15

Diez años atrás le había esperado dieciocho horas. Jamás dudé de que aparecería. Me senté en su sillón con la Ruger en el regazo y esperé. No dormí. Sólo estuve sentado. Toda la noche. Mientras amanecía. Durante la mañana. Y el mediodía. Me limité a permanecer sentado y esperar.

Llegó a las dos en punto de la tarde. Oí un coche que aminoraba la marcha y me puse en pie. Por la ventana observé cómo giraba. Era de alquiler, parecido al mío. Un Pontiac rojo. Distinguí a Quinn claramente. Iba acicalado y elegante. El pelo bien peinado. Llevaba una camisa azul con el cuello desabrochado. Sonreía. El coche pasó por el lado de la casa y percibí que crujía hasta pararse en la parte de atrás. Me dirigí al pasillo. Me arrimé a la pared junto a la puerta de la cocina.

Oí que introducía la llave en la cerradura. Abrió de golpe. Los goznes chirriaron en señal de protesta. La dejó abierta. Advertí que fuera el coche estaba al ralentí. No había apagado el motor. No pensaba quedarse mucho rato. Oí sus pies en el linóleo de la cocina. Pasos rápidos, ligeros, seguros. De un hombre que se veía jugando y ganando. Cruzó el umbral. Lo golpeé con el codo en el lado de la cabeza.

Se desplomó de espaldas y yo alargué la mano y le agarré por la garganta. Dejé la Ruger a un lado y lo palpé de arriba abajo. Iba desarmado. Le solté el cuello, él levantó la cabeza y yo le di en la barbilla con la base de la mano. Golpeó el suelo con la parte posterior de la cabeza y sus ojos quedaron vueltos hacia arriba. Crucé la cocina y cerré la puerta. Regresé y lo arrastré al salón asiéndole de las muñecas. Lo dejé en el suelo y le di dos bofetadas. Le apunté con la Ruger en el centro de la cara y aguardé a que abriera los ojos.

Se abrieron y se fijaron primero en el arma y después en mí. Yo llevaba uniforme e iba todo cubierto de distintivos de rango y designaciones de unidad, por lo que no tardó mucho en adivinar quién era yo y por qué estaba allí.

– Espere -dijo.

– ¿A qué?

– Está cometiendo un error.

– ¿Ah, sí?

– Lo ha entendido mal.

– No me diga.

– Se dejaban sobornar.

– ¿Quiénes?

– Frasconi y Kohl.

– ¿De veras?

Asintió.

– Y él trató de engañarla -dijo.

– ¿Cómo?

– ¿Puedo incorporarme?

Negué con la cabeza, sin mover el arma.

– No -respondí.

– Yo estaba poniendo un cebo -explicó-. Trabajaba para el Departamento de Estado. Contra embajadas hostiles. Intentaba pescar algo.

– ¿Y qué hay de la niña de Gorowski?

Meneó la cabeza, impaciente.

– No sea imbécil, con la maldita cría no pasó nada -dijo-. Gorowski tenía un guión a seguir, nada más. Todo era un montaje. Por si gente hostil le investigaba. Estas cosas las hacemos a conciencia. Ha de haber unas pautas a seguir, por si aparece alguien desconfiado. Si nos vigilaban, dejábamos por el camino los cadáveres pertinentes.

– ¿Qué hay de Frasconi y Kohl?

– Eran buenos. Me detectaron muy pronto. Presumían que yo no era legal. Lo cual me complacía. Significaba que estaba desempeñando bien mi papel. Después se portaron mal. Vinieron y me dijeron que si les pagaba retrasarían la investigación. Dijeron que me darían tiempo para abandonar el país. Creían que era lo que yo deseaba. Así que pensé, vale, ¿por qué no seguirles la corriente? Porque quién sabe de antemano qué tipo de gente mala se va a encontrar al recoger la red. Y cuantos más mejor, ¿no? De modo que les seguí el juego.

No dije nada.

– La investigación era lenta, ¿verdad? -añadió-. Se daría usted cuenta. Semanas y semanas. Realmente lenta.

«Lenta como una tortuga», pensé.

– Y ayer fue el día -prosiguió-. Tenía a los sirios, a los libaneses y a los iraníes en el zurrón. Y luego los iraquíes, que eran el pez gordo. Por tanto, pensé que también podía meter en el bote a su gente. Aparecieron para su último pago. Era un montón de dinero. Pero Frasconi lo quería todo. Me golpeó en la cabeza. Cuando recuperé el conocimiento vi que había hecho una carnicería con Kohl. Era un loco, créame. Saqué un arma de un cajón y le pegué un tiro.

– Entonces ¿por qué huyó usted?

– Porque estaba asustado. Soy un tío del Pentágono. Nunca antes había visto sangre. Y también ignoraba quién más podía estar con su gente. Quizás hubiese otros.

Frasconi y Kohl.

– Usted es bueno -me dijo-. Vino directamente aquí.

Asentí. Recordé su biografía de ocho páginas, en la impecable letra de Kohl. «Las ocupaciones de los padres, la casa de la infancia.»

– ¿De quién fue la idea? -pregunté.

– ¿En un principio? La idea fue de Frasconi, naturalmente -contestó-. Estaba jerárquicamente por encima de ella.

– ¿Cómo se llamaba ella?

Parpadeó.

– Kohl -dijo.

Asentí nuevamente. Ella había ido a efectuar la detención vestida de uniforme. Una placa negra plastificada con su nombre sobre el pecho derecho: «Kohl.» Género neutro. Uniforme de mujer alistada, la placa se adaptaba a la silueta corporal y se centraba horizontalmente en el lado derecho, entre dos y tres centímetros por encima del botón superior de la chaqueta. Seguro que él se dio cuenta en cuanto ella cruzó el umbral.

– ¿Nombre de pila?

No contestó de inmediato.

– No me acuerdo -dijo por fin.

– ¿Nombre de pila de Frasconi?

Uniforme de oficial masculino, la placa se centraba en la solapa del bolsillo del pecho derecho, equidistante de la costura y el botón.

– No me acuerdo.

– Inténtelo.

– No lo recuerdo -insistió-. Es sólo un detalle.

– Tres sobre diez -dije.

– ¿Qué?

– Su actuación -precisé-. Suspendido.

– ¿Qué?

– Su padre trabajaba en el ferrocarril -añadí-. Su madre era ama de casa. Su nombre completo es Francis Xavier Quinn.

– ¿Y?

– Las investigaciones son así -expliqué-. Si se planea pescar a alguien, primero se averigua todo sobre él. ¿Les estuvo siguiendo la corriente durante semanas y semanas y nunca supo sus nombres de pila? ¿Nunca miró sus expedientes de servicio? ¿Jamás anotó nada? ¿Jamás redactó un informe?

Se quedó callado.

– Además, Frasconi no tuvo una sola idea en su vida -proseguí-. Ni siquiera hizo caca jamás a menos que alguien se lo dijera. Nadie relacionado con ellos diría «Frasconi y Kohl», sino «Kohl y Frasconi». Usted ha jugado sucio desde el principio y nunca había visto a mis chicos hasta el preciso momento en que se presentaron en su casa para detenerle. Y los mató a los dos.

Al intentar resistirse y luchar conmigo demostró que yo estaba en lo cierto. Pero yo estaba preparado. Empezó a revolverse y le golpeé de nuevo, mucho más fuerte de lo necesario. Él estaba aún inconsciente cuando lo metí en el maletero de su coche. Seguía inconsciente cuando lo trasladé al maletero del mío, detrás de la cafetería abandonada. Conduje un trecho hacia el sur por la nacional 101 y tomé una salida a la derecha que llevaba al Pacífico. Me paré en un apartadero de grava. Había una vista espléndida. Eran las tres de la tarde, el sol brillaba y el mar estaba azul. El apartadero tenía una valla metálica que llegaba a la altura de la rodilla, luego había otro medio metro de grava y finalmente un precipicio y abajo el oleaje. Había muy poco tráfico. Pasaba un coche más o menos cada dos minutos. La carretera era sólo una lazada arbitraria de la autopista.

Abrí el maletero y acto seguido lo cerré de golpe sólo por si había despertado y pensaba atacarme. Pero no. Le faltaba el aire y estaba apenas consciente. Lo saqué fuera a rastras y lo sostuve en pie sobre sus piernas de goma y lo obligué a andar. Para que viera el mar durante un minuto mientras yo comprobaba que no había testigos potenciales. Nadie. Entonces le hice dar la vuelta. Me alejé cinco pasos.

– Se llamaba Dominique -dije.

Y le disparé. Dos veces en la cabeza, una en el pecho. Pensaba que caería directamente a la grava, después de lo cual tenía intención de acercarme y dispararle una cuarta vez en la cuenca de un ojo antes de arrojarlo al mar. Pero no cayó inmediatamente a la grava. Se tambaleó, tropezó con la valla, cayó hacia atrás, golpeó con el hombro el último medio metro de América y rodó por el precipicio. Me agarré a la valla con una mano, me incliné y miré abajo. Lo vi estrellarse contra las rocas. El oleaje lo envolvió. No lo vi más. Me quedé allí un minuto entero. «Dos en la cabeza, uno en el corazón, una caída al mar desde seis metros, imposible sobrevivir a esto», pensé.

Recogí los casquillos vacíos y regresé al coche.


Diez años después estaba oscureciendo muy deprisa y yo me abría camino por detrás del edificio de los garajes. A mi derecha, el mar resollaba agitado. El viento me daba en la cara. No esperaba ver a nadie por allí. Sobre todo en los lados o en la parte trasera de la casa. Así que iba rápido, la cabeza erguida, atento, una Persuader en cada mano. «Voy a por ti, Quinn.»

Cuando hube superado los garajes alcancé a ver la furgoneta del catering aparcada en la esquina trasera de la casa. Era el mismo lugar donde Harley había dejado el Lincoln para sacar del maletero el cadáver de la criada. Las puertas traseras del vehículo estaban abiertas y los dos hombres iban y venían descargando cosas. El detector de metales de la puerta de la cocina pitaba cada vez que pasaban con una bandeja envuelta en papel de aluminio. Tenía hambre. Podía oler la comida caliente en el aire. Los dos tíos llevaban esmoquin. Agachaban la cabeza contra el viento y no prestaban atención a nada salvo a su cometido. En cualquier caso, los evité dando un rodeo. Salvé la hendidura de Harley y seguí adelante.

Cuando me hube alejado todo lo posible de los del catering, me dirigí a la esquina trasera opuesta. Me sentía bien de veras. Me notaba silencioso e invisible. Como una suerte de fuerza primigenia surgiendo desde el mar. Me detuve y traté de calcular cuáles serían las ventanas del comedor. Las encontré. Las luces estaban encendidas. Me acerqué más, arriesgándome a que descubrieran mi presencia.

La primera persona que vi fue Quinn. Estaba de pie, impecable en su traje oscuro. Tenía una copa en la mano. Su cabello era todo gris. Las cicatrices de la frente, pequeñas, rosas y brillantes. Iba algo encorvado. Algo más grueso que antes. Era diez años mayor.

A su lado estaba Beck. También llevaba traje oscuro. Sostenía una bebida en la mano. Hombro con hombro con su jefe. Estaban frente a tres árabes. Estos eran bajitos y tenían el cabello negro y lustroso. Llevaban ropa americana. Trajes de piel de zapa, en grises y azules claros. También bebían.

Detrás de ellos, Richard y Elizabeth estaban muy juntos, hablando. El conjunto parecía un cóctel de estructura irregular con la gente amontonada en el borde de la larga mesa. Había puestos dieciocho cubiertos. Todo muy ceremonioso. En cada sitio había tres vasos y suficientes platos y cubiertos para una semana. La cocinera iba y venía por la estancia con una bandeja de copas de champán y vasos de whisky. Llevaba falda oscura y blusa blanca. Había sido relegada a camarera. Tal vez su experiencia en los fogones no incluía la cocina de Oriente Medio.

No vi a Teresa Daniel. Quizá tenían pensado hacerla salir más tarde de dentro de un pastel. También había tres hombres. Seguramente los ayudantes de Quinn. Constituían un trío escogido al azar. Una mezcla. Tenían semblante duro, aunque probablemente no serían más peligrosos que Angel Doll o Harley.

Así que dieciocho cubiertos pero sólo diez comensales. Ocho ausencias. Duke, Angel Doll, Harley y Emily Smith sumaban cuatro. El quinto sería el tío que habían enviado a la caseta a sustituir a Paulie. Faltaban tres. Cabía suponer que uno estaría en la puerta principal, otro en la ventana de Duke y otro con Teresa Daniel.

Seguí espiando. Yo había asistido a muchos cócteles y cenas protocolarias. Según dónde estuviera uno destinado, desempeñaban una función importante en la vida de la base. Supuse que esa gente estaría allí al menos cuatro horas. No saldrían salvo para ir al lavabo. Quinn hablaba afablemente con los tres árabes. Les soltaba una perorata. Sonriendo, gesticulando, riendo. Parecía el típico tío que está jugando y ganando. Pero no era así. Sus planes se habían visto alterados. Un banquete para dieciocho se había convertido en uno para diez porque yo aún andaba por ahí.

Me agaché bajo la ventana y me deslicé hacia la cocina. Me arrodillé, me quité el abrigo y envolví con él las Persuader, que dejé donde luego pudiera encontrarlas. Acto seguido me puse en pie y entré en la cocina. El detector de metales pitó debido a la Beretta del bolsillo. Allí estaban los del catering, haciendo algo con papel de aluminio. Los saludé con la cabeza como si yo viviera allí y salí al vestíbulo. En las gruesas alfombras mis pasos eran silenciosos. Llegaba a mis oídos el murmullo de la conversación del comedor. Vi al tío de la puerta principal. Estaba mirando por la ventana. Tenía el hombro apoyado en el marco. Su cabello exhibía una aureola azul debida a las lejanas luces del muro. Me acerqué y me coloqué detrás de él. Había que disparar a matar. Eran ellos o yo. Me paré un instante. Alargué la mano derecha y la ahuequé bajo su mentón. Apliqué los nudillos de la izquierda en la base de su cuello. Le torcí bruscamente la cabeza hacia arriba con la derecha y apreté hacia delante con la izquierda y le partí el cuello por la cuarta vértebra. Se desplomó sobre mí y yo lo arrastré hasta el gabinete de Elizabeth Beck y lo dejé caer en el sofá. Doctor Zhivago seguía sobre la mesita auxiliar.

Uno menos.

Cerré la puerta del gabinete y me encaminé hacia las escaleras. Las subí deprisa y en silencio. Me detuve junto a la puerta de la habitación de Duke. Eliot estaba despatarrado al otro lado del umbral. Muerto. Tendido de espaldas en el suelo. La chaqueta desabrochada y la camisa acartonada por la sangre y cosida a balazos. Debajo, la alfombra estaba encostrada. Me escondí detrás de la puerta y eché un vistazo a la habitación. Comprendí por qué había muerto. La NSV se había atascado. Seguramente recibió la llamada de Duffy y se disponía a marcharse cuando vio una caravana de coches acercándose por la carretera. Probablemente se precipitó hacia la ametralladora. Apretó el gatillo y notó que estaba bloqueado. Pura chatarra. El mecánico la tenía desmontada en el suelo y estaba intentando arreglar el mecanismo de alimentación de la cartuchera. Parecía concentrado en su tarea. No vio que me aproximaba. No me oyó.

Había que disparar a matar. Eran ellos o yo.

Dos menos.

Lo dejé tendido sobre la ametralladora. El cañón sobresalía por debajo como si fuera un tercer brazo. Atisbé por la ventana. Las luces del muro seguían brillando. Miré el reloj. Había consumido exactamente treinta minutos de mi hora.

Bajé las escaleras. Crucé el vestíbulo como un fantasma. Llegué a la puerta del sótano. Allá abajo las luces estaban encendidas. Bajé. Atravesé el gimnasio. Dejé atrás la lavadora. Empuñé la Beretta y le quité el seguro. La sostuve con ambas manos y me dirigí hacia las dos habitaciones cerradas. Una estaba vacía y tenía la puerta abierta. La otra estaba cerrada y delante había un tipo joven y delgado sentado en una silla inclinada hacia atrás, con el respaldo apoyado contra la puerta. Me miró al punto. Los ojos como platos. La boca entreabierta. De ella no brotó ningún sonido. El tío no parecía una amenaza seria. Llevaba una camiseta en la que ponía «Castigar». Quizá fuera Troya, el obseso de los ordenadores.

– Si quieres seguir vivo, no te muevas -dije.

No se movió.

– ¿Tú eres Troya?

Asintió con la cabeza.

– Muy bien, Troya -dije.

Supuse que nos hallábamos justo debajo del comedor. No podía arriesgarme a disparar un arma en un sótano de piedra bajo los pies de todo el mundo. De modo que me guardé la Beretta en el bolsillo, lo cogí por el cuello y estrellé su cabeza contra la pared, dos veces. Quizá le partí el cráneo. La verdad es que me daba igual. Su teclado había matado a la criada.

Tres menos.

Encontré la llave en su bolsillo. La introduje en la cerradura, abrí de golpe y vi a Teresa Daniel sentada en el colchón. Se volvió y me miró a los ojos. Era exactamente como en las fotos que me había enseñado Duffy en mi habitación de hotel la mañana del undécimo día. Daba la impresión de estar bien de salud. Tenía el pelo lavado y peinado. Lucía un vestido blanco inmaculado. Su piel era pálida, y los ojos azules. Parecía una doncella esperando que la llevaran al sacrificio.

Vacilé un instante. No era capaz de predecir su reacción. Seguramente ya se habría imaginado qué querían de ella. Y no me conocía. Por lo que Teresa sabía, yo era uno de ellos, listo para conducirla directamente al altar. Además era una agente federal cualificada. Si le decía que me acompañara, quizá se resistiría. Acaso estuviera haciendo acopio de energía, esperando su oportunidad. Y yo no quería que hubiera ruido. Aún no.

Pero entonces la miré de nuevo a los ojos. Una pupila era enorme. La otra diminuta. Estaba muy quieta. Muy tranquila. Lánguida y aturdida. La habían drogado. Quizá con alguna sustancia selecta. ¿Cómo se llamaba la droga de «violación de la pareja»? ¿Rohipnol? ¿Rophinol? No recordaba el nombre. No era mi especialidad. Eliot sí lo habría sabido. Y a lo mejor Duffy y Villanueva también. Esa sustancia vuelve a la gente obediente y sumisa. Induce a quienes la toman a aguantar todo lo que se les dice que aguanten.

– Teresa -susurré.

No contestó.

– ¿Estás bien? -pregunté en voz baja.

Asintió.

– Estoy bien -repuso.

– ¿Puedes caminar?

– Sí -dijo.

– Ven conmigo.

Se puso en pie. Le costaba conservar el equilibrio. Debilidad muscular, supuse. Había pasado nueve semanas enjaulada.

– Por aquí -dije.

No se movió. Simplemente se quedó de pie. Le tendí la mano. Ella extendió la suya y me la cogió. Tenía la piel caliente y seca.

– Vamos -indiqué-. No mires al hombre del suelo.

La hice parar justo al cruzar el umbral. Le solté la mano y arrastré a Troya dentro de la habitación y cerré la puerta con llave. Tomé nuevamente a Teresa de la mano y nos alejamos. Ella se limitó a mantener la mirada fija al frente y a andar a mi lado. Doblamos la esquina y pasamos junto a la lavadora. Cruzamos el gimnasio. Su vestido era como de seda y encaje. Me cogía de la mano como una novia. Me sentí como si fuera al baile de gala del instituto. Subimos las escaleras, uno al lado del otro. Llegamos arriba.

– Espera aquí -dije-. No te muevas, ¿vale?

– Vale -susurró.

– No hagas ningún ruido, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Cerré la puerta y la dejé en el último escalón, con la mano apoyada ligeramente en la baranda y una bombilla desnuda encendida detrás. Inspeccioné el vestíbulo con cuidado y regresé a la cocina. Los tíos de la comida aún seguían ocupados.

– ¿Vosotros os llamáis Keast y Maden? -pregunté.

El que estaba más cerca de mí asintió.

– Paul Keast -dijo.

– Chris Maden -dijo su socio.

– Tengo que mover vuestra furgoneta, Paul -les anuncié.

– ¿Por qué?

– Porque obstruye el paso.

El tipo se quedó mirándome.

– Tú me has dicho que la pusiera aquí.

– Pero no que la dejaras aquí.

Se encogió de hombros, hurgó en una encimera y encontró sus llaves.

– Lo que tú digas.

Cogí las llaves, salí y eché un vistazo a la parte trasera del vehículo. En ambos lados tenía estantes metálicos empotrados. Para bandejas de comida. Había un estrecho pasillo central. Sin ventanas. Serviría. Dejé abiertas las puertas traseras, subí al asiento del conductor y encendí el motor. Giré y luego regresé a la puerta de la cocina dando marcha atrás. Ahora estaba bien encarada. Apagué el motor y dejé las llaves puestas. Entré otra vez en la cocina. El detector de metales pitó.

– ¿Qué van a comer? -pregunté.

– Kebab de cordero -respondió Maden-. Con arroz, cuscús y humus. Como entrante, hojas de parra rellenas. De postre, baklava, un pastel de miel y nueces. Y café.

– ¿Es un menú libio?

– Es universal -aclaró-. Se come en todas partes.

– Yo solía comerlo por un dólar -señalé-. Y vosotros cobráis cincuenta y cinco.

– ¿Dónde? ¿En Portland?

– En Beirut -contesté.

Fui a inspeccionar el vestíbulo. Todo estaba tranquilo. Abrí la puerta del sótano. Teresa Daniel estaba esperando en el mismo sitio, como una autómata. Le tendí la mano.

– Vamos -dije.

Dio un paso al frente y yo cerré la puerta a su espalda. La conduje a la cocina. Keast y Maden la miraron fijamente. Yo los ignoré y llegué con ella hasta la puerta. Salimos. Nos dirigimos a la furgoneta. Ella temblaba de frío. La ayudé a subir a la parte de atrás.

– Ahora espérame aquí -dije-. En silencio, ¿vale?

Asintió y no dijo nada.

– Voy a cerrar las puertas -añadí.

Ella volvió a asentir.

– Pronto te sacaré de aquí.

– Gracias -dijo ella.

Cerré las puertas y regresé a la cocina. Escuché. La gente seguía en el comedor. Todo sonaba bastante amistoso.

– ¿Cuándo van a comer? -pregunté.

– Dentro de veinte minutos -respondió Maden-. Cuando acaben con las copas. Los cincuenta y cinco dólares incluyen champán, claro.

– Vale, vale -dije-. No te enfades.

Miré la hora. Habían pasado cuarenta y cinco minutos. Me quedaban quince.

El espectáculo estaba por empezar.

Salí otra vez al frío exterior. Subí a la furgoneta y la puse en marcha. Avancé con cuidado, rodeé lentamente la casa, luego la rotonda y enfilé el camino de entrada. Llegué a la verja y luego a la carretera. Pisé el acelerador. Tomé las curvas deprisa. Frené en seco al llegar a la altura del Taurus de Villanueva. Bajé. Villanueva y Duffy salieron al punto.

– Teresa está en la parte de atrás -dije-. Se encuentra bien pero la han drogado.

Duffy agitó los puños, se arrojó sobre mí y me abrazó con fuerza mientras Villanueva abría las puertas. Teresa cayó en sus brazos. Él la bajó como si fuera una niña. A continuación Duffy se la llevó y a él le tocó el turno de abrazarme.

– Deberíais llevarla al hospital -sugerí.

– La llevaremos al motel -dijo Duffy-. Esto aún es extraoficial.

– ¿Estás segura?

– No le pasará nada -dijo Villanueva-. Parece que le han dado roofies, la droga de la violación. Seguramente fueron los compinches camellos de esa gente. Pero no tienen efecto duradero. Se diluyen enseguida.

Duffy abrazaba a Teresa como una hermana. Villanueva me dio otro abrazo.

– Eliot está muerto -anuncié.

Eso fue un jarro de agua fría.

– Si no os llamo yo primero, llamad a la ATF desde el motel -dije.

Se quedaron mirándome.

– Yo vuelvo allí -agregué.


Subí a la furgoneta e inicié el camino de regreso. Veía la casa delante. Las ventanas estaban iluminadas de amarillo. Las luces del muro resplandecían azuladas en la niebla. La camioneta cortaba el viento. Había que recurrir al plan B, resolví. Yo me encargaría de Quinn; allá la ATF con los demás.

Me detuve en el extremo más alejado de la rotonda y di marcha atrás hacia el lado de la casa. Aparqué. Fui hasta la parte trasera y cogí el abrigo. Desenvolví las Persuader. Me puse el abrigo. Me hacía falta. Era una noche fría y en unos cinco minutos volvería a estar en la carretera.

Me acerqué a las ventanas del comedor para espiar. Habían corrido las cortinas. Tenía su lógica. Era una noche agitada y tempestuosa. El comedor presentaría mejor aspecto con las cortinas corridas. Resultaría más acogedor. Alfombras orientales, revestimientos de madera, cubertería de plata en los manteles de lino.

Cogí las Persuader y regresé a la cocina. El detector de metales pitó. Los encargados de la comida ya tenían en la encimera diez platos alineados con hojas de parra rellenas. Las hojas eran oscuras, y parecían grasientas y correosas. Yo tenía hambre pero habría sido incapaz de comerme una. Tal como tenía los dientes en aquel momento, ni hablar. Me pasó por la cabeza que, gracias a Paulie, estaría una semana a dieta de helados.

– Dejad la comida durante cinco minutos, ¿vale?

Keast y Maden clavaron la mirada en las armas.

– Tus llaves -dije.

Las dejé al lado de las hojas de parra. Ya no las necesitaría más. Tenía las llaves que Beck me había dado. Supuse que saldría por la puerta principal y cogería el Cadillac. Más rápido. Más cómodo. Cogí un cuchillo del bloque de madera. Con él hice una pequeña raja en el interior del bolsillo derecho del abrigo, lo bastante ancho para dejar pasar el cañón de la Persuader por el forro. Tomé el arma con la que había matado a Harley y la encajé ahí. Sostuve la otra con las dos manos. Inspiré hondo. Salí al vestíbulo. Keast y Maden me observaron mientras me iba. Lo primero que hice fue inspeccionar el lavabo. No tenía sentido montar el número si Quinn ni siquiera estaba en el comedor. Pero estaba vacío. Nadie hacía una pausa para ir a mear.

La puerta del comedor estaba cerrada. Inspiré hondo otra vez. Y otra. Acto seguido la abrí de un puntapié, entré y disparé dos Brenneke al techo. Eran como granadas aturdidoras. Las detonaciones fueron descomunales. Llovió yeso y madera. El aire se saturó de polvo y humo. Todos se quedaron rígidos como estatuas. Apunté al pecho de Quinn. Las reverberaciones se fueron desvaneciendo.

– ¿No te acuerdas de mí? -dije.

Elizabeth Beck rompió el súbito silencio con un grito.

Di otro paso al frente sin dejar de apuntar a Quinn.

– ¿Me recuerdas? -repetí.

Pasó un segundo. Dos. Empezó a abrir la boca.

– Te vi en Boston -contestó-. En la calle. Un sábado por la noche. Hará unas dos semanas.

– Vuelve a intentarlo -dije.

Su rostro estaba totalmente inexpresivo. No se acordaba de mí. «Diagnosticaron amnesia -había dicho Duffy-. Lógicamente, debido al trauma, pues es prácticamente inevitable. Supusieron que se había quedado de veras en blanco con respecto al percance sufrido y a uno o dos días previos.»

– Soy Reacher -dije-. Tienes que acordarte de mí.

Miró a Beck con expresión de impotencia.

– Se llamaba Dominique -añadí.

Me miró fijamente, con los ojos como platos. Ahora ya sabía quién era yo. Se le demudó el semblante. Estaba lívido y hervía de furia. Y de miedo. Las cicatrices del calibre 22 eran níveas. Pensé en apuntar justo en medio. Sería un blanco difícil.

– ¿De veras creías que no te encontraría? -dije.

– ¿Podemos hablar? -pidió con nerviosismo.

– No. Ya has tenido diez años de más para hablar.

– Aquí todos vamos armados -señaló Beck. Parecía asustado. Los tres árabes me miraban fijamente. Tenían polvo de yeso pegado a su grasiento pelo.

– Pues dígales a todos que tengan las armas quietas -advertí-. No tiene por qué haber más víctimas de la cuenta.

Todos fueron apartándose de mí. La mesa estaba llena de polvo. Un trozo de yeso había aplastado un vaso. Con gestos de la pistola hice que los chicos malos se agruparan en un extremo de la habitación. Al mismo tiempo indiqué a Elizabeth, Richard y la cocinera que fueran hacia el otro. Donde estuvieran seguros, junto a la ventana. Puro lenguaje corporal. La pequeña concurrencia se dividió obediente en dos grupos, ocho y tres.

– Ahora que todos se aparten del señor Xavier -ordené.

Así lo hicieron, a excepción de Beck, que permaneció pegado al hombro de Quinn. Lo miré fijamente. De pronto reparé en que Quinn lo tenía agarrado del brazo. Lo asía justo por encima del codo. Tiraba de él. Con fuerza. Buscaba un escudo humano.

– Estas balas tienen una pulgada de espesor -le dije-. Mientras pueda ver una pulgada de ti, surtirán efecto.

No replicó. Se limitó a seguir tirando de Beck, que se resistía. También advertí miedo en los ojos de éste. Era como una contienda a cámara lenta. Pero me pareció que Quinn iba ganando. En diez segundos logró que Beck estuviera casi delante de él. El hombro izquierdo de Beck tapaba el lado derecho de Quinn. Los dos temblaban. Aunque la Persuader tenía un mango de pistola en vez de una culata, la levanté y apunté detenidamente.

– Aún puedo verte -dije.

– ¡No dispares! -gritó Richard Beck a mi espalda.

Había algo raro en su voz.

Eché un vistazo hacia atrás. Tan sólo un breve giro de la cabeza. Un instante fugaz. Y de nuevo al frente. Richard empuñaba una Beretta, idéntica a la que yo guardaba en el bolsillo. Me apuntaba a la cabeza. La luz eléctrica le daba un brillo chillón. Aunque la había visto sólo una fracción de segundo distinguí el fino grabado en la corredera. Pietro Beretta. Alcancé a ver las gotitas de lubricante. Y el puntito rojo que queda al descubierto cuando se quita el seguro.

– Baja el arma, Richard -dije.

– No mientras mi padre esté aquí.

– Suéltalo, Quinn -dije.

– No dispares, Reacher -me advirtió Richard-. O te pego un tiro.

Quinn ya había conseguido colocar a Beck totalmente delante de él.

– No dispares -repitió Richard.

– Deja eso, Richard -dije.

– No.

– Déjalo.

– No.

Escuché su voz con atención. El chico estaba quieto. Yo sabía dónde se hallaba exactamente. Sabía cuántos grados debería girarme. Lo ensayé en la cabeza. Giro. Fuego. Corazón. Giro. Fuego. Podía darles a los dos en menos de un segundo y cuarto. Demasiado rápido para que Quinn pudiera reaccionar. Tomé aire.

Después me representé mentalmente a Richard. El pelo ridículo, la oreja que le faltaba. Los largos dedos. Me imaginé la enorme bala Brenneke perforándolo, machacándolo, destrozándolo, la inmensa energía cinética rompiéndolo en pedazos. No me sentí capaz de hacerlo.

– Baja el arma -repetí.

– No.

– Por favor.

– No.

– Estás ayudándolos.

– Estoy ayudando a mi padre.

– No haré daño a tu padre.

– No puedo correr el riesgo. Es mi padre.

– Elizabeth, dígaselo.

– No -repuso ella-. Es mi esposo.

Punto muerto. No podía hacer absolutamente nada. No podía dispararle a Richard. No quería hacerlo. Por tanto, tampoco podía disparar a Quinn. Y no podía decir que no iba a dispararle a Quinn porque entonces ocho tíos me apuntarían con sus armas. Quizá podría cargarme a algunos, pero tarde o temprano uno me daría a mí. Y no podía separar a Quinn de Beck. Era imposible lograr que Quinn soltara a Beck y saliera de la estancia sólo conmigo. Punto muerto.

Había que recurrir al plan C.

– Guárdala, Richard -dije.

Agucé el oído.

– No.

No se había movido. Volví a probar. Giro. Fuego. Respiré hondo. Di media vuelta y disparé. Treinta centímetros a la derecha de Richard, a la ventana. La bala perforó las cortinas, deshizo el cristal y arrancó un trozo de marco. Di tres zancadas y salté de cabeza por el agujero. Rodé dos veces envuelto en un trozo de cortina de terciopelo, me levanté a duras penas y corrí hacia las rocas.

Al cabo de veinte metros me detuve y me volví. Los restos de la cortina ondeaban al viento, entrando y saliendo del agujero. Alcancé a oír la tela chasqueando y golpeando. Tras ella brillaba una luz. Pude ver siluetas a contraluz agrupándose detrás. Se movía todo. La cortina, la gente. La luz se desvanecía o brillaba al compás de la cortina agitándose dentro o fuera. De pronto empezaron a lloverme balas. Disparaban con pistolas. Primero dos, luego cuatro, cinco. Después más. Los tiros zumbaban a mi alrededor. Daban en las rocas, producían chispas y rebotaban. Volaban esquirlas por todas partes. Los disparos no eran estrepitosos, sino detonaciones sordas e insignificantes. Su sonido se perdía en el bramido del viento y el batir de las olas. Me puse de rodillas. Alcé la Persuader. Entonces cesaron los tiros. Sostuve el arma en alto. La cortina desapareció. Alguien la había arrancado. Quedé iluminado. Vi a Richard y Elizabeth siendo empujados hacia la ventana. Los brazos retorcidos a la espalda. Distinguí el rostro de Quinn tras el hombro de Richard. Me apuntaba directamente con su arma.

– ¡Dispárame ahora si te atreves! -gritó.

La voz casi se desvaneció en el viento. Oí la séptima ola romper a mi espalda. El agua estalló hacia arriba y el viento la diseminó mojándome la parte posterior de la cabeza. Vi a uno de los hombres de Quinn detrás de Elizabeth. El hombre la sujetaba por un hombro. Su cabeza detrás. Sostenía un arma en la mano. Una culata avanzó e hizo saltar fragmentos de vidrio del marco. Lo dejó limpio. A continuación Richard fue empujado hacia delante. Subió la rodilla al alféizar. Quinn lo hizo saltar fuera y él le siguió sin dejar de sujetarlo.

– ¡Dispárame ahora! -chilló de nuevo.

Tras él, sacaron a Elizabeth por la ventana. Un grueso brazo le rodeaba la cintura. Ella pataleaba desesperada. El hombre que la sujetaba la plantó en el suelo y tiró de ella hacia atrás para que lo cubriese. Podía verle la cara, pálida, retorcida de dolor. Retrocedí arrastrando los pies. Saltó fuera más gente. Todos se apiñaron. Formaron en cuña. Colocaron al frente a Richard y Elizabeth, hombro con hombro. La cuña empezó a avanzar hacia mí dando bandazos. Iban descoordinados. Distinguía cinco armas. Retrocedí más. La cuña seguía aproximándose. Las armas volvieron a disparar.

Apuntaban a fallar, buscando acorralarme. Fui hacia atrás. Conté los tiros. Cinco armas, cargadores llenos, entre todos tenían al menos setenta y cinco. Tal vez más. Ya habrían disparado unos veinte. Faltaba mucho para que se vaciaran. Y su fuego era controlado. No se limitaban a disparar sin más. Tiraban a derecha e izquierda, a las rocas, a intervalos de dos segundos. Disparos que llegaban como procedentes de una máquina. Como si fuera un tanque cuyo blindaje eran seres humanos. Yo resistía. Retrocediendo. La cuña proseguía su avance.

Richard estaba a la derecha y Elizabeth a la izquierda. Seleccioné un tío detrás de Richard y apunté. El tipo me vio y se arrimó más al grupo. La cuña se comprimió. Ahora era una columna estrecha. Seguía avanzando. Yo no podía disparar. Caminé hacia atrás, paso a paso.

Con el tacón izquierdo noté que había llegado a la hendidura de Harley. El agua entraba embravecida y me cubría el zapato. Oía las olas. La grava repiqueteaba y sorbía. Coloqué el pie derecho a la altura del izquierdo. Mantuve el equilibrio en el borde. Observé que Quinn me sonreía. Tan sólo el brillo de sus dientes en las sombras.

– ¡Ahora da las buenas noches! -chilló.

«Conserva la vida. Y a ver qué te depara el próximo minuto.»

A la columna le crecieron brazos. Seis o siete, extendiéndose, adelantándose con las armas. Apuntando. Esperaban una orden. Oí a mis pies la séptima ola. Me cubrió los tobillos y anegó el terreno tres metros por delante. Se detuvo un segundo y acto seguido se retiró, indiferente, como un metrónomo. Miré a Elizabeth y Richard. Miré sus caras. Respiré hondo. Pensé: «Ellos o yo.» Dejé caer la Persuader y me lancé de espaldas al agua.


Primero fue la conmoción del frío, y luego como caer desde lo alto de un edificio. Salvo que no era una caída libre, sino como aterrizar en un tubo glacial y ser absorbido en una abrupta y controlada pendiente. Acelerando. Estaba bajando de cabeza. Había caído sobre mi espalda y durante una décima de segundo no había notado nada. Sólo el agua helada en los ojos, los oídos y la nariz. Los labios me escocían. Me hallaba a menos de medio metro de la superficie. No iba a ninguna parte. No quería emerger. Saldría a la superficie justo delante de ellos. Estarían todos amontonados en el borde de la grieta, apuntando al agua con sus armas.

Noté que se me levantaba el pelo. Era una sensación agradable, como si alguien lo estuviera peinando hacia arriba y tirara de él. Entonces sentí que me agarraban la cabeza. Como si un hombre muy fuerte con manos grandes me asiera con sus palmas a modo de abrazadera y estirara, suavemente al principio y luego con más fuerza. Y más fuerza. Lo notaba en el cuello. Era como si estuviera creciendo. Después tuve esa misma sensación en el pecho y los hombros. Mis brazos flotaban sueltos y de súbito los sentí retorcidos por encima de la cabeza. Entonces fue como un salto del ángel perfecto, de espaldas. Simplemente me arqueé hacia abajo. Pero aceleré. Mucho más deprisa que en una caída libre. Parecía un pez arrastrado por un sedal gigantesco.

No veía nada. No sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. El frío aturdía tanto y la presión en mi cuerpo era tan uniforme que en realidad tampoco sentía nada. Ninguna presión física. Todo era completamente fluido, como una especie de transporte de ciencia ficción. Como si fuera teletransportado. Como si yo mismo fuera líquido. Como si me hubieran alargado. Como si de pronto midiera diez metros de largo y tres centímetros de ancho. Todo era frío y negro. Aguanté la respiración. Me abandonó toda tensión y eché la cabeza hacia atrás para notar el agua en el cuero cabelludo. Arqueé la columna. Alargué los brazos al frente. Estiré los dedos para percibir el agua entre ellos. Me sentía muy tranquilo. Era una bala. Me gustaba.

Noté una convulsión en todo el pecho y supe que me estaba ahogando. Así que empecé a luchar. Di una voltereta y el abrigo acabó envolviéndome la cabeza. Me lo quité de un tirón, girando y dando vueltas en la gélida agua. El abrigo me azotó la cara y se alejó como un rayo. Me deshice de la chaqueta, que desapareció. De pronto sentí un frío cortante. Aún estaba deslizándome deprisa. Notaba una gran presión en los oídos. Me silbaban. Daba volteretas a cámara lenta. Iba cada vez más rápido, como nunca antes en mi vida, rodando y dando tumbos como si estuviera envuelto en melaza.

Pataleaba desesperadamente y manoteaba el agua. Me sentía como en arenas movedizas. «No nades hacia abajo.» Pataleé y forcejeé y traté de encontrar la orilla. Negocié conmigo mismo. «Concéntrate. Encuentra la orilla. Estate tranquilo. Déjate arrastrar quince metros por cada treinta centímetros que te desplaces de lado.» Me detuve un instante, puse mis ideas en orden y comencé a nadar como es debido. Con todo mi empeño. Como si aquello fuera la superficie plana de una piscina y yo estuviera disputando una carrera. Como si para el vencedor hubiera una chica, una copa y una tumbona en el jardín.

¿Cuánto tiempo había estado sumergido? No lo sabía. Tal vez quince segundos. Podía aguantar la respiración más o menos durante un minuto. «Así que tranquilo. Nada con fuerza. Encuentra la orilla.» Ha de haber una orilla. No se movería así todo el mar. Sería imposible, de lo contrario Portugal estaría bajo el agua. Y la mitad de España. Me zumbaban los oídos por la presión.

¿Hacia dónde estaba orientado? Daba igual. Sólo tenía que salirme de la corriente. Nadé hacia delante. Noté que la corriente me lo impedía. Era tremendamente fuerte. Antes había sido moderada. Ahora tiraba de mí. Como si le molestara mi decisión de resistir. Apreté los dientes y moví las piernas. Era como arrastrarse por el suelo con mil toneladas de ladrillos en la espalda. Los pulmones se me hinchaban y me ardían. Solté un poco de aire entre los labios. Seguí moviendo los pies y manoteando el agua.

Treinta segundos. Me estaba ahogando. Lo sabía. Me estaba debilitando. Tenía los pulmones vacíos. Y el pecho destrozado. Y mil millones de toneladas de agua encima. El rostro se me crispaba por el dolor. Me zumbaban los oídos. Tenía un nudo en el estómago. Me ardía el hombro izquierdo, donde Paulie me había golpeado. Oí en mi cabeza la voz de Harley: «Nunca ha regresado ninguno.» Seguí moviendo los pies.

Cuarenta segundos. No avanzaba. Me veía impulsado hacia las profundidades. Iba a estrellarme contra el fondo del mar. Seguí impulsándome con las piernas y los brazos.

Cincuenta segundos. Mi cabeza iba a reventar. Tenía los labios pegados a los dientes. Estaba enfadado. Quinn había logrado salir del mar. «¿Por qué yo no?», me pregunté.

Continué moviendo las piernas con desesperación. Un minuto entero. Tenía los dedos congelados y acalambrados. Los ojos irritados. Más de un minuto. Me revolví y me debatí. Me abrí paso en el agua a golpes. Pataleé y forcejeé. De pronto noté un cambio en la corriente. «He encontrado la orilla.» Era como agarrarse a un poste de telégrafos desde un tren a toda velocidad. Una nueva corriente me sacudió y me golpeó la cabeza y la turbulencia me aporreó. De repente di unas volteretas laterales y acabé flotando bajo el agua, que ahora estaba quieta y helada.

Debía averiguar por dónde se subía. Utilicé hasta el último gramo de autocontrol que me quedaba y dejé de debatirme. Sólo floté. Traté de calcular la dirección. No iba a ninguna parte. Tenía los pulmones vacíos. Tenía los labios grapados. Flotaba sin subir ni bajar. No me movía. Estaba inerte en el agua. En un kilómetro cúbico de mar negro. Abrí los ojos. Miré alrededor. Arriba, abajo, a los lados. No veía nada. Era como el espacio exterior. Todo estaba oscuro como boca de lobo. «Nunca ha regresado ninguno.»

Advertí en el pecho una ligera presión, que era menor en la espalda. Estaba colgando en el agua. Suspendido. Ahora ascendía, muy despacio, de espaldas. Me esforcé por concentrarme. Fijé mentalmente la sensación con toda claridad. Establecí mi posición. Arqueé la columna. Moví las manos. Agité las piernas. Estiré los brazos hacia la superficie. «Venga, vamos», pensé.

Pataleé con furia. Daba grandes brazadas. Apretaba los labios. «No me queda aire.» Elevé la cabeza para que lo primero que llegara a la superficie fuera la boca. ¿Cuánto faltaba? Por encima estaba negro. Allí no había nada. Estaba a un kilómetro de profundidad. No tenía aire. Iba a morir. Abrí los labios. El agua me inundó la boca. Escupí y tragué. Me impulsé hacia arriba con los pies. En los ojos veía puntitos púrpura. Me zumbaba la cabeza. Me sentía febril. Era como si estuviera ardiendo y al punto congelando. Me parecía estar envuelto en gruesos y suaves edredones de pluma. No sentía absolutamente nada.

De pronto dejé de patalear porque estaba casi seguro de que había muerto. De modo que abrí la boca para respirar. Tragué agua. Sufrí espasmos en el pecho y tosí y escupí. Dentro y fuera, otras dos veces. Estaba respirando agua. Moví de nuevo las piernas. Era todo lo que podía hacer. Un último impulso. Uno fuerte. Acto seguido me limité a cerrar los ojos y a tragar agua.

Llegué a la superficie medio segundo después. Sentí el aire en la cara como la caricia de una novia. Abrí la boca y mi pecho palpitaba. Escupí un chorro de agua y tragué aire con desesperación. Luché como un loco para mantener la cabeza erguida en el frío y grato aire. Sólo pataleaba, resollaba y respiraba, inspirando, exhalando, tosiendo, con arcadas.

Extendí los brazos y dejé que las piernas flotaran hacia arriba y eché la cabeza hacia atrás con la boca muy abierta. Veía mi pecho subir y bajar, llenarse y vaciarse. Se movía tremendamente deprisa. Me sentía exhausto. Y tranquilo. Y ausente. No tenía oxígeno en el cerebro. Me quedé bamboleando en el agua un minuto entero, sólo respirando. Se me aclaró la vista. Vi oscuras nubes encima de mí. Se me despejó la cabeza. Respiré un poco más, resoplando como una locomotora. Empezó a dolerme la cabeza. Pedaleé en el agua en posición vertical y busqué el horizonte. No lo veía. Cabeceaba en las olas urgentes, arriba y abajo, arriba y abajo, unos tres o cuatro metros cada vez. Pataleé un poco y procuré que la siguiente ola me alzara hasta la cresta. Miré al frente. No vi nada antes de volver a caer en su seno.

No tenía ni idea de dónde estaba. Giré noventa grados, esperé a alcanzar la cresta siguiente y oteé de nuevo. A mi derecha. Acaso hubiera una embarcación por ahí. Nada. No había nada. Me encontraba solo en medio del Atlántico. Empujado por la corriente. «Nunca ha regresado ninguno.»

Giré ciento ochenta grados, me monté en una cresta y miré a la izquierda. Nada. Caí de nuevo y me subí a la ola siguiente y miré hacia atrás.

Me hallaba a cien metros de la orilla.

Vi la casa. Sus ventanas iluminadas. El muro. La azul neblina de sus luces. Tomé aire. Me impulsé hacia delante y empecé a nadar.


Cien metros. Cualquier nadador olímpico normalito nadaría cien metros en unos cuarenta y cinco segundos. Cualquier nadador de secundaria normalito lo haría en menos de un minuto. Tardé casi quince. Estaba bajando la marea. Sentía como si fuera hacia atrás. Como si aún me estuviera ahogando. Pero por fin llegué a la orilla y me aferré a una roca lisa cubierta de limo glacial. El mar seguía muy agitado. Enormes olas me golpeaban y estrellaban mi cabeza contra el granito, como un reloj. Me daba igual. Me recreaba en los impactos. Todos y cada uno. Me encantaba aquella roca.

Descansé ahí otro minuto y a continuación me desplacé por detrás del edificio de los garajes, chapoteando mitad dentro mitad fuera del agua, bien agachado. Después gateé sobre las manos y las rodillas. Me puse boca arriba. Miré al cielo. «Uno ha regresado, Harley», pensé.

Las olas me llegaban a la cintura. Me arrastré de espaldas hasta que sólo me alcanzaron las rodillas. Volví a ponerme boca abajo. Me quedé tendido con la cara apretada contra la roca. Me notaba abotargado. Tenía mucho frío. Estaba congelado. Había perdido el abrigo. La chaqueta. Las Persuader. La Beretta.

Me puse en pie. Me tambaleé un par de pasos. Me pareció oír la voz de Leon Garber: «Lo que no te mata te hace más fuerte.» Él creía que era JFK quien lo había dicho. Yo pensaba que en realidad había sido Nietzsche, y que no había dicho «mata» sino «destruye». «Lo que no nos destruye nos hace más fuertes.» Avancé unos pasos tambaleándome, me apoyé contra el muro del patio y vomité unos cuatro litros de agua. Después de eso me sentí un poco mejor. Meneé los brazos y moví las piernas para recuperar la circulación y sacudirme el agua de la ropa. A continuación me alisé el empapado cabello hacia atrás y respiré hondo dos veces. Me preocupaba la tos. Tenía la garganta irritada y dolorida del frío y la sal.

Luego reseguí el muro trasero y encontré mi pequeña hondonada. Cogí por última vez mi bulto escondido. «Quinn, voy a por ti.»


Mi reloj aún funcionaba y vi que mi hora había pasado de sobra. Haría unos veinte minutos que Duffy habría llamado a la ATF. Pero su respuesta sería lenta. Yo dudaba de que tuviesen agentes en Portland. Quizá la sección más cercana era la de Boston, desde donde habían mandado a la criada. Así que aún me quedaba tiempo.

La furgoneta de la comida ya no estaba. Evidentemente la cena se había anulado. Sin embargo, los otros vehículos -el Cadillac, el Town Car, los dos Suburban- seguían allí. En la casa todavía había ocho individuos hostiles. Además de Elizabeth y la cocinera. No sabía dónde encuadrar a Richard.

Me mantuve pegado a la pared de la casa y miré dentro por una ventana tras otra. La cocinera se hallaba en la cocina. Estaba limpiando. Keast y Maden habían dejado allí todas sus cosas. Me agaché bajo el alféizar y seguí adelante. El comedor estaba hecho una pena. El viento que soplaba a través de la destrozada ventana había enganchado el mantel de hilo y arrojado platos y vasos por todas partes. Había montañitas de polvo de yeso en los rincones, donde el viento lo había amontonado. En el techo se apreciaban dos grandes agujeros. Los habría también en la habitación de arriba. Y en la siguiente. Seguramente las Brenneke se habían abierto camino hasta el tejado, como naves espaciales lanzadas a la luna.

En la habitación cuadrada donde yo había jugado a la ruleta rusa estaban los tres libios y los tres hombres de Quinn. Se hallaban sentados a la mesa de roble sin hacer nada. Parecían perplejos y conmocionados. No irían a ninguna parte. Me agaché debajo del alféizar y seguí. Di toda la vuelta hasta el gabinete de Elizabeth Beck. Allí estaba ella. Con Richard. Se habían llevado al tipo muerto. Elizabeth se encontraba en el sofá, hablando deprisa. No alcanzaba a oír lo que decía, pero Richard escuchaba con mucha atención. Pasé agachado bajo el alféizar y proseguí mi camino.

Beck y Quinn estaban en el despacho de Beck. Quinn sentado en el sillón rojo y Beck de pie, frente a la vitrina con la colección de armas. Beck tenía el semblante pálido, sombrío y ceñudo. Quinn sostenía un enorme puro sin encender. Estaba haciéndolo girar entre los dedos y disponiendo el filo de un cortador de plata.

Tras dar la vuelta completa, regresé a la cocina. Entré. No hice ningún ruido. El detector de metales no pitó. La cocinera no me oyó acercarme. La agarré por detrás. Le tapé la boca con la mano y la arrastré a la encimera. Después de la actitud de Richard, no iba a correr ningún riesgo. En un cajón encontré un trapo de hilo y lo usé como mordaza. Con otro le até las muñecas. Y aún con otro los tobillos. La dejé incómodamente sentada en el suelo, junto al fregadero. Encontré un cuarto trapo que me guardé en el bolsillo. Luego salí al vestíbulo.

No se oía nada. Percibía vagamente la voz de Elizabeth. La puerta de su gabinete estaba abierta. Ningún otro sonido. Fui a la puerta del estudio de Beck. La abrí. Entré. La cerré a mi espalda.

Me recibió una neblina de humo de cigarro. Quinn lo había encendido. Tuve la sensación de que acababa de reírse de algo. Ahora estaba paralizado por la sorpresa. Igual que Beck. Pálidos y paralizados. Se quedaron mirándome fijamente.

– Aquí estoy otra vez -dije.

Beck tenía la boca abierta. Le solté un puñetazo-cigarrillo para cerrársela. La cabeza sufrió una sacudida hacia atrás y los ojos le quedaron vueltos hacia arriba, y él se desplomó en las tres alfombras superpuestas del suelo. Fue un buen golpe, pero podía haber sido mejor. Bueno, después de todo, su hijo le había salvado la vida. Pero si yo no hubiera estado tan exhausto, un puñetazo más fuerte lo habría matado.

Quinn se abalanzó sobre mí. Dejó caer el puro y buscó en un bolsillo. Lo golpeé en el estómago. Soltó aire, se dobló hacia delante y cayó de rodillas. Le di en la cabeza y lo hice caer de bruces. Me puse a horcajadas en su espalda, hincando las rodillas entre los omóplatos.

– No… -jadeó-. Por favor.

Apoyé una mano en su cabeza. Saqué el escoplo y lo deslicé por detrás de su oreja hasta el interior del cerebro, despacio, centímetro a centímetro. Ya estaba muerto antes de llegar a la mitad, pero seguí clavándolo hasta que estuvo hundido del todo. Lo dejé allí. Limpié el mango con el trapo que llevaba en el bolsillo y luego lo extendí sobre su cabeza y me levanté pesadamente.

«Diez birdies, dieciocho hoyos, Dom», dije para mis adentros.

Apagué el puro de Quinn con el pie. Cogí las llaves del coche de Beck de su mismo bolsillo y salí al vestíbulo. Crucé la cocina. La cocinera me siguió con los ojos. Rodeé la casa dando traspiés hasta llegar a la parte delantera. Me subí al Cadillac. Encendí el motor y pisé el acelerador.


Tardé treinta minutos en llegar al motel de Duffy. Ella y Villanueva estaban en la habitación de éste con Teresa Justice. Ya no sería nunca más Teresa Daniel. Ya no iba vestida como una muñeca. Llevaba puesto un albornoz del motel. Se había duchado. Se estaba recuperando deprisa. Tenía un aspecto débil y macilento, pero parecía una persona. Una agente federal. Me miró horrorizada. Al principio creí que me había confundido. Me había visto en el sótano. Quizá pensaba que yo era uno de los malos.

Pero en ese momento me miré en el espejo de la puerta del armario y comprendí. Estaba empapado de pies a cabeza. No paraba de temblar y sentir escalofríos. Tenía la piel completamente blanca. El corte del labio se había abierto y había pintado los bordes de azul. Exhibía cardenales de cuando las olas me habían golpeado contra la roca. Llevaba algas en el pelo y limo en la camisa.

– Me he caído al agua -expliqué.

Me miraron boquiabiertos.

– Tomaré una ducha -dije-. Será sólo un minuto. ¿Habéis llamado a la ATF?

Duffy asintió.

– Están de camino. La policía de Portland ya ha precintado el almacén. También van a cerrar la carretera de la costa. Has salido justo a tiempo.

– ¿Es que he estado alguna vez allí?

Villanueva meneó la cabeza.

– No existes. La verdad es que no te conocemos de nada.

– Gracias -dije.

– De la vieja escuela -dijo él.

Después de la ducha me sentí mejor. También ofrecía mejor aspecto. Pero no tenía ropa. Villanueva me prestó prendas suyas. Me venían un poco cortas y anchas. Para ocultarlas me eché encima su viejo impermeable. Me lo ceñí bien porque aún tenía frío. Encargamos unas pizzas. Todos estábamos hambrientos. Yo además tenía mucha sed debido al agua salada. Comimos y bebimos. No podía masticar la corteza de la pizza. Sólo sorbí los ingredientes de encima. Al cabo de una hora, Teresa Justice fue a acostarse. Me estrechó la mano y me dio las buenas noches muy educadamente. No tenía ni idea de quién era yo.

– Los roofies borran la memoria a corto plazo -me explicó Villanueva.

Después fuimos al grano. Duffy se sentía muy abatida. Estaba viviendo una pesadilla. Había perdido a tres agentes en una misión ilegal. Y haber salvado a Teresa no constituía ningún hecho positivo. Porque para empezar Teresa no debía haber estado allí.

– Pues abandona -sugerí-. Incorpórate a la ATF. Acabas de ofrecerles un gran éxito en bandeja. Serás reina por un día.

– Yo voy a jubilarme -dijo Villanueva-. Ya soy demasiado viejo y ya he visto demasiado.

– Yo no puedo jubilarme -soltó Duffy.


En el restaurante, la noche anterior a la detención. Dominique Kohl me había preguntado:

– ¿Por qué está haciendo esto?

No estaba seguro de qué quería decir.

– ¿Cenar con usted?

– No, trabajando como PM. Podría estar en cualquier otro lado. Fuerzas Especiales, Contraespionaje, Caballería Aerotransportada, Blindados, lo que quisiera.

– Usted también.

– Lo sé. Y también sé por qué estoy haciendo esto. Quiero saber por qué lo hace usted.

Era la primera vez que alguien me lo preguntaba.

– Porque siempre he querido ser policía -respondí-. Pero estaba predestinado a ser militar. Antecedentes familiares, ninguna opción. Así que me hice policía militar.

– Eso no es exactamente una respuesta. ¿Por qué quería ser policía?

Me encogí de hombros.

– Porque soy así. Porque los polis ponen las cosas en su sitio.

– ¿Qué cosas?

– Cuidan de la gente. Se aseguran de que la gente sencilla esté bien.

– ¿Es eso? ¿La gente sencilla?

Meneé la cabeza.

– No -rectifiqué-. En realidad no. En realidad no me preocupa demasiado la gente sencilla. Simplemente detesto a los tipos importantes y pagados de sí mismos que se creen con derecho a hacer lo que les viene en gana.

– Entonces llega a buenos resultados partiendo de razones equivocadas.

Asentí.

– Pero intento hacer lo correcto. Creo que las razones no importan realmente. En todo caso, me gusta ver que se obra bien.

– A mí también -dijo ella-. Trato de hacer lo que es debido. Aunque todo el mundo nos deteste y nadie nos ayude ni después nos dé las gracias. Creo que hacer lo correcto es un fin en sí mismo. Así ha de ser, ¿no?


– ¿Crees que has obrado bien? -pregunté diez años después.

– Sí -contestó Duffy.

– ¿Tienes alguna duda?

– No.

– ¿Estás segura?

– Del todo.

– Pues entonces tranquilízate -dije-. Esto es lo máximo que jamás podrás esperar. Nadie ayuda y nadie te da después las gracias.

Se quedó callada unos instantes.

– ¿Has obrado bien tú? -preguntó.

– Sin duda -contesté.

Lo dejamos así. Duffy había acostado a Teresa Justice en la habitación de Eliot. Eso dejaba a Villanueva en la suya y a mí en la de Duffy. Parecía algo incómoda por lo que ella misma había dicho antes. Sobre nuestra falta de profesionalidad. No estaba yo seguro de si intentaba reforzar sus palabras o rectificar.

– No te asustes -le dije-. Estoy cansadísimo.

Y esta vez demostré que era cierto. No fue por no intentarlo. Empezamos. Ella dejó claro que quería retirar su anterior objeción. Admitió que era mejor decir sí que decir no. Eso me alegró de veras, pues ella me gustaba mucho. Nos desnudamos y nos metimos en la cama y recuerdo estar besándola tan fuerte que me dolía la boca. Pero es todo lo que recuerdo. Me quedé dormido. Dormí el sueño de los justos. Once horas seguidas. Cuando desperté se habían ido todos. A enfrentarse a lo que les reservara el futuro. Estaba solo en la habitación, con un montón de recuerdos. Era última hora de la mañana. La luz del sol entraba por la persiana. En el aire bailaban motas de polvo. La ropa de Villanueva había desaparecido del respaldo de la silla. En su lugar había ahora una bolsa. Llena de ropa barata. Parecía que me iría bien. Susan Duffy entendía de tallas. Había dos conjuntos completos. Uno para el frío y otro para el calor. Ella no sabía adónde me dirigiría. Así que había contemplado ambas posibilidades. Era una mujer práctica. Pensé que la echaría de menos. Durante un tiempo.

Me puse la ropa de verano. Dejé la de invierno en la habitación. Pensé que podía conducir el Cadillac de Beck por la I-95 hasta el área de descanso de Kennebunk. Pensé que podía abandonarlo allí. Pensé que podía hacer autoestop y que no sería difícil que alguien me llevara al sur. Y camino de Miami, la I-95 va a toda clase de sitios.

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