viejas ametralladoras AKSU-74. Y después los AK-74.

– Éstas podríais venderlas a la industria del cine -soltó Villanueva-. Para películas de época. Sólo sirven para eso.

Remaché todos los clavos y apilamos la caja con las otras hasta que tuvimos todas las importaciones de Bizarre Bazaar en un montón aparte, igual que las habíamos encontrado. Harley seguía observándonos. Mantenía el arma en la cabeza de Duffy. Sin embargo, tenía la muñeca cansada y su dedo ya no estaba tan tenso en el gatillo. Había dejado que éste resbalara hacia arriba, contra el armazón, donde ayudaba a soportar el peso. Villanueva empujó la caja de Mossberg por el suelo hacia mí. Encontró la tapa. Sólo habíamos abierto una.

– Casi estamos -dije.

Villanueva colocó la tapa en su sitio.

– Espera -dije-. Nos dejamos dos en la mesa.

Fui y cogí la primera Persuader. La miré fijamente.

– ¿Ves esto? -le dije a Harley. Señalé el seguro-. Las embarcaron con el seguro puesto. No deberían haberlo hecho. Esto puede dañar el percutor.

Quité el seguro y envolví el arma con el papel encerado y la hundí en las virutas de espuma. Regresé por la otra.

– Y a ésta le pasa exactamente lo mismo -dije.

– Tíos, os van a cerrar el negocio, seguro -soltó Villanueva-. Vuestro control de calidad es pésimo.

Quité el seguro y me acerqué a la caja. Giré sobre el pie derecho como un jugador de segunda base dispuesto a eliminar a dos contrarios y apreté el gatillo y le di a Harley en el estómago. La enorme bala Brenneke sonó como una bomba y cortó literalmente en dos a Harley, que estaba allí y de pronto ya no estuvo. Quedó en el suelo en dos grandes trozos, y el almacén se llenó de un humo acre y el aire se impregnó del caliente hedor de la sangre de Harley y su sistema digestivo y Duffy gritaba porque el hombre que había estado a su lado acababa de reventar. Me zumbaban los oídos. Sin dejar de chillar, Duffy se alejó saltando del charco que se formaba a sus pies. Villanueva la sujetó con fuerza y yo deslicé la corredera de la Persuader y vigilé la puerta por si todavía nos esperaba otra sorpresa. Pero no. El interior del almacén dejó de resonar; no se oía nada salvo la ruidosa y agitada respiración de Duffy.

– Estaba pegada a él -dijo.

– Pues ahora no lo estás -repuse-. Esta es la verdad primordial.

Villanueva la soltó, dio unos pasos, se agachó y cogió nuestras armas del lugar donde Harley las había mandado a puntapiés. Saqué de la caja la segunda Persuader cargada, la desenvolví otra vez y quité el seguro.

– Me gustan de veras -dije.

– Parece que funcionan -observó Villanueva.

Sostuve ambas armas con una mano y guardé la Beretta en el bolsillo.

– Trae el coche, Terry -indiqué-. A estas alturas alguien ya estará llamando a la policía.

Salió por la puerta principal, y yo miré el cielo a través de la ventana. Había muchas nubes pero también mucha luz.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Duffy.

– Ahora iremos a cierto sitio y esperaremos -contesté.


Estuve más de una hora sentado frente al escritorio, mirando el teléfono, esperando que Kohl me llamara. Ella había calculado que tardaría treinta y cinco minutos en llegar a Maclean. Si salía desde el campus de la Universidad de Georgetown se podrían añadir cinco o diez más dependiendo del tráfico. Aquilatar la situación en la casa de Quinn podía suponer otros diez. Para detenerle no haría falta ni un minuto. Esposarle y meterle en el coche, tres más. Cincuenta y cinco minutos en total. Pero había pasado una hora y ella no había llamado.

Transcurridos setenta minutos comencé a preocuparme. Al cabo de ochenta ya estaba alarmado. Pasada la hora y media me agencié un coche del departamento y salí a la carretera.


Terry Villanueva aparcó el Taurus en el trozo de asfalto roto frente a la oficina y dejó el motor en marcha.

– Llamemos a Eliot -sugerí-. Hemos de averiguar adónde ha ido. Iremos y esperaremos con él.

– ¿Qué esperaremos? -inquirió Duffy.

– Que oscurezca -contesté.

Se dirigió al coche, que seguía al ralentí, y cogió el bolso. Sacó el móvil y marcó el número. Cronometré mentalmente. Un tono. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis.

– No contesta -dijo Duffy. Se animó de pronto. Puso cara larga nuevamente-. Va al buzón de voz -explicó-. Algo pasa.

– Vamos -dije.

– ¿Adónde?

Miré el reloj, y a continuación el cielo a través de la ventana. Era demasiado temprano.

– La carretera de la costa -repuse.

Apagamos las luces del almacén y cerramos las puertas. Dentro había demasiadas cosas importantes para dejarlas accesibles y al descubierto. Conducía Villanueva. Duffy se sentó delante. Yo iba detrás con las Persuader en el asiento. Empezamos a salir de la zona portuaria. Pasamos por delante del aparcamiento donde Beck dejaba sus furgonetas azules. Nos metimos en la autopista, dejamos atrás el aeropuerto y abandonamos la ciudad rumbo al sur.


Salimos de la autopista y nos dirigimos hacia el este por la ya familiar carretera de la costa. No había tráfico. El cielo estaba bajo y gris y el viento procedente del mar era lo bastante fuerte para ulular en torno a los soportes del parabrisas. En el aire había gotas de agua. Quizás era lluvia. O tal vez agua pulverizada, lanzada por el temporal a varios kilómetros tierra adentro. Aún había mucha luz. Demasiado temprano.

– Intenta llamar otra vez a Eliot -dije.

Duffy sacó el teléfono. Pulsó el botón de marcado rápido. Oí seis débiles tonos y el susurro del contestador. Ella meneó la cabeza. Volvió a desconectar el móvil.

– Muy bien -dije.

Duffy se volvió en su asiento.

– ¿Estás seguro de que se encuentran todos en la casa? -preguntó.

– ¿Te has fijado en el traje de Harley? -dije.

– Negro -dijo ella-. De baratillo.

– Lo más parecido a un esmoquin que pudo conseguir. Era su idea de traje de etiqueta. Y Emily Smith tenía un vestido negro de cóctel colgado en su oficina. Estaba a punto de cambiarse. Ya se había puesto unos zapatos elegantes. Creo que va a haber un banquete.

– Keast y Maden -dijo Villanueva-. Los del catering.

– Exacto -confirmé-. Comidas para banquetes. Dieciocho personas a cincuenta y cinco dólares por cabeza. Esta noche. Y Emily Smith hizo una anotación en el pedido. Cordero, no cerdo. ¿Quién come cordero y jamás prueba el cerdo?

– Los que comen kosher.

– Y los árabes -apunté-. Quizá los libios.

– Sus proveedores.

– Exacto -repetí-. Creo que están a punto de consolidar su relación comercial. Me parece que todo el material ruso de las cajas era una especie de cargamento de muestra. Como un detalle. Las Persuader, igual. Se han demostrado mutuamente que pueden cumplir. Ahora van a compartir mesa y mantel y empezarán a hacer negocios en serio.

– ¿En la casa?

Asentí.

– Es un lugar imponente -dije-. Aislado, realmente espectacular. Y la mesa del comedor es enorme.

Villanueva encendió el limpiaparabrisas. El vidrio se llenó de vetas y manchas. Era agua rociada que azotaba horizontalmente desde el Atlántico. Llena de sal.

– Hay algo más -añadí.

– ¿Qué?

– Sospecho que Teresa Daniel forma parte del trato.

– ¿Cómo?

– Creo que quieren venderla junto con las armas. Una americana rubia y bonita… Me parece que es el artículo adicional de diez mil dólares.

Nadie habló.

– ¿Recuerdas lo que dijo Harley sobre ella? En perfecto estado.

Nadie abrió la boca.

– Creo que la han mantenido viva y bien alimentada y ni la han tocado -dije, y pensé: «Si hubiera podido disponer de Teresa, Paulie no habría perdido el tiempo con Elizabeth Beck. Con el respeto debido a Elizabeth Beck.»

Nadie abrió la boca.

– Ahora mismo estarán adecentándola -agregué.

Todos permanecieron callados.

– Supongo que su destino será Trípoli -continué-. Parte del acuerdo. Como un aliciente.

Villanueva pisó a fondo el acelerador. El viento bramaba contra el parabrisas y los retrovisores laterales. Al cabo de dos minutos llegamos al lugar donde habíamos tendido la emboscada a los guardaespaldas y aflojó la marcha. Nos hallábamos a unos ocho kilómetros de la casa. En teoría ya éramos visibles desde la primera planta. Nos paramos en medio de la carretera y escudriñamos hacia el este.


Cogí un Chevrolet verde oliva y llegué a Maclean en veintinueve minutos. Me paré en mitad de la carretera a doscientos metros escasos de la residencia de Quinn. Estaba en una zona de postín. El sitio, con abundante agua, era tranquilo y verde y se cocía perezosamente al sol. Las casas se encontraban en parcelas enormes y ocultas tras espesos arriates de plantas perennes. Los senderos de entrada eran negros como el azabache. Alcanzaba a oír pájaros cantando y un aspersor lejano girando despacio y siseando frente a una empapada acera. También vi libélulas volando.

Levanté el pie del freno y avancé lentamente un centenar de metros. La casa de Quinn estaba reforzada con negros tablones de cedro. Tenía un sendero empedrado y muros de piedra que llegaban a la altura de la rodilla y que ocultaban píceas bajas y rododendros. Las ventanas eran pequeñas, y el modo en que los aleros del tejado coincidían con la parte superior de las paredes producía la sensación de que la casa estaba agachada dándome la espalda.

Divisé el coche de Frasconi aparcado en el sendero de entrada. Era un Chevrolet verde oliva idéntico al mío. No había nadie dentro. El parachoques delantero estaba pegado a la puerta del garaje de Quinn. Era de tres plazas, largo y bajo. Se encontraba cerrado. No se oía nada en ninguna parte, salvo los pájaros, el lejano aspersor y el zumbido de los insectos.

Aparqué detrás del coche de Frasconi. Mis neumáticos sonaron mojados en el caliente asfalto. Salí y desenfundé la Beretta. Quité el seguro y me dirigí a la puerta principal. Cerrada. En la casa no se oía el menor ruido. Fisgué a través de una ventana del vestíbulo. No distinguí nada, excepto esos muebles macizos y neutros que van incluidos en un alquiler caro.

Rodeé la casa hasta la parte trasera. Había un patio de baldosas con una barbacoa. Una mesa cuadrada de teca que se estaba volviendo gris de permanecer a la intemperie y cuatro sillas. Una sombrilla de lona blancuzca sostenida en un palo. Césped y una gran cantidad de arbustos perennes de bajo mantenimiento. Una valla de cedro del mismo color oscuro que los refuerzos de la casa negaba la vista a los vecinos.

Intenté entrar por la cocina. La puerta se hallaba cerrada. Miré dentro por la ventana. No se veía nada. Recorrí todo el perímetro de la parte trasera. Llegué a la siguiente ventana, por la que tampoco se veía nada. Luego pasé a la siguiente y distinguí a Frasconi tumbado de espaldas.

Estaba en mitad del suelo del salón. Había un sofá y dos sillones, todo cubierto de una tela resistente del color del barro. Se apreciaba una alfombra que iba de pared a pared y que hacía juego con el verde oliva de su uniforme. Había recibido un solo disparo en la frente. De nueve milímetros. Mortal. A través de la ventana pude ver incluso el encostrado agujero y el tono marfil apagado del cráneo bajo la piel. Debajo de la cabeza había un charco de sangre. Había empapado la alfombra y ya estaba secándose y volviéndose oscuro.

No quería entrar por la planta baja. Si Quinn seguía allí, estaría esperándome arriba, desde donde gozaría de una ventaja estratégica. Así que arrastré la mesa del patio hasta la parte posterior del garaje y me valí de ella para trepar al tejado, por donde llegué hasta una ventana de la planta superior. Rompí el cristal con el codo. A continuación me introduje en una habitación de invitados metiendo primero los pies. Olía a humedad y a cerrado. La crucé y salí a un pasillo. Me quedé quieto y escuché. Nada. La casa parecía completamente vacía. Se notaba falta de vida. Una ausencia total de sonido. Ninguna vibración humana.

Pero olí la sangre.

Crucé el pasillo y encontré a Dominique Kohl en el dormitorio principal. Estaba tendida de espaldas en la cama. Totalmente desnuda. Le habían arrancado la ropa. La habían golpeado en la cara hasta dejarla grogui y luego habían hecho con ella una carnicería. Le habían cortado los pechos con un cuchillo grande. Vi el cuchillo. Se había abierto paso hacia arriba a través de la blanda carne hasta la barbilla y luego a través del paladar hasta el cerebro.

Yo había visto muchas cosas en la vida. En una ocasión, tras un ataque terrorista, me encontré con parte de la mandíbula de otro hombre hundida en mi estómago. Tuve que limpiarme los ojos de carne y así poder ver lo suficiente para alejarme a cuatro patas. Me arrastré veinte metros entre piernas y brazos cortados mientras mis rodillas chocaban con cabezas seccionadas al tiempo que me apretaba el abdomen con fuerza para impedir que se me saliesen los intestinos. Había visto homicidios y accidentes y peleas entre hombres armados con metralletas y personas reducidas a una masa rosada tras explosiones y bultos retorcidos y ennegrecidos en hogueras. Pero jamás había visto nada como el destrozado cuerpo de Dominique Kohl. Vomité y, por primera vez en más de veinte años, me eché a llorar.


– ¿Y ahora, qué? -preguntó Villanueva diez años después.

– Entraré solo -dije.

– Voy contigo.

– No discutamos. Sólo acércame un poco. Y conduce muy despacio.

Era un coche gris en un día gris, y los objetos que se mueven despacio se perciben peor que los que van deprisa. Villanueva levantó el pie del freno, pisó ligeramente el acelerador y empezó a desplazarse a unos quince por hora. Comprobé la Beretta y los cargadores de recambio. Cuarenta y cinco balas menos dos disparadas al techo de la habitación de Duke. Inspeccioné las Persuader. Catorce balas, menos una disparada al estómago de Harley. Un total de cincuenta y seis contra menos de dieciocho personas. Yo no sabía quién había en la lista de invitados, pero en todo caso seguro que Emily Smith y Harley no se presentarían.

– Hacerlo solo es una estupidez -soltó Villanueva.

– Una estupidez sería hacerlo juntos -repliqué-. La aproximación va a ser suicida.

No contestó.

– Mejor que os quedéis aquí fuera, chicos -dije.

Villanueva no respondió a eso. Quería cubrirme la espalda y salvar a Teresa, pero era lo bastante listo para entender que acercarse a una casa fortificada y aislada con la última luz del día no iba a ser ninguna broma. Se limitó a dejar que el coche avanzara lentamente. Luego quitó el pie del acelerador, dejó el cambio en punto muerto y se deslizó hasta pararse. No quería arriesgarse a que se viera el destello de las luces de frenos en la niebla. Estábamos a unos cuatrocientos metros de la casa.

– Esperad aquí -dije-. Hasta que acabe todo.

Villanueva apartó la mirada.

– Dadme una hora -precisé.

Aguardé hasta que los dos asintieron.

– Después llamad a la ATF -proseguí-. Dentro de una hora, si no he regresado.

– Quizá deberíamos hacerlo ya -señaló Duffy.

– No -objeté-. Necesito disponer de esa hora.

– La ATF detendrá a Quinn -dijo ella-. No van a dejar que se salga con la suya.

Recordé lo que había visto y me limité a menear la cabeza.


Infringí todas las normas y pasé por alto todos los procedimientos preceptivos. Me alejé de la escena del crimen y no informé de nada. Obstruí la acción de la justicia a diestro y siniestro. Dejé a Kohl en el dormitorio y a Frasconi en el salón. Y su coche en el sendero de entrada. Simplemente regresé al despacho, cogí una Ruger Standard 22 con silenciador del arsenal de la compañía y fui donde Kohl guardaba los archivos. El instinto me decía que Quinn haría una parada en su camino a las Bahamas. En algún escondite de emergencia. Quizá para coger una identificación falsa, o un fajo de billetes, o para llenar una bolsa, o las tres cosas. No ocultaría nada de eso en su lugar de trabajo. Ni en su casa alquilada. Era demasiado profesional para hacer algo así. Demasiado precavido. Lo tendría en un lugar seguro y alejado. Confiaba en que sería el lugar que había heredado en el norte de California. De sus padres, el trabajador del ferrocarril y el ama de casa. Tenía que averiguar la dirección.

La letra de Kohl era clara. Las dos cajas estaban llenas de notas suyas. Se entendían bien. Eran meticulosas. Me partieron el corazón. Encontré la dirección de California en una biografía de ocho páginas que ella había redactado. Era un número de cinco dígitos en la carretera que pasaba por la oficina de correos de Eureka. Seguramente un lugar solitario, alejado de la ciudad. Me acerqué a la mesa del oficinista de mi compañía y firmé un montón de justificantes de viaje para mí. Metí la Beretta reglamentaria y la Ruger con silenciador en una bolsa de lona y conduje hasta el aeropuerto. Antes de dejarme entrar armas cargadas en la cabina me hicieron firmar unos papeles. No iba a facturarlas. Calculé que había ciertas posibilidades de que Quinn tomara el mismo vuelo. Pensé que si lo veía en la puerta o en el avión me lo cargaría allí mismo.

Pero no lo vi. Me subí en un aparato que iba a Sacramento y tras el despegue recorrí el pasillo y escruté todas las caras, pero no estaba. Así que me senté para el resto del viaje. Con la mirada perdida. Las azafatas ni se me acercaron.

En el aeropuerto de Sacramento alquilé un coche. Conduje hacia el norte por la I-5 y luego al noroeste por la carretera 299. Serpenteaba a través de las montañas. Yo no miraba nada excepto la línea blanca de delante. Pese a que había recuperado tres horas porque había atravesado tres husos horarios, cuando llegué al límite de Eureka ya estaba oscureciendo. Encontré la carretera de Quinn. Era una franja llena de curvas que iba de norte a sur, a gran altura, por encima de la nacional 101. La autopista corría muy abajo. Alcanzaba a ver faros iluminando el norte. Y luces traseras dirigiéndose al sur. Supuse que habría por allí una línea férrea. Quizás una estación o un depósito de locomotoras cerca, algo muy práctico en la época en que el viejo Quinn aún trabajaba.

Llegué a la casa. Pasé de largo sin aminorar la marcha. Era una rudimentaria choza de una planta. En vez de un buzón de correos, una vieja lechera. El patio delantero se había echado a perder hacía una década. A quinientos metros al sur di la vuelta y recorrí doscientos de vuelta con las luces apagadas. Aparqué detrás de una cafetería abandonada con el techo hundido. Salí del coche y trepé unos treinta metros por la colina. Anduve hacia el norte unos trescientos metros y llegué a la casa por la parte de atrás.

A la luz del crepúsculo distinguí un estrecho porche trasero y al lado una zona para aparcar coches. Con toda evidencia, era uno de esos sitios en que se usa la puerta trasera, no la delantera. Dentro no había luz. En las ventanas atisbé polvorientas cortinas descoloridas por el sol y medio corridas. Todo el lugar parecía desierto y deshabitado. Con la vista abarcaba unos tres kilómetros al norte y al sur y en la carretera no se divisaba ningún coche.

Bajé la colina despacio. Rodeé la casa. Pegué el oído a cada ventana. Dentro no había nadie. Supuse que Quinn dejaría el coche en la parte de atrás y entraría por la puerta trasera, así que entré por la delantera. La puerta era delgada y vieja, y me limité a empujar con fuerza hasta que la jamba empezó a ceder y luego golpeé una vez por encima de la cerradura con el pulpejo de la mano. La madera se astilló y la puerta se abrió de par en par, entré, la cerré y la calcé con una silla. Desde fuera todo parecería normal.

Dentro olía a humedad y habría por lo menos diez grados menos que en el exterior. Estaba oscuro. Oí la nevera funcionar en la cocina, o sea que había electricidad. El empapelado de las paredes viejo, descolorido y amarillento. Había sólo cuatro habitaciones. Una cocina-comedor y un salón. También dos dormitorios. Uno pequeño y otro más pequeño aún. Pensé que el más pequeño había sido el de Quinn cuando niño. Había un solo cuarto de baño entre los dormitorios. Mobiliario blanco, manchado de orín.

Cuatro habitaciones y un cuarto de baño se registran sin dificultad. Casi enseguida encontré lo que buscaba. Levanté una alfombra andrajosa del suelo del salón y descubrí una trampilla cuadrada empotrada en las tablas. Si hubiera estado en el pasillo, habría imaginado que era la tapa del acceso a la despensa. Pero estaba en el salón. Cogí un tenedor de la cocina y la alcé haciendo palanca. Debajo había una bandeja de madera metida entre las viguetas del suelo. Contenía una caja de zapatos envuelta en un plástico de color lechoso. Dentro de la caja había tres mil dólares y dos llaves. Supuse que las llaves serían de cajas de seguridad o casillas de consignas automáticas. Cogí el dinero y dejé las llaves donde estaban. Luego volví a colocar la trampilla y encima la alfombra, cogí una silla y me senté a esperar con la Beretta en el bolsillo y la Ruger en el regazo.


– Ten cuidado -dijo Duffy.

– Descuida.

Villanueva no dijo nada. Bajé del Taurus con la Beretta en el bolsillo y una Persuader en cada mano. Crucé directamente al arcén, bajé por las rocas todo lo que pude y empecé a abrirme camino en dirección este. Tras las nubes aún había luz diurna, pero yo iba vestido de negro, portaba armas negras y no me hallaba exactamente en la carretera, por lo que pensé que valía la pena arriesgarse. El viento soplaba con fuerza hacia mí y en el aire había gotas de agua. Veía el mar al frente. Bramaba. Estaba bajando la marea. Alcanzaba a oír las lejanas olas batiendo y la larga succión de la resaca arrastrando grava y arena.

Doblé un recodo poco pronunciado y vi que las luces del muro estaban encendidas. El blanco azulado resplandecía en el cielo oscuro. El contraste que se producía más allá entre la luz eléctrica y las sombras de última hora de la tarde significaba que ellos me verían cada vez peor a medida que me fuera acercando. Así que subí a la calzada y empecé a andar a trote corto. Me aproximé hasta donde tuve valor y a continuación me deslicé rocas abajo y avancé pegado a la orilla. El mar estaba ahí mismo, a mis pies. Me llegaba el olor a sal y algas. Las rocas estaban resbaladizas. Batían las olas y el agua estallaba hacia arriba formando furiosos remolinos.

Me detuve. Tomé aire. Me di cuenta de que no podía rodear el muro nadando. Esta vez no. Sería una locura. El mar estaba demasiado encrespado. No tenía ninguna posibilidad. Ninguna en absoluto. Me vería zarandeado de un lado a otro como un corcho y arrojado contra las rocas, y quedaría demasiado maltrecho para contarlo. Eso si la resaca no me arrastraba hacia dentro y me hundía en las profundidades. «No puedo rodearlo -pensé-, no puedo saltarlo. Tengo que atravesarlo.» Volví a subir por las rocas y me acerqué al muro lo más lejos que pude de la verja. Recorrí todo el tramo en que los cimientos bajaban hasta el agua, manteniéndome pegado a la pared. Estaba bañado en luz. Pero al este nadie podía verme porque el muro estaba entre yo y la casa y porque era más alto que yo. Sólo tenía que preocuparme de no tropezar con los sensores enterrados en el suelo. Andaba con todo el cuidado posible y rezaba por que no hubieran colocado ninguno tan cerca.

Y así debía de ser, pues llegué a la caseta de la verja sin novedad. Me arriesgué a echar un vistazo dentro a través de un resquicio en las cortinas de la ventana y vi la salita brillantemente iluminada y al sustituto de Paulie absolutamente relajado en el pandeado sofá. Era un tío que no conocía. Sería de la edad y el tamaño de Duke. Cerca de los cuarenta, quizás algo más delgado que yo. Estuve unos instantes calculando su peso. Eso iba a ser importante. Mediría unos cinco centímetros menos que yo. Llevaba tejanos, una camiseta blanca y una cazadora de tela vaquera. Estaba claro que no iba a la fiesta. Era Cenicienta, encargada de vigilar la verja mientras los demás se divertían. Rogué que fuera el único. Rogué que estuvieran trabajando con los servicios mínimos. Pero no iba a apostar el cuello. Por poca precaución que hubieran tenido, habrían colocado a un segundo tío en la puerta principal y tal vez a un tercero en la ventana de Duke. Porque sabían que Paulie no había hecho su trabajo. Sabían que yo aún andaba suelto por ahí.

No podía dispararle al tío. Las olas batían con estrépito y el viento bramaba, pero ningún sonido amortiguaría el de la Beretta. Y no había nada en el mundo que pudiera amortiguar una Persuader que disparara una Magnum Brenneke. Así que retrocedí un par de metros, dejé las Persuader en el suelo y me quité el abrigo y la chaqueta. Luego me quité la camisa y la enrollé en el puño izquierdo. Apoyé la espalda desnuda contra el muro y me desplacé de lado hasta el borde de la ventana. Con las uñas di unos ligeros golpecitos en la esquina inferior del cristal, donde estaba la cortina, con pequeñas pausas, como redobles, como lo que hace un ratón que corretea por encima de un falso techo. Lo hice cuatro veces, y ya estaba a punto de intentarlo por quinta vez cuando, con el rabillo del ojo, vi que la luz se atenuaba de pronto. Eso significaba que el tipo se había levantado del sofá y había pegado la cara al cristal para ver qué clase de animalito había ido a molestarle. Así que me concentré en calibrar la altura exacta, efectué un giro de ciento ochenta grados y primero rompí la ventana y un milisegundo después la nariz del tío. Se desplomó como un saco y yo alargué la mano a través del agujero, descorrí el pestillo, abrí la ventana y salté dentro. El hombre estaba sentado en el suelo. Sangraba por la nariz y debido a los cortes de los vidrios en la cara. Grogui. En el sofá había una pistola. Él se hallaba a dos o tres metros y medio del arma y a tres o cuatro del teléfono. Meneó la cabeza para despejarse y alzó la vista hacia mí.

– Tú eres Reacher -dijo. Tenía sangre en la boca.

– Exacto -contesté.

– No tienes ninguna posibilidad.

– ¿Ah, no?

Asintió.

– Hemos recibido órdenes de disparar a matar.

– ¿Sobre mí?

Volvió a asentir.

– ¿Quiénes?

– Todos.

– ¿Órdenes de Xavier?

Asintió con la cabeza. Se llevó el dorso de la mano a la herida.

– ¿Y la gente va a obedecer esas órdenes?

– Naturalmente. -¿Y tú?

– Por supuesto que no.

– ¿Lo prometes?

– Sí, claro.

– Muy bien -dije.

Hice una pausa y pensé en hacerle algunas preguntas más. Quizá se mostrara reticente. De todos modos, podía pegarle hasta conseguir todas las respuestas que tuviera que darme. Pero al final presumí que, en todo caso, esas respuestas no importaban demasiado. Me daba prácticamente lo mismo que dentro de la casa hubiera diez individuos hostiles o doce, o saber el tipo de armas que tenían. Había que disparar a matar. Eran ellos o yo. Así que di un paso atrás y mientras trataba de decidir qué hacer con el tío, él decidió por mí al incumplir su promesa. Se puso en pie y se lanzó por la pistola del sofá. Lo intercepté con un furioso golpe de izquierda. Fue un puñetazo duro, y afortunado. Aunque no para él. Le machaqué la laringe. Cayó nuevamente al suelo, asfixiándose. Todo fue bastante rápido. Duró aproximadamente un minuto y medio. No pude hacer nada por él. No soy médico.

Durante un minuto me quedé inmóvil. Después volví a ponerme la camisa, salté por la ventana, recogí las armas, la chaqueta y el abrigo y entré otra vez, crucé la habitación y miré hacia la casa por la ventana de atrás.

– Mierda -mascullé, y aparté la mirada.

El Cadillac seguía aparcado en la rotonda. Eliot no se había ido. Ni Elizabeth, ni Richard, ni la cocinera. O sea que había tres no combatientes en medio. Y si hay no combatientes, cualquier asalto es cien veces más difícil. Y ése ya era bastante difícil antes de empezar.

Miré de nuevo. Junto al Cadillac había un Lincoln Town Car negro. Y a su lado dos Suburban azul oscuro. Ninguna furgoneta de catering. Quizás había doblado la esquina y estaba frente a la puerta de la cocina. Acaso llegaría más tarde. O no llegaría siquiera. Tal vez no habría banquete. Quizá metí la pata y lo malinterpreté todo.

Observé la oscuridad que rodeaba la casa. En la puerta principal no distinguí a ningún vigilante. Pero claro, con aquel tiempo frío y húmedo cualquiera con sentido común estaría dentro, en el vestíbulo, mirando por el cristal. Tampoco veía a nadie en la ventana de Duke. Sin embargo, permanecía abierta, exactamente como yo la había dejado. Seguramente la NSV seguiría allí, colgando de la cadena.

Volví a fijarme en los vehículos. En el Town Car podían haber llegado cuatro personas. En los Suburban, siete en cada uno. Como máximo, dieciocho. A lo mejor quince o dieciséis jefes y dos o tres guardaespaldas. También podía ser que sólo hubiese dos o tres chóferes. Quizá me había equivocado de medio a medio.

Sólo había un modo de averiguarlo.

Y ésa era la parte más difícil. Tenía que cruzar la parte iluminada por las luces del muro. Pensé en buscar el interruptor y apagarlas. Pero eso sería un aviso inmediato para la gente de la casa. Cinco segundos después de que se apagaran estarían al teléfono preguntándole al guardia qué había sucedido. Y el guardia no respondería porque estaba muerto. Después de lo cual por lo menos quince personas se precipitarían hacia mí. Sería fácil evitar a la mayoría. Pero el truco estaba en cómo saber a quién evitar y a quién echar mano. Porque no me cabía duda de que si esa noche Quinn se me escapaba, no volvería a verlo nunca más.

Bien, lo haría con las luces encendidas. Había dos posibilidades. Una era correr directamente hasta la casa. Eso reduciría al mínimo el tiempo que la luz me alumbraría. Ello conllevaría un movimiento rápido, y el movimiento rápido llama la atención. La otra consistiría en recorrer el muro en dirección al mar. Sesenta metros, despacio. Sería desesperante, pero probablemente la decisión más atinada.

Dado que las luces se hallaban instaladas en el muro, enfocaban algo más allá del mismo. Había una especie de estrecho túnel oscuro entre el muro y el borde de la zona iluminada. Podía deslizarme por él, despacio, a través de la línea de fuego de la NSV.

Abrí la puerta de atrás. En la caseta misma no había luces. Estas empezaban a unos seis metros a mi derecha, donde la pared de la caseta se convertía en el muro del recinto. Saqué medio cuerpo y me agaché. Giré noventa grados a la derecha y busqué el túnel de oscuridad. Allí estaba. A ras de suelo medía menos de un metro. A la altura de la cabeza quedaba en nada. Y no era muy oscuro. Había dispersión reflejada en tierra y rayos ocasionales desalineados así como resplandor procedente de la parte posterior de las propias lámparas. O sea, ni oscuro como boca de lobo ni radiantemente iluminado.

Me arrastré de rodillas, alargué el brazo hacia atrás y cerré la puerta a mi espalda. Cogí una Persuader en cada mano, me coloqué boca abajo y apoyé el hombro derecho contra la base del muro. Entonces aguardé. Lo bastante para que alguien que creyera haber visto movimiento en la caseta perdiera interés. A continuación empecé a arrastrarme. Lentamente.

Recorrí unos tres metros. Me detuve de súbito. Un vehículo se acercaba. No era un sedán, sino algo más grande. Quizás otro Suburban. Retrocedí a rastras hasta la puerta. Me erguí de rodillas, abrí y entré en la caseta. Dejé las Persuader en una silla y saqué la Beretta del bolsillo. Alcanzaba a oír un V-8 al ralentí al otro lado de la verja.

Quienquiera que fuese estaría esperando que el guarda saliese a abrir. Y diez contra uno que quienquiera que fuera sabría que yo no era el verdadero vigilante de la verja. Por tanto, supuse que debía abandonar la idea de arrastrarme. Que tendría que hacer un poco de ruido. Dispararles, coger el coche, y lanzarme hacia la casa a toda pastilla antes de que la NSV pudiera apuntarme. Y a continuación sacar todo el provecho posible del caos resultante.

Volví a la puerta de atrás. Quité el seguro de la Beretta y tomé aire. Tenía una ventaja. Yo sabía exactamente qué iba a hacer. Los demás primero deberían reaccionar. Y en eso tardarían al menos un segundo.

Entonces recordé la cámara en el poste. El monitor de vídeo. Podía ver con exactitud a qué me enfrentaba. Podía contar las cabezas. Hombre prevenido vale por dos, decidí. Crucé la estancia para fijarme mejor. La imagen era gris y lechosa. Una furgoneta blanca. Con un rótulo: «Catering Keast & Maden.» Exhalé un suspiro. No tenían por qué conocer al hombre de la verja. Guardé la Beretta en el bolsillo. Me quité el abrigo y la chaqueta. Le quité al cadáver la cazadora tejana y me la puse. Me iba pequeña y tenía manchas de sangre. De todos modos, resultaba bastante convincente. Salí a la puerta y me puse de espaldas a la casa. Traté de parecer unos cinco centímetros más bajo. Me acerqué a la verja. Alcé el picaporte con el puño, como solía hacer Paulie. Tiré de los barrotes y abrí. La furgoneta blanca arrancó y llegó a mi altura. El pasajero bajó el cristal de la ventanilla. Llevaba esmoquin. Y el que estaba al volante también. Mas no combatientes.

– ¿Adónde? -preguntó el pasajero.

– Rodead la casa por la derecha -contesté-. La puerta de la cocina está al final.

El cristal volvió a subir. El vehículo se alejó. Saludé con la mano. Volví a cerrar la verja. Entré en la caseta y observé la furgoneta desde la ventana. Fue directamente hacia la casa y en la rotonda giró a la derecha. Las luces de los faros bañaron el Cadillac, el Town Car y los dos Suburban, advertí el destello de las luces de freno y desaparecieron de mi vista.

Esperé dos minutos. Deseaba que estuviera más oscuro. Volví a ponerme la chaqueta y el abrigo y cogí las Persuader de la silla. Abrí la puerta con cuidado y salí a cuatro patas, cerré a mi espalda y me coloqué boca abajo. Me apreté contra la base del muro y de nuevo empecé a avanzar lentamente. Con el rostro vuelto respecto a la casa. Debajo de mí había arenisca, y notaba cortantes piedrecillas en los codos y las rodillas. Pero por encima de todo notaba un hormigueo en la espalda; me hallaba al alcance de un arma que podía disparar doce balas de media pulgada por segundo. Seguramente tras ella había algún tipo duro con las manos ligeramente apoyadas en las asas. Rezaba para que fallara la primera ráfaga. Pensé que eso sería lo más probable. Supuse que dispararía la primera andanada muy alta o muy baja. Después de lo cual yo me pondría en pie y correría en zigzag hacia la oscuridad antes de que él apuntara mejor.

Avanzaba palmo a palmo. Tres metros. Cinco. Siete. Iba despacio de veras. Con la cara hacia el muro. Esperaba que así parecería una sombra vaga y confusa en la penumbra. Mi instinto me empujaba a hacer algo totalmente diferente. Estaba reprimiendo un intenso deseo de saltar y correr. El corazón me latía con violencia. Pese a que hacía frío, estaba sudando. El viento me azotaba. Llegaba del mar, golpeaba el muro y fluía hacia abajo como una corriente que intentara hacerme rodar hacia fuera, donde más brillaban las luces.

Seguí adelante. Estaba más o menos a mitad de camino. Había recorrido unos treinta metros, me faltaban otros treinta. Tenía los codos doloridos. Mantenía las Persuader sin tocar el suelo, el efecto de lo cual recaía en mis brazos. Hice un alto para descansar. Simplemente me pegué a la tierra. Traté de parecer una roca. Volví la cabeza y eché un vistazo a la casa. Estaba tranquila. Miré al frente. Miré hacia atrás. «Punto sin retorno». Me arrastré nuevamente. Tenía que esforzarme por mantener un ritmo lento. Cuanto más avanzaba, más fuerte era el hormigueo en la espalda. Respiraba ruidosamente. Estaba a punto de dejarme llevar por el pánico. Los niveles de adrenalina estaban por las nubes, gritando «corre, corre». Jadeaba, forzaba los brazos y las piernas para que siguieran coordinados. Para que siguieran moviéndose lentamente. Llegué a menos de diez metros del final y comencé a pensar que podía lograrlo. Me detuve. Tomé aire una vez. Y otra. Reinicié mi avance. A continuación del muro el terreno se inclinaba hacia abajo y yo lo seguí de cabeza. Llegué al agua. Noté lodo debajo. Me alcanzaban pequeñas olas encrespadas y las gotas de agua me golpeaban. Giré noventa grados a la izquierda e hice una pausa. Estaba muy lejos del campo visual de cualquiera, pero tenía que cruzar treinta metros de luz brillante. Dejé de ir lento. Agaché la cabeza, me levanté a medias y eché a correr.

Estuve unos cuatro segundos bajo la luz más intensa de mi vida. Parecieron cuatro años. Estaba deslumbrado. Después irrumpí de nuevo en la negrura, me puse en cuclillas y escuché. No oí nada salvo el mar agitado. No vi nada excepto puntitos púrpura en mis ojos. Fui dando traspiés otros diez pasos y me quedé quieto. Miré hacia atrás. Estaba dentro. Sonreí. «Quinn, voy a por ti», pensé.

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