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El poli bajó del coche exactamente cuatro minutos antes de que le dispararan. Como si conociera su destino de antemano. Empujó la puerta contra la resistencia que ofrecía una dura bisagra, giró lentamente en el gastado asiento de vinilo y plantó ambos pies en la calzada. Después se agarró con las dos manos al marco de la puerta y se impulsó hacia fuera. Permaneció de pie un instante en el aire límpido y frío y acto seguido se volvió y cerró tras él. Se quedó inmóvil unos segundos. A continuación dio unos pasos y se apoyó en el lateral del capó junto al faro.

El coche era un Chevy Caprice de siete años de antigüedad. Negro y sin distintivos policiales. De todos modos, tenía tres antenas de radio y cubos cromados descubiertos. La mayoría de los polis con que uno habla aseguran que el Caprice era el mejor vehículo policial que ha habido jamás. Por lo visto, aquel tipo estaba de acuerdo. Parecía un detective veterano con lo mejor del parque automovilístico a su disposición. Como si condujera el viejo Chevy porque le apetecía. Como si no le interesaran los nuevos Ford Taurus. Conocía muy bien a esa clase de personaje obstinado y de porte chapado a la antigua. Era voluminoso y llevaba un oscuro traje sencillo de una especie de lanilla gruesa. Alto pero encorvado. Un viejo. Volvió la cabeza y miró calle arriba y abajo y después giró el ancho cuello para echar un vistazo atrás, a la entrada de la universidad. Estaba a unos treinta metros de mí.

La entrada de la universidad era todo un poema. Dos altos pilares de ladrillo se elevaban en el borde de una gran extensión de cuidado césped que llegaba hasta la acera. Sostenían una alta verja doble hecha de barras de hierro dobladas, plegadas y retorcidas en formas estrafalarias. Era de un negro brillante. Parecía que habían acabado de repintarla. Seguramente lo hacían al final de cada invierno. No tenía función alguna relacionada con la seguridad. Cualquiera podía evitarla conduciendo directamente por el césped. En todo caso, estaba abierta de par en par. Tras ella había un camino en cuyo inicio había dos pequeños postes de hierro que llegaban a la altura de la rodilla, colocados a cada lado. Tenían ranuras. Cada una de las puertas abiertas quedaba sujeta a una de ellas. El camino llevaba hasta un conjunto de edificios de ladrillo claro situados a unos cien metros. Los edificios tenían tejados inclinados cubiertos de musgo y estaban rodeados de árboles. El camino de entrada estaba bordeado de árboles. La acera estaba llena de árboles. Había árboles por todas partes. Empezaban a brotarles las hojas, pequeñas, rizadas y de un verde brillante. En seis meses serían grandes, rojas y doradas, y el lugar estaría plagado de fotógrafos captando imágenes para la revista de la universidad.

A veinte metros del poli, su coche y la puerta había una furgoneta de reparto aparcada en el otro lado de la calzada. Estaba pegada al bordillo; encarada hacia mí, a unos cincuenta metros. Parecía algo fuera de lugar. Era de un rojo descolorido, y tenía un gran parachoques de un negro apagado que parecía haber sido doblado y enderezado un par de veces. En la cabina había dos hombres. Jóvenes, altos, elegantes, rubios. Permanecían totalmente inmóviles, con la vista al frente. No miraban al poli. Me miraban a mí.

Yo estaba orientado hacia el sur. Tenía una vulgar camioneta marrón aparcada frente a una tienda de discos. La tienda era la típica que suele encontrarse cerca de una universidad: en la acera expositores con discos compactos de segunda mano, y en el escaparate pósters de bandas de las que nadie había oído hablar. Las puertas traseras de la camioneta estaban abiertas. Dentro había cajas amontonadas. Yo sostenía un fajo de papeles. Llevaba abrigo, pues era una fría mañana de abril. También guantes, porque las cajas, que habían sido abiertas apresuradamente, tenían grapas sueltas. Disponía de un arma, como de costumbre. La llevaba encajada en la parte de atrás de la cintura, bajo el abrigo. Era un Colt Anaconda, un enorme revólver de acero con la recámara preparada para balas Magnum 44. Medía unos treinta y cinco centímetros y pesaba casi un kilo y medio. No era mi arma preferida. Resultaba dura, pesada y fría; todo el rato era consciente de ella.

Me detuve en mitad de la acera, levanté la vista de los papeles y oí que la furgoneta se ponía en marcha. No fue a ninguna parte. Se quedó donde estaba, quieta. Los blancos gases del tubo de escape rodeaban las ruedas traseras. Hacía frío. Era temprano y la calle estaba desierta. Retrocedí hasta mi camioneta y eché un vistazo a los edificios de la universidad por el lado de la tienda de discos. Vi un Lincoln Town Car negro esperando frente a uno de ellos. Había dos tipos de pie al lado del vehículo. Me encontraba a bastante distancia, pero me quedó claro que ni uno ni otro tenía pinta de conductor de limusina. Estos no van en parejas y no parecen jóvenes y fuertes ni se mueven tensos y cautelosos. Aquellos tíos daban la impresión de ser guardaespaldas.

El edificio delante del que aguardaba el Lincoln era una especie de pequeño dormitorio. En su gran puerta de madera se apreciaban letras griegas. Se abrió y salió un chico joven y delgado. Parecía un estudiante. Llevaba el cabello largo y desaseado e iba vestido desastradamente, pero su bolsa parecía de piel cara y lustrosa. Uno de los guardaespaldas se quedó en su sitio mientras el otro abría la puerta del coche. El muchacho arrojó la bolsa en el asiento de atrás y luego subió. El hombre cerró la puerta tras él. Oí el golpe, débil y amortiguado por la distancia. Los guardaespaldas echaron una fugaz mirada alrededor y acto seguido subieron a la parte delantera y el coche arrancó. Unos treinta metros por detrás, un vehículo de la seguridad de la universidad avanzó lentamente en la misma dirección, no como si pretendiera hacer de escolta sino como si estuviera allí casualmente. Dentro iban dos guardias contratados, hundidos en sus asientos, y parecían aburridos, sin propósito fijo.

Me quité los guantes y los tiré al asiento trasero de la camioneta. Me situé en medio de la calle para ver mejor. El Lincoln iba por el camino a una velocidad moderada. Era negro, reluciente, impecable. Mucho cromo. Mucha cera. Los guardias de la universidad iban bastante por detrás. Se pararon ante la aparatosa verja y giraron a la izquierda, hacia el Caprice negro. Y hacia mí.

Lo que sucedió después duró ocho segundos, pero pareció un suspiro.

La furgoneta de reparto de color rojo marchito abandonó el bordillo. Aceleró de golpe. Alcanzó al Lincoln y empezó a adelantarlo a la altura del Caprice. Casi rozó al poli. Aceleró un poco más, el conductor dio un volantazo y el borde del enorme parachoques golpeó de lleno contra el guardabarros delantero del Lincoln. El conductor de la furgoneta mantuvo el volante girado y obligó al otro a subirse a la acera. El coche arrancó hierba, redujo bruscamente la velocidad y finalmente colisionó de frente contra un árbol. Se oyó un estampido de metal retorcido y faros hechos añicos, y se formó una gran nube de humo. Las pequeñas hojas del árbol se agitaron y estremecieron en el apacible aire de la mañana.

A continuación, los dos sujetos de la furgoneta se apearon y abrieron fuego. Tenían pistolas ametralladoras negras y disparaban al Lincoln. El estruendo era ensordecedor, y vi arcos de esquirlas de metal lloviendo sobre el asfalto. Entonces los tipos abrieron de golpe las puertas del Lincoln. Uno se inclinó hacia el asiento de atrás y empezó a sacar al chico a rastras. El otro seguía descargando su arma contra el asiento delantero. Luego introdujo la mano en un bolsillo y sacó una especie de granada. La arrojó al interior del Lincoln, cerró las puertas de golpe, agarró a su compañero y al chaval por los hombros y los arrastró hasta ponerlos en cuclillas. Dentro del coche se produjo una explosión fuerte y luminosa. Las seis ventanillas saltaron en pedazos. Me hallaba a unos veinte metros y noté la sacudida en toda su intensidad. Volaron piedras y cristales por todas partes formando arcos iris contra el sol. De pronto, el tío que había lanzado la granada se incorporó rápidamente y se precipitó hacia el lado del acompañante de la furgoneta mientras el otro arrastraba al chico, lo metía dentro y él hacía lo propio.

Las puertas se cerraron de golpe, y el chaval quedó atrapado en el asiento del medio. Vi terror en su rostro. Estaba pálido por la conmoción, y a través del sucio parabrisas advertí que abría la boca en un grito mudo. Oí el motor rugir y los neumáticos chirriar, y de repente la furgoneta se dirigió directamente hacia mí.

Era una Toyota. Distinguí la palabra toyota en la rejilla tras el parachoques. Llevaba la suspensión levantada y alcancé a ver un enorme diferencial en la parte delantera. Era del tamaño de un balón de fútbol. Tracción en las cuatro ruedas. Neumáticos anchos. Abolladuras y zonas despintadas; no la habían lavado desde que salió de fábrica. Se acercaba a toda velocidad.

Tenía menos de un segundo para decidir qué hacer.

Aparté de un manotazo el faldón del abrigo y saqué el Colt. Apunté con cuidado y disparé. El arma destelló, retumbó y me dio un culatazo en la mano. La enorme bala del 44 destrozó el radiador de la Toyota. Luego tiré a un neumático delantero, que estalló en una espectacular explosión de trozos de caucho negro. Bailaban en el aire tiras de goma reventada. La furgoneta torció y se paró quedando el lado del conductor frente a mí. A diez metros. Me agaché tras mi camioneta, cerré las puertas traseras, salí a la acera y volví a disparar al neumático izquierdo. Lo mismo que antes. Goma por todas partes. La furgoneta cayó sobre la llanta, quedando desnivelada. El conductor abrió la puerta, saltó al asfalto y se incorporó sobre una rodilla. Tenía su arma en la mano mala. Se la cambió a la otra mano y esperé hasta estar seguro de que iba a apuntarme. Acto seguido, con la mano izquierda sostuve el antebrazo derecho que soportaba el kilo y medio de Colt y apunté cuidadosamente al centro de gravedad, como me habían enseñado hacía tiempo, y apreté el gatillo. El pecho del tipo pareció estallar en una colosal nube de sangre. Dentro de la cabina, el muchacho estaba paralizado, mirando con horror lo que ocurría. El otro tío ya había salido de la cabina y gateaba rodeando el capó, hacia mí. Su arma se acercaba. Giré a la izquierda, aguanté la respiración y sostuve el brazo como antes. Apunté al pecho y disparé, con el mismo resultado. El tipo cayó de espaldas tras el guardabarros en medio de una nube de vapor rojo.

El chico se movió en la cabina. Corrí hacia él y lo saqué por encima del cuerpo del primer tipo. Lo llevé a toda prisa a mi camioneta. Estaba desfallecido a consecuencia del sobresalto y la confusión. Lo metí en el asiento del acompañante, cerré la puerta y me dirigí al lado del conductor. Con el rabillo del ojo vi que un tercer individuo se acercaba a mí. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Era un tipo alto y grueso. Vestía ropa oscura. Apunté, disparé y vi la gran explosión roja en su pecho exactamente en la misma décima de segundo en que me di cuenta de que era el viejo poli del Caprice que estaba sacando sus credenciales del bolsillo. Era una placa dorada en un gastado soporte de piel, que voló de su mano y fue dando vueltas hasta estrellarse en el bordillo, delante de mi camioneta.

El tiempo se detuvo.

Miré fijamente al poli. Había quedado tendido de espaldas junto al bordillo. Su pecho era un amasijo de color rojo. Todo él. No había bombeo ni hemorragia. Ni rastro de latidos. Se apreciaba un orificio grande y desigual en su camisa. Permanecía completamente inmóvil. Tenía la cabeza vuelta a un lado, con la mejilla apoyada en el duro asfalto. Estaba con los brazos abiertos, y alcancé a ver venas pálidas en sus manos. Fui consciente del gris oscuro de la calzada, del verde intenso de la hierba y del azul luminoso del cielo. Oía el estremecimiento que causaba la brisa en las hojas nuevas por encima de los disparos que aún retumbaban en mis oídos. Vi que el chaval observaba por el parabrisas al poli caído y luego me miraba fijamente. Advertí que el coche de la seguridad de la universidad salía por la puerta. Avanzaba más despacio de lo normal. Se habían disparado docenas de tiros. Quizás estuvieran preocupados por saber dónde empezaba y dónde terminaba su jurisdicción. Tal vez sólo tuvieran miedo. Vislumbré la palidez de sus caras tras el parabrisas. Se volvieron hacia mí. Su vehículo debía de ir a poco más de veinte por hora. Avanzaba lentamente hacia donde yo estaba. Eché un vistazo a la placa dorada del arroyo. El metal estaba desgastado por tantos años de uso. Miré mi camioneta. Me quedé totalmente quieto. Hace tiempo aprendí que es muy fácil matar a un hombre. Pero absolutamente imposible resucitarlo.

Oí al vehículo de la universidad aproximarse despacio. Y los neumáticos aplastar gravilla en el asfalto. Todo lo demás permanecía en silencio. De pronto el tiempo volvió a transcurrir y oí una voz interior que decía: «Huye huye huye.» Y huí. Me metí a toda prisa en el vehículo, arrojé el arma sobre el asiento, puse el motor en marcha y arranqué haciendo un cambio de sentido tan brusco que llegamos a estar sobre dos ruedas. El muchacho rebotó de un lado a otro. Sujeté el volante con fuerza, pisé el acelerador y puse dirección sur. En el retrovisor mi visión era limitada, pero observé que los polis de la universidad encendían la luz del techo y comenzaban a perseguirme. A mi lado, el chico permanecía totalmente callado. La mandíbula colgando. Estaba concentrado en mantener el equilibrio; y yo en correr todo lo posible. Menos mal que no había mucho tráfico. Era una ciudad soñolienta de Nueva Inglaterra a primera hora de la mañana. Puse la camioneta a ciento veinte y aferré el volante, con la mirada fija en la calle, al frente, como si no quisiera saber qué había detrás.

– ¿Están muy lejos? -pregunté al muchacho.

No respondió. Estaba inerte y desolado por el shock en el extremo del asiento, todo lo lejos de mí que podía. Miraba fijamente el techo. Su mano derecha aferraba la puerta. Piel pálida, dedos largos.

– ¿Muy lejos? -volví a preguntar. El motor bramaba con fuerza.

– Has matado a un poli -balbuceó-. Ese viejo era un poli, ya lo sabes.

– Sí, lo sé.

– Le has disparado.

– Fue un accidente -repliqué-. ¿Están muy lejos?

– Te estaba mostrando la placa.

– ¿Están muy lejos? -insistí en tono perentorio.

Se movió en el asiento, se volvió y agachó un poco la cabeza para alinear la visión con la luna trasera.

– A unos treinta metros -dijo, indeciso y asustado-. Muy cerca. Uno de ellos se asoma por la ventanilla con un arma en la mano.

En ese preciso instante oí la lejana detonación de una pistola por encima del rugido del motor y los gemidos de los neumáticos. Cogí el Colt. Volví a dejarlo donde estaba. Me había quedado sin balas. Ya había disparado seis veces. Un radiador, dos neumáticos, dos tipos. Y un poli.

– La guantera -señalé.

– Deberías parar -sugirió-. Explicárselo. Querías ayudarme. Fue un error. -No me miraba. Tenía la vista fija en la luna trasera.

– He matado a un policía -dije con voz totalmente neutra-. Eso es todo lo que saben. Todo lo que quieren saber. Les dará igual cómo o por qué lo hice.

El chico no dijo nada.

– La guantera -repetí.

Se volvió de nuevo y abrió la guantera con torpeza. Allí había otro Colt Anaconda de reluciente acero. Estaba cargado. Lo cogí de manos del muchacho. Bajé el cristal de mi ventanilla. Entró un vendaval de aire frío. Transportaba el sonido de una pistola que nos disparaba por detrás, rápido y sin parar.

– Mierda -solté.

El chaval no abrió la boca. Los tiros llovían con un ruido fuerte y sordo, percutiendo sin cesar. ¿Cómo era posible que fallaran?

– Échate al suelo -dije.

Me deslicé de lado hasta que mi hombro izquierdo quedó encajado entre el marco de la puerta y el asiento y estiré el brazo derecho hasta que la nueva arma estuvo fuera de la ventanilla apuntando hacia atrás. Abrí fuego. El chico me miró horrorizado y a continuación se acurrucó entre el asiento y el salpicadero, cubriéndose la cabeza con los brazos. Un instante después estallaba la luna trasera, a tres metros de su cabeza.

– Mierda -solté otra vez. Maniobré hacia un lado para disponer de mejor ángulo de tiro. Volvieron a dispararnos.

»Necesito que vigiles -dije.

El muchacho no se movió.

– Levántate con precaución -añadí-. Ahora. Tienes que mirar.

Se incorporó lo imprescindible para mirar hacia atrás. Advertí su cara de sorpresa cuando descubrió que la luna trasera estaba hecha añicos y comprendió que su cabeza había estado en la línea de fuego.

– Voy a reducir un poco la velocidad -señalé-. Para que me adelanten.

– No lo hagas -suplicó-. Aún puedes arreglar esto.

No le hice caso. Aminoré hasta unos ochenta y me eché a la derecha. El coche de la universidad instintivamente se fue a la izquierda y llegó a mi altura. Disparé mis tres últimas balas. Su parabrisas se hizo añicos y el coche salió dando tumbos como si el conductor estuviera herido o un neumático hubiera reventado. Se desvió hacia el arcén contrario, aplastó una hilera de arbustos y desapareció de mi campo visual. Dejé el arma vacía en el asiento contiguo, subí la ventanilla y pisé el acelerador. El chico permanecía callado. Se limitaba a mirar fijamente hacia la parte trasera de la camioneta. El aire que entraba por la luna rota producía un ruido extraño, semejante a un gemido.

– Bien -dije. Estaba sin aliento-. Ahora ya podemos irnos.

El chico se volvió y se encaró conmigo.

– ¿Estás loco? -espetó.

– ¿Sabes qué les ocurre a los que matan polis? -dije.

Él no sabía responder a eso. Guardamos silencio durante medio minuto, casi un kilómetro, parpadeando, resollando y mirando al frente como si estuviéramos hipnotizados. El interior de la camioneta apestaba a pólvora.

– Ha sido un accidente -insistí-. No puedo devolverle la vida. Así que olvidémoslo.

– ¿Quién eres? -preguntó.

– No, ¿quién eres tú? -pregunté a mi vez.

Se quedó callado. Respiraba ruidosamente. Miré por el retrovisor. Detrás, la calzada se veía totalmente vacía. Y también por delante. Ya estábamos en campo raso. Quizás a diez minutos de un cruce en trébol de la autopista.

– Soy un objetivo -respondió-. Para ser abducido.

Era una palabra extraña.

– Intentaban secuestrarme -musitó.

– ¿Tú crees?

Asintió.

– Ya ha pasado otras veces -dijo.

– ¿Por qué?

– Dinero -contestó-. ¿Por qué iba a ser?

– ¿Eres rico?

– Mi padre lo es.

– ¿Quién es tu padre?

– Sólo alguien.

– Pero alguien con mucha pasta -solté.

– Se dedica a importar alfombras.

– ¿Alfombras? -repetí-. ¿Felpudos y eso?

– Alfombras orientales.

– ¿Puedes hacerte rico importando alfombras orientales?

– Mucho.

– ¿Tienes nombre?

– Richard -respondió-. Richard Beck.

Volví a mirar por el retrovisor. La carretera seguía vacía. Reduje un poco la velocidad, estabilicé la camioneta en el centro de mi carril y traté de conducir como una persona normal.

– Así pues, ¿quiénes eran esos tipos? -inquirí.

Richard Beck meneó la cabeza.

– Ni idea.

– Sabían adónde ibas. Y cuándo.

– Iba a casa para el cumpleaños de mi madre. Es mañana.

– ¿Quién podía saberlo?

– No estoy seguro. Cualquiera que conozca a mi familia. Cualquiera que forme parte de la colectividad de las alfombras, supongo. Somos muy conocidos.

– ¿La colectividad de las alfombras?

– Todos competimos -explicó-. Las mismas fuentes, el mismo mercado. Nos conocemos.

Me limité a seguir conduciendo, a casi cien por hora.

– ¿Y tú, tienes nombre? -preguntó.

– No.

Asintió como si entendiera. Chico listo.

– ¿Qué vas a hacer? -dijo.

– Voy a dejarte cerca de la autopista. Puedes hacer autoestop o llamar un taxi, y luego te olvidas de mí.

Se quedó callado.

– No puedo llevarte a la policía -expliqué-. No puede ser y ya está. Lo entiendes, ¿verdad? He matado a uno de ellos. Tal vez a tres. Tú has visto cómo lo hacía.

Se hizo el silencio. Había llegado el momento de decidir. La autopista estaba a seis minutos.

– No atenderán a explicaciones -añadí-. Metí la pata, fue un accidente, pero no me escucharán. Nunca lo hacen. Así que no me pidas que vaya a ninguna parte a hablar con nadie. Ni como testigo ni como nada. No estoy aquí, es como si no existiera. ¿Ha quedado claro?

No respondió.

– Y no les des ninguna descripción -añadí-. Diles que no te acuerdas. Que estabas conmocionado. Si no, te buscaré y te mataré.

Silencio.

– Te dejaré en algún sitio. Y tú, como si nunca me hubieras visto.

Se volvió y me miró fijamente.

– Llévame a casa -dijo-. Sin detenerte. Te pagaremos. Te ayudaremos. Si quieres, te ocultaremos. Mi familia te estará agradecida. Quiero decir que yo te estoy agradecido. Créeme. Me has salvado. Lo del poli ha sido un accidente, ¿vale? Sólo un accidente. Has tenido mala suerte. Era una situación muy tensa. Lo entiendo. Lo mantendremos en secreto.

– No necesito tu ayuda. Sólo necesito librarme de ti.

– Pero yo he de ir a casa -insistió-. Nos ayudaríamos mutuamente.

Faltaban cuatro minutos para la autopista.

– ¿Dónde está tu casa? -pregunté.

– En Abbot.

– ¿Abbot qué?

– Abbot, Maine -precisó-. En la costa. Entre el puerto de Kennebunk y Portland.

– Vamos en la dirección equivocada.

– En la autopista puedes girar hacia el norte.

– Habrá trescientos y pico de kilómetros, como mínimo.

– Te pagaremos bien. Haremos que te salga a cuenta.

– Podría dejarte cerca de Boston -sugerí-. Habrá algún autobús que vaya a Portland.

Meneó violentamente la cabeza como si fuese presa de un ataque.

– Ni hablar. No puedo coger el autobús. No puedo quedarme solo. Ahora no. Necesito protección. Esos tipos tal vez aún anden por ahí.

– Esos tipos están muertos -puntualicé-. Igual que el maldito poli.

– Quizá tengan socios.

Otra palabra extraña. El chico parecía pequeño, delgado y asustado. Se le notaba el pulso en el cuello. Se apartó el pelo con ambas manos y se volvió hacia el parabrisas para que yo pudiera ver su oreja izquierda. No era más que un bulto duro de tejido cicatrizal. Parecía un trozo de pasta sin cocer. Un tortellini.

– Me la cortaron y la mandaron por correo -explicó-. Eso ocurrió la primera vez.

– ¿Cuándo?

– Tenía quince años.

– ¿Tu padre no pagó?

– Tardó demasiado.

Guardé silencio. Con Richard Beck allí sentado, enseñándome su cicatriz, conmocionado, asustado y respirando como una máquina.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté.

– Llévame a casa -suplicó-. Ahora no puedo quedarme solo.

Faltaban dos minutos para la autopista.

– Por favor -insistió-. Ayúdame.

– Mierda -solté por tercera vez.

– Por favor. Podemos ayudarnos mutuamente. Has de esconderte.

– No podemos ir en esta camioneta. Supongo que ya tienen su descripción en todo el estado.

Me miró fijamente, recobrada la esperanza. En un minuto llegaríamos a la autopista.

– Tenemos que conseguir otro coche -dije.

– ¿Dónde?

– En cualquier parte. Hay coches por todos lados.

Había un gran centro comercial en las afueras, al suroeste de los pasos elevados. Lo vi a lo lejos. Enormes edificios de color marrón sin ventanas y luminosos anuncios de neón. Extensos aparcamientos más o menos llenos de coches. Entré y di una vuelta entera al lugar. Era grande como una ciudad. Había gente por todas partes. Eso me puso nervioso. Recuperé la compostura y pasé frente a una hilera de contenedores de basura hasta llegar a la parte trasera de unos grandes almacenes.

– ¿Adónde vamos? -inquirió Richard.

– Al aparcamiento de los empleados. Los clientes entran y salen durante todo el día. Son imprevisibles. Pero los que trabajan pasan mucho más tiempo dentro. Es más seguro.

Me miró como si no comprendiera. Me dirigí a una fila de coches aparcados de frente junto a una pared negra. Había un espacio vacío al lado de un Nissan Maxima de un tono apagado y de unos tres años de antigüedad… Serviría. Era un vehículo bastante discreto. Estábamos en un sitio apartado, tranquilo y aislado. Paré más allá y reculé, dejando la trasera de la camioneta bien pegada a la pared.

– Para que no se vea la luna rota -aclaré.

El muchacho no dijo nada. Me metí los Colt en los bolsillos del abrigo y me apeé. Probé las puertas del Maxima.

– Busca un trozo de alambre -dije-. Cable eléctrico grueso o alguna percha.

– ¿Vas a robar este coche?

Asentí.

– ¿Está en buen estado?

– Si hubieras matado accidentalmente a un poli, pensarías que sí.

Al chaval le quedó por un instante una expresión vacía, pero enseguida volvió en sí y empezó a buscar. Yo vacié las Anaconda y arrojé los doce casquillos usados en un contenedor de basura. El muchacho volvió con un metro de cable eléctrico que había cogido de un montón de desperdicios. Quité el material aislante con los dientes, hice un pequeño gancho con un extremo y lo introduje entre la ventanilla del Maxima y la tira de goma que permitía su cierre hermético.

– Vigila -le dije.

Se alejó y echó un vistazo al aparcamiento mientras yo metía el alambre dentro del coche y lo iba moviendo enganchado al tirador de la puerta hasta que ésta se abrió. Me metí bajo la dirección y arranqué la protección de plástico. Revolví entre los cables hasta encontrar los dos que necesitaba y los puse en contacto. El arranque zumbó y el motor empezó a funcionar sin más. El muchacho miraba convenientemente impresionado.

– Juventud desperdiciada -dije.

– ¿Está en buen estado? -preguntó.

Asentí.

– En mejor estado no puede estar. No lo echarán de menos hasta las seis, quizá las ocho, cuando cierren. Estarás en casa mucho antes.

Se detuvo con la mano apoyada en la puerta del acompañante y pareció sufrir una especie de estremecimiento. Luego agachó la cabeza y entró. Tiré el asiento del conductor hacia atrás, ajusté el retrovisor y salí marcha atrás. Por el aparcamiento me lo tomé con calma. A unos cien metros había un coche patrulla moviéndose despacio. Volví a estacionar en el primer sitio que encontré y allí me quedé con el motor encendido hasta que los polis se alejaron. Acto seguido me apresuré hacia la salida y el cruce en trébol y dos minutos más tarde nos dirigíamos al norte por una ancha y lisa autopista a unos respetables noventa por hora. El coche olía a perfume fuerte y había dos cajitas de kleenex. En la ventana de atrás había pegado una especie de oso peludo con ventosas de plástico por patas. En el asiento trasero reposaba un guante de la Little League, y alcancé a oír un bate de aluminio golpeteando en el maletero.

– El taxi de mamá -dije.

El chico no contestó.

– No te apures -añadí-. Seguro que lo tiene asegurado. Probablemente es una ciudadana seria.

– ¿No te sientes mal? -preguntó-. Por el poli.

Le eché una mirada. Estaba pálido, otra vez desolado y lo más lejos posible de mí. Apoyaba la mano derecha en la puerta. Los largos dedos le daban aspecto de pianista. Creo que quería tenerme simpatía, pero yo no necesitaba eso.

– A veces uno la caga -dije-. No hace falta darle más vueltas.

– ¿Qué mierda de respuesta es ésa?

– La única que hay. Fue un daño colateral secundario. No significa nada a menos que vuelva y nos muerda. No podemos cambiar las cosas, así que sigamos adelante.

No dijo nada.

– En todo caso, es culpa de tu padre -agregué.

– ¿Por ser rico y tener un hijo?

– Por contratar guardaespaldas ineptos.

Apartó la vista, con la boca cerrada.

– Porque eran guardaespaldas, ¿no?

Asintió en silencio.

– ¿Te sientes mal por ellos? -pregunté.

– Un poco -contestó-. Supongo. No los conocía bien.

– Eran unos inútiles.

– Todo ha pasado muy deprisa.

– Los malos estaban esperando allí mismo -señalé-. Una furgoneta de reparto vieja y destartalada como ésa dando vueltas por una pequeña y remilgada ciudad universitaria. ¿Qué clase de guardaespaldas no reparan en algo así? ¿Nunca habían oído hablar del cálculo de amenazas?

– ¿Me estás diciendo que te diste cuenta?

Asentí.

– Sí, me di cuenta.

– No está mal para ser conductor de camionetas.

– Estuve en el ejército. Era policía militar. Entiendo de guardaespaldas. Y de daños colaterales.

El chaval cabeceó indeciso.

– ¿Aún no tienes nombre? -preguntó.

– Depende. He de conocer tu opinión. Podría meterme en muchos líos. Hay al menos un poli muerto y acabo de robar un coche.

Se quedó callado. Yo hice lo propio, durante kilómetros y kilómetros. Le di tiempo para pensar. Casi ya habíamos salido de Massachusetts.

– Mi familia valora la lealtad -dijo-. Has prestado un servicio a su hijo. Y también a ellos. Al menos se han ahorrado un dinero. Te demostrarán su gratitud. Estoy convencido de que jamás te denunciarían.

– ¿Tienes que llamarlos?

Negó con la cabeza.

– Me están esperando. Si voy a aparecer, no hace falta que llame.

– Los llamarán los polis. Pensarán que estás en un apuro.

– No tienen el número. Nadie lo tiene.

– La universidad tendrá tu dirección. Averiguarán el número.

Volvió a menear la cabeza.

– La universidad no tiene la dirección. Nadie la tiene. Somos muy cuidadosos con esas cosas.

Me encogí de hombros y conduje en silencio otro par de kilómetros.

– ¿Y tú, qué? -dije-. ¿Te vas a chivar?

Vi que se tocaba la oreja derecha. Lo que le quedaba de ella. Sin duda era un gesto inconsciente.

– Me has salvado el pellejo -respondió-. No voy a denunciarte.

– De acuerdo. Me llamo Reacher.


Tardamos unos minutos en atajar por una esquina de Vermont, luego de lo cual nos dirigimos al norte y al este a través de New Hampshire. Bien instalados para el largo paseo. El nivel de adrenalina fue bajando, el muchacho superó su conmoción y los dos acabamos un poco desinflados y soñolientos. Bajé la ventanilla para que entrara algo de aire. El ruido del motor me mantenía despierto. Hablamos un poco. Me contó que tenía veinte años. Cursaba su penúltimo año de carrera. Se estaba especializando en algo de expresión artística contemporánea que a mí me sonó a pintar con los dedos. No se relacionaba muy bien con los demás. Era hijo único. En su familia había mucha ambivalencia. Desde luego formaban una suerte de clan muy unido, y una parte del chico quería salir del mismo y otra necesitaba permanecer dentro. Naturalmente, estaba traumatizado por el anterior secuestro. Por eso me pregunté si le habían hecho algo más aparte de cortarle la oreja. Acaso algo mucho peor.

Le hablé del ejército. Exageré bastante mis aptitudes como guardaespaldas. Quería que se sintiera en buenas manos, al menos de momento. Conducía rápido y tranquilo. Hacía poco que habían llenado el depósito del Maxima. No necesitábamos pararnos a repostar. Él no quiso comer. Me detuve una vez para ir al servicio. Dejé el motor en marcha para no tener que perder el tiempo con los cables del encendido. Volví al coche y vi al chaval inmóvil en el interior. Regresamos a la carretera, dejamos atrás Concord, New Hampshire, y pusimos rumbo a Portland, Maine. Iba pasando el tiempo. El chico se mostraba más relajado a medida que nos acercábamos a su casa. Pero también más silencioso. La ambivalencia.

Cruzamos la frontera del estado y a unos treinta kilómetros de Portland el chico miró atentamente y me indicó que tomara la primera salida. Nos metimos por una carretera estrecha que iba recta hacia el este, al Atlántico. Pasaba por debajo de la I-95 y después recorría más de veinte kilómetros de promontorios graníticos hasta llegar al mar. En verano debía de ser un paisaje espléndido. Pero el tiempo aún era frío y húmedo. Se apreciaban árboles atrofiados por vientos salitrosos y afloramientos de roca desnuda donde los vendavales y las fuertes mareas se habían llevado toda la tierra. La carretera torcía y giraba como si tratara de abrirse paso hacia el este para llegar lo más lejos posible. Eché un vistazo al mar que había delante, gris como el hierro. Pasé frente a ensenadas a derecha e izquierda. Vi pequeñas playas de arena gruesa. De pronto el camino doblaba a la izquierda e inmediatamente a la derecha y ascendía hasta un montículo que tenía la forma de la palma de una mano. Esta se estrechaba de golpe hasta convertirse en un dedo que se metía directamente en el agua. Era una península rocosa de unos cien metros de ancho y ochocientos de largo. Noté que el viento zarandeaba el vehículo. Seguí hacia la península y observé una hilera de canijos árboles de hoja perenne que intentaban ocultar un alto muro de granito, aunque sin éxito, porque no eran lo bastante anchos ni altos. El muro debía de tener unos dos metros y medio de altura. Estaba coronado con rollos de alambre de espino. De trecho en trecho había luces de seguridad. Se extendía lateralmente a lo largo de los cien metros de anchura del dedo. En el extremo se inclinaba súbitamente y se hundía en el mar, donde sus grandes cimientos se levantaban sobre enormes bloques de piedra. Éstos estaban musgosos por las algas. El muro tenía una verja de hierro, en el mismo centro. Cerrada.

– Ya estamos -dijo Richard Beck-. Aquí es donde vivo.

El camino llegaba hasta la verja y, detrás de ésta, se convertía en un largo y recto sendero de entrada que conducía hasta una casa de piedra gris, ya casi dentro del mar. Al otro lado de la verja había una caseta. Del mismo diseño y la misma clase de piedra que la casa, pero mucho más pequeña. Compartía los cimientos con el muro. Fui aminorando hasta detenerme frente a la verja.

– Haz sonar el claxon -indicó Richard Beck.

En la tapa del airbag del Maxima había la silueta de una pequeña corneta. La apreté con un dedo y el claxon dio un cortés pitido. Advertí que una cámara de vigilancia en el poste se inclinaba para tener una vista panorámica. Era como un pequeño ojo de vidrio mirándome. Tras una larga pausa se abrió la puerta de la caseta y salió un tipo vestido con un traje oscuro. Sin duda el traje procedía de una tienda de tallas grandes, y aquél seguramente era el más grande que había a la venta, pero aun así le quedaba ceñido en los hombros y le venía corto de brazos. El hombre era bastante más voluminoso que yo, por lo que se encuadraba inequívocamente en la categoría de los ejemplares anormales. Un gigante. Se acercó a la verja y nos miró. Me observó largo rato; con el chico acabó bastante antes. A continuación desbloqueó la verja, tiró de ella y la abrió.

– Conduce hasta la casa -dijo Richard-. No te detengas aquí. Este tío no me gusta mucho.

Crucé la verja. No me detuve. Pero fui despacio, mirando alrededor. Lo primero que hago cuando entro en un sitio es averiguar dónde está la salida. El muro se extendía a uno y otro lado hasta el encrespado mar. Era demasiado alto para saltarlo y, debido al alambre de espino, imposible trepar. Tras él había una zona despejada de unos treinta metros de ancho. Como una tierra de nadie. O un campo minado. Las luces de seguridad estaban instaladas de manera que la abarcaban toda. No había otra salida que a través de la verja. El gigante la estaba cerrando. Lo vi por el retrovisor.

Había un buen trecho hasta la casa. Mar gris al frente y los lados. La casa era una mole grande y vieja. Tal vez el hogar de algún capitán de barco de otra época, cuando la caza de ballenas permitió a muchos hacerse ricos. Era toda de piedra, con complicados astrágalos, cornisas y pliegues. Todas las superficies orientadas al norte estaban cubiertas de líquenes grises. Lo demás, salpicado de verde. Tenía tres plantas y una docena de chimeneas. El perfil del tejado resultaba algo confuso. Estaba lleno de aguilones con canalones cortos y gruesas cañerías de hierro para recoger el agua de lluvia. La puerta de entrada era de roble, adornada con tiras y tachones de hierro. El camino rodeaba una pequeña rotonda para dar la vuelta. Lo seguí según el movimiento contrario de las agujas del reloj y me detuve delante de la puerta. Ésta se abrió y salió otro tipo de traje oscuro. Era más o menos de mi talla, es decir, más pequeño que el de la caseta del guarda. Pero no por eso me cayó mejor que el otro. Tenía rostro pétreo y ojos inexpresivos. Abrió la puerta del acompañante del Maxima como si no le sorprendiera, puesto que, por lo que imaginé, su colega de la verja lo habría puesto sobre aviso.

– Espérame aquí -dijo Richard.

Bajó del coche y se alejó hasta desaparecer en el interior de la casa; el tío del traje cerró por fuera la puerta de roble y se plantó delante. No me miraba, pero yo sabía que me hallaba en algún punto de su campo visual. Desconecté los cables bajo la dirección y el motor se apagó. Esperé.

Fue una espera bastante larga, de unos cuarenta minutos. Con el motor parado, en el coche hacía frío. Se balanceaba suavemente en la brisa marina que se arremolinaba en torno a la casa. Miré al frente. Estaba en carado al noreste, y el aire era racheado y claro. A la izquierda veía el litoral doblarse hacia dentro. A unos treinta kilómetros alcanzaba a ver en el cielo una tenue mancha marrón. Seguramente contaminación procedente de Portland. La ciudad estaba oculta detrás de un promontorio.

De repente volvió a abrirse la puerta de roble, el centinela se hizo a un lado y salió una mujer. La madre de Richard Beck. No había duda. Ninguna. La misma figura menuda y la misma palidez. Idénticos dedos largos. Llevaba tejanos y un grueso jersey de pescador. El viento le revolvía el cabello. Debía de tener unos cincuenta años. Parecía cansada y tensa. Se detuvo a unos dos metros del coche, como ofreciéndome la oportunidad de reparar en que sería más correcto bajar y que nos encontráramos a mitad de camino. Así que me apeé. Me notaba rígido y acalambrado. Me acerqué y ella me tendió la mano. Se la estreché. Estaba fría como el hielo y era toda huesos y tendones.

– Mi hijo me ha contado lo sucedido -dijo en voz baja y algo ronca debido, quizás, a que fumaba mucho o a que había estado llorando-. No encuentro palabras para agradecerle su ayuda.

– ¿El chico se encuentra bien? -pregunté.

Torció el gesto, como si no estuviera segura.

– Se ha ido a echar un rato.

Asentí. Le solté la mano, que retiró al costado. Se produjo un silencio breve y embarazoso.

– Me llamo Elizabeth Beck -dijo al cabo.

– Jack Reacher.

– Mi hijo me ha explicado que se halla usted en un apuro.

Era una palabra agradablemente neutra. No respondí.

– Mi esposo estará en casa esta noche -señaló-. Él sabrá qué hacer.

Asentí. Otra pausa incómoda. Aguardé.

– ¿Quiere pasar? -sugirió.

Se volvió y entró en el vestíbulo. La seguí. Crucé la puerta y sonó un pitido. Miré y vi que había un detector de metales pegado al interior de la jamba.

– ¿Tiene inconveniente? -Elizabeth Beck me dirigió un tímido gesto de disculpa y luego se volvió hacia el inquietante tipo del traje, que se acercó y se dispuso a cachearme.

– Dos revólveres -expliqué-. Descargados. En los bolsillos del abrigo.

Los sacó con los movimientos rápidos y expertos de quien ya ha registrado a mucha gente. Los dejó sobre una mesita pegada a la pared, se agachó, me palpó las piernas y acto seguido se levantó y se ocupó de los brazos, la cintura, el pecho, la espalda. Fue muy concienzudo y no tuvo demasiados miramientos.

– Lo siento -dijo Elizabeth Beck.

El tipo del traje retrocedió y otra vez se produjo un silencio molesto.

– ¿Necesita algo? -me preguntó ella.

Se me ocurrían un montón de cosas, pero sólo meneé la cabeza.

– Estoy un poco cansado -dije-. Ha sido un día muy largo. Me iría bien una siesta.

Esbozó una sonrisa, como si tener a su asesino de polis durmiendo en alguna habitación la librara de alguna presión social.

– Por supuesto -dijo-. Duke le acompañará a una habitación.

Me miró unos instantes más. Bajo la tensión y la palidez había una mujer guapa. Tenía huesos delicados y piel tersa. Seguro que treinta años atrás debía de quitarse los tíos a palos. Dio media vuelta y desapareció en las honduras de la casa. Me volví hacia el tipo del traje. Supuse que era Duke.

– ¿Cuándo recuperaré las armas? -pregunté.

Se limitó a señalar la escalera. Eché a andar y me siguió. Después señaló la escalera siguiente y llegamos a la segunda planta. Me condujo hasta una puerta, que empujó y abrió. Entré en una sencilla habitación cuadrada revestida con paneles de roble. Había muebles viejos y macizos. Una cama, un armario, una mesa, una silla. En el suelo, una alfombra oriental. Parecía raída. Tal vez se tratara de un objeto de valor incalculable. Duke me apartó para pasar y enseñarme el cuarto de baño. Se comportaba como un botones de hotel. Volvió a apartarme y se dirigió a la puerta.

– La cena es a las ocho -dijo. Nada más.

Salió y cerró la puerta. No oí nada, pero luego comprobé que había echado la llave por fuera. Dentro no había ojo de cerradura. Me acerqué a la ventana y contemplé la vista. Me hallaba en la parte trasera de la casa y sólo veía el mar. Estaba orientado exactamente al este, y entre Europa y yo no había nada. Quince metros más abajo había rocas y olas que rompían en una explosión de espuma. Al parecer empezaba a subir la marea.

Fui hasta la puerta y pegué la oreja para intentar oír algo. Nada. Escruté minuciosamente el techo, las cornisas y los muebles, centímetro a centímetro. No se apreciaba nada. Ninguna cámara. Los micrófonos me daban igual. No iba a hacer ningún ruido. Me senté en la cama y me quité el zapato derecho. Le di la vuelta y con las uñas saqué un imperdible del tacón. Hice girar la suela como si de una portezuela se tratara, puse el zapato sobre la cama y lo agité. Un pequeño rectángulo de plástico negro cayó y rebotó en el colchón. Era un dispositivo de correo electrónico. Nada del otro mundo. Un simple producto comercial, aunque programado para enviar mensajes a una sola dirección. Tenía aproximadamente el tamaño de un buscapersonas grande y disponía de un estrecho teclado con teclas minúsculas. Lo encendí y escribí un breve mensaje. Luego pulsé «enviar».

El mensaje decía: «Estoy dentro.»

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