Lo sabía, pero durante el postre y el café me tranquilicé. Y poco a poco dejé de sentirme de maravilla. Y también dejé de sentirme avergonzado. Esas emociones habían quedado arrinconadas. Ahora comencé a preocuparme. Porque comencé a ver las dimensiones precisas del problema táctico. Eran enormes. Iban a obligar a una redefinición del trabajo en solitario y clandestino.
Acabó la cena y todos apartaron las sillas y se pusieron en pie. Me quedé en el comedor. No tenía prisa por ir al Saab. Iría luego. No tenía sentido meterme en un aprieto para confirmar algo que ya sabía. Así que ayudé a la cocinera a recoger. Me pareció lo correcto. Quizás incluso esperaban que así lo hiciera. Los Beck salieron a algún sitio y yo fui llevando los platos a la cocina. Allí estaba el mecánico, comiéndose un trozo de asado más grande que el mío. Lo miré y volví a sentirme algo avergonzado. No le había prestado ninguna atención. No había pensado mucho en él. Nunca me había preguntado para qué estaba él allí. Pero ahora ya lo sabía.
Metí los platos en el lavavajillas. La cocinera guardó los restos y limpió la encimera y en unos veinte minutos habíamos terminado. Después ella me dijo que se iba a acostar y yo le di las buenas noches. Salí por la puerta de atrás y caminé por las rocas. Quería mirar el mar; evaluar la marea. No tenía experiencia con el mar. Sabía que la marea subía y bajaba, quizá dos veces al día. No sabía cuándo ni por qué. Tenía que ver con la atracción de la luna o algo así. A lo mejor convertía el Atlántico en una bañera gigante chapoteando entre Europa y América. Quizá cuando bajaba en Portugal subía en Maine y viceversa. No tenía ni idea. En aquel preciso instante parecía estar bajando. Observé las olas cinco minutos más y después regresé a la cocina. El mecánico se había marchado. Con las llaves que me había dado Beck cerré la puerta de dentro. Dejé abierta la exterior. Luego crucé el vestíbulo y examiné la parte delantera. Supuse que ahora debía hacer todo eso. La puerta principal estaba cerrada a cal y canto. La casa estaba tranquila. Así que subí a la habitación de Duke y comencé a planear la fase final.
En el zapato me esperaba un mensaje de Duffy: «¿Estás bien?» Contesté: «Gracias por lo de los teléfonos. Me has salvado el pellejo.»
«Y el mío. También lo he hecho por interés personal.»
No contesté a eso. No se me ocurría nada que decir. Me limité a estar allí en silencio. Ella había conseguido un aplazamiento mínimo, nada más. Pasara lo que pasara, su pellejo estaba en un apuro. Y yo no podía hacer nada al respecto.
Después ella tecleó: «He buscado en todos los archivos y, adivina, no he encontrado ninguna autorización para ningún segundo agente.»
«Ya lo sé.»
Ella respondió sólo con dos caracteres: «¿?»
«Hemos de vernos -escribí-. Llamaré o simplemente apareceré. Mantente atenta.»
Apagué el aparato, lo guardé en el tacón y me pregunté si alguna vez volvería a sacarlo. Miré el reloj. Era casi medianoche. El decimocuarto día, viernes, casi había acabado. Estaba a punto de empezar el decimoquinto, sábado. Habían pasado dos semanas desde el día en que me abría paso entre la multitud en el exterior del Symphony Hall de Boston, camino de un bar al que nunca llegué.
Me tendí en la cama, vestido. Contaba con que las siguientes veinticuatro horas iban a ser decisivas, y quería pasar cinco de las seis primeras durmiendo a pierna suelta. Sé por experiencia que el cansancio provoca más errores que la torpeza y la estupidez juntas. Seguramente porque el propio cansancio origina estupidez y torpeza. De modo que me puse cómodo y cerré los ojos. Puse el despertador mental a las dos de la madrugada. Funcionó, como siempre. Me desperté tras descabezar un sueño de un par de horas. Me encontraba bien.
Salí y bajé las escaleras. Atravesé el vestíbulo y la cocina y abrí la puerta trasera. Dejé sobre la mesa todas mis cosas de metal. No quería que pitara el detector. Salí fuera. Estaba muy oscuro. No había luna. Ni estrellas. El mar sonaba fragoroso. El aire estaba frío. Soplaba brisa, que olía a humedad. Abrí las puertas del cuarto garaje. El Saab seguía allí. Cogí mi bulto y fui a esconderlo en la hondonada. Regresé por el primer guardaespaldas. Llevaba muerto varias horas y la baja temperatura causaba rigor mortis prematuro. Estaba bastante rígido. Lo saqué a rastras y me lo eché al hombro. Era como acarrear un tronco de noventa kilos. Los brazos sobresalían a ambos lados a modo de ramas.
Lo llevé a la hendidura en forma de V que Harley me había enseñado. Lo deposité en el suelo y empecé a contar las olas. Esperé a la séptima. Llegó, y justo antes de que me alcanzara empujé el cadáver a la grieta. El agua lo impulsó hacia arriba frente a mí. Era como si el tío intentara agarrarme con sus brazos tiesos y llevarme con él. O como si quisiera darme un beso de despedida. Flotó perezosamente por un instante y acto seguido la ola reculó, la hendidura se vació y del tipo no quedó ni rastro.
Con el segundo todo fue igual. El mar se lo llevó para que se reuniera con su colega, y con la criada. Me puse en cuclillas un momento, sintiendo la brisa en el rostro, oyendo la incansable marea. A continuación regresé, cerré el maletero del Saab y me subí al asiento del conductor. Terminé de despegar el revestimiento del techo y saqué las notas de la criada. Eran ocho folios. Los leí a la tenue luz de la bóveda celeste. Estaban llenos de datos. Rebosaban de detalles minuciosos. Pero en general no me decían nada que ya no supiera. Los examiné dos veces y luego los junté cuidadosamente. Los llevé al extremo del promontorio. Me senté en una roca y con cada hoja hice un barquito de papel. Alguien me había enseñado cuando yo era pequeño. Quizá mi padre. No me acordaba. Tal vez mi hermano. Arrojé las pequeñas embarcaciones, una tras otra, a la marea en retirada y las contemplé navegar hacia el este balanceándose en la oscura superficie.
Después volví y pasé un rato arreglando el forro del techo. Al final quedó bastante presentable. Cerré el garaje. Calculé que me habría marchado antes de que alguien lo abriera de nuevo y reparara en los daños del vehículo. Regresé a la casa. Cargué de nuevo los bolsillos, cerré otra vez la puerta y subí las escaleras sin hacer ruido. Me desnudé hasta quedar en calzoncillos y me metí en la cama. Quería dormir otras tres horas. De modo que volví a poner el despertador mental, me tapé bien con la sábana y la manta, hice un buen hueco en la almohada y cerré los ojos nuevamente. Intenté dormir. Pero no podía. El sueño no llegaba. Quien sí llegaba era Dominique Kohl. Se me acercaba saliendo de las sombras, sin que ello me sorprendiera.
La octava vez que nos vimos había que discutir problemas tácticos. Detener a un oficial de contraespionaje era un tema peliagudo. Evidentemente, la PM se ocupa de los militares que se portan mal, por lo que actuar contra uno de los nuestros no era ninguna novedad. Pero los de contraespionaje constituían un caso aparte. Esos tíos eran diferentes, reservados, procuraban por todos los medios no darle cuentas a nadie. Era difícil entrar en contacto con ellos. Por lo general, cerraban filas más deprisa que el más experto escuadrón que uno pudiera imaginar. Así que Kohl y yo teníamos mucho de que hablar. Yo no quería que nos reuniésemos en mi despacho. No había silla para las visitas. No quería que ella tuviese que estar de pie todo el rato. Así que fuimos a aquel bar de la ciudad. Parecía un lugar adecuado. Todo el asunto se estaba complicando tanto que estábamos algo paranoicos. Salir de la base parecía atinado. Además, a mí me atraía la idea de discutir cuestiones de contraespionaje como si fuéramos un par de espías normales, en un oscuro rincón al fondo de un bar. Y creo que a Kohl también. Se presentó con ropa civil. Nada de vestido; tejanos y una camiseta blanca con una cazadora de piel encima. Yo iba en uniforme de faena. No tenía ropa de paisano. Hacía frío. Pedí café. Ella té. Queríamos estar despejados.
– Ahora me alegro de que utilizáramos los originales auténticos -dijo.
Asentí.
– Buen instinto -dije. Por lo que a las pruebas se refería, teníamos que planificar todos los detalles. Había que alargar al máximo el tiempo que Quinn estuviera en posesión de los originales. De lo contrario, comenzaría a contar historias sobre procedimientos experimentales, juegos de guerra, ejercicios o planes propios de incitación al delito.
– Son los sirios -señaló ella-. Le están pagando por adelantado. Es una venta a plazos.
– ¿Cómo?
– Intercambio de maletines -explicó-. Se encuentra con un agregado de la embajada siria. Van a un café de Georgetown. Ambos llevan elegantes maletines de aluminio. Idénticos.
– Halliburton -dije.
Ella asintió con la cabeza.
– Los dejan bajo la mesa, uno al lado del otro, y cuando se va coge el del sirio.
– Dirá que el sirio es un contacto legal. Que el tío le está pasando material.
– Y nosotros decimos vale, enséñanos ese material.
– Dirá que no puede, que es material clasificado como secreto.
Kohl se calló. Yo sonreí.
– Nos soltará un buen rollo -añadí-. Nos pondrá la mano en el hombro, nos perforará con la mirada y dirá: «Eh, confíen en mí, amigos, está implicada la seguridad nacional.»
– ¿Se las ha visto antes con esos tipos?
– Una vez -contesté.
– ¿Salió bien?
Asentí.
– Generalmente son unos mentirosos de mierda -dije-. Mi hermano estuvo en contraespionaje durante un tiempo. Ahora trabaja en Hacienda. Pero me lo contó todo sobre ellos. Creen que son muy listos cuando en realidad son igual que todo el mundo.
– Bien, ¿qué hacemos?
– Tendremos que reclutar al sirio.
– Entonces no podremos detenerle.
– ¿Quería dos por el precio de uno? -repuse-. Eso no puede ser. El sirio está haciendo su trabajo. No podemos culparle por ello. El malo aquí es Quinn.
Se quedó unos instantes callada, algo decepcionada. Luego se encogió de hombros.
– De acuerdo -dijo-. Pero ¿cómo lo hacemos? El sirio no querrá saber nada de nosotros. Es agregado de una embajada. Tiene inmunidad diplomática.
Volví a sonreír.
– La inmunidad diplomática es sólo un trozo de papel. En aquella ocasión agarré al tío y le dije que sostuviera un trozo de papel sobre la barriga. Saqué la pistola y le pregunté si, a su juicio, el papel iba a impedir el paso de la bala. Me dijo que me iba a meter en un lío. Y yo le repliqué que por mucho lío en que yo me metiera, él iba a morir desangrado.
– ¿Y el tío acabó compartiendo su opinión?
Asentí.
– Ayudó más que la madre Teresa de Calcuta.
Volvió a quedarse callada. Luego me hizo la primera de las dos preguntas que mucho después yo lamentaría no haber contestado de otra forma.
– ¿Podemos vernos fuera del trabajo? -dijo.
Estábamos en un reservado de un bar en penumbras. Ella era muy atractiva, y se hallaba allí sentada, a mi lado. Yo entonces era un hombre joven, y pensaba que tenía todo el tiempo del mundo.
– ¿Me está proponiendo que salgamos juntos? -pregunté.
– Sí -respondió.
Me quedé en silencio.
– Hemos recorrido un largo camino, amigo -añadió-. Me refiero a las mujeres -aclaró.
Seguí callado.
– Sé lo que quiero -dijo.
Asentí. La creía. Y yo creía en la igualdad. Por encima de todo. No hacía mucho que había conocido a una coronel de la fuerza aérea que pilotaba un bombardero B52 y surcaba los cielos nocturnos llevando a bordo más explosivos que todas las bombas juntas arrojadas desde el principio de los tiempos. Me figuré que si a ella se le confiaba capacidad suficiente para hacer estallar el planeta entero, se podía confiar en que la sargento primero Dominique Kohl sabría escoger con quién quería salir.
– ¿Entonces…?
Preguntas que lamentaría no haber contestado de otra forma.
– No -repuse.
– ¿Por qué?
– Es poco profesional -señalé-. Usted no debería hacerlo.
– ¿Por qué?
– Porque esto supondría una mancha en su carrera -expliqué-. Es usted una persona con aptitudes que no puede ascender más allá de subteniente si no va a la academia militar, así que va allí, saca notas excelentes y consigue llegar a teniente coronel antes de diez años porque se lo merece, pero todo el mundo dice que lo ha conseguido porque tiempo atrás salió con su capitán.
No replicó. Sólo llamó a la camarera y le pidió dos cervezas. A medida que el bar se iba llenando hacía más calor. Me quité la cazadora, ella hizo lo mismo. Yo llevaba una camiseta caqui que se había quedado pequeña y estaba cada vez más gastada y descolorida de tanto lavarla. Su camiseta era un artículo de boutique. Tenía más escote que la mayoría de camisetas, y las mangas estaban cortadas de tal modo que montaban sobre los pequeños músculos deltoides de la parte superior de los brazos. Contra la piel, la tela era blanca como la nieve. Advertí que debajo no llevaba nada.
– La vida militar está llena de sacrificios -dije, más para mí mismo que para ella.
– Lo superaré.
Después me formuló la segunda pregunta que ojalá yo hubiera respondido de otra manera.
– ¿Me permite que haga yo la detención?
Diez años después me desperté solo en la cama de Duke a las seis de la mañana. La habitación se encontraba en la parte delantera de la casa, por lo que desde allí no veía el mar. Estaba orientado hacia el oeste, hacia América. No lucía el sol. Tampoco se apreciaban las alargadas sombras del alba. Tan sólo las primeras luces pálidas en el sendero de entrada, y el muro, y el paisaje granítico detrás. Soplaba viento del mar. Veía los árboles moverse. Imaginé a mi espalda negros nubarrones, lejos en el Atlántico, acercándose deprisa a la costa. Imaginé aves marinas luchando contra las turbulencias con sus alas azotadas y alborotadas por el vendaval. El decimoquinto día, que empezaba gris, frío e inhóspito, y que seguramente iría a peor.
Me duché, pero no me afeité. Me puse más ropa tejana de Duke, me até los cordones de los zapatos y bajé llevando doblados en el brazo la chaqueta y el abrigo. Entré en la cocina discretamente. La cocinera ya había preparado café. Me tendió una taza, la cogí y me senté a la mesa. Ella sacó una rebanada de pan del congelador y la introdujo en el microondas. Supuse que en algún momento, antes de que las cosas se pusieran feas, tendría que evacuarla. Igual que a Elizabeth y Richard. Beck y el mecánico podían quedarse a apechugar con las consecuencias.
Desde la cocina oía el mar, claro y fuerte. Rompían las olas, absorbidas por la implacable resaca. Se formaban charcos que se vaciaban al punto, la grava repiqueteaba entre las rocas. El viento gemía débilmente por las rendijas de la puerta exterior del porche. Oía los frenéticos chillidos de las gaviotas. Mientras las escuchaba, tomaba sorbos de café y aguardaba.
Richard apareció diez minutos después. Iba despeinado y se le veía la cicatriz de la oreja cercenada. Cogió una taza de café y se sentó frente a mí. Había vuelto su ambivalencia. Vi que afrontaba el hecho de no ir más a la universidad y de pasar el resto de su vida oculto con su familia. Pensé que si su madre conseguía quedar libre sin cargos, podrían empezar de nuevo en cualquier otro lugar. Según fuese su capacidad de recuperación, Richard podría volver a las clases sin perder apenas algo más de una semana del semestre. Si así lo deseaba. A menos que fuera una universidad cara, como imaginé que era. Habría dificultades económicas. Tendrían que marcharse sin otra cosa que lo puesto. Eso si llegaban a marcharse.
La cocinera salió a poner la mesa para el desayuno. Richard la vio alejarse y yo lo miré a él y otra vez a su oreja, y una pieza del rompecabezas encajó en su sitio.
– Hace cinco años -dije-. El secuestro.
Mantuvo la calma. Se quedó mirando la mesa y luego alzó la vista hacia mí y se peinó con los dedos hasta tapar la cicatriz.
– ¿Sabes en qué está metido realmente tu padre? -pregunté.
Asintió.
– No son sólo alfombras, ¿verdad?
– No -confirmó-. No sólo alfombras.
– ¿Y qué te parece?
– Hay cosas peores -dijo.
– ¿Quieres contarme qué pasó hace cinco años?
Negó con la cabeza. Apartó la mirada.
– No -dijo-. No quiero.
– Conocí a un tipo llamado Gorowski. Su hija de dos años fue secuestrada. Sólo durante un día. ¿Cuánto tiempo te retuvieron a ti?
– Ocho días.
– Gorowski cedió enseguida -añadí-. Con un día bastó.
Richard no dijo nada.
– Tu padre no es quien manda aquí -dije.
Siguió callado.
– Cedió hace cinco años -proseguí-. Después de que tú desaparecieras durante ocho días. Eso supongo.
Richard continuaba en silencio. Pensé en la hija de Gorowski. Habría cumplido ya doce años. En su habitación seguramente tenía Internet, un reproductor de discos compactos y teléfono. Y pósters en las paredes. Y en su cabeza un lejano y pequeño dolor por algo ocurrido mucho tiempo atrás. Como la molestia debida a una vieja fractura.
– Los detalles me dan igual -dije-. Sólo quiero que me digas su nombre.
– ¿El nombre de quién?
– Del tipo que te retuvo durante ocho días.
Richard se limitó a menear la cabeza.
– He oído el nombre de Xavier -señalé-. Alguien lo ha mencionado.
Richard desvió los ojos y se llevó la mano izquierda al mismo lado de la cabeza, la confirmación que yo necesitaba.
– Me violaron -dijo.
Yo oía el mar, que aporreaba las rocas.
– ¿Fue Xavier?
Negó con la cabeza.
– Paulie -dijo-. Acababa de salir de la cárcel. Aún le gustaba esa clase de cosas.
Me quedé unos instantes en silencio.
– ¿Lo sabe tu padre?
– No -contestó.
– ¿Y tu madre?
– Tampoco.
No sabía qué decir. Richard no añadió nada más. Nos quedamos allí sentados sin hablar. Luego llegó la cocinera y encendió el fuego. Puso manteca en una sartén y empezó a calentarla. El olor me daba náuseas.
– Vamos a dar un paseo -propuse.
Richard me siguió fuera, hasta las rocas. El aire era salado y vigorizante, pero también hacía un frío gélido. La luz era gris. El viento, fuerte. Nos soplaba directamente en la cara. A Richard el cabello le ondeaba hacia atrás, casi horizontal al suelo. Las olas estallaban elevándose unos seis metros y las gotas espumosas nos azotaban como si fueran balas.
– No hay mal que por bien no venga -dije. Tenía que hablar en voz alta para que me oyera por encima del viento y el oleaje-. Quizás algún día Xavier y Paulie reciban su castigo, pero entretanto tu padre acabará en la cárcel.
Richard asintió. Había lágrimas en sus ojos. Debidas al viento frío. O quizá no.
– Se lo merece -soltó.
«Es muy leal -habría dicho su padre-. Somos los mejores colegas.»
– Estuve secuestrado ocho días -indicó Richard-. Con uno habría bastado. Como en el caso del tío que has mencionado.
– ¿Gorowski?
– Quien sea. El de la niña de dos años. ¿Crees que la violaron?
– Espero que no.
– Yo también.
– ¿Sabes conducir? -pregunté.
– Sí.
– Quizá tengáis que salir de aquí. Pronto. Tú, tu madre y la cocinera. Así que debéis estar preparados. Atentos a mi posible aviso.
– ¿Quién eres?
– Un tipo que cobra por proteger a tu padre. Tanto de sus supuestos amigos como de sus enemigos.
– Paulie no nos dejará pasar.
– Pronto ya no estará.
Richard meneó la cabeza.
– Paulie te matará -dijo-. No te enteras. Seas quien seas, no puedes enfrentarte a Paulie. Nadie puede.
– Me enfrenté con aquellos tíos fuera de la universidad.
Cabeceó de nuevo. Su cabello flotaba en el viento. Me recordó el pelo de la criada, bajo el agua.
– Fue una simulación -soltó-. Mi madre y yo lo hemos hablado. Un montaje.
Me quedé callado un momento. ¿Confiaba ya en él?
– No, fue en serio -dije. No, aún no confiaba en él.
– Es una población pequeña -señaló-. Habrá unos cinco polis. No había visto a aquel tipo en mi vida.
No dije nada.
– Y tampoco a aquellos policías de la universidad -agregó-. Y llevaba allí casi tres años.
Seguí callado. Errores que volvían a atormentarme.
– Entonces, si todo fue un montaje, ¿por qué has dejado de ir a clase? -repuse.
No contestó.
– ¿Y cómo es que a Duke y a mí nos tendieron una emboscada?
Siguió callado.
– Así pues, ¿qué fue? ¿Verdadero o falso? -insistí.
Se encogió de hombros.
– No lo sé.
– Viste cómo les disparaba -le recordé.
No dijo nada. Yo aparté la vista. Se acercaba la séptima ola. Se encrespó a unos cuarenta metros y golpeó las rocas más deprisa de lo que puede correr un hombre. La tierra se estremeció y el agua estalló hacia arriba como una bengala.
– ¿Alguno de los dos lo ha hablado con tu padre? -inquirí.
– Yo no -repuso-. Ni pienso hacerlo. De mi madre no sé nada.
«Y yo no sé nada de ti», pensé. La ambivalencia funciona en ambos sentidos. Es como jugar con dos barajas. Quizás ahora mismo la idea de que su padre fuera a la cárcel le parecía muy bien. A lo mejor después cambiaba de parecer. Cuando veía venir el empujón, ese tío era capaz de inclinarse a un lado o al otro indistintamente.
– Te salvé el pellejo -observé-. Quieres hacerme creer que no fue así, y eso no me gusta.
– Es igual. En cualquier caso no puedes hacer nada -dijo-. Va a ser un fin de semana muy ajetreado. Has de ocuparte del cargamento. Y de todos modos, después serás uno de ellos.
– Pues échame una mano.
– No voy a traicionar a mi padre.
Muy leal. Los mejores colegas.
– No tienes por qué hacerlo -señalé.
– Entonces ¿cómo puedo ayudarte?
– Dile sólo que quieres que me quede. Dile que ahora no deberías estar solo. En cosas como ésta él te hace caso.
No dijo nada. Simplemente se alejó en dirección a la casa. Fue hacia el vestíbulo. Supuse que iba a tomar el desayuno en el comedor. Yo también regresé y me quedé en la cocina. La cocinera había puesto mi cubierto en la mesa de pino. Yo no tenía hambre, pero me obligué a comer. El cansancio y el hambre son malos compañeros. Había dormido y ahora iba a comer. No quería sentirme débil y mareado en el momento más inoportuno. Comí una tostada y tomé otra taza de café. Me fui animando y luego comí unos huevos con beicon. Iba ya por mi tercera taza de café cuando entró Beck, que me buscaba. Llevaba ropa de sábado. Tejanos azules y una camisa roja de franela.
– Vamos a Portland -dijo-. Al almacén. Enseguida.
Volvió al vestíbulo. Supuse que me esperaría en la parte delantera. Y también que Richard no había hablado con él. Porque no había podido o no había querido. Me limpié la boca con el dorso de la mano. Inspeccioné los bolsillos para asegurarme de que tenía las llaves y que la Beretta estaba bien guardada. Luego salí y fui en busca del coche. Lo llevé hasta la entrada. Beck me estaba aguardando. Se había puesto una chaqueta de lona. Parecía un tipo corriente de Maine que fuera a cortar troncos o a sangrar sus arces para extraer jarabe. Pero no lo era.
Paulie aún estaba abriendo la verja, por lo que tuve que aminorar la marcha aunque no hizo falta que me detuviera. Al cruzar le eché una mirada. Imaginé que ese día sería su último día. O quizás el siguiente. O quizá moriría yo. Lo dejé atrás y aceleré por la ya bien conocida carretera. Al cabo de un rato pasé por el lugar donde Villanueva había aparcado. Poco después tomé la estrecha curva donde habíamos sorprendido a los guardaespaldas. Beck permanecía en silencio. Llevaba las rodillas separadas con las manos colgando en medio. Se inclinaba hacia delante en el asiento. La cabeza baja, miraba fijamente a través del parabrisas. Estaba nervioso.
– Aún no hemos hablado -dije-. Necesito información que me ponga en antecedentes.
– Luego -dijo.
Dejé la carretera 1 y tomé la I-95. Me dirigí al norte, hacia la ciudad. El cielo seguía gris. El viento era tan fuerte que el coche se salía del carril. Cogí la I-295 y pasé junto al aeropuerto, a mi izquierda, más allá de la lengua de agua. A mi derecha estaba la parte posterior del centro comercial donde habían apresado a la criada, y también la parte de atrás del nuevo recinto empresarial donde supuse que ella había muerto. Seguí adelante y puse rumbo a la zona del puerto. Dejé a un lado el aparcamiento donde Beck guardaba sus vehículos. Un minuto después llegábamos al almacén.
Estaba rodeado de vehículos, cinco, aparcados de cara a la pared, como aviones en una terminal. Como animales en un pesebre. Como rémoras en un cadáver. Había dos Lincoln Town Car negros, dos Chevy Suburban azules y un Mercury Grand Marquis gris. Uno de los Lincoln era el coche en que Harley me había llevado a recoger el Saab. Después de haber arrojado la criada al mar. Busqué sitio para el Cadillac.
– Déjeme aquí y ya está -dijo Beck.
Aminoré la marcha hasta parar.
– ¿Y qué hago?
– Vuelva a casa -ordenó-. Cuide de mi familia.
Asentí. Así que, después de todo, tal vez Richard había hablado con él. Quizá su ambivalencia estaba ahora de mi lado, aunque fuera de momento.
– Muy bien -dije-. Lo que haga falta. ¿Quiere que después venga a recogerle?
Negó con la cabeza.
– Seguro que alguien me llevará.
Bajó del coche y se encaminó a la deteriorada puerta gris. Rodeé el almacén y enfilé hacia el sur.
En vez de la I-295, tomé la carretera 1 y fui directamente al recinto empresarial. Entré y recorrí el entramado de calles flamantes. Habría tres docenas de edificios de metal idénticos. Muy sencillos. No era uno de esos sitios que confía en atraer transeúntes ocasionales. Había muy poca gente paseando a pie. No se veían tiendas. Tampoco letreros llamativos. Ni vallas publicitarias. Tan sólo discretos rótulos numerados con los nombres de las empresas en letras pequeñas. Había cerrajerías, comercios de baldosas de cerámica, un par de imprentas. Y un mayorista de productos de belleza. Unidad 26 era un distribuidor de sillones de ruedas eléctricos. Y junto a él estaba la Unidad 27: «Empresa de eXportación Xavier.» Las equis eran mucho mayores que las otras letras. En el letrero se leía la dirección de una oficina principal que no coincidía con la ubicación del recinto. Supuse que sería algún lugar del centro de Portland. Así que me dirigí de nuevo al norte, y volví a cruzar el río con la idea de conducir un rato por la ciudad.
Entré por la carretera 1 dejando un estadio a mi izquierda. Doblé a la derecha y me metí en una calle llena de edificios de oficinas. No eran los edificios que buscaba. La calle tampoco. Seguí buscando por el distrito durante cinco largos minutos hasta divisar un indicador callejero con el nombre correcto. Después miré los números y me detuve junto a una boca de incendios frente a una torre donde unas inmaculadas letras de acero desplegadas en toda su anchura deletreaban un nombre: «Casa de Misiones.» Debajo había un aparcamiento. Observé la entrada de vehículos y estuve casi seguro de que Susan Duffy la había cruzado once semanas antes cámara en mano. Luego recordé una lección de historia en el instituto, sobre algún lugar de España cuatro siglos atrás, y al profesor hablándonos de un jesuita español llamado Francisco Javier. Incluso recordé las fechas de su nacimiento y su muerte: 1506-1552. Francisco Javier, misionero español. Francis Xavier, Casa de Misiones. En Boston, al principio, Eliot había acusado a Beck de gastar bromas. Se equivocaba. Era Quinn quien tenía un retorcido sentido del humor.
Me alejé de la boca de incendios y tomé otra vez la carretera 1 para dirigirme al sur. Conduje rápido pero tardé unos buenos treinta minutos en llegar al río Kennebunk. Fuera del motel había tres Ford Taurus aparcados, todos sencillos e idénticos salvo en el color, aunque tampoco en eso había mucha diferencia: gris, azul grisáceo y azul. Dejé el Cadillac donde la otra vez, tras el depósito de propano. Caminé en el aire frío hasta la puerta de Duffy y llamé. Vi la mirilla negra un instante, y ella abrió. No nos abrazamos. Detrás estaban Eliot y Villanueva.
– No he podido encontrar a la segunda agente -dijo ella.
– ¿Dónde ha buscado?
– Por todas partes -dijo.
Duffy llevaba tejanos y una camiseta blanca de Oxford. Tejanos diferentes, camiseta diferente. Seguramente tenía un buen surtido. Calzaba zapatillas náuticas en los pies desnudos. Presentaba buen aspecto, aunque sus ojos revelaban preocupación.
– ¿Puedo entrar? -pregunté.
Ella vaciló un instante, ensimismada. Acto seguido se hizo a un lado y yo la seguí dentro. Villanueva estaba sentado en la silla del escritorio. La inclinaba un poco hacia atrás. Rogué que las patas fueran lo bastante fuertes, pues él no era pequeño. Eliot se hallaba en el extremo de la cama, igual que cuando había estado en mi habitación de Boston. Duffy se sentaba en la cabecera. No había duda. Las almohadas estaban apiladas verticalmente, evidenciando la forma de su espalda.
– ¿Dónde ha buscado? -repetí.
– En todo el sistema -respondió ella-. Por todo el Departamento de Justicia, de arriba abajo, lo que incluye tanto el FBI como la DEA. Y la mujer no aparece.
– ¿Conclusión?
– Que también efectuaba una misión extraoficial.
– Lo que nos plantea una pregunta -dijo Eliot-. ¿Qué demonios está pasando?
Duffy volvió a sentarse en la cabecera de la cama y yo me coloqué a su lado. No había otro sitio. Ella sacó como pudo una de las almohadas y la encajó tras mi espalda. Conservaba el calor de su cuerpo.
– No está pasando nada -dije-. Salvo que los tres empezamos hace dos semanas como los de la loca academia de policía.
– ¿Qué?
Hice una mueca.
– Yo estaba obsesionado con Quinn y ustedes con Teresa Daniel. Estábamos todos tan obsesionados que pusimos la directa y construimos un castillo de naipes.
– ¿Qué? -repitió Eliot.
– Es más culpa mía que de ustedes -señalé-. Remontémonos al principio, hace once semanas.
– Lo de las once semanas no tiene nada que ver con usted. Aún no estaba con nosotros.
– Cuénteme qué pasó exactamente.
Se encogió de hombros. Lo ensayó mentalmente.
– De Los Ángeles nos llegó la información de que un pez gordo acababa de comprar un billete de primera clase para Portland, Maine.
Asentí.
– Y entonces lo siguieron hasta su cita con Beck -dije-. ¿Y le sacaron fotos haciendo qué?
– Inspeccionando muestras -explicó Duffy-. Haciendo una transacción.
– En un aparcamiento privado -añadí-. Y, dicho sea de paso, si era lo bastante privado para meterle a usted en problemas con la Cuarta Enmienda, quizá podría haberse preguntado cómo Beck había entrado ahí.
Duffy no dijo nada.
– ¿Qué más? -inquirí.
– Nos fijamos en Beck -explicó Eliot-. Llegamos a la conclusión de que era un importador y distribuidor importante.
– Desde luego que lo es -repuse-. Y mandaron a Teresa a que lo trincara.
– Extraoficialmente -puntualizó Eliot.
– Ése es un dato sin importancia -dije.
– Entonces ¿qué salió mal?
– Era un castillo de naipes -repetí-. Ustedes cometieron al principio un pequeño error de apreciación. Lo que invalidó todo lo que vino después.
– ¿Qué fue?
– Algo de lo que debería haberme dado cuenta muchísimo antes.
– ¿El qué?
– Pregúntense tan sólo por qué no encuentran ni rastro de la criada en el ordenador.
– No constaba en ningún registro. Es la única explicación.
Meneé la cabeza.
– Ella era todo lo legal que se puede ser. Estaba en todos los puñeteros registros. Encontré algunas notas suyas. No cabe ninguna duda.
Duffy me taladró con la mirada.
– Reacher, ¿qué pasa exactamente?
– Beck tiene un mecánico -expliqué-. Una especie de técnico. ¿Para qué?
– No lo sé -dijo ella.
– Yo ni siquiera pensé en ello -precisé-. Debería haberlo hecho. Aunque, la verdad, tampoco tenía por qué, pues lo lógico es que lo hubiera sabido antes siquiera de conocer al maldito mecánico. Pero estaba bloqueado por una idea.
– ¿Qué idea?
– Beck sabía el precio de venta al por menor de una Colt Anaconda -dije-. Sabía cuánto pesaba. Duke tenía una Steyr SPP, un arma australiana poco común. Angel Doll una PSM, un arma rusa nada frecuente. Paulie dispone de una NSV, seguramente la única dentro de Estados Unidos. A Beck le obsesionaba el hecho de que hubiéramos atacado con Uzi y no con H &K. Sabía lo bastante para modificar una Beretta 92FS con el fin de que pareciera exactamente una M9 militar reglamentaria.
– ¿Por tanto…?
– No es quien creíamos que era.
– ¿Qué es, entonces? Acaba de admitir que sin duda es un importador y distribuidor importante.
– Así es.
– ¿Y…?
– Miraron en el ordenador equivocado -señalé-. La criada no trabajaba para el Departamento de Justicia, sino para Hacienda.
– ¿Hacienda?
– ATF -precisé-. Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego.
La habitación quedó en silencio.
– Beck no es un traficante de drogas -rematé-, sino un traficante de armas.
El silencio se prolongó un buen rato. Duffy miró a Eliot. Éste le devolvió la mirada. Ambos miraron a Villanueva. Éste me miró a mí, y luego por la ventana. Aguardé a que cayeran en la cuenta del problema táctico. Pero no. Al menos no inmediatamente.
– Así pues, ¿qué hacía el tipo de Los Ángeles? -preguntó Duffy.
– Examinaba muestras -respondí-. En el maletero del Cadillac. Exactamente lo que usted pensaba. Pero muestras de las armas que Beck estaba distribuyendo. Prácticamente me lo dijo él mismo. Me contó que los traficantes de droga son esclavos de la moda. Les gustan las cosas nuevas y elegantes. Cambian de armas continuamente, buscando siempre la última novedad.
– ¿Le dijo eso?
– La verdad es que yo apenas ponía atención -precisé-. Estaba cansado. Y en su discurso todo eran zapatillas, coches, chaquetas y relojes.
– Duke trabajó en Hacienda -observó ella-. Después de ser poli.
Asentí.
– Probablemente Beck lo conoció allí. Seguramente lo sobornó.
– ¿Y dónde encaja Quinn en todo eso?
– Supongo que estaba dirigiendo una misión rival -dije-. Puede que desde el principio, ya desde que abandonara el hospital de California. Tuvo seis meses para elaborar sus planes. Y a un tipo como Quinn le van más las armas que los estupefacientes. Imaginé que en algún momento consideraría la actividad de Beck como un objetivo a conquistar. A lo mejor le gustaba el modo en que Beck estaba explotando el mercado de los narcotraficantes. O acaso le gustara la parte del negocio relacionada con las alfombras. Es una tapadera fantástica. Así que movió pieza. Hace cinco años secuestró a Richard para que Beck firmara en la línea de puntos.
– Pero Beck le dijo que los tipos de Hartford eran clientes suyos -indicó Eliot.
– Y lo eran -confirmé-. Pero le compraban armas, no drogas. Por eso lo de las Uzi lo desconcertaba. ¿Les había estado vendiendo un montón de H &K y ahora usaban Uzi? No lo entendía. Pensaría que habían cambiado de proveedores.
– Fuimos muy tontos -dijo Villanueva.
– Yo más que ustedes -puntualicé-. Increíblemente tonto. Había indicios por todas partes. Beck no es lo bastante rico para ser un traficante de drogas. Gana dinero, desde luego, pero no millones a la semana. Advirtió las marcas que yo había hecho en las recámaras del Colt. Conocía el precio y el peso de una mira láser para acoplar a la Beretta que me dio. Cuando tuvo que ir a Connecticut a ocuparse de unos negocios, metió en una bolsa un par de H &K sin usar. Las cogería directamente del almacén. Tiene una colección personal de pistolas Thompson relucientes.
– ¿Qué hace el mecánico?
– Prepara las armas para la venta -contesté-. Supongo. Hace ajustes finos, las pone a punto, las comprueba. Algunos clientes de Beck no reaccionarían bien ante un material no del todo satisfactorio.
– Los que nosotros conocemos, no -corroboró Duffy.
– Durante una cena, Beck habló del M16 -proseguí-. De un fusil de asalto, por el amor de Dios. Y quería saber mi opinión sobre las Uzi en comparación con las H &K, como si estuviera realmente fascinado. Claro, pensé que se trataba sólo de un obseso de las armas, pero no, lo cierto es que su interés era profesional. Tiene acceso informático a la fábrica Glock de Deutsch-Wagram, Austria.
Todos se quedaron callados.
– En el sótano había un olor peculiar -proseguí-. Tenía que haberlo reconocido. Era el olor del lubricante de armas en el cartón. Es lo que se huele tras amontonar cajas de armas nuevas y dejarlas ahí una semana.
Nadie hablaba.
– Y encima los precios de los papeles de Bizarre Bazaar -continué-. Bajos, medianos y altos. Bajos para las municiones, medianos para las armas cortas, altos para las armas largas y cosas exóticas.
Duffy estaba mirando fijamente la pared. Se devanaba los sesos.
– Muy bien -dijo Villanueva-. Creo que todos hemos sido un poco tontos.
Duffy lo miró. Luego me miró a mí fijamente. Por fin había caído en la cuenta del problema táctico.
– No tenemos jurisdicción -dijo.
Nadie respondió.
– Es un asunto de la ATF -prosiguió-. No de la DEA.
– Fue un error comprensible -señaló Eliot.
Ella meneó la cabeza.
– No me refiero a entonces sino a ahora. No podemos estar aquí. Hemos de pirarnos, ahora mismo, ya.
– Yo no me piro -solté.
– Debe hacerlo porque nosotros debemos hacerlo. Hemos de liar los bártulos y largarnos. Y no puede quedarse aquí por su cuenta y sin apoyo.
Era una redefinición del trabajo solitario y clandestino.
– Me quedo -dije.
Después de que sucediera, estuve un año entero escarbando en mi interior hasta llegar a la conclusión de que no habría respondido ninguna otra cosa por mucho que ella hubiera estado perfumada y desnuda bajo su fina camiseta y sentada a mi lado en un bar al formularme la fatídica pregunta: «¿Me permite que haga yo la detención?» Habría respondido que sí en cualquier circunstancia. Sin lugar a dudas. A un tío feo y grandote de Texas o Minnesota en posición de firmes en mi despacho también le habría dicho que sí. Ella había hecho el trabajo. Merecía el honor. Por entonces yo estaba vagamente interesado en progresar, quizás algo menos que la mayoría de la gente, y es que, claro, cualquier estructura con un sistema de rangos tienta a uno a ascender por ella. Así que tenía un vago interés.
De todos modos, yo no era de esos que se apropian de los logros de sus subordinados para exhibirlos luego como propios. Jamás lo hice. Si alguien desempeñaba bien sus funciones, hacía un buen trabajo, a mí siempre me satisfacía hacerme a un lado y dejar que el otro recogiera el fruto. Era un principio. Y lo observé toda mi vida. Siempre podía consolarme dejándome acariciar por el reflejo de su resplandor. Al fin y al cabo era mi compañía. En cierto modo había un reconocimiento colectivo. A veces.
En cualquier caso, me gustaba de veras la idea de que un suboficial de la PM detuviera a un coronel del servicio de contraespionaje. Porque sabía que para un tipo como Quinn sería un verdadero golpe. Él lo consideraría el colmo de la indignidad. A un tipo que compraba Lexus y veleros y llevaba camisas de golf le sentaría como un tiro que lo humillara un maldito sargento.
«¿Me permite que haga yo la detención?», preguntó de nuevo ella.
«Quiero que la haga usted», respondí.
– Es una cuestión puramente legal -señaló Duffy.
– Para mí, no -objeté.
– No tenemos competencia.
– Yo no trabajo para ustedes.
– Es un suicidio -dijo Eliot.
– Hasta ahora he sobrevivido.
– Sólo porque ella cortó los teléfonos.
– Los teléfonos ya no cuentan -repuse-. Se ha resuelto el problema de los guardaespaldas. Así que ya no necesito su apoyo.
– Todo el mundo necesita apoyo. Sin él no puede emprender una misión secreta.
– Sí, el apoyo de la ATF a la criada le sirvió de mucho -espeté irónico.
– Le prestamos un coche. Le ayudamos a dar todos los pasos necesarios.
– Ya no me harán falta más coches. Beck me ha dado mi propio juego de llaves. Y un arma. Y balas. Soy su nuevo brazo derecho. Me ha confiado la protección de su familia.
Se quedaron callados.
– Estoy muy cerca de trincarlo -añadí-. No voy a pirarme ahora.
Siguieron sin decir nada.
– Y puedo salvar a Teresa Daniel.
– La ATF puede salvar a Teresa Daniel -indicó Eliot-. Ahora hemos de acudir a la ATF, hemos perdido contacto con nuestra gente. La criada era suya, no nuestra. No vamos a correr riesgos.
– La ATF no es capaz de actuar con rapidez -protesté-. Teresa se verá cogida entre dos fuegos.
Hubo un largo silencio.
– Hasta el lunes -dijo Villanueva-. Seguiremos hasta el lunes. Se lo diremos a la ATF el lunes a más tardar.
– Deberíamos decírselo ahora mismo -señaló Eliot.
Villanueva asintió.
– Pero no lo haremos. Y si hace falta me aseguraré de que no lo hagamos. Demos tiempo a Reacher hasta el lunes.
Eliot no replicó más. Sólo apartó la mirada. Duffy apoyó la cabeza en la almohada y posó la mirada en el techo.
– Mierda -soltó.
– Para el lunes habré terminado -dije-. Les traeré a Teresa y entonces podrán volver a casa y hacer todas las llamadas que quieran.
Duffy permaneció en silencio un largo minuto antes de hablar.
– De acuerdo -dijo-. Puede volver. Y debería hacerlo enseguida. Ha estado fuera mucho rato. Esto puede levantar sospechas.
– Muy bien -dije.
– Pero primero piénselo -añadió-. ¿Está absolutamente seguro?
– No estoy bajo su responsabilidad.
– Eso da igual. Sólo responda la pregunta. ¿Está seguro?
– Sí -repuse.
– Ahora piénselo otra vez. ¿Todavía está seguro?
– Sí -repetí.
– Estaremos aquí -dijo-. Si nos necesita, llámenos.
– De acuerdo.
– ¿Aún está seguro?
– Sí -contesté.
– Pues váyase.
Duffy no se movió. Los demás tampoco. Yo me incorporé y me marché de la silenciosa habitación. Estaba a mitad de camino del Cadillac cuando Villanueva salió tras de mí. Me indicó con la mano que esperara y se acercó. Andaba rígido y lento, como correspondía a sus años.
– Méteme dentro -dijo-. Si tienes alguna posibilidad, quiero estar ahí.
No dije nada.
– Te puedo echar una mano.
– Ya lo hiciste.
– He de hacer más. Por la chica.
– ¿Duffy?
Negó con la cabeza.
– No. Teresa.
– ¿Tienes algo que ver con ella?
– Cierta responsabilidad -contestó.
– ¿Cómo?
– Era su tutor. Se decidió así. ¿Sabes qué significa?
Asentí. Sabía exactamente qué significaba, en todos sus extremos.
– Teresa trabajó una temporada para mí -explicó-. Yo la adiestré. Básicamente me encargué de curtirla. Después fue ascendida. Pero hace diez semanas vino a verme, quería saber mi parecer sobre lo de aceptar o no esa misión. Ella tenía algunas dudas.
– Pero le dijiste que sí.
Asintió.
– Como un maldito estúpido -reconoció.
– ¿Podías haberlo impedido realmente?
Volvió a asentir con la cabeza.
– Seguramente. Si yo le hubiera expuesto razones para no aceptar, me habría escuchado. Habría tomado su propia decisión, pero me habría hecho caso.
– Entiendo -dije.
Y lo entendía, por supuesto que sí. Lo dejé allí de pie, en el aparcamiento del motel, subí al coche y vi que me miraba al alejarme.
Fui todo el rato por la carretera 1 a través de Biddeford, Saco y Old Orchard Beach, y a continuación giré hacia el este y enfilé la larga y solitaria carretera que llevaba a la casa. Mientras me iba acercando, miré el reloj y calculé que había estado fuera dos horas enteras, de las que sólo cuarenta minutos estaban justificados. Veinte para ir al almacén y otros veinte para regresar. Pero supuse que no tendría que dar explicaciones a nadie. Beck nunca sabría que yo no había vuelto inmediatamente y los otros jamás sabrían que debía hacerlo. Imaginé que estaba próximo el final, que volaba libre hacia la victoria.
Pero me equivocaba.
Lo supe antes de que Paulie hubiera abierto la verja hasta la mitad. Salió de la caseta y se acercó a la puerta. Llevaba traje. Sin abrigo. Alzó el picaporte golpeándolo hacia arriba con el puño cerrado. Hasta aquí todo normal. Lo había visto abrir la puerta una docena de veces, y ahora no estaba haciendo nada distinto. Cerró los puños en torno a los barrotes. Empujó la puerta. Pero antes de llegar a la mitad se paró en seco. Sólo dejó espacio para su enorme corpachón. Salió y se acercó a mi ventanilla, y cuando estuvo a un par de metros del vehículo se quedó quieto, sonrió y sacó dos armas de los bolsillos. Todo pasó en menos de un segundo. Dos bolsillos, dos manos, dos armas. Eran mis Colt Anaconda. A la luz grisácea, el acero no brillaba. Advertí que ambos revólveres estaban cargados. Desde cada recámara, brillantes casquillos chatos de cobre me echaban guiños. Remington Magnum 44, sin duda. Munición encamisada. Una caja de veinte, dieciocho dólares. Más IVA. Noventa y nueve centavos cada bala. Doce balas. Munición de precisión por valor de once dólares y cuarenta centavos, lista para salir, cinco dólares y setenta centavos en cada mano. Y Paulie mantenía las manos muy firmes. Eran como rocas. La izquierda apuntaba al morro del Cadillac. La derecha, directamente a mi cabeza. Los dedos, tensos en los gatillos. Las bocas de los cañones no se movían un ápice. Parecía una estatua.
Hice lo habitual. Repasé todas las posibilidades. El Cadillac era un coche grande con puertas alargadas, pero Paulie se había colocado lo bastante lejos para evitar que yo abriera la mía de golpe y le diera con ella. Y el coche estaba parado. Si pisaba el acelerador, él dispararía ambas armas al instante. La bala del revólver de la derecha quizá me pasaría por detrás de la cabeza, pero la rueda delantera se cruzaría en el camino de la de la izquierda. Acto seguido, yo me estrellaría contra la verja y perdería impulso, y con un neumático reventado y quizá la dirección averiada sería una presa fácil. Él tiraría otras diez veces, y aunque no me matara en el acto, me dejaría muy malherido y el coche quedaría inmovilizado. Sólo tendría que acercarse y observar cómo me desangraba mientras recargaba las armas.
También podía plantearlo al revés y salir zumbando hacia atrás, pero en la mayoría de los coches la marcha atrás es muy corta, con lo que me movería bastante despacio. Además me alejaría de él siguiendo una línea indefectiblemente recta. No habría desplazamiento lateral. Ninguna de las ventajas habituales de un blanco móvil. Y una Remington Magnum 44 abandona el cañón a más de mil trescientos kilómetros por hora. No es fácil darle esquinazo.
Podía probar con la Beretta. Tendría que ser un tiro rapidísimo a través del cristal de la ventanilla. Pero el cristal del Cadillac es bastante grueso. Gracias a eso, el interior es silencioso. Y aunque sacara el arma y disparara antes que él, sólo le daría de pura casualidad. Naturalmente, el cristal se haría añicos, pero a menos que yo me tomara todo el tiempo necesario para asegurarme de que la trayectoria fuera exactamente perpendicular a la ventanilla, la bala se desviaría. Tal vez muchísimo. Acaso errara completamente el tiro. Sería pura casualidad que le hiriese siquiera. Recordé el puntapié en el riñón. Si no quería la suerte que le acertara en un ojo o en pleno corazón, él pensaría que le había picado una abeja.
También podía bajar la ventanilla. Pero iba muy despacio. Y podía predecir exactamente qué ocurriría. Paulie estiraría el brazo al mismo tiempo y acercaría el Colt de su mano derecha a menos de un metro de mi cabeza. Aunque yo sacara la Beretta muy rápido, él me llevaría muchísima ventaja. Mis posibilidades eran escasas. Escasísimas. «Conserva la vida -solía decir Leon Garber-. Conserva la vida y a ver qué te depara el próximo minuto.»
Al minuto siguiente, Paulie dictó sus órdenes.
– ¡Ponlo en punto muerto! -gritó.
Pese al grueso cristal, lo oí con nitidez. Obedecí.
– ¡La mano derecha donde pueda verla!
La coloqué contra la ventanilla, los dedos extendidos, igual que cuando le indiqué a Duke «veo a cinco personas».
– ¡Abre la puerta con la izquierda!
Busqué a tientas con la mano izquierda y alcé la manija. Empujé el cristal con la derecha. La puerta se abrió de par en par. Entró aire fresco. Lo noté en las rodillas.
– Las dos manos donde yo las vea -dijo.
Ahora que el cristal ya no se interponía entre nosotros, ya no gritaba. Ahora que el coche estaba en punto muerto, acercó el Colt de la izquierda. Observé las bocas idénticas. Era como estar sentado en la cubierta de proa de un buque de guerra y alzar la vista hacia un par de cañones navales. Puse las manos de forma que él las viera.
– Los pies fuera del coche -dijo.
Giré sobre mi culo, despacio sobre el cuero. Saqué los pies al asfalto. Me sentí como Terry Villanueva junto a la verja de la universidad, a primera hora de la mañana del undécimo día.
– De pie -ordenó-. Aléjate del coche.
Me levanté con ayuda de las manos. Me aparté del coche. Paulie me apuntaba con ambas armas directamente al pecho. Estaba a poco más de un metro.
– No te muevas ni un milímetro -dijo.
No me moví ni un milímetro.
– ¡Richard! -gritó él.
Richard Beck salió de la caseta junto a la verja. Estaba pálido. Distinguí tras él a Elizabeth Beck en la penumbra, la blusa abierta por delante. Se la ceñía con fuerza al cuerpo. Paulie me dirigió una mueca. Una mueca brusca, propia de un demente. Pero las armas no vacilaban. Ni un ápice. Permanecían firmes como rocas.
– Has regresado demasiado pronto -soltó-. Estaba a punto de hacer que jodiera con su madre.
– ¿Has perdido el juicio? -repuse-. ¿Qué demonios pasa?
– Que he recibido una llamada. Eso es lo que pasa.
«Debería haber regresado hace una hora y veinte minutos», pensé.
– ¿Te ha llamado Beck?
Negó con la cabeza.
– Beck no -contestó-. Mi jefe.
– ¿Xavier? -dije.
– El señor Xavier -precisó.
Me miró fijamente, a modo de desafío. Los revólveres no se movían.
– He ido de compras -dije. «Conserva la vida. A ver qué te depara el próximo minuto.»
– No me importa lo que hayas hecho.
– No encontraba lo que quería. Por eso he llegado tarde.
– Esperábamos que llegaras tarde.
– ¿Por qué?
– Tenemos nueva información.
No repliqué.
– Camina hacia atrás -ordenó-. Cruza la verja.
Mantuvo las dos armas a algo más de un metro de mi pecho y se aproximó mientras yo retrocedía hacia la puerta. Emparejaba sus pasos con los míos. Me detuve a unos seis metros, ya dentro, en mitad del camino de entrada. Paulie dio un paso a un lado y se volvió a medias de modo que me cubría a mí con la izquierda y a Richard y Elizabeth con la derecha.
– ¡Richard! -gritó-. Cierra la puerta.
Siguió apuntándome con el Colt de la izquierda y giró el de la mano derecha hacia Richard. El chico empujó la verja hasta que se cerró con un ruido fuerte y metálico.
– Ahora ponle el candado.
Richard manejó el candado con torpeza. Oí que éste golpeaba contra el hierro. Oí el motor del Cadillac, al ralentí a unos doce metros, al otro lado de la verja. Oí las olas que batían la orilla a mi espalda, lentas, uniformes y lejanas. Vi a Elizabeth Beck en el umbral de la caseta. Se hallaba a unos tres metros de la enorme ametralladora colgada de su cadena, sin el seguro puesto. No obstante, Paulie constituía un punto ciego del campo visual. Desde la ventana de atrás era imposible verlo.
– Ciérralo -ordenó.
Richard cerró el candado.
– Ahora tú y mamá os ponéis detrás de Reacher.
Madre e hijo se me aproximaron. Pasaron justo por mi lado. Ambos estaban pálidos y temblaban. El cabello de Richard ondeaba al viento. Le vi la cicatriz. Elizabeth aún llevaba la blusa abierta, y los brazos cruzados y ceñidos al pecho. Oí que ambos se detenían detrás de mí. Oí sus zapatos en el asfalto al arrastrar los pies para volverse y colocarse de frente a mi espalda. Paulie dio unos pasos hasta el centro del camino de entrada. Estaba a tres metros. Ambos cañones apuntándome al pecho, uno al lado izquierdo, otro al derecho. Las Magnum del 44 encamisadas pasarían a través de mí y seguramente también de Richard y Elizabeth. Tal vez harían todo el recorrido hasta la casa. Acaso destrozarían un par de ventanas de la primera planta.
– Reacher, extiende los brazos a los lados -dijo Paulie.
Lo hice, separándolos del cuerpo, rígidos y rectos, haciendo ángulo hacia abajo.
– Richard, ahora quítale el abrigo a Reacher -ordenó Paulie-. Bájaselo desde el cuello.
Noté las manos de Richard en la nuca. Estaban frías. Asieron el cuello del abrigo y tiraron hacia abajo. La prenda se deslizó por los hombros y luego por los brazos. Primero se desprendió de una muñeca y después de la otra.
– Haz con él una bola.
Oí a Richard hacer una bola con mi abrigo.
– Tráelo.
Richard pasó por mi lado llevando el ovillado abrigo. Llegó a metro y medio de Paulie y se paró.
– Arrójalo al otro lado de la verja -dijo-. Bien lejos.
Richard lo lanzó por encima de la verja. Bien lejos. Las mangas se agitaron en el aire y el bulto ascendió vigorosamente. Luego bajó y oí el ruido sordo y amortiguado de la Beretta al caer sobre el capó del Cadillac.
– Haz lo mismo con la chaqueta -ordenó Paulie.
Richard repitió la operación con la chaqueta, que aterrizó cerca del abrigo, en el brillante capó del Cadillac, y se deslizó para acabar en el suelo en un montón arrugado. Sentí frío. El viento soplaba contra mi fina camisa. A mi espalda alcanzaba a oír la respiración de Elizabeth, superficial y entrecortada. Richard se quedó donde estaba, a metro y medio de Paulie, aguardando la siguiente orden.
– Ahora tú y tu mamá caminaréis cincuenta pasos -le dijo Paulie-. Hacia la casa.
Richard echó a andar y pasó otra vez por mi lado. Oí que su madre iniciaba la marcha y acomodaba su paso al de él. Los oí alejarse juntos. Giré la cabeza y los vi detenerse a unos cuarenta metros. Me volví y miré otra vez al frente. Paulie retrocedió hacia la verja, un paso, dos, tres. Se paró a algo más de un metro. De espaldas al enrejado. Quedé a cuatro metros y medio de él y supuse que podía ver a Richard y Elizabeth por encima de mi hombro, a unos treinta metros. Formábamos una línea recta perfecta en el camino de entrada, Paulie cerca de la verja y de cara a la casa, Richard y Elizabeth a mitad de camino y de espaldas a él, yo en medio, intentando conservar la vida y ver lo que me deparaba el siguiente minuto, enfrente de Paulie, mirándole fijamente a los ojos.
Él sonrió.
– Muy bien -dijo-. Ahora presta atención.
No dejó de observarme, sosteniéndome la mirada. Se agachó y dejó ambas armas cuidadosamente sobre el asfalto, a sus pies, y luego las empujó hacia atrás, hacia la base de la verja. Oí el acero rozar la rugosa superficie. Paulie se levantó y me mostró las palmas.
– Sin armas -dijo-. Voy a matarte a golpes.