6

Acostarme no tenía sentido, así que me quedé junto a la ventana y miré cómo amanecía. La luz enseguida me dio de lleno. El sol se elevaba sobre el mar. Contemplé una golondrina ártica que llegaba del norte. Volaba bajo muy cerca de la orilla. Pasaba rozando sobre las rocas. Me figuré que estaba buscando un sitio para construir un nido. Arrojaba sombras grandes como buitres. De pronto abandonó la búsqueda y serpenteó, revoloteó, descendió en picado y se hundió en el agua. Salió un instante después, y en el cielo quedó un reguero de gotitas plateadas de agua helada. No llevaba nada en el pico. Pero volaba como si estuviera igualmente feliz. Estaba mejor adaptada que yo.

Después de eso ya no hubo mucho más que ver. A lo lejos distinguí unas cuantas gaviotas argénteas. Entrecerré los ojos por el resplandor y busqué señales de ballenas o delfines, pero no vi nada. Observé marañas de algas arrastradas por corrientes circulares. A las seis y cuarto oí los pasos de Duke en el pasillo y el chasquido de la cerradura. No entró. Se limitó a alejarse pesadamente. Me volví, miré hacia la puerta y respiré hondo. Decimotercer día, jueves. Acaso habría sido mejor que cayese en viernes. No estaba seguro. «Sea lo que sea, adelante con ello», pensé. Respiré hondo otra vez, salí al pasillo y bajé las escaleras.

Esta vez Duke estaba descansado y yo agotado. Ni rastro de Paulie. Bajé al gimnasio del sótano y no vi a nadie. Duke no se quedó a desayunar. Se esfumó por algún sitio. Apareció Richard Beck para comer en la cocina. En la mesa sólo estábamos él y yo. El mecánico tampoco se encontraba ahí. La cocinera andaba atareada en los fogones. La muchacha irlandesa entraba y salía del comedor. Se movía deprisa. Se apreciaba tensión en el ambiente. Algo pasaba.

– Llega un envío importante -dijo Richard Beck-. Siempre sucede lo mismo. Todos se ponen nerviosos por el dinero que van a ganar.

– ¿Vas a volver a la universidad? -le pregunté.

– El domingo -contestó. No parecía preocupado por ello.

Pero yo sí lo estaba. Faltaban tres días para el domingo. Mi quinto día allí. El último. Para entonces ya habría pasado lo que tuviera que pasar. El chico iba a presenciar todo el fuego cruzado.

– ¿Te parece bien? -pregunté.

– ¿Regresar a las clases?

Asentí.

– Después de lo ocurrido.

– Ahora ya sabemos quiénes lo hicieron -respondió-. Unos gilipollas de Connecticut. No volverá a ocurrir.

– Pareces muy seguro.

Me miró como si yo fuese un chiflado.

– Mi padre se las ve constantemente con asuntos así. Y si para el domingo no está arreglado, me quedaré aquí hasta que lo esté.

– ¿Tu padre lleva todo esto él solo? ¿No tiene ningún socio?

– Lo lleva solo -repuso. Ya no había ambivalencia. Parecía contento de estar en casa, seguro y cómodo, orgulloso de su padre. Su mundo se había encogido hasta un cuarto de hectárea de granito yermo y solitario, rodeado por un mar agitado y un alto muro de piedra coronado con alambre de espino.

– Creo que no mataste realmente a aquel poli -me dijo.

Lo miré fijamente.

– Me parece que sólo lo heriste -aclaró-. En todo caso, eso espero. Ya sabes, a lo mejor ahora mismo se está recuperando en algún hospital. Es lo que creo. Deberías hacer lo mismo, tener una actitud más positiva. Es mejor así. Te quedas con la rosa sin las espinas.

– No sé -dije.

– Pues sólo fíngelo -repuso-. Utiliza la fuerza del pensamiento positivo. Has de decirte a ti mismo: Hice algo correcto ante lo que no cabían reparos.

– Veo que tu padre llamó a la policía -repliqué.

– Sólo fíngelo -repitió-. Es lo que hago yo. Lo malo no sucedió a menos que uno decida recordarlo.

Richard había dejado de comer y tenía la cabeza apoyada en su mano izquierda. Sonreía alegre, pero su subconsciente recordaba varias cosas malas, en aquel preciso instante. Estaba claro. Las rememoraba en toda su dimensión.

– Muy bien -dije-. Sólo fue una herida superficial.

– Orificio de entrada y salida -precisó-. Limpia como una patena.

No respondí.

– Fallaste por una décima de segundo -agregó-. Fue un milagro.

Lo admití como cierto. Habría sido una especie de milagro. Eso seguro, maldita sea. Si disparas a alguien en el pecho una bala expansiva Magnum 44 le haces un agujero del tamaño de Rhode Island. Por lo común, la muerte es instantánea. El corazón se para inmediatamente, sobre todo porque ya no está. Supuse que el chico nunca había visto a alguien que le hubieran disparado. Pero después pensé que tal vez sí. Y que quizá no le había gustado mucho.

– Pensamiento positivo -insistió-. Es la clave. Imagínate que está bien atendido y cómodo en algún sitio, restableciéndose.

– ¿Qué trae el envío? -pregunté.

– Seguramente falsificaciones -dijo-. Procedentes de Pakistán. Importamos alfombras persas de doscientos años de antigüedad fabricadas allí el mes pasado. Así de imbécil es la gente.

– ¿Ah, sí?

Me miró y asintió con la cabeza.

– Ve lo que quiere ver.

– ¿De verdad?

– Siempre.

Aparté la vista. No había café. Al cabo del tiempo uno se da cuenta de que la cafeína es adictiva. Me sentía irritado. Y cansado.

– ¿Qué vas a hacer hoy? -preguntó.

– No lo sé.

– Yo voy a leer. Después quizá pasearé un poco. Por la orilla, a ver qué ha arrojado el mar por la noche.

– ¿El mar arroja cosas?

– A veces. Ya sabes, cosas que caen de las embarcaciones.

Lo observé. ¿Me estaba diciendo algo? Yo había oído hablar de contrabandistas que hacían flotar fardos de marihuana hasta la costa en lugares aislados. Presumí que para la heroína funcionaría el mismo sistema. ¿Me estaba diciendo algo? ¿Me estaba avisando? ¿Sabía él algo de mi bulto escondido? ¿Y qué era toda esa monserga sobre el poli que recibió el disparo? ¿Psicoparloteo? ¿Estaba jugando conmigo?

– Ocurre sobre todo en verano -puntualizó-. Ahora hace demasiado frío para los botes. Creo que me quedaré dentro. Tal vez pinte un rato.

– ¿Pintas?

– Soy estudiante de bellas artes. Ya te lo dije.

Asentí. Clavé la mirada en la nuca de la cocinera, como para persuadirle de que preparara café por telepatía. Entonces entró Duke. Se acercó a mí. Puso una mano en el respaldo de la silla y la otra plana sobre la mesa. Se inclinó como para hacerme alguna confidencia.

– Tu día de suerte, capullo -soltó.

No respondí.

– Vas a llevar en coche a la señora Beck. Quiere ir de compras.

– ¿Adónde?

– A donde sea -dijo.

– ¿Todo el día?

– Mejor si es así.

Asentí. «Cuando reciben un envío no confían en un desconocido.»

– Coge el Cadillac -indicó. Dejó las llaves sobre la mesa-. Procura que no regrese demasiado pronto.

«O cuando reciben un envío no confían en la señora Beck.»

– Muy bien -dije.

– Lo encontrarás muy interesante. Sobre todo la primera parte. Por lo menos yo me lo paso en grande, todas las veces sin excepción.

No tenía ni idea de qué quería decir, y no perdí tiempo haciendo conjeturas. Tan sólo miraba fijamente la cafetera vacía. Duke se marchó, y un instante después la puerta principal se abrió y se cerró. El detector de metales pitó dos veces. Duke y Beck, armas y llaves. Richard se levantó de la mesa y se marchó sin prisas. Me quedé a solas con la cocinera.

– ¿Hay café? -pregunté.

– No.

Permanecí sentado hasta que supuse que un chófer diligente debería de estar preparado y esperando, así que salí por la puerta de atrás. El detector de metales pitó cortésmente al paso de las llaves. La marea había subido del todo y el aire era frío y estimulante. Olía a sal y algas. Ya no había marejada y escuchaba el romper de las olas. Rodeé los garajes, encendí el Cadillac y salí marcha atrás. Lo llevé hasta la rotonda delante de la casa y esperé allí con el motor en marcha para que funcionara la calefacción. En el horizonte veía diminutos barcos que iban y volvían de Portland. Se deslizaban justo en la línea de encuentro entre el cielo y el agua, medio ocultos, lentísimos. Me pregunté si alguno era el de Beck, o si ya había amarrado y estaba listo para ser descargado. Me pregunté si un funcionario de aduanas estaba dejando pasar la embarcación, los ojos al frente, derechos hacia el siguiente barco de la fila, con un fajo de billetes nuevecitos en el bolsillo.

Elizabeth Beck salió de la casa diez minutos más tarde. Llevaba una falda escocesa hasta la rodilla, un jersey blanco fino y una chaqueta de lana. Las piernas descubiertas. Sin medias. El cabello peinado hacia atrás y sujeto con una goma. Parecía tener frío. También presentaba un rostro de resignado desafío, aprensivo. Como una aristócrata que se dirigiera a la guillotina. Imaginé que estaba acostumbrada a que fuera Duke quien la llevara. Me figuré que le resultaría violento salir de paseo con el asesino de policías. Salí y me dispuse a abrirle la puerta de atrás.

– Me sentaré delante -dijo.

Se instaló en el asiento del acompañante y yo me coloqué a su lado.

– ¿Adónde vamos? -pregunté cumplidamente.

Ella miró por la ventanilla.

– Ya hablaremos de esto cuando hayamos cruzado la verja -respondió.

La verja estaba cerrada y Paulie se hallaba delante, justo en medio. Parecía más grande que nunca. Parecía que, en vez de hombros y brazos, llevara embutidas en el traje pelotas de baloncesto. Tenía la cara enrojecida del frío. Nos había estado esperando. Detuve el coche a dos metros de él. Lo miré fijamente. Me ignoró y se acercó a la ventanilla de Elizabeth Beck. Le sonrió, golpeó el cristal con los nudillos y con la mano hizo un gesto sinuoso. Ella tenía la mirada clavada en el parabrisas. Intentó no hacerle caso. Paulie golpeó de nuevo. Elizabeth se volvió hacia él. El gorila alzó las cejas. Repitió el gesto sinuoso. Ella se estremeció. Fue casi un espasmo físico que balanceó el coche. Elizabeth se miró con insistencia una uña y a continuación la posó sobre el botón y apretó. El cristal bajó con un zumbido. Paulie se agachó con el antebrazo derecho en el marco.

– Buenos días -dijo.

Se inclinó hacia dentro y le tocó la mejilla con el dorso del índice. Ella se quedó inmóvil. Se limitó a mirar al frente. Se colocó tras la oreja un mechón de pelo.

– Tu visita de anoche me encantó -dijo él.

Ella se estremeció otra vez, como si estuviera muerta de frío. Él bajó la mano hasta el pecho de ella. Lo abarcó con la mano ahuecada y lo apretó. Ella no se movió. Pulsé el botón de mi lado. El cristal de ella subió lentamente, pero se paró al encontrarse con el brazo gigantesco de Paulie, y volvió a bajar. Abrí la puerta y salí. Rodeé el capó. Paulie seguía en cuclillas. Aún tenía la mano dentro del coche. La había bajado un poco.

– Lárgate -me espetó sin dejar de mirarla.

Me sentí como un leñador ante una secuoya sin un hacha ni una motosierra. Me pregunté por dónde empezar. Le di un puntapié en el riñón. Aquel golpe habría mandado un balón de fútbol fuera del estadio, al aparcamiento. Habría resquebrajado un poste del alumbrado público. Habría enviado a la mayoría de tíos al hospital. Pero en Paulie tuvo el mismo efecto que una cortés palmadita en la espalda. Él ni siquiera hizo ruido alguno. Colocó ambas manos en el marco de la portezuela y se puso en pie despacio. Se volvió hacia mí.

– Tranquilo, comandante -dijo-. Es sólo mi manera de darle los buenos días a la señora.

Acto seguido se alejó evitándome y abrió la verja. Lo observé. Parecía muy tranquilo. No aprecié ningún indicio de reacción. Era como si ni siquiera lo hubiese tocado. Me quedé quieto y dejé que mi nivel de adrenalina fuera bajando. Después miré el coche. El maletero y el capó. Rodear el maletero significaría que tenía miedo, de modo que opté por el capó. Aunque me aseguré de quedar fuera de su alcance. No me hacía ninguna ilusión que un cirujano estuviera seis meses ocupado en reconstruirme los huesos de la cara. A lo máximo que me acerqué fue a metro y medio. Paulie se limitó a abrir la verja de par en par y se hizo a un lado para que el coche saliese.

– Más tarde hablaremos de este puntapié, ¿vale? -me gritó al pasar.

No respondí.

– Y no te lleves una impresión equivocada, comandante -añadió-. A ella le gusta.

Elizabeth Beck había cerrado su ventanilla y miraba al frente, pálida y humillada. Giré hacia el oeste. Miré a Paulie por el retrovisor. Estaba cerrando la verja.

– Lamento que haya tenido que ver esto -dijo Elizabeth en voz baja.

Guardé silencio.

– Y gracias por haber intervenido -agregó-. Pero habrá sido en vano. Me temo que le causará más de un disgusto. El ya le odia y no es una persona demasiado razonable.

Seguí sin decir nada.

– Es una cuestión de control, naturalmente -señaló. Era como si estuviera dándose explicaciones a sí misma, no hablando conmigo-. Una demostración de poder. Nada más. No hay verdadero sexo. El no puede. Demasiados esteroides, supongo. Sólo me manosea.

Continué en silencio.

– Me obliga a desnudarme -añadió-. Me hace desfilar delante de él. Me toquetea. No hay sexo. Es impotente.

No abrí la boca. Sólo conduje despacio, manteniendo el coche estable por las curvas costeras.

– Por lo general dura aproximadamente una hora -precisó.

– ¿Se lo ha contado a su marido?

– ¿Y qué podría hacer él?

– Despedirlo.

– Eso no es posible -dijo ella.

– ¿Por qué?

– Porque Paulie no trabaja para mi marido.

La miré. Recordé cuando le dije a Duke que debería deshacerse de él. Y que Duke había respondido que no era tan fácil.

– Entonces ¿para quién trabaja? -pregunté.

– Para otra persona.

– ¿Quién?

Meneó la cabeza. Era como si no pudiera pronunciar el nombre.

– Es una cuestión de control -repitió-. No puedo oponerme a lo que me hacen igual que mi esposo no puede oponerse a lo que le hacen a él. Nadie puede oponerse. A nada, ¿entiende? Esta es la cuestión. A usted tampoco le permitirán poner objeciones a nada. A Duke ni se le ocurriría, desde luego. Es un animal.

No dije nada.

– Doy gracias a Dios por tener un hijo varón -dijo-. Y no una chica.

Seguí en silencio.

– Anoche fue horrible -continuó-. Pensaba que empezaría a dejarme tranquila. Además me estoy haciendo mayor.

La miré otra vez. No se me ocurría nada que decir.

– Ayer era mi cumpleaños -añadió-. Ese fue el regalo de Paulie.

Permanecí callado.

– Cumplí cincuenta -señaló-. Supongo que usted no quiere ni imaginarse a una mujer desnuda de cincuenta años desfilando.

No sabía qué decir.

– Pero me mantengo en forma. Cuando los demás no están voy al gimnasio.

Seguí en silencio.

– Me llama por el busca -explicó-. Siempre he de llevar encima un busca. Sonó en mitad de la noche. Anoche. Tuve que ir enseguida. Si lo hago esperar es peor.

No dije nada.

– Regresaba cuando usted me vio -señaló-. Allá en las rocas.


Me arrimé al arcén, pisé el freno suavemente y paré el coche. Dejé el cambio en punto muerto.

– Creo que usted trabaja para el gobierno -dijo ella.

Negué con la cabeza.

– Se equivoca. Soy un tipo normal.

– Pues entonces estaba errada.

– Soy un tipo normal -repetí.

Ella permaneció en silencio.

– No debería decir cosas como ésa -añadí-. Ya tengo suficientes líos aquí.

– Sí -admitió-. Lo matarían.

– Bueno, al menos lo intentarían -puntualicé. Hice una pausa y agregué-: ¿Les ha comentado algo?

– No -contestó.

– Bien, no lo haga. En todo caso, está equivocada.

No dijo nada.

– Habría pelea -expliqué-. Ellos vendrían por mí y yo no me quedaría quieto. Habría heridos. Richard, tal vez.

Me miró fijamente.

– ¿Está negociando conmigo?

Negué otra vez con la cabeza.

– La estoy avisando -precisé-. Soy un superviviente.

En su rostro se dibujó un rictus amargo.

– No tiene ni idea -soltó-. Quienquiera que sea usted, no ha entendido absolutamente nada. Debería irse ahora.

– Soy un tío normal y corriente -reiteré-. No tengo nada que ocultarles.

El viento balanceaba el coche. No veía nada excepto granito y árboles. Estábamos a kilómetros del ser humano más próximo.

– Mi marido es un criminal -dijo.

– Me lo imaginaba -dije.

– Es un hombre duro. Puede llegar a ser violento; y siempre implacable.

– Sin embargo, no es su propio jefe -indiqué.

– No, no lo es. Es un hombre duro pero tiembla cuando está delante de su jefe.

Me quedé callado.

– Hay una expresión -dijo-. La gente pregunta por qué a las personas buenas les ocurren cosas malas. Pero en el caso de mi marido, las cosas malas le pasan a una persona mala. Irónico, ¿no? De hecho ellos son cosas malas.

– ¿Para quién trabaja Duke?

– Para mi esposo -respondió-. A su manera, Duke es tan malo como Paulie. Da igual uno que otro. Era un policía corrupto y un agente federal corrupto, y un asesino. Ha estado en la cárcel.

– ¿Es el único?

– ¿En la nómina de mi marido? Bueno, tenía los dos guardaespaldas. Eran suyos. En todo caso, se los proporcionaron. Pero, claro, los mataron los hombres de Connecticut. O sea que sí, ahora Duke es el único. Aparte del mecánico, aunque éste es sólo un técnico.

– ¿Cuántos tiene el jefe de su marido?

– No estoy segura. Parecen ir y venir.

– ¿Qué están importando exactamente?

Elizabeth apartó los ojos.

– Si no es usted un agente del gobierno, supongo que no tendrá mucho interés en ello.

Seguí su mirada hasta los árboles lejanos. «Piensa, Reacher. Esto podría ser una rebuscada trampa para ponerte en evidencia. Podrían estar todos de acuerdo.» La mano de Paulie en el pecho de su esposa sería para Beck un pequeño precio a pagar por cierta información clave. Y yo creía en las trampas rebuscadas. A la fuerza. Yo mismo estaba tendiendo una.

– No trabajo para el gobierno -dije.

– Entonces me he equivocado -repitió.

Me dispuse a arrancar. Seguía con el pie en el freno.

– ¿Adónde vamos? -pregunté.

– Me importa un cuerno dónde vayamos.

– ¿Le apetece un café?

– ¿Un café? Sí, claro. Vaya al sur. Hoy estaremos lejos de Portland.


Giré hacia el sur y tomé la carretera 1, aproximadamente a kilómetro y medio de la I-95. Era una carretera vieja y agradable, como las de antes. Pasamos por un sitio llamado Old Orchard Beach. Tenía pulcras aceras y alumbrado público de estilo Victoriano. Unos letreros señalaban una playa a la izquierda. Distinguí banderas francesas descoloridas. Supuse que canadienses de Quebec solían pasar ahí las vacaciones antes de que las baratas tarifas aéreas a Florida y el Caribe cambiaran sus preferencias.

– ¿Por qué estaba usted fuera anoche? -me preguntó Elizabeth Beck.

No contesté.

– No puede negarlo -añadió-. ¿Cree que no lo vi?

– No reaccionó -dije.

– Venía de estar con Paulie. Estoy acostumbrada a no reaccionar.

Me quedé callado.

– Su habitación estaba cerrada -dijo.

– Salté por la ventana -expliqué-. No me gusta estar encerrado.

– ¿Y qué hizo luego?

– Di un paseo. Como pensé que hacía usted.

– ¿Y después volvió trepando?

Lo admití. Sin abrir la boca.

– El muro es la dificultad principal -señaló ella-. Hay luces y alambre de espino, pero también sensores bajo tierra. Paulie le oiría a treinta metros de distancia.

– Sólo estuve tomando un poco el aire.

– Bajo el camino de entrada no hay sensores -prosiguió-. Con el asfalto encima no funcionarían. Sin embargo, en la caseta hay una cámara. Y en la verja una alarma de movimiento. ¿Sabe lo que es una NSV?

– Una ametralladora de torreta de tanque -respondí.

– Pues Paulie tiene una. La guarda en la puerta lateral. Ha recibido instrucciones de utilizarla si oye la alarma de movimiento.

Inspiré y espiré. Una NSV tiene más de metro y medio de largo y pesa más de veinticinco kilos. Lleva cartuchos de once centímetros de largo y uno y pico de diámetro. Dispara doce por segundo. Carece de mecanismo de seguridad. La combinación de Paulie y una NSV no tenía nada de gracioso.

– Me dio la impresión de que se había metido en el agua -comentó ella-. Alcancé a oler el mar en su camisa. Un olor casi imperceptible. Cuando se dispuso a regresar no se secó bien.

Vimos la señal de una ciudad llamada Saco. Me arrimé al arcén y volví a pararme. Los coches y las furgonetas pasaban zumbando.

– Tuvo usted muchísima suerte -prosiguió Elizabeth-. Se producen inesperadamente aguas revueltas. Fuertes contracorrientes. Pero supongo que se metió por detrás de los garajes, en cuyo caso las evitó por unos diez metros.

– No trabajo para el gobierno -insistí.

– ¿De verdad?

– ¿No cree que está corriendo un riesgo excesivo? Pongamos que yo no soy exactamente lo que parezco ser. Sólo como hipótesis. Digamos que yo pertenezco a una organización rival. ¿Se da cuenta del riesgo? ¿Cree que llegaría a casa con vida? ¿Diciendo lo que dice?

Ella desvió la mirada.

– Entonces, la prueba será ésta -dijo-. Si usted no es un agente, no me matará. Si lo es, sí lo hará.

– Soy un tipo normal y corriente -repetí-. Usted podría meterme en un lío.

– Vamos a tomar ese café -propuso-. Saco es una bonita ciudad. Hace tiempo los grandes propietarios de molinos vivían ahí.


Acabamos en una isla en mitad del río Saco. En ella había un enorme edificio de ladrillo que en otro tiempo había sido un molino gigantesco. Ahora empezaba a dar cabida a centenares de oficinas y tiendas para urbanitas. Encontramos una cafetería de cromo y cristal llamada Café Café. No se habían quemado las neuronas con el nombre. «Un juego de palabras en francés», pensé. Pero el aroma ya justificaba el viaje. Pasé por alto los cafés con leche y esas cosas espumosas y especiadas y pedí café normal, caliente, solo, una buena taza. Después me volví hacia Elizabeth Beck.

– Usted se queda -dijo meneando la cabeza-. He decidido ir de compras. Sola. Quedamos aquí dentro de cuatro horas.

No dije nada.

– No necesito su permiso -señaló-. Usted es sólo mi chófer.

– No tengo un centavo -avisé.

Me dio veinte dólares de su bolso. Pagué el café y lo llevé a la mesa. Ella me acompañó y me miró mientras me sentaba.

– Cuatro horas -repitió-. Tal vez algo más, pero menos no. Si tiene algo que hacer, puede aprovechar.

– No tengo nada que hacer. Sólo soy su chófer.

Me miró. Cerró la cremallera del bolso. Había poco espacio alrededor de la mesa. Se retorció un poco para pasarse la correa por el hombro. Se inclinó ligeramente para no tocar la mesa y derramar mi café. Se oyó un golpetazo, como de plástico contra el suelo. Bajé la vista. Le había caído algo de entre la falda. Ella lo miró fijamente y su rostro enrojeció. Se agachó, cogió el objeto y lo apretó con la mano. Se dirigió hasta la silla que había frente a mí como si se hubiera quedado sin fuerzas. Como si estuviera absolutamente humillada. Sostenía un buscapersonas. Un rectángulo negro de plástico algo más pequeño que mi propio artilugio de correo electrónico. Tenía la mirada fija en él. Habló en un susurro compungido.

– Me obliga a llevarlo aquí -dijo-. Dentro de las bragas. Le gusta provocar lo que él llama «el efecto apropiado» cuando zumba. Comprueba que está aquí cada vez que cruzo la verja. Por lo general, después lo saco y lo guardo en el bolso. Pero esta vez, con usted mirando, no he querido hacerlo, ya me entiende.

No dije nada. Ella se puso en pie. Parpadeó dos veces, tomó aire y tragó saliva.

– Cuatro horas -repitió-. Si tiene algo que hacer…

A continuación se alejó. La observé. Una vez fuera, giró a la izquierda y desapareció. ¿Una trampa rebuscada? Cabía la posibilidad de que pretendieran tenderme una trampa con aquella historia. De que ella llevara un busca para avalar su relato. De que se las hubiera ingeniado para liberar el chisme y dejarlo caer en el momento oportuno. Todo era posible. Sin embargo, lo que no podía ser ni por asomo es que en el mismo instante pudiera generar un rubor intenso. Esto no lo puede hacer nadie. Ni la mejor actriz del mundo en la plenitud de sus facultades. Así que lo de Elizabeth Beck era verdad.


No abandoné del todo las precauciones razonables. Las tenía demasiado arraigadas. Terminé el café como una persona Cándida e inofensiva con todo el tiempo del mundo. Salí a las aceras interiores del centro comercial y doblé al azar a derecha e izquierda hasta estar seguro de que nadie me seguía. Luego regresé a la cafetería y tomé otra taza de café. Pedí la llave de los lavabos y me encerré ahí. Me senté en la tapa del retrete y me quité el zapato. Me esperaba un mensaje de Duffy: «¿Por qué le interesaba el verdadero nombre de Teresa Daniel?» Lo pasé por alto y envié: «¿Dónde está su motel?» Noventa segundos después respondió: «¿Qué desayunó el primer día que pasó en Boston?» Sonreí. Duffy era una mujer práctica. Le preocupaba que mi trasto estuviera intervenido. Estaba formulando una pregunta de seguridad. Tecleé: «Tortitas con huevo, café, propina de tres dólares, me lo comí todo.» Cualquier otra respuesta, y ella habría salido pitando hacia su coche. Noventa segundos después contestó: «Lado oeste de la carretera 1 cien metros al sur del río Kennebunk.» Supuse que estaba a unos quince kilómetros. Respondí: «Nos vemos en diez minutos.»


Tardé más de quince en llegar al coche y salir del atasco que originaba la carretera 1 al atravesar Saco. En ningún momento quité ojo del retrovisor y no aprecié nada sospechoso. Crucé el río y vi un motel a la derecha. Era un lugar alegre de colores vivos que pretendía ser un conjunto de casas antiguas de dos pisos de Nueva Inglaterra. Corría el mes de abril, y no estaba muy lleno. Aparcado junto a la última habitación se encontraba el Taurus al que había subido como pasajero en las afueras de Boston. Era el único sedán sencillo. Dejé el Cadillac unos treinta metros más allá, detrás de un cobertizo de madera que ocultaba un enorme depósito de propano. No tenía sentido quedar a la vista de todos los que pasaran por la carretera 1.

Desanduve el camino, llamé una vez y Susan Duffy abrió enseguida. Nos abrazamos. Lo hicimos sin más. Me cogió totalmente por sorpresa. Creo que a ella también. Si lo hubiéramos pensado primero, seguramente no lo habríamos hecho. Pero supongo que ella estaba inquieta y yo tenso y simplemente sucedió. Y la verdad es que estuvo bien. Ella era alta pero delgada. Con la mano abarqué casi toda la anchura de su espalda y noté que sus costillas cedían un poco. Olía a limpio y fresco. Sin perfume. Sólo la piel, salida de la ducha hacía poco.

– ¿Qué sabe de Teresa? -preguntó.

– ¿Está sola? -pregunté.

– Sí. Los demás están en Portland. Según los de aduanas, hoy llega un barco para Beck.

Nos soltamos. Entramos.

– ¿Qué van a hacer? -inquirí.

– Sólo vigilar -dijo-. Tranquilo. Son expertos. Nadie los verá.

Era una habitación de motel normal. Una cama grande, una silla, un escritorio, un televisor, una ventana, un aparato de aire acondicionado en la pared. Lo único que la distinguía de otras cien mil habitaciones de motel era una combinación de colores azules y grises y grabados de temas náuticos. Le daban un sabor inequívoco a costa de Nueva Inglaterra.

– ¿Qué sabe de Teresa? -preguntó de nuevo.

Le hablé del nombre grabado en el suelo de la habitación del sótano. Y de la fecha. Duffy me miraba fijamente. Luego cerró los ojos.

– Está viva -dijo-. Gracias.

– Bueno, estaba viva ayer -señalé.

Abrió los ojos.

– ¿Cree que hoy también?

Respondí que sí con un gesto.

– Lo creo muy posible. La quieren para algo. ¿Por qué mantenerla viva nueve semanas y matarla ahora?

Duffy permaneció en silencio.

– Creo que sólo la han trasladado -añadí-. Nada más. Es todo lo que puedo suponer. Por la mañana la puerta estaba cerrada; por la noche allí no había nadie.

– ¿Cree que la han tratado bien?

No le conté lo que a Paulie le gustaba hacer con Elizabeth Beck. Duffy ya tenía suficientes preocupaciones.

– Me parece que grabó el nombre con un tenedor -precisé-. Y la noche anterior por allí sobraba un plato de carne y patatas, como si se la hubieran llevado con tantas prisas que se hubieran olvidado de avisar a la cocinera. O sea que seguramente la alimentan. Creo que es pura y simplemente una prisionera.

– ¿Dónde la habrán llevado?

– Creo que está con Quinn -dije.

– ¿Por qué?

– Porque me parece que lo que hay aquí es una organización superpuesta en otra. Beck es uno de los malos, desde luego, pero tiene a otro peor por encima.

– ¿Es algo corporativo?

– Exacto -confirmé-. Como una OPA hostil. Quinn coloca su personal en el negocio de Beck. Se aprovecha de él como un parásito.

– Pero ¿por qué trasladarían a Teresa?

– Por precaución -contesté.

– ¿Por usted? ¿Cree que sospechan algo?

– Un poco -dije-. Creo que están cambiando de sitio algunas cosas, escondiendo otras.

– Pero aún no le han plantado cara.

Asentí.

– No saben a qué atenerse conmigo.

– Pero ¿por qué asumen ese riesgo?

– Porque salvé al chico.

Asintió y se quedó callada. Parecía algo cansada. Imaginé que no había dormido nada desde que le pedí el coche a medianoche. Llevaba tejanos y una camisa de Oxford de hombre. Era de un blanco inmaculado y la llevaba pulcramente metida por dentro. Los dos botones de arriba desabrochados. Calzaba zapatillas náuticas sin medias ni calcetines. La calefacción de la habitación estaba fuerte. En el escritorio había un ordenador portátil, cerca del teléfono. Este era una especie de consola llena de botones de marcado rápido. Miré el número y lo memoricé. El portátil estaba enchufado mediante un complicado adaptador a la base del teléfono. Se apreciaba un salvapantallas, el escudo del Departamento de Justicia que iba de un lado a otro. Cada vez que llegaba al extremo rebotaba y tomaba una nueva dirección aleatoria, como en un antiguo vídeo de tenis. No había sonido.

– ¿Aún no ha visto a Quinn? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– ¿Sabe desde dónde opera? -insistió.

Volví a menear la cabeza.

– En realidad, no he visto nada. Salvo que sus libros están codificados y que no tienen una flota de reparto lo bastante grande para transportar lo que parece que transportan. Quizá sus clientes van a recoger la mercancía.

– Eso sería insensato -señaló ella-. No mostrarían a sus clientes su base de operaciones. De hecho ya sabemos que no lo hacen. Recuerde que Beck se citó con el traficante de Los Ángeles en un aparcamiento.

– Pues tal vez se encuentran en un sitio neutral. Para la venta real. En algún lugar cercano, en el nordeste.

Ella asintió.

– ¿Cómo es que vio sus libros?

– Anoche estuve en su oficina. Es por eso que quería el coche.

Duffy se acercó a la mesa, se sentó y tocó la almohadilla táctil del ordenador. Desapareció el protector de pantallas. Observé mi último e-mail: «Nos vemos en diez minutos.» Ella fue al directorio de mensajes e hizo clic en uno de Powell, el PM que me había traicionado.

– Le hemos localizado este nombre -explicó-. Angel Doll cumplió ocho años en Leavenworth por agresión sexual. Debería haber sido cadena perpetua por violación y asesinato, pero el fiscal la fastidió. Era técnico de comunicaciones. Violó a una teniente coronel, que sufrió una hemorragia interna mortal. No es un tío muy majo que digamos.

– Un tío que está bien muerto -observé.

Ella se limitó a mirarme.

– Comprobó la matrícula del Maxima -expliqué-. Me buscó las cosquillas. Craso error. Ha sido la primera baja.

– ¿Lo mató?

Asentí.

– Le rompí el cuello.

Duffy se quedó callada.

– No tuve opción -dije-. Peligraba la misión.

Estaba pálida.

– ¿Se encuentra bien? -pregunté.

Ella apartó la mirada.

– No esperaba que hubiera bajas, la verdad.

– Quizás haya más. Vaya acostumbrándose.

Volvió a mirarme. Tomó aire. Asintió con la cabeza.

– Muy bien -dijo. Hizo una pausa-. Lamento lo de la matrícula. Fue un fallo nuestro.

– ¿Hay algo de Paulie?

Hizo retroceder el texto de la pantalla.

– En Leavenworth, Doll tuvo un colega llamado Paul Masserella, un culturista que cumplía ocho años por agresión a un oficial. Su defensa alegó enajenación transitoria debida a los esteroides. Intentaron culpar al ejército por no haberle controlado el consumo.

– Ahora su consumo es caótico.

– ¿Cree que es Paulie?

– Seguramente. Me dijo que no le gustaban los oficiales. Esta mañana le he propinado un puntapié en el riñón que a usted o a Eliot los habría matado. Él ni se ha enterado.

– ¿Y qué va a hacer él al respecto?

– Prefiero no pensarlo.

– ¿Está dispuesto a regresar?

– La esposa de Beck sabe que soy un impostor.

Duffy me miró.

– ¿Cómo es eso?

Me encogí de hombros.

– Quizá no lo sepa. Quizá sólo quiere que lo sea. Tal vez esté intentando convencerse a sí misma.

– ¿Lo ha comentado ella con alguien?

– Aún no. Anoche me vio fuera de la casa.

– No puede usted volver.

– No soy de los que abandonan.

– Tampoco es un idiota. Esto se nos escapa de las manos.

Asentí.

– Pero ésta es mi decisión.

Ella meneó la cabeza.

– La decisión es de todos. Usted necesita nuestro apoyo.

– Hemos de sacar a Teresa de allí. Urge hacerlo, Duffy. Se halla en una situación mortal.

– Ahora que usted ha confirmado que está viva, yo podría enviar a un equipo de operaciones especiales.

– No sabemos dónde está exactamente.

– Ella es responsabilidad mía.

– Y Quinn, mía.

Se quedó callada.

– No puede mandar a los de operaciones especiales -señalé-. Esto es extraoficial. Pedir que vengan ésos es lo mismo que condenarse a sí misma.

– Si se da el caso, estoy preparada para ello.

– No está sola -advertí-. Condenaría también a otros seis.

No dijo nada.

– De todos modos, voy a volver. Porque quiero encontrar a Quinn. Con ustedes o sin ustedes. Así que bien podrían valerse de mí.

– ¿Qué le hizo Quinn?

No respondí. Ella hizo una pausa y luego preguntó:

– ¿La señora Beck estaría dispuesta a hablar con nosotros?

– No quiero preguntárselo. Si se lo preguntara, ella confirmaría sus sospechas. Y no sé muy bien dónde acabaría esto.

– Si regresa, ¿qué piensa hacer?

– Lograr que me asciendan -contesté-. Ésa es la clave. Tengo que entrar en el negocio de Beck. Seré el tipo más importante del lado de Beck. Entonces tendré alguna clase de enlace con el lado de Quinn. Eso es lo que necesito. Sin eso, voy a ciegas.

– Hemos de avanzar -señaló ella-. Nos hacen falta pruebas.

– Lo sé.

– ¿Cómo va a lograr que lo asciendan?

– Como lo hace todo el mundo -repuse.

No replicó. Tan sólo cambió de nuevo el programa de correo a la bandeja de entrada, se puso en pie y se dirigió a la ventana para contemplar la vista. La observé al trasluz. La forma de su cabello cepillado hacia atrás me pareció un peinado de quinientos dólares, aunque supuse que con un salario como el de la DEA seguramente se lo había arreglado ella misma. O se lo había hecho alguna amiga. Me la imaginé en la cocina de alguien, sentada en una silla en medio, una toalla alrededor del cuello, interesada en su aspecto si bien no lo bastante para gastarse la pasta en un salón de belleza.

Embutido en los tejanos, su trasero era espectacular. Observé la etiqueta: Cintura 24. Pierna 32. Según eso, su entrepierna medía doce centímetros menos que la mía, lo que estaba dispuesto a aceptar. De todos modos, una cintura treinta centímetros más pequeña que la mía era ridícula. Yo casi no tengo grasa corporal. Todo lo que llevo ahí son los órganos necesarios, compactos y apretados. Ella seguramente poseía versiones en miniatura. Si veo una cintura como aquélla, lo que se me ocurre es abarcarla con ambas manos y maravillarme de ello. O quizás hundir la cabeza un poco más arriba. No sé cómo sería esto con ella a menos que se diera la vuelta. Pero me parece que estaría muy bien.

– ¿Qué grado de peligro hay ahora? -preguntó-. Haga una valoración realista.

– Es difícil decirlo -contesté-. Hay muchas variables. La señora Beck sólo actúa por intuición. Tal vez hay algo ahí de satisfacción fantasiosa de los deseos. No dispone de pruebas incontestables. Con respecto a esto último, creo que tengo buenas bazas. O sea que si ella llega a comentarlo, todo dependerá de que decidan tomar en serio la intuición de una mujer.

– Le vio fuera de la casa. Eso es una prueba incontestable.

– ¿De qué? ¿De que duermo mal?

– El tipo ese, Doll, fue asesinado mientras usted no estaba encerrado.

– Ellos darán por supuesto que no salí de la finca. Y no encontrarán a Doll. Seguro. Al menos no a tiempo.

– ¿Por qué trasladaron a Teresa?

– Por precaución.

– Esto se nos va de las manos -repitió.

Me encogí de hombros, aunque ella no vio el gesto.

– Estas cosas siempre se escapan de las manos. Es lo que cabe esperar. Los planes nunca funcionan como uno ha previsto. Siempre se van a pique en cuanto se dispara el primer tiro.

Guardó silencio. Se volvió.

– ¿Qué piensa hacer ahora? -inquirió.

Aguardé unos instantes. Seguía al trasluz. «Muy bonita, ya lo creo», pensé.

– Echar una siesta -dije.

– ¿Cuánto tiempo tiene?

Miré el reloj.

– Unas tres horas.

– ¿Está cansado?

Asentí con la cabeza.

– He estado toda la noche levantado, sobre todo nadando.

– ¿Rebasó el muro nadando? -soltó-. Quizá sí es un idiota.

– ¿Y usted? ¿Está cansada? -pregunté a mi vez.

– Mucho. Llevo semanas trabajando duro.

– Pues eche la siesta conmigo.

– No me parece bien. Teresa corre peligro en alguna parte.

– De todos modos no puedo marcharme -señalé-. He de esperar a la señora Beck.

Ella suspiró.

– Sólo hay una cama.

– No es un problema insoluble -dije-. Es usted delgada. No ocupará mucho sitio.

– No estaría bien.

– No tenemos por qué meternos dentro. Sólo nos tendemos encima.

– ¿Uno al lado del otro?

– Vestidos del todo -precisé-. Yo incluso me dejaré puestos los zapatos.

Duffy no respondió.

– No va contra la ley -aclaré.

– Tal vez sí -objetó-. Algunos estados tienen leyes viejas y extrañas. Acaso Maine sea uno de ellos.

– Son otras las leyes de Maine que me preocupan.

– No en este preciso momento.

Sonreí. Luego bostecé. Me senté en la cama y me tumbé. Me coloqué de lado, volviendo la espalda al centro, y metí las manos bajo la cabeza. Cerré los ojos. La percibía de pie, un minuto tras otro. Después reparé en que se tendía a mi lado. Se revolvió un poco y luego se quedó quieta. Pero estaba tensa. Lo noté. Me lo decían los muelles del colchón, minúsculos temblores de alta frecuencia que revelaban inquietud.

– Tranquila. Estoy demasiado cansado.


Pero la verdad es que no lo estaba. Todo empezó cuando ella se movió un poco y me rozó el culo con el suyo. Fue un contacto casi imperceptible, pero podía haberme enchufado a una toma de corriente. Abrí los ojos, miré fijamente la pared y traté de descifrar si Duffy estaba dormida y se había movido sin querer o adrede. Pasé un par de minutos pensándolo. Pero supongo que el peligro mortal es afrodisíaco, pues me sorprendí optando por el lado optimista. De todos modos, no estaba muy seguro de cuál era la respuesta exigida. ¿Qué dictaba la etiqueta? Resolví moverme un par de centímetros y confirmar la conexión. Imaginé que eso dejaría la pelota en su tejado. Entonces le tocaría a ella devanarse los sesos.

Durante un largo minuto no pasó nada. Yo ya estaba a punto de sentirme frustrado cuando ella volvió a moverse. Ahora la conexión era muy fuerte. Si yo no hubiera pesado cien kilos, ella podría haber hecho que me deslizara por la brillante colcha. Estaba casi seguro de notar los remaches de sus bolsillos de atrás. Era mi turno. Disimulé con una especie de sonido adormilado y me di la vuelta hasta que ambos quedamos pegados como cucharas y mi brazo le tocaba el hombro de manera fortuita. Tenía su cabello en mi cara. Era suave y olía a verano. El algodón de la camisa era fresco. Se hundía más allá de la cintura, mientras los vaqueros trazaban una curva sobre las caderas. Eché una ojeada hacia abajo. Se había quitado los zapatos. Le veía la planta de los pies. Diez dedos pequeños, todos en fila.

Duffy emitió también un sonido soñoliento. Estuve casi seguro de que era fingido. Se acurrucó hacia atrás hasta quedar bien apretada contra mí de arriba abajo. Posé mi mano en su brazo. Luego la hice descender hasta que acabó descansando en su cintura. La punta de mi dedo meñique se hallaba bajo el cinturón de los vaqueros. De ella brotó otro sonido. Falso, casi seguro. Aguanté la respiración. Su culo estaba apretujado contra mi ingle. El corazón me latía con violencia. La cabeza me daba vueltas. Imposible resistirme. Absolutamente imposible. Era uno de esos insensatos momentos gobernados por las hormonas a causa del cual habría arriesgado una condena de ocho años en Leavenworth. Deslicé la mano hacia arriba y la ahuequé en su pecho. Después, todo escapó a nuestro control.

Era de esas mujeres que son mucho más atractivas desnudas que vestidas. No les sucede a todas, pero a ella sí. Tenía un cuerpo que quitaba el aliento. No estaba morena, pero la piel no era pálida. Era suave como la seda, pero no translúcida. Era muy delgada, pero los huesos no se le marcaban. Era alta. Estaba hecha para llevar uno de esos trajes de baño que dejan los lados al descubierto. Tenía pechos pequeños y firmes, con la forma perfecta. El cuello era largo y esbelto. Sus orejas, tobillos, rodillas y los hombros eran magníficos. Tenía una pequeña concavidad en la base de la garganta.

También era fuerte. Yo pesaría unos cincuenta kilos más que ella, pero me dejó rendido. Porque era joven, supongo. Tendría diez años menos. Me había dejado exhausto, y eso la hizo sonreír. Una sonrisa espléndida.

– ¿Recuerdas mi habitación del hotel de Boston? -dije-. ¿El modo en que te sentaste? Entonces ya te deseé.

– Sólo estaba sentada en una silla. No hay un modo para eso.

– No te engañes.

– ¿Te acuerdas del Freedom Trail, cuando me hablaste del penetrador de caña larga? -dijo ella-. Yo te deseé a ti entonces.

Sonreí.

– Formaba parte de un contrato de defensa de mil millones de dólares -precisé-. Me alegro de que este simple ciudadano sacara alguna tajada de ello.

– Si Eliot no hubiera venido conmigo lo habría hecho allí mismo, en el parque.

– Había una mujer que daba de comer a los pájaros.

– Podríamos haber ido tras un arbusto.

– Paul Revere nos habría visto -advertí.

– Cabalga toda la noche -replicó.

– Yo no soy Paul Revere -puntualicé.

Volvió a sonreír. Lo noté en mi hombro.

– Así pues, ¿ya ha terminado todo?

– Yo no he dicho exactamente eso.

– El peligro es afrodisíaco, ¿verdad?

– Me parece que sí.

– Entonces ¿admites que corres peligro?

– Corro peligro de sufrir un ataque cardíaco.

– No deberías volver -dijo ella.

– Corro peligro de no ser capaz de hacerlo.

Se incorporó en la cama. La fuerza de la gravedad no ejercía efecto alguno en su perfección.

– Hablo en serio, Reacher.

Le dirigí una sonrisa.

– Todo irá bien. Dos o tres días más. Encontraré a Teresa y a Quinn y luego escaparé.

– Sólo si yo te dejo.

Asentí.

– Los dos guardaespaldas -señalé.

Ella asintió a su vez.

– Por eso te conviene que yo interrumpa la misión. Déjate de heroicidades. Si soltamos a esos tíos, una llamada telefónica más tarde eres hombre muerto.

– ¿Dónde están ahora?

– En el primer motel, allá en Massachusetts. Donde hicimos todo el plan. Los de la Toyota y el coche de la universidad los mantienen a buen recaudo.

– Imagino que es duro.

– Mucho.

– Eso está a varias horas de aquí -indiqué.

Ella meneó la cabeza.

– Por carretera -dijo-. No por teléfono.

– Quieres que Teresa vuelva.

– Sí -replicó-. Pero yo estoy al cargo.

– Eres una obsesa del control.

– No quiero que te pase nada malo, eso es todo.

– A mí nunca me pasa nada malo.

Se inclinó y pasó la punta de los dedos por las cicatrices de mi cuerpo. El pecho, el estómago, los brazos, los hombros, la frente.

– Para ser un tío a quien nunca le pasa nada malo llevas encima bastante estropicio.

– Soy torpe -expliqué-. Me caigo mucho.

Se levantó y fue al cuarto de baño, desnuda, garbosa, con aire desenfadado.

– Vuelve pronto -le dije.

Pero no lo hizo. Estuvo en el baño un buen rato y cuando salió llevaba puesto un albornoz. Su semblante era otro. Parecía algo incómoda, atribulada.

– No teníamos que haberlo hecho -dijo.

– ¿Por qué?

– Es contrario a la ética profesional. -Me clavó la mirada. Asentí. Supuse que era poco profesional.

– Pero ha sido divertido -repuse.

– Hemos hecho mal.

– Ya somos mayorcitos. Vivimos en un país libre.

– Ha sido sólo para reconfortarnos. Los dos estamos nerviosos y tensos.

– No tiene nada de malo.

– Complicará las cosas -dijo ella.

Negué con la cabeza.

– No, si nosotros no queremos -respondí-. No significa que tengamos que casarnos ni nada así. No nos debemos nada por ello.

– Ojalá no lo hubiéramos hecho.

– Pues yo me alegro de que lo hayamos hecho. Creo que si tienes ganas de hacer algo debes hacerlo.

– ¿Es ésa tu manera de pensar?

Aparté la mirada.

– Es la voz de la experiencia -señalé-. En una ocasión dije no cuando quería decir sí y he vivido para lamentarlo.

Duffy se ciñó el albornoz.

– Ha estado bien -dijo.

– Para mí también.

– Pero deberíamos olvidarlo. Ha significado lo que ha significado, nada más, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -acepté.

– Y deberías pensarte bien lo de volver allá.

– De acuerdo -repetí.

Me tendí en la cama y pensé en cómo era decir no cuando en realidad uno quería decir sí. Mirándolo bien, decir sí había sido mejor, y yo no sentía ningún arrepentimiento. Duffy estaba callada. Era como si estuviéramos esperando a que sucediera algo. Tomé una larga ducha caliente y me vestí en el cuarto de baño. Ya no hablábamos. No había más que decir. Ambos sabíamos que yo iba a regresar a la casa. Me gustó que ella no intentara detenerme. Me gustó que los dos fuéramos personas prácticas y centradas. Me estaba atando los cordones de los zapatos cuando ella recibió un e-mail. El portátil emitió un sonido metálico, como el tono agudo pero apagado de una campana. Como un microondas cuando la comida está lista. Ninguna voz artificial diciendo «tienes correo». Salí del cuarto de baño y ella se sentó frente al ordenador y pulsó un botón.

– Mensaje de mi oficina -dijo-. Según los archivos, hay once ex polis sospechosos que se llaman Duke. Hice la solicitud ayer. ¿Qué edad tiene?

– Unos cuarenta.

Se desplazó por la lista.

– ¿Del sur? ¿Del norte? -preguntó.

– Del sur no.

– Se han quedado en tres -anunció.

– La señora Beck ha dicho que también fue agente federal.

Duffy hizo avanzar un poco más el texto de la pantalla.

– John Chapman Duke -dijo-. Es el único que después fue federal. Empezó en Mineápolis siendo policía y a continuación detective. Sometido a tres investigaciones por Asuntos Internos. Sin resultados. Luego estuvo con nosotros.

– ¿La DEA? ¿En serio?

– No; me refiero a la administración federal. Trabajó en Hacienda.

– ¿En qué exactamente?

– No lo pone. Pero al cabo de tres años fue procesado. Alguna corruptela. Además fue sospechoso de varios homicidios, pero sin pruebas fundadas. De todos modos estuvo cuatro años en la cárcel.

– ¿Descripción?

– Blanco, más o menos de tu talla. Aunque en la foto parece más desagradable.

– Es él -afirmé.

Duffy siguió mirando la pantalla. Leyó el resto del informe.

– Ten cuidado -advirtió-. Parece un mal bicho.

– Descuida -dije. Pensé en darle un beso de despedida en la puerta. Pero no lo hice. Supuse que ella no querría. Apreté el paso hacia el Cadillac.


Regresé a la cafetería y casi al final de mi segunda taza apareció Elizabeth. No se veía la compra por ningún lado. Nada de bolsas llamativas. Imaginé que en realidad no había estado en ninguna tienda. Habría estado deambulando durante cuatro largas horas para dejar que el agente del gobierno hiciera lo que tuviera que hacer. Levanté la mano. No me hizo caso y fue directamente al mostrador. Pidió un café con leche y lo trajo a la mesa. Yo ya había decidido lo que iba a contarle.

– No trabajo para el gobierno -le dije apenas se sentó.

– Así pues, yo estaba equivocada -dijo ella por tercera vez.

– Sería imposible -añadí-. Maté a un policía, ¿recuerda?

– Sí.

– Los agentes del gobierno no hacen esas cosas.

– O quizá sí -replicó-. Sin querer.

– Pero después no huirían. Se quedarían y apechugarían con las consecuencias.

No abrió la boca y permaneció en silencio un buen rato. Bebía lentos sorbos de café.

– He estado allí unas ocho o diez veces -explicó-. Me refiero a la universidad. De vez en cuando organizan algo para las familias de los alumnos. Procuro ir al principio y al final de cada semestre. Un verano incluso alquilé una U-Haul y lo ayudé a trasladar su equipaje a casa.

– ¿Qué más?

– Es una universidad pequeña. Pero aun así, el primer día de cada semestre está de bote en bote. Montones de padres, de estudiantes, todoterrenos, coches, camionetas, tráfico por todas partes. Los días de visita de familiares son todavía peor. ¿Y sabe una cosa?

– ¿Qué?

– Jamás he visto allí un coche de la policía local. Ni una sola vez. Y desde luego tampoco a ningún detective de paisano.

Miré por la ventana a la acera interior del centro comercial.

– Supongo que es sólo una coincidencia -continuó-. Una mañana de un martes cualquiera de abril, a primera hora, sin que pase nada especial, hay un detective esperando junto a la puerta sin ninguna razón aparente.

– ¿Qué pretende decir?

– Que tuvo usted muy mala suerte -contestó-. A ver, ¿qué probabilidades había de que sucediera algo?

– No trabajo para el gobierno -repetí.

– Se ha duchado -comentó ella-. Y lavado el pelo.

– ¿Ah, sí?

– Lo veo y lo huelo. Gel barato, champú barato.

– He ido a una sauna.

– No tenía usted dinero. Le he dado veinte dólares. Al menos se ha tomado dos tazas de café. Le quedarían unos catorce.

– He ido a una sauna barata.

– Seguramente.

– Sólo soy un tipo corriente -insistí.

– Y yo estaba equivocada al respecto.

– Parece como si deseara el hundimiento de su esposo.

– Así es.

– Iría a la cárcel.

– Ya vive en una cárcel. Y lo merece. Pero en una cárcel de verdad sería más libre que ahora. Y no estaría allí para siempre.

– Puede llamar a alguien -sugerí-. No tiene por qué esperar a que vayan por usted.

Meneó la cabeza.

– Eso sería un suicidio. Para mí y para Richard.

– Lo mismo que si hablara así de mí delante de otras personas. Yo no me quedaría quieto, recuerde. Habría gente que saldría malparada. Usted y Richard, tal vez.

Sonrió.

– ¿Otra vez negociando?

– Otra vez avisándola -corregí-. Esto es todo lo que hay.

Ella asintió.

– Sé mantener la boca cerrada -dijo, y luego lo confirmó al no decir una palabra más.

Terminamos el café en silencio y volvimos al coche andando. No hablamos. La llevé a casa, en dirección norte y este, sin saber a ciencia cierta si estaba transportando una bomba de relojería o dando la espalda a la única ayuda interior con que acaso podría contar.


Paulie aguardaba tras la verja. Probablemente había estado mirando por la ventana y tomado posición en cuanto vio el coche a lo lejos. Aminoré la marcha, me paré, y él me miró fijamente. Luego hizo lo propio con Elizabeth Beck.

– Deme el busca -dije.

– No puedo -replicó ella.

– Hágalo y basta -ordené.

Paulie alzó el picaporte y empujó la verja. Elizabeth abrió la cremallera del bolso y me dio el busca. Hice avanzar el coche y bajé la ventanilla. Me detuve donde Paulie esperaba para cerrar.

– Mira esto a ver si funciona -le dije.

Arrojé el aparato delante del coche. Fue un lanzamiento con la izquierda. Flojo y torpe. Pero cumplió su cometido. El pequeño rectángulo negro hizo un tirabuzón en el aire y aterrizó en mitad del sendero de entrada, a unos seis metros del vehículo. Paulie observó la trayectoria y cuando reparó en lo que era, se quedó petrificado.

– ¡Eh! -soltó.

Fue tras el chisme. Y yo fui tras él. Pisé el acelerador, los neumáticos aullaron y el coche dio un brinco adelante. Orienté la esquina izquierda del parachoques a su rodilla derecha. Me acerqué mucho. Pero él era rapidísimo. Recogió el busca del asfalto y se apartó de un salto. No lo atropellé por un palmo. El coche pasó disparado casi rozándolo. No reduje la velocidad. Aceleré y lo miré por el retrovisor, de pie tras mi estela, mirándome, inmerso en una nube de humo de neumático quemado. Me sentí decepcionado. Si tenía que pelear con un tío que pesaba ochenta kilos más que yo, habría preferido que estuviera lisiado. O que al menos no fuera tan rápido, puñeta.


Paré en la rotonda y Elizabeth Beck bajó frente a la puerta principal. A continuación dejé el coche en el garaje, y cuando me dirigía a la cocina Zachary Beck y John Chapman Duke salieron a mi encuentro. Estaban agitados y andaban deprisa. Tensos y preocupados. Pensé que iban a echarme la bronca por lo de Paulie. Pero no.

– Doll ha desaparecido -dijo Beck.

Me quedé quietó. Soplaba brisa. La perezosa marejada había dejado paso a olas grandes y ruidosas como las de la primera noche. El aire estaba saturado de gotitas.

– Lo último que hizo fue hablar con usted -dijo Beck-. Después cerró y se marchó y no se le ha vuelto a ver.

– ¿Qué quería de ti? -inquirió Duke.

– No lo sé -contesté.

– ¿No lo sabes? Estuviste con él cinco minutos a solas.

Confirmé con la cabeza.

– Me llevó a la oficina del almacén.

– ¿Y?

– Y nada. Él iba a decirme algo pero sonó su móvil.

– ¿Quién era?

Me encogí de hombros.

– ¿Cómo iba a saberlo? Algo urgente. Estuvo al teléfono los cinco minutos. Estaba haciéndome perder el tiempo a mí y a todos, así que me cansé y me marché.

– ¿Qué decía por teléfono?

– No escuché. No es de buena educación.

– ¿Alcanzó a oír algún nombre? -preguntó Beck.

Me volví hacia él y negué con la cabeza.

– Ningún nombre. Pero se conocían, eso seguro. Doll escuchó la mayor parte del tiempo. Creo que estaba recibiendo instrucciones.

– ¿Sobre qué?

– Ni idea -dije.

– ¿Algo urgente?

– Imagino que sí. Parecía haberse olvidado de mí por completo. Naturalmente, no trató de detenerme cuando me fui.

– ¿Es todo lo que sabe?

– Supuse que le estaban dando instrucciones. Tal vez para el día siguiente.

– ¿Para hoy?

Volví a encogerme de hombros.

– Sólo son conjeturas. Más que una conversación parecía un monólogo.

– Genial -soltó Duke-. Pues sí que nos estás ayudando.

Beck contempló el mar.

– Así que recibió una llamada urgente en el móvil, cerró y se marchó. ¿No puede decirnos nada más?

– Yo no lo vi cerrar -señalé-. Y tampoco salir. Cuando me fui, él seguía al teléfono.

– Pues cerró -dijo Beck-. Y también se marchó. Esta mañana todo estaba completamente normal.

No dije nada. Beck se volvió noventa grados y miró hacia el este. El viento procedente del mar le aplastaba la ropa contra el cuerpo. Las perneras del pantalón se agitaban como banderas. Movía los pies, restregando las suelas de los zapatos en la arenilla como si intentara entrar en calor.

– Bien, ya lo aclararemos -soltó-. Pero no ahora. Nos espera un fin de semana muy entretenido.

Guardé silencio. Los dos dieron media vuelta y regresaron a la casa.


Estaba cansado pero no iba a poder descansar. No me cabía ninguna duda. Había mucho trajín, y la calma de las dos noches anteriores se había ido a paseo. En la cocina no había comida. Nada para cenar. La cocinera no estaba. Oí pasos en el pasillo. Duke entró en la cocina, pasó delante de mí y salió por la puerta de atrás. Llevaba una bolsa de deporte Nike de color azul. Lo seguí, me paré y desde la esquina de la casa vi que entraba en el segundo garaje. Cinco minutos después sacó el Lincoln negro marcha atrás y se alejó. Le había cambiado las placas de la matrícula. Cuando lo había visto en mitad de la noche, tenían seis dígitos de Maine; ahora un número de siete cifras de Nueva York. Volví a entrar y busqué café. Encontré la cafetera, pero ningún filtro de papel. Me conformé con un vaso de agua. A mitad del trago entró Beck, también con una bolsa de deporte. El modo en que colgaba de las asas y el ruido que hacía al chocar con su pierna revelaba que contenía metal pesado. Seguramente armas; tal vez dos.

– Coja el Cadillac -dijo-. Ahora mismo. Recójame en la entrada.

Sacó las llaves del bolsillo y las dejó caer en la mesa, delante de mí. Después se agachó, abrió la cremallera de la bolsa y sacó dos placas de matrícula de Nueva York y un destornillador. Me lo dio todo.

– Primero póngale esto -ordenó.

Vi las armas en la bolsa. Dos Heckler & Koch MP5K, cortas, gruesas y negras, con grandes mangos bulbosos moldeados. Diseño futurista, como del atrezo de una película.

– ¿Adónde vamos? -pregunté.

– Seguiremos a Duke hasta Hartford, Connecticut. Allí tenemos negocios, ¿recuerda?

Cerró la cremallera, cogió la bolsa y se marchó por el pasillo. Me quedé quieto un instante. Acto seguido levanté el vaso de agua y brindé con la pared que tenía delante.

«Brindemos por las guerras sangrientas y las enfermedades fatales», me dije.

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