Aún podía oír el Cadillac, suavemente al ralentí. Alcanzaba a oír el desigual susurro del V-8 y el leve borboteo en los tubos de escape. Oía las correas de transmisión girando despacio bajo el capó. Y el tictac del silenciador mientras se ajustaba a una nueva temperatura.
– Reglas -soltó Paulie-. Si logras pasarme, recuperas las armas.
No dije nada.
– Y si las recuperas, las puedes usar -aclaró.
Seguí callado. Él sonreía.
– ¿Lo entiendes? -gritó.
Asentí. Le miré a los ojos.
– Muy bien -dijo-. Yo no tocaré las armas a menos que decidas huir. En ese caso, las cogeré y te dispararé por la espalda. Es lo justo, ¿no? Ahora tienes que apechugar y luchar.
No dije nada.
– Como un hombre -añadió.
Continué en silencio. Tenía frío. No llevaba chaqueta ni abrigo.
– Como un oficial y caballero -precisó.
Le miré a los ojos.
– ¿Han quedado claras las reglas? -preguntó.
El viento soplaba en la espalda.
– ¿Han quedado claras las reglas? -repitió.
– Clarísimas -respondí.
– ¿Vas a huir? -preguntó.
No contesté.
– Creo que sí lo harás -dijo-. Porque eres una nena.
No reaccioné.
– Oficial nenaza -espetó-. Puta barata. Cobarde.
Podía insultarme todo lo que quisiera. «Los palos y las piedras pueden romperme los huesos, pero las palabras nunca me lastimarán.» Y dudé que él conociera muchos de los epítetos que yo había oído antes más de un millón de veces. Los policías militares no son precisamente bien hablados. Dejé de escucharle. En lugar de ello me fijé en sus ojos, sus manos y sus pies. Hice un esfuerzo mental. Sabía muchas cosas de él. Ninguna buena. Era grande, rápido, y estaba loco.
– Maldito espía de la ATF -masculló.
«No exactamente», pensé.
– ¡Allá voy! -gritó.
No se movió. Yo tampoco. Me limité a no ceder terreno. Él estaba atiborrado de alcohol y esteroides. Tenía los ojos encendidos.
– Voy por ti -dijo con voz cantarina.
No se movió. Era grande. Grande y fuerte. Muy fuerte. Si me cazaba, yo caería. Y si caía, ya no volvería a levantarme. Lo observé. De pronto se acercó moviéndose deprisa. Hizo un amago a la izquierda y se paró. Yo seguí inmóvil. Sin retroceder. Lo observé. Me devané los sesos. Paulie pesaba mucho más de lo normal, quizás entre cincuenta y setenta kilos más. O sea que era rápido pero hasta un límite.
Respiré hondo.
– Elizabeth dice que no se te levanta -solté.
Me clavó la mirada. Aún alcanzaba a oír el Cadillac. Y las olas, que rompían mucho más allá de la casa.
– Eres un tío grande -añadí-. Pero no lo tienes todo grande.
No hubo reacción.
– Seguro que el dedo meñique de mi mano izquierda es mayor -precisé. Lo levanté, medio doblado en la palma-. Y más duro.
Se le ensombreció la cara. Pareció hincharse. Estalló de ira. Se lanzó hacia delante blandiendo el brazo derecho a modo de guadaña trazando un enorme círculo. Yo me hice a un lado para esquivarlo. Me agaché bajo su brazo y salté y me di la vuelta. Él se paró en seco y volvió a por mí al punto. Habíamos intercambiado la posición. Ahora yo estaba más cerca de las armas que él. Le entró el pánico y se lanzó hacia mí. El mismo movimiento. Intentó golpearme con el brazo derecho. Yo me aparté a un lado, me agaché y volvimos a quedar como al principio. Pero ahora él respiraba con más dificultad que yo.
– Eres una blusa grandota de chica -solté.
Era un insulto que yo había oído en algún sitio. Quizás en Inglaterra. No tenía ni idea de qué significaba. Pero con ciertos tipos surtía efecto. Con Paulie funcionó muy bien. Me atacó de nuevo, sin vacilar. Exactamente igual que antes. Esta vez, al girar bajo su brazo hundí el codo en su costado. No sirvió de nada. Arremetió nuevamente. Lo volví a evitar y noté la brisa originada por su puño gigante al pasar a un par de centímetros de mi cabeza.
Se detuvo, jadeando. Yo me estaba animando. Empecé a pensar que tenía alguna posibilidad. Paulie peleaba muy mal. A muchos tíos grandotes les ocurre. Su mero tamaño intimida tanto que los combates no llegan ni a empezar, o bien les permite vencer tras el primer puñetazo. En cualquier caso, no tienen demasiada práctica. Ni adquieren mucha astucia. Además están deformados. Los aparatos de musculación y las ruedas de andar no son buenos sustitutos de la actitud alerta e intensa, la máxima rapidez, el cuello tenso y la adrenalina disparada que hacen falta para pelear en la calle. Supuse que Paulie era un ejemplo clarísimo de eso. Habría levantado pesas hasta reventar el cuerpo por las costuras.
Le lancé un beso.
Se abalanzó sobre mí. Llegó como un martinete. Me aparté a la izquierda y le clavé el codo en la cara, y él me dio con su mano izquierda y me arrojó a un lado como si yo fuera ingrávido. Caí sobre una rodilla y me incorporé justo a tiempo de arquearme y evitar su siguiente arremetida enloquecida. Su puño no se hundió en mi estómago por medio centímetro y debido al frenético impulso pasó de largo bajando algo su centro de gravedad, con lo que el costado de su cabeza quedó en la posición idónea para que le atizara un gancho de izquierda. Le di con toda el alma. Estrellé el puño en su oído y él se tambaleó hacia atrás. Le aticé un formidable derechazo en la mandíbula. Después retrocedí bailando, me tomé un respiro y traté de ver cuánto daño había hecho.
Ningún daño.
Le había golpeado cuatro veces y parecía que no le había tocado siquiera. Los dos codazos habían sido fuertes, y los dos puñetazos los más duros que había propinado en mi vida. Del segundo codazo quedaba como secuela un poco de sangre en el labio superior, pero en todo lo demás el tío estaba intacto. En teoría debía estar inconsciente. En coma. Haría unos treinta años desde la última vez que yo había tenido que golpear a alguien más de cuatro veces. Sin embargo, Paulie no revelaba el menor dolor. Ni preocupación alguna. No se hallaba inconsciente. Tampoco en coma. Bailaba alrededor y sonreía. Relajado. Moviéndose sin dificultad. Enorme. Invulnerable. «No hay manera de lastimarle.» Lo miré y me quedó clarísimo que mis posibilidades eran nulas. Y él me miró y supo exactamente qué estaba yo pensando. Esbozó una sonrisa. Guardó el equilibrio sobre ambos pies, hundió la cabeza entre los hombros y alargó las manos al frente a modo de garras. Dio patadas en el suelo, pie izquierdo, pie derecho, izquierdo, derecho. Parecía estar piafando. Parecía que iba a saltar sobre mí y hacerme papilla. Su sonrisa se deformó hasta convertirse en una enorme y espantosa mueca de placer.
Embistió directamente, y yo lo esquivé apartándome a la izquierda. Sin embargo, él había previsto esa maniobra y me asestó un gancho de derecha en todo el pecho. Sentí exactamente como si me hubiera golpeado un levantador de pesos de ciento ochenta kilos a diez kilómetros por hora. Mi esternón pareció partirse, y creí que el corazón dejaría de latir debido a la sacudida. Perdí el equilibrio y caí de espaldas. Había llegado el momento de decidir entre vivir o morir. Elegí vivir. Rodé dos veces sobre mí y, con ayuda de las manos, me levanté de golpe. Salté hacia atrás y a un lado y evité un directo de derecha que si me alcanza no lo cuento.
Después de eso, todo consistió en conservar la vida y ver qué ocurría al minuto siguiente. Me dolía mucho el pecho y mi movilidad estaba por debajo de su nivel óptimo, aunque durante un minuto me zafé de todos sus golpes. Paulie era rápido pero no habilidoso. Le di un codazo en la cara. El impacto le rompió la nariz. Debería haberle hecho un agujero hasta la parte posterior de la cabeza, pero al menos empezó a sangrar. Abrió la boca para respirar. Yo seguí esquivando, bailando y esperando. Me dio un tremendo puñetazo en el hombro izquierdo que casi me lo dejó paralizado. Luego falló por poco su derechazo y durante una décima de segundo su posición resultó vulnerable. Tenía la boca abierta porque la nariz le sangraba. Lo aproveché y solté un puñetazo-cigarrillo. Es un truco de pelea de bar que aprendí hace tiempo. Le ofreces a un tío un cigarrillo y él lo coge, se lo lleva a los labios y abre la boca dos o tres centímetros, después de lo cual calculas bien el tiempo y le lanzas un buen uppercut al mentón. Eso le cierra la boca de golpe, le rompe la mandíbula y le destroza los dientes, y a lo mejor se arranca la lengua de un mordisco. Gracias y buenas noches. No hizo falta ofrecer a Paulie ningún cigarrillo porque ya tenía la boca abierta. De modo que sólo le aticé el uppercut. Le di con todo. Fue un golpe perfecto. Yo aún estaba pensando y bien plantado en el suelo, y aunque era pequeño en comparación con él, en realidad soy un tipo grande con mucha preparación y experiencia. El puñetazo le dio justo donde la mandíbula se le estrechaba bajo la barbilla. Duro choque de hueso contra hueso. Me erguí sobre los dedos de los pies para acompañar el golpe. En condiciones normales debería haberle roto tanto el cuello como la mandíbula. La cabeza tendría que haberse desprendido y rodado por el suelo. Pero no sirvió de nada. De nada en absoluto. Tan sólo lo movió hacia atrás un par de centímetros. Él meneó la cabeza una vez y me lanzó un golpe a la cara. Lo vi venir y procedí convenientemente. Aparté al instante la cabeza hacia atrás y abrí la boca de par en par para no perder dientes de ambas mandíbulas. Al recular, mi cabeza adquirió cierto impulso, pero aun así el impacto fue tremendo. Fue como ser atropellado por un tren. Como una colisión yendo en coche. Se me apagaron las luces, me desplomé y perdí la noción de dónde estaba, con lo que el asfalto supuso una especie de segundo puñetazo en la espalda. Solté súbitamente aire de los pulmones y vi que de la boca me brotaba un surtidor de sangre pulverizada. Golpeé el firme con la parte posterior de la cabeza. El cielo se nubló.
Traté de moverme, pero yo era como un coche que no se pone en marcha al primer giro de la llave de contacto. Clic… Nada. Perdí medio segundo. Tenía el brazo izquierdo molido, así que usé el derecho. Me levanté a medias. Doblé los pies debajo del cuerpo y me impulsé hacia arriba. Me sentía mareado. Estaba hecho un caos total. En cambio Paulie seguía tranquilamente de pie y observándome. Y sonriendo.
Caí en la cuenta de que iba a tomarse su tiempo conmigo. De que procuraría pasárselo bien de verdad.
Busqué las armas. Aún estaban detrás de él. Fuera de mi alcance. Le había asestado seis golpes y se reía de mí. Él me había golpeado a mí tres veces y yo estaba hecho una pena. Llevaba una buena tunda encima. Iba a morir. Lo comprendí con repentina claridad. Iba a morir en Abbot, Maine, un triste sábado por la mañana de finales de abril. Una parte de mí decía: «Bueno, todos hemos de morir, ¿qué importa dónde o cuándo?» Pero la otra rebosaba de la furia y la arrogancia que tantas veces me habían ayudado en la vida: «¿Vas a dejar que este tipo acabe contigo?» Seguí atentamente la silenciosa discusión e hice mi elección, escupí sangre, respiré hondo y me dispuse a luchar de nuevo. Me dolía la boca. Y la cabeza. Y el hombro. También el pecho. Tenía náuseas y estaba mareado. Escupí otra vez. Recorrí mis dientes con la lengua y me sentí como si estuviera sonriendo. «Pues miremos el lado positivo», pensé. No sufría lesiones graves. Todavía. No había recibido ningún disparo. Entonces sonreí de verdad, escupí por tercera vez y me dije: «Vale, a morir luchando.»
Paulie conservaba su sonrisa. Tenía sangre en la cara, pero aparte de eso su aspecto era totalmente normal. Todavía llevaba la corbata en su sitio. Todavía llevaba puesta la chaqueta del traje. Aún parecía llevar pelotas de baloncesto metidas en los hombros. Vio que yo me aprestaba a continuar el combate y su sonrisa se ensanchó y volvió a agacharse y a hacer aquello de estirar las manos como si fueran garras, y se puso a piafar nuevamente. Supuse que podría esquivarlo una vez, quizá dos, o tres si me acompañaba la suerte, y luego todo habría terminado. Muerto, en Maine. Un sábado de abril. Me representé mentalmente a Dominique Kohl y dije: «Lo he intentado, Dom, lo he intentado de veras.» Miré al frente. Advertí que Paulie tomaba aire. Después vi que se movía. Se volvió. Caminó tres metros. Se dio otra vez la vuelta. A continuación arremetió veloz contra mí. Lo evité. Su chaqueta me abofeteó al pasar. Por el rabillo del ojo divisé a Richard y Elizabeth, a lo lejos, mirando, la boca abierta, como si estuvieran diciendo: «Los que van a morir te saludan.» Paulie cambió rápidamente de dirección y se me acercó a una velocidad endiablada.
Pero entonces le dio por hacer fiorituras y vi que después de todo podía vencerle.
Intentó patearme con un movimiento de artes marciales, que es lo más estúpido que se puede hacer en una pelea callejera cara a cara. En cuanto uno despega un pie del suelo ya no mantiene el equilibrio y se vuelve vulnerable. Es como pedir a gritos que te derroten. Se me acercó a la carrera con el cuerpo ladeado como alguno de esos idiotas de la tele que practican kung-fu. Atacó con el pie en el aire, el talón por delante, el enorme zapato paralelo al suelo. Si me hubiera dado, me habría matado, a no dudarlo. Pero no me dio. Retrocedí y le agarré el pie con las dos manos y simplemente empujé hacia arriba. «¿Sabías que en el gimnasio puedo levantar ciento ochenta kilos? Bueno, vas a comprobarlo, gilipollas», pensé. Concentré todas mis fuerzas en ello y tiré del pie para mantenerlo bien alto en el aire, y luego dejé que Paulie cayera de cabeza. Quedó despatarrado en un montón estupefacto con la cara vuelta hacia mí. La primera regla de las peleas callejeras es que cuando se tiene al otro en el suelo, hay que acabar con él, sin dudas ni dilaciones, sin inhibición alguna, nada de comportamientos caballerosos. Hay que acabar con él. Paulie había pasado por alto esa norma. Yo no. Le pateé el rostro con toda la fuerza de que fui capaz. La sangre le salió a chorros. Él se alejó rodando y yo le pisé la mano derecha con el tacón e hice añicos todos los carpos, metacarpos y falanges que allí había. Repetí la acción, cien kilos de peso pisoteando huesos rotos. Seguí con los zapatazos y le destrocé la muñeca. Y después el antebrazo.
Paulie era un ser sobrenatural. Se apartó y logró incorporarse con ayuda de la mano izquierda. Luego se puso en pie y retrocedió. Yo me acerqué bailando y él me lanzó un imponente gancho de izquierda que desvié a un lado para acto seguido asestarle un golpe corto de izquierda en la rota nariz. Se tambaleó hacia atrás y le pegué un rodillazo en la ingle. La cabeza se vino bruscamente hacia delante y con la derecha le propiné otro puñetazo-cigarrillo. Ahora la sacudida fue hacia atrás y entonces le coloqué el codo izquierdo en la garganta. Le pisé el empeine, una, dos veces, y a continuación le hundí los pulgares en los ojos. Se alejó dándose la vuelta y desde detrás le di un puntapié en la rodilla derecha que le hizo volver a caerse. Con el pie izquierdo le sujeté la muñeca izquierda. Paulie tenía el brazo derecho totalmente inservible, le colgaba desmadejado. Estaba inmovilizado a menos que pudiera levantar verticalmente cien kilos sólo con el brazo izquierdo. Y no podía. Supuse que los esteroides no daban para más. Así que le pisoteé la mano izquierda hasta que alcancé a ver los huesos hechos añicos asomando por la piel. Acto seguido me di la vuelta, salté y aterricé de lleno en su plexo solar. Me aparté un poco y le aticé duros puntapiés en la parte superior de la cabeza, una, dos, tres veces. Y aún una cuarta vez, con tanta fuerza que se me rompió el zapato y el artilugio del correo electrónico saltó y resbaló por el asfalto hasta acabar en el mismo sitio donde había caído el busca de Elizabeth tras arrojarlo yo desde el Cadillac. Paulie lo siguió con los ojos y lo miró fijamente. Le di otra patada en la cabeza.
Se incorporó. Se irguió haciendo fuerza con sus impresionantes abdominales. Los brazos le colgaban inútiles a los lados. Le así la muñeca izquierda y le doblé el antebrazo hasta que el codo se dislocó y finalmente se quebró. Lanzó su rota muñeca derecha hacia mí y me abofeteó con la mano ensangrentada. La agarré con la izquierda y estrujé los destrozados nudillos. Lo estuve mirando fijamente a los ojos mientras le trituraba los despedazados huesos. Paulie no emitió sonido alguno. Mantuve sujeta su viscosa mano, le volví el codo del revés y me dejé caer sobre él con ambas rodillas. Oí que se quebraba. Luego me sequé la palma de las manos en su cabello y me alejé. Me dirigí a la verja y cogí los Colt.
Él se levantó con movimientos torpes. No podía utilizar los brazos. Deslizó los pies hacia su trasero e impulsó su peso hacia delante y se mantuvo derecho. La aplastada nariz le sangraba a borbotones. Tenía los ojos enrojecidos y furiosos.
– Camina -ordené. Me faltaba el aliento-. Hacia las rocas.
Permaneció quieto como un buey aturdido. Yo tenía sangre en la boca. Había perdido algún diente. No estaba satisfecho. En absoluto. No le había derrotado. Se había derrotado a sí mismo con la tontería del kung-fu. Si me hubiera atacado golpeando con los brazos, yo no habría aguantado ni un minuto, y ambos lo sabíamos.
– Andando -dije-, o te pego un tiro.
Alzó la barbilla, como si no entendiera.
– Te vas a meter en el agua -dije.
Se quedó donde estaba. Yo no quería dispararle. No quería tener luego que arrastrar cien metros hasta el mar aquel cuerpo de ciento ochenta kilos. Paulie no se movía y yo empecé a darle vueltas al asunto. Tal vez podría atarle los tobillos. ¿Tenían los Cadillac ganchos para remolcar? No estaba seguro.
– Camina -repetí.
Vi que Richard y Elizabeth se acercaban dando un rodeo. Querían llegar por detrás de mí, para no acercarse demasiado a Paulie, que para ellos era como un ser mitológico capaz de cualquier cosa. Me imaginé cómo se sentían. Paulie tenía los brazos rotos, pero yo lo miraba como si mi vida estuviera en sus manos. Y así era, en efecto. Si se abalanzaba sobre mí y me derribaba, podía aplastarme y matarme con las rodillas. Comencé a dudar de si los Colt le harían algo. Imaginé que me embestía y que yo descargaba las doce balas sin que eso lo frenara siquiera.
– Andando -dije.
Lo hizo. Se volvió y enfiló el camino de entrada. Lo seguí a diez pasos. Richard y Elizabeth se apartaron hacia la hierba. Pasamos por su lado y ellos se colocaron detrás de mí. Al principio pensé en decirles que no me siguieran. Pero después entendí que, cada uno a su modo, tenían derecho a mirar.
Paulie bordeó la rotonda. Parecía saber dónde quería yo que fuera, y daba la impresión de que no le importaba. Pasó junto a los garajes y se dirigió a la parte de atrás de la casa y hacia las rocas. Me mantuve a diez pasos de distancia. Como se me había desprendido el tacón derecho, cojeaba un poco. El viento me daba en la cara. Nos rodeaba el fragor de las olas, encrespadas y furiosas. Paulie llegó hasta el extremo de la hendidura de Harley. Se detuvo y se quedó quieto. Luego se volvió hacia mí.
– No sé nadar -dijo. Articulaba mal. Le había roto algunos dientes y golpeado fuerte en la garganta. El viento bramaba a su alrededor. Le levantaba el cabello, y eso le hacía crecer un par de centímetros. El agua pulverizada le azotaba y superaba por ambos lados dándome a mí de lleno.
– No hará falta nadar -repliqué.
Le disparé doce veces en el pecho. Las doce balas lo atravesaron. Grandes trozos de carne las siguieron al mar. Un tío, dos armas, doce fuertes detonaciones. Once dólares y cuarenta centavos de munición. Paulie cayó hacia atrás, al agua. Salpicó como el mismo demonio. El mar estaba agitado, pero la marea no era la mejor. No tiraba de él. Paulie simplemente se quedó flotando en el agua revuelta. El mar se tornó rosado a su alrededor. Flotaba estático. Luego empezó a ser arrastrado por la corriente, muy despacio, dando violentas sacudidas arriba y abajo en el oleaje. Flotó durante un minuto. Dos minutos. Fue arrastrado tres metros. Luego fueron seis. Dio una voltereta con una sonora succión y quedó boca abajo en la corriente, como una girándula, a ras del agua. La chaqueta, hinchada de aire, rezumaba a través de doce agujeros de bala. El mar lo balanceaba arriba y abajo como si no pesara nada. Dejé las descargadas armas sobre las rocas, me puse en cuclillas y vomité en el mar. Permanecí agachado, respirando ruidosamente, mirando a Paulie flotar. Mirándole girar. Mirando cómo lo arrastraba la corriente. Richard y Elizabeth se quedaron a unos cuatro metros de mí. Ahuequé la mano y me enjuagué la cara con fría agua salada. Cerré los ojos. Los mantuve cerrados un buen rato. Cuando volví a abrirlos miré el encrespado mar y vi que ya no estaba. Se había hundido por fin.
Seguí agachado. Suspiré. Miré el reloj. Sólo eran las once. Contemplé un rato el mar. Subía y bajaba. Las olas rompían y la rociada me envolvía. Vi otra vez la golondrina ártica. Regresaba en busca de un lugar para construir su nido. Se me había quedado la mente en blanco. Empecé a pensar. Empecé a recordar cosas. A evaluar la nueva situación. Reflexioné unos buenos cinco minutos y al final acabé sintiéndome bastante optimista. Con Paulie ya fuera de combate, supuse que nos habíamos acercado al desenlace definitivo mucho más fácil y rápidamente de lo previsto.
También me equivocaba en eso.
La primera dificultad fue que Elizabeth Beck no se iba a marchar. Le dije que ella, Richard y el Cadillac salieran pitando. Pero dijo que no. Se quedó allí de pie, en las rocas, con el cabello ondeando y la ropa agitada por el viento.
– Ésta es mi casa -dijo.
– Pronto será zona de guerra -señalé.
– Me quedo.
– No puedo dejar que se quede.
– No me voy -insistió-. Sin mi esposo, no.
No sabía qué decirle. Me quedé simplemente allí, enfriándome. Richard se me acercó por detrás, me rodeó para mirar el mar y luego volvió a mi lado.
– Ha sido portentoso -dijo-. Le has derrotado.
– No; se ha derrotado a sí mismo.
Volaban ruidosas gaviotas. Forcejeaban con el viento, dando vueltas en torno a un punto del mar a unos cuarenta metros. Se zambullían y picoteaban en las crestas de las olas. Se comían trozos flotantes de Paulie. Richard las observaba con semblante inexpresivo.
– Habla con tu madre -le dije-. Tienes que convencerla de que se vaya.
– No me iré -repitió Elizabeth.
– Yo tampoco -dijo Richard-. Aquí es donde vivimos. Somos una familia.
Habían sufrido una especie de shock. Era imposible discutir con ellos. Así que intenté mantenerlos activos. Regresamos al camino de entrada, despacio y en silencio. El viento parecía querer arrancarnos la ropa. Yo cojeaba por lo del zapato. Me paré donde empezaban las manchas de sangre y recuperé el dispositivo del e-mail. Se había roto. La pantalla de plástico estaba agrietada y no se encendía. Me lo guardé en el bolsillo. Luego encontré el caucho del tacón, me senté en el suelo con las piernas cruzadas y lo coloqué en su sitio. Ahora andaba mejor. Llegamos a la verja, quitamos el candado, abrimos, recogí la chaqueta y el abrigo y me los puse. Me abotoné el abrigo y me subí el cuello. A continuación conduje el Cadillac a través de la verja y lo aparqué delante de la puerta de la caseta. Richard puso otra vez el candado. Entré y abrí la recámara de la enorme ametralladora rusa y liberé la cartuchera de balas. Luego solté el arma de su cadena. La llevé fuera y la instalé de lado a lo largo del asiento trasero. Volví a entrar, enrollé la cartuchera en su caja, quité la cadena del gancho del techo y lo desenrosqué de la viga. Llevé fuera la caja, la cadena y el gancho y lo metí todo en el maletero.
– ¿Puedo ayudar en algo? -preguntó Elizabeth.
– Hay otras veinte cajas de munición -dije-. Las quiero todas.
– No voy a entrar ahí -dijo-. Nunca más.
– En ese caso, me parece que no puede ayudar en nada.
Llevé dos cajas cada vez, por lo que precisé diez viajes. Aún tenía frío y me dolía todo. En la boca todavía notaba sabor a sangre. Amontoné las cajas en el maletero y por el suelo de atrás y en el espacio para las piernas del acompañante. Después me senté al volante e incliné el retrovisor. Tenía los labios partidos y las encías manchadas de sangre. Los dientes incisivos superiores estaban sueltos. Eso me disgustó. Siempre habían estado desalineados y durante años un poco rotos, pero me habían salido tras cumplir los ocho, estaba acostumbrado a ellos y eran los únicos que tenía.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Elizabeth.
Notaba algo en la parte de atrás de la cabeza. Donde me había dado contra el suelo había una zona dolorida. En el costado del hombro derecho se apreciaba un cardenal de consideración. Me dolía el pecho y respiraba con cierta dificultad. Pero en términos generales estaba bien. En mejor forma que Paulie, que es lo que importaba. Con ayuda de los pulgares, metí los dientes en las encías y los mantuve allí.
– Como nunca -respondí.
– Tiene el labio hinchado.
– Sobreviviré.
– Eso espero.
Salí del coche.
– Hemos de hablar sobre lo de irse de aquí -dije.
Ella no replicó. Empezó a sonar el teléfono de la caseta. Era un tono anticuado, bajo, lento y relajante. Se oía débil, amortiguado por el ruido del viento y el mar. Sonó una, dos veces. Rodeé el capó del Cadillac, entré y lo cogí. Pronuncié el nombre de Paulie, aguardé un instante y oí la voz de Quinn por primera vez en diez años.
– ¿Ha aparecido ya? -preguntó.
Esperé un poco.
– Hace diez minutos -contesté. Tapaba a medias el micrófono con la otra mano y ponía voz aguda y suave.
– ¿Está muerto ya? -inquirió Quinn.
– Hace cinco minutos.
– Muy bien, sigue atento. Va a ser un día largo.
«Has acertado», pensé. Después oí clic al otro lado. Colgué y salí fuera.
– ¿Quién era? -preguntó Elizabeth.
– Quinn -repuse.
La primera vez que oí la voz de Quinn había sido diez años antes en una cinta de casete. Kohl le había pinchado el teléfono. No tenía autorización para ello, pero entonces las leyes militares eran más permisivas que las civiles. La casete era de plástico transparente y mostraba los pequeños carretes de la cinta en su interior. Kohl llevaba consigo un magnetófono del tamaño de una caja de zapatos, metió la cinta y pulsó un botón. La voz de Quinn llenó mi despacho. Hablaba con un banco de un paraíso fiscal, sobre asuntos financieros. Parecía tranquilo. Hablaba claro y despacio, con el acento neutro que uno adquiere tras pasarse la vida en el ejército. Leyó en voz alta unos números de cuentas y dio contraseñas e instrucciones sobre una suma de medio millón de dólares. Quería que la mayor parte de la misma se transfiriera a las Bahamas.
– Manda el efectivo por correo -explicó Kohl-. Primero a Gran Caimán.
– ¿Es un sistema seguro? -pregunté.
Ella asintió.
– Más que seguro. El único riesgo sería que los empleados de correos se lo robaran. Pero la dirección de destino es un apartado postal y él lo envía con la tarifa de libros, y nadie roba libros del correo. Así que se sale con la suya.
– Medio millón es un montón de pasta.
– Es un arma valiosa.
– ¿Tanto?
– ¿No lo cree así?
Me encogí de hombros.
– Me parece mucho dinero por un dardo.
Ella señaló el magnetófono, la voz de Quinn impregnando el ambiente.
– Bueno, es lo que ellos pagan, está claro. Si no, ¿cómo iba a ganar medio millón de dólares? No han salido de su sueldo, eso seguro.
– ¿Cuándo piensa actuar?
– Mañana -contestó-. Es preciso. Tiene el último original. Gorowski dice que es la clave de todo.
– ¿Cuál es el plan?
– Frasconi está negociando con el sirio. Ya a marcar el dinero con un auditor militar como testigo. Después observaremos todos el canje. Abriremos delante del auditor el maletín que Quinn le dé al sirio. Comprobaremos el contenido, es decir, el proyecto original clave. Luego iremos a coger a Quinn. Lo detendremos y le confiscaremos el maletín que el sirio le habrá entregado a él. El auditor militar podrá ver cómo lo abrimos. Dentro encontraremos el dinero marcado, de modo que estaremos ante una transacción documentada oficialmente y con testigos, por lo que Quinn irá a la cárcel y allí se quedará.
– Perfecto -dije-. Buen trabajo.
– Gracias -dijo ella.
– ¿Frasconi podrá hacerlo?
– Tiene que hacerlo. Yo no puedo negociar con el sirio. Esos tíos se conducen de forma extraña con las mujeres. No pueden tocarnos, no pueden mirarnos, a veces ni siquiera pueden hablar con nosotras. Así que ha de hacerlo Frasconi.
– ¿Quiere que le eche una mano a su compañero?
– Tiene su papel fuera de escena. No es mucho lo que puede fastidiar.
– Creo que igualmente le echaré una mano.
– Gracias -repitió ella.
– Y él la acompañará a efectuar la detención.
Kohl no dijo nada.
– No puedo permitir que vaya sola -expliqué-. Ya lo sabe.
Asintió.
– Aunque le diré que es usted quien dirige la investigación -añadí-. Me aseguraré de que sobre eso no haya ninguna duda.
– Muy bien -dijo.
Pulsó el «stop» del magnetófono y la voz de Quinn se desvaneció a medio pronunciar una palabra. La palabra era dólares, siguiendo a doscientos mil, pero sólo llegó a oírse «dól…». Parecía satisfecho y despierto, como alguien que se halla en el momento culminante de la partida, plenamente consciente de que no para de jugar y ganar. Kohl sacó la cinta y se la metió en el bolsillo. Después me guiñó el ojo y salió del despacho.
– ¿Quién es Quinn? -me preguntó Elizabeth diez años más tarde.
– Frank Xavier -dije-. Antes se llamaba Quinn. Su nombre completo es Francis Xavier Quinn.
– ¿Usted lo conoce?
Asentí con la cabeza.
– ¿Por qué iba a estar aquí si no?
– ¿Quién es usted?
– Alguien que conoció a Frank Xavier cuando se llamaba Francis Xavier Quinn.
– Usted es agente del gobierno.
Negué con la cabeza.
– Esto es exclusivamente personal.
– ¿Qué le pasará a mi esposo?
– Ni idea -respondí-. Y en cualquier caso no me importa demasiado.
Volví a entrar en la caseta de Paulie y cerré la puerta. Salí por la puerta de atrás y la cerré a mi espalda. Después eché un vistazo a la verja. Estaba bien asegurada. Podía impedir el paso a cualquier intruso durante un minuto, tal vez un minuto y medio, lo que acaso bastaría. Guardé la llave del candado en el bolsillo de los pantalones.
– Ahora regresen a la casa -dije-. Tendrán que andar, lo siento.
Conduje el Cadillac por el camino de entrada, con las cajas de municiones apiladas detrás y al lado. Vi a Elizabeth y Richard apresurarse. No querían marcharse, pero tampoco tenían muchas ganas de quedarse solos, desde luego. Paré el coche frente a la puerta principal y retrocedí un poco para facilitar la descarga. Abrí el maletero, cogí el gancho y la cadena y subí a toda prisa a la habitación de Duke. Desde su ventana se veía todo el camino de entrada. Sería una buena posición. Saqué la Beretta del bolsillo del abrigo, quité el seguro y disparé al techo. Vi que Elizabeth y Richard, a unos cincuenta metros, se detenían en seco y luego echaban a correr hacia la casa. Quizá pensaron que había disparado a la cocinera. O a mí mismo. Me subí a una silla y escarbé en el yeso y agrandé el agujero hasta encontrar la viga. Después apunté con cuidado, disparé nuevamente e hice en la madera un pulcro agujero de nueve milímetros. Fijé el gancho, pasé por él la cadena y lo probé con mi peso. Aguantaba.
Bajé otra vez y abrí las portezuelas traseras del Cadillac. A Elizabeth y Richard les dije que llevaran dentro las cajas de municiones. Yo cogí la enorme ametralladora. El detector de metales de la puerta principal chilló ruidosa e insistentemente. La subí, la colgué de la cadena y le introduje el extremo de la primera cartuchera. Giré la boca del cañón hacia el muro y abrí la ventana de guillotina. Hice oscilar la boca hacia atrás y apunté de lado a lado y luego de arriba abajo. Abarcaba toda la extensión del lejano muro y todo el trecho del camino de entrada hasta la rotonda. Richard estaba de pie observándome.
– Sigue amontonando las cajas -dije.
A continuación me acerqué a la mesilla y cogí el teléfono. Llamé a Duffy al motel.
– ¿Aún quieres ayudar? -pregunté.
– Sí -contestó.
– Pues necesito que vengáis los tres a la casa. Lo antes posible.
Después de eso ya no había nada que hacer hasta que llegaran. Esperé junto a la ventana, me apreté los dientes en las encías con el pulgar y miré la carretera. Observé a Richard y Elizabeth acarrear las pesadas cajas. Contemplé el cielo. Era mediodía pero estaba oscureciendo. El tiempo empeoraba por momentos. El viento soplaba más fuerte. La costa del Atlántico Norte a finales de abril. Imprevisible. Entró Elizabeth Beck y descargó otra caja. Respiraba con dificultad.
– ¿Qué va a pasar? -preguntó.
– Imposible saberlo -repuse.
– ¿Para qué es esa arma?
– Precaución.
– ¿Contra qué?
– La gente de Quinn. Estamos de espaldas al mar. Quizá tengamos que detenerlos en el camino de entrada.
– ¿Va a dispararles?
– Si es preciso.
– ¿Y qué pasa con mi esposo? -inquirió.
– ¿Le importa mucho?
– Sí.
– También le dispararé.
Ella no dijo nada.
– Es un criminal -señalé-. Corre un riesgo.
– Las leyes que lo declaran criminal son inconstitucionales.
– ¿De veras?
Asintió de nuevo.
– La Segunda Enmienda lo deja muy claro.
– Pues acuda al Tribunal Supremo -repuse-. No me dé la lata con eso.
– La gente tiene derecho a llevar armas.
– Los traficantes de droga no -objeté-. Jamás he visto una enmienda que diga que está bien disparar armas automáticas en medio de un barrio lleno de gente. Con balas que atraviesan las delgadas paredes una tras otra. Y que atraviesan a personas inocentes, una tras otra. Niños y bebés.
Ella siguió callada.
– ¿Ha visto alguna vez qué sucede cuando una bala da en un bebé? -dije-. No penetra en él como una aguja hipodérmica. Lo tritura todo a su paso, como una cachiporra. Machacando y desgarrando.
Elizabeth permaneció en silencio.
– No le diga nunca a un soldado que las armas son divertidas -añadí.
– La ley es clara -indicó.
– Pues apúntese a la Asociación Nacional del Rifle -solté-. Yo prefiero seguir en el mundo real.
– Es mi esposo.
– Usted dijo que merecía ir a la cárcel.
– Sí. Pero no merece morir.
– ¿Usted cree?
– Es mi esposo -repitió.
– ¿Cómo efectúa las ventas? -pregunté.
– Utiliza la I-95. Corta la parte central de las alfombras baratas, mete ahí las armas y las envuelve, como si fueran tubos o cilindros. Las lleva a Boston o New Haven, donde se encuentra con los clientes.
Asentí con la cabeza. Recordé las fibras sueltas que había visto.
– Es mi esposo -insistió Elizabeth Beck.
Volví a asentir.
– Si tiene el suficiente sentido común para no ponerse al lado de Quinn, quizá no le pase nada.
– Si me promete que no le pasará nada me iré. Con Richard.
– No puedo prometer nada.
– Entonces nos quedamos.
No repliqué.
– Nunca fue una colaboración voluntaria, ya sabe -explicó ella-. Con Xavier, quiero decir. Por favor, usted tiene que entenderlo.
Se dirigió a la ventana y bajó la vista hacia Richard, que estaba sacando del Cadillac la última caja de municiones.
– Fue coacción -agregó.
– Sí, lo entiendo.
– Secuestró a mi hijo.
– Lo sé -dije.
Entonces se volvió y me miró a los ojos.
– ¿Qué le hizo a usted? -preguntó.
Ese día vi a Kohl otras dos veces mientras ella preparaba el último paso de su misión. Lo estaba haciendo todo bien. Era como una jugadora de ajedrez. Nunca hacía nada sin anticipar dos futuras jugadas. Ella sabía que el auditor a quien había pedido que controlara la transacción no podría formar parte del posterior tribunal militar, por lo que escogió a uno a quien los fiscales detestaban. Más adelante eso supondría una dificultad menos. Kohl había tenido tiempo de ir a la casa de Quinn en Virginia. El expediente que yo le había dado al principio llenaba ahora dos cajas de cartón. La segunda vez que la vi las llevaba a cuestas, una encima de la otra, los bíceps tensos bajo tanto peso.
– ¿Cómo lo lleva Gorowski? -le pregunté.
– No muy bien -respondió ella-. Pero mañana habrá salido del apuro.
– Va a ser famosa.
– Espero que no. Esto debería ser siempre información clasificada.
– Famosa en el mundo clasificado -corregí-. Mucha gente mira esas cosas.
– Pues supongo que debería solicitar que pasáramos revista -dijo-. Quizá pasado mañana.
– Esta noche podríamos cenar juntos. Salir por ahí. De fiesta. El mejor sitio que encuentre. Yo invito.
– Creí que andaba con los cupones de comida.
– He estado ahorrando un poco.
– Ha tenido tiempo para ello. La investigación ha sido lenta.
– Lenta como una tortuga -solté-. Es su único problema, Kohl. Es usted meticulosa pero lenta.
Ella volvió a sonreír y alzó un poco las cajas.
– Debería usted haber aceptado salir conmigo -dijo-. Le podría haber demostrado que es mejor despacio que deprisa.
Se llevó las cajas y nos vimos dos horas más tarde en un restaurante de la ciudad. Como era un sitio elegante, me duché y me puse un uniforme limpio. Ella apareció con un vestido negro. Distinto del de la otra vez. Sin puntitos blancos. Totalmente negro. Le favorecía mucho, aunque de hecho no le hacía demasiada falta. Aparentaba dieciocho años.
– Fantástico -dije-. Pensarán que está usted cenando con su papá.
– Tal vez mi tío. El hermano pequeño de mi papá.
Fue una de esas cenas en que la comida no es importante. Recuerdo todo lo que pasó aquella noche, pero no qué pedí de comer. Quizá filete. O raviolis. No sé. Pero seguro que comimos. Y hablamos mucho, de cosas que seguramente no hablaríamos con cualquiera. Estuve muy cerca de perder el control y preguntarle si quería que fuéramos a un hotel. Pero resistí. Tomamos un vaso de vino cada uno y luego pasamos al agua. Habíamos acordado tácitamente que al día siguiente debíamos estar bien despiertos. Pagué la cuenta y a medianoche nos marchamos, cada uno por su lado. Pese a lo avanzado de la hora, se mostraba brillante. Estaba llena de vida, de entusiasmo y lucidez. Rebosaba expectativas. Se le iluminaban los ojos. Me quedé en la calle viendo cómo se alejaba en su coche.
– Viene alguien -dijo Elizabeth Beck diez años después.
Miré por la ventana y divisé un Taurus gris a lo lejos. El color se confundía con las rocas, y debido al mal tiempo era difícil verlo bien. Estaría a unos tres kilómetros, tomando una curva, rápido. El coche de Villanueva. Le dije a Elizabeth que no se moviera de donde estaba y que no perdiera de vista a Richard, y bajé y salí por la puerta de atrás. Cogí las llaves de Angel Doll de mi bulto escondido. Me las metí en el bolsillo de la chaqueta. Agarré también la Glock de Duffy y sus cargadores de repuesto. Quería que lo recuperara todo intacto. Eso era importante para mí. Ella ya tenía suficientes líos. Lo guardé todo en el bolsillo del abrigo, con la Beretta, rodeé la casa y subí al Cadillac. Conduje hasta la verja, salí y aguardé oculto. El Taurus se detuvo ante la verja y vi a Villanueva al volante con Duffy al lado y Eliot detrás. Me dejé ver y abrí la verja. Villanueva pasó con cuidado y se paró a pocos metros del Cadillac. Acto seguido se abrieron tres puertas, todos salieron al frío y me miraron fijamente.
– ¿Qué diablos te ha pasado? -preguntó Villanueva.
Me toqué la boca. La notaba hinchada y me dolía.
– Me di contra una puerta -expliqué.
Villanueva miró la caseta de la verja.
– ¿No sería contra un portero?
– ¿Estás bien? -preguntó Duffy.
– En mejor forma que el portero.
– ¿Por qué estamos aquí?
– Plan B -dije-. Vamos a ir a Portland, pero si allí no encontramos lo que buscamos, tendremos que regresar aquí y esperar. Así que dos de vosotros venís conmigo ahora mismo y el otro se queda vigilando. -Me volví y señalé la casa-. En la ventana central de la segunda planta hay instalada una ametralladora que cubre todo el camino de acceso. Alguien tiene que encargarse de ella.
Nadie se ofreció voluntario. Miré a Villanueva. Era lo bastante mayor para haber hecho la mili. Las ametralladoras no le resultarían ajenas.
– Venga, Terry -dije.
– Yo no -dijo-. Iré contigo a buscar a Teresa.
Por el tono quedó claro que no valía la pena discutir.
– Vale, lo haré yo -indicó Eliot.
– Gracias -dije-. ¿Has visto alguna película del Vietnam? ¿El artillero en la portezuela de un helicóptero Huey? Pues ése eres tú. Si vienen, no intentarán entrar por la verja. Se meterán por la ventana de la caseta y saldrán por la puerta o la ventana de atrás. Así que has de estar preparado para acribillarlos a medida que vayan apareciendo.
– ¿Y si está oscuro?
– Habremos regresado antes de anochecer.
– Muy bien. ¿Quién hay en la casa?
– La familia de Beck. No van a participar, pero tampoco quieren marcharse. Y la cocinera.
– ¿Y Beck?
– Llegará con los otros. Si en medio de la confusión lograra escabullirse, eso no me destrozaría el corazón. Pero si es alcanzado, tampoco.
– De acuerdo.
– Seguramente no vendrán -dije-. Están ocupados. Es sólo por precaución.
– De acuerdo -repitió.
– Quédate el Cadillac -señalé.
Villanueva subió al Taurus y salió marcha atrás. Yo cerré por fuera, puse el candado y le lancé la llave a Eliot.
– Hasta luego -dije.
Dio la vuelta con el Cadillac y lo observé dirigirse a la casa. Luego me monté en el Taurus con Duffy y Villanueva. Ella se sentó delante. Yo detrás. Saqué del bolsillo la Glock y los cargadores y se los entregué, como si de una pequeña ceremonia se tratara.
– Gracias por el préstamo -dije.
Ella guardó la Glock en la funda del hombro y los cargadores en el bolso.
– No hay de qué -contestó.
– Primero Teresa -recordó Villanueva-. Después Quinn, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -dije.
Enfiló la carretera rumbo al oeste.
– Entonces ¿dónde buscamos? -preguntó él.
– Hay tres sitios posibles -expliqué-. El almacén, la oficina del centro y un recinto empresarial cerca del aeropuerto. No se puede mantener preso a nadie en una oficina del centro durante el fin de semana. Y en el almacén hay demasiado movimiento. Les llegaba un cargamento importante. Así que voto por el recinto.
– ¿La I-95 o la carretera 1?
– La 1 -respondí.
Fuimos en silencio durante veinticinco kilómetros tierra adentro y luego tomamos la carretera 1 hacia el norte, en dirección a Portland.