En realidad, en ese momento ya llevaba dentro once días, desde una húmeda y brillante noche de sábado en Boston, donde vi a un hombre muerto cruzar la acera y meterse en un coche. No era una ilusión óptica. Ni un extraordinario parecido. No era un doble o un gemelo, un hermano ni un primo, sino un hombre que había muerto hacía diez años. No cabía ninguna duda. No había sido ningún efecto luminoso. Parecía mayor debido al paso de los años y exhibía las cicatrices de las heridas que lo habían matado.
Yo iba andando por Huntington Avenue, aún a un kilómetro y medio de un bar del que me habían hablado. Era tarde. Empezaba a verse el Symphony Hall. Yo era demasiado testarudo para cruzar la calle y evitar la multitud. Seguí abriéndome paso. Había muchas personas perfumadas y bien vestidas, la mayoría de edad avanzada. Coches aparcados en doble fila y taxis junto al bordillo, con los motores encendidos y los limpiaparabrisas funcionando a intervalos regulares. Un tipo salía por las puertas del vestíbulo, a mi izquierda. Vestía un grueso abrigo de cachemir y lucía guantes y bufanda. Llevaba la cabeza descubierta. Debía de rondar la cincuentena. Casi chocamos. Me detuve. Se detuvo. Me miró fijamente. Estábamos en un atasco de la acera y ambos vacilamos. A continuación seguimos andando y volvimos a detenernos. Al principio pensé que no me reconocía. De pronto su rostro se ensombreció. Nada concreto. Me contuve, y él pasó frente a mí y se subió al asiento trasero de un Cadillac DeVille negro que lo esperaba junto al bordillo. Me quedé allí y vi que el conductor se iba metiendo con cuidado en el tráfico hasta que consiguió acelerar. Oí el chirrido de los neumáticos en la calzada.
Anoté la matrícula. No estaba alarmado. No estaba poniendo nada en entredicho. Pero estaba dispuesto a creer lo que habían visto mis ojos. En un segundo zozobraron diez años de historia. El tío estaba vivo. Lo que me creaba un gran problema.
Eso fue el primer día. Me olvidé del bar por completo. Regresé a mi hotel y empecé a llamar a números medio olvidados de la época en que estuve en la policía militar. Debía encontrar a algún conocido en quien confiara, pero habían pasado seis años y era sábado por la noche, tarde, así que no tenía muchas posibilidades de éxito. Al final di con alguien que me recordaba vagamente, lo cual no tenía por qué afectar al resultado final. Era un suboficial llamado Powell.
– Necesito que localice una matrícula civil -le dije-. Es un simple favor.
Él sabía quién era yo, por lo que no me soltó la consabida historia de que eso no se podía hacer. Le di los datos. Le dije que estaba bastante seguro de que se trataba de una matrícula privada, no un vehículo de alquiler. Apuntó mi número y prometió llamarme por la mañana; lo que nos lleva al segundo día.
No me llamó por teléfono. En lugar de ello, me traicionó. Supongo que dadas las circunstancias cualquiera habría hecho lo mismo. El segundo día era domingo y me levanté temprano. Pedí que me sirvieran el desayuno en la habitación y aguardé. Llamaron a la puerta. Justo después de las diez. Por la mirilla vi a dos personas tan juntas que cabían perfectamente en el campo visual. Un hombre y una mujer. Chaqueta oscura. Sin abrigo. Él llevaba un maletín. Cada uno sostenía en alto una especie de credencial oficial que ladearon para que captara la luz del pasillo.
– Agentes federales -dijo el hombre, con voz lo bastante fuerte para hacerse oír a través de la puerta.
En una situación así no sirve de nada fingir que no estás. Yo había hecho como ellos muchas veces. Uno se queda frente a la puerta y el otro va a buscar al director para conseguir una llave maestra. Así que abrí y me hice a un lado para dejarles entrar.
Por un instante recelaron. Pero se tranquilizaron cuando comprobaron que no iba armado ni tenía pinta de maníaco. Me entregaron sus credenciales, que descifré mientras ellos se movían educadamente de un lado a otro. En la parte superior rezaba: Departamento de Justicia de Estados Unidos. En la inferior: DEA, el departamento de lucha contra la droga. En el centro había toda clase de sellos, firmas y filigranas. Había fotos y nombres escritos a máquina. El hombre figuraba como Steven Eliot, con una ele, como el poeta. Abril es el mes más cruel. A no dudarlo, maldita sea. La foto guardaba un gran parecido. Steven Eliot tenía entre treinta y cuarenta años, era grueso, moreno y un poco calvo, y su sonrisa le hacía parecer simpático en la imagen y mejor aún en persona. La mujer constaba como Susan Duffy; era algo más joven que Steven Eliot y también un poco más alta. Delgada, de piel clara y muy atractiva, y desde que le habían tomado la fotografía había cambiado de peinado.
– Adelante -dije-. Registren la habitación. Hace mucho tiempo que no tengo nada que valga la pena ocultarles, amigos.
Les devolví las credenciales y ellos las guardaron en los bolsillos interiores asegurándose de mover las chaquetas lo suficiente para que yo viera sus armas. Las llevaban metidas en pulcras pistoleras. Bajo el sobaco de Eliot reconocí la acanalada culata de una Glock 17. Duffy tenía una 19, que es igual sólo que algo más pequeña, pegada al pecho derecho. Debía de ser zurda.
– No queremos registrar la habitación -dijo ella.
– Queremos hablar sobre cierta matrícula -precisó Eliot.
– Yo no tengo coche -puntualicé.
Nos hallábamos todavía en un pequeño y primoroso triángulo junto a la puerta. Eliot aún sostenía la cartera en la mano. Traté de dilucidar quién era el jefe. Acaso ninguno de los dos. Tal vez eran iguales. Y sin duda con rango. Iban bien vestidos pero parecían algo cansados. Quizás habían estado trabajando buena parte de la noche y habían llegado en avión esa misma mañana. A lo mejor desde Washington D.C.
– ¿Podemos sentarnos? -preguntó Duffy.
– Claro -respondí.
Sin embargo, en una habitación de hotel barato eso resultaba un poco difícil. Sólo había una silla, metida bajo una pequeña mesa encajada entre una pared y el mueble del televisor. Duffy la sacó y la colocó frente a la cama, donde me senté yo, cerca de las almohadas. Eliot se instaló al pie de la cama y dejó encima el maletín. Seguía dedicándome su afable sonrisa, y yo no veía en ella nada sospechoso. Cruzada de piernas, Duffy estaba espléndida. La altura del asiento era la idónea. Llevaba falda corta y unas medias oscuras que se volvían claras en las rodillas.
– Usted es Reacher, ¿no? -preguntó Eliot.
Aparté la vista de las piernas de Duffy y asentí. No me extrañó que lo supieran.
– Esta habitación está registrada a nombre de un tal Calhoun -prosiguió Eliot-. Pagada en metálico por una noche.
– La costumbre -dije.
– ¿Se marcha hoy?
– Me quedo un día cada vez.
– ¿Quién es Calhoun?
– El vicepresidente de John Quincy Adams. Me pareció adecuado para el lugar. Hace tiempo agoté la nómina de los presidentes. Ahora les toca a los vicepresidentes. Calhoun fue un tipo singular. Dimitió para presentar su candidatura al Senado.
– ¿Y consiguió su propósito?
– No lo sé.
– ¿Por qué el nombre falso?
– La costumbre -repetí.
Susan Duffy me miraba fijamente. No como si yo estuviera chalado, sino como si tuviese interés en mí. Seguramente consideraba que era una técnica útil en los interrogatorios. Tiempo atrás, cuando el interrogador era yo, hacía lo mismo. El noventa por ciento de la tarea de formular preguntas consiste en atender a las respuestas.
– Hablamos con un policía militar llamado Powell que quería localizar una matrícula. -Hablaba en voz baja, el tono cálido y algo ronco. No respondí-. En el ordenador tenemos señales contra esta matrícula -explicó-. Lo supimos en cuanto la búsqueda entró en el sistema. Lo llamamos y le preguntamos por qué le interesaba. Nos contó que el interesado era usted.
– A regañadientes, supongo.
Ella sonrió.
– Reaccionó lo bastante rápido para darnos un número falso. Así que no ha de preocuparse por las viejas lealtades en la unidad.
– Pero finalmente les dio el número correcto.
– Lo amenazamos -aclaró la mujer.
– Veo que la PM ha cambiado desde que estaba yo -solté.
– Para nosotros es importante -dijo Eliot-. Él lo entendió.
– Así que ahora usted es importante para nosotros -señaló Duffy.
Desvié la vista. Me había encontrado innumerables veces en situaciones así, pero la voz de Duffy al decir eso me provocó cierto escalofrío. Empecé a pensar que quizás el jefe era ella. Además de una interrogadora de todos los demonios.
– Una persona corriente pregunta por una matrícula -dijo Eliot-. ¿Por qué? Acaso el coche en cuestión le abolló el guardabarros. Tal vez causó un accidente y se dio a la fuga. Pero entonces, ¿por qué no fue a la policía? Y además usted nos ha dicho que ni siquiera tiene coche.
– A lo mejor vio a alguien en ese coche -apuntó Duffy.
Dejó la cuestión pendiente. Era un verdadero callejón sin salida. Si el del coche era amigo mío, probablemente sería enemigo suyo. Si era mi enemigo, ella estaba dispuesta a ser mi amiga.
– ¿Han desayunado, amigos? -pregunté.
– Sí -respondió Duffy.
– Yo también -dije.
– Lo sabemos -explicó ella-. Servicio de habitaciones, un montoncito de tortitas con un huevo en lo alto, sin más. Una buena jarra de café solo. Lo ha pedido para las siete cuarenta y cinco y lo han traído a las siete cuarenta y cuatro. Ha pagado usted en metálico y le ha dado al camarero tres dólares de propina.
– ¿Y me ha gustado?
– Se lo ha terminado todo.
Eliot hizo saltar los cierres del maletín y lo abrió. Sacó un montón de papeles sujetos con una goma. Los papeles parecían nuevos, pero la escritura estaba emborronada. Fotocopias de faxes, hechas seguramente por la noche.
– Su expediente militar -dijo él.
Atisbé las fotos en el maletín. En blanco y negro brillante y de ocho por diez. Una especie de estado de vigilancia.
– Fue usted policía militar durante trece años -dijo Eliot-. Promoción rápida desde subteniente a comandante. Menciones y medallas. Les gustaba. Era usted bueno. Muy bueno.
– Gracias.
– A decir verdad, más que eso. En numerosas ocasiones fue usted su chico preferido.
– Supongo que sí.
– Pero le dejaron marchar.
– Fui replanteado -indiqué.
– ¿Replanteado? -repitió Duffy.
– Reducción de plantilla. Les encantaba hacer acrónimos. Acabó la guerra fría, se recortó el presupuesto militar y el ejército disminuyó sus efectivos. Así que no precisaban muchos chicos preferidos.
– El ejército aún existe -puntualizó Eliot-. No echaron a todo el mundo.
– Así es.
– ¿Por qué a usted en concreto?
– No lo entendería.
No respondió.
– Usted puede ayudarnos -dijo Duffy-. ¿A quién vio dentro del coche?
No contesté.
– ¿Había drogas en el ejército? -inquirió Eliot.
Sonreí.
– A todos los militares les encantan las drogas -expliqué-. Siempre hay de todo. Morfina, bencedrina. El ejército alemán inventó el éxtasis, un inhibidor del apetito. La CIA inventó el LSD, que se ensayó en nuestro ejército.
– ¿Drogas recreativas?
– La edad promedio de reclutamiento es dieciocho años. Usted mismo.
– ¿Fue un problema?
– No lo entendíamos como un problema. Si algún veterano salía de permiso y se fumaba unos petas en la habitación de su chica, hacíamos la vista gorda. Probablemente preferíamos imaginarlos con un par de porros que con dos paquetes de seis cervezas. Cuando no estaban a nuestro cuidado queríamos que se mostraran dóciles, no agresivos.
Duffy echó una mirada a Eliot, y éste se valió de las uñas para sacar las fotos del maletín. Me las dio. Había cuatro. Estaban borrosas y en todas se notaba mucho el grano. En las cuatro aparecía el mismo Cadillac DeVille que había visto la noche anterior. Lo reconocí por la matrícula. Se hallaba en una especie de aparcamiento. Junto al maletero había un par de tipos. En dos de las fotos la tapa del maletero estaba bajada. En las otras dos, levantada. Los dos tíos miraban algo dentro. Imposible saber qué. Uno era un gánster hispano. El otro, un hombre mayor que lucía traje. No lo conocía.
Seguramente Duffy había estado observándome.
– ¿Es el hombre que vio? -preguntó.
– No he dicho que viera a nadie.
– El hispano es un traficante importante -aclaró Eliot-. De hecho, es el más importante de la mayor parte del condado de Los Ángeles. No podemos probarlo, naturalmente, pero lo sabemos todo de él. Sus beneficios ascienden a varios millones a la semana. Vive como un rajá. Pero hizo todo el camino a Portland, Maine, para encontrarse con el otro tipo.
Toqué una de las fotos.
– ¿Esto es Portland, Maine?
Duffy asintió.
– Un aparcamiento del centro. Hace unas nueve semanas. Yo misma tomé las fotos.
– Entonces, ¿quién es el otro?
– No estamos seguros. Hemos localizado la matrícula del Cadillac, desde luego. Está registrada a nombre de una empresa llamada Bizarre Bazaar. Las oficinas centrales están en Portland, Maine. Todo lo que sabemos es que empezó tiempo atrás dedicándose a una especie de comercio extravagante de importación-exportación con Oriente Medio. Ahora está especializada en importar alfombras orientales. Sólo nos consta que el propietario es alguien llamado Zachary Beck. Suponemos que el de las fotografías es él.
– Lo que lo convierte en importantísimo -añadió Eliot-. Si este individuo de Los Ángeles está dispuesto a volar al Este para verle, seguro que se sitúa un par de peldaños arriba en el escalafón. Y cualquiera que esté dos peldaños por encima del tío de Los Ángeles se halla en la estratosfera, créame. Así que Zachary Beck es un pez gordo que está jugando con nosotros. Importador de alfombras, importador de drogas. Nos está vacilando.
– Lo lamento -dije-. No lo había visto nunca.
– No lo lamente -señaló Duffy. Se sentó en el extremo de la silla-. Nos conviene que no sea el tío que usted vio. De él ya sabemos muchas cosas. Sería mejor que usted hubiera visto a uno de sus socios. Podemos intentar pillarlo por ahí.
– ¿No pueden llegar a él directamente?
Hubo un breve silencio, creo que embarazoso.
– Hemos tenido dificultades -dijo Eliot.
– Da la impresión de que podrían entablar ustedes pleito contra el primo de Los Ángeles. Y tienen fotografías en que sale junto al Beck ese.
– Las fotos no sirven -terció Duffy-. Cometí un error.
Más silencio.
– El aparcamiento era propiedad privada -explicó-. Está bajo un edificio de oficinas. No tenía orden judicial. Según la Cuarta Enmienda, las fotos son inadmisibles como prueba.
– ¿No puede mentir? ¿Decir que estaba fuera del aparcamiento?
– Habría sido físicamente imposible. El abogado defensor lo vería enseguida y todo se vendría abajo.
– Hemos de saber a quién vio usted -dijo Eliot.
No abrí la boca.
– Hemos de saberlo, en serio -insistió Duffy. Lo dijo con esa voz suave que empuja a los hombres a saltar desde rascacielos. Pero ahí no había truco. Ni simulación. Ella no era consciente de lo bien que sonaba. Realmente necesitaba saberlo.
– ¿Por qué? -pregunté.
– Porque he de arreglar esto.
– Todo el mundo se equivoca.
– Enviamos a una agente tras Zachary Beck -prosiguió ella-. Una operación clandestina. Desapareció.
Silencio.
– ¿Cuándo? -inquirí.
– Hace siete semanas.
– ¿La han buscado?
– No sabemos dónde buscar. No sabemos por dónde anda Beck. Ni siquiera dónde vive. No tiene propiedades a su nombre. Seguramente su casa pertenecerá a alguna empresa fantasma. Es como buscar una aguja en un pajar.
– ¿Lo han seguido?
– Lo hemos intentado. Tiene chóferes y guardaespaldas. Muy buenos.
– ¿Trabajan ustedes para la DEA?
– No. Por nuestra cuenta. Cuando metí la pata, el Departamento de Justicia se desentendió de la operación.
– ¿Habiendo desaparecido una agente?
– Esto ellos no lo saben. Le encargamos la misión después de que se cerrara oficialmente el caso. No consta en ningún sitio.
La miré fijamente.
– Nada de esto consta en ninguna parte -agregó.
– Así pues, ¿cómo trabajan?
– Yo soy el jefe del grupo. En el trabajo rutinario nadie me controla. Finjo hacer otras cosas. Pero no es verdad. Estoy trabajando en esto.
– De modo que nadie sabe que esa mujer ha desaparecido.
– Sólo el grupo -dijo-. Somos siete. Y ahora usted.
Me quedé callado.
– Hemos venido directamente -añadió-. Necesitamos un golpe de suerte. ¿Por qué, si no, habríamos volado hasta aquí en domingo?
Hubo otro silencio. Paseé la mirada de Duffy a Eliot y de nuevo hacia ella. Me necesitaban. Los necesitaba. Y me caían bien. Muy bien. Eran gente honrada, agradable. Eran como los mejores con quienes yo acostumbraba a trabajar.
– De acuerdo -dije-. Intercambiaremos información. A ver qué tal. Y luego partiremos de ahí.
– ¿Qué necesita?
Le dije que precisaba registros hospitalarios de hasta diez años de antigüedad de un lugar llamado Eureka, California. Le expliqué qué cosas había que buscar. Le dije que permanecería en Boston hasta que ella regresara. Le advertí que no escribiera nada en ningún papel. A continuación se marcharon, y el segundo día eso fue todo.
El tercer día no pasó nada. Ni el cuarto. Di vueltas por ahí. Boston no está mal para un par de días. Es lo que llamo una ciudad 48. Uno se queda más de cuarenta y ocho horas y empieza a hartarse. Desde luego, para mí la mayoría de los sitios son así. No puedo estarme quieto. De manera que al inicio del quinto día ya me subía por las paredes. Estaba dispuesto a aceptar que se habían olvidado de mí. Estaba listo para dejarlo en tablas y ponerme otra vez en camino. Pensaba en Miami. Allí abajo haría mejor tiempo. Pero a última hora de la mañana sonó el teléfono. La voz de ella. Fue agradable oírla.
– Vamos para allá -dijo-. Nos encontraremos junto a la estatua de no-sé-quién a caballo, a mitad de camino del Freedom Trail, a las tres.
No era una cita muy exacta, pero entendí lo que quería decir. Era un lugar del North End, cerca de una iglesia. Estábamos en primavera, y hacía mucho frío para ir allí sin una finalidad concreta, pero igual llegué temprano. Me senté en un banco junto a una anciana que arrojaba trocitos de pan a los gorriones y las palomas. Me miró y se trasladó a otro banco. Los pájaros se apiñaban a sus pies, picoteando en la arenisca. En el cielo, un sol pálido peleaba con unos nubarrones. Era Paul Revere a caballo.
Duffy y Eliot aparecieron puntuales. Vestían impermeables negros llenos de presillas, hebillas y cinturones. Sólo faltaba que llevaran al cuello un letrero que rezara «Agentes Federales de Washington D.C.». Se sentaron, ella a mi izquierda y él a mi derecha. Me recliné en el banco y ellos se inclinaron hacia delante, los codos en las rodillas.
– Los socorristas sacaron del agua a un tipo en los rompientes del Pacífico -explicó Duffy-. Hace diez años, justo al sur de Eureka, California. Era un hombre blanco de unos cuarenta años. Había recibido dos disparos en la cabeza y uno en el pecho. Habían empleado un calibre pequeño, seguramente del 22. Suponen que después fue arrojado al mar.
– ¿Estaba vivo cuando lo sacaron? -pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
– Le quedaba un soplo de vida -contestó ella-. Tenía alojada una bala cerca del corazón y el cráneo roto, además de un brazo, ambas piernas y la pelvis a consecuencia de la caída. Y también estaba medio ahogado. Lo operaron durante quince horas seguidas. Estuvo un mes en cuidados intensivos y otros seis recuperándose en el hospital.
– ¿Su identidad?
– No llevaba nada encima. En el expediente figura como John Doe.
– ¿No intentaron identificarlo?
– No se pudieron emparejar las huellas digitales -dijo-. En las listas de personas desaparecidas, nada. Y nadie reclamó el cadáver.
Asentí. Sobre las huellas dactilares, los ordenadores sólo dicen lo que están preparados para decir.
– ¿Y después? -inquirí.
– Se restableció -prosiguió Duffy-. Habían pasado seis meses. Estaban tratando de decidir qué hacer con él cuando de repente se esfumó. Nadie volvió a verlo.
– ¿Él les dijo algo sobre quién era?
– Le diagnosticaron amnesia, lógicamente debido al trauma, pues es casi inevitable. Supusieron que se había quedado de veras en blanco con respecto al percance sufrido y a uno o dos días previos. Sin embargo, creían que debía ser capaz de recordar episodios anteriores, y tuvieron una firme impresión de que estaba fingiendo. Hay mucha documentación sobre el caso. Psiquiatras, de todo. Lo entrevistaban cada dos por tres. Se mantuvo en sus trece. Jamás dijo nada sobre sí mismo.
– Cuando se marchó ¿cuál era su estado físico?
– Bastante bueno. Se le apreciaban notorias cicatrices debidas a las heridas por arma de fuego, nada más.
– Muy bien -dije. Eché la cabeza hacia atrás y contemplé el cielo.
– ¿Quién era?
– ¿Quién creen ustedes?
– Disparos de calibre corto en la cabeza y el pecho -dijo Eliot-. Arrojado al mar. Fue un crimen preparado. Un asesinato. Lo hizo un asesino a sueldo.
No dije nada y seguí mirando el cielo.
– ¿Quién era? -volvió a preguntar Duffy.
No desvié la mirada y me remonté a diez años atrás, a un mundo totalmente distinto.
– ¿Saben algo de tanques? -dije.
– ¿Tanques militares? ¿Orugas y cañones? No mucho.
– Me refiero a que todos queremos que los tanques vayan deprisa, que sean fiables, y no ponemos objeciones a cierto ahorro de combustible. Pero si tenemos un tanque, tenemos un tanque; ¿qué es lo único que de veras necesito saber?
– ¿Qué?
– ¿Puedo dispararte antes de que me dispares? Esto es lo que necesito saber. Si estamos a un kilómetro de distancia uno de otro, ¿mi arma va a alcanzarte? ¿O la tuya me alcanzará a mí?
– ¿Y?
– Naturalmente, según las leyes de la física la respuesta más verosímil es que si yo puedo acertar a un kilómetro, tú también puedes darme a mí. Así que dependerá de la munición. Si yo me alejo doscientos metros para que tu proyectil no me haga daño, ¿puedo yo llegar a tener un proyectil que te haga daño? Los tanques consisten en esto. El tipo del mar era un oficial de los servicios secretos del ejército que había estado chantajeando a un especialista en armamento militar.
– ¿Por qué estaba en el mar?
– ¿Vieron la guerra del Golfo por televisión? -pregunté.
– Sí -respondió Eliot.
– Olvídense de las bombas inteligentes -repuse-. La verdadera estrella del espectáculo fue el tanque de combate M1A1 Abrams. Ganaron por cuatrocientos a cero a los iraquíes, que manejaban el mejor material que habían tenido jamás. Pero con la guerra en la tele teníamos que enseñar nuestras cartas al mundo entero, así que para la próxima vez mejor ir inventando otra cosa. Y eso hicimos.
– ¿Qué más? -inquirió Duffy.
– Si queremos un proyectil que llegue más lejos y golpee más fuerte, podemos meterle más propulsión. O lograr que sea más ligero. O ambas cosas. Naturalmente, si introducimos más explosivo hemos de hacer un cambio radical en alguna parte para que pese menos. Y así fue. Quitaron la carga explosiva. Suena raro, ¿verdad? Porque entonces, ¿qué pasa? ¿Hace un ruido metálico y rebota contra mi blindaje? Pues no. Cambiaron la forma. Idearon esto que parece un dardo gigante. Con aletas y todo. Fabricado a partir de tungsteno y uranio empobrecido, los metales más densos que hay. Va realmente lejos y rápido. Lo conocen como el «penetrador de caña larga».
Duffy me lanzó una mirada con los párpados bajos, sonrió y se ruborizó, todo a la vez. Le devolví la sonrisa.
– Le cambiaron el nombre -proseguí-. Ahora se llama CDEAPB, las iniciales de Casquillo de Desecho Estabilizado con Aletas Perforador de Blindajes. En esencia, está propulsado por su propio pequeño motor espacial. Da en el tanque enemigo con una energía cinética tremenda. Ésta, como nos enseñaban en clase de física en el instituto, se transforma en energía calorífica, que lo derrite todo en una décima de segundo e inunda el interior del tanque enemigo con un chorro de metal fundido que mata a los tanquistas y hace estallar cualquier cosa explosiva o inflamable. Un truco muy ingenioso. Y en cualquier caso, disparas y das en el blanco, porque si el blindaje del enemigo es demasiado resistente o has de tirar desde mucha distancia, la cosa esa sólo se clava como un dardo y se descantilla, es decir, que dentro suelta fragmentos de la capa interior del blindaje y costras de metal al rojo, y el efecto es el de una granada de mano. La dotación enemiga queda hecha pedazos como ranas en una licuadora. Es un arma nueva sensacional.
– ¿Qué hay del tipo del mar?
– Consiguió el proyecto original del individuo al que hacía chantaje -expliqué-. Pieza a pieza, durante largo tiempo. Lo vigilábamos. Sabíamos exactamente qué estaba haciendo. Tenía intención de vendérselo al contraespionaje iraquí. Los iraquíes querían que para el próximo partido los equipos estuvieran más igualados. Nuestro ejército no quería que eso sucediera.
Eliot me clavó la mirada.
– Así pues, ¿ellos mataron a ese tipo?
Negué con la cabeza.
– Enviamos a un par de PM a detenerle. Una operación con los procedimientos corrientes, todo legal y en regla, créanme. Pero salió mal. Se escapó. Iba a desaparecer. Y, en serio, el ejército de Estados Unidos no quería que pasara eso.
– Por lo tanto, lo mataron.
Volví a alzar los ojos al cielo. Permanecí callado.
– Eso no fue una operación corriente, ¿verdad?
Seguí sin decir nada.
– No figuraba en ninguna parte, ¿me equivoco?
No respondí.
– Pero no murió -intervino Duffy-. ¿Cómo se llamaba?
– Quinn -dije-. Resultó ser el peor elemento que he conocido en mi vida.
– ¿Y lo vio el sábado en el coche de Beck?
Asentí.
– Se alejó del Symphony Hall en un coche con chófer.
Les proporcioné todos los datos que tenía. Pero a medida que hablaba, todos nos fuimos dando cuenta de que esa información era inútil. Era inimaginable que Quinn estuviera usando la misma identidad. Así que lo único que pude hacer fue facilitarles la descripción física de un hombre blanco de aspecto sencillo, de unos cincuenta años y con dos cicatrices en la frente por disparos del calibre 22. Menos da una piedra, pero en realidad aquello no les servía de mucho.
– ¿Cómo es que no se pudieron emparejar las huellas digitales? -preguntó Eliot.
– Estaban borradas -respondí-. Como si él no hubiera existido jamás.
– ¿Por qué no murió?
– La Silenced de calibre 22 -dije-, nuestra arma reglamentaria estándar para distancias cortas. No es muy potente.
– ¿Todavía es peligroso?
– Para el ejército no -contesté-. Es agua pasada. Ocurrió hace diez años. El CDEAPB pronto será una pieza de museo. Igual que el tanque Abrams.
– Así pues, ¿por qué intentar localizarlo?
– Porque según lo que recuerde exactamente podría ser peligroso para el tipo que fue a eliminarlo.
Eliot asintió con la cabeza.
– ¿Parecía alguien importante? -preguntó Duffy-. El sábado. En el coche de Beck.
– Más bien rico -dije-. Abrigo de cachemir caro, guantes de piel, pañuelo de seda. Parecía un tío acostumbrado a ir en coche con chófer. Se montó sin más, como si lo hubiera hecho toda la vida.
– ¿Saludó al conductor?
– No lo sé.
– Tenemos que ubicarlo -dijo ella-. Necesitamos un contexto. ¿Cómo actuó? Iba en el coche de Beck, pero ¿parecía sentirse con derecho a ello? ¿O era más bien como si alguien le estuviera haciendo un favor?
– Lo primero -respondí-. Como si lo usara cada día de la semana.
– ¿De modo que está al mismo nivel que Beck?
Me encogí de hombros.
– Quizás es el jefe de Beck.
– Socio como mucho -terció Eliot-. Nuestro amigo de Los Ángeles no viajaría para encontrarse con un subalterno.
– No me imagino a Quinn como socio de nadie -dije.
– ¿Cómo era?
– Normal para ser un agente secreto -contesté-. En la mayoría de los aspectos.
– Salvo en el espionaje -apuntó Eliot.
– Sí, salvo en eso.
– Y para cualquiera que quisiera matarle de manera extraoficial.
– Eso también.
Duffy se había quedado callada. Se devanaba los sesos. Estaba bastante seguro de que le daba vueltas a diferentes maneras de utilizarme. Lo que a mí no me importaba en absoluto.
– ¿Se quedará en Boston? -preguntó ella.
Respondí que sí, se marcharon, y así terminó el quinto día.
En un bar deportivo conocí a un revendedor de entradas y pasé la mayor parte de los días sexto y séptimo en Fenway Park viendo a los Red Sox en un torneo de principio de temporada. El partido del viernes tuvo diecisiete turnos de lanzamiento y acabó muy tarde. De modo que dormí la mayor parte del octavo día y por la noche volví a ir al Symphony Hall para observar la multitud. Tal vez Quinn tenía un abono de temporada para una serie de conciertos. Pero no apareció. Recordé de nuevo el modo en que me miró. Acaso sólo fue por aquel inoportuno atasco de gente en la acera. Pero pudo ser algo más.
Susan Duffy me llamó la mañana del noveno día, domingo. Su voz sonaba distinta. Como la de una persona que ha pensado mucho. Una persona que tiene un plan.
– A mediodía en la entrada del hotel -dijo.
Llegó en coche. Un sencillo Taurus. Dentro estaba mugriento. Se trataba de un vehículo oficial. Llevaba unos tejanos descoloridos, unos buenos zapatos y una vieja cazadora de piel. El cabello estaba recién lavado y peinado hacia atrás. Cruzó seis carriles y condujo hacia la entrada del túnel que lleva al Mass Pike.
– Zachary Beck tiene un hijo -informó.
Tomó a toda velocidad una curva subterránea. El túnel se acabó y salimos a la débil luz de un mediodía de abril, justo detrás de Fenway.
– Está en penúltimo curso de la universidad -dijo-. En una especie de facultad de Bellas Artes casualmente no lejos de aquí. Nos enteramos por un compañero de clase a cambio de echar tierra sobre un problema de cannabis. El hijo se llama Richard Beck. No tiene muchos amigos, es algo raro. Parece estar traumatizado por algo sucedido hace unos cinco años.
– ¿Algo como qué?
– Fue secuestrado.
No comenté nada.
– ¿Se da cuenta? -dijo Duffy-. ¿Con qué frecuencia secuestran hoy día a gente normal?
– No lo sé -dije.
– Pues muy pocas veces. Es un delito obsoleto. Sin duda era una lucha por el territorio. Está prácticamente demostrado que el padre es un mafioso.
– Eso es muy gordo.
– Ya, pero creíble. Además nunca informaron de ello. En el FBI no consta nada. Lo que pasara fue manejado en secreto. Aunque no muy bien. El compañero de clase dice que a Richard Beck le falta una oreja.
– ¿Qué más?
No respondió. Se limitó a conducir hacia el oeste. Me estiré en el asiento y la observé por el rabillo del ojo. Tenía buen aspecto. Era alta, delgada y bonita, con ojos llenos de vida. No iba maquillada. Era una de esas mujeres que no lo necesitan. Yo me sentía contento de que me llevara de paseo. Pero no sólo me había sacado de paseo. Me llevaba a algún sitio en concreto. Eso estaba claro. Había llegado con un plan en la cabeza.
– Examiné su expediente militar -dijo ella-. Con todo detalle. Es usted un tipo impresionante.
– No tanto.
– Y tiene los pies grandes -añadió-. Eso también está muy bien.
– ¿Por qué?
– Ya lo verá.
– Cuénteme.
– Usted y yo nos parecemos mucho -prosiguió-. Tenemos algo en común. Yo quiero acercarme a Zachary Beck para recuperar a mi agente. Usted, para encontrar a Quinn.
– Su agente está muerta. Ocho semanas…; sería un milagro. Ha de afrontarlo.
No respondió.
– Y a mí Quinn me trae sin cuidado -añadí.
Miró a la derecha y meneó la cabeza.
– No es verdad -soltó-. Me doy perfecta cuenta. Es algo que le consume por dentro. Un asunto pendiente. Y me parece que usted es de los que detesta los asuntos pendientes. -Hizo una pausa-. Actúo partiendo de la base de que mi agente aún vive, a no ser que usted me dé pruebas de lo contrario.
– ¿Yo?
– No puedo contar con nadie de mi grupo -explicó-. Lo entiende, ¿no? En lo que concierne al Departamento de Justicia, todo esto es ilegal. Por lo tanto, cualquier cosa que yo haga será extraoficial. Y me parece que usted es de los que entiende de qué van las operaciones que no constan en ningún sitio. Y se siente cómodo con ellas. Quizás incluso las prefiere.
– ¿Por tanto…?
– Necesito que alguien entre en casa de Beck. Y he decidido que sea usted. Usted va a ser mi «penetrador de caña larga».
– ¿Cómo?
– Richard Beck le llevará hasta allí.
Abandonó la autopista de peaje a unos sesenta kilómetros de Boston y se dirigió hacia el norte, por el campo de Massachusetts. Pasamos por pueblos de ensueño de Nueva Inglaterra. Los bomberos estaban en la calle abrillantando sus vehículos. Los pájaros cantaban. La gente trasteaba en el jardín y podaba los setos. El aire olía a madera quemada.
Nos detuvimos en un motel perdido. Un lugar impoluto con discretos revestimientos de ladrillo y cegadores ribetes blancos. En el aparcamiento había cinco coches que bloqueaban el acceso a las cinco habitaciones de un extremo. Todos coches oficiales. Steven Eliot esperaba en la habitación del medio acompañado de cinco hombres. Habían sacado las sillas de sus respectivas habitaciones y estaban sentados formando un semicírculo. Duffy me llevó dentro y saludó a Eliot con la cabeza. Pensé que el gesto significaba: «Se lo he dicho y no ha dicho que no. Todavía.» Se dirigió a la ventana y se volvió para quedar de cara a la habitación. Tras ella el día era radiante; era difícil verla al trasluz. Se aclaró la garganta. Se hizo el silencio.
– Muy bien, escuchen todos -dijo-. Una vez más, esto no figura en ningún sitio, no está aprobado oficialmente. Dedicaremos a ello nuestro tiempo y correremos el riesgo exclusivamente nosotros. Si alguien no quiere participar, puede marcharse ahora.
Nadie se movió. Era una táctica sagaz. Me quedó claro que ella y Eliot contaban al menos con cinco tipos que irían y regresarían del infierno con ellos.
– Tenemos menos de cuarenta y ocho horas -dijo-. Pasado mañana Richard Beck se va a su casa para el aniversario de su madre. Según nuestra fuente, lo hace todos los años. Su padre envía un coche con dos guardaespaldas porque al chico le aterra que se produzca otro secuestro. Vamos a aprovecharnos de ese miedo. Quitaremos de en medio a los guardaespaldas y lo secuestraremos nosotros.
Hizo una pausa. Nadie abrió la boca.
– Nuestro propósito es introducirnos en la casa de Zachary Beck -prosiguió Duffy-. Para eso, Reacher rescatará inmediatamente al muchacho de manos de sus supuestos raptores. Será una secuencia rápida, secuestro y rescate, un suspiro. El chico se sentirá de lo más agradecido y Reacher será recibido como un héroe en el hogar familiar.
Al principio todos guardaron silencio. Luego empezaron a removerse. El plan tenía tantos agujeros que a su lado un queso gruyer parecía liso. Miré fijamente a Duffy. Después me sorprendí mirando por la ventana. Hay maneras de tapar los agujeros. Noté que mi cabeza se ponía a trabajar. Me pregunté cuántos agujeros había localizado ya Duffy. Me pregunté cuántas respuestas tenía ella ya. Me pregunté cómo sabía ella que a mí me gustaban esos embrollos.
– Nuestro público lo forma una persona -dijo-. Lo único que importa es lo que piense Richard Beck. Todo será fingido desde el principio al final, pero él debe creer que es real.
Eliot me miró.
– ¿Puntos débiles?
– Dos -señalé-. Primero, cómo quitar de en medio a los guardaespaldas sin hacerles daño de verdad. Supongo que no son ustedes tan extraoficiales.
– Rapidez, impacto, sorpresa -dijo él-. El grupo llevará pistolas ametralladoras con balas de fogueo. Además de una granada aturdidora. En cuanto el chico esté fuera del coche, lanzamos una dentro, todo ruido y furia. Quedarán aturdidos, nada más. Pero el muchacho creerá que se han convertido en carne para hamburguesa.
– Muy bien -dije-. Segundo, todo debe resultar muy verosímil, ¿no? Yo soy alguien que pasa por allí y casualmente la clase de individuo que puede rescatarle. Lo que hace de mí alguien inteligente y con recursos. Entonces ¿por qué no lo entrego a los polis más cercanos? ¿O espero a que los polis vengan? ¿Por qué me quedo por ahí, me pongo en evidencia y doy pie a que haya declaraciones de testigos? ¿Por qué quiero llevarlo enseguida a su casa?
Eliot se volvió hacia Duffy.
– Él estará aterrorizado -explicó ella-. Querrá que usted haga eso.
– Pero ¿por qué acepto? No importa lo que quiera él sino lo que es más lógico que haga yo. Porque el público no lo forma una persona, sino dos. Richard Beck y Zachary Beck. Primero uno, y más tarde el otro. Éste lo contemplará todo en retrospectiva. A él hemos de convencerle en la misma medida.
– El chico podría pedirle que no acudiese a la policía. Como la otra vez.
– Pero ¿por qué le haría yo caso? Si yo fuera un tipo normal, lo primero que pensaría sería en ir a la policía. Querría hacerlo todo según las reglas.
– Él pondría objeciones.
– Y yo las pasaría por alto. ¿Por qué un adulto inteligente y capaz escucharía a un chaval insensato? Es un agujero. Todo resulta demasiado cooperativo, demasiado resuelto, demasiado falso. Demasiado directo. Zachary Beck se lo olerá al instante.
– Quizá lo mete usted en un coche y los persiguen.
– Iría directo a la comisaría.
– Mierda -soltó Duffy.
– Es un buen plan -dije-. Pero hemos de hacerlo creíble.
Volví a mirar por la ventana. Fuera todo relucía. Había mucho verdor. Árboles, arbustos, lejanas laderas boscosas espolvoreadas de hojas nuevas. Por el rabillo del ojo advertí que Eliot y Duffy miraban el suelo. Y que los cinco tipos estaban inmóviles. Parecía un grupo competente. Dos de ellos eran algo más jóvenes que yo, altos y rubios. Otros dos tenían aproximadamente mi edad, normales y corrientes. Otro era mucho mayor, encorvado y de pelo cano. Me devané los sesos un buen rato. Secuestro, rescate, casa de Beck. «Tengo que entrar en la casa de Beck -pensé-. Me urge hacerlo. Porque he de encontrar a Quinn. Pensemos en el golf, en el juego largo.» Contemplé todo el asunto desde la óptica del chico. Después desde la del padre.
– Es un plan -repetí-, pero hay que perfeccionarlo. Así que he de ser la clase de tío que nunca acudiría a la policía. -Hice una pausa-. Aún mejor, para Richard Beck he de ser la clase de persona que no puede ir a la policía.
– ¿Cómo? -preguntó Duffy.
La miré fijamente.
– Tengo que herir a alguien. Sin querer, en la confusión. A otro transeúnte. A un inocente. En alguna circunstancia ambigua. Tal vez atropello a una persona, a una anciana que pasea con su perrito. Tal vez incluso la mato. Me entra el pánico y huyo.
– Demasiado difícil para poner en escena -indicó ella-. Y en todo caso, no basta para provocar ninguna huida. Vamos, que en situaciones como ésas se producen accidentes.
Asentí. La habitación volvió a quedar en silencio. Cerré los ojos, pensé un poco más y me figuré el inicio de una escena que empezaba a cobrar forma en mi cabeza.
– Muy bien -dije-. A ver qué tal esto. Mato a un poli. De manera accidental.
Nadie dijo nada. Enarqué las cejas.
– Es un gran slam -solté-. ¿No lo ven? Es perfecto. Tranquilizará a Zachary Beck respecto a por qué no actué con normalidad y fui a la policía. Si acabas de cargarte a un poli no vas a la comisaría, aunque haya sido un accidente. Él lo entenderá. Y eso me dará un motivo para quedarme en su casa. Que es lo que debo hacer. Creerá que me estoy escondiendo. Estará agradecido por el rescate de su hijo, y como en todo caso es un criminal su conciencia no será un obstáculo.
No hubo pegas. Sólo silencio y a continuación un lento e indefinible murmullo de valoración, acuerdo, aceptación. Lo desarrollé desde el principio al final. El juego largo. Sonreí.
– Aún mejor -añadí-, quizás incluso me contrate. De hecho, creo que estará tentado de contratarme. Porque crearemos la falsa impresión de que su familia ha sido atacada y perdido dos guardaespaldas, y sabrá que soy mejor pues ellos han caído y yo no. Y se sentirá satisfecho de ofrecerme trabajo porque mientras crea que soy un asesino de polis y me proteja, pensará que es mi dueño.
Duffy también sonrió.
– Pues a trabajar -dijo-. Tenemos menos de cuarenta y ocho horas.
Los dos tipos más jóvenes serían los secuestradores. Decidimos que conducirían una furgoneta de reparto Toyota del depósito de vehículos confiscados de la DEA. Utilizarían Uzi incautadas con proyectiles de nueve milímetros. Así como una granada aturdidora robada en los almacenes de Tácticas y Armas Especiales de la DEA. Después empezamos a ensayar mi papel de rescatador. Como buenos artistas de pega, decidimos que yo debía ceñirme todo lo posible a la verdad, así que sería un vagabundo ex militar que se encontraba en el lugar oportuno y en el momento oportuno. Iría armado, lo que es técnicamente ilegal en Massachusetts, pero sería muy propio de mí y resultaría verosímil.
– Necesito un revólver pasado de moda -dije-. Debo llevar algo adecuado para un ciudadano. Y todo ha de ser muy espectacular, desde el principio al final. La Toyota se me acerca, tengo que inutilizarla. He de dispararle. O sea que preciso tres balas de verdad y tres de fogueo, en riguroso orden. Las tres reales para la furgoneta, las otras para la gente.
– Podemos preparar así cualquier arma -señaló Eliot.
– Sí, pero he de ver la recámara -advertí-. Justo antes de tirar. No dispararé una carga mixta sin hacer una verificación visual. Necesito saber que empiezo bien. Así que lo mejor es un revólver. Uno grande, nada de chismes pequeños, para que pueda ver claro.
Me entendió perfectamente y tomó nota. Después resolvimos que el tipo mayor sería el poli local. Duffy sugirió que él simplemente se metería por error en la línea de fuego.
– No -objeté-. Tiene que ser el error idóneo. No simplemente una bala perdida. El joven Beck ha de quedar impresionado conmigo. He de hacerlo a propósito pero con temeridad. Como si yo fuera un loco, pero un loco que sabe disparar.
Duffy se mostró de acuerdo, y Eliot repasó mentalmente una lista de vehículos disponibles y me ofreció una vieja camioneta.
Dijo que yo podía dedicarme al transporte. Que eso explicaría que andara por la calle. Confeccionamos listas, en el papel y en nuestra cabeza. Los dos tíos de mi edad permanecían sentados sin ninguna tarea asignada, lo que no les alegraba.
– Ustedes son polis de refuerzo -dije-. Supongamos que el muchacho ni siquiera me ve disparar al primero. Podría desmayarse o algo así. Tienen que perseguirnos en coche, y yo les quitaré de en medio cuando esté seguro de que él está mirando.
– No puede haber policías de apoyo -soltó el tipo de más edad-. Vamos a ver, ¿de repente aquello se llena de polis sin una razón concreta?
– Polis de la universidad -sugirió Duffy-. Sí, esos polis que contratan las facultades. Da la casualidad que estaban por allí. ¿Dónde iban a estar, si no?
– Magnífico -dije-. Pueden empezar desde el mismo interior del campus. Y controlarlo todo por radio desde la retaguardia.
– ¿Cómo se librará de ellos? -me preguntó Eliot, como si fuera un asunto delicado.
Reparé en el problema. Ya habría disparado los seis tiros.
– No puedo volver a cargar el arma -indiqué-. Al menos mientras esté conduciendo. Tampoco con balas de fogueo. El chaval podría darse cuenta.
– ¿Puede embestirlos, sacarlos de la calzada?
– Con una camioneta hecha polvo, no. Debo llevar un segundo revólver. Ya cargado, dentro del vehículo. Tal vez en la guantera.
– ¿Va por ahí con dos armas cargadas? -soltó el tipo mayor-. En Massachusetts eso es un poco raro.
Asentí.
– Es uno de los puntos débiles. Tendremos que arriesgarnos y asumir algunos.
– Yo iré de paisano -dijo el tío mayor-. Como si fuera un detective. Disparar a un poli uniformado es más que temerario. Esto también sería un punto débil.
– De acuerdo -convine-. Muy bien. Excelente. Es un detective, saca su placa, y yo creo que es un arma. Suele pasar.
– Pero ¿cómo muero? -preguntó-. ¿Me sujeto el estómago y caigo redondo, como en las pelis del Oeste?
– No es muy convincente -opinó Eliot-. Todo tiene que parecer absolutamente real. En interés de Richard Beck.
– Necesitamos material tipo Hollywood -dijo Duffy-. Camisetas ignífugas de Kevlar y condones llenos de sangre falsa que exploten a una señal transmitida por control remoto.
– ¿Podemos conseguirlo?
– De Nueva York o Boston, tal vez.
– Vamos justos de tiempo.
– Vaya noticia -soltó Duffy.
Así acabó el noveno día. Duffy quería que me trasladara al motel y sugirió que alguien me acompañara en coche a Boston para recoger el equipaje. Le dije que no tenía ningún equipaje, y ella me miró de reojo pero no dijo nada. Ocupé una habitación junto a la del tipo mayor. Alguien fue a comprar unas pizzas. Todo el mundo iba de acá para allá y hacía llamadas telefónicas. Me dejaron solo. Me tumbé en la cama y repasé todo el plan desde el principio bajo mi perspectiva. Hice una lista mental de todas las cosas que no habíamos tenido en cuenta. Era una lista larga. Pero en todo caso había una cuestión que me preocupaba sobremanera. Y no estaba exactamente en la lista. De alguna forma ambas corrían parejas. Me levanté y fui a ver a Duffy. En ese momento ella regresaba a toda prisa a su habitación desde el coche.
– Zachary no es la clave -le dije-. No es posible. Si Quinn está implicado, significa que Quinn es el jefe. Nunca sería un segundo espada. A menos que Beck sea aún peor que Quinn, lo que no quiero ni imaginar.
– Tal vez Quinn ha cambiado -replicó-. Recibió dos balazos en la cabeza. Quizás eso le haya afectado al cerebro. Lo haya ablandado en cierto modo.
No respondí. Duffy se alejó corriendo. Volví a mi habitación.
El décimo día empezó con la llegada de los vehículos. El tipo mayor se quedó con el Chevy Caprice de siete años, que sería un coche de policía camuflado. Tenía un motor Corvette, último modelo del año antes de que la General Motors dejara de fabricarlo. Parecía de lo más idóneo. La furgoneta era un trasto grande de un rojo descolorido. En la parte delantera llevaba un enorme parachoques reforzado. Los tíos más jóvenes hablaban de cómo iban a utilizarla. Para mí había una sencilla camioneta marrón. La camioneta más vulgar que había visto en mi vida. No tenía ventanillas laterales pero sí dos en la parte de atrás. Busqué alguna guantera. Había una.
– ¿Todo bien? -me preguntó Eliot.
Di una palmada en el lado, como hacen los conductores de camionetas, y el vehículo respondió con un débil gemido.
– Perfectamente -contesté-. Quiero que los revólveres sean para balas Magnum 44. Tres expansivas pesadas y nueve de fogueo lo más ruidosas posible.
– De acuerdo -dijo-. ¿Por qué expansivas?
– Por los rebotes -aclaré-. No quiero lastimar a nadie sin querer. Las postas expansivas se deforman y quedan clavadas en aquello que golpean. Dispararé una al radiador y dos a los neumáticos. Mejor que éstos estén muy hinchados, para que cuando les dé exploten. Va a ser todo un espectáculo.
Eliot se marchó a toda prisa y Duffy se acercó.
– Necesitará esto -dijo, enseñándome un abrigo y un par de guantes-. Si los lleva parecerá más real. Hará frío. Y podrá esconder el arma en el abrigo.
Lo cogí todo de sus manos y me puse el abrigo. Me iba bastante bien. Duffy sabía calcular bien las tallas, sin duda.
– La psicología será peliaguda -dijo-. Deberá ser usted flexible. El chico podría caer en un estado catatónico. Quizá tenga que engatusarle para obtener de él cierta reacción. Lo deseable sería que se mantuviera despierto y hablara, en cuyo caso creo que usted debe mostrar alguna reticencia a implicarse cada vez más. Sería ideal que usted deje que él le convenza de que le lleve a casa. Pero al mismo tiempo ha de ser usted quien domine la situación. Debe dejar que los hechos vayan sucediendo sin interrupción para que él no tenga tiempo de reflexionar en lo que está viendo.
– Muy bien -dije-. En tal caso voy a cambiar mi pedido de municiones. Haré que la segunda bala de la segunda arma sea de verdad. Le diré que se eche al suelo y reventaré la ventana a su espalda. Creerá que han sido los polis de la universidad que nos están disparando. Después le ordenaré que se levante. Esto incrementará su sensación de peligro y hará que se acostumbre a obedecerme y que se sienta algo más contento de ver que la poli de la facultad se ha llevado una buena. Porque no quiero que discuta conmigo, que intente detenerme. Yo podría perder el control de la camioneta y eso sería el final para los dos.
– De hecho conviene que establezca lazos afectivos con él -señaló ella-. Más tarde el chico ha de hablar bien de usted. Porque, estoy de acuerdo, lograr que le contraten sería el premio gordo. Le daría libre acceso. Así que trate de impresionar al muchacho. Pero con sutileza. No hace falta caerle bien. Sólo que piense que usted es un tipo duro que sabe lo que se hace.
Fui en busca de Eliot, y luego los dos que serían los policías de la facultad vinieron a verme. Dispusimos que desde el principio ellos me dispararían balas de fogueo, luego yo otro tanto, después reventaría la ventanilla trasera de la camioneta, acto seguido otra bala de fogueo, y por último descargaría las tres últimas balas también de fogueo en una serie espaciada. En mi tiro final ellos harían estallar su parabrisas con una bala real de sus propias armas y luego se saldrían de la calzada como si les hubiese herido o hubieran sufrido un reventón.
– No se confunda con la munición -dijo uno.
– Ustedes tampoco -repliqué.
Para almorzar comimos más pizza y después fuimos a examinar el futuro campo de operaciones. Aparcamos a un kilómetro de distancia y revisamos un par de planos. A continuación nos arriesgamos a pasar tres veces en dos coches por delante de la entrada de la universidad. Habría preferido tener más tiempo para examinarlo todo bien, pero no quería llamar la atención. Regresamos al motel y volvimos a reunimos en la habitación de Eliot.
– Parece todo en orden -dije-. ¿Hacia dónde he de girar?
– Maine está al norte -indicó Duffy-. Suponemos que el muchacho vive en algún lugar cerca de Portland.
Asentí.
– De todos modos, creo que será mejor el sur. Miren los mapas. Por ahí se llega antes a la autopista. Según los manuales de seguridad, hay que llegar a las carreteras anchas y muy transitadas lo antes posible.
– Es una apuesta.
– Iremos hacia el sur -dije.
– ¿Algo más? -preguntó Eliot.
– Estaría loco si siguiera con la camioneta -dije-. Para creérselo, el viejo Beck esperará que la haya abandonado y robado un coche.
– ¿Dónde? -inquirió Duffy.
– En el mapa figura un centro comercial cerca de la autopista.
– Muy bien, pondremos uno ahí.
– ¿Unas llaves de repuesto bajo el parachoques? -sugirió Eliot.
Duffy negó con la cabeza.
– Demasiado ficticio. Todo debe ser absolutamente creíble. Tiene que robar un coche de verdad.
– No sé cómo -objeté-. Nunca lo he hecho.
Se produjo un silencio.
– Sólo sé lo que aprendí en el ejército -expliqué-. Los vehículos militares nunca están cerrados. Y no tienen llaves de encendido. Se ponen en marcha apretando un botón.
– De acuerdo -convino Eliot-. Todos los problemas tienen solución. Lo dejaremos abierto. Pero deberá actuar como si estuviera cerrado. Finja que fuerza la puerta con una palanqueta, no sé. Dejaremos por allí cerca un rollo de alambre y unas perchas. Podría pedirle al chaval que le busque algo. Así se sentirá implicado. Contribuirá al artificio. Luego usted se entretiene un poco con eso y, vaya, la puerta se abre. Dejaremos suelta la protección de la columna de dirección. Quitaremos el forro de los cables correctos y sólo de ésos. Los encontrará, los pondrá en contacto y automáticamente será un chico malo.
– Genial -soltó Duffy.
Eliot sonrió.
– Hago lo que puedo.
– Tomémonos un descanso -dijo ella-. Seguiremos después de cenar.
Después de cenar las últimas piezas encajaron. Dos de los tíos volvieron con el resto del material. Para mí un par de Colt Anaconda a juego. Eran armas grandes y pesadas. Parecían caras. No pregunté de dónde las habían sacado. También traían una caja de balas Magnum del 44 y otra del 44 de fogueo. Estas procedían de una ferretería. Estaban diseñadas para un arma resistente. Algo que remacha clavos en el hormigón. Abrí el tambor y en una de las recámaras grabé una equis con unas tijeras de uñas. El tambor de un revólver Colt gira en el sentido de las manecillas del reloj, a diferencia de un Smith and Wesson, que lo hace al revés. La equis representaba la primera recámara que dispararía. La colocaría en la posición de las diez en punto, donde pudiera verla, y la primera vez que apretara el gatillo giraría y caería bajo el percutor.
Duffy me dio unos zapatos de mi número. El derecho tenía una cavidad en el tacón. Me mostró un dispositivo de correo electrónico que se ajustaba perfectamente al espacio.
– Por esto me alegraba de que tuviera los pies grandes -aclaró-. Ha sido más fácil de encajar.
– ¿Es fiable?
– Debería serlo -contestó-. Es algo nuevo del gobierno. Ahora todos los ministerios efectúan así sus comunicaciones secretas.
– Fantástico. -A lo largo de mi vida profesional, la tecnología defectuosa había sido la causa principal de un montón de desastres.
– Es lo mejor que podemos utilizar -añadió ella-. Cualquier otra cosa la encontrarían. Le van a registrar. Y, en teoría, si captan las transmisiones, sólo oirán los chirridos de un módem. Creerán que es electricidad estática.
Un diseñador teatral de vestuario de Nueva York les facilitó tres efectos sanguíneos accionables por control remoto. Eran voluminosos y pesados, cada uno un cuadrado de unos veinte centímetros de lado que había que adherir al pecho de la víctima. Tenían depósitos de goma de sangre, receptores de radio y baterías y cargas de encendido.
– Llevad camisas holgadas, amigos -dijo Eliot.
El pequeño mando a distancia, que tenía tres botones, debería llevarlo en el antebrazo derecho. Los botones eran lo bastante grandes para notarlos a través del abrigo, la chaqueta y la camisa. Volvimos a ensayar la escena. Primero, el conductor de reparto. Ese botón sería el más próximo al codo. Lo pulsaría con el dedo índice. Segundo, el pasajero de la furgoneta. Para éste, el botón del centro. El dedo medio. Tercero, el tipo mayor que haría de poli. Su botón sería el más cercano a la muñeca, y lo apretaría con el anular.
– Después deberá deshacerse de todo esto -señaló Eliot-. Seguro que en la casa de Beck le registrarán. Deberá detenerse en unos lavabos o algo así.
En el aparcamiento del motel ensayamos una y otra vez. Hacia medianoche no podíamos estar ya más compenetrados. Calculamos que tardaríamos ocho o nueve segundos, desde el principio al final.
– Usted tomará la decisión crucial -me dijo Duffy-. Será el momento de salir a escena. Si algo va mal cuando la Toyota se acerque, lo que sea, abandona y lo deja pasar. Ya lo arreglaremos de algún modo. Disparará tres balas de verdad en la vía pública y no quiero que resulte herido ningún transeúnte despistado, ni ciclistas, ni gente que esté haciendo footing. Dispondrá de menos de un segundo para decidir.
– Entendido -dije, aunque realmente no se me ocurría ningún modo fácil de arreglar nada una vez las cosas hubieran llegado tan lejos.
Entonces Eliot hizo las últimas dos llamadas para confirmar que habían conseguido un coche patrulla de la universidad y que colocarían un fiable Nissan Maxima tras los principales grandes almacenes del centro comercial. El Maxima había sido confiscado a un cultivador de marihuana de poca monta en el estado de Nueva York. Allí aún tenían leyes antidroga duras. Le pondrían una matrícula falsa de Massachusetts y lo llenarían de trastos.
– Ahora a dormir -dijo Duffy-. Mañana nos espera un buen tute.
Y así concluyó el décimo día.
El undécimo día, a primera hora de la mañana, Duffy me llevó a la habitación rosquillas y café para desayunar. Estábamos los dos solos, ella y yo. Volvimos a repasarlo todo por última vez. Me enseñó fotos de la agente que ella había infiltrado hacía cincuenta y ocho días. Era una rubia de unos treinta años que había conseguido un empleo de oficinista en Bizarre Bazaar con el nombre de Teresa Daniel. Era menuda y parecía avispada. Observé las fotos con atención y memoricé sus rasgos, pero en mi cabeza estaba viendo otro rostro de mujer.
– Supongo que aún vive -dijo Duffy-. Debo suponerlo.
No hice ningún comentario.
– Procure con todas su fuerzas que lo contraten -continuó-. Hemos comprobado su historial reciente, lo mismo que haría Beck. Se aprecian algunas vaguedades. Y faltan muchas cosas que a mí me preocuparían, pero no creo que a él le quiten el sueño.
Le devolví las fotos.
– Será pan comido -dije-. La falacia se refuerza a sí misma. A Beck le falta mano de obra y le han atacado, todo a la vez. Pero no voy a esforzarme tanto. Más bien me mostraré un poco remiso. Para que no se me vea el plumero.
– De acuerdo -dijo ella-. Tiene siete objetivos, de los cuales los números uno, dos y tres se resumen en lo siguiente: tenga mucho cuidado. Suponemos que esa gente es muy peligrosa.
Asentí.
– Si Quinn está involucrado, lo garantizo sin ningún género de dudas.
– Pues entonces actúe en consecuencia -señaló ella-. Sin contemplaciones, desde el principio.
– Sí -corroboré, y empecé a masajearme el hombro izquierdo con la mano derecha. De pronto me interrumpí, sorprendido. En una ocasión un psiquiatra del ejército me dijo que ese gesto inconsciente encierra sentimientos de vulnerabilidad. Es una reacción defensiva, tiene que ver con protegerse y ocultarse. Es el primer paso hasta acurrucarse en el suelo hecho un ovillo. Seguramente Duffy también lo sabía, pues me miró fijamente.
– Teme a Quinn, ¿verdad?
– No temo a nadie -respondí-. Pero desde luego preferiría que estuviera muerto.
– Podemos suspender la operación si no está preparado.
Negué con la cabeza.
– Me atrae la posibilidad de encontrarlo, en serio.
– ¿Qué salió mal en la detención?
Meneé la cabeza otra vez.
– No quiero hablar de eso -dije.
Ella se quedó en silencio un instante. No insistió. Sólo apartó la mirada, vaciló, hizo memoria y reanudó la sesión de instrucciones. Con voz tranquila y buena dicción.
– El objetivo número cuatro es encontrar a mi agente -explicó-. Y traerla de vuelta.
Asentí.
– Cinco, conseguir pruebas fundadas que nos permitan trincar a Beck.
– Muy bien.
Hizo otra pausa.
– Seis, encuentre a Quinn y haga con él lo que tenga que hacer. Y siete, salga de allí cagando leches.
Asentí.
– En principio no le seguiremos -añadió-. El chico podría descubrirnos, ya que estará paranoico perdido. Y en el Nissan no pondremos ningún buscador, pues más tarde lo encontrarían. Tendrá que mandar un e-mail dándonos su posición en cuanto la sepa.
– Vale -dije.
– ¿Algún punto débil?
Traté de no pensar en Quinn.
– Alcanzo a ver tres -contesté-. Dos secundarios y uno importante. El primero de los secundarios es que voy a destrozar la ventanilla trasera de la camioneta pero el muchacho tendrá diez minutos para reparar en que los vidrios rotos no están donde deberían.
– Pues no lo haga.
– Ya, pero creo que tengo que hacerlo. Me parece que hemos de mantener un nivel de pánico alto.
– Muy bien, pondremos ahí unas cajas. En todo caso, usted ha de llevar cajas, se dedica al reparto. Eso impedirá un poco la visión del chico. Si no es así, sólo espero que no ate cabos en diez minutos.
Asentí con la cabeza.
– Segundo, en algún momento, por una razón u otra, el amigo Beck va a llamar a la policía de aquí. Acaso también a los periódicos. Querrá confirmar la información.
– Daremos a la policía un guión creíble. Con algo para entretener a la prensa. Mientras les convenga, cooperarán. ¿Cuál es el punto flaco importante?
– Los guardaespaldas. ¿Cuánto tiempo van a retenerlos? No pueden dejar que se acerquen a un teléfono, o llamarían a Beck. Tampoco pueden detenerlos oficialmente. Deben mantenerlos incomunicados, en la más completa ilegalidad. ¿Cuánto tiempo se podrá sostener esa situación?
Ella se encogió de hombros.
– Cuatro o cinco días, máximo. No podemos protegerle más tiempo. Así que no pierda ni un segundo.
– Eso pretendo. ¿Cuánto dura la pila del chisme ese del e-mail?
– Unos cinco días -respondió-. A partir de entonces quedará incomunicado. No le daremos ningún cargador. Sería sospechoso. Pero puede utilizar un cargador de móviles, si encuentra alguno.
– Muy bien.
Ella se limitó a mirarme. Estaba todo dicho. A continuación se me acercó y me besó en la mejilla. Fue imprevisto. Sus labios eran suaves. Me dejaron la piel espolvoreada de azúcar de rosquilla.
– Buena suerte -dijo-. Creo que no nos hemos dejado nada.
Sin embargo, nos habíamos dejado muchas cosas. Nuestro plan incluía errores mayúsculos, y todos acudirían para atormentarme.