4

El tiempo pasaba volando. Era consciente de eso. Aquello venía a ser una especie de prueba o test, e iba a tardar diez valiosísimas horas en llevarlo a cabo. Diez horas de las que no podía prescindir. Y costaba un huevo conducir aquella furgoneta. Era vieja y rebelde, el motor hacía un estruendo constante y la transmisión soltaba estridentes gemidos. Tenía la suspensión baja y hecha polvo, y todo el vehículo se bamboleaba. No obstante, los retrovisores eran enormes trastos compactos y rectangulares que me proporcionaban un panorama bastante bueno de todo lo que hubiera a más de diez metros a mi espalda. Me hallaba en la I-95, y todo parecía en calma. Estaba casi seguro de que nadie me seguía. Bastante seguro, aunque no del todo.

Aminoré la marcha, me retorcí, puse el pie izquierdo en el acelerador y me agaché para quitarme el zapato derecho. Haciendo malabarismos me lo coloqué en el regazo y con una mano saqué el cacharro del e-mail. Lo mantuve sujeto contra el borde del volante y conduje y tecleé a la vez: «Urgente encontrarnos 1.ª área de descanso I-95 dirección sur de salida Kennebunk traigan soldador y soldadura de plomo Radio Shack o ferretería.» Pulsé «enviar» y dejé el trasto en el otro asiento. Volví a calzarme el zapato, lo puse de nuevo sobre el acelerador y me enderecé. Miré otra vez por los retrovisores. Nada. Así que ejercité un poco mis mates. De Kennebunk a New London había unos trescientos kilómetros, quizás un poco más. Cuatro horas a ochenta por hora. A ciento diez serían unas dos horas cincuenta minutos, y seguramente ciento diez era la velocidad máxima de aquella furgoneta. Así tendría un margen de una hora y diez minutos para hacer lo que considerara oportuno.

Seguí conduciendo. Me mantuve en el carril de la derecha sin bajar de ochenta. Todos me adelantaban. Nadie se quedaba detrás. No me seguían. No estaba seguro de si eso era bueno o malo. Quizá lo contrario sería peor. Al cabo de veintinueve minutos pasé la salida de Kennebunk. Un kilómetro después vi una señal de área de descanso. Anunciaba comida, gasolina y aseos diez kilómetros más adelante. Tardé ocho minutos y medio en recorrerlos. Una rampa descendente de poca pendiente y luego una cuesta que atravesaba un bosquecillo. No había buena visibilidad. Las hojas eran pequeñas y nuevas, pero había tantas que no dejaban ver bien. El área de descanso se me ocultaba a la vista. Dejé que la furgoneta se deslizara y coronara la ascensión y a continuación entré en unas instalaciones absolutamente corrientes. Plazas de aparcamiento en diagonal a ambos lados y unos edificios bajos de ladrillo a la derecha. Detrás de los edificios estaba la gasolinera. Habría una docena de vehículos aparcados cerca de los lavabos. Uno era el Taurus de Susan Duffy. El último de la hilera de la izquierda. Ella se hallaba de pie junto al coche, Eliot a su lado.

Pasé despacio por delante de ellos, les indiqué que esperaran y aparqué cuatro plazas más allá. Apagué el motor y me quedé sentado unos instantes agradeciendo el súbito silencio. Volví a meter el dispositivo del correo electrónico en el tacón y me até el zapato. Después intenté parecer una persona normal. Estiré los brazos, bajé y caminé algo renqueante como quien relaja sus agarrotadas piernas y saborea el aire fresco del bosque. Tracé un par de círculos completos, escudriñé toda la zona y observé la cuesta. No la subía nadie. Podía oír el poco tráfico de la autopista. Estaba cerca y el ruido era considerable, pero al estar oculto tras los árboles me sentía como en un lugar íntimo y aislado. Conté setenta y dos segundos, lo que a ochenta por hora supone kilómetro y medio. No apareció nadie en la pendiente. Así que me apresuré hacia donde Duffy y Eliot me esperaban. Él vestía ropa informal con la que no parecía sentirse muy cómodo. Ella llevaba unos vaqueros muy usados y la misma cazadora de piel estropeada que le había visto antes. Estaba impresionante. Ninguno de ellos perdió tiempo en saludos, lo que supongo me alegró.

– ¿Hacia dónde se dirige? -preguntó Eliot.

– New London, Connecticut.

– ¿Qué hay en el vehículo?

– No lo sé.

– No lo siguen -señaló Duffy.

– Podrían hacerlo mediante un dispositivo electrónico -dije.

– ¿Dónde estaría?

– En la parte trasera. ¿Han traído el soldador?

– No -repuso ella-. Está de camino. ¿Para qué hace falta?

– Hay un precinto de plomo -expliqué-. Debemos quitarlo y rehacerlo.

Duffy echó un vistazo a la cuesta con expresión de inquietud.

– Con tanta prisa no es fácil encontrar un soldador.

– Mientras esperamos, examinemos lo que podamos -sugirió Eliot.

Nos dirigimos a la furgoneta azul. Me agaché y miré los bajos; cubiertos de viejo y endurecido barro y lleno de vetas de líquidos y aceite.

– Aquí no -dije-. Para llegar al metal habrían necesitado un cincel.

Eliot lo encontró en la cabina tras unos quince segundos de búsqueda. Estaba metido en la espuma del asiento del acompañante con un cierre de anilla. Era un simple y pequeño artilugio algo mayor que una moneda de veinticinco centavos y de centímetro y medio de grosor, con un delgado cable de unos veinte centímetros que probablemente era la antena de transmisión. Eliot lo cogió todo, salió de la cabina de espaldas y miró fijamente hacia la cuesta.

– ¿Qué? -preguntó Duffy.

– Es extraño -dijo-. Lleva una pila de audífono, nada más. Poca potencia, corto alcance. Desde una distancia de más de tres kilómetros no puede captarse. ¿Dónde está el encargado de rastrearlo, entonces?

En el inicio de la pendiente no había nadie. Yo había sido el último que la había subido. Nos quedamos allí de pie con los ojos llorosos en el frío viento. El tráfico siseaba tras los árboles, pero por la rampa no aparecía nadie.

– ¿Cuánto rato lleva aquí? -inquirió Eliot.

– Unos cuatro minutos -contesté-. Quizá cinco.

– No tiene sentido -señaló-. En ese caso, el tipo debería estar a siete u ocho kilómetros por detrás. Y este chisme no puede oírse a más de tres.

– Tal vez no hay ningún tío -dije-. Tal vez confían en mí.

– Si es así, ¿por qué le colocaron esto?

– Quizá no lo hicieron. Quizás ha estado aquí durante años. Quizá se les olvidó.

– Demasiados quizás -objetó él.

Duffy se volvió y miró los árboles fijamente.

– Pueden haberse parado en el arcén de la autopista -indicó-. Al mismo nivel en que estamos nosotros.

Eliot y yo nos volvimos y también observamos con atención. Tenía sentido. Para detenerse en un área de descanso y aparcar cerca del objetivo no hacía falta ninguna técnica ingeniosa.

– Vamos a echar un vistazo -sugerí.

Había una franja estrecha de hierba bien cuidada y luego una zona también estrecha donde los encargados de la autopista habían puesto freno al bosque mediante arbustos y trozos de corteza. Después, sólo árboles. La autopista los había cortado hacia el este y el área de descanso suprimido hacia el oeste, pero en medio quedaba un bosquecillo de unos doce metros de ancho que debía de estar allí desde el origen de los tiempos. Acceder a él era difícil. Había enredaderas, zarzas con pinchos y ramas bajas. Pero estábamos en abril. En julio o agosto habría sido imposible.

Nos paramos antes de que los árboles dieran paso a una vegetación más baja. Detrás estaba el llano y herboso arcén de la autopista. Avanzamos con cuidado hasta donde pudimos y estiramos el cuello a derecha e izquierda. No había nadie aparcado. El arcén estaba vacío en ambas direcciones. Había poco tráfico. Pasaban intervalos de cinco segundos sin vehículos a la vista. Eliot se encogió de hombros como si no entendiera nada, dimos media vuelta y regresamos.

– No tiene ningún sentido -repitió.

– Andan escasos de personal -dije.

– No; están en la carretera 1 -dijo Duffy-. O deberían estar. Corre paralela a la I-95 durante todo el recorrido hasta la costa. Desde Portland en dirección sur. La mayor parte del tiempo seguramente se encuentran a menos de tres kilómetros.

Nos volvimos otra vez hacia el este, como si pudiéramos ver a través de los árboles y localizar un coche parado en el arcén de una lejana carretera paralela.

– Es lo que haría yo -añadió Duffy.

Asentí. Era una explicación verosímil. Tenía pegas técnicas. Con tres kilómetros de desplazamiento lateral, cualquier ligera discrepancia longitudinal debida al tráfico desviaría la señal hasta quedar fuera de su alcance. Pero, claro, ellos sólo querían saber la dirección que yo llevaba.

– Es posible -dije.

– No, es más que probable -corrigió Eliot-. Duffy tiene razón. Es pura lógica. Quieren sustraerse a sus retrovisores todo lo que puedan.

Asentí otra vez.

– En cualquier caso, daremos por sentado que se encuentran ahí. ¿Hasta dónde corre la carretera 1 junto a la I-95?

– Hasta el fin del mundo -contestó Duffy-. Hasta mucho más allá de New London, Connecticut. Se separan al llegar a Boston pero luego vuelven a juntarse.

– Muy bien -dije. Consulté la hora-. Llevo aquí nueve minutos. Tiempo suficiente para ir al lavabo y tomar una taza de café. Y para volver a llevar ese trasto electrónico a la carretera.

Le dije a Eliot que se colocara el transmisor en el bolsillo y condujera el Taurus de Duffy hacia el sur a una velocidad constante de ochenta por hora. Le expliqué que lo alcanzaría con la furgoneta antes de llegar a New London. Me preocupaba cómo pondríamos más tarde el transmisor en su sitio. Eliot se marchó y me quedé solo con Duffy. Vimos desaparecer el coche y luego nos volvimos hacia el norte y contemplamos la rampa. Me quedaba una hora y un minuto y necesitaba el soldador. «Pasa el tiempo.»

– ¿Qué tal por allí? -preguntó ella.

– Es una pesadilla -repuse. Le expliqué lo del muro de granito de dos metros y medio con alambre de espino, de la verja, los detectores de metales en las puertas y mi habitación sin cerradura por dentro. Le hablé de Paulie.

– ¿Algún rastro de mi agente? -preguntó.

– Acabo de llegar.

– Está en esa casa -dijo-. Eso quiero creer.

No hice ningún comentario.

– Ha de hacer progresos -indicó-. Cada hora que pasa, empeora su situación. Y la de ella.

– Lo sé.

– ¿Cómo es Beck?

– Corrupto y retorcido. -Le hablé de cómo había tomado mis huellas dactilares del vaso y de cómo había hecho desaparecer el Maxima. Después le conté lo de la ruleta rusa.

– ¿Jugó usted?

– Seis veces -dije, y miré fijamente la rampa.

Duffy me clavó la mirada.

– Está loco, una posibilidad entre seis; debería estar muerto.

Sonreí.

– ¿Ha jugado alguna vez?

– No. No me gustan esos juegos.

– Usted es como la mayoría de la gente. Beck también. Él creía que las posibilidades eran una entre seis. Sin embargo, se acercan más a una entre seiscientos. O a una entre seis mil. Si uno pone una bala pesada en un arma bien hecha y bien conservada como ese Colt Anaconda, sería un milagro que el tambor se parara cuando la bala está cerca de la parte superior. La inercia del giro siempre la lleva hacia abajo. Un mecanismo de precisión, un poco de aceite y la gravedad te echan una mano. No soy idiota. La ruleta rusa es más segura de lo que se piensa. Y valió la pena correr el riesgo para que me contratara.

Se quedó callada.

– ¿Tiene algún presentimiento? -quiso saber al cabo.

– Parece un importador de alfombras. Hay alfombras por todos los puñeteros rincones.

– ¿Pero…?

– Pero no lo es -precisé-. Me apuesto la pensión. Le pregunté sobre alfombras y no dijo gran cosa, como si no le interesaran demasiado. A la gente le gusta hablar de sus asuntos. Hasta el punto que no puedes hacerla callar.

– ¿Cobra una pensión?

– No -dije.

En ese instante apareció bruscamente en lo alto de la cuesta un Taurus gris idéntico al de Duffy salvo por el color. Aminoró mientras el conductor echaba un vistazo alrededor y luego aceleró hacia nosotros. Al volante iba el tipo mayor, el que yo había dejado tirado en el arroyo junto a la verja de la universidad. Se detuvo al lado de mi furgoneta azul, abrió la puerta y salió a duras penas igual que había hecho para bajar del Caprice. Llevaba en la mano una bolsa de Radio Shack negra y roja. Rebosaba de cajas. La sostuvo en alto, sonrió y se acercó para estrecharme la mano. Llevaba una camisa nueva, pero el traje era el mismo. Aprecié manchas donde había intentado limpiarse la sangre sintética. Me lo representé mentalmente, en el lavabo de su habitación del motel, atareado con la toalla de mano. No le había salido muy bien. Era como si en la cena no hubiera tenido cuidado con el ketchup.

– ¿Le han mandado a un recado? -preguntó.

– Aún no sé de qué se trata -dije-. Pero tenemos un problema con un precinto de plomo.

Asintió.

– Con una lista de la compra así me lo imaginaba. ¿Qué otra cosa iba a ser?

– ¿Lo ha hecho antes?

– Soy de la vieja escuela. En otro tiempo hacíamos diez al día. La camioneta aparcaba, y antes de que el tío hubiera pedido siquiera la sopa habíamos entrado y salido.

Se puso en cuclillas y vació la bolsa en el asfalto. Un soldador y un carrete de soldadura de plomo, así como un convertidor que accionaría el soldador desde el encendedor de su coche. Eso significaba que debía dejar el motor encendido, así que arrancó y dio un poco de marcha atrás para que el cable llegara.

El precinto era básicamente un alambre de plomo fundido con grandes herretes enmohecidos en cada extremo. Los herretes habían sido machacados y fundidos en una gran gota grabada en relieve. El tipo no tocó los extremos fundidos. Se notaba que lo había hecho antes. Enchufó el soldador y esperó a que se calentara. Hizo la comprobación escupiendo en la punta. Cuando lo vio claro aplicó la punta a la parte más delgada del alambre, que se derritió y separó. Él ensanchó el espacio como si abriera unas esposas pequeñas y sacó el precinto de su ranura. Se metió en su coche y dejó el precinto en el salpicadero. Accioné la manija de la puerta.

– Muy bien -dijo Duffy-. ¿Qué tenemos?

Alfombras. La puerta traqueteó al subir y la luz del día inundó toda la carga, unas doscientas alfombras, todas pulcramente enrolladas y atadas con cuerdas en posición vertical. Eran de distintos tamaños, las más altas al fondo y las más cortas en el lado de la puerta. Se nos ofrecían como una especie de antigua formación basáltica. Estaban enrolladas hacia dentro, de modo que sólo veíamos el lado tosco y mate. La cuerda era de sisal basto, viejo y amarillento. Había un intenso olor a lana cruda y un aroma más suave a tinte vegetal.

– Deberíamos echar un vistazo -dijo Duffy con cierta decepción.

– ¿Cuánto tiempo nos queda? -preguntó el tipo mayor.

Miré el reloj.

– Cuarenta minutos -dije.

– Tomemos unas muestras -sugirió.

Arrastramos un par de la hilera de delante. Estaban fuertemente enrolladas. Nada de tubos de cartón. Enroscadas sobre sí mismas y bien apretadas con la cuerda. Una tenía una franja. Olía a viejo y a moho. Los nudos eran firmes y estaban aplastados. Intentamos deshacerlos con las uñas, en vano.

– Seguramente cortan la cuerda -señaló Duffy-. Si no, es imposible.

– Sí -confirmó el tipo mayor-, imposible.

La cuerda era basta y tenía un aspecto desusado. Hacía tiempo que yo no veía una cuerda así. Estaba hecha de una especie de fibra natural. Acaso yute, o cáñamo.

– Así pues, ¿qué hacemos? -preguntó él.

Saqué otra alfombra. La sopesé. Pesaba aproximadamente lo que debería pesar una alfombra. La estrujé. Cedió ligeramente. La apoyé en el suelo por un extremo y le di un puñetazo en el centro. Cedió otro poco, exactamente como haría una alfombra muy enrollada.

– Sólo son alfombras -dije.

– ¿No hay nada debajo? -preguntó Duffy-. Tal vez aquellas altas del fondo no son tan altas. A lo mejor se apoyan en algo.

Sacamos las alfombras una a una y las dejamos sobre el asfalto en el orden que seguiríamos para volver a colocarlas. Trazamos en el suelo una línea aleatoria en zigzag. Las altas eran ni más ni menos lo que parecían ser: alfombras altas, muy arrolladas, atadas con una cuerda, en posición vertical. Nada oculto en ellas. Nos quedamos de pie en el frío, rodeados por el disparatado revoltijo de alfombras y nos miramos.

– Es una carga fantasma -dijo Duffy-. Beck supuso que usted encontraría un modo de abrir.

– Quizá -dije.

– O sólo quería quitarle de en medio.

– ¿Mientras él está haciendo qué?

– Haciendo comprobaciones sobre usted -aclaró ella-. Asegurándose.

Consulté la hora.

– Hemos de volver a cargar. Tendré que conducir como un loco.

– Iré con usted -dijo ella-. Quiero decir, hasta que alcancemos a Eliot.

Asentí.

– Me parece bien. Hemos de hablar.

Volvimos a meter las alfombras en la furgoneta, dándoles puntapiés y empujándolas hasta dejarlas perfectamente dispuestas en su posición inicial. A continuación eché hacia abajo la puerta y el tipo mayor se puso a trabajar con la soldadura. Colocó de nuevo el precinto roto en su ranura y juntó los extremos separados. Calentó el soldador, llenó el vacío con la punta y llevó hasta allí un extremo del carrete de soldadura. El hueco se llenó con una gran gota plateada. No tenía el color apropiado y era demasiado grande. El cable parecía la caricatura de una serpiente que acabara de tragarse un conejo.

– No pasa nada -dijo para tranquilizarnos.

Utilizó la punta del soldador como si fuera un pincel diminuto y alisó la gota hasta hacerla más y más fina. De vez en cuando daba un golpecito con la punta para eliminar el sobrante. El hombre trabajaba con delicadeza. Tardó tres largos minutos, pero al final aquello se parecía mucho a lo que había inicialmente. Dejó que se enfriara un poco y luego sopló con fuerza. El nuevo color plateado se transformó en gris al instante. Era lo más parecido que yo había visto a una reparación invisible. Sin duda mejor de lo que yo habría sido capaz de hacer.

– Vale -dije-. Muy bien. Pero tendrá que hacer otra. Tengo que regresar con otro vehículo. También habría que echarle una ojeada. Nos encontraremos en la primera área de descanso en dirección norte después de Portsmouth, New Hampshire.

– ¿Cuándo?

– Dentro de cinco horas.


Duffy y yo nos dirigimos al sur todo lo deprisa que pude hacer correr la vieja furgoneta. Imposible pasar de cien. El vehículo tenía la forma de un ladrillo, y la resistencia del viento anulaba todo intento de ir más rápido. Pero cien bastaría. Aún disponía de unos minutos.

– ¿Ha visto su despacho? -preguntó ella.

– Todavía no. Hemos de verificar esto. De hecho hemos de verificar toda esta operación del puerto.

– Estamos en ello. -Tenía que hablar alto. A cien por hora el ruido del motor y los gemidos de la caja de cambios eran el doble que a ochenta-. Portland es el cuadragésimo cuarto puerto con más tráfico de Estados Unidos. Unos catorce millones de toneladas de productos importados al año. Más o menos un cuarto de millón a la semana. Parece que para Beck hay unas diez, dos o tres contenedores.

– ¿En la aduana registran su mercancía?

– Como hacen con la de todo el mundo. El actual índice de registro es aproximadamente del dos por ciento. O sea que si Beck llena ciento cincuenta contenedores al año, tal vez le registrarán tres.

– Entonces ¿cómo lo hace?

– Quizá juega con las probabilidades limitando la mercancía ilegal a, pongamos, un contenedor de cada diez. Esto haría que el índice de búsqueda efectiva se redujera a un 0,2 por ciento. Así podría aguantar años.

– Ya ha aguantado años. Debe de estar sobornando a alguien.

Ella asintió sin decir nada.

– ¿Pueden conseguir que se haga un registro especial? -inquirí.

– Sin una justificación verosímil, no -respondió-. Estamos aquí extraoficialmente, no lo olvide. Necesitamos pruebas muy convincentes. Y en todo caso la posibilidad de que haya sobornos hace que todo sea un campo minado. Podríamos dirigirnos al funcionario equivocado.

Seguimos adelante. El motor rugía y la suspensión se balanceaba. Lo dejábamos todo atrás. Ahora yo miraba por el retrovisor para ver si venían polis. Suponía que las credenciales de la DEA de Duffy servirían para solventar cualquier problema, pero no quería perder el tiempo que tardaría ella en resolverlo.

– ¿Cómo reaccionó Beck? -preguntó-. La primera impresión.

– Estaba confuso. Y algo resentido. Esa fue mi primera impresión. ¿Se fijó que en la facultad Richard Beck no estaba custodiado?

– Un entorno seguro.

– No del todo. Es posible sacar a un chico de allí, resulta de lo más fácil. La ausencia de guardias significa que no hay peligro. Creo que el asunto de los guardaespaldas para llevar al chaval a casa era una suerte de concesión por el hecho de haberse vuelto paranoico. Me parece que era meramente un acto de complacencia. No pienso que el viejo Beck imaginara que de veras hacía falta, de lo contrario le habría puesto seguridad también en la facultad. O no dejar siquiera que su hijo se matriculara.

– ¿Por tanto?

– Por tanto creo que en el pasado se alcanzó un cierto acuerdo. Acaso a raíz del primer secuestro. Algo que garantizara determinado statu quo. De ahí que no hubiera vigilantes en la facultad. De ahí el resentimiento de Beck, como si alguien hubiera roto un pacto.

– ¿Piensa eso?

Asentí.

– Estaba sorprendido, desconcertado, enojado. Siempre preguntaba lo mismo. «¿Quién?»

– Una pregunta obvia.

– Pero sonaba a cómo-se-atreven. Había en ella una postura. Como si alguien se hubiera saltado las reglas del juego. No era sólo una pregunta. En su semblante se reflejaba fastidio hacia alguien.

– ¿Qué le contó usted?

– Describí la camioneta. Los chicos del grupo.

Ella sonrió.

– Nada de riesgos.

Meneé la cabeza.

– Hay un tío apellidado Duke. No sé el nombre de pila. Ex poli. Es el jefe de seguridad. Esta mañana parecía no haberse acostado. Se le veía cansado y no se había duchado. Llevaba la americana arrugada, en la parte inferior de la espalda.

– ¿Y qué?

– Significa que anoche estuvo conduciendo mucho rato. Creo que fue a echar un vistazo a la Toyota. A comprobar la matrícula. ¿Dónde la escondieron ustedes?

– Dejamos que se la llevara la policía del estado. Para que todo siguiera siendo creíble. No podíamos llevarla otra vez al garaje de la DEA. Estará en algún recinto de por ahí.

– ¿Qué pone la placa?

– Hartford, Connecticut -contestó ella-. Pertenecía a una banda de traficantes de éxtasis de tres al cuarto que desarticulamos.

– ¿Cuándo?

– La semana pasada.

Seguí conduciendo. El tráfico se iba haciendo denso.

– Primer error -dije-. Beck va a comprobarlo. Y luego se preguntará por qué unos traficantes de éxtasis de poca monta de Connecticut querrían secuestrar a su hijo. Y acto seguido se preguntará cómo es posible que unos traficantes de éxtasis de poca monta de Connecticut intenten secuestrar a su hijo una semana después de haber sido encarcelados.

– Mierda -soltó Duffy.

– Y aún puede ser peor -añadí-. Creo que Duke también ha echado un vistazo al Lincoln. Tiene la parte delantera destrozada y sin parabrisas pero no hay ningún agujero de bala. Y no parece que dentro estallase ninguna granada de verdad. El Lincoln es una prueba evidente de que todo fue un camelo.

– No. El Lincoln está a buen recaudo. No siguió el mismo camino que la Toyota.

– ¿Está segura? Porque lo primero que me pidió Beck esta mañana fue detalles sobre las Uzi. Como si quisiera que mis propias palabras me delataran. ¿Dos Uzi Micro de repetición, de veinte tiros, cuarenta disparos en total, y ni una marca en el vehículo?

– No -repitió ella-. No hay peligro. El Lincoln está oculto.

– ¿Dónde?

– En Boston. En nuestro garaje, pero cualquier documento oficial dirá que se halla en el depósito del condado. Se supone que forma parte de la escena del crimen. Se supone que los guardaespaldas acabaron destrozados en su interior. Procuramos ser creíbles. Hemos analizado esto a fondo.

– Salvo lo de la matrícula de la Toyota.

Duffy parecía abatida.

– Pero el Lincoln está bien. Se encuentra a ciento cincuenta kilómetros de la Toyota. El tío ese, Duke, habrá tenido que conducir toda la noche.

– Me parece que sí. ¿Y por qué Beck estaba tan nervioso con las Uzi?

Reflexionó un momento.

– Hemos de suspender la operación -dijo-. Por la Toyota, no por el Lincoln. Con el Lincoln no pasa nada.

Miré el reloj. Miré la carretera. La furgoneta rugía. Pronto alcanzaríamos a Eliot. Calculé el tiempo y la distancia.

– Hemos de abandonar -repitió.

– ¿Y qué pasa con su agente?

– Que le maten a usted no le ayudará.

Pensé en Quinn.

– Ya lo discutiremos más tarde -dije-. De momento seguimos.


Al cabo de otros ocho minutos adelantamos a Eliot. Su Taurus se mantenía constante como una roca a unos discretos ochenta por hora. Me coloqué delante y acompasé mi velocidad a la suya. El se me pegó detrás. Rodeamos Boston y nos detuvimos en la primera área de descanso que vimos al sur de la ciudad. Por allí todo el mundo se veía más ajetreado. Me quedé inmóvil con Duffy a mi lado y observé la cuesta durante veintidós segundos; después entraron cuatro coches. No me llamó la atención ninguno de los conductores. Un par de ellos llevaban pasajeros. Todos hicieron cosas propias de las áreas de descanso, como quedarse de pie y bostezar junto a la puerta abierta, mirar alrededor, dirigirse a los servicios o a la tienda de comida rápida.

– ¿Dónde está la otra furgoneta? -preguntó Duffy.

– En un aparcamiento de New London -respondí.

– ¿Y las llaves?

– Dentro.

– Por tanto allí también habrá gente. Nadie deja una furgoneta sola con las llaves dentro. Le estarán esperando. No sabemos qué les habrán dicho que hagan. Deberíamos considerar la posibilidad de que todo haya terminado.

– No caeré en una trampa -señalé-. No va conmigo. Y la próxima furgoneta acaso nos ofrezca algo mejor.

– De acuerdo. La registraremos en New Hampshire. Si usted llega hasta allí.

– Me podría prestar su Glock.

Se llevó la mano bajo el brazo.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Mientras la necesite.

– ¿Qué ha pasado con los Colt?

– Se los quedaron.

– No puedo -dijo-. No puedo dejarle mi arma de servicio.

– Esto no tiene nada de oficial.

Pensó un momento.

– Mierda -soltó. Sacó la Glock y me la dio. Conservaba su calor corporal. La sostuve en la palma y me recreé en la sensación. Rebuscó en su bolso y sacó un par de cargadores de recambio. Los metí en un bolsillo y el arma en el otro.

– Gracias.

– Nos vemos en New Hampshire -dijo-. Inspeccionaremos el vehículo. Y luego decidiremos.

– Muy bien -dije, aunque yo ya había decidido.

Eliot se acercó y sacó el transmisor del bolsillo. Duffy se apartó y él volvió a meter el aparatito en el asiento. Después ambos se marcharon juntos, a su Taurus oficial. Aguardé un tiempo razonable y volví a la carretera.


Encontré New London sin ninguna dificultad. Era un lugar viejo y descuidado. No había estado antes allí. No había tenido ningún motivo para ir. Es una ciudad portuaria. Creo que ahí construyen submarinos. O en algún lugar cercano. Tal vez en Groton. Las direcciones que me había dado Beck pronto me hicieron abandonar la autopista y atravesar zonas industriales degradadas. Había mucho ladrillo viejo, húmedo, picado y manchado por el humo. Aproximadamente a kilómetro y medio del lugar donde estaba el aparcamiento, giré a la derecha y luego a la izquierda para rodearlo. Aparqué junto a un parquímetro destrozado y comprobé la pistola de Duffy. Era una Glock 19, quizá de un año. Llena de balas. Los cargadores también estaban llenos. Salí de la furgoneta. Oí retumbar sirenas a lo lejos, en el Sound. Entraba un transbordador. El viento arrastraba basura por la calle. Una prostituta salió de un portal y me sonrió. Una ciudad portuaria. Ella no podía calar a un PM del ejército como harían sus colegas en cualquier otra parte.

Doblé una esquina y se me ofreció una vista parcial bastante buena del aparcamiento al que me dirigía. El terreno descendía hacia el mar y yo me hallaba a cierta altura. Vi la furgoneta esperándome. Era idéntica a la otra. Los años, el tipo, el color. Se encontraba sola en el mismo centro del aparcamiento, sólo un cuadrado de hierbas y ladrillos apretujados. Un par de décadas atrás habían demolido un viejo edificio y no habían construido nada en su lugar.

No vi a nadie aguardándome, si bien por allí había mil ventanas sucias y en teoría todas podían estar llenas de observadores. Sin embargo, no percibí nada. Percibir no es lo mismo que saber, pero a veces no hay otra cosa. Me quedé inmóvil hasta que cogí frío y entonces regresé a la furgoneta. Circundé el aparcamiento y entré. La aparqué con el morro pegado al de su gemela. Saqué la llave y la dejé en el portamapas. Eché un último vistazo alrededor y salí. Metí la mano al bolsillo y la cerré en torno a la pistola. Agucé el oído. Nada salvo viento soplando y los sonidos lejanos de una ciudad cansada que aguanta a duras penas. Todo iba bien, a menos que alguien planeara dispararme con un fusil de largo alcance. Porque la Glock 19 no iba a protegerme de eso.

La nueva furgoneta estaba fría e inmóvil. La puerta abierta y la llave en el portamapas. Ajusté el asiento y los retrovisores. Dejé caer la llave al suelo con deliberada torpeza y miré bajo los asientos. Ningún transmisor. Sólo unos envoltorios de chicle y kleenex sucios. Encendí el motor. Me separé del otro vehículo dando marcha atrás, lancé el nuevo por el aparcamiento y lo puse rumbo a la autopista. No vi a nadie. Nadie me siguió.


La furgoneta iba algo mejor que la anterior. Era un poco más silenciosa y corría más. Quizás el cuentakilómetros había dado la vuelta sólo dos veces. Me llevaba tambaleante de regreso al norte. Miré fijamente al frente y visualicé la casa solitaria del saliente rocoso haciéndose mayor por momentos. Me atraía y me repelía con igual fuerza. Así que permanecí inmóvil con una mano al volante, sin parpadear. Rhode Island estaba tranquilo. Mientras lo crucé nadie me siguió. Massachusetts era en su mayor parte un largo bucle alrededor de Boston y luego un sprint por la protuberancia del nordeste, con poblachos como Lowell a mi izquierda y lugares bonitos como Newburyport, Cape Ann y Gloucester lejos a mi derecha. No me seguían. Después venía New Hampshire. La I-95 recorre unos treinta kilómetros de ese estado, con Portsmouth como última parada. Dejé atrás la ciudad y estuve atento a las señales de las áreas de descanso. Encontré una justo después de cruzar la frontera de Maine. Eso significaba que Duffy, Eliot y el tipo mayor con el traje manchado estarían esperándome a unos trece kilómetros.


No estaban sólo Duffy, Eliot y el viejo. Los acompañaba una unidad de perros de la DEA. Supongo que si a los tíos del gobierno les das suficiente tiempo para pensar, te salen con lo que menos esperas. Entré en un área casi idéntica a la de Kennebunk y advertí los dos Taurus aparcados al final de la hilera, junto a una furgoneta corriente con un ventilador girando en el techo. Aparqué cuatro plazas más allá y seguí las habituales pautas de precaución de esperar y observar, pero después de mí no llegó nadie. No me preocupé por el arcén. Gracias a los árboles, era invisible desde la autopista. Había árboles por todas partes. Maine tiene un montón de árboles, joder.

Salí de la furgoneta y el tipo mayor acercó su coche y empezó a trabajar con su soldador.

– He hecho varias llamadas -dijo Duffy. Sostenía su Nokia como para demostrarlo-. Buenas y malas noticias.

– Primero las buenas -indiqué-. Alégreme un poco el día.

– Creo que el asunto de la Toyota podría estar resuelto.

– ¿Podría?

– Es complicado. Los de Aduana nos han facilitado el calendario de envíos de Beck. Todo su material procede de Odesa. Está en Ucrania, a orillas del mar Negro.

– Sé dónde está.

– Origen verosímil de las alfombras. Éstas llegan a través de Turquía procedentes de todas partes. Pero en nuestra opinión Odesa es uno de los puertos de la heroína. Todo lo que no viene aquí directamente desde Colombia pasa por Afganistán y Turkmenistán y atraviesa el Caspio y el Cáucaso. De modo que si Beck se dedica a la heroína, eso significa que no conoce a ningún camello de éxtasis ni por asomo. Ni de Connecticut ni de ninguna otra parte. No puede haber relación alguna. Imposible. No tendría ni pies ni cabeza. Son negocios totalmente distintos. Así que, en cuanto a descubrir algo, empieza desde cero. Quiero decir que la matrícula de la Toyota le dará un nombre y una dirección, claro, pero esa información no significará nada para él. Tardará unos días en averiguar quiénes son los de la furgoneta y encontrarlos.

– ¿Éstas son las noticias buenas?

– No están mal. Créame, son mundos independientes. En cualquier caso, usted dispone sólo de unos pocos días. No podemos retener a esos guardaespaldas indefinidamente.

– ¿Y las noticias malas?

Duffy se tomó un respiro.

– En realidad, no es del todo imposible que alguien haya echado una ojeada al Lincoln.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada concreto. Sólo que la seguridad del garaje quizá no era todo lo buena que debiera.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que no podemos estar seguros de que no haya sucedido nada malo.

Oímos la puerta trasera de la furgoneta traquetear al abrirse hacia arriba. Golpeó contra su tope, y un instante después Eliot nos llamó con tono de apremio. Nos acercamos esperando encontrar algo interesante. En vez de ello, otro transmisor, idéntico al anterior. Estaba pegado al interior de la chapa, cerca de la puerta, aproximadamente a la altura de la cabeza.

– Fantástico -soltó Duffy.

El espacio de carga estaba lleno de alfombras, exactamente igual que el otro. Podía haber sido la misma furgoneta. Estaban muy enrolladas y atadas con una cuerda basta y amontonadas en posición vertical y ordenadas de mayor a menor.

– ¿Las examinamos? -sugirió el tipo mayor.

– No tenemos tiempo -dije-. Si hay alguien al otro extremo del transmisor, considerará lógico que me quede aquí unos diez minutos, pero no más.

– Metamos el perro -dijo Duffy.

Un tío al que yo no había visto abrió la furgoneta de la DEA y sacó un sabueso sujeto con una correa. Era un bicho pequeño, gordo, de patas cortas, con los arreos de trabajo puestos. Tenía las orejas largas y una expresión ansiosa. Me gustan los perros. A veces pienso en comprar uno. Me haría compañía. Ése me ignoró por completo. Sólo dejó que su cuidador lo condujera hasta la furgoneta azul y una vez allí esperó instrucciones. El tío lo alzó hasta el espacio de carga y lo colocó ante las alfombras. Chasqueó los dedos, pronunció una especie de orden y soltó la correa. El perro empezó a husmear arriba y abajo y de un lado a otro. Al tener las patas cortas le costaba un poco sortear los diferentes desniveles. De todos modos, no dejó un solo centímetro por explorar, tras lo cual volvió al sitio desde donde había comenzado y se quedó allí con los ojos brillantes, meneando la cola y con la boca abierta en una absurda y húmeda sonrisa como si estuviera diciendo: «Bueno, ¿dónde está la acción?»

– Nada -dijo el cuidador.

– Carga legal -apuntó Eliot.

Duffy asintió.

– Pero ¿por qué vuelve esto al norte? Nadie exporta alfombras de nuevo a Odesa. Es absurdo.

– Era una prueba -señalé-. Para mí. Imaginaron que a lo mejor echaría un vistazo.

– Compongamos el precinto -dijo Duffy.

El cuidador se llevó el sabueso y Eliot estiró los brazos y bajó la puerta. El tipo mayor cogió el soldador y Duffy me llevó nuevamente a un lado.

– ¿Qué decidimos? -preguntó.

– ¿Qué haría usted?

– Abandonar -contestó-. El Lincoln es la carta mala. Podría matarle.

Miré más allá del hombro de ella y observé al otro ocupado en su menester. Ya estaba rebajando la unión de la soldadura.

– Se tragaron la historia -dije-. Inevitable. Era una historia magnífica.

– Tal vez han visto el Lincoln.

– No alcanzo a entender por qué querrían hacerlo.

El tipo mayor ya terminaba. Estaba agachado, listo para soplar en la juntura, todo a punto para que el cable adquiriese un color gris apagado. Duffy posó su mano en mi brazo.

– ¿Por qué hablaba Beck de las Uzi? -preguntó.

– No lo sé.

– Ya está -dijo el de la soldadura.

– ¿Qué decidimos? -repitió Duffy.

Pensé en Quinn. Pensé en cómo me había recorrido el rostro con la mirada, ni deprisa ni despacio. Pensé en las cicatrices por disparos del calibre 22, como dos ojos adicionales en el lado izquierdo de la frente.

– Seguiré adelante -dije-. Creo que no corro demasiado riesgo. Si hubieran tenido sospechas, esta mañana hubieran ido por mí.

Duffy se quedó callada. No discutió. Sólo quitó la mano de mi brazo y me dejó ir.

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