Me dejó ir, pero no me pidió el arma. Quizá fue algo inconsciente. Quizá quería que me la quedara. Me la coloqué en la parte de atrás del cinturón. Se ajustaba mejor que el enorme Colt. Acto seguido, salí a la carretera y llegué al aparcamiento cerca de los muelles de Portland exactamente diez horas después de haberlos abandonado. Nadie me esperaba. Ningún Cadillac negro. Entré y aparqué. Dejé las llaves en el portamapas y bajé. Después de recorrer ochocientos kilómetros de autopista estaba cansado y un poco sordo.
Eran las seis de la tarde y el sol se estaba poniendo tras la ciudad. El aire era frío y desde el mar llegaba humedad. Me abotoné el abrigo y permanecí quieto unos instantes por si me observaban. Después me marché. Traté de parecer desorientado. Pero me dirigí más o menos hacia el norte y miré con atención los edificios que se alzaban delante. El aparcamiento estaba rodeado por oficinas de poca altura. Parecían tráilers sin ruedas. Construidas a lo barato y mal conservadas. Tenían pequeños y descuidados aparcamientos llenos de vehículos de la gama media. Toda la zona parecía atareada e imbuida de espíritu práctico. Ahí tenía lugar el comercio en el mundo real. Eso estaba claro. Ni elegantes oficinas centrales, ni mármol, ni esculturas, sólo una serie de personas corrientes trabajando esforzadamente por dinero tras ventanas sucias cubiertas con persianas venecianas rotas.
Algunas oficinas eran construcciones adosadas a pequeños almacenes. Estos eran modernas estructuras metálicas prefabricadas. Tenían plataformas de carga y espacios estrechos delimitados por gruesos postes, todo ello de hormigón. Los postes presentaban manchas de todos los colores conocidos de pintura de vehículos.
Al cabo de unos cinco minutos encontré el Cadillac negro de Beck. Estaba estacionado en un rectángulo de asfalto agrietado formando un ángulo con la pared de un almacén, cerca de una puerta de oficinas. La puerta parecía de una casa de un barrio residencial. Era de diseño colonial y madera noble. No la habían pintado nunca y era gris y granosa debido al aire salado. Tenía un letrero descolorido fijado con tornillos: «Bizarre Bazaar.» Las letras, escritas a mano, recordaban al Haight-Ashbury de los años sesenta. Como si anunciasen un concierto en el Fillmore West, como si Bizarre Bazaar fuera el maravilloso comienzo de un gran éxito de Jefferson Airplane o los Grateful Dead.
Oí acercarse un coche y me oculté tras el edificio adyacente. Esperé. Era un coche grande que avanzaba despacio. Alcancé a percibir los blandos y gruesos neumáticos metiéndose en baches encharcados. Era un Lincoln Town Car, negro brillante, idéntico al que habíamos destrozado a las puertas de la universidad. Seguramente los dos habían estado juntos en la línea de montaje, el morro de uno pegado a la trasera del otro. Pasó lentamente por delante del Cadillac de Beck, dobló la esquina y aparcó en la parte trasera del almacén. Bajó un tío que se desperezó y bostezó como si también acabase de conducir ochocientos kilómetros. Era de estatura mediana y fornido, de cabello negro muy corto. Rostro enjuto, mal color de piel. Miraba con ceño, como si se sintiera frustrado. Parecía peligroso. Pero subalterno, en cierto modo. Como si se hallara en un peldaño bajo de la pirámide. Y como si pudiera ser tanto más peligroso por esa razón. Se inclinó dentro del coche y sacó uno de esos dispositivos rastreadores con una larga antena de cromo y un altavoz cubierto por una malla que gimotea y chirría cada vez que localiza un transmisor adecuado a uno o dos kilómetros.
Luego entró por la puerta sin pintar. Yo me quedé donde estaba. Repasé mentalmente las diez últimas horas. Mientras había durado la vigilancia a distancia me había detenido tres veces. Cada parada había sido lo bastante corta para ser creíble. Si la vigilancia hubiera sido visual, todo se habría estropeado. Sin embargo, estaba casi seguro de que en ningún momento había aparecido un Lincoln negro en mi campo visual. Me inclinaba a darle la razón a Duffy. El tío y su rastreador habían estado en la carretera 1.
Permanecí inmóvil unos instantes. A continuación me dirigí a la puerta. La abrí de golpe y entré. Enseguida había un giro a la izquierda en ángulo recto que llevaba a una pequeña área abierta al público ocupada por mesas y archivadores. No había gente. Nadie sentado a ninguna mesa. Pero sí hasta hacía muy poco, sin duda. Era una oficina corriente de una empresa. Había tres mesas repletas del tipo de cosas que los empleados dejan al final de la jornada. Papeleo por terminar, tazas de café enjuagadas, notas, jarras de recuerdo rebosantes de lápices, paquetes de pañuelos de papel. En las paredes había calentadores eléctricos y el lugar estaba caldeado y olía ligeramente a ambientador.
En el fondo había una puerta cerrada tras la cual hablaban en voz baja. Reconocí las voces de Beck y Duke. Ambos conversaban con un tercer hombre que supuse sería el del Lincoln negro. No entendía lo que decían pero advertí cierto apremio. Cierta controversia. Nadie alzaba la voz, pero no estaban discutiendo a quién invitarían a merendar.
Miré las mesas y las paredes. Había dos mapas prendidos en sendos tableros. Uno era un mapamundi. El mar Negro quedaba más o menos en el centro, con Odesa acurrucada a la izquierda de la península de Crimea. En el mapa no había marcas, pero alcancé a imaginarme el recorrido que seguiría un pequeño vapor a través del Bósforo, el mar Egeo, el Mediterráneo, el estrecho de Gibraltar y luego a toda máquina por el Atlántico hasta Portland, Maine. Probablemente un viaje de dos semanas. Acaso tres. Los barcos suelen ser bastante lentos.
El otro mapa era de Estados Unidos. Portland estaba borrada por una vieja mancha de grasa. Supuse que infinidad de veces habían puesto ahí los dedos para abarcar con las manos y calcular tiempos y distancias. La mano totalmente extendida de una persona pequeña podría representar un día de navegación. En cuyo caso Portland no era la mejor ubicación como centro de distribución. Estaba lejos de todas partes.
Los papeles de las mesas no me decían mucho; apenas podía interpretar algunos detalles sobre fechas y cargamentos. Advertí unas listas de precios. Unos altos, otros bajos. Junto a los precios había códigos. Tal vez se referían a alfombras. Aunque también podían corresponder a otra cosa. De todos modos, a primera vista el lugar parecía una inocente oficina de transporte marítimo. Me pregunté si Teresa Daniel había trabajado ahí.
Escuché un poco más las voces. Ahora oía enfado e inquietud. Retrocedí hasta el pasillo. Saqué la Glock del cinturón y me la metí en el bolsillo con el índice en el guardamonte. Una Glock no tiene un seguro normal sino una especie de seguro en el gatillo. Una barra minúscula que cuando uno aprieta con brusquedad se cierra. Presioné un poco para liberar el gatillo. Quería estar preparado. Imaginé que dispararía primero a Duke. Luego al tío del rastreador. Después a Beck. Seguramente Beck sería el más lento de reflejos, y siempre hay que dejar al más lento para el final.
Metí la otra mano en el otro bolsillo. Un tipo con una sola mano en el bolsillo parece que va armado y es peligroso. Pero si lleva las dos manos en los bolsillos, parece tranquilo y despreocupado. No supone ninguna amenaza. Respiré hondo y volví a la oficina haciendo ruido.
– ¡Hola! -llamé.
La puerta del fondo se abrió de inmediato. Los tres se asomaron para mirar. Beck, Duke, el tío nuevo. Iban desarmados.
– ¿Cómo has entrado? -preguntó Duke. Parecía cansado.
– La puerta estaba abierta.
– ¿Cómo sabía cuál era la puerta? -inquirió Beck.
Mantuve las manos en los bolsillos. No podía decir que había visto el letrero, pues era Duffy quien me había revelado el nombre de su empresa, no él.
– Su coche está aparcado ahí fuera -dije.
Él asintió.
– Muy bien -dijo.
No me preguntó nada sobre cómo había ido todo. El tipo del rastreador ya se lo habría contado. Estaba allí de pie, mirándome fijamente. Era más joven que Beck. También que Duke. Y que yo. Tendría unos treinta y cinco años. Aún parecía peligroso. Tenía pómulos planos y mirada apagada. Era como uno de los tantos chicos malos que yo había metido en vereda en el ejército.
– ¿Has tenido buen viaje? -le pregunté.
No contestó.
– He visto que llevabas el rastreador -señalé-. Encontré el primer micrófono oculto. Bajo el asiento.
– ¿Por qué lo revisaste? -inquirió.
– La costumbre -repuse-. ¿Dónde estaba el segundo?
– En el respaldo. No te has parado a almorzar.
– No tengo dinero -contesté-. Nadie me ha dado nada todavía.
– Bienvenido a Maine -dijo sin sonreír-. Aquí nadie da dinero a nadie. Uno se lo gana.
– Muy bien -dije.
– Me llamo Angel Doll -se presentó, como si esperase que su nombre me impresionara. Pero no fue así.
– Yo Jack Reacher.
– El asesino de polis -espetó, con un no sé qué en la voz.
Me observó un largo instante y después desvió la mirada. Se me escapaba cuál era su sitio. Beck era el jefe y Duke el responsable de la seguridad, pero aquel subalterno parecía muy relajado hablando por los codos ante los otros.
– Estamos en una reunión -dijo Beck-. Espérenos en el coche.
Hizo pasar dentro a los otros dos y me cerró la puerta en las narices. Eso me indicó que en la zona de oficina no merecía la pena buscar nada. Así que salí sin prisas al tiempo que echaba un atento vistazo al sistema de seguridad. Era bastante rudimentario pero eficaz. Había tacos de contacto en la puerta y todas las ventanas. Pequeños artilugios rectangulares con cables del tamaño y color de los espaguetis hilvanados a lo largo de los zócalos. Los cables se juntaban en una caja metálica instalada en la pared junto a un atestado tablón de anuncios. Había toda clase de historias sobre seguros de empleados, extintores de incendios y salidas de emergencia. La alarma tenía un teclado numérico y dos lucecitas. Una roja que decía «armado» y una verde que ponía «desarmado». No había zonas separadas. Ni detectores de movimiento. Era sólo una tosca defensa del perímetro.
No aguardé junto al coche. Di una vuelta por allí hasta que le cogí el truco al lugar. Toda la zona era un laberinto de empresas parecidas. Para las furgonetas había un enrevesado camino de acceso. Supuse que los contenedores eran transportados desde el embarcadero y descargados en los almacenes. Después eran cargados en furgonetas de reparto que partían hacia el sur. El almacén de Beck no estaba aislado. Se hallaba exactamente en medio de una hilera de cinco. Sin embargo, no tenía un muelle exterior de carga. Ni plataforma a la altura de la cintura. En vez de ello, una puerta corredera. En ese momento estaba bloqueada por el Lincoln de Angel Doll, pero era lo bastante grande para que pasara por ella una furgoneta. Se podía mantener la discreción.
En general, no se apreciaba seguridad exterior. No era como un astillero naval. No había alambradas. Ni verja, ni barreras, ni guardas apostados. Era sólo una zona enorme y desordenada de unas cuarenta hectáreas, llena de edificios dispersos, charcos y rincones oscuros. Supuse que habría alguna clase de actividad las veinticuatro horas. No sabía cuánta. Pero seguramente bastaría para disimular ciertas idas y venidas clandestinas.
Regresé al Cadillac. Estaba apoyado en el guardabarros cuando aparecieron los tres hombres. Primero salieron Beck y Duke, y Doll se quedó en el umbral. Yo tenía aún las manos en los bolsillos. Seguía preparado para dispararle a Duke en primer lugar. Pero por el modo en que se movían, no había ningún indicio de peligro. Ninguna cautela. Beck y Duke se limitaron a dirigirse al coche. Parecían cansados y preocupados. Doll permaneció en la puerta, como si fuera el propietario del lugar.
– Vamos -dijo Beck.
– No, un momento -dijo Doll-. Antes quiero hablar con Reacher.
Beck se paró, sin volverse.
– Cinco minutos -señaló Doll-. Sólo eso. Luego ya cerraré yo.
Beck no dijo nada. Duke tampoco. Parecían irritados, pero no pusieron reparos. Mantuve las manos en los bolsillos y me puse en movimiento. Doll me hizo pasar a la oficina y luego al despacho del fondo. Cruzamos otra puerta y entramos en un cubículo de paredes acristaladas. Vi una carretilla elevadora y estantes de metal llenos de alfombras. Los estantes podían fácilmente llegar a los seis metros de altura, y las alfombras estaban bien enrolladas y atadas. El cubículo tenía una puerta que daba al exterior y una mesa metálica con un ordenador. La silla de la mesa estaba hecha polvo. Por todas las costuras asomaba sucia espuma amarilla. Doll se sentó, me miró y movió la boca hasta esbozar algo parecido a una sonrisa. Me quedé de pie a un lado de la mesa y lo miré.
– ¿Qué pasa? -dije.
– ¿Ves este ordenador? -dijo-. Tiene pinchados todos los departamentos de vehículos del país.
– ¿Y qué?
– Pues que puedo comprobar las matrículas.
No dije nada. Sacó una pistola. Un movimiento fácil y rápido. Además, una buena pistola de bolsillo. Una PSM de la época soviética, un arma automática pequeña de lo más cómoda y ligera para que no estorbara en la ropa. Utiliza una extraña munición rusa, difícil de conseguir. Tiene un seguro en la parte posterior de la corredera. Doll se inclinó hacia delante. Yo no recordaba si eso significaba «a salvo» o «fuego».
– ¿Qué quieres? -pregunté.
– Que me confirmes algo -respondió-. Antes de hacerlo público y ascender uno o dos peldaños en el escalafón.
Se hizo el silencio.
– ¿Cómo lo conseguirías? -pregunté.
– Contándoles una cosita que aún no saben -contestó-. Quizás incluso me gane una bonita gratificación. Tal vez los cinco mil destinados para ti.
Presioné levemente el gatillo de la Glock en el bolsillo. Eché un vistazo a mi izquierda. Alcanzaba a ver todo el espacio que había hasta la ventana del despacho del fondo. Beck y Duke seguían junto al Cadillac. De espaldas a mí. A unos doce metros. Demasiado cerca.
– Me deshice de tu Maxima -dijo Doll.
– ¿Dónde?
– Da igual -soltó, y volvió a sonreír.
– ¿Qué pasa? -repetí.
– Lo robaste, ¿no? Al azar. En un centro comercial.
– ¿Y qué?
– Tenía matrícula de Massachusetts -dijo-. Era falsa. Nunca se ha asignado ese número.
Los errores, otra vez atormentándome. No dije nada.
– Así que comprobé el número de identificación del vehículo -prosiguió-. Lo tienen todos. En una pequeña placa metálica, en la parte superior del salpicadero.
– Ya lo sé -dije.
– Ponía Maxima -continuó-. Hasta aquí bien. Pero había sido registrada en Nueva York. Por un chico malo a quien los federales habían trincado cinco días atrás.
No abrí la boca.
– ¿Quieres explicármelo? -dijo.
No contesté.
– Tal vez dejen que yo mismo te mate -soltó-. Creo que me lo pasaría bien.
– ¿Tú crees?
– Ya he matado gente -dijo, como si tuviera que demostrar algo.
– ¿Mucha?
– Bastante.
Miré por la ventana del despacho del fondo. Solté la Glock y saqué las manos de los bolsillos. Vacías.
– Puede que la lista DMV de Nueva York esté desfasada -señalé-. Era un vehículo viejo. Puede haber sido vendido fuera del estado un año antes. ¿Verificaste el código de autenticación?
– ¿Dónde?
– En la parte superior de la pantalla, a la derecha. Si están actualizados, los números correctos han de estar ahí. Fui policía militar. He entrado en el sistema DMV de Nueva York más veces que tú.
– Detesto a los PM -me espetó.
Miré su arma.
– Me da igual a quién detestes -repliqué-. Sólo te estoy diciendo que sé cómo funcionan esos sistemas. Y que yo he cometido el mismo error. Más de una vez.
Se quedó callado un instante.
– Chorradas -masculló.
Ahora sonreí yo.
– Pues adelante -dije-. Ponte en evidencia. A mí me trae sin cuidado.
Se quedó inmóvil. De pronto se pasó la pistola de la mano derecha a la izquierda y se entretuvo con el ratón. Mientras tecleaba y hacía avanzar y retroceder el texto de la pantalla, intentaba no quitarme el ojo de encima. Me moví un poco como para ver la pantalla. Apareció la página de búsqueda de DMV de Nueva York. Me acerqué un poco más, por detrás de su hombro. Introdujo lo que sería el número original de la matrícula del Maxima, al parecer de memoria. Pulsó «buscar». Toda la pantalla se rehizo. Me moví de nuevo, como dispuesto a demostrarle su error.
– ¿Dónde? -preguntó.
– Ahí -dije, señalando con los diez dedos de ambas manos, si bien éstos no se dirigieron a la pantalla.
Lo cogí del cuello con la mano derecha y le arrebaté el arma con la izquierda. El arma cayó al suelo y sonó exactamente como un trozo de acero golpeando una tabla de contrachapado forrada de linóleo. Miré hacia la ventana del despacho. Beck y Duke aún me daban la espalda. Mantuve las dos manos en el cuello de Doll y apreté. Se revolvió frenético. Resistía. Cambié las manos de posición. La silla se hundió debajo de él. Apreté más fuerte. Miré por la ventana. Beck y Duke seguían allí. De espaldas a mí. Su respiración era un vaho. Doll empezó a forcejear mis muñecas. Estrujé más fuerte aún. Sacó la lengua. Entonces, en un movimiento rápido, me soltó las muñecas y alargó los brazos hacia atrás en busca de mis ojos. Me eché hacia atrás, le sujeté la mandíbula con una mano y coloqué la otra, plana, en un lado de la cabeza. Le torcí con fuerza la mandíbula a la derecha y tiré de la cabeza hacia abajo y a la izquierda. Y le rompí el cuello.
Levanté la silla y la encajé con cuidado bajo la mesa. Cogí su arma y saqué el cargador. Lleno. Ocho balas Soviet Pistol de 5,45 mm de cuello de botella. Son aproximadamente del mismo tamaño que las del calibre 22 y más lentas, pero al parecer golpean con fuerza. Las fuerzas de seguridad soviéticas estaban satisfechas con ellas. Examiné la recámara. Había un cartucho. Comprobé el mecanismo. Estaba preparada para disparar. Volví a montarla y la dejé amartillada y con el seguro puesto. Me la metí en el bolsillo izquierdo.
Acto seguido le registré la ropa. Llevaba las cosas corrientes. Una cartera, un móvil, un sujetabilletes sin mucho dinero, un manojo de llaves. Lo dejé todo allí. Abrí la puerta que daba al exterior e inspeccioné el panorama. Ahora Beck y Duke quedaban ocultos tras la esquina del edificio. No los veía y no me veían. Por allí no había nadie más. Me acerqué al Lincoln de Doll y abrí la portezuela del conductor. Accioné la palanquita del maletero y la tapa se alzó un par de centímetros. Volví al cubículo y arrastré el cadáver fuera. Abrí el maletero del todo y arrojé a Doll dentro. Bajé la tapa suavemente y cerré la puerta del conductor. Miré el reloj. Habían pasado los cinco minutos. Tendría que tirar la basura más tarde. Regresé al recinto, crucé el despacho, la oficina, la puerta principal, y salí fuera. Beck y Duke se volvieron. Beck tenía un semblante severo y fastidiado por la tardanza. «¿Por qué se han quedado aquí?», me pregunté. Duke tenía los ojos enrojecidos y bostezaba. Era la viva imagen de alguien que lleva treinta y seis horas sin dormir. «Tengo una triple ventaja», pensé.
– Si quieres conduzco yo -le dije.
Vaciló.
– Ya sabes que sé conducir -señalé-. He estado conduciendo todo el santo día. He hecho lo que me ordenaron. Doll te lo habrá contado.
Permaneció en silencio.
– ¿Era otra prueba? -inquirí.
– Has encontrado el micrófono oculto -dijo.
– ¿Creías que no lo haría?
– Si no lo hubieras encontrado, quizás habrías actuado de otra forma.
– ¿Por qué? Sólo quería regresar sano y salvo y lo antes posible. He estado expuesto diez horas seguidas. No ha sido nada divertido. He podido perder mucho más que tú, sea cual sea tu negocio.
No replicó.
– Tú mismo -solté como si me diera igual.
Dudó un segundo más y a continuación suspiró y me dio las llaves. Ésa fue la primera ventaja. En el acto de entrega de unas llaves hay algo simbólico. Tiene que ver con la confianza y la aceptación. Eso me acercaba más al centro del círculo. Yo era menos intruso que antes. Y se trataba de un grueso manojo. Además de las del coche, había llaves de la casa y de despachos. Habría una docena en total. Un montón de metal. Un símbolo importante. Beck lo observó todo pero no hizo comentarios. Se limitó a instalarse en el asiento de atrás. Duke se dejó caer en el del acompañante. Yo me senté al volante y encendí el motor. Me ceñí el abrigo para que las armas de los bolsillos descansaran en mi regazo, listo para sacarlas y usarlas si sonaba un móvil. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de que la siguiente llamada que recibieran esos tipos fuese de alguien que hubiera hallado el cadáver de Doll. Por tanto, la siguiente llamada que recibiesen sería la última. Si las posibilidades eran una entre seiscientas o entre seis mil, me parecía bien; pero el cincuenta por ciento era demasiado para mí.
Pero en todo el trayecto no sonó ningún teléfono. Conduje despacio y tranquilo y encontré las carreteras pertinentes. Giré al este, en dirección al Atlántico. Por allí ya estaba oscuro. Apareció el promontorio en forma de mano y enfilé el dedo rocoso. Las luces resplandecían en lo alto de todo el muro. El alambre de espino emitía destellos. Paulie aguardaba para abrir la verja. Cuando pasé por delante de él me miró airado. Lo ignoré y me apresuré por el sendero de entrada y me paré en la rotonda, justo delante de la puerta. Beck bajó el primero. Duke se meneó un poco para despertarse y lo siguió.
– ¿Dónde dejo el coche? -le pregunté.
– En los garajes, capullo. Doblando por ahí.
La segunda ventaja. Iba a estar cinco minutos solo.
Me encaminé hacia el lado sur de la casa. Los garajes eran independientes y se hallaban en un pequeño patio cercado por el muro. Tiempo atrás, cuando se construyó la casa, seguramente era un establo. En la parte delantera había adoquines de granito, y en el tejado una cúpula con una abertura para la ventilación. Los compartimentos de los caballos habían sido sustituidos por cuatro garajes. El pajar había sido convertido en un apartamento. Supuse que allí vivía el silencioso mecánico.
El garaje de la izquierda tenía la puerta abierta y se encontraba vacío. Introduje el Cadillac y apagué el motor. Estaba oscuro. Había estantes llenos de los típicos trastos que se acumulan en un garaje. Latas de aceite, cubos y botellas viejas de cera abrillantadora. Una bomba eléctrica para hinchar neumáticos y un montón de alfombras usadas. Me metí las llaves en el bolsillo y bajé. Escuché un momento por si oía algún teléfono en la casa. Nada. Me acerqué a las alfombras y eché una ojeada. Cogí una del tamaño de una toalla de manos. Estaba oscura de mugre, basura y aceite. La usé para limpiar una mancha imaginaria del guardabarros delantero del Cadillac. Miré alrededor. Nadie. Envolví con la alfombra la PSM de Doll y la Glock de Duffy y los dos cargadores. Metí todo dentro del abrigo. Tal vez hubiera podido introducir las armas en la casa. Tal vez. Podía haber ido por la puerta de atrás y dejar que el detector de metales pitara y parecer confuso un instante y luego sacar el manojo de llaves. Un caso típico de información errónea. Quizás habría funcionado. Puede ser. Pero habría dependido de su grado de recelo. Y en todo caso, volver a sacarlas de la casa habría sido muy difícil. En el supuesto de que no se produjeran pronto llamadas telefónicas que desencadenaran una tormenta, lo más probable es que me quedara con Beck o Duke, o ambos, como de costumbre, y no habría garantía alguna de conseguir otra vez las llaves. Así que debía decidir. Arriesgar o jugar sobre seguro. Opté por lo segundo y dejar fuera la potencia de fuego.
Abandoné el patio de los garajes y me dirigí sin prisas a la parte posterior de la casa. Me detuve en la esquina. Esperé un momento y luego giré noventa grados y seguí el muro en dirección a las rocas, como si quisiera echar un vistazo al mar. Este seguía en calma. Del sudeste llegaba un extenso oleaje aceitoso. El agua parecía negra e inmensamente profunda. La contemplé un instante y a continuación me agaché y metí el fardo de las armas en una pequeña hondonada, pegado al muro. Por allí crecían escuálidos hierbajos.
Regresé paseando, encorvado en mi abrigo, intentando parecer un tío pensativo que se ha tomado un breve descanso. Todo estaba tranquilo. Las aves de la orilla se habían marchado. Para ellas ya estaba demasiado oscuro. Estarían más seguras en sus nidos. Me di la vuelta y me dirigí hacia la puerta trasera. Crucé el porche y entré en la cocina. El detector de metales se disparó. Duke, el mecánico y la cocinera se volvieron para mirarme. Me paré un instante y saqué las llaves. Las sostuve en alto. Apartaron la mirada. Dejé las llaves en la mesa, delante de Duke. Él ni las tocó.
La tercera ventaja del agotamiento de Duke se fue desvelando poco a poco durante la cena. Apenas podía mantenerse despierto. No decía palabra. La cocina estaba caldeada y humeante, y comimos ese tipo de cosas que hacen que a uno le entre sueño. Una sopa sustanciosa y estofado de carne con patatas. Raciones generosas. Los platos rebosaban. La cocinera trabajaba como si estuviera en una cadena de montaje. Había un plato de más con una ración completa que permanecía intacto. Quizás alguien acostumbraba a repetir.
Comí deprisa y mantuve los oídos atentos al teléfono. Calculé que podía coger las llaves del coche y estar fuera antes de que concluyera el primer tono. Dentro del Cadillac antes de acabar el segundo. En mitad del sendero de entrada antes de finalizar el tercero. Podía derribar la verja y atropellar a Paulie. Pero el teléfono no sonaba. En la casa no se oía sonido alguno, salvo el de gente masticando. No había café. Estuve a punto de tomármelo como algo personal. Me gusta el café. En vez de café bebí agua del grifo. Sabía a cloro. Antes de terminar mi segundo vaso apareció la criada procedente del comedor de la familia. Se acercó hasta donde yo estaba sentado, desgarbada con aquellos zapatos pasados de moda. Era tímida. Parecía irlandesa, como si acabara de llegar a Boston y no hubiera encontrado ningún empleo.
– El señor Beck quiere verle -dijo.
Era la segunda vez que oía su voz. El acento también parecía irlandés. Llevaba una chaqueta de punto muy ceñida.
– ¿Ahora?
– Creo que sí -repuso.
Beck me esperaba en la habitación cuadrada en que estaba la mesa de roble, donde habíamos jugado a la ruleta rusa.
– La Toyota era de Hartford, Connecticut -dijo-. Doll ha localizado la matrícula esta mañana.
– En Connecticut no ponen placas delanteras -dije, por decir algo.
– Conocemos a los propietarios.
Se hizo el silencio. Lo miré fijamente. Tardé una fracción de segundo en comprenderle.
– ¿Cómo es eso? -pregunté.
– Tenemos una relación de negocios.
– ¿Las alfombras?
– Eso no es asunto suyo.
– ¿Quiénes son?
– Eso tampoco -dijo.
Me quedé callado.
– Pero hay un problema -prosiguió-. Los que usted describió no son los propietarios de la furgoneta.
– ¿Está seguro?
Asintió.
– Dijo que eran altos y rubios. La furgoneta pertenece a unos hispanos. Bajitos y morenos.
– Entonces ¿quiénes eran los tíos que vi?
– Hay dos posibilidades -contestó-. Una: quizás alguien les robó la furgoneta.
– ¿Y la otra?
– Que tal vez han ampliado la plantilla.
– Cualquiera de las dos es posible -señalé.
Meneó la cabeza.
– La primera no. Los llamé. No hubo respuesta. He preguntado por ahí. Han desaparecido. No tiene sentido que se esfumaran sólo porque alguien les hubiera robado la furgoneta.
– Así que hay más gente en nómina.
Asintió.
– Y decidieron morder la mano que les da de comer.
No dije nada.
– ¿Está seguro de que eran Uzi? -inquirió.
– Es lo que vi.
– ¿No eran MP5K?
– No -dije. Aparté la vista. No admitían comparación. No se parecían en casi nada. La MP5K es un subfusil Heckler & Koch corto diseñado a principios de los años setenta. Tiene empuñaduras con gruesos moldeados de plástico caro. Parece muy futurista, como del atrezo de una película. A su lado, una Uzi parece algo ensamblado a martillazos por un ciego-. No hay ninguna duda.
– ¿Puede que el intento de secuestro fuera un hecho azaroso, ¿no cree? -preguntó.
– No -repuse-. Mil a uno que no.
Asintió de nuevo.
– De modo que me han declarado la guerra -indicó-. Y se han metido en su madriguera. Están escondidos en alguna parte.
– ¿Por qué lo harían?
– No tengo ni idea.
Se hizo el silencio. Del mar no llegaba ningún sonido. El oleaje iba y venía inaudible.
– ¿Intentará encontrarlos? -pregunté.
– Téngalo por seguro -dijo Beck.
Duke me esperaba en la cocina, enfadado e impaciente. Quería llevarme arriba y tenerme encerrado durante la noche. No puse ninguna objeción. Una puerta cerrada con llave y sin ojo de cerradura por dentro es una buena coartada.
– De servicio a las seis y media, no lo olvides -dijo.
Agucé el oído, oí el chasquido de la cerradura y aguardé a que sus pasos se alejaran. Después me dediqué a mi zapato. Me esperaba un mensaje. De Duffy: «¿El regreso bien?» Pulsé «contestar» y tecleé: «Necesito un coche a kilómetro y medio de la casa. Déjenlo allí con la llave en el asiento. Aproximación lenta, luces apagadas.»
Pulsé «enviar». Hubo un breve lapso sin respuesta. Imaginé que ella estaría en una habitación de hotel utilizando su ordenador portátil. Pero al final funcionó: «¡Tienes correo!»
Su mensaje decía: «¿Por qué? ¿Cuándo?»
Respondí: «Sin preguntas. A medianoche.»
Hubo cierta demora. Luego ella envió: «OK.»
«Devolución a las seis de la mañana, precaución», respondí.
«De acuerdo.»
«Beck conoce propietarios de la Toyota.»
Noventa larguísimos segundos después, contestó: «¿Cómo es eso?»
«Relación de negocios.»
«¿Datos concretos?», preguntó.
«No los dio», respondí.
Duffy replicó con una sola palabra: «Mierda.»
Esperé. Ella no envió nada más. Seguramente estaba consultando con Eliot. Podía imaginarlos, hablando deprisa, sin mirarse, intentando tomar una decisión. Envié una pregunta: «¿Cuántos detenidos en Hartford?» Ella respondió: «Todos, o sea tres.» Pregunté: «¿Han desembuchado?» Contestó: «No, nada.» Pregunté: «¿Abogados?» Ella precisó: «No abogados.»
Era un modo muy laborioso de comunicarse. No obstante, dejaba tiempo para pensar. Los abogados habrían sido nefastos. Beck los habría conseguido fácilmente. Tarde o temprano se le habría ocurrido averiguar si sus compinches habían sido detenidos.
Tecleé: «¿Se les puede mantener incomunicados?»
«Sí, dos o tres días», contestó.
«Háganlo.»
Hubo una larga pausa. Luego ella preguntó: «¿Qué cree Beck?»
«Que le han declarado la guerra y se han escondido», contesté.
Preguntó: «¿Qué va usted a hacer?»
«No estoy seguro», respondí.
«Dejaremos el coche, le aconsejo que lo utilice para marcharse», propuso.
«Quizá.»
Se produjo otra pausa prolongada. Después otro mensaje: «Apague el aparato, ahorre batería.» Sonreí. Duffy era una mujer muy práctica.
Me tendí en la cama totalmente vestido unas tres horas, atento al teléfono. Me levanté justo antes de medianoche, quité la alfombra oriental enrollándola, me tumbé en el suelo y pegué la oreja al entarimado de roble. Es la mejor manera de captar los sonidos débiles de un edificio. Alcancé a oír el sistema de calefacción. El viento alrededor de la casa gemía suavemente. El mar estaba en calma. La casa, tranquila. Era una sólida estructura de piedra. Ni crujidos ni chirridos. Ninguna actividad humana. No se oían voces ni movimiento. Supuse que Duke estaría durmiendo el sueño de los justos. La tercera ventaja de su agotamiento. Él era el único que me preocupaba. Era el único profesional.
Me até fuerte los zapatos y me quité la chaqueta. Aún vestía el atuendo vaquero negro que me había proporcionado la criada. Abrí la ventana hasta arriba y me senté en el alféizar, de cara a la habitación. Miré fijamente la puerta. Me volví y miré fuera. Había una fina tajada de luna. Las estrellas daban un poco de luz. Algo de viento. Nubes plateadas hechas jirones. El aire era frío y salado.
Saqué las piernas a la noche y me desplacé arrastrándome de lado. Luego me volví y hurgué con el pie hasta encontrar un resquicio en la roca, donde hubieran incrustado algún refuerzo. Aseguré los pies, me agarré al alféizar con una mano y con la otra bajé la ventana hasta unos cinco centímetros del marco. Avancé de lado y busqué a tientas algún tubo de desagüe que bajara desde el canalón del tejado. A un metro encontré uno. Era una gruesa tubería de hierro fundido. La palpé con la mano derecha. Parecía sólida. Pero también lejana. No soy una persona ágil. Si me llevaran a los Juegos Olímpicos podría competir en lucha, boxeo o halterofilia. Pero no en gimnasia.
Me desplacé de costado todo lo posible hacia la derecha y con la mano izquierda me sujeté a la esquina del marco de la ventana. Estiré la derecha y logré rodear la tubería. El hierro estaba frío y algo resbaladizo por el rocío de la noche. Comprobé que estaba bien agarrado. Estiré el cuerpo un poco más. Estaba pegado a la pared con brazos y piernas extendidos. Igualé la presión de las dos manos y salté lateralmente para encajar las piernas a cada lado de la cañería. Me apreté contra ella y me solté del alféizar. Ahora me mantenía sujeto al desagüe con ambas manos y los pies contra la pared. El culo hacia fuera, a quince metros sobre las rocas. Mi cabello ondeaba al viento. Hacía frío.
Un boxeador, no un gimnasta. Podía quedarme allí agarrado toda la noche. Con eso no habría ningún problema. Pero el caso es que no estaba seguro de cómo descender. Deslicé las manos hacia abajo, unos veinte centímetros. Y luego los pies una distancia equivalente. Parecía funcionar. Lo hice de nuevo. Veinte centímetros cada vez. Me secaba las palmas de las manos por turnos. Aunque hacía frío, sudaba. Me dolía la mano derecha del pulso que había echado con Paulie. Aún me hallaba a unos trece metros del suelo. Bajaba poco a poco. Llegué al nivel de la segunda planta. Descendía despacio pero seguro. Salvo que cada pocos segundos la vieja tubería de hierro recibía una brusca sacudida. La tubería tendría unos cien años. Y el hierro se oxida y se pudre.
Se movió un poco. Percibí que se estremecía y temblaba. Y estaba resbaladiza. Tenía que entrelazar los dedos por detrás para asegurarme de que no me soltaría. Rozaba la piedra con los nudillos. Bajaba a sacudidas, veinte centímetros cada vez. Cogí un ritmo. Me apretaba, deslizaba las manos, me dejaba caer y trataba de amortiguar el golpe aflojando los brazos. Prefería que el impacto lo recibieran los hombros. Entonces quedaba doblado por la cintura formando mucho ángulo y luego dejaba caer los pies los veinte centímetros y vuelta a empezar. Rebasé las ventanas de la primera planta. La tubería ya se notaba más sólida. Tal vez estaba afianzada en una base de hormigón. Seguí descendiendo a sacudidas, más deprisa. Llegué abajo. Noté la roca firme bajo los pies, exhalé un suspiro de alivio y me alejé de la pared. Me restregué las manos contra los pantalones y agucé el oído. Sentaba bien estar fuera de la casa. El aire era como terciopelo. Frío. Tonificante. No oía nada. No se apreciaban luces en las ventanas. Percibí la punzada del frío en los dientes y reparé en que estaba sonriendo. Alcé la vista a la luna del cazador, la luna llena que sigue a la luna de la cosecha. Me sacudí un poco y fui en busca de las armas.
Seguían envueltas en la alfombra, en la hondonada tras los hierbajos. Dejé la PSM de Doll. Prefería la Glock. La examiné con calma, pura costumbre. Diecisiete balas en la pistola, diecisiete en cada cargador. Cincuenta y una de nueve milímetros Parabellum. Si disparaba una, seguramente debería dispararlas todas. Para entonces ya habría ganadores y perdedores. Guardé los cargadores en los bolsillos y el arma en el cinturón, y recorrí el camino hasta el extremo más alejado de los garajes para echar un vistazo preliminar al muro desde lejos. Seguía iluminado. Las luces brillaban hirientes y amenazadoras, como en un estadio. El resplandor bañaba la caseta del guarda. El alambre de espino relucía. La luz formaba una barra compacta de treinta metros; detrás, la oscuridad total. La puerta de la verja, cerrada a cal y canto. El conjunto semejaba el perímetro de una prisión del siglo xix. O de un manicomio.
Miré hasta que hube calculado el modo de pasar y a continuación me dirigí al interior del patio adoquinado. El apartamento encima de los garajes estaba a oscuras y tranquilo. Las puertas de los garajes se hallaban cerradas, aunque ninguna tenía cerradura. Eran enormes y anticuados trastos de madera. Habían sido instaladas mucho tiempo atrás, antes de que a nadie se le hubiera ocurrido robar ningún coche. Cuatro conjuntos de puertas, cuatro garajes. El de la izquierda era el del Cadillac. Ya había estado ahí. Así que inspeccioné los otros, despacio y sin hacer ruido. En el segundo había otro Lincoln Town Car como el de Angel Doll y el utilizado por los guardaespaldas. Estaba encerado y lustroso y tenía las puertas cerradas.
El tercer garaje se encontraba completamente vacío. Dentro no había nada. Estaba limpio y barrido. Aprecié pasadas de escoba en las manchas de aceite cubiertas de polvo. Observé fibras dispersas de alfombra. Quien hubiera barrido las había pasado por alto. Eran cortas y rígidas. Parecían grises, como arrancadas del refuerzo de arpillera de alguna alfombra. No me decían nada. Así que continué.
En el cuarto garaje encontré lo que buscaba. Abrí las puertas de par en par a fin de que entrara la suficiente luz de luna para ver. Allí estaba el viejo y polvoriento Saab que había utilizado la criada para ir a la compra, aparcado de morro delante de un banco de trabajo. Tras el banco había una ventana mugrienta. Fuera, sobre el mar, la pálida luz de la luna. El banco tenía un torno fijado con tornillos y estaba lleno de herramientas. Herramientas viejas con mangos de madera y oscurecidas por el paso del tiempo. Vi un punzón. Era sólo una punta de acero desafilada metida en un mango bulboso, de roble. La punta tendría unos cinco centímetros de largo. La introduje apenas un centímetro en el torno del banco y apreté con fuerza. Cogí el mango y doblé la punta hasta formar un ángulo recto perfecto. Aflojé el torno, comprobé mi obra y la guardé en el bolsillo de la camisa.
Después encontré un escoplo para trabajar la madera. Tenía una hoja de casi dos centímetros de anchura y un bonito mango de fresno. Tendría unos setenta años. Busqué y hallé una piedra de amolar y una lata oxidada de líquido para afilar. Salpiqué la piedra con un poco de líquido, que extendí con la punta del escoplo. Froté la hoja en un movimiento de vaivén hasta que estuvo brillante. Uno de los muchos institutos a que asistí era uno de Guam chapado a la antigua, donde las calificaciones del taller dependían de lo bien que uno hacía el trabajo sucio, como amolar herramientas. Todos sacábamos buenas notas. Eran las cosas que nos interesaban. Aquella clase conseguía los mejores cuchillos que he visto jamás. Di la vuelta al escoplo e hice el otro canto. Logré un buen filo. Parecía acero de Pittsburgh de calidad superior. Lo limpié en mis pantalones. No verifiqué el filo con el pulgar. No tenía ganas de hacerme sangre. Sólo con mirar ya sabía que estaba muy afilado.
Salí al patio, me puse en cuclillas en el ángulo que formaban las paredes y cargué los bolsillos. Tenía el escoplo por si convenía seguir en silencio y la Glock por si no importaba hacer ruido. A continuación repasé mis prioridades. Primero la casa, decidí. Había muchas posibilidades de que no pudiera echarle otro vistazo.
La puerta del porche de la cocina estaba cerrada, pero la cerradura era rudimentaria. Un mero trámite. Metí la punta doblada del punzón a modo de llave y busqué a tientas las clavijas. Eran grandes. Tardé menos de un minuto en estar dentro. Me detuve y escuché con atención. No quería encontrarme con la cocinera. Quizás aún seguía levantada, horneando alguna tarta especial. O acaso la chica irlandesa andaba por allí haciendo algo. Pero todo estaba en silencio. Me arrodillé frente a la puerta interior. La misma cerradura sencilla. La misma rapidez. La abrí y me llegaron los olores de la cocina. Escuché otra vez. La estancia estaba fría y desierta. Dejé el punzón en el suelo. El escoplo al lado. Agregué la Glock y los cargadores de repuesto. No quería que se disparara el detector de metales. En la quietud de la noche habría sonado como una sirena. Deslicé el punzón por el suelo, pegado a las tablas, y lo empujé a través del umbral. Repetí la operación con el escoplo, haciéndolo rodar hacia dentro. Casi todos los detectores de metales tienen una zona muerta en la parte inferior. Los zapatos elegantes de hombre llevan una varilla de acero en la suela, que les proporciona resistencia y flexibilidad. Los detectores de metales están concebidos para no tener en cuenta los zapatos, lo que tiene su lógica pues de lo contrario pitarían cada vez que pasara un tío con un calzado decente.
Deslicé la Glock por la zona muerta y después un cargador y luego el otro. Lo empujé todo hacia el interior lo más lejos que pude. Acto seguido me puse en pie y entré. Cerré la puerta tras de mí sin hacer ruido. Recogí todo mi equipo y volví a llenarme los bolsillos. Dudé entre quitarme o no los zapatos. Es más fácil moverse en silencio si sólo llevas calcetines. Pero llegado el caso, los zapatos son armas muy útiles. Propinarle a alguien un puntapié significa dejarlo fuera de combate. Sin zapatos, los dedos corren peligro de romperse. Y se tarda tiempo en volver a ponérselos. Si tenía que salir a toda prisa, no quería correr por las rocas descalzo. O saltar el muro. Decidí que los llevaría puestos y andaría con cuidado. Era una casa de construcción sólida. Valía la pena correr el riesgo. Puse manos a la obra.
Primero busqué una linterna en la cocina. No encontré ninguna. La mayoría de las casas que se hallan al final de un ramal eléctrico sufren cortes de luz de vez en cuando, por lo que la gente suele tener algo a mano. Pero por lo visto los Beck no. Todo lo que encontré fue una caja de cerillas. Me metí tres en el bolsillo y encendí una con el rascador. Utilicé la vacilante luz para buscar el manojo de llaves que había dejado sobre la mesa. Me habrían servido de mucho, pero no estaban. Ni en la mesa ni en ningún gancho cerca de la puerta, ni en ningún sitio. No me sorprendí. De hecho, habría sido insólito que estuvieran.
Apagué la cerilla y me abrí paso a oscuras hacia las escaleras del sótano. Bajé y encendí otra cerilla con la uña del pulgar. Seguí la maraña de cables del techo que confluían en la caja de interruptores. Al lado, en el estante de la derecha, había una linterna. El típico lugar donde un tonto guardaría una linterna. Si salta el diferencial, la caja es el destino, no el punto de partida.
La linterna era una enorme Maglite negra larga como una porra. Con seis pilas D. En el ejército solíamos usarlas. Se nos garantizaba que eran irrompibles, pero descubrimos que eso dependía de qué golpeaba uno con ellas y con qué fuerza. La encendí y apagué la cerilla. Escupí en el cabo quemado y la metí en el bolsillo. Me ayudé de la linterna para examinar la caja de interruptores. Tenía veinte cortacircuitos. En ninguno ponía «caseta del guarda». Ésta recibiría un suministro independiente, lo cual tenía sentido. Era ilógico instalar tendido eléctrico hasta la casa y luego volver atrás hasta la caseta. Mejor proporcionarle su propia derivación de la línea entrante. No me extrañó, pero me sentí algo decepcionado. Habría sido bonito poder apagar las luces del muro. Me encogí de hombros, cerré la caja, di media vuelta y me dirigí hacia las dos puertas cerradas que había visto la otra mañana.
Ya no estaban cerradas. Lo primero que se hace antes de emprenderla con una cerradura es comprobar si la puerta en cuestión está abierta. Nada le hace sentir a uno más estúpido que forzar una cerradura que no está cerrada. Aquéllas no lo estaban. Las puertas se abrieron sólo con girar el pomo.
La primera habitación se hallaba totalmente vacía. Era un cubo más o menos perfecto, de unos dos metros y medio de lado. Lo recorrí todo con la luz de la linterna. Las paredes eran de piedra y el suelo de cemento. No había ventanas. Parecía una despensa. Estaba inmaculadamente limpia y vacía. Absolutamente vacía. Nada de fibras de alfombra. Ni siquiera basura o suciedad. La habían barrido y pasado la aspiradora, seguramente a primera hora del día. Era algo fría y húmeda, lo que cabría esperar de un sótano de piedra. Percibí el característico olor a polvo de una bolsa de aspiradora. Pero en el aire había un rastro de algo más. Un olor débil, seductor, al borde de lo perceptible. Me resultaba vagamente familiar. Intenso, parecido al papel. Algo que yo debía conocer. Entré en la habitación y apagué la linterna. Cerré los ojos, me quedé de pie a oscuras y me concentré. El olor se desvaneció. Era como si mis movimientos hubieran perturbado las moléculas de aire y aquella de entre mil millones que me interesaba se hubiera difuminado en el frío y húmedo granito subterráneo. Me esforcé, pero en vano. Me di por vencido. Era como los recuerdos; perseguirlos significa perderlos. Y yo no tenía tiempo que perder.
Volví a encender la linterna, salí al pasillo y cerré la puerta silenciosamente a mi espalda. Me quedé quieto y agucé el oído. Oía la caldera. Nada más. Miré en la siguiente habitación. También vacía. Pero sólo en el sentido de que en ese momento no estaba ocupada. Había cosas. Era un dormitorio.
Era un poco mayor que la despensa, de tres por tres y medio. La linterna me mostró paredes de piedra, suelo de cemento. Ninguna ventana. En el suelo había un delgado colchón. Encima, unas sábanas arrugadas y una manta vieja. No había almohadas. En la habitación hacía frío. Olía a comida pasada, perfume rancio, sueño, sudor y miedo.
La registré minuciosamente. Estaba sucia. De todos modos, no hallé nada importante hasta que aparté el colchón a un lado. Debajo, grabada en el cemento, una sola palabra: justice. Estaba escrita en mayúsculas de trazos finos e inseguros. Desiguales y torpes, pero inequívocas. Y debajo de las letras, unos números. Seis, en tres grupos de dos. Día, mes y año. La fecha del día anterior. Eran señales más hondas y anchas que las que habrían dejado un imperdible, una uña o la punta de unas tijeras. Supuse que habían sido hechas con un diente de tenedor. Devolví el colchón a su sitio y eché un vistazo a la puerta. Era de roble macizo. Gruesa y pesada. No tenía ojo de cerradura por dentro. No era un dormitorio. Era una celda.
Salí y cerré la puerta. Me quedé inmóvil y escuché con atención. Nada. Pasé quince minutos en el resto del sótano sin encontrar nada, como ya suponía. Si hubiera habido algo, no me habrían dejado andar por ahí aquella mañana. Así que apagué la linterna y subí las escaleras a oscuras. Regresé a la cocina y busqué y encontré una bolsa negra para la basura. También necesitaba una toalla. Lo mejor que hallé fue un gastado trapo de hilo para secar los platos. Doblé pulcramente ambas cosas y me las metí en los bolsillos. Salí al vestíbulo y me dispuse a inspeccionar las partes de la casa que aún no había visto.
Había mucho donde escoger. Aquello era un laberinto. Empecé por la parte delantera, por donde había entrado el día anterior. La gran puerta de roble estaba bien cerrada. La evité dando un rodeo, pues no sabía lo sensible que podía ser el detector de metales. Algunos pitan sólo con que estés a un palmo. El suelo era de firmes tablas de roble cubiertas de alfombras. Andaba con cuidado, pero el ruido no me preocupaba demasiado. Las alfombras, las cortinas y los paneles lo absorberían.
Exploré toda la planta baja. Sólo me llamó la atención un sitio. En el lado norte de la estancia donde yo había estado con Beck había otra puerta cerrada. Estaba enfrente del comedor de la familia, en el otro extremo de un amplio vestíbulo interior. Era la única puerta cerrada de la planta baja. Por tanto, daba a la única habitación que me interesaba. La cerradura era un enorme chisme de latón del tiempo en que las cosas se fabricaban a conciencia. En los puntos donde estaba atornillada a la madera presentaba extravagantes bordes de filigrana. Las propias cabezas de los tornillos estaban lisas de tanto haberlas frotado y pulido durante ciento cincuenta años. Seguramente era de la casa original. Algún viejo artesano del Portland del siglo xix la habría hecho a mano. Tardé aproximadamente un segundo y medio en abrirla.
Una especie de estudio. Ni oficina ni despacho ni estancia familiar. Recorrí hasta el último centímetro con la linterna. No había televisor. Tampoco mesa, ni ordenador. Era sólo una habitación amueblada con sencillez y en un estilo anticuado. En la ventana colgaban gruesas cortinas de terciopelo. Observé un enorme sillón acolchado de cuero rojo con botones. Y una vitrina de coleccionista. Y alfombras. Colocadas en el suelo de tres en fondo. Miré el reloj. Era casi la una. Hacía casi una hora que andaba de inspección. Entré y cerré la puerta con cuidado.
La vitrina de coleccionista tenía casi dos metros de altura. En la parte inferior había dos cajones a todo lo ancho y encima puertas de cristal cerradas. Tras el cristal se veían cinco subfusiles Thompson. Eran las típicas armas de cargador de tambor que llevaban los gánsteres de los años veinte, las que se observan en las viejas fotos granuladas en blanco y negro de los hombres de Al Capone. Estaban orientadas alternativamente a derecha e izquierda, colocadas en un apoyo de madera noble hecho a medida que las mantenía perfectamente horizontales. Eran todas idénticas. Y parecían flamantes. Daba la impresión de que nunca habían sido disparadas. Era como si nadie las hubiera tocado jamás. El sillón estaba situado de cara a la vitrina. En la habitación no había nada más que fuera significativo. Me senté en el sillón y empecé a preguntarme por qué alguien querría dedicar tiempo a contemplar aquellas cinco armas antiguas y lustrosas.
Entonces oí pasos. Un andar ligero, arriba, justo encima de mi cabeza. Tres pasos, cuatro, cinco. Rápidos y silenciosos. No sólo en consideración a la hora nocturna. Un verdadero intento de ocultación. Me puse en pie y me quedé quieto. Apagué la linterna y la pasé a la mano izquierda. Con la derecha cogí el escoplo. Percibí que una puerta se cerraba suavemente. Después se hizo el silencio. Agucé el oído. Me concentré en todos los sonidos, por débiles que fueran. El zumbido de fondo del sistema de calefacción llegó a convertirse en un estruendo en mis oídos. Mi respiración era ensordecedora. Los pasos se reanudaron.
Se dirigían a las escaleras. Me encerré en la habitación. Me arrodillé tras la puerta y escuché los crujidos en los peldaños. No era Richard. No era nadie de veinte años. En las pisadas había una cautela mesurada. Una suerte de rigidez. Y se volvían más rápidas y silenciosas a medida que se acercaban al final. En el vestíbulo, el sonido desapareció del todo. Me imaginé a alguien de pie en las gruesas alfombras, rodeado por las cortinas y los revestimientos, mirando alrededor, aguzando el oído. Quizá tomando la misma dirección que yo. Volví a coger la linterna y el escoplo. Tenía la Glock al cinto. No tenía ninguna duda de que podía abrirme paso hasta el exterior. Ninguna duda. Sin embargo, acercarme a un alertado Paulie a campo raso a lo largo de más de cien metros y bajo las luces del estadio sería complicado. Y un tiroteo supondría el fin de la misión. Quinn volvería a esfumarse.
Del vestíbulo no llegaba sonido alguno. El silencio resultaba abrumador. Entonces oí abrirse la puerta principal. Percibí el repiqueteo de una cadena y una cerradura que saltaba y el chasquido de un pestillo y el sonido succionador de una cinta aislante de cobre al liberar el borde de la puerta. Un instante después ésta se cerraba de nuevo. Cuando el macizo roble golpeó el marco, noté un ligerísimo temblor en la estructura de la casa. El detector de metales no se había disparado. Quien hubiera pasado no llevaba armas. Ni siquiera las llaves de un coche.
Esperé. Seguro que Duke dormía profundamente. Además no era de los confiados. Supuse que él nunca saldría a dar una vuelta de noche sin llevar un arma. Beck tampoco. Pero cualquiera de los dos era lo bastante sagaz para permanecer en el vestíbulo y abrir y cerrar la puerta con el fin de hacerme creer que había salido. Cuando en realidad no lo había hecho. Cuando en realidad estaba allí mismo, pistola en mano, mirando en la oscuridad, aguardando a que yo apareciera.
Me senté de lado en el sillón de cuero negro. Saqué la Glock del cinturón y apunté a la puerta con la mano izquierda. En cuanto se abriera más de un centímetro, dispararía. Hasta entonces, esperaría. Se me daba bien esperar. Si creían que me daría por vencido y saldría, se habían equivocado de hombre.
Pero una hora después, en el vestíbulo aún reinaba el más absoluto silencio. Ningún sonido. Ni vibraciones. Allí no había nadie. Desde luego, Duke no. Ya habría caído dormido y golpeado el suelo. Tampoco Beck, que sólo era un aficionado. Para quedarse uno totalmente inmóvil y en silencio durante una hora entera hace falta muchísimo oficio. Así que lo de la puerta no había sido ningún truco. Alguien había salido desarmado en plena noche.
Me tendí en el suelo cuan largo era, alargué el brazo y abrí la puerta. Una precaución. Si hay alguien esperando que se abra la puerta tendrá los ojos fijos a la altura de la cabeza. Yo lo vería a él antes que él a mí. De todos modos, no había nadie. El vestíbulo estaba desierto. Me incorporé y cerré la puerta a mi espalda. Bajé al sótano en silencio y dejé la linterna en su sitio. Subí las escaleras a tientas. Entré en la cocina sin hacer ruido y deslicé todo mi equipo por el suelo hasta el porche. Cerré tras de mí, me puse en cuclillas, recogí las cosas y escruté los alrededores. No vi nada salvo un mundo gris de rocas y mar pálidamente iluminado por la luna.
Cerré la puerta del porche y me mantuve pegado a la pared de la casa. Luego me zambullí en las profundas y negras sombras y regresé al muro. Encontré la hondonada de la roca, envolví el escoplo y el punzón con la alfombra y lo dejé todo allí. No podía llevarlos conmigo. Romperían la bolsa de la basura. Seguí el muro hacia delante, en dirección al mar. Pretendía bajar a las rocas justo por detrás de los garajes, hacia el sur, completamente fuera del campo visual de la casa.
Estaba a mitad de camino. De pronto me quedé paralizado.
Elizabeth estaba sentada en las rocas. Llevaba un albornoz blanco sobre un camisón también blanco. Parecía un fantasma, o un ángel. Tenía los codos apoyados en las rodillas, la mirada perdida en la oscuridad, hacia el este, como una estatua.
Me quedé totalmente inmóvil. Me hallaba a unos diez metros de ella. Yo iba todo de negro, pero si ella miraba a su izquierda, vería mi silueta. Y un movimiento en falso me delataría. Así que simplemente me mantuve inmóvil. El oleaje chocaba suavemente contra las rocas y se retiraba, tranquilo y perezoso. Era un sonido sosegado. Un movimiento hipnótico. Ella miraba fijamente el agua. Tendría frío. La brisa le revolvía el pelo.
Flexioné las rodillas y me puse en cuclillas buscando confundirme con la piedra. Ella se movió. Fue tan sólo un giro extraño de la cabeza, como si de súbito se le hubiera ocurrido algo. Me miró fijamente, sin revelar sorpresa alguna. Tenía los largos dedos entrelazados. La luz de la luna que se reflejaba en el agua iluminaba su pálido rostro. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. O acaso yo estaba lo bastante agachado para que ella me confundiera con una roca o una sombra.
Permaneció así unos diez minutos, mirando en mi dirección. Comenzó a temblar de frío. De pronto volvió a menear la cabeza, resuelta, y apartó su mirada de mí para fijarla en el mar, a su derecha. Se alisó el cabello hacia atrás y alzó la cabeza hacia el cielo. Luego se puso en pie despacio. Iba descalza. Se estremeció, como sintiendo frío, o miedo. Extendió los brazos a ambos lados como si estuviera en la cuerda floja, y avanzó hacia mí. Al pisar le dolían los pies. Estaba claro. Mantenía el equilibrio con los brazos y daba cada paso con sumo cuidado. Llegó a estar a un metro de mí. Prosiguió sin detenerse y regresó a la casa. La miré alejarse. El viento le sacudía la ropa. El camisón le quedaba aplastado contra el cuerpo. Desapareció de mi vista. Tras unos prolongados instantes oí abrirse la puerta principal. Hubo una pausa fugaz y acto seguido un débil ruido al cerrar. Me dejé caer de lleno, me di la vuelta y quedé boca arriba. Contemplé las estrellas.
Permanecí así tendido todo el tiempo que fui capaz y luego me levanté y me abrí paso a duras penas por los últimos quince metros hasta la orilla. Sacudí la bolsa negra, me quité la ropa y la metí dentro con cuidado. Envolví la Glock y los cargadores con la camisa. Metí los calcetines en los zapatos y los coloqué encima de todo y finalmente puse el pequeño trapo de hilo. Después até bien la bolsa y me la sujeté al cuello. Y me introduje en el agua arrastrándola tras de mí.
El mar estaba frío. Ya me lo imaginaba. Abril en la costa de Maine. Eso sí era frío. Un frío glacial. Me sentía entumecido y no podía parar de temblar. Me quedaba sin aliento. Al cabo de un segundo estaba helado hasta los tuétanos. A cinco metros de la orilla me castañeteaban los dientes, iba desorientado y los ojos me escocían.
Pataleé hasta haber recorrido unos diez metros y alcancé a ver el muro. Resplandecía de luz. Como no podía atravesarlo ni salvarlo, tenía que rodearlo. No había elección. Discurrí para mis adentros. Debería nadar unos cuatrocientos metros. Soy fuerte aunque no rápido, y arrastraba una bolsa, así que quizá tardaría diez minutos. Quince como mucho. Nada más. En quince minutos nadie muere de congelación. Nadie. En todo caso, yo no. Esa noche no.
Desafié el frío y las olas y establecí una especie de cadencia nadando de costado. Arrastraba la bolsa con la mano izquierda y pataleaba diez veces con la pierna de ese lado. Después cambiaba a la derecha. Había poca corriente. Estaba subiendo la marea. Eso me ayudaba. Pero también me congelaba. Llegaba directamente desde los Grand Banks. Era ártica. Tenía la piel insensible. Respiraba ruidosamente. El corazón me latía con fuerza. Empezó a preocuparme la posibilidad de un shock térmico. Recordé los libros que había leído sobre el Titanic. Los que no lograron subirse a un bote salvavidas murieron en el lapso de una hora.
Sin embargo, yo no iba a estar una hora en el agua. Además, alrededor no había verdaderos icebergs. Y mi ritmo funcionaba. Estaba más o menos a la altura del muro. La luz me llegaba muy cerca. Iba desnudo y estaba pálido por el invierno, pero me sentía invisible. Superé el muro. Ya estaba a mitad de camino. Seguí pataleando. Golpeaba con fuerza. Saqué la muñeca del agua y miré el reloj. Llevaba seis minutos nadando.
Nadé otros seis. Pedaleaba en el agua y respiraba con dificultad, hice flotar la bolsa por delante y miré atrás. Estaba lejos del muro. Cambié de dirección y enfilé hacia la orilla. Llegué a una playa de arena gruesa a través de resbaladizas y musgosas rocas. Lancé la bolsa por delante y salí del agua gateando. Me quedé allí a cuatro patas un minuto largo, temblando y resollando. Los dientes me castañeteaban desenfrenadamente. Desaté la bolsa. Saqué el trapo. Me froté vigorosamente. Tenía los brazos amoratados. La ropa se me pegaba a la piel. Me puse los zapatos y me guardé la Glock. Plegué la bolsa y el trapo y me los metí en el bolsillo. Después eché a correr para calentarme.
Corrí unos diez minutos hasta que encontré el coche. Era el Taurus del tipo mayor, gris a la luz de la luna. Estaba aparcado con la trasera hacia la casa, dispuesto para partir sin demora. Duffy era una mujer práctica, no cabía duda. Volví a sonreír. La llave estaba en el asiento. Puse el motor en marcha y me alejé despacio. Mantuve las luces apagadas y no toqué el freno hasta estar lejos del promontorio en forma de mano y doblé la primera curva de la carretera ya tierra adentro. Entonces encendí los faros y la calefacción y pisé el acelerador.
Quince minutos después me encontraba cerca de los muelles de Portland. Aparqué el Taurus en una calle tranquila a kilómetro y medio del almacén de Beck. Hice a pie el resto del camino. Había llegado el momento de la verdad. Si habían descubierto el cadáver de Doll, el lugar estaría alborotado y yo desaparecería para siempre. Si no, viviría para enfrentarme a un nuevo día.
En el paseo invertí casi veinte minutos. No vi a nadie. Ni polis, ni ambulancias, ni cinta policial, ni forenses. Ni hombres misteriosos en Lincoln Town Car. Circundé el almacén de Beck trazando un amplio radio. Atisbé a través de resquicios y callejones. Las luces de las oficinas estaban todas encendidas. Yo las había dejado así. El coche de Doll seguía allí, junto a la puerta corredera. Exactamente donde yo lo había dejado.
Me alejé del edificio y regresé a él desde un ángulo nuevo, acercándome por el lado ciego, donde no había ventanas. Saqué la Glock. La mantuve oculta junto a la pierna, abajo. Tenía enfrente el coche de Doll. Detrás, a la izquierda, estaba la puerta del personal que daba al cubículo del almacén. Pasé junto al coche y la puerta, me dejé caer al suelo y me arrastré bajo la ventana. Alcé la cabeza y miré dentro. Nadie. La zona de oficinas también se hallaba desierta. Todo en calma. Exhalé y guardé el arma. Volví sobre mis pasos hasta el coche de Doll. Abrí la puerta del conductor y luego el maletero y eché un vistazo. Doll seguía allí. No había ido a ninguna parte. Cogí las llaves de su bolsillo. Cerré la tapa y probé las llaves en la puerta del personal. Encontré la buena, abrí y cerré a mi espalda.
Estaba dispuesto a arriesgarme quince minutos. Pasé cinco en el cubículo, cinco en el despacho del fondo y cinco en el área administrativa. Para no dejar huellas, limpié con el trapo de hilo todo lo que toqué. No encontré ningún rastro concreto de Teresa Daniel. Ni de Quinn. Pero claro, no había nombres por ningún lado. Todo estaba codificado, tanto las personas como las mercancías. Sólo obtuve una certeza: Bizarre Bazaar vendía cada año decenas de miles de artículos a varios centenares de clientes individuales, en transacciones que ascendían a varias decenas de millones de dólares. No quedaba claro de qué artículos se trataba ni quiénes eran los clientes. Los precios se agrupaban en tres niveles: unos en torno a los cincuenta dólares, otros alrededor de mil, y otros mucho más. No había registros de embarques. Ni de empresas de transporte ni servicio postal. Sin duda la distribución se efectuaba de manera confidencial. No obstante, en una carpeta de pólizas de seguro averigüé que la empresa poseía sólo dos furgonetas de reparto.
Regresé al cubículo y desconecté el ordenador. Volví al vestíbulo de la entrada y fui apagando todas las luces mientras lo dejaba todo limpio y ordenado. Probé las llaves de Doll en la puerta principal, encontré la que iba bien y la sujeté en el puño. Retrocedí hasta la alarma.
Desde luego confiaban en Doll para que cerrara, lo cual significaba que sabía conectar la alarma. Seguro que Duke también lo hacía de vez en cuando. Y naturalmente Beck. Probablemente también algún empleado. Un montón de gente. A alguno le fallaría la memoria. Observé el tablón de anuncios junto a la alarma. Pasé los dedos entre las notas prendidas en grupos de tres. Encontré un código de cuatro dígitos escrito en la parte inferior de una nota del ayuntamiento de hacía dos años sobre nuevas normas de aparcamiento. Lo introduje en el teclado numérico. El piloto rojo empezó a destellar y la caja a pitar. Sonreí. Nunca falla. Siempre hay alguien que anota en un papel contraseñas de ordenadores, números privados, códigos de alarmas.
Salí por la puerta principal y la cerré tras de mí. Cesó el pitido. Cerré con llave, doblé en la esquina y subí al Lincoln de Doll. Lo puse en marcha y arranqué. Lo dejé en un aparcamiento del centro. Podía haber sido el mismo que Susan Duffy había fotografiado. Limpié todo lo que había tocado, lo cerré y guardé las llaves en el bolsillo. Pensé en pegarle fuego. Había gasolina en el depósito y aún me quedaban dos cerillas. Quemar coches es divertido, y además contribuiría a aumentar la presión sobre Beck. Pero finalmente me alejé andando. Seguramente era la decisión correcta. Pasaría buena parte del día hasta que alguien reparara en él. Y buena parte de otro día para decidir hacer algo al respecto. Otro día más para que la poli reaccionara. Investigarían la matrícula y se encontrarían con una de las empresas fantasma de Beck. Entonces se lo llevarían a remolque para realizar nuevas pesquisas. Naturalmente abrirían el maletero, preocupados por eventuales bombas terroristas o debido al olor, pero para entonces ya se habrían cumplido otros muchos plazos y haría tiempo que yo estaría lejos.
Volví al Taurus y conduje hasta un kilómetro de la casa. Para devolverle el favor a Duffy efectué el cambio de sentido y lo dejé encarado de la misma forma. A continuación repetí la rutina anterior pero a la inversa. En la playa de arena gruesa me quité la ropa y la introduje en la bolsa de basura. Me metí en el agua. Sin ningún entusiasmo. Estaba igual de fría que antes. Pero la marea había cambiado. Ahora iba a mi favor. Incluso el mar colaboraba. Nadé los mismos doce minutos. Rodeé el extremo del muro y llegué a la orilla tras el edificio de los garajes. Temblaba de frío y me castañeteaban de nuevo los dientes. Pero me sentía bien. Me sequé todo lo que pude con el húmedo trapo de hilo y me vestí deprisa antes de congelarme. Dejé la Glock, los cargadores de repuesto y el juego de llaves de Doll escondidos con la PSM, el escoplo y el punzón. Doblé la bolsa y el trapo y los apretujé bajo una piedra a un metro de distancia. Después me dirigí a mi tubería. Aún tiritaba.
Resultó más fácil subir que bajar. Fui elevando las manos en el tubo a medida que me impulsaba con los pies. Llegué a la altura de mi ventana y aferré el alféizar con la mano izquierda. Salté al saliente de piedra. Estiré la mano derecha y abrí. Me arrastré dentro tan en silencio como pude.
La habitación estaba fría. La ventana había permanecido abierta durante horas. La cerré bien y volví a desnudarme. La ropa estaba húmeda. La dejé encima del radiador y fui al cuarto de baño. Tomé una larga ducha caliente. Luego me encerré allí con mi zapato. Eran las seis en punto de la mañana. Estarían recogiendo el Taurus. Seguramente Eliot y el tipo mayor. Duffy se habría quedado en la base. Saqué el dispositivo del e-mail y envié: «¿Duffy?» Noventa segundos después ella contestó: «Aquí. ¿Cómo está?» Tecleé: «Bien. Comprueben este nombre donde puedan, incluso con PM Powell: Angel Doll, posible cómplice de Paulie, ambos posibles ex militares.»
«Lo haremos», contestó.
Acto seguido envié la pregunta que me había rondado por la cabeza durante cinco horas y media: «¿Cuál es el verdadero nombre de Teresa Daniel?»
Se produjo la habitual demora de noventa segundos, y Duffy respondió: «Teresa Justice.»