13

Era primera hora de la tarde de un sábado, de modo que el recinto empresarial estaba tranquilo. Aclarado por la lluvia, parecía limpio y nuevo. Los edificios de metal brillaban como peltre mate bajo el cielo gris. Atravesamos el entramado de calles a unos treinta por hora. No vimos a nadie. El edificio de Quinn parecía cerrado a cal y canto. Mientras pasábamos por delante, volví la cabeza y examiné otra vez el letrero: empresa de exportación xavier. Las palabras habían sido grabadas en grueso e inmaculado acero por un profesional, pero las X de mayor tamaño parecían responder a una idea de diseño gráfico más propia de un aficionado.

– ¿Por qué pone «exportación»? -preguntó Duffy-. Está importando, ¿no?

– ¿Cómo entraremos? -inquirió Villanueva.

– Forzaremos la puerta -dije-. Quizá mejor la de atrás.

Los edificios estaban dispuestos uno junto a otro, con pulcros aparcamientos delante de cada uno. El resto del recinto era o bien calzada o bien áreas de césped nuevo delimitadas por impecables bordillos de hormigón. No se veían vallas por ninguna parte. En el edificio que había justo delante del de Quinn ponía «Servicios Profesionales de Catering Paul Keast & Chris Maden». Estaba cerrado y no había nadie dentro. Lo comprobé al recorrer todo el trecho hasta la puerta de atrás de la empresa de Quinn, que era un simple rectángulo metálico pintado de un rojo apagado.

– No hay nadie -dijo Duffy.

En la pared trasera, junto a la puerta roja, había una ventana de cristal grueso. Seguramente de un cuarto de baño. Tenía una reja de hierro.

– ¿Sistemas de seguridad? -preguntó Villanueva.

– Siendo un sitio nuevo, es lo más probable -dije.

– ¿Conectado directamente con la policía?

– Lo dudo -señalé-. Sería raro en un tipo listo como Quinn. No querría que la poli viniera a fisgar cada vez que un chaval le rompiera el cristal de la ventana.

– Entonces ¿una empresa privada?

– Supongo. O su propia gente.

– Así pues, ¿qué hacemos?

– Hemos de darnos mucha prisa. Entrar y salir antes de que nadie reaccione. Cinco o diez minutos.

– ¿Uno delante y dos atrás?

– Exacto -dije-. Tú delante.

Le dije que abriera el maletero, y Duffy y yo salimos. El aire estaba húmedo y frío y soplaba viento. Saqué la llave de neumáticos de debajo de la rueda de recambio, cerré la tapa y miré el coche alejarse. Duffy y yo pasamos junto a la pared del sitio del catering y cruzamos el césped divisorio hasta la ventana del baño de Quinn. Pegué el oído a la fría reja y escuché. Nada. Acto seguido miré las barras de hierro. Conformaban una suerte de rectángulo asegurado con ocho tornillos, dos en cada uno de las cuatro esquinas. Las cabezas de los tornillos eran como monedas de cinco centavos. Duffy sacó la Glock de su funda. Palpé la Beretta en el bolsillo del abrigo. Sujeté la llave con las dos manos. Apliqué otra vez el oído a la reja. Oí el coche de Villanueva detenerse en la parte delantera del edificio. Oí que se abría y cerraba la puerta. Dejó el motor en marcha. Percibí sus pies en la pasarela de delante.

– Atenta -dije.

Noté que Duffy se movía detrás de mí. Oí a Villanueva llamar ruidosamente a la puerta principal. Introduje el extremo de la llave junto a uno de los tornillos. Hice una pequeña abolladura en el metal. Metí la llave por debajo de las barras y tiré de ella. El tornillo aguantó. Así que rectifiqué la posición de la llave y di una, dos sacudidas, ahora con más fuerza. La cabeza del tornillo se rompió y las barras se movieron un poco.

Tuve que romper seis cabezas de tornillo. Tardé casi treinta segundos. Villanueva seguía llamando a la puerta. No contestaba nadie. Cuando se rompió el sexto tornillo, agarré la reja y tiré de ella hasta formar un ángulo de noventa grados, como si fuera una puerta. Los dos tornillos restantes protestaron con chirridos. Cogí de nuevo la llave y rompí el grueso cristal. Introduje la mano, encontré el pestillo y abrí la ventana. Saqué la Beretta y asomé la cabeza en el cuarto de baño.

Era un cubículo pequeño, de unos dos metros por uno y medio. Había un retrete y un lavabo con un pequeño espejo sin marco. También un cubo de la basura y un estante con rollos de papel higiénico y toallitas. En un rincón, un cubo y una fregona. En el suelo, linóleo limpio. Un fuerte olor a desinfectante. Eché un vistazo a la ventana. Había una pequeña alarma fijada al alféizar. No obstante, el edificio seguía en calma. Nada de sirenas. ¿Una alarma silenciosa? Ahora en alguna parte estaría sonando un teléfono. O se encendería una luz de alerta en la pantalla de un ordenador.

Desde el cuarto de baño salí a un pasillo interior. Nadie. Estaba oscuro. Retrocedí hasta la puerta de atrás mirando al frente. Hurgué a tientas sin mirar y abrí. Oí que Duffy entraba.

Seguramente Duffy había pasado seis semanas en Quantico durante su preparación básica y aún recordaba los movimientos. Sostuvo la Glock con ambas manos, pasó por mi lado y se apostó junto a una puerta que comunicaba el pasillo con el resto del edificio. Inclinó el hombro en la jamba, dobló el codo y levantó el arma para dejarme paso. Avancé, di un puntapié a la puerta, entré y me eché a la izquierda, y ella se dio la vuelta y entró hacia la derecha. Estábamos en otro pasillo. Era estrecho. Cruzaba todo el edificio hasta la parte delantera. Había habitaciones a ambos lados. Seis; tres y tres. Seis puertas, todas cerradas.

– Delante -susurré-. Villanueva.

Avanzamos pegados el uno al otro, comprobando una puerta tras otra. Pestillo corrido. Llegamos a la puerta principal y la abrimos. Villanueva entró y cerramos otra vez tras él. Llevaba una Glock 17 en su nudosa mano. El arma parecía estar en su elemento.

– ¿Alarma? -susurró.

– Silenciosa -susurré a mi vez.

– Pues démonos prisa.

– Habitación por habitación -dije.

Me daba mala espina. Habíamos hecho tanto ruido que nadie del edificio podía tener ninguna duda de que estábamos allí. Y el hecho de que no hubieran saltado sobre nosotros significaba que eran lo bastante listos para quedarse callados con las armas amartilladas y las miras puestas a la altura del pecho al otro lado de la puerta. Además el pasillo central tenía apenas un metro de ancho: poco espacio para maniobrar. No tenía buenas sensaciones. Todas las puertas se abrían hacia la izquierda, así que coloqué a Duffy a mi izquierda para que cubriera las puertas del lado contrario. No quería que los dos estuviéramos orientados hacia el mismo lado. Tampoco quería recibir un tiro por la espalda. Entonces situé a Villanueva a mi derecha. Se encargaría de echar las puertas abajo a patadas, una a una. Yo me quedé en el centro. Mi cometido consistía en entrar el primero en las habitaciones.

Empezamos con la primera a la izquierda. Villanueva pateó con fuerza. La cerradura se rompió, el marco se astilló y la puerta se abrió con estrépito. Entré al instante. La habitación estaba vacía. Era un cuadrado de tres por tres con una ventana, un escritorio y una pared llena de archivadores. Salí inmediatamente y todos nos volvimos hacia la puerta opuesta sin perder un segundo. Duffy nos cubrió las espaldas, Villanueva derribó la puerta y yo entré. También vacía. Pero aquí había premio. El tabique de separación entre esa habitación y la siguiente no estaba. Así que medía seis por seis, con dos puertas que daban al pasillo. Contenía tres escritorios. También ordenadores y teléfonos. En el rincón había un perchero con un impermeable de mujer.

Cruzamos el pasillo hacia la cuarta puerta. La tercera habitación. Villanueva pateó y yo entré. También vacía. Otro cuadrado de tres por tres. Sin ventana. Un escritorio con un enorme tablero de corcho detrás. Con notas prendidas. La mayor parte del linóleo estaba cubierto por una alfombra oriental.

Llevábamos cuatro. Quedaban dos. Elegimos la trasera de la derecha. Villanueva la pateó. Entré. Vacía. Tres por tres, pintada de blanco, linóleo gris. Sin nada dentro. Nada en absoluto. Salvo manchas de sangre. La habían limpiado, pero no del todo. Había remolinos marrones en el suelo, donde una empapada fregona las había extendido. En las paredes se veían salpicaduras. Algunas habían sido limpiadas. Otras se habían quedado allí tal cual. Regueros parecidos a encajes que llegaban a la altura de la cintura. Los ángulos comprendidos entre el zócalo y el linóleo estaban manchados de marrón y negro.

– La criada -dije.

Nadie respondió. Nos quedamos quietos y en silencio durante un largo instante. Acto seguido retrocedimos y echamos abajo la última puerta, con fuerza. Entré, el arma por delante. Me detuve en seco.

Era una celda. Y estaba vacía.

Medía tres por tres. Tenía las paredes blancas y el techo bajo. Sin ventanas. El suelo, linóleo gris. Un colchón sobre el linóleo. Sábanas arrugadas sobre el colchón. Por todas partes envases de cartón de comida china. Y botellas de plástico de agua mineral vacías.

– Estaba aquí -dijo Duffy.

Asentí.

– Es igual que el sótano de la casa.

Me acerqué al colchón y lo levanté. La palabra justice embadurnaba el suelo, grande y notoria, pintada con un dedo. Debajo se leía la fecha de ese día, seis números, día, mes y año, decolorándose y recuperando el trazo después de que ella hubiera mojado el dedo en algo negro y marrón.

– Tiene la esperanza de que le sigamos la pista -señaló Villanueva-. Día a día, en un lugar tras otro. Una chica lista.

– ¿Esto está escrito con sangre? -preguntó Duffy.

Toda la habitación olía a comida rancia y aire viciado. A miedo y desesperación. Se había enterado de que la criada había muerto. Dos puertas delgadas no obstaculizarían el paso de mucho sonido.

– Salsa de soja -dije-. Espero.

– ¿Cuándo la han trasladado?

Miré en los envases más próximos.

– Hará unas dos horas.

– Mierda.

– Pues larguémonos -dijo Villanueva-. Vamos a buscarla.

– Necesito cinco minutos -repuso Duffy-. He de encontrar algo que llevarles a la ATF. Para atar todos los cabos.

– No disponemos de cinco minutos -indicó Villanueva.

– Dos minutos -dije yo-. Coge lo que necesites y ya lo mirarás luego.

Salimos de la celda. Nadie miró en el osario. Duffy nos condujo otra vez a la habitación con la alfombra oriental. «Ingeniosa elección», pensé. Seguramente era el despacho de Quinn. Era de esos que tendría una alfombra. De un cajón del escritorio ella cogió un grueso expediente en el que ponía «Asuntos pendientes» y arrancó todas las notas del tablón de corcho.

– Vámonos -repitió Villanueva.

Salimos por la puerta principal exactamente cuatro minutos después de que yo hubiera entrado por la ventana del cuarto de baño. Habían parecido más de cuatro horas. Nos metimos en el Taurus y al cabo de un minuto estábamos de nuevo en la carretera 1.

– Sigue hacia el norte -indiqué-. Vamos al centro de la ciudad.


Al principio guardamos silencio. Nadie miraba a nadie. Nadie hablaba. Pensábamos en la criada. Yo iba en el asiento de atrás y Duffy en el del acompañante con los papeles de Quinn sobre las rodillas. El tráfico por el puente era lento. Había gente que iba a la ciudad de compras. Se conducía con prudencia. La calzada estaba resbaladiza debido a la lluvia y el agua salada. Duffy revolvía los papeles, echándoles una ojeada, uno tras otro. De pronto rompió el silencio. Qué alivio.

– Todo es un poco enigmático -explicó-. Tenemos una XX y una BB.

– Empresa de Exportación Xavier y Bizarre Bazaar -precisé.

– BB se dedica a importar -prosiguió ella-. XX a exportar. Pero es evidente que están conectadas. Son como dos mitades de la misma actividad.

– Eso no me importa -señalé-. Yo sólo quiero a Quinn.

– Y a Teresa -puntualizó Villanueva.

– Hoja de cálculo del primer trimestre -dijo Duffy-. Este año van camino de facturar veintidós millones de dólares. Eso son muchas armas, ¿no?

– Un cuarto de millón de Saturday Night Specials -dije-. O cuatro tanques Abrams.

– Mossberg -comentó Duffy-. ¿Te suena este nombre?

– ¿Por qué? -pregunté.

– El cargamento que XX acaba de recibir es de ellos.

– O. F. Mossberg e Hijos -concreté-. De New Haven, Connecticut. Fabricantes de escopetas cortas.

– ¿Qué es una Persuader?

– Una de éstas -respondí-. La Mossberg M500 Persuader. Es un arma paramilitar.

– XX va a enviar de esas Persuader a algún sitio. Doscientas. La factura asciende a sesenta mil dólares. Básicamente a cambio de algo que recibirá BB.

– Importación-exportación -dije-. Es así como funciona.

– Pero los precios no cuadran -repuso ella-. La factura del cargamento que le llega a BB es de setenta mil. Así que XX se queda con diez mil.

– La magia del capitalismo -observé.

– No, espera, hay otro asiento. Ahora sí cuadra. Doscientas Persuader Mossberg más un artículo adicional de diez mil dólares para hacer que los valores coincidan.

– ¿Qué artículo adicional? -inquirí.

– No lo pone. ¿Qué podría valer diez mil dólares?

– Eso a mí no me importa -repetí.

Duffy siguió hojeando.

– Keast y Maden -dijo-. ¿Dónde hemos visto esos nombres?

– En el edificio que hay detrás del de Quinn -contesté-. Los del catering.

– Los ha contratado. Hoy hacen un reparto de algo.

– ¿Dónde?

– No lo pone.

– ¿Algo como qué?

– No lo dice. Dieciocho artículos a cincuenta y cinco dólares cada uno. Ese algo cuesta casi mil dólares.

– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Villanueva.

Ya habíamos cruzado el puente y serpenteábamos hacia el norte y el oeste.

– Toma la segunda salida -indiqué.


Entramos directamente en el aparcamiento subterráneo de la Casa de Misiones. En una cabina había un guardia de seguridad luciendo un elegante uniforme. Nos miró sin prestarnos demasiada atención. Villanueva le enseñó su placa de la DEA y le dijo que se sentara y se quedara quietecito y callado. Y que no llamara a nadie. El aparcamiento estaba en calma. Habría unas ochenta plazas ocupadas por poco más de una docena de vehículos. Pero uno era el Gran Marquis gris que había visto frente al almacén de Beck esa misma mañana.

– Aquí es donde tomé las fotos -señaló Duffy.

Fuimos al fondo y aparcamos en un rincón. Salimos y cogimos el ascensor hasta el vestíbulo de la planta baja. Había el típico mármol y un directorio del edificio. La Empresa de Exportación Xavier compartía la cuarta planta con un bufete de abogados denominado Lewis, Strange y Greville. Eso nos alegró. Significaba que habría un pasillo interior. Que desde el ascensor no entraríamos directamente en las oficinas de Quinn.

Volvimos al ascensor y pulsamos el cuatro. La vista al frente. Las puertas se cerraron y el cubículo subió. Nos detuvimos en la cuarta planta. Oímos voces. Sonó la campanilla. Se abrieron las puertas. El pasillo estaba lleno de abogados. A la izquierda había una puerta de caoba con una placa de latón que ponía «Lewis, Strange & Greville, abogados». Estaba abierta; tres personas habían salido y esperaban a que alguien cerrara. Dos hombres y una mujer. Vestían ropa informal. Todos llevaban maletines. Parecían contentos. Se volvieron y nos miraron. Bajamos del ascensor. Nos sonrieron y nos saludaron con un gesto de la cabeza, como suele hacerse cuando uno se cruza con desconocidos en un pasillo. O tal vez creyeron que habíamos venido a consultar con ellos alguna cuestión legal. Villanueva les devolvió la sonrisa e indicó con la cabeza la puerta de Exportación Xavier. «No es a vosotros a quienes buscamos, sino a ellos.» Una abogada apartó la mirada y subió al ascensor abriéndose paso entre nosotros. Sus colegas cerraron su oficina y la acompañaron. Las puertas del ascensor se cerraron con ellos dentro y lo oímos bajar.

– Testigos -susurró Duffy-. Mierda.

Villanueva señaló la puerta de Exportación Xavier.

– Seguro que hay alguien. Esos abogados no se han sorprendido de vernos aquí un sábado a esta hora. Por tanto, deben de saber que hay alguien. Quizá pensaron que teníamos una cita o algo así.

Asentí.

– Uno de los coches del aparcamiento estaba esta mañana en el almacén de Beck.

– ¿Quinn? -dijo Duffy.

– Espero que sí.

– Ha quedado bien claro. Primero Teresa y después Quinn -dijo Villanueva.

– Pues modifico el plan -repuse-. No voy a marcharme. Si él está aquí, no. No dejaré pasar la oportunidad.

– Pero en todo caso no podemos entrar -objetó Duffy-. Nos han visto.

– Tú no puedes entrar -precisé-. Yo sí.

– ¿Cómo? ¿Solo?

– Mejor así. Él y yo.

– Hemos dejado pistas.

– Pues borradlas. Regresad al aparcamiento y marchaos. El guardia os quitará de la lista. Llamad a esta oficina pasados cinco minutos. Entre el registro del aparcamiento y el del teléfono constará que mientras estabais aquí no sucedió nada.

– Pero ¿y tú? Constará que te hemos dejado aquí.

– Lo dudo -dije-. No creo que el tipo del aparcamiento prestara mucha atención. No creo que contara las cabezas ni nada. Se ha limitado a anotar la matrícula.

Duffy no replicó.

– En cualquier caso me da igual -añadí-. Es difícil encontrarme. Y procuraré que aún lo sea más.

Ella miró la puerta del bufete. Luego la de Exportación Xavier. Después el ascensor y finalmente a mí.

– Muy bien -dijo-. Lo dejamos en tus manos. La verdad es que no quiero, pero no tengo más remedio, ¿lo entiendes?

– Con toda claridad.

– Tal vez Teresa esté ahí dentro con él -susurró Villanueva.

Asentí.

– Si es así, la llevaré con vosotros. Quedamos al final de la calle. Diez minutos después de la llamada.

Ambos vacilaron un instante y acto seguido Duffy pulsó el botón para llamar el ascensor. Cuando se puso en marcha el mecanismo, oímos ruidos en el hueco.

– Ten cuidado -dijo ella.

Sonó la campanilla y se abrieron las puertas. Subieron. Villanueva me echó una mirada y pulsó el botón del vestíbulo, las puertas se cerraron ante ellos como el telón de un teatro, y desaparecieron. Me alejé y me apoyé contra la pared enfrente de la puerta de Quinn. Solo me sentía bien. Empuñé la Beretta y esperé. Imaginé que Duffy y Villanueva salían del ascensor y se dirigían al coche. Abandonaban el aparcamiento. El guardia reparaba en ellos. Aparcaban al doblar la esquina y llamaban a información. Conseguían el número de Quinn. Y miré fijamente la puerta. Imaginé a Quinn al otro lado, sentado a su mesa, con un teléfono delante. Miraba la puerta como si pudiera ver a través de ella.

De hecho, la primera vez que lo vi fue el día de la detención. A Frasconi le había ido bien con el sirio. El tío estaba totalmente de acuerdo. Frasconi era ideal para una situación como aquélla. Si se le daba tiempo y un objetivo claro, cumplía con su cometido. El sirio llevaba consigo dinero en efectivo sacado de su embajada. Nos sentamos todos juntos frente al auditor militar y lo contamos. Cincuenta mil dólares. Supusimos que era el último de muchos plazos. Marcamos cada billete, uno a uno. Marcamos incluso el maletín con las iniciales del auditor cerca de una de las bisagras. El auditor redactó una declaración jurada para el expediente, Frasconi se quedó con el sirio y Kohl y yo nos instalamos en un lugar apropiado para vigilar. El fotógrafo de ella ya estaba listo en una ventana de la segunda planta de un edificio que había al otro lado de la calle, a unos veinte metros hacia el sur. El auditor se reunió con nosotros diez minutos después. Estábamos utilizando una furgoneta aparcada junto al bordillo. Tenía una suerte de portillas en los cristales opacos. Kohl la había tomado prestada del FBI. Para completar la escenificación había reclutado a tres veteranos que llevaban monos de la compañía eléctrica y estaban cavando de veras una zanja.

Aguardamos. Sin hablar. En la furgoneta no había mucho aire. Volvía a hacer calor. Al cabo de cuarenta minutos, Frasconi dejó ir al sirio. Apareció en nuestro campo visual andando, desde el norte. Se le había avisado de lo que podía pasarle si nos traicionaba. Kohl había escrito el guión y Frasconi se lo había transmitido. Contenía amenazas que seguramente no habríamos cumplido; pero eso él no lo sabía. Si pensamos en lo que le sucede a la gente en Siria, supongo que eran creíbles.

Se sentó a una mesa de una terraza. A tres metros de nosotros. Dejó el maletín en el suelo, junto a la mesa. Apareció el camarero y tomó nota de su pedido. Al cabo de un minuto le llevó un café. El sirio encendió un cigarrillo. Lo aplastó en el cenicero a medio fumar.

– El sirio está esperando -señaló Kohl, tranquila. Había puesto en marcha un magnetófono. Su intención era grabar la conversación en tiempo real para mayor seguridad. Vestía prendas verdes, lista para la detención. Le sentaban francamente bien.

– Comprobado -dijo el auditor-. El sirio está esperando.

El sirio terminó su café e hizo señas al camarero para que le sirviera otro. Encendió otro cigarrillo.

– ¿Siempre fuma tanto? -pregunté.

– ¿Por qué? -dijo Kohl.

– ¿No estará mandando una señal a Quinn?

– No; fuma siempre.

– Muy bien -dije-. Pero seguramente disponen de una señal de cancelación.

– No creo que el tío la use. Frasconi lo ha asustado de veras.

Seguimos a la espera. El sirio acabó el segundo cigarrillo. Colocó las manos planas sobre la mesa. Tamborileó con los dedos. Parecía encontrarse bien. Parecía un tipo esperando a otro que se retrasa un poco. Encendió otro pitillo.

– No me gusta tanto humo -solté.

– Relájese, siempre es así -explicó Kohl.

– Parece nervioso. Quinn podría darse cuenta.

– Es normal. Es de Oriente Medio.

Aguardamos. Vi que cada vez pasaba más gente. Se acercaba la hora de almorzar.

– Ahora viene Quinn -indicó Kohl.

– Bien -certificó el auditor militar-. Ahora viene Quinn.

Miré hacia el sur. Vi un tío de aspecto aseado, pulcro y elegante. Uno ochenta y cinco y algo menos de ochenta kilos. No más de cuarenta años. Tenía el pelo negro con algunas canas en las sienes. Llevaba traje azul, camisa blanca y corbata de un rojo apagado. Parecía una persona corriente de D.C. Andaba deprisa, aunque no daba esa impresión. Se movía con garbo. Era atlético y estaba en buena forma, sin duda. Casi seguro que hacía footing. Llevaba un maletín Halliburton. Idéntico al del sirio. A la luz del sol despedía tenues destellos dorados.

El sirio dejó el cigarrillo en el cenicero e hizo un gesto con la mano. Parecía un poco preocupado, pero pensé que era lógico. El espionaje de alto nivel en pleno centro de la capital de tu enemigo no es ningún juego. Quinn lo vio y se acercó. El sirio se levantó y ambos se estrecharon la mano por encima de la mesa. Sonreí. Utilizaban un sistema muy ingenioso. En Georgetown era una escena tan familiar que pasaba totalmente inadvertida. Un americano con traje dando un apretón de manos a un forastero junto a una mesa con tazas de café y un cenicero rebosante. Se sentaron. Quinn recolocó la silla, se puso cómodo y dejó su maletín pegado al que ya estaba ahí. Si uno no miraba con atención, podía parecer que los dos maletines eran uno solo de mayor tamaño.

– Los maletines están uno junto al otro -dijo Kohl al micrófono.

– Bien -dijo el auditor-. Los maletines están uno junto al otro.

Apareció el camarero con el segundo café del sirio. Quinn le dijo algo, y el camarero se fue. El sirio le dijo algo a Quinn. Éste sonrió. Era una sonrisa de mero control. Mera satisfacción. El sirio dijo algo más. Estaba desempeñando su papel. Pensaría que estaba salvando la vida. Quinn estiró el cuello y buscó al camarero. El sirio cogió de nuevo su cigarrillo, volvió la cabeza y echó el humo directamente hacia nosotros. Acto seguido lo apagó en el cenicero. Acudió el camarero con la bebida de Quinn. Una taza grande. Seguramente café con leche. El sirio tomaba sorbos de su café. Quinn se bebía el suyo. No hablaban.

– Están nerviosos -dijo Kohl.

– Impacientes -dije yo-. Se acercan al final. Es el último encuentro. Ya ven la línea de meta. Los dos. Sólo quieren acabar ya.

– Atención a los maletines -dijo Kohl.

– Atención -repitió el auditor.

Quinn dejó la taza en el platillo. Apartó la silla hacia atrás. Alargó la mano derecha. Cogió la cartera del sirio.

– Quinn tiene la cartera del sirio -dijo el auditor.

Quinn se puso en pie. Dijo algo, se volvió y se alejó a paso ligero. Lo observamos hasta que desapareció. El sirio se quedó con la cuenta. La pagó y se marchó en dirección al norte, hasta que Frasconi salió de un portal, lo agarró del brazo y lo condujo hacia nosotros. Kohl abrió la puerta trasera de la furgoneta y Frasconi metió al tío dentro. Siendo cinco como éramos, no había mucho sitio.

– Abra el maletín -ordenó el auditor.

De cerca, el sirio parecía más nervioso que a través del cristal. Sudaba y olía mal. Dejó el maletín en el suelo y se agachó. Nos miró a uno tras otro sucesivamente, liberó los cierres y levantó la tapa.

El maletín estaba vacío.


Oí el teléfono en la oficina de la Empresa de Exportación Xavier. La puerta era gruesa y maciza, con lo que el tono quedaba amortiguado y parecía lejano. Pero era el tono de un teléfono y se oía exactamente cinco minutos después de que Duffy y Villanueva hubieran salido del aparcamiento. Sonó dos veces y alguien descolgó. No percibí conversación alguna. Supuse que Duffy diría que se había equivocado de número. Supuse que alargaría la conversación lo suficiente para que resultara significativa en un registro telefónico. Le di un minuto. Nadie alarga una llamada fingida más de sesenta segundos.

Saqué la Beretta del bolsillo y abrí la puerta. Entré en un amplio recibidor. Había madera oscura y alfombras. A la izquierda, un despacho cerrado. Otro a la derecha, también cerrado. Delante de mí, una mesa de recepción. Una persona sentada ante la mesa, en el momento de colgar un teléfono. No era Quinn. Era una mujer. De unos treinta años, cabello rubio, ojos azules. Frente a ella, en una placa plastificada pegada a un soporte de madera se leía: emily smith. Detrás se veía un perchero con un impermeable colgado. Y también, en una percha metálica, un vestido de cóctel cubierto por un plástico de la tintorería. Con la mano izquierda, cerré a tientas a mi espalda la puerta del pasillo. Observé los ojos de Emily Smith. Me miraban fijamente. Sin parpadear. No los giró a la derecha ni a la izquierda, hacia ninguna puerta. Tampoco los bajó al bolso o al cajón. Así que seguramente estaba desarmada.

– Usted debería estar muerto -dijo.

– ¿Ah, sí?

Asintió ligeramente, como si no pudiera procesar lo que estaba viendo.

– Usted es Reacher -dijo-. Paulie nos dijo que lo había eliminado.

Asentí.

– Vale, soy un fantasma. No toque el teléfono.

Me acerqué y miré la mesa. No había armas encima. El teléfono era una complicada consola con muchas líneas. Toda llena de botones. Me agaché y con la mano izquierda arranqué el cordón del enchufe.

– Levántese -ordené.

Ella echó la silla hacia atrás y se levantó con ayuda de las manos.

– Miremos en las otras habitaciones -dije.

– No hay nadie -señaló. Había miedo en su voz, luego probablemente decía la verdad.

– Miremos igualmente -insistí.

Salió de detrás de la mesa. Era unos treinta centímetros más baja que yo. Llevaba una falda oscura y una blusa también oscura. Calzaba unos zapatos elegantes, que también harían juego con el vestido de cóctel. Apliqué el cañón de la Beretta a su espalda, la agarré del cuello de la blusa con la mano izquierda y la hice avanzar. Parecía frágil y poca cosa. Su cabello caía sobre mi mano. Olía a limpio. Primero inspeccionamos el despacho de la izquierda. Ella abrió la puerta, yo la empujé dentro de golpe y me eché a un lado apartándome del umbral. No quería que me dispararan por la espalda desde el recibidor.

Sólo era un despacho. Un espacio de dimensiones aceptables. Sin nadie dentro. Había una alfombra oriental y un escritorio. También un lavabo. Simplemente un pequeño cubículo con un retrete y una pica. Tampoco nadie allí. Así que empujé a la mujer por todo el recibidor hasta el despacho de la derecha. La misma decoración. La misma clase de alfombra oriental, el mismo estilo de mesa. Desocupado. Nadie. No había lavabo. Seguí sujetando con fuerza a la secretaria por el cuello de la blusa y la empujé hasta el centro del recibidor. La detuve justo al lado de su mesa.

– Aquí no hay nadie -solté.

– Ya se lo he dicho -replicó.

– Entonces ¿dónde están todos?

No respondió. Noté que se ponía rígida, dispuesta a no contestar.

– Más en concreto, ¿dónde está Teresa Daniel? -pregunté.

Nada.

– ¿Dónde está Xavier? -inquirí.

Nada.

– ¿Cómo es que sabe mi nombre?

– Beck se lo dijo a Xavier. Le pidió permiso para contratarle.

– ¿Xavier hizo averiguaciones sobre mí?

– Todas las que pudo.

– ¿Y le dio a Beck su conformidad?

– Evidentemente.

– Entonces ¿por qué ha mandado a Paulie que acabara conmigo esta mañana?

Volvió a ponerse rígida y dijo:

– La situación ha cambiado.

– ¿Esta mañana? ¿Por qué?

– Nos ha llegado nueva información.

– ¿Qué información?

– No lo sé exactamente -dijo-. Algo sobre un coche.

¿El Saab? ¿Las desaparecidas notas de la criada?

– Llegó a determinadas conclusiones -añadió-. Ahora lo sabe todo acerca de usted.

– Eso es sólo una manera de hablar -corregí-. Nadie lo sabe todo acerca de mí.

– Se enteró de que usted habló con la ATF.

– Como digo, en realidad nadie sabe nada.

– Sabe lo que estaba haciendo aquí.

– ¿Ah, sí? ¿Y lo sabe usted?

– No me lo dijo.

– ¿Y qué pinta usted en todo esto?

– Soy la directora de operaciones.

Apreté la mano con que le asía el cuello de la blusa, acerqué el cañón de la Beretta y se lo hundí en la mejilla, tensándole la piel. Pensé en Angel Doll y John Chapman Duke, y en dos guardaespaldas de quienes ni siquiera sabía el nombre, y en Paulie. Imaginé que, en un sentido cósmico, añadir a Emily Smith a la lista de bajas no iba a costarme mucho. Coloqué el arma en su cabeza. Oí un avión a lo lejos, despegando del aeropuerto. Bramó a través del cielo, a menos de dos kilómetros. Calculé que podía esperar al siguiente y apretar el gatillo. Nadie oiría nada. Y ella seguramente se lo merecía.

O tal vez no.

– ¿Dónde está él? -pregunté.

– No lo sé.

– ¿Sabe lo que hizo hace diez años?

Si lo sabía, lo diría. Sin duda. Por orgullo, vanidad o sentido de pertenencia. Sería incapaz de callárselo. Y si lo sabía, merecía morir. Por saberlo y aun así seguir trabajando con quien hizo aquello.

– No, no me lo ha dicho nunca -contestó-. Hace diez años yo no le conocía.

– ¿Está segura?

– Sí.

La creí.

– ¿Sabe qué le pasó a la criada de Beck? -solté.

Una persona veraz es perfectamente capaz de decir que no, pero normalmente se tomará su tiempo antes de responder. Quizá se le planteen algunos interrogantes. Es humano.

– ¿Quién? -dijo-. No, ¿qué?

Suspiré.

– Muy bien -dije.

Guardé la Beretta en el bolsillo, le solté el cuello de la blusa, la hice girar sobre los talones y con la mano izquierda le sujeté las dos muñecas juntas. Con la derecha cogí el cable del teléfono. A continuación, inmovilizados los brazos, la empujé hacia el despacho de la izquierda y luego hasta el lavabo. La metí dentro.

– Los abogados de al lado se han ido a casa -dije-. Hasta el lunes por la mañana no habrá nadie en el edificio. Así que ya puede gritar todo lo que quiera, que nadie va a oírle.

La mujer no dijo nada. Le cerré la puerta en las narices. Enrollé fuerte el cable del teléfono en el pomo. Abrí la puerta del despacho y até el otro extremo del cable al picaporte. Emily podía pasarse todo el fin de semana tirando desde dentro en vano. Nadie puede romper cable eléctrico estirando a lo largo. Supuse que al cabo de una hora se daría por vencida y se quedaría quieta, bebería agua del grifo, usaría el retrete y procuraría hacer tiempo.

Me senté a su mesa. Pensé que una directora de operaciones tendría papeles de interés. Pero no. Lo mejor que encontré fue una copia del encargo a Keast & Maden. Los del catering. 18 @ $55. Alguien había anotado algo a lápiz en la parte inferior. Letra de mujer. Seguramente de Emily Smith. La nota decía: «¡Cordero, no cerdo!» Hice girar la silla y observé el vestido colgado en la percha. Volví a girar y miré el reloj. Había consumido mis diez minutos.


Bajé en el ascensor al aparcamiento y salí por la puerta de incendios de la parte trasera. El guardia no me vio. Rodeé el bloque y llegué hasta Duffy y Villanueva por detrás. Tenían el coche aparcado en la esquina y estaban en los asientos delanteros, mirando por el parabrisas. Supuse que esperaban ver a dos personas bajando la calle y dirigiéndose a ellos. Abrí la puerta y me deslicé en el asiento trasero, y ellos se volvieron y mostraron su semblante decepcionado.

– Ninguno de los dos -dije.

– Alguien ha cogido el teléfono -señaló Duffy.

– Una mujer llamada Emily Smith -expliqué-. La directora de operaciones. No me ha contado nada.

– ¿Qué has hecho con ella?

– La encerré en el cuarto de baño. Estará fuera de juego hasta el lunes.

– Tenías que hacerla cantar -soltó Villanueva-. Arrancarle las uñas.

– Eso no va conmigo. Pero puedes hacerlo tú, si quieres. Aún está allí dentro. No va a ir a ninguna parte.

Villanueva se limitó a menear la cabeza.

– ¿Y ahora, qué? -preguntó Duffy.


– ¿Y ahora, qué? -preguntó Kohl.

Todavía estábamos dentro de la furgoneta. Kohl, el auditor militar y yo. Frasconi se había llevado al sirio. Kohl y yo nos devanábamos los sesos y el auditor estaba en vías de desentenderse de todo.

– Yo he venido sólo para observar -indicó-. No puedo ofrecerles asesoramiento legal. No sería adecuado. Y, sinceramente, tampoco sabría qué decirles.

Nos fulminó con la mirada, salió por la puerta de atrás y se marchó andando. No miró hacia atrás. Supongo que era el bajón que le pilla a un observador después de haber estado perdiendo el tiempo miserablemente. Eran consecuencias no deseadas.

– Vamos a ver, ¿qué ha pasado? -dijo Kohl-. ¿Qué ha sucedido exactamente?

– Sólo hay dos posibilidades -señalé-. Una, que simple y llanamente estaba estafando al tío. El clásico truco de la confianza. Vas pasando poco a poco el material poco importante, y de pronto retienes el último plazo. Dos, que estaba trabajando como agente legal de contraespionaje. Demostrando que Gorowski era fácil de sobornar, o que los sirios estaban dispuestos a pagar una buena pasta por cierto material.

– Secuestró a la hija de Gorowski -apuntó ella-. Imposible que esto estuviera autorizado.

– Cosas peores se han visto.

– Los estaba engañando.

Asentí.

– Estoy de acuerdo. Los estaba timando.

– Entonces ¿qué podemos hacer al respecto?

– Nada -repuse-. Porque si seguimos adelante y lo acusamos de chanchullos para obtener un beneficio personal, él dirá que no, que no es cierto, que en realidad estaba poniendo un cebo, y nos invitará a demostrar lo contrario. Y encima, nos dirá que no metamos las narices en los asuntos de contraespionaje.

Kohl se quedó callada.

– ¿Y sabe otra cosa? -añadí-. Aunque los estuviera estafando, yo no sabría de qué acusarle. ¿El Código Penal Militar impide a uno aceptar dinero de extranjeros idiotas a cambio de maletines llenos de aire?

– No lo sé.

– Yo tampoco.

– En todo caso, los sirios se pondrán hechos un basilisco, ¿no? -dijo ella-. A ver, le han pagado medio millón de dólares. Reaccionarán. Está en juego su orgullo. Aunque fuera un agente legal, corrió muchísimo peligro. Corrió con medio millón de peligros. Irán por él. Y no puede desaparecer sin más. Tendrá que quedarse en su puesto.

Me tomé un respiro. La miré.

– Si no va a desaparecer, ¿por qué estaba transfiriendo todo ese dinero?

Kohl no contestó. Miré la hora. Pensé: «Esto, no lo otro.» O quizás, y sólo por una vez, esto y lo otro.

– Medio millón es demasiado dinero -dije.

– ¿En qué sentido?

– Para que lo pagaran los sirios. Simplemente esa cosa no lo vale. Pronto habrá un prototipo. Después se fabricará una remesa de preproducción. En cuestión de meses tendremos en intendencia cien armas terminadas. Seguramente podrían comprar una por diez mil dólares. Algún cabo corrupto se la vendería. Incluso podrían conseguir alguna gratis. Y luego simplemente aplicar la ingeniería invertida.

– Vale, o sea que como negociantes son idiotas -dijo Kohl-. Pero hemos oído a Quinn en la cinta. Metió medio kilo en el banco.

Miré otra vez el reloj.

– Lo sé. Es un hecho incontestable.

– Entonces ¿qué?

– Sigue siendo mucho dinero. Los sirios no son más idiotas que las demás personas. Nadie valoraría un dardo estrambótico en medio millón de dólares.

– Pero sabemos que eso es lo que han pagado. Acaba de decir que es un hecho incontestable.

– No -objeté-. Sabemos que Quinn ingresó medio millón en el banco. El hecho es éste. Lo que no demuestra que se lo pagaran los sirios. Eso es sólo una conjetura.

– ¿Cómo?

– Quinn es un experto en Oriente Medio. Es un tipo listo, y también mal bicho. Me parece que usted dejó de buscar demasiado pronto.

– ¿Buscar dónde?

– En él. Adónde va, con quién anda. ¿Cuántos regímenes sospechosos hay en Oriente Medio? Al menos cuatro o cinco. Supongamos que se mete en la cama con dos o tres, al mismo tiempo o por separado. Y que cada uno cree que es el único. Supongamos que ha efectuado la operación tres o cuatro veces. Eso explicaría por qué ha logrado meter medio millón en el banco a cambio de algo que no lo vale ni de lejos.

– ¿Y los está timando a todos?

Volví a mirar el reloj.

– Es posible -respondí-. O acaso vaya en serio con uno de ellos. A lo mejor todo empezó así. Quizá Quinn quería que fuera en serio desde el principio, con un cliente predilecto. Pero como no le sacaba todo el dinero que quería, decidió ensanchar el campo.

– Tenía que haber mirado en más cafés -dijo-. Y no conformarme con el sirio.

– Probablemente tiene una ruta fija. Varias citas distintas, una tras otra. Como un maldito mensajero.

Kohl miró la hora.

– Muy bien -dijo-. Pues ahora mismo está llevándose a casa el dinero del sirio.

Asentí.

– Y luego saldrá otra vez enseguida para encontrarse con el siguiente tío. Así que coja a Frasconi y monten más vigilancia. Localicen a Quinn cuando vuelva a la ciudad. Detengan a cualquiera que intercambie un maletín con él. Quizás acaben ustedes juntando un montón de maletines vacíos, pero igual alguno no lo está, en cuyo caso reanudaremos las operaciones.

Ella miró el interior de la furgoneta. Bajó la vista al magnetófono.

– Déjelo correr -señalé-. No hay tiempo para conseguir material inteligente. Sólo usted y Frasconi, en la misma calle.


– El almacén -indiqué-. Tendremos que inspeccionarlo.

– Necesitamos refuerzos -dijo Duffy-. Estarán todos allí.

– Espero que así sea.

– Es demasiado peligroso. Sólo somos tres.

– De hecho, creo que tienen que ir a algún sitio. Es posible que ya hayan salido.

– ¿Adónde han de ir?

– Luego -dije-. Vayamos paso a paso.

Villanueva arrancó y se alejó del bordillo.

– Espera -dije-. Dobla a la derecha. Antes quiero comprobar algo.

Le indiqué el camino a lo largo de dos bloques y luego otro hacia arriba y llegamos al aparcamiento público donde yo había dejado a Angel Doll en el maletero de su coche. Villanueva se detuvo junto a una boca de riego y yo bajé. Caminé hacia la entrada de vehículos y dejé que mis ojos se adaptaran a la penumbra. Me acerqué al sitio. Había un coche. Pero no era el Lincoln negro de Angel Doll, sino un Subaru Legacy de color verde metalizado. Era la versión Outback, con los refuerzos en el techo y los neumáticos grandes. En la ventanilla de atrás tenía un adhesivo con las barras y las estrellas. Un conductor patriota. Pero no lo bastante para comprar un coche americano.

Caminé por los dos pasillos adyacentes sólo para asegurarme del todo, pese a que no tenía ya esperanzas. No el Saab, sino el Lincoln. No las desaparecidas notas de la criada, sino los ya inexistentes latidos de Angel Doll. Nadie lo sabe todo de una persona, pero me pareció que ahora él sabía de mí lo suficiente para que yo me sintiera incómodo. Volví sobre mis pasos. Subí la rampa de entrada y salí a la luz exterior. Era un día gris y oscuro, nublado, y caían las sombras de los altos edificios, pero sentí como si me iluminara un reflector. Regresé al Taurus, subí y cerré la puerta sin hacer ruido.

– ¿Todo bien? -preguntó Duffy.

No contesté. Ella se volvió en su asiento y me miró.

– ¿Todo bien? -repitió.

– Hemos de sacar a Eliot de allí -expliqué.

– ¿Por qué?

– Encontraron a Angel Doll.

– ¿Quiénes?

– Los hombres de Quinn.

– ¿Cómo?

– No lo sé.

– ¿Estás seguro? -preguntó ella-. Podría haber sido la policía de Portland. Un vehículo sospechoso. Demasiado tiempo aparcado.

Negué con la cabeza.

– Habrían abierto el maletero. Ahora considerarían todo el aparcamiento como escenario de un crimen. Habrían cortado los accesos con cinta. Habría polis por todas partes.

Duffy no respondió.

– Ahora todo se ha descontrolado -proseguí-. Así que llama a Eliot. Al móvil. Dile que se largue de allí. Y que se traiga con él a los Beck y la cocinera. Dile que si es preciso los arrastre a punta de pistola. Y que busque otro motel y se esconda.

Ella sacó el Nokia del bolso. Pulsó un botón de marcado rápido. Esperó. Cronometré mentalmente. Un tono. Dos tonos. Tres. Cuatro. Duffy me miró inquieta. Entonces Eliot contestó. Duffy exhaló un suspiro y le dio las instrucciones, con voz alta, clara y apremiante. Luego desconectó.

– ¿Todo bien? -pregunté.

Asintió.

– Parecía muy aliviado.

Yo también hice un gesto de asentimiento. Eliot se sentiría aliviado, sin duda. No es nada divertido permanecer agachado junto a la culata de una ametralladora, de espaldas al mar, mirando fijamente el paisaje gris, sin saber qué se te viene encima, ni cuándo.

– Pues vamos -dije-. Al almacén.

Villanueva arrancó de nuevo. Ya conocía el camino. Había vigilado el almacén en dos ocasiones acompañado de Eliot. Dos largos días. Puso rumbo al sudeste a través de la ciudad y se acercó al puerto desde el noroeste. Nos quedamos callados. Intenté evaluar los daños. Un desastre. No obstante, aquello también era una liberación. Todo había quedado claro. Se había acabado lo de fingir. El chanchullo se había disuelto como un azucarillo. Ahora su enemigo era simple y llanamente yo. Qué descanso.

Villanueva era un conductor muy listo. Todo lo hacía bien. Rodeó el almacén a una distancia de tres bloques. Cubrimos los cuatro lados. Nos limitamos a breves vislumbres por los callejones y los huecos entre edificios. Cuatro lados, cuatro vistazos. No se veían coches. La puerta corredera estaba cerrada a cal y canto. En las ventanas no había luz.

– ¿Dónde están todos? -dijo Duffy-. Se supone que iba a ser un fin de semana movido.

– Y lo es -repuse-. Creo que es muy movido. Y lo que están haciendo tiene mucho sentido.

– ¿Qué están haciendo?

– Luego -respondí-. Echemos un vistazo a las Persuader. Y veamos qué les dan a cambio.

Villanueva aparcó dos edificios más allá, frente a una puerta que ponía: «Taxidermia Fina Importada Brian.» Cerró el Taurus y a continuación dimos un rodeo para llegar al edificio de Beck desde el lado ciego, donde no había ventanas. La puerta del personal que daba a la oficina del almacén estaba cerrada. Miré por la ventana trasera y no vi a nadie. Doblé la esquina y miré en el área administrativa. Nadie. Llegamos a la desconchada puerta gris y nos paramos. Estaba cerrada.

– ¿Cómo entramos? -inquirió Villanueva.

– Con esto -dije.

Saqué las llaves de Angel Doll y abrí la puerta. La alarma empezó a pitar. Entré y hojeé los papeles del tablón de anuncios, encontré el código y lo introduje. La luz roja cambió a verde, los pitidos cesaron y el edificio quedó en silencio.

– No están aquí -dijo Duffy-. No tenemos tiempo para registrar a fondo. Hemos de encontrar a Teresa.

Yo ya olía el lubricante de las armas. Flotaba en el ambiente, por encima del olor a lana cruda de las alfombras.

– Cinco minutos -indiqué-. Y luego la ATF os pondrá una medalla.

– Deberían darle una medalla -dijo Kohl.

Estaba llamándome desde un teléfono público del campus de la Universidad de Georgetown.

– ¿Ah, sí?

– Lo tenemos. Podemos cazarlo con un tridente. El tío está totalmente acabado.

– Entonces ¿qué era?

– Los iraquíes -explicó-. Inaudito, ¿no?

– Supongo que tiene su lógica -señalé-. Los están jodiendo y quieren estar preparados para la próxima.

– Pues vaya descaro.

– ¿Cómo ha ido todo?

– Igual que la otra vez. Pero con Samsonites, no Halliburtons. De un libanés y de un iraní sólo obtuvimos maletines vacíos. Y luego encontramos el filón en el del iraquí. El original verdadero.

– ¿Está segura?

– Del todo. He llamado a Gorowski y él lo ha autentificado por el número del rincón inferior.

– ¿Quién ha presenciado el intercambio?

– Los dos, Frasconi y yo. Y también algunos estudiantes. Lo han hecho en una cafetería de la facultad.

– ¿Qué facultad?

– Contamos con un profesor de derecho.

– ¿Qué ha visto?

– Todo. Aunque no puede jurar que haya visto el verdadero canje. Han sido hábiles de veras, como los trileros. Los maletines eran idénticos. ¿Es suficiente?

Preguntas que ojalá hubiera respondido de otra manera. Acaso Quinn afirmara que el iraquí habría conseguido el original por medios desconocidos. Acaso apuntara que al tío le gustaba llevar el maletín encima. Tal vez llegara incluso a negar que hubiera habido intercambio alguno. Pero entonces pensé en el sirio, y en el libanés, y en el iraní. Y en todo el dinero que Quinn tenía en el banco. Los estafados se sentirían resentidos. Quizás estarían dispuestos a declarar en una sesión a puerta cerrada. El Departamento de Estado tal vez podría ofrecerles alguna suerte de quid pro quo. Además las huellas dactilares de Quinn estarían en el maletín del iraquí. A una cita no habría ido con guantes. Demasiado sospechoso. Pensé que en conjunto era suficiente. Teníamos un patrón claro, unos dólares inexplicables en una cuenta bancaria de Quinn, un proyecto militar de alto secreto en manos de un agente iraquí, y dos PM y un profesor de derecho para explicar cómo sucedió todo, y también huellas dactilares en el asa de una cartera.

– Con eso basta -dije-. Practique la detención.


– ¿Adónde voy? -preguntó Duffy.

– Ya te lo diré -respondí.

Me dirigí a la zona despejada. Al despacho del fondo. Crucé la puerta y entré en el cubículo del almacén. En la mesa seguía el ordenador de Angel Doll. De la silla continuaba desprendiéndose el relleno. Encontré el interruptor bueno e iluminé el almacén. A través de las mamparas de vidrio alcanzaba a verlo todo. Allí seguían los estantes de alfombras. También estaba la carretilla elevadora. Pero en el centro se veían cinco montones de cajones de embalaje que llegaban a la altura de la cabeza. Estaban apilados en dos grupos. Los más alejados de la puerta corredera eran tres montones de abolladas cajas de madera, todas con signos estarcidos de alfabetos extraños, la mayoría del cirílico, cubiertos por garabatos de derecha a izquierda correspondientes a una especie de lengua árabe. Supuse que eran las importaciones de Bizarre Bazaar. Más cerca de la puerta había dos montones de cajones nuevos con las palabras «Mossberg Connecticut». Debía de ser el cargamento de la Empresa de Exportación Xavier que había que embarcar. Importación-exportación, máximo exponente del trueque. «El intercambio equitativo no constituye un robo», habría dicho Leon Garber.

– No es mucho, ¿verdad? -dijo Duffy-. Vamos a ver, cinco montones de cajas. ¿Ciento cuarenta mil dólares? Creía que iba a ser una operación importante.

– Creo que lo es -dije-. Pero quizá más en calidad que en cantidad.

– Echemos un vistazo -propuso Villanueva.

Fuimos al almacén. Villanueva y yo bajamos al suelo la caja de arriba de Mossberg. Pesaba. Yo aún tenía el brazo izquierdo algo débil. Y aún me dolía el pecho. Eso hizo que me olvidara por unos momentos de mi boca destrozada.

Mi compañero encontró en una mesa unas tenazas y quitó los clavos de la tapa. Después la alzó y la dejó en el suelo. El interior estaba lleno de virutas de espuma. Hundí la mano y saqué un arma larga envuelta en papel encerado. Arranqué el papel. Era una M500 Persuader. El modelo Crucero. Sin culata para el hombro. Sólo una empuñadura de pistola. Calibre 12, cañón de 45 cm, recámara de siete y medio, capacidad de seis tiros, metal pavonado, asidero frontal negro sintético, sin mira. Un arma callejera repugnante y brutal para distancias cortas. Comprobé la corredera, cric crac, suave como la seda. Apreté el gatillo. Hizo clic como una Nikon.

– ¿Hay municiones? -pregunté.

– Aquí -contestó Villanueva. Sostenía en la mano un paquete de balas Brenneke Magnum. Tras él había una caja de cartón con docenas de paquetes idénticos.

Abrí dos, cargué seis proyectiles, dejé uno en la recámara y cargué un séptimo. Después puse el seguro, pues las Brenneke no eran perdigones, sino balas de cobre macizo de veintiocho gramos que saldrían del Persuader a casi mil ochocientos kilómetros por hora. En un bloque de hormigón ligero harían un agujero lo bastante grande para arrastrarse a través de él. Dejé el arma sobre la mesa y desenvolví otra. La cargué, puse el seguro y la dejé al lado de la primera. Sorprendí a Duffy con la vista clavada en mí.

– Son para esto -expliqué-. Un arma vacía no sirve de nada.

Devolví los paquetes vacíos de las Brenneke a la caja de cartón y cerré la tapa. Villanueva estaba mirando las cajas de Bizarre Bazaar.

– ¿Qué te parece? ¿Serán alfombras? -me preguntó.

– No todas -respondí.

– Los de Aduana creen que sí. Un tal Taylor certifica que son alfombras procedentes de Libia tejidas a mano.

– Esto os conviene -dije-. Podéis entregar al Taylor ese a la ATF. Que investiguen sus cuentas bancarias. Quizás entonces caigáis más simpáticos.

– Pero ¿qué contienen realmente? -inquirió Duffy-. ¿Qué hacen en Libia?

– Nada -respondí-. Cultivan dátiles.

– Todo esto es material ruso -señaló Villanueva-. Ha pasado por Odesa dos veces. Importado de Libia, dobla a la derecha para luego dar la vuelta y es exportado aquí. A cambio de doscientas Persuader. Sólo porque alguien quiere hacerse el duro por las calles de Trípoli.

– Y en Rusia fabrican un montón de cosas -dijo Duffy.

Asentí.

– Veamos exactamente el qué.

Había nueve cajas de embalaje en tres pilas. Agarré la de arriba del montón más próximo y Villanueva puso manos a la obra con sus tenazas. Quitó la tapa, y vi una serie de AK-74 ocultos bajo virutas de madera. Fusiles de asalto Kalashnikov estándar, muy usados. Un fastidio del demonio, en la calle podrían llegar a valer doscientos dólares cada uno, según dónde se vendieran. No eran artículos de moda. No me cabía en la cabeza que ningún tío con cazadora North Face cambiara su hermosa H &K por uno de ésos.

La segunda caja era más pequeña. Estaba llena de virutas de madera y ametralladoras AKSU-74. Eran derivados del AK-74. Eficaces, pero toscas y pesadas. También estaban usadas, pero en buen estado. Nada del otro mundo. No eran mejores que media docena de equivalentes occidentales. La OTAN no ha pasado ninguna noche en vela preocupada por esto.

La tercera caja rebosaba de pistolas Makarov de nueve milímetros. La mayoría rayadas y viejas. Es un diseño rudimentario y nada original, copia de la antigua Walther PP. Los militares soviéticos nunca fueron muy entendidos en pistolas. Pensaban que usar armas de cinto era poco más o menos que arrojar piedras.

– Esto es una mierda -dije-. Lo mejor que se podría hacer con todo sería fundirlo y utilizarlo para fabricar anclas de barcos.

Pasamos al segundo montón y ya en la primera caja hallamos algo más interesante. Fusiles VAL Silent Sniper. Habían permanecido en secreto hasta 1994, cuando el Pentágono se hizo con uno. Eran negros, todo metal, con la culata hueca. Disparan pesados cartuchos especiales subsónicos. Según las pruebas efectuadas, penetraban cualquier chaleco antibalas a una distancia de quinientos metros. Recuerdo que en su momento se produjo un gran revuelo. Había doce. Y en la siguiente caja otros doce. Eran armas de calidad. Parecían en buen estado. Harían juego con las cazadoras North Face. Sobre todo con las negras de forro plateado.

– ¿Son caras? -preguntó Villanueva.

Me encogí de hombros.

– Es difícil saberlo. Depende de lo que uno esté dispuesto a pagar, imagino. Pero en Estados Unidos, un Vaime o un SIG nuevos podrían costar más de cinco mil.

– Pues esto es todo lo que hay de valor aquí.

Lo admití con un gesto de la cabeza.

– Son armas para tomar en serio. Pero no muy útiles en el sur y el centro de Los Ángeles. O sea que su valor en la calle puede ser mucho menor.

– Deberíamos irnos -sugirió Duffy.

Retrocedí para mirar por el cristal de las mamparas y la ventana de atrás. Era media tarde. El cielo estaba encapotado pero aún había luz.

– Un momento más -dije.

Villanueva abrió la última caja del segundo montón.

– ¿Qué demonios es esto? -soltó.

Me acerqué. Vi un nido de virutas de madera. Y un delgado tubo negro. Tenía una pequeña sección de madera como apoyo para el hombro y un bulboso misil ya cargado en el extremo. Para estar seguro, tuve que mirar dos veces.

– Es un RPG-7 -dije-. Un lanzacohetes antitanque. Un arma de infantería que se dispara apoyada en el hombro.

– RPG significa granada propulsada por un cohete -señaló él.

– Eso en inglés -advertí-. En ruso quiere decir reaktivniy protivotankovyi granatomet, lanzagranadas antitanque en un cohete. Pero no lleva una granada sino un misil.

– ¿Como un penetrador de caña larga? -preguntó Duffy.

– Algo así -contesté-. Pero éste con explosivo.

– ¿Revienta tanques?

– Ésa es la intención.

– Entonces ¿quién se lo va a comprar a Beck?

– No lo sé.

– ¿Narcotraficantes?

– Cabe la posibilidad. Sería muy efectivo contra una casa. O contra una limusina blindada. Si tu rival ha comprado un BMW a prueba de balas, necesitas uno de éstos.

– O terroristas -apuntó ella.

Asentí.

– O milicianos majaretas.

– Esto es muy serio.

– Son difíciles de disparar -expliqué-. El misil es grande y lento. Incluso un ligero viento lateral puede hacerte fallar. Pero para quien resulte alcanzado por error no hay consuelo posible.

Villanueva arrancó la siguiente tapa.

– Otra -dijo-. Lo mismo.

– Hemos de llamar a la ATF -dijo Duffy-. Y seguramente también al FBI. Enseguida.

– Un momento más.

Villanueva abrió las dos últimas cajas. Los clavos chillaron y la madera se astilló.

– Más cosas raras -anunció.

Miré. Vi gruesos tubos de metal pintados de amarillo brillante. Por debajo, módulos electrónicos sujetos con tornillos. Aparté la vista.

– Grails -dije-. SA-7 Grails. Misiles rusos tierra-aire.

– ¿Termodirigidos?

– Exacto.

– ¿Para derribar aviones? -preguntó Duffy.

Asentí con la cabeza.

– Y muy efectivos contra los helicópteros -puntualicé.

– ¿Cuál es su alcance? -preguntó Villanueva.

– Más de tres mil metros -repuse.

– Esto podría abatir aviones de pasajeros.

– Cerca de un aeropuerto -dije-. Poco después del despegue. Se podría usar desde una embarcación en East River. Imaginemos que le dan a un avión que despega de La Guardia. Imaginemos que se estrella en Manhattan. Sería otro once de septiembre.

Duffy tenía la mirada clavada en los tubos amarillos.

– Inaudito -dijo.

– Esto ya no tiene nada que ver con traficantes de drogas -repuse-. Han ampliado el mercado. Está relacionado con el terrorismo. No puede ser otra cosa. Sólo este cargamento equiparía a toda una célula terrorista. Con él podrían hacer prácticamente cualquier cosa.

– Hemos de averiguar quién está haciendo cola para comprarlo. Y para qué lo quieren.

Entonces oí ruido de pies en el umbral. Y el chasquido de una bala al colocarse en la recámara de una pistola automática. Y una voz.

– Nosotros no preguntamos para qué lo quieren dijo-. Nunca. Sólo cogemos su maldito dinero.

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