Duke, el guardaespaldas, regresó a mi habitación cinco minutos antes de las siete, demasiado temprano para cenar. Oí sus pasos y un ligero chasquido al girar el pomo. Yo estaba sentado en la cama. El artilugio del correo electrónico se hallaba otra vez en el zapato, y éste de nuevo en mi pie.
– ¿Qué, gilipollas, ya has echado la siesta? -preguntó.
– ¿Por qué estoy encerrado?
– Porque eres un asesino de polis.
Aparté la mirada. Quizás antes de convertirse en gorila había sido poli. Podría ser. Montones de ex polis terminan en el mundo de la seguridad privada, como asesores, sabuesos o guardaespaldas. Sin duda seguiría una especie de orden del día, lo que tal vez me crearía algún problema. De todos modos, eso significaba que se había tragado la historia de Richard Beck sin cuestionar nada; el lado positivo del asunto. Me miró un instante; su semblante no reflejaba gran cosa. Acto seguido me condujo fuera de la habitación, luego por dos tramos de escaleras hasta la planta baja y después por oscuros pasillos hacia el lado de la casa orientado al norte. Olía a salitre y alfombra húmeda. Había alfombras de colores apagados por todas partes. En algunos sitios estaban colocadas en el suelo de dos en fondo. Duke se detuvo frente a una puerta, la abrió y dio un paso atrás para que yo entrase. Era una habitación grande y cuadrada con revestimientos de roble oscuro. Llena de alfombras. Había ventanas pequeñas en profundos huecos. Fuera, oscuridad, rocas y mar gris. Una mesa de roble. Encima, mis dos Colt Anaconda, descargados. Los tambores estaban abiertos. A la cabecera de la mesa había un hombre, sentado en una silla de roble con brazos y respaldo alto. Era el tipo que aparecía en las fotos de Susan Duffy.
En carne y hueso no tenía nada de particular. Ni grande ni pequeño. Quizás uno ochenta, unos noventa kilos. Pelo cano, ni fino ni grueso, ni corto ni largo. Debía de rondar la cincuentena. Llevaba un traje gris de paño caro cortado sin pretensiones de estilo alguno. Camisa blanca y corbata incolora, como la gasolina. Las manos y la cara eran pálidas, como si su hábitat natural fueran los aparcamientos subterráneos, muestras ambulantes de algo procedente del maletero de su Cadillac.
– Siéntese -dijo. La voz sonó tensa, como si se concentrara en lo alto de la garganta. Me senté frente a él, en el extremo opuesto de la mesa.
– Soy Zachary Beck -dijo.
– Jack Reacher.
Duke cerró la puerta despacio y apoyó contra ella su corpachón. La habitación quedó sumida en el silencio. Oía el mar. No era el sonido rítmico de las olas en la playa, sino el estallido y la resaca incesantes y azarosos de los rompientes en las rocas. Alcanzaba a oír charcos vaciándose y grava golpeteando y enormes olas que semejaban explosiones. Intenté contarlas. Se dice que la séptima es la grande.
– Bien -dijo Beck.
Delante de él había un vaso corto y macizo lleno de un líquido de color ambarino. Denso. Escocés o bourbon. Hizo una señal a Duke con la cabeza. El guardaespaldas cogió un vaso que esperaba en una mesita pegada a la pared. Contenía el mismo líquido denso y ambarino. Duke lo transportó sin gracia sujetándolo con el índice y el pulgar en la misma base. Cruzó la habitación y se inclinó un poco para dejarlo delante de mí. Sonreí. Sabía para qué era.
– Bien -repitió Beck.
Aguardé.
– Mi hijo me ha explicado que está usted en un apuro -dijo. La misma frase que había utilizado su mujer.
– La ley de los efectos no deseados.
– Esto me plantea algunas dificultades. Soy un simple hombre de negocios que trata de determinar cuáles son sus responsabilidades.
Esperé.
– Le estamos muy agradecidos, como es lógico -añadió-. Por favor, no me interprete mal.
– ¿Pero…?
– Hay cuestiones legales, ¿no? -replicó con leve fastidio en la voz, como si fuera víctima de complicaciones que escapaban a su control.
– No hay que ser un genio para entenderlo -señalé-. Necesito que haga la vista gorda. Al menos por un tiempo. Favor con favor se paga. Si su conciencia admite esa clase de cosas.
Hubo otro silencio. Volví a oír el mar con su espectro de sonidos. Quebradizas algas arrastrándose por el granito y una prolongada resaca succionando en dirección al este. Zachary Beck paseaba los ojos de un lado a otro. Observaba la mesa, luego el suelo, se quedaba con la mirada perdida. Tenía el rostro estrecho y los ojos muy juntos. La frente arrugada revelaba concentración. Los labios finos y apretados. Movía un poco la cabeza. Todo él era un facsímil del hombre de negocios vulgar y corriente dándole vueltas a importantes asuntos.
– ¿Fue un error? -preguntó.
– ¿Lo del poli? -dije-. Es evidente que sí. Pero en aquel momento sólo intentaba terminar bien lo empezado.
Reflexionó y luego asintió.
– De acuerdo -dijo-. Dadas las circunstancias, quizás estemos dispuestos a echarle una mano. Si podemos. Ha prestado un gran servicio a la familia.
– Necesito dinero -dije.
– ¿Para qué?
– Tendré que viajar.
– ¿Cuándo?
– Ahora mismo.
– ¿Es prudente?
Meneé la cabeza.
– No mucho. Preferiría aguardar aquí un par de días hasta que las cosas se calmen un poco. Pero no quiero tentar la suerte con usted.
– ¿Cuánto?
– Cinco mil bastarían.
No dijo nada. Sólo volvió a mirar a un sitio y otro. Aunque esta vez prestando mayor atención.
– Tengo que hacerle algunas preguntas -dijo-. Antes de que nos deje, si es que nos deja. Dos son de suma importancia. Primero, ¿quiénes eran ellos?
– ¿No lo sabe usted?
– Tengo muchos rivales y enemigos.
– ¿Llegarían tan lejos?
– Soy importador de alfombras -explicó-. Usted pensará que me limito a comerciar con grandes almacenes y decoradores de interiores, pero lo cierto es que tengo tratos con toda clase de infames personajes de diversos antros extranjeros donde se obliga a niños esclavizados a trabajar dieciocho horas al día hasta que les sangran los dedos. Yo no tenía esa intención, pero las cosas salieron así. Sus propietarios están convencidos de que estoy estafándolos y expoliando su cultura, y seguramente es cierto, pero ellos hacen lo mismo. No son colegas divertidos. Para prosperar necesito ejercer cierta dureza. Y la cuestión es que mis competidores también. Desde todo punto de vista, es un negocio duro. Así que entre mis proveedores y mis competidores se me ocurren media docena de personas distintas que secuestrarían a mi hijo para dañarme. Al fin y al cabo ya pasó una vez, hace cinco años; seguro que mi hijo se lo ha contado.
No dije nada.
– Necesito saber quiénes son -repitió para dejar claro que hablaba muy en serio.
De modo que finalmente le relaté lo sucedido, todo, segundo a segundo, metro a metro, kilómetro a kilómetro. Le describí con precisión y lujo de detalle a los dos tipos rubios de la DEA que iban en la Toyota.
– No me suenan de nada -dijo.
No respondí.
– ¿Anotó la matrícula de la Toyota? -preguntó.
Reflexioné y le conté la verdad.
– Sólo le vi el morro. No llevaba matrícula.
– Muy bien -dijo-. Así que eran de un estado donde no hace falta llevar matrícula delantera. Supongo que esto facilita la búsqueda.
Guardé silencio. Transcurridos unos momentos, negó con la cabeza.
– Hay muy poca información -dijo-. Un socio mío ha hablado de manera indirecta con la comisaría. Hay varios muertos, un poli local, un poli de la universidad y dos desconocidos en una furgoneta de reparto Toyota. El único testigo superviviente es otro policía de la universidad, pero permanece inconsciente. Su coche se estrelló a casi ocho kilómetros del lugar. O sea que ahora mismo nadie sabe por qué ocurrió. Nadie ha establecido ninguna relación con un intento de secuestro. Todo lo que se sabe es que ha habido un baño de sangre sin ninguna razón aparente.
– ¿Y cuando identifiquen la matrícula del Lincoln? -inquirí.
Vaciló.
– Está a nombre de una empresa -contestó-. Esto no los conduciría directamente aquí.
– Vale, pero quiero estar en la Costa Oeste antes de que se despierte el segundo poli de la universidad. Sin duda me ha visto.
– Y yo quiero saber qué ha ocurrido aquí.
Eché un vistazo a la mesa, a los Colt. Los habían limpiado y lubricado un poco. De pronto me alegré de haberme deshecho de los casquillos. Cogí el vaso. Lo rodeé con los dedos y olí su contenido. No tenía ni idea de qué era. Habría preferido una taza de café. Volví a dejarlo en la mesa.
– ¿Cómo está Richard? -pregunté.
– Lo superará -respondió Beck-. Me gustaría saber exactamente quién me está atacando.
– Le he contado lo que vi. No me han enseñado ningún carnet de identidad. No los conocía personalmente. Yo sólo pasaba por allí. ¿Cuál es la segunda pregunta de suma importancia?
Hubo una larga pausa. Al otro lado de las ventanas, las olas chocaban y tronaban.
– Soy un hombre educado -dijo Beck-. Y no quiero ofenderle.
– ¿Pero…?
– Pero me pregunto quién es usted.
– El tipo que le ha salvado a su hijo la otra oreja.
Beck echó una mirada a Duke, que se acercó rápidamente y se llevó el vaso. Se valió del mismo torpe movimiento de tenazas, con el índice y el pulgar en la base.
– Y ahora tiene mis huellas dactilares -dije-. Así de fácil y sencillo.
Beck asintió de nuevo, como alguien que estuviera tomando una decisión juiciosa. Señaló los revólveres sobre la mesa.
– Bonitas armas -dijo.
No repliqué. Él dio unos golpecitos a uno con los nudillos. A continuación me lo lanzó deslizándolo sobre la mesa. El pesado acero provocó un sonido hueco reverberante en el roble.
– ¿Quiere decirme por qué hay una marca en una de las recámaras?
– No lo sé -respondí-. Ya estaba así.
– ¿Los compró de segunda mano?
– En Arizona -precisé.
– ¿En una armería?
– En una feria de armas.
– ¿Por qué?
– No me gustan las comprobaciones de antecedentes.
– ¿No preguntó por las marcas?
– Imaginé que eran marcas de referencia -expliqué-. Que algún paleto las había probado y había señalado la recámara más certera. O la menos certera.
– ¿Las recámaras difieren?
– Todo difiere. Es propio de la manufactura.
– ¿Incluso en revólveres de ochocientos dólares?
– Depende de lo exigente que uno sea -repuse-. Si usted siente la necesidad de medir hasta la cienmilésima parte de una pulgada, todo es distinto.
– ¿Es importante eso?
– Para mí no. Si apunto a alguien, me da lo mismo cuál es la célula concreta que estoy seleccionando como objetivo.
Se quedó callado unos instantes. Después metió la mano en el bolsillo y sacó una bala. Funda de latón brillante, punta de plomo mate. La puso derecha delante de él, como si fuera un obús de artillería en miniatura.
Luego la derribó y la hizo rodar bajo sus dedos sobre la mesa. A continuación la colocó con cuidado y le dio un golpecito con la punta del dedo para que rodara hacia mí. Me llegó trazando una curva elegante y abierta. De la madera brotó un ronroneo lento. Dejé que alcanzara el borde y la cogí. Era una Remington Magnum 44. Pesaba bastante, más de veinte gramos. Algo tremendo. Costaría casi un dólar. No estaba fría, recién salida del bolsillo.
– ¿Ha jugado alguna vez a la ruleta rusa? -preguntó.
– Tengo que deshacerme del coche que robé -dije.
– Ya nos hemos encargado de eso.
– ¿Dónde?
– Donde no podrán encontrarlo.
No hice ningún comentario. Sólo lo miré, como si estuviera pensando «¿así son los simples hombres de negocios?». ¿Ponen sus limusinas a nombre de una empresa? ¿Recuerdan al instante el precio de un Colt Anaconda? ¿Y recogen las huellas digitales de un invitado en un vaso de whisky?
– ¿Ha jugado alguna vez a la ruleta rusa? -repitió.
– No. Nunca.
– Me están atacando. Y acabo de perder a dos de mis hombres. En momentos como éstos hay que sumar, no restar.
Aguardé, cinco, diez segundos. Comprendí que él estaba lidiando con la idea.
– ¿Me está ofreciendo trabajo? -pregunté-. No estoy seguro de que pueda quedarme.
– No he ofrecido nada -espetó-. Estoy tratando de decidir. Usted parece ser la clase de tipo que nos vendría bien. Podría cobrar los cinco mil dólares por quedarse, no por marcharse. Quizá.
No dije nada.
– Sabe que si quiero puedo fastidiarlo -añadió-. Tengo su nombre y sus huellas, y en Massachusetts hay un poli muerto.
– ¿Pero…?
– Pero no sé quién es usted.
– Acostúmbrese a ello. ¿Cómo puede llegar a saber quién es alguien?
– Lo averiguo -dijo-. Pongo a la gente a prueba. Supongamos que le pido que mate a otro poli. Como muestra de confianza.
– Diría que no. Insistiría en que el primer caso fue un desgraciado accidente que lamento mucho. Y empezaría a preguntarme qué clase de simple hombre de negocios es usted.
– Mis negocios son asunto mío. No le incumben.
No dije nada.
– Juegue conmigo a la ruleta rusa -propuso.
– ¿Y eso qué probaría?
– Un agente federal no lo haría.
– ¿Por qué le preocupan los agentes federales?
– Eso tampoco le incumbe.
– No soy un agente federal.
– Demuéstrelo. Juegue a la ruleta rusa conmigo. De hecho, yo en cierto modo ya estoy jugando con usted a la ruleta rusa, al haber dejado que entrara en mi casa sin saber quién es.
– He salvado a su hijo.
– Y le estoy muy agradecido. Tanto que aún estoy hablando con usted de manera civilizada. Tanto que podría ofrecerle refugio y empleo. Porque me gustan los hombres que terminan lo que empiezan.
– No estoy buscando trabajo. Sólo quiero esconderme unas cuarenta y ocho horas y después largarme.
– Cuidaríamos de usted. No le encontraría nadie. Aquí estaría totalmente a salvo. Si pasa la prueba.
– ¿La prueba es la ruleta rusa?
– Por mi experiencia, el test infalible -dijo.
No repliqué. En la habitación no se oía una mosca. El se inclinó hacia delante en la silla.
– O está conmigo o está contra mí -sentenció-. Va usted a probar una cosa u otra. Espero sinceramente que elija con sensatez.
Duke se desplazó hacia la puerta. El suelo crujió bajo sus pies. Yo oía el mar. La espuma rompía hacia arriba y el viento la azotaba y gruesas gotas se arqueaban perezosas en el aire y golpeteaban el cristal de la ventana. La séptima ola llegó retumbando, más fuerte que las otras. Cogí el revólver que tenía delante. Duke sacó un arma de su chaqueta y me apuntó por si yo tenía en mente algo distinto de la ruleta. Era una Steyr SPP, básicamente un subfusil ametrallador Steyr TMP recortado en forma de pistola. Una pipa poco común procedente de Austria que en su mano parecía grande y fea. Aparté la mirada y me concentré en el Colt. Metí la bala en una recámara al azar y cerré el tambor. El trinquete susurró en la quietud de la sala.
– Juegue -dijo Beck.
Hice girar el tambor, alcé el revólver y me encañoné la sien. El acero estaba frío. Miré a Beck fijamente a los ojos y aguanté la respiración. Eché el percutor hacia atrás. El tambor se movió y el arma quedó amartillada. El movimiento fue suave, como seda sobre seda. Apreté el gatillo. El percutor cayó con un sonoro chasquido que recorrió todo el metal hasta mi sien. Pero no sentí nada más. Exhalé, bajé el arma y la sostuve con el dorso de la mano apoyado en la mesa. Luego aparté la mano.
– Su turno -señalé.
– Sólo quería ver cómo lo hacía -dijo.
Se produjo un silencio. Sonreí.
– ¿Quiere que lo repita? -pregunté.
No respondió. Cogí el arma otra vez e hice girar el tambor. Elevé el cañón hacia mi cabeza. Era tan largo que tuve que forzar el codo. Apreté el gatillo, rápido y decidido. Un fuerte chasquido rompió el silencio. El sonido de un arma de precisión de ochocientos dólares que funcionaba exactamente como cabía esperar. La bajé e hice girar el barrilete por tercera vez. Alcé el arma. Disparé. Nada. Lo hice por cuarta vez, deprisa. Nada. Por quinta vez, más rápido. Nada.
– Muy bien -dijo Beck.
– Hábleme de las alfombras orientales -pedí.
– No hay mucho que contar. Se colocan en el suelo. La gente las compra. A veces pagando mucho.
Sonreí. Levanté otra vez el arma.
– Hay una posibilidad entre seis -puntualicé. Hice girar el tambor por sexta vez. En la habitación se hizo el silencio. Me llevé el cañón a la cabeza. Apreté el gatillo. Noté el chasquido del percutor. Nada más.
– Ya basta -soltó Beck.
Bajé el Colt, abrí el tambor y dejé caer la bala en la mesa. La hice rodar hasta él. Resonó sobre la madera. La detuvo con el pulpejo de la mano y estuvo dos o tres minutos sin abrir la boca. Me miraba como si yo fuera un animal de zoológico. Como si deseara que entre ambos hubiera barrotes.
– Richard dice que fue usted policía militar -dijo.
– Durante trece años -confirmé.
– ¿Era bueno?
– Mejor que esos capullos que mandó a recogerle.
– Habla bien de usted.
– No me extraña. Le salvé el pellejo. Lo que me ha salido ciertamente caro.
– ¿Le van a echar en falta en algún sitio?
– No.
– ¿Familia?
– No tengo.
– ¿Empleo?
– No creo que pueda volver, ¿no le parece?
Jugueteó con la bala unos instantes, haciéndola girar bajo la yema del dedo índice. De pronto la recogió en la palma de la mano.
– ¿A quién podría llamar? -preguntó.
– ¿Para qué?
Meneó la bala como si agitara un dado.
– ¿Una recomendación? Tenía un jefe, ¿no?
Los errores ya acudían a atormentarme.
– Trabajo por mi cuenta -repuse.
Volvió a dejar la bala sobre la mesa.
– ¿Autorizado y con seguro? -inquirió.
Aguardé un instante.
– No exactamente -dije.
– ¿Por qué no?
– Tengo mis razones -repliqué.
– ¿Puedo ver el documento de matriculación de la camioneta?
– Lo he extraviado.
Hizo girar la bala bajo los dedos. Me clavó la mirada. Lo veía pensar. Por su cabeza pasaba de todo. Procesaba información. Intentaba que todo encajara con sus ideas preconcebidas.
Yo lo incitaba a seguir adelante. «Un tipo armado y con una vieja camioneta que no es suya. Un ladrón de coches. Un asesino de polis.» Sonrió.
– Las historias de siempre -dijo-. Nada nuevo.
No hice ningún comentario. Sólo le sostuve la mirada.
– Deje que adivine -prosiguió-. Estaba comerciando con discos compactos robados.
«Soy su tipo.» Meneé la cabeza.
– Contrabando -corregí-. No soy un ladrón, sólo un ex militar que intenta llegar a final de mes. Y creo en la libertad de expresión.
– Y un cuerno. Cree en ganar dinero fácil.
«Soy su tipo.»
– En eso también -dije.
– ¿Y le va bien?
– No me quejo.
Volvió a coger la bala en la palma y se la lanzó a Duke. Este la cogió con una mano y la dejó caer en el bolsillo de su chaqueta.
– Duke es mi jefe de seguridad -explicó Beck-. Trabajará para él. Incorporación inmediata.
Eché un vistazo a Duke y me volví hacia Beck.
– ¿Y si no quiero trabajar para él? -pregunté.
– No tiene elección. Allá en Massachusetts hay un policía muerto y aquí tenemos su nombre y sus huellas. Estará en libertad vigilada hasta que sepamos exactamente qué clase de persona es. Pero mírele el lado positivo. Piense en los cinco mil dólares. Eso es un montón de discos de contrabando.
La diferencia entre ser un huésped con todos los honores y un empleado en libertad vigilada es que comí en la cocina con los otros empleados. El gigante de la caseta junto a la verja no se dejó ver, pero estaba Duke y otro tío que parecía una especie de mecánico, de esos manitas que arreglan cualquier cosa. Había también una criada y una cocinera. Nos sentamos los cinco a una sencilla mesa de madera de pino y la comida era tan buena como la de la familia. Acaso aún mejor, pues la cocinera había escupido en la de ellos y dudo que hiciera lo mismo en la nuestra. Yo había pasado mucho tiempo entre veteranos y suboficiales y sabía cómo las gastaban.
No hablamos mucho. La cocinera era una mujer desabrida de unos sesenta años. La criada era tímida. Tuve la impresión de que llevaba allí poco tiempo. No estaba segura de cómo comportarse. Era joven y poco agraciada. Llevaba un vestido de algodón sin cintura y una rebeca de lana. Calzaba zapatos anticuados y sin tacón. El mecánico era un tío de mediana edad, delgado, gris y reservado. Duke también permanecía callado porque estaba pensando. Beck le había encargado un cometido, y él no estaba muy seguro de cómo abordarlo. ¿Podía utilizarme? ¿Podía confiar en mí? No era estúpido, eso estaba claro. Enfocaba todos los aspectos del asunto y estaba dispuesto a dedicar tiempo a cada uno. Tenía más o menos mi edad. Quizás algo mayor o algo más joven. Era de esos tipos fuertes bien alimentados con cereales, que disimulan bien la edad. Aproximadamente de mi talla. Seguramente de huesos más sólidos, y un poco más voluminoso. Pesaríamos igual, kilo arriba kilo abajo. Me senté a su lado y traté de elegir con cuidado el tipo de preguntas que se esperarían de una persona normal.
– Bueno, háblame del negocio de las alfombras -dije, el tono lo bastante elocuente para darle a entender mi suposición de que Beck estaba metido de lleno en algo más.
– Ahora no -replicó, como si quisiera decir: «No delante del personal de servicio.» Y luego me miró de un modo que significaba «en todo caso no estoy seguro de querer hablar con un tío lo bastante loco para arriesgarse a dispararse en la cabeza seis veces seguidas».
– La bala era falsa, ¿verdad? -dije.
– ¿Qué?
– No tenía pólvora. Seguramente sólo relleno de algodón.
– ¿Por qué iba a ser falsa?
– Podría haberle disparado.
– ¿Por qué ibas a hacer eso?
– No lo habría hecho, pero en todo caso él es un tipo precavido. No habría corrido el riesgo.
– Yo te estaba apuntando.
– Te podría haber dado a ti primero. Y después usar tu arma contra él.
Se puso algo rígido, pero no respondió. «Competitivo.» No me caía muy bien. Lo cual me convenía, porque supuse que más pronto que tarde Duke iba a causar baja.
– Sostén esto -dijo. Sacó la bala del bolsillo y me la dio-. Espera aquí -añadió.
Se levantó de la silla y salió de la cocina. La coloqué derecha en la mesa, como había hecho Beck. Terminé de comer. No había postre. Ni café. Duke regresó con uno de mis Colt. Se dirigió a la puerta trasera y me hizo señas de que lo siguiese. Cogí la bala y lo seguí. La puerta de atrás dio un pitido cuando la cruzamos. Otro detector de metales. Estaba ingeniosamente integrado en el marco. Sin embargo, no había alarma antirrobo. La seguridad dependía del mar y del muro con alambre de espino.
Después de la puerta trasera había un porche frío y húmedo y a continuación una desvencijada contrapuerta que daba al patio, apenas la yema del dedo rocoso. Se extendía ante nosotros en forma semicircular. Estaba oscuro y las luces de la casa captaban el tono gris del granito. Soplaba el viento y alcancé a ver la luminiscencia de las cabrillas en el agua. El oleaje rompía y formaba remolinos. Había luna y bajas nubes rotas que se desplazaban deprisa. El horizonte era inmenso y negro. El aire, frío. Volví la cabeza y distinguí la ventana de mi habitación muy arriba.
– La bala -dijo Duke.
Se la entregué.
– Mira -indicó.
La cargó en el Colt. Sacudió la mano para cerrar el tambor de golpe. Miró con ojos entrecerrados e hizo girar el tambor hasta que la recámara cargada se encontró en la posición de las diez en punto.
– Mira -repitió.
Estiró el brazo, apuntando a las rocas donde éstas llegaban al mar. Apretó el gatillo. El barrilete giró, el percutor cayó y el arma dio un culatazo, lanzando un destello y rugiendo. En las rocas se apreció una chispa simultánea y el inconfundible sonido de un rebote, que se desvaneció hasta quedar todo en silencio. La bala seguramente saltó un centenar de metros en el Atlántico. Tal vez mató a un pez.
– No era falsa -dijo.
– Muy bien -dije.
Abrió el tambor y lo sacudió para hacer caer el casquillo vacío. Tintineó en las rocas a sus pies.
– Eres un capullo -soltó-. Un capullo asesino de polis.
– ¿Eras policía?
– Hace siglos -respondió, asintiendo.
– ¿Duke es nombre de pila o apellido?
– Apellido.
– ¿Por qué un importador de alfombras necesita seguridad?
– Ya te lo ha dicho él, es un negocio complicado. Hay mucho dinero metido.
– ¿Quieres que me quede?
Se encogió de hombros.
– No sé. Si viene alguien a husmear, quizá necesitemos carnaza. Mejor tú que yo.
– Yo he salvado al chico.
– ¿Y qué? Ponte en la cola, oye. Todos hemos salvado al chaval alguna vez. O al señor Beck, o la propia señora Beck.
– ¿Cuántos tíos tienes?
– No los suficientes -respondió-. Al menos si sufrimos un ataque.
– ¿Qué es esto? ¿Una guerra?
No contestó. Se limitó a pasar delante de mí en dirección a la casa. Di la espalda al agitado mar y fui tras él.
En la cocina apenas si había actividad. El mecánico había desaparecido y la cocinera y la criada estaban limpiando. Apilaban platos en una máquina lo bastante grande para un restaurante. La criada era bastante torpe. No sabía dónde iba nada. Busqué café. En vano. Duke volvió a sentarse a la mesa de pino. No había nada que hacer. Ninguna urgencia. Yo era consciente de que el tiempo corría. No confiaba en los cinco días de gracia estimados por Susan Duffy. Habría preferido que hubiera dicho tres días. Su realismo me habría dejado más convencido.
– Ve a acostarte -dijo Duke-. Estarás de servicio a partir de la seis y media de la mañana.
– ¿Para hacer qué?
– Lo que yo te diga.
– ¿Mi puerta va a estar cerrada?
– Por supuesto -dijo-. La abriré a las seis y cuarto. Has de estar aquí abajo a las seis y media.
Esperé sentado en el borde de la cama hasta que lo oí cerrar la puerta. Después aguardé un poco más hasta estar seguro de que no iba a volver. Acto seguido me quité el zapato para ver si había mensajes. El pequeño dispositivo se encendió y en la minúscula pantalla verde apareció un alegre aviso: «¡Tienes correo!» Sólo había un mensaje. De Susan Duffy. Era una pregunta que constaba de una palabra: «¿Posición?» Pulsé «responder» y escribí: «Abbot, Maine, costa, 20m S de Portland, casa solitaria en un largo saliente rocoso.» Eso serviría. No tenía las señas de correo ni las coordenadas GPS. Pero ella podría encontrarlo si se entretenía un rato con un mapa del área a gran escala. Pulsé «enviar».
Después miré fijamente la pantalla. No estaba del todo seguro de cómo funcionaba el correo electrónico. ¿Era una comunicación instantánea, como una llamada telefónica? ¿O mi respuesta pasaría un tiempo en una especie de limbo antes de que ella la recibiera? Di por sentado que Susan estaría esperando. Supuse que ella y Eliot se relevarían las veinticuatro horas.
Transcurridos noventa segundos, la pantalla anunció otra vez «¡Tienes correo!». Sonreí. El sistema funcionaba. Esta vez el mensaje era más largo. Eran sólo veintiuna palabras, pero para leerlo todo tuve que hacer avanzar y retroceder el texto en la diminuta pantalla. Decía lo siguiente: «Consultaremos los mapas. Gracias. Según las huellas, los dos guardaespaldas pertenecían al ejército. Aquí todo controlado. ¿Y por ahí? ¿Algún progreso?»
Pulsé «responder» y escribí: «Contratado, seguramente.» Después pensé unos instantes y visualicé a Quinn y Teresa Daniel y añadí: «Por lo demás, ningún progreso todavía.» Después reflexioné un poco más y escribí: «Dos guardaespaldas. Pregunten de mi parte al PM Powell por 10-29, 10-30, 10-24, 10-36.» Después pulsé «enviar». Observé que el aparato ponía «mensaje enviado» y dirigí la vista a la oscuridad más allá de la ventana, rogando que la generación de Powell aún hablara el mismo lenguaje que la mía. 10-29, 10-30, 10-24 y 10-36 eran cuatro códigos de radio de la policía militar que por sí mismos no significaban gran cosa. 10-29 quería decir «señal débil». Era una reclamación procedimental sobre material defectuoso. 10-30 significaba «solicito ayuda no urgente». 10-24, «persona sospechosa». 10-36, «por favor remitan mis mensajes». La llamada no urgente 10-30 implicaba que la serie completa no despertaría la curiosidad de nadie. Sería registrada y archivada en algún sitio y pasada por alto para siempre jamás. Sin embargo, la serie completa era una suerte de código secreto. O al menos solía serlo mucho tiempo atrás, cuando yo llevaba uniforme. La «señal débil» equivalía a «dejen esto tranquilo pero bajo el radar». La petición de ayuda no urgente la reforzaba: «Mantengan esto alejado de los expedientes delicados.» La frase «persona sospechosa» no precisa explicación. «Por favor remitan mis mensajes» significaba «pónganme en el bucle». De modo que si Powell era espabilado entendería que aquello significaba «haz averiguaciones sobre estos tíos con disimulo y dime algo». Esperaba que fuera espabilado, porque me la debía. Me debía una buena. Me había traicionado. Supuse que buscaría la manera de compensarme.
Volví a mirar la diminuta pantalla: «¡Tienes correo!» Era Duffy: «Muy bien, dese prisa.» Contesté: «Lo estoy intentando», y apagué el aparato y lo metí en el tacón del zapato. Después comprobé la ventana.
Era un chisme corredero de dos hojas. La inferior se deslizaba hacia arriba, hasta alinearse con la superior. No había mosquitero. Dentro, la pintura era una capa pulcra y fina. Fuera, gruesa y descuidada donde había sido aplicada repetidas veces para combatir los efectos del clima. Tenía un pestillo de latón. Era un trasto viejo. Nada de seguridad moderna. Corrí el pestillo y tiré hacia arriba. Se enganchaba en los pegotes de pintura. Pero se movía. Logré alzarla unos diez centímetros y me llegó el frío aire marino. Me agaché y busqué alarmas. Ni una. La abrí del todo con gran esfuerzo y examiné todo el marco. Tampoco se apreciaba ningún sistema de seguridad. Era comprensible. La ventana estaba a unos quince metros por encima de las rocas y el mar. Y la propia casa era inalcanzable debido al alto muro y el agua.
Me asomé y miré hacia abajo. Vi dónde había estado cuando Duke disparó la bala. Permanecí con medio cuerpo fuera durante unos cinco minutos, apoyado en los codos, mirando fijamente el negro mar, oliendo el aire salado y pensando en aquella bala. Yo había apretado el gatillo seis veces. Me habría estallado la cabeza. Las alfombras se habrían estropeado y los paneles de roble hecho astillas. Bostecé. Mis reflexiones y la brisa marina me dieron sueño. Cerré la ventana y me acosté.
Cuando a las seis y cuarto de la mañana del duodécimo día, miércoles, cumpleaños de Elizabeth Beck, oí que Duke abría la puerta, yo ya estaba levantado y duchado. Ya había mirado el correo. Ningún mensaje. No me preocupé. Pasé diez tranquilos minutos junto a la ventana. Ante mí se ofrecía el amanecer, y el mar estaba en calma. Era gris, con aspecto aceitoso y manso. La marea había bajado. Se veían las rocas. Había agua estancada aquí y allá. Distinguí aves en la orilla. Araos negros. Empezaba a salirles el plumaje primaveral. El gris daba paso al negro. Tenían las patas de un rojo brillante. Vi cormoranes y gaviotas de lomo negro revoloteando a lo lejos. Gaviotas argénteas descendiendo en picado, por su desayuno.
Aguardé hasta que ya no oí los pasos de Duke, salí, bajé las escaleras, entré en la cocina y me encontré cara a cara con el gigante de la verja. Estaba de pie junto al fregadero, bebiendo un vaso de agua. Seguramente tomándose sus esteroides. Era un tipo grandullón. Yo mido metro noventa y tengo que ir con cuidado al cruzar una puerta normal. Pues aquel tipo era al menos quince centímetros más alto y unos veinticinco más ancho de hombros. Probablemente pesaba unos ochenta kilos más que yo. Por lo menos. Me vino ese estremecimiento interior que noto cuando estoy cerca de un tío tan grande que me hace sentir pequeño. Parece que el mundo se ladea un poco.
– Duke está en el gimnasio -dijo.
– ¿Hay un gimnasio?
– Abajo -contestó con voz suave y aguda. Llevaría años engullendo esteroides como caramelos. Tenía la mirada apagada y mal color de piel. Habría cumplido treinta y tantos, su cabello era rubio grasiento y vestía camiseta sin mangas y pantalones de chándal. Sus brazos abultaban más que mis piernas. Parecía un muñeco de dibujos animados.
»Antes de desayunar hacemos ejercicio -añadió.
– Perfecto -dije-. Ya puedes ir.
– Tú también.
– Yo nunca hago ejercicios -señalé.
– Duke te está esperando.
Eché un vistazo al reloj. Las seis y veinticinco de la mañana. El tiempo volaba.
– ¿Cómo te llamas? -pregunté.
No contestó. Sólo me miró como si yo le estuviera tendiendo alguna trampa. Es otro problema de los esteroides. Muchos pueden hacer que se te crucen los cables. Y la cabeza de ese tipo no daba la impresión de haber tenido un comienzo muy positivo. Parecía miserable y estúpido. No podía decirse de otro modo. Y no era una buena combinación. En su rostro había algo. No me gustó. En lo relativo a la simpatía hacia mis nuevos colegas no me iba demasiado bien.
– No es una pregunta tan difícil -dije.
– Paulie -respondió.
– Encantado de conocerte, Paulie. Mi nombre es Reacher.
– Ya lo sé. Estuviste en el ejército.
– ¿Tienes algún problema con eso?
– No me gustan los oficiales.
Asentí. Han hecho comprobaciones. Sabían cuál había sido mi graduación. Tenían alguna clase de acceso.
– ¿Por qué? ¿Suspendiste el examen de los candidatos a oficiales?
No respondió.
– Vamos a buscar a Duke -dije.
Dejó el vaso en la encimera y me indicó que enfilase un pasillo. Al final del mismo había una puerta que daba a unas escaleras de madera que conducían al sótano. Toda la parte inferior de la casa era un gran sótano. Lo habrían excavado en la roca. Las paredes eran de piedra viva remendada y alisada con hormigón. El aire era algo húmedo y olía a moho. Había bombillas desnudas con protectores de alambre muy cerca del techo. Se apreciaban numerosas habitaciones. Una era bastante espaciosa y estaba pintada toda de blanco. El suelo era de linóleo blanco. Olía a sudor rancio. Había una bicicleta estática, una rueda de andar y una máquina de musculación, un saco de arena colgado de una viga y al lado una pera. En un estante, guantes de boxeo. También pesas colocadas en anaqueles de la pared y discos sueltos amontonados en el suelo junto a un banco. Duke lucía su traje negro. Parecía muy cansado, como si hubiera estado levantado toda la noche. No se había duchado. Tenía el pelo alborotado y el traje arrugado.
Paulie comenzó enseguida una especie de complicada rutina de estiramientos. Era tan musculoso que sus brazos y piernas tenían limitadas las articulaciones. No podía tocarse el hombro con los dedos del mismo brazo. Los bíceps eran demasiado grandes. Me fijé en la máquina de musculación. Tenía toda suerte de empuñaduras, barras y asideros. Así como fuertes cables negros que pasaban por poleas hasta un montón de placas de plomo. Para moverlas todas habría que ser capaz de levantar doscientos kilos.
– ¿Vas a hacer ejercicios? -pregunté a Duke.
– ¿Y a ti qué te importa? -soltó.
– Nada, nada -dije.
Paulie giró su gigante cuello y me echó una mirada. Después se tendió de espaldas en el banco y se fue moviendo hasta quedar colocado debajo de una barra apoyada en dos pies. La barra tenía un montón de pesas en cada lado. Gruñó un poco, la sujetó con las manos y sacó y metió la lengua como si se estuviera preparando para un esfuerzo notable. Acto seguido empujó hacia arriba y levantó la barra de sus apoyos. Ésta soportaba tanto peso que se curvó en los extremos, como en un viejo documental sobre levantadores de peso rusos en los juegos olímpicos. Gruñó de nuevo y redobló el esfuerzo hasta poner los brazos rectos. Aguantó así un instante y a continuación dejó caer la barra en los apoyos con gran estruendo. Volvió la cabeza y me miró fijamente, como si yo tuviera que estar impresionado. Pues lo estaba y no lo estaba. Allí había mucho peso y él tenía mucho músculo. Pero el músculo derivado de los esteroides es torpe. Tiene muy buen aspecto, y si uno quiere medir fuerzas con un peso muerto funciona la mar de bien. Sin embargo, es lento y pesado y el mero hecho de arrastrarlo de un lado a otro agota.
– ¿Puedes levantar ciento sesenta kilos? -preguntó casi sin aliento.
– Nunca lo he intentado -repuse.
– ¿Quieres intentarlo ahora?
– No, gracias.
– Estás muy canijo, tío, esto te pondría en forma.
– Soy oficial. No necesito ponerme en forma. Si quiero levantar ciento sesenta kilos busco a algún mono grandullón y le digo que lo haga por mí.
Me fulminó con la mirada. No le hice caso y me fijé en el saco de arena. Un elemento característico de un gimnasio. No era nuevo. Lo empujé con la palma de la mano y osciló suavemente. Duke me observaba. Luego miró a Paulie. Había captado alguna vibración que a mí se me había escapado. Empujé otra vez el saco. En la preparación para la lucha cuerpo a cuerpo utilizábamos mucho los sacos de arena. Llevábamos uniforme de gala para simular ropa de calle y usábamos los sacos para aprender a dar puntapiés. En una ocasión, años atrás, rajé un saco con el borde del tacón y el suelo se llenó de arena en un momento. Imaginé que eso impresionaría a Paulie. Pero no volvería a intentarlo. El aparatito del correo electrónico estaba oculto en el tacón y no quería estropearlo. Hice la absurda anotación mental de decirle a Duffy que debería haberlo puesto en el zapato izquierdo. Pero claro, ella era zurda.
– No me gustas -soltó Paulie. Me miraba fijamente, así que supuse que hablaba conmigo. Tenía los ojos pequeños. Le brillaba la piel. Era un desequilibrio químico ambulante. Sus poros rezumaban compuestos exóticos.
»Deberíamos echar un pulso -dijo.
– ¿Qué?
– Deberíamos echar un pulso -repitió. Se acercó con un andar ligero y silencioso. Me sacaba tres palmos. Prácticamente tapaba la luz. Olía a sudor acre y penetrante.
– No quiero echar ningún pulso -repliqué. Advertí que Duke me miraba. Eché un vistazo a las manos de Paulie. Tenía los puños apretados, pero no eran grandes. Y los esteroides no producen efecto alguno en las manos de una persona a menos que se ejerciten, y la mayoría no lo hace.
– Eres una nenaza -soltó.
No dije nada.
– Nenaza -repitió.
– ¿Qué hay para el vencedor? -pregunté.
– Satisfacción -contestó.
– Vale.
– ¿Vale qué?
– Muy bien, adelante -dije.
Pareció sorprendido, pero retrocedió rápidamente hacia el banco de las pesas. Me quité la chaqueta y la dejé plegada sobre la bicicleta estática. Me desabotoné el puño derecho y me subí la manga hasta el hombro. Al lado del suyo, mi brazo era muy delgado. Pero mi mano era un poquito mayor. Y los dedos más largos. Y el poco músculo que tenía en comparación con él se debía exclusivamente a la genética, no a ningún producto de la farmacia.
Nos arrodillamos frente a frente a uno y otro lado del banco, sobre el que hincamos los codos. Su antebrazo era algo más largo que el mío, lo cual iba a mi favor porque me permitiría retorcerle la muñeca. Juntamos las palmas de golpe y nos aferramos. Su mano me pareció húmeda y fría. Duke se colocó como árbitro en el extremo del banco.
– Adelante -dijo.
Hice trampa desde el principio. Cuando se echa un pulso, el objetivo es valerse de la fuerza del brazo y el hombro para hacer girar la mano hacia abajo, y con ella la del rival, hasta hacerle tocar la superficie. Yo no tenía ninguna posibilidad de lograrlo. Al menos no con aquel tipo. No tenía más opción que mantener la mano en su sitio. Así que ni siquiera intenté ganar. Sólo apretaba. Tras un millón de años de evolución disponíamos de un pulgar oponible, es decir, que puede actuar junto con los otros cuatro dedos a modo de tenaza. Tenía sus nudillos en fila y los presioné sin contemplaciones. Mis manos son muy fuertes. Me concentré en mantener el brazo recto. Lo miré fijamente y le estrujé la mano hasta que sus nudillos empezaron a deformarse. Apreté más fuerte. Y más. El no cedía. Era fortísimo, aguantaba la presión. Yo sudaba y respiraba ruidosamente, sólo procurando no perder. Estuvimos así durante un minuto entero, haciendo fuerza y temblando en silencio. Apreté un poco más. Dejé que se acumulara dolor en su mano. Vi cómo eso se reflejaba en su cara. Estrujé más todavía. Esto los desconcierta. Creen que la cosa ha ido todo lo mal que podía ir, y resulta que empeora. Y empeora aún más, como una rueda de trinquete. Y va a peor y peor, como si ante ellos se abriera todo un mundo de sufrimiento que aumenta y aumenta, inexorable, como una máquina. Comienzan a concentrarse en su apuro. Y de pronto en sus ojos empieza a vacilar la determinación. Saben que hago trampas, pero se dan cuenta de que no pueden evitarlo. No pueden alzar la vista impotentes y decir: «¡Me estás haciendo daño! ¡No vale!» Entonces las nenazas serían ellos, no yo. Y no lo soportarían. Así que se contienen. Se lo guardan y comienzan a preocuparse por si las cosas se pondrán aún más feas. Como así sucede. Sin lugar a dudas. Aún queda mucho. Siempre queda mucho. Lo miré fijamente a los ojos y apreté más. Él sudaba tanto que la piel se le volvía resbaladiza, por lo que mi mano se movía fácilmente por la suya, haciendo cada vez más fuerza. No le distraía ninguna molestia debida al roce. Todo el dolor estaba concentrado en los nudillos.
– Ya basta -dijo Duke-. Tablas.
No aflojé la mano. Paulie no cedió en la presión. Su brazo era firme como un tronco.
– ¡He dicho basta! -gritó Duke-. Vamos, capullos, tenéis cosas que hacer.
Elevé el codo para que no me sorprendiera con un último esfuerzo. Él apartó la vista y retiró el brazo. Nos soltamos. Su mano presentaba intensas marcas rojas y blancas. El pulpejo del dedo pulgar me ardía. Se puso en pie y se marchó. Oí sus fuertes pasos en la escalera.
– Esto ha sido una verdadera estupidez -señaló Duke-. Sólo has conseguido otro enemigo.
Yo estaba jadeando.
– ¿Qué? ¿Tenía que perder?
– Habría sido mejor.
– No es mi estilo -dije.
– Entonces eres tonto.
– Tú eres el encargado de la seguridad -puntualicé-. Deberías decirle que se comporte como una persona mayor.
– No es tan fácil.
– Entonces deshazte de él.
– Eso tampoco es fácil.
Me levanté despacio. Me bajé la manga y me abroché el puño. Eché un vistazo al reloj. Casi las siete. El tiempo volaba.
– ¿Qué haré hoy? -pregunté.
– Conducir una camioneta. Tú sabes conducirlas, ¿verdad?
Asentí porque no podía decir que no. Cuando salvé a Richard Beck conducía una camioneta.
– He de volver a ducharme -dije-. Y necesito algo de ropa limpia.
– Díselo a la criada. -Duke estaba cansado-. ¿Qué crees que soy? ¿Tu puto ayuda de cámara?
Me observó un instante y acto seguido se dirigió a las escaleras y me dejó solo en el sótano. Me desperecé sin dejar de jadear y sacudí la mano para aliviarla. Cogí la chaqueta y fui en busca de Teresa Daniel. En teoría podía estar encerrada en cualquier lugar allí abajo. Pero no encontré nada. El sótano era un laberinto de espacios abiertos en la roca. La mayoría tenía una función clara. En uno había una caldera rugiente y un montón de tuberías. Otro servía para lavar la ropa y contenía una enorme lavadora colocada en lo alto de una mesa de madera para desaguar por gravedad en una cañería que atravesaba el muro a la altura de la rodilla. Había zonas dedicadas a almacén. También dos habitaciones cerradas de puerta maciza. Intenté oír algo dentro pero en vano. Llamé con unos golpecitos sin obtener respuesta.
Volví a subir por las escaleras y me encontré con Richard Beck y su madre en el vestíbulo de la planta baja. Richard se había lavado el pelo, se había hecho la raya a la derecha y se lo había peinado de modo que le colgara abundantemente a la izquierda para ocultar la oreja que le faltaba. Semejaba uno de esos tíos que quieren disimular la calvicie. Su rostro todavía conservaba la ambivalencia. En la seguridad de su casa daba la impresión de estar cómodo, pero también alcancé a ver que se sentía un tanto atrapado. Pareció contento de verme. No sólo porque lo había rescatado, sino porque quizá yo era también una fortuita representación del mundo exterior.
– Feliz cumpleaños, señora Beck -dije.
Ella me sonrió, como si le halagara que yo me hubiera acordado. Tenía mejor aspecto que el día anterior. Me llevaba diez años por lo menos, pero seguramente le habría prestado atención si la hubiera conocido por casualidad en cualquier otro lugar, como un bar, una discoteca o un tren de largo recorrido.
– Se quedará con nosotros una temporada -dijo.
Entonces pareció caer en la cuenta de por qué me quedaría con ellos. Necesitaba esconderme porque había matado a un policía. Pareció preocupada, apartó la mirada y se alejó por el pasillo. Richard fue con ella y se volvió una vez para mirarme. Regresé a la cocina. Paulie no estaba. Pero sí Zachary Beck.
– ¿Qué armas llevaban? -inquirió-. Los tipos de la Toyota.
– Uzi -respondí. «Cíñete a la verdad, como buen artista de pega»-. Y una granada.
– ¿Qué clase de Uzi?
– Las Micro. Las pequeñas.
– ¿De repetición?
– Corta. Veinte tiros.
– ¿Está completamente seguro?
Asentí.
– ¿Es usted un experto?
– Fueron diseñadas por un teniente del ejército israelí -expliqué-. Se llamaba Uziel Gal. Era un manitas. Hizo todo tipo de mejoras en los viejos modelos checos 23 y 25 hasta que le salió algo totalmente nuevo. Fue en 1949. La Uzi original se empezó a fabricar en 1953. Hay concesiones en Bélgica y Alemania. He visto unas cuantas por ahí.
– ¿Y está totalmente seguro de que eran versiones Micro de repetición corta?
– Sí.
– Muy bien -dijo, como si eso significara algo para él. A continuación salió de la cocina. Me quedé allí de pie y pensé en el apremio de aquellas preguntas y en las arrugas en el traje de Duke. La combinación me inquietaba.
Me encontré con la criada y le dije que necesitaba ropa. Ella me enseñó una larga lista de la compra y me dijo que se disponía a ir a la tienda de ultramarinos. Le aclaré que no le estaba pidiendo que me comprara nada, sino sólo que lo tomara prestado de alguien. Se ruborizó, meneó la cabeza y no dijo nada. Después apareció la cocinera, sintió compasión de mí y me frió unos huevos con beicon. Y preparó un poco de café, gracias a lo cual vi todo bajo una nueva luz. Comí y bebí y luego subí los dos tramos de escaleras hasta mi cuarto. La criada había dejado unas prendas en el pasillo, pulcramente dobladas en el suelo. Vaqueros negros y una camisa negra también de tela vaquera, calcetines negros y ropa interior blanca. Cada pieza había sido lavada y planchada con esmero. Supuse que eran de Duke. La ropa de Beck o Richard me habría quedado pequeña, y con la de Paulie habría parecido que llevaba puesta una tienda de campaña. Las recogí y las llevé dentro. Me encerré en el cuarto de baño, me quité el zapato y miré si tenía correo. Había un mensaje. De Susan Duffy. Decía lo siguiente: «Situación localizada en el mapa. Nos trasladaremos a 25m S y O al motel junto a I-95. Respuesta de Powell: ambos DD después de 5, 10-2, 10-28. ¿Novedades?»
Sonreí. Powell aún hablaba el mismo lenguaje. «Ambos DD después de 5» significaba que los dos tipos habían sido despedidos deshonrosamente. Cinco años es demasiado tiempo para que los despidos tengan que ver con una ineptitud consustancial o meteduras de pata en la preparación. Esta clase de cosas habrían sido evidentes enseguida. Al cabo de cinco años sólo te podían despedir por ser una mala persona. Y «10-2, 10-28» no dejaban lugar a dudas. 10-28 era una respuesta estándar de verificación por radio que significaba «alto y claro». 10-2 era una llamada estándar por radio a «ambulancia necesaria con urgencia». Sin embargo, leído todo según el argot secreto de la PM, «ambulancia necesaria con urgencia, alto y claro» quiere decir: «Estos tipos han de estar muertos, no cometer errores al respecto.» Powell había mirado los archivos y no le había gustado lo que había visto.
Pulsé la tecla de «responder» y escribí: «Aún sin novedades. Sigo adaptándome.» Después pulsé «enviar» y guardé el artilugio otra vez en el zapato. No estuve mucho rato en la ducha. Sólo me enjuagué el sudor del gimnasio y me vestí con la ropa prestada. Me calcé los zapatos y me puse la chaqueta y el abrigo que me había dado Susan. Bajé las escaleras y me encontré con Zachary Beck y Duke, de pie en el vestíbulo. Ambos llevaban abrigo. Duke tenía en la mano las llaves de un coche. Aún no se había duchado. Parecía cansado y ponía mala cara. Quizá no le gustó que yo llevara su ropa. La puerta principal estaba abierta y advertí que la criada se iba en un viejo Saab cubierto de polvo. Tal vez compraría un pastel de cumpleaños.
– Vamos -dijo Beck, como si hubiera algo que hacer y no demasiado tiempo.
Me hicieron salir por la puerta. El detector de metales dio dos pitidos, uno para cada uno de ellos pero ninguno para mí. Fuera, el aire estaba limpio y frío. El cielo, claro. El Cadillac negro de Beck esperaba en la rotonda. Duke sostuvo la puerta y Beck se instaló detrás. El jefe de seguridad ocupó el asiento del conductor. Yo me senté en el del acompañante. Parecía lo correcto. Todo sin decir una palabra.
Duke encendió el motor, metió la primera y aceleró por el sendero de entrada. Alcancé a ver a Paulie delante, a lo lejos, abriendo la verja para el Saab de la criada. Llevaba el traje de nuevo. Se quedó de pie, esperando que pasáramos para dirigirnos al oeste. Me volví y vi que cerraba otra vez la verja.
Recorrimos los veintitantos kilómetros tierra adentro y giramos hacia el norte tomando la autopista de Portland. Miré al frente y me pregunté adónde me estarían llevando. Y qué harían conmigo cuando llegáramos.
Fuimos directamente al extremo de las instalaciones portuarias, fuera de la ciudad. Veía la parte superior de los barcos y grúas por todas partes. Había contenedores abandonados en terrenos llenos de hierbajos. Y alargados edificios bajos de oficinas. Entraban y salían furgonetas. El cielo estaba lleno de gaviotas. Duke cruzó una verja y llegó a un pequeño aparcamiento de hormigón agrietado y remiendos de asfalto donde no había nada salvo una solitaria camioneta de reparto en el centro. Era azul, de tamaño mediano, y le habían añadido una carrocería grande en forma de caja. Ésta era más ancha que la cabina y la envolvía. Una de esas cosas que se encuentran en una empresa de alquiler. Ni la más pequeña ni la más grande que pueden ofrecer. No tenía ningún rótulo. Resultaba totalmente vulgar, con rayas de óxido aquí y allá. Era vieja y se había pasado la vida recibiendo el soplo del aire salado.
– Las llaves están en el portamapas de la puerta -dijo Duke.
Beck se inclinó hacia delante y me dio un trozo de papel. Contenía direcciones de algún lugar de New London, Connecticut.
– Lleve la furgoneta a esta dirección -dijo-. Es un aparcamiento muy parecido a éste. Allí habrá otra furgoneta idéntica. Las llaves están en el portamapas de la puerta. Deje ésta allí y traiga la otra aquí.
– Y no husmees dentro de ninguna -soltó Duke.
– Y conduzca despacio -añadió Beck-. No cometa ninguna infracción. No llame la atención.
– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué llevan?
– Alfombras -respondió Beck a mi espalda-. Estoy pensando en usted, sólo eso. Lo buscan. Mejor pasar desapercibido. Así que tómese su tiempo. Deténgase a tomar un café. Actúe con normalidad.
No dijeron nada más. Salí del Cadillac. El aire olía a mar, petróleo, gasoil de los tubos de escape y pescado. Soplaba viento. De todas partes llegaba un vago rumor industrial, así como los gritos y graznidos de las gaviotas. Me acerqué a la furgoneta azul. Pasé por detrás y advertí que el tirador de la puerta estaba asegurado con un pequeño precinto de plomo. Seguí andando y abrí la portezuela del conductor. Cogí las llaves del portamapas. Subí y encendí el motor. Me abroché el cinturón, me puse cómodo, metí la primera y salí del aparcamiento. Vi a Beck y Duke en el Cadillac, mirándome partir, el semblante inexpresivo. Me paré en el primer cruce, torcí a la izquierda y puse rumbo sur.