Dejé la cocina y me dirigí a los garajes. Empezaba a caer la noche en el horizonte del mar, cien kilómetros al este. El viento soplaba con fuerza y batían las olas. Me detuve y me volví con aire despreocupado. No vi a nadie. Así que me agaché y desaparecí junto al muro del patio. Encontré mi bulto oculto, dejé sobre las rocas las placas falsas y el destornillador y desenvolví las armas. La Glock de Duffy fue a parar al bolsillo derecho del abrigo. La PSM de Doll, al izquierdo. Encajé los cargadores de repuesto en el cinturón. Escondí la alfombra, cogí las placas y el destornillador y retrocedí hasta la entrada del patio.
El mecánico estaba atareado en el tercer garaje. El vacío. Engrasaba las bisagras con las puertas abiertas de par en par. El espacio tras él parecía aún más limpio que cuando lo había visto por la noche. Estaba impoluto. Habían pasado la manguera por el suelo. Había trozos que aún se estaban secando. Le saludé con un gesto de la cabeza y él hizo lo propio. Abrí el garaje de la izquierda. Me puse en cuclillas y desatornillé la placa de Maine de la tapa del maletero del Cadillac y la sustituí por una de Nueva York. Repetí la operación en la parte delantera. Dejé en el suelo las placas viejas y el destornillador, subí y encendí el motor. Salí marcha atrás y me dirigí a la rotonda. El mecánico me observó.
Beck me estaba esperando. Él mismo abrió la puerta de atrás y dejó la bolsa de deporte en el asiento. Oí las armas moverse dentro. Luego se sentó a mi lado.
– Vamos -dijo-. Coja la I-95 hacia Boston.
– Hemos de repostar -señalé.
– Muy bien. En la primera gasolinera que vea.
Paulie estaba aguardando junto a la verja, el rostro todavía crispado por la furia. Él constituía un problema que no podía durar mucho más tiempo. Me lanzó una mirada feroz. Tuvo sus ojos clavados en mí mientras abría la puerta. No le hice caso y arranqué. No miré por el retrovisor. Por lo que a él se refería, mi lema iba a ser «ojos que no ven, corazón que no siente».
La carretera costera estaba desierta. Doce minutos después llegamos a la autopista. Me estaba acostumbrando al Cadillac. Era un buen coche. Cómodo y silencioso. Pero consumía mucha gasolina. Ya lo creo. La aguja bajaba peligrosamente. Por lo que recordaba, la primera gasolinera era la que había al sur de Kennebunk. Donde había quedado con Duffy y Eliot camino de New London. Llegamos en quince minutos. Pasé por delante del aparcamiento donde habíamos forzado la furgoneta y me dirigí a los surtidores. Beck no abrió la boca. Salí y llené el depósito. Tardé lo suyo. Setenta litros. Beck bajó la ventanilla y me dio unos billetes.
– Pague la gasolina siempre en metálico -dijo-. Es más seguro.
Me quedé el cambio, algo más de quince dólares. Supuse que estaba en mi derecho. Aún no me habían pagado. Regresé a la carretera y me puse cómodo para el viaje. Estaba cansado. Cuando uno se encuentra así, lo peor es un kilómetro tras otro de solitaria autopista. Beck iba tranquilo a mi lado. Al principio creí que estaba taciturno. O que era reservado, o se sentía cohibido. Después caí en la cuenta de que estaba nervioso. Me figuré que no se hallaba demasiado a gusto camino de la batalla. Yo sí. Sobre todo porque sabía a ciencia cierta que no íbamos a encontrar a nadie contra quien pelear.
– ¿Cómo está Richard? -le pregunté.
– Bien. Tiene fuerza interior. Es un buen hijo.
– ¿Sí? -repuse, porque tenía que decir algo. Necesitaba hablar con él para mantenerme despierto.
– Es muy leal. Un padre no puede pedir más.
Volvió a quedarse callado, y yo me esforcé en seguir despabilado. Diez kilómetros, quince.
– ¿Se las ha visto alguna vez con traficantes de poca monta? -me preguntó.
– No -respondí.
– Tienen algo característico.
Durante treinta kilómetros no dijo nada más. Luego retomó el tema como si hubiera estado todo el rato persiguiendo una idea escurridiza.
– Son esclavos de la moda -explicó.
– ¿En serio? -dije, como si tuviera algún interés. No lo tenía, pero aun así necesitaba que hablara.
– Las drogas sintéticas son artículos de moda. En realidad, sus clientes no son peores que ellos. No me aclaro con las porquerías que venden. Cada semana un nombre raro distinto.
– ¿Qué es una droga sintética?
– La que se fabrica en un laboratorio -respondió-. Ya sabe, algo elaborado, químico. Nada que ver con lo que crece en la tierra de manera natural.
– Como la marihuana.
– O la heroína -dijo-. O la cocaína. Estos son productos naturales. Orgánicos. Están refinados, claro, pero no proceden de un vaso de precipitados.
No dije nada. Sólo me esforzaba por mantener los ojos abiertos. En el coche hacía calor. Cuando uno está cansado necesita aire fresco. Para seguir despierto me mordí el labio inferior.
– La moda contamina todo lo que toca -señaló-. Absolutamente todo. Por ejemplo, los zapatos. Esos tipos que buscaremos esta noche, cada vez que los veo llevan zapatos distintos.
– ¿Qué? ¿Zapatillas de deporte y tal?
– Exacto, como si jugaran a baloncesto para ganarse la vida. Un día los veo con unas Reebok de doscientos dólares, nuevas de trinca. Y la siguiente vez, las Reebok están pasadas de moda y hay que llevar las Nike o cualquier otra. Nike-air por aquí, Nike-air por allá. O de pronto son las botas Caterpillar, o las Timberland. Piel, Gore-tex y más piel. Primero negro, después ese color amarillo como el de las botas de trabajo. Siempre con los cordones desatados. Y de nuevo es el turno de las zapatillas, sólo que ahora son Adidas, con las rayas pequeñas. Doscientos, trescientos dólares cada vez. Sin motivo alguno. Es una locura.
No abrí la boca. Me limitaba a conducir, con los párpados rígidos y un escozor terrible en los ojos.
– ¿Sabe por qué pasa esto? -preguntó-. Por el dinero. Tienen tanto dinero que no saben qué hacer con él. Como las cazadoras. ¿Ha visto qué cazadoras llevan? Una semana son North Face, brillantes e hinchadas, con relleno de plumas de ganso, da igual que sea invierno o verano pues esos tíos sólo salen por la noche. Y a la semana siguiente lo brillante ya es cosa del pasado. Quizá North Face está bien, pero ahora tocan las microfibras. Y después vienen las cazadoras con letras, de lana con mangas de piel. Cada estilo dura aproximadamente una semana.
– Qué disparate -dije por decir algo.
– Es por el dinero -repitió-. No saben qué hacer con él, así que cambian por cambiar. Lo contamina todo. También las armas, desde luego. A esos tíos les gustaban las Heckler & Koch MP5K. Ahora, según usted, tienen Uzi. ¿Me entiende? Para ésos, incluso las armas son objetos que siguen la moda, como las zapatillas o las cazadoras. O tomemos su producto propiamente dicho, y llegamos al punto de partida. Sus exigencias cambian constantemente, en todos los terrenos. Incluso en lo referente a los coches. Les gustan sobre todo los coches japoneses, modas que vienen de la Costa Oeste, supongo. Pero una semana son los Toyota, y la siguiente los Honda. Y después los Nissan. Hace dos o tres años preferían la Nissan Maxima, como la que usted robó. Después llegaron las Lexus. Es una manía. También pasa con los relojes. Ahora llevan Swatch y luego Rolex. No ven la diferencia. Es demencial. Naturalmente, estando como estoy en el mercado, como proveedor que soy, no me quejo. El mercado acabará siendo obsoleto, pero a veces va todo demasiado rápido. Es difícil seguir.
– ¿Así que está en el mercado?
– ¿Qué creía? -dijo-. ¿Que era un contable?
– Un importador de alfombras.
– Y lo soy. Importo montones de alfombras.
– Ajá.
– Pero eso esencialmente es una tapadera -aclaró. Soltó una carcajada y añadió-: Hoy en día hay que tomar precauciones al vender zapatillas de deporte a gente como ésa.
Continuó riendo. Una risa en la que había mucha tensión nerviosa. Seguí conduciendo. Se tranquilizó. Miró por la ventanilla y luego por el parabrisas. Habló de nuevo, como si esto le conviniera tanto a él como a mí.
– ¿Usted nunca lleva zapatillas?
– No -respondí.
– Es que estoy buscando a alguien que me lo explique. ¿Verdad que no hay ninguna diferencia racional entre unas Reebok y unas Nike?
– No sé.
– A ver, probablemente salen de la misma fábrica. De algún lugar de Asia. Seguramente son idénticas hasta que les ponen el logotipo.
– Tal vez -dije-. Lo cierto es que no lo sé. Nunca he hecho deporte. Jamás he llevado esa clase de calzado.
– ¿Hay diferencia entre un Toyota y un Honda?
– No lo sé.
– ¿Cómo es que no lo sabe?
– Porque jamás he tenido un VP.
– ¿Qué es un VP?
– Un vehículo de propiedad. Así llamábamos en el ejército a un Toyota o un Honda. O a un Nissan o un Lexus.
– Así pues, ¿qué sabe usted?
– Sé cuál es la diferencia entre llevar un Swatch y un Rolex.
– Vale. ¿Cuál es?
– Ninguna -precisé-. Los dos te dicen la hora.
– Eso no es una respuesta.
– Conozco la diferencia entre una Uzi y una Heckler & Koch.
Se volvió y me miró.
– Bien. Fantástico. Explíquemela. ¿Por qué esos tíos desechan sus Heckler & Koch y prefieren las Uzi?
El Cadillac avanzaba zumbando. Me encogí de hombros ante el volante. Reprimí un bostezo. Era una pregunta estúpida, claro. Los tipos de Hartford no habían desechado sus MP5K porque prefirieran las Uzi. Nada de eso. Eliot y Duffy no habían tenido en cuenta cuál era el «arma del día» en Hartford y que Beck lo sabía todo de allí, de modo que dieron a sus hombres las Uzi porque serían las que estaban más a mano.
Sin embargo, en teoría era una buena pregunta. Una Uzi es un arma buena de veras. Acaso algo pesada. No tiene la mayor velocidad cíclica del mundo, lo que podría ser importante para mucha gente. Ni mucho estriado en el cañón, lo que reduce algo la precisión, pero es muy fiable, muy sencilla, de probada eficacia, y admite un cargador de cuarenta balas. Un arma excelente. De todos modos, cualquier derivado de una Heckler & Koch es mejor. Disparan la misma munición con más fuerza y más deprisa. Son muy precisas. En ciertas manos, tan precisas como un buen fusil. Muy seguras. Rotundamente mejores. Un gran diseño de los setenta frente a un gran diseño de los cincuenta. No en todos los casos se cumple, pero si hablamos de material de guerra militar, lo moderno siempre es mejor.
– No sé -dije-. No le veo sentido.
– Exacto -dijo Beck-. Es por la moda. Se trata de un capricho. Una compulsión. Favorece que todos hagan negocios pero también que todos se vuelvan chalados.
Sonó su móvil. Lo sacó con destreza del bolsillo y contestó pronunciando su nombre, brusco y tajante. Y un poco nervioso. Beck. Pareció como si tosiera. Escuchó largo rato. Hizo que le repitieran unas señas y unas instrucciones, interrumpió la comunicación y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo.
– Era Duke -dijo-. Ha hecho algunas llamadas. Esos tipos no están en Hartford, pero al parecer tienen una casa en el campo, algo al sur y al este, donde cree que están escondidos. Así que vamos allá.
– Cuando lleguemos, ¿qué haremos exactamente?
– Nada del otro mundo. Tampoco haremos una montaña de esto. Ni detalles ni fiorituras. En un caso así, prefiero acribillarlos, sencillamente. La marca de lo irremediable, ¿entiende? Pero sin darle mucha importancia. Por ejemplo, si usted me creara problemas, el castigo sería rápido y seguro, no le quepa duda, no iba a darle demasiadas vueltas.
– Así pierde clientes.
– Puedo reponerlos. La cola de gente da la vuelta a la manzana. Esto es lo verdaderamente fabuloso de este negocio. La balanza de la oferta y la demanda se inclina del lado de la demanda.
– ¿Va a hacerlo usted mismo?
Negó con la cabeza.
– Para eso están usted y Duke.
– ¿Yo? Pensaba que sólo tenía que conducir.
– Ya se cargó a dos. No le vendrá de otros dos.
Apagué la calefacción y me esforcé por mantener los ojos abiertos. «Guerras sangrientas», pensé.
Estábamos rodeando Boston, y a mitad de camino Beck me dijo que pusiera rumbo al suroeste al llegar al Mass Pike y que luego tomara la I-84. Recorrimos otros noventa kilómetros en aproximadamente una hora. El no quería que yo condujera demasiado deprisa. No quería llamar la atención. Matrículas falsas, una bolsa llena de armas automáticas en el asiento de atrás; mejor no involucrar a la policía de carreteras. Tenía su lógica. Conduje como un autómata. Llevaba cuarenta horas sin dormir, pero no lamentaba haber dejado pasar la oportunidad de echar una siesta en el motel de Duffy. Me alegraba recordarlo, pese a no compartir ella la misma sensación.
– La próxima salida -anunció.
Inmediatamente después, la I-84 cruzaba la ciudad de Hartford. Había nubes bajas que las luces volvían anaranjadas. La salida desembocaba en una carretera ancha que al cabo de un par de kilómetros se estrechaba y llevaba al sudeste. Por delante había oscuridad. Vi unas cuantas tiendas cerradas, cebos y avíos, cerveza fría, recambios de motocicleta, y después absolutamente nada salvo la oscura silueta de los árboles.
– La próxima a la derecha -indicó al cabo de ocho minutos.
Me metí en una carretera secundaria, con el firme en malas condiciones y muchas curvas. Todo estaba oscuro. Tuve que concentrarme.
– Siga adelante -señaló.
Recorrimos otros doce o catorce kilómetros. No tenía ni idea de dónde estábamos.
– Muy bien -dijo-. Pronto deberíamos ver a Duke esperándonos.
Un par de kilómetros después mis faros iluminaron la matrícula trasera de Duke. Estaba aparcado en el arcén. El coche se hallaba ladeado en la pendiente, que bajaba hasta una zanja.
– Párese detrás de él.
Me detuve con el morro pegado al Lincoln. Quería dormir. Cinco minutos habrían bastado. Pero, en cuanto nos identificó, Duke bajó de su coche y se apresuró hacia la ventanilla de Beck. Éste bajó el cristal y Duke se puso en cuclillas e inclinó la cabeza para ver dentro.
– La casa está unos tres kilómetros más adelante -explicó-. Un largo camino de entrada que traza una curva, a la izquierda. Apenas una pista de tierra. Si vamos en silencio, despacio y con las luces apagadas, podemos hacer en coche más o menos la mitad del trayecto. El resto, a pie.
Beck no dijo nada. Se limitó a subir de nuevo la ventanilla. Duke regresó a su coche. Abandonó el arcén dando un bote y salió a la carretera. Lo seguí los tres kilómetros. Apagamos las luces a un centenar de metros del camino de entrada y giramos. Lentamente. La luna iluminaba un poco. Delante, el Lincoln daba bandazos y se bamboleaba como si se arrastrara sobre surcos. El Cadillac hacía lo mismo, desfasado, arriba cuando el Lincoln estaba abajo, serpenteando a la derecha donde el Lincoln torcía a la izquierda. Aminoramos hasta ir a velocidad de ralentí para avanzar más pegados. De pronto brillaron las luces de freno de Duke y éste se paró en seco. Me detuve detrás. Beck se volvió en el asiento y tiró de la bolsa de deporte a través del hueco que había entre los dos, la apoyó en las rodillas y abrió la cremallera. Me entregó una de las MP5K, con dos cargadores de repuesto de treinta balas.
– Acaben el trabajo -dijo.
– ¿Usted espera aquí?
Asintió con la cabeza. Desmonté el arma y la examiné. La monté otra vez, dejé una bala en la recámara y puse el seguro. Después guardé los cargadores en los bolsillos procurando que no entrechocaran con la Glock y la PSM. Bajé del coche con cuidado. Me quedé de pie y aspiré el frío aire de la noche. Fue un alivio. Me despertó. Alcanzaba a oler un lago cercano, y los árboles, y el mantillo de hojas. Y también una pequeña cascada a lo lejos, y el débil tictac de los motores de los vehículos al enfriarse. En los árboles soplaba una suave brisa. Aparte de eso no se oía nada más. Silencio total.
Duke estaba esperándome. Aprecié tensión e impaciencia en su postura. El ya había hecho trabajitos así antes. Estaba claro. Era el vivo retrato de un poli veterano antes de una redada importante. Cierto grado de familiaridad rutinaria, combinada con un profundo conocimiento de que no hay dos situaciones idénticas. Sostenía en la mano su Steyr, con el largo cargador de treinta disparos acoplado. Sobresalía bastante por debajo del mango, por lo que el arma parecía aún más grande y amenazadora.
– Vamos, gilipollas -susurró.
Me mantuve un metro y medio por detrás de él y avancé como lo haría un soldado de infantería. Tenía que ser convincente, como si me preocupara ofrecer un blanco notorio. Yo sabía que el lugar adonde íbamos estaba vacío, pero él no.
Doblamos un recodo y vimos la casa enfrente. Detrás de una ventana había una luz encendida. Seguramente conectada a un temporizador. Duke aminoró el paso y se detuvo.
– ¿Ves alguna puerta? -susurró.
Atisbé en la oscuridad. Vi un pequeño porche. Lo señalé.
– Espera en la entrada -susurré a mi vez-. Echaré un vistazo a la ventana iluminada.
Se mostró de acuerdo. Nos dirigimos hacia el porche. Él se quedó allí a esperar y yo serpenteé en dirección a la ventana. Eché cuerpo a tierra y me arrastré los últimos tres metros. Alcé la cabeza hasta el alféizar y miré dentro. Había una bombilla de poca potencia en una lámpara de mesa con una pantalla de plástico amarillo. Observé sofás y sillones hechos polvo. Y, en la chimenea, ceniza de un fuego apagado. En las paredes, revestimientos de pino. No se veía a nadie.
Repté hacia atrás hasta que la escasa luz permitió a Duke verme y sostuve dos dedos ahorquillados bajo los ojos. Código visual estándar de tirador-observador emboscado para indicar «veo». Luego alargué la palma con los cinco dedos extendidos. Veía a cinco personas. A continuación hice una complicada serie de gestos para explicar su colocación y sus armas. Sabía que Duke no los entendería. No los entendía ni yo. Que yo supiera, no significaban nada en absoluto. Nunca había sido francotirador. De todos modos, todo pintaba muy real. Parecía profesional, clandestino, apremiante.
Gateé otros tres metros, me puse en pie y me acerqué en silencio a la puerta para reunirme con él.
– Están colgados -musité-. Borrachos o drogados. Es una buena oportunidad, tenemos la victoria asegurada.
– ¿Armas?
– Muchas, pero ninguna a su alcance. -Indiqué el porche-. Creo que al otro lado hay un pasillo. Una puerta interior y el pasillo. Tú vas por la izquierda y yo por la derecha. Aguardaremos en el pasillo. Los sorprenderemos cuando salgan a averiguar la causa del ruido.
– ¿Ahora das las órdenes tú?
– Yo he hecho el reconocimiento.
– Procura no meter la pata, gilipollas.
– Tú tampoco.
– Nunca lo hago -replicó.
– Muy bien -dije.
– Hablo en serio -advirtió-. Si te cruzas en mi camino, me encantará matarte igual que a los demás, no lo dudes.
– Estamos en el mismo bando.
– ¿Ah, sí? -soltó-. Ahora podremos averiguarlo.
– Tranquilízate.
Se calló. Tenso. Cabeceó en la oscuridad.
– Yo me encargo de esta puerta y tú de la de dentro. Uno tras otro -ordenó.
– De acuerdo -dije. Di media vuelta y sonreí. Sin duda era un poli veterano. Si yo abría la puerta interior, él entraría primero y yo después, y teniendo en cuenta los tiempos de reacción normales del enemigo, el segundo es el que generalmente recibe los disparos.
– Preparados -murmuré.
Dispuse la H &K para un único disparo y él quitó el seguro de su Steyr. Asentí con la cabeza y él hizo lo propio. Dio un puntapié a la puerta. Pegado a su hombro, me adelanté y propiné una patada a la puerta interior. Él pasó por mi lado, saltó a la izquierda y yo seguí detrás por la derecha. Duke no lo hizo mal. Formábamos un equipo bastante bueno. Estábamos agachados en perfecta posición antes incluso de que las destrozadas puertas hubieran dejado de oscilar sobre sus goznes. Él miraba al frente, a la puerta de entrada a la sala que había delante de nosotros. Sujetaba la Steyr con las dos manos, los brazos rectos, los ojos abiertos de par en par. Respiraba ruidosamente. Casi resollaba, superando lo mejor que podía ese prolongado momento de peligro. Saqué del bolsillo la PSM de Angel Doll. La empuñé con la mano izquierda, quité el seguro, me arrastré por el suelo y se la metí en la oreja.
– No se te ocurra moverte -le dije-. Tendrás que tomar una decisión. Voy a hacerte una pregunta. Sólo una. Si mientes o te niegas a contestar, te volaré la cabeza. ¿Has entendido?
Se quedó inmóvil, cinco segundos, seis, ocho, diez. Miraba desesperado la puerta de enfrente.
– No te apures, gilipollas -dije-. Ahí no hay nadie. Fueron detenidos la semana pasada. Por agentes del gobierno.
Seguía como una estatua.
– ¿Has entendido lo que te he dicho antes? ¿Lo de la pregunta?
Asintió con la cabeza, dubitativo, torpe, sintiendo el arma hincada en su oreja.
– Si no respondes, te levanto la tapa de los sesos. ¿Comprendido?
Asintió de nuevo.
– Muy bien, ahí va -dije-. ¿Estás listo?
Asintió otra vez.
– ¿Dónde está Teresa Daniel?
Hubo una larga pausa. Se volvió a medias hacia mí. Moví la mano para que el cañón de la PSM siguiera en su sitio. De pronto sus ojos revelaron que lo entendía todo.
– En tus sueños -me espetó.
Le volé la cabeza. Sólo separé apenas el cañón de su oreja y le disparé en la sien derecha. La detonación demolió el silencio. Sangre, fragmentos de cerebro y esquirlas de hueso salpicaban la pared. El fogonazo prendió en su cabello. Acto seguido, con la H &K que empuñaba en la mano derecha disparé dos veces al techo y con la PSM de la izquierda una al suelo. Cambié la H &K a fuego automático, me levanté y vacié el cargador a quemarropa en su cuerpo. Recogí su Steyr y acribillé el techo, sin parar, quince tiros seguidos, la mitad del cargador. El pasillo se llenó de humo acre, astillas de madera y trozos de yeso que volaban por todas partes. Cargué la H &K y acribillé las paredes de alrededor. El estruendo era ensordecedor. Los casquillos vacíos salían despedidos y caían como un chaparrón. Se agotó el cargador de la H &K y disparé el resto de la munición de la PSM contra la pared del pasillo. Abrí de un puntapié la puerta que daba a la sala iluminada y con la Steyr abrí fuego contra la lámpara de mesa. Vi una mesilla, la arrojé contra la ventana y utilicé el segundo cargador de repuesto de la H &K para acribillar los árboles a distancia mientras con la mano izquierda disparaba la Steyr contra el suelo hasta agotar las balas. A continuación recogí la Steyr, la H &K y la PSM y me di a la fuga con la cabeza retumbando. Había disparado ciento veintiocho balas en unos quince segundos. Estaba sordo. A Beck le parecería que había estallado la Tercera Guerra Mundial.
Bajé corriendo por el camino de entrada. Tosía y dejaba atrás una nube de pólvora. Me dirigí hacia los coches. Beck ya se había instalado en el asiento del conductor del Cadillac. Me vio llegar y abrió un poco su puerta. Más rápido que con la ventanilla.
– Una emboscada -dije. Jadeaba y mi voz retumbaba dentro de mi cabeza-. Eran al menos ocho.
– ¿Y Duke?
– Está muerto. Hemos de largarnos. Ahora mismo, Beck.
Se quedó paralizado un instante. Luego reaccionó.
– Coge su coche -dijo.
El Cadillac ya estaba en marcha. Pisó el acelerador y retrocedió por el camino dando marcha atrás. Yo subí al Lincoln. Encendí el motor. Puse marcha atrás, apoyé un codo en el respaldo del asiento, miré por la ventanilla trasera y pisé el acelerador. Ambos reculamos hasta la carretera, uno detrás de otro, y la desanduvimos uno junto a otro, como en una carrera de dragsters. Los neumáticos aullaban en las curvas evitando los peraltes y sin bajar de los cien por hora. No aminoramos hasta llegar al cruce que nos llevaría de nuevo a Hartford. Beck me adelantó un poco y yo me coloqué detrás y lo seguí. Él condujo rápido durante unos ocho kilómetros hasta que se arrimó a un almacén de embalajes cerrado y aparcó al fondo del aparcamiento. Yo hice lo mismo a unos tres metros de distancia y me limité a recostarme en el asiento y aguardar a que él se acercara. Beck rodeó el capó y abrió mi puerta.
– ¿Ha sido una emboscada? -preguntó.
Lo confirmé con un gesto de la cabeza.
– Estaban esperándonos. Eran ocho. Tal vez más. Ha sido una carnicería.
No dijo nada. No tenía nada que decir. Cogí la Steyr de Duke del asiento del acompañante y se la di.
– La he recuperado -dije.
– ¿Por qué?
– He pensado que usted lo habría querido así. Además podría ser un arma localizable.
Asintió.
– No lo es. Pero bien pensado.
También le entregué la H &K. Él volvió al Cadillac y lo observé meter ambas armas en la bolsa. Luego se incorporó, apretó los puños y alzó la vista al negro cielo. Después me miró.
– ¿Ha visto sus caras? -preguntó.
Negué con la cabeza.
– Demasiado oscuro. Pero hemos abatido a uno. Esto era suyo.
Le enseñé la PSM. Era como propinarle un puñetazo en el estómago. Palideció, alargó una mano y se agarró al techo del Lincoln para mantener el equilibrio.
– ¿Qué pasa?
Beck apartó la mirada.
– No me lo puedo creer.
– ¿Cómo?
– ¿Le ha dado a alguien que la empuñaba?
– Me parece que fue Duke quien lo liquidó.
– ¿Usted lo vio?
– Estaba oscuro -respondí-. Sólo vi montones de destellos en la boca de las armas. Duke le dio a uno que yacía en el suelo cuando yo salía, y de paso recogí su arma.
– Es la de Doll.
– ¿Está seguro?
– Hay una posibilidad entre un millón de que no lo sea. ¿Sabe qué es?
– Nunca había visto otra igual.
– Se trata de una pistola especial del KGB -explicó-. De la antigua Unión Soviética. Aquí es muy poco común.
A continuación se alejó en la oscuridad del aparcamiento. Cerré los ojos. Quería dormir. Cinco segundos habrían bastado.
– ¡Reacher! -gritó-. ¿Qué pruebas ha dejado ahí?
Abrí los ojos.
– El cadáver de Duke -repuse.
– Eso no llevará a nadie a ningún sitio. ¿Balística?
Sonreí en la oscuridad. Imaginé a los de la policía técnica de Hartford intentando descifrar las trayectorias. Paredes, suelos, techos. Llegarían a la conclusión de que el pasillo había estado lleno de bailarines de discoteca armados hasta los dientes.
– Un montón de balas y casquillos -contesté.
– Imposibles de localizar -apuntó.
Se alejó más entre las sombras. Yo volví a cerrar los ojos. No había dejado huellas. Ninguna parte de mí había tocado nada de la casa, salvo la suela de los zapatos. Y no había disparado la Glock de Duffy. Sabía algo de un registro central que almacenaba datos sobre marcas en el estriado. Quizá la Glock salía ahí. Pero yo no la había utilizado.
– Reacher -dijo Beck-, lléveme a casa.
Abrí los ojos.
– ¿Qué hacemos con este coche? -repuse.
– Se queda aquí.
Bostecé, me moví a duras penas y utilicé el faldón del abrigo para limpiar el volante y todos los mandos que había tocado. Casi se me cae del bolsillo la inocente Glock. Beck no se dio cuenta. Estaba tan preocupado que yo podría haberla hecho girar en mi dedo como Sundance Kid y él no se habría enterado. Limpié el tirador de la puerta y a continuación me incliné dentro, cogí las llaves, les pasé el faldón y las arrojé a los arbustos que había en el borde del aparcamiento.
– Vamos -dijo Beck.
No abrió la boca hasta que estuvimos a más de cuarenta kilómetros al nordeste de Hartford. Entonces se puso a hablar. Había pasado todo el rato ordenando sus ideas.
– La llamada de ayer -dijo-. Estaban ultimando los detalles de su plan. Doll siempre fue su cómplice.
– ¿Desde cuándo?
– Desde el primer momento.
– No tiene lógica -señalé-. Duke le consiguió la matrícula de la Toyota. Después usted se la dio a Doll y le dijo que la localizara. ¿Por qué le contó Doll a usted la verdad? Si ellos eran sus compinches, seguramente le habría dicho que no encontraba nada. Habría intentado alejarlos de ellos.
Beck no reprimió una sonrisa de suficiencia.
– No -dijo-. Estaban preparando la emboscada. Éste es el sentido de la llamada telefónica. Por su parte fue una buena improvisación. Como el secuestro fracasó, cambiaron de táctica. Dejaron que Doll nos indicara la dirección correcta. Así que lo de esta noche podía suceder.
Asentí despacio, como respetuoso con su opinión. La mejor manera de ganarse un ascenso es dejar creer a los jefes que uno es un poco más estúpido que ellos. En mi caso, en el ejército, el sistema había surtido efecto tres veces.
– ¿Conocía Doll realmente sus planes para esta noche? -pregunté.
– Sí. Ayer lo estuvimos hablando con todo detalle. Cuando usted nos vio en la oficina.
– Así que le tendió una trampa.
– Exacto -dijo-. Anoche cerró la oficina, se marchó de Portland y fue a reunirse con ellos. Estaban todos esperándonos. Él les dijo quién vendría, cuándo y por qué.
Me quedé callado. Sólo pensaba en el coche de Doll. Se hallaba aproximadamente a kilómetro y medio de la oficina de Beck. Comencé a lamentar no haberlo escondido mejor.
– Pero hay una pregunta importante -soltó Beck-. ¿Fue cosa sólo de Doll?
– ¿O…?
Se quedó en silencio. Luego se encogió de hombros.
– O también de alguno de los que trabajaban con él -dijo.
«Los que tú no controlas -pensé-. Los hombres de Quinn.»
– O de todos juntos -agregó.
Se sumió en el silencio de nuevo, durante otros cuarenta, cincuenta kilómetros. No dijo una palabra hasta que volvimos a estar en la I-95, cerca de Boston, rumbo al norte.
– Duke ha muerto -observó.
– Lo lamento.
– Lo conocía desde hacía mucho tiempo -añadió.
No respondí.
– Tendrá que hacerse cargo usted -prosiguió-. Necesito a alguien ahora mismo. Alguien en quien poder confiar. Y hasta ahora usted lo ha hecho bien.
– ¿Un ascenso?
– Está capacitado.
– Jefe de seguridad.
– Al menos con carácter temporal -precisó-. Pero si quiere, fijo.
– No sé -dije.
– Recuerde lo que sé. Usted está en mis manos, me pertenece.
Permanecí en silencio durante un par de kilómetros.
– ¿Me va a pagar algo pronto?
– Cobrará sus cinco mil además de lo que ganaba Duke.
– Necesito información -dije-. De lo contrario no podré ayudarle.
Asintió.
– Mañana. Hablaremos mañana.
Y se quedó callado otra vez. Cuando volví a mirarle, iba profundamente dormido. Alguna suerte de reacción ante el shock. Pensaría que su mundo se estaba desmoronando. Me esforcé en seguir despierto y mantener el coche en la carretera. Recordé libros que había leído sobre el ejército británico en la India, durante el Raj, en el punto álgido del imperio. Los alféreces jóvenes tenían su propio comedor. Comían juntos luciendo espléndidos uniformes de gala y hablaban sobre sus posibilidades de ascenso. Sin embargo, no tenían ninguna a menos que muriera un oficial de rango superior. La norma era esperar a que la palmara alguien para ocupar su puesto. Así que levantaban las copas de cristal de excelente vino francés y brindaban por las guerras sangrientas y las enfermedades fatales, pues sólo si se producía una desgracia podían ascender en la cadena de mando. Cruel, pero así ha sido siempre entre los militares.
Logré llegar a la costa de Maine exclusivamente con el piloto automático. No recordaba un solo kilómetro de conducción. Estaba entumecido por el agotamiento. Me dolía todo. Paulie abrió la puerta lentamente, sin dejar de mirarme. Creo que lo sacamos de la cama. Dejé a Beck frente a la puerta principal y llevé el coche al garaje. Escondí la Glock y los cargadores de recambio sólo por razones de seguridad y entré por la puerta de atrás. El detector de metales pitó por las llaves del coche. Las dejé sobre la mesa de la cocina. Tenía hambre, pero estaba demasiado cansado para comer. Subí las escaleras, me derrumbé en la cama y me quedé dormido totalmente vestido, abrigo y zapatos incluidos.
Seis horas después me despertó el mal tiempo. Mi ventana estaba siendo azotada por una lluvia torrencial. Parecía grava golpeteando en el cristal. Me levanté para ver el panorama. El cielo, de un gris hierro, aparecía cargado de nubarrones y el mar bramaba enfurecido. Hasta un kilómetro hacia dentro estaba guarnecido de encajes de espuma agitada. Las olas anegaban las rocas. No había aves. Eran las nueve de la mañana. Decimocuarto día, viernes. Me tendí otra vez en la cama y, mirando el techo, retrocedí mentalmente setenta y dos horas, hasta la mañana del undécimo día, cuando Duffy me comunicó su plan de siete puntos. Uno, dos y tres, tener mucho cuidado. En este apartado lo estaba haciendo bien. En cualquier caso, seguía vivo. Cuatro, encontrar a Teresa Daniel. En esto no había ningún avance. Cinco, encontrar pruebas contra Beck. No tenía ninguna. Ni una sola. Ni siquiera lo había visto hacer nada malo, salvo quizá conducir un vehículo con matrícula falsa y acarrear una bolsa llena de armas que probablemente eran ilegales en los cuatro estados por los que había pasado. Seis, localizar a Quinn. Aquí tampoco había progresos. Siete, salir cagando leches. Este punto debería esperar. Después Duffy me había besado en la mejilla, dejándome azúcar de la rosquilla en la cara.
Volví a levantarme y me encerré en el cuarto de baño para ver si había algún e-mail. La puerta de mi cuarto ya no estaba cerrada. Supuse que Richard Beck no se tomaría la libertad de entrar sin llamar. Ni su madre. Pero su padre a lo mejor sí. Yo le pertenecía. Había sido ascendido, pero todavía caminaba sobre la cuerda floja. Me senté en el suelo y me quité el zapato. Abrí el tacón y encendí el aparato. «¡Tienes correo!» Era un mensaje de Duffy: «Contenedores de Beck descargados y transportados en camión a un almacén. No inspeccionados por Aduanas. Un total de cinco. El mayor envío desde hace tiempo.»
Pulsé «responder» y tecleé: «¿Seguís vigilando?»
Noventa segundos después ella contestó: «Sí.»
«Me han ascendido.»
«Aprovéchalo.»
«Ayer lo pasé muy bien», tecleé.
Y ella: «Economiza batería.»
Sonreí, apagué el chisme y lo guardé de nuevo en el tacón. Tenía que ducharme, pero primero necesitaba desayunar y luego conseguir ropa limpia. Salí de la habitación y bajé a la cocina. La cocinera ya había vuelto a su trabajo. Estaba sirviendo tostadas y té a la chica irlandesa y dictando una larga lista de la compra. Las llaves del Saab estaban sobre la mesa. Las del Cadillac no. Revolví aquí y allá y comí todo lo que encontré y acto seguido fui en busca de Beck. No estaba por ningún lado. Tampoco Elizabeth ni Richard. Regresé a la cocina.
– ¿Dónde está la familia? -inquirí.
La criada me miró pero no dijo nada. Ya se había puesto un impermeable y estaba lista para ir a la compra.
– ¿Y el señor Duke? -preguntó la cocinera.
– Está indispuesto -contesté-. Yo lo sustituyo. ¿Dónde están los Beck?
– Han salido.
– ¿Adónde han ido?
– No lo sé.
Miré hacia fuera, al mal tiempo.
– ¿Quién conducía?
La cocinera bajó la vista al suelo.
– Paulie -dijo.
– ¿Cuándo han salido?
– Hace una hora.
– Muy bien -dije. Aún llevaba el abrigo. Me lo había puesto al salir del motel de Duffy y aún no me lo había quitado.
Fui hacia la puerta de atrás y salí al temporal. La lluvia batía y sabía a sal, mezclada con agua del mar pulverizada. Las olas rompían contra las rocas como si fueran bombas. La blanca espuma alcanzaba hasta diez metros en el aire. Me subí el cuello del abrigo y corrí hacia los garajes. Llegué al patio y me puse a cubierto. El primer garaje estaba vacío. Las puertas abiertas. Ni rastro del Cadillac. El mecánico se hallaba en el tercer garaje, ocupado en algo. Apareció la criada y vi que abría las puertas del cuarto garaje. Se estaba quedando empapada. Entró y al cabo de unos instantes sacó el viejo Saab dando marcha atrás. El coche se mecía en el viento. La lluvia transformó el polvo que lo cubría en una fina película de lodo que se escurría por los costados formando diminutos riachuelos. La muchacha se alejó rumbo al mercado. Escuché las olas. Empecé a preocuparme por la altura que podían alcanzar. Así que me arrimé a la pared y la reseguí hasta el lado que daba al mar. Encontré mi pequeña hondonada en las rocas. Los hierbajos de alrededor se veían mojados y embarrados. La hondonada estaba inundada de agua. De lluvia, no de mar. El lugar estaba a resguardo de la marea, lejos del alcance de las olas, y totalmente vacío. El fardo, la alfombra, la Glock, todo había desaparecido. Igual que los cargadores de repuesto y las llaves de Doll. Ni rastro del punzón ni del escoplo.