8

Un pesado calor bajaba del cielo gris, lleno de nubes. Sentado en su escritorio, con las ventanas abiertas al jardín, Pedro aprovechaba la mañana del domingo para escribir algunas cartas. Había descuidado su correspondencia durante la enfermedad de Federico. Hacía una semana que el chico había vuelto del hospital, y la vida retomaba por fin su ritmo habitual. Quince días de enérgico tratamiento habían detenido la infección. Según los últimos análisis, el líquido cefalorraquídeo era perfectamente normal. Y por suerte los médicos no habían encontrado en el chico ninguna de las secuelas que temían. Ahora sólo quedaba vigilar su convalecencia. La señora Cousinet y Amalia se ocupaban de él durante la ausencia de Pedro. Las llamaba desde París a menudo para tener novedades. El día anterior había confirmado a los Harteville que, a pesar de lamentarlo mucho, su programa de trabajo no le permitiría encontrarse con ellos en agosto en Pyla. En realidad estaba contento de aquella decisión. ¿Por qué buscar la felicidad fuera de “ La Buissonnerie ”? Cuando reflexionaba sobre los temores que había conocido mientras Federico estuvo internado en el hospital, tenía la impresión de emerger él mismo de una enfermedad que lo hubiera mantenido alejado mucho tiempo del mundo. De golpe el universo, alrededor, encontraba su color y su necesidad. Con la pluma en suspenso, se olvidaba de escribir para respirar el olor del jardín antes de la lluvia. Los moscardones daban vueltas sobre su cabeza. Los cazó con un revés de la mano. Una simple alegría se apoderó de él, sostenida por el piar de los pájaros y el murmullo de la cortadora de pasto. Golpearon la puerta. Era Amalia. Tenía vacaciones desde hacía quince días. Se deslizó en la habitación y murmuró con timidez.

– Pronto va a ser mediodía, señor. ¿Se va a bañar?

– No -dijo Pedro-. Le daría mucha pena a Federico si nos viera en la piscina mientras que él no puede ni acercarse al agua. Esperemos que se mejore del todo. Además, no hace nada de sol.

– Bien, señor -dijo Amalia.

La contrariedad le apretaba la boca. Era visible que estaba celosa del exceso de atenciones que rodeaban a su hermano. ¡Desde que aquél había vuelto, todo era para él!

– ¿Qué hace Federico? -preguntó Pedro.

– No hace nada, señor. Está tirado en una reposera cerca de la piscina.

Pedro se levantó y salió. No había visto todavía al chico esa mañana. Amalia le pisaba los talones. Llegaron juntos a la piscina. Federico estaba allí, en efecto, estirado bajo un parasol. A su lado, Friquette descansaba sobre el césped con dignidad. Olvidándose que era una bastarda, asumía voluntariamente poses hieráticas muy rebuscadas, como si hubiera visto a los lebreles de los dibujos medievales. Su compañero, el pato Baltasar, se paseaba a dos pasos de allí, con las patas tiesas, la cola agitada por pequeños movimientos horizontales. El chico quiso levantarse, pero Pedro se lo impidió. Estudiaba con una mirada penetrante aquella cara demacrada por la enfermedad, aquellos ojos ojerosos y brillantes, aquel cuello frágil, y era como si estuviera contando las piezas de un tesoro que hubiera estado a punto de perder y que un milagro le hubiera conservado.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Bien, señor.

– ¿Qué estás leyendo?

Federico le mostró su libro. Una historieta de ciencia ficción. Pedro se acordó de cómo le gustaban las historias de esa clase a los diez años. Sin embargo se acordaba de haber leído también algunas obras más serias. Hubiera deseado que el chico se interesara también por una literatura infantil de nivel elevado.

– ¿No te gustaría leer un libro de verdad? -le preguntó.

– No -dijo Federico-. Esta historia es formidable, ¿sabe?

Irradiaba entusiasmo. Pedro se enterneció. La sola visión del chico lo inclinaba a una gran indulgencia.

– ¿Cuándo voy a poder bañarme otra vez? -preguntó Federico.

– ¡El año que viene, cuando te hayas curado! -le dijo Amalia con tono agrio.

– ¿Pero qué estás diciendo, Amalia? -dijo Pedro.

Y dirigiéndose a Federico, añadió:

– Dentro de dos o tres semanas estarás en condiciones y listo para una zambullida. Vamos a preguntárselo al doctor Paternostro. ¿Tienes mejor apetito, al menos?

– ¡Oh, sí, señor! Como bien. Al mediodía papá nos va a preparar una comida portuguesa. Una sopa de porotos secos con cebolla, tocino, trozos de chorizo…

Pedro frunció las cejas y gruñó: “¡Muy bien, muy bien!”, y se dirigió con paso resuelto hacia la casa del cuidador. Federico, Amalia y Friquette lo siguieron. Miguel trabajaba frente a la cocina, en un poderoso olor de porotos, tocino y cebollas.

– Sin duda es excelente eso que está preparando -dijo Pedro-. Pero a Federico le haría mejor un buen bife asado.

– No tengo, señor -dijo Miguel.

– Que venga entonces a comer conmigo hoy. Y mañana le diré a la señora Cousinet que compre lo necesario. Compréndame, Miguel, Federico necesita una alimentación sana y sencilla para su convalecencia.

– En nuestra casa, en Portugal, cuando alguien se enferma le damos sopa de porotos secos para que se ponga bien -gruñó Miguel.

Herido en su amor propio, se había ensombrecido bruscamente. No sabía qué hacer con toda su ruda cocina portuguesa.

– En fin, como usted quiera, señor -contestó.

– ¿Y yo puedo ir a su casa con mi hermano? -preguntó Amalia que se había detenido en el umbral.

– Por supuesto que sí -dijo Pedro.

Y acordándose de que la señora Cousinet le había preparado, como todos los domingos, una comida fría, añadió:

– Yo voy a hacer los bifes.

– No, no, señor -exclamó Amalia-. Sé hacerlos muy bien. Mi mamá me enseñó. ¡Ya verá!

Los dos chicos se alegraron con esta fiesta inesperada. Miguel apagó el gas de la olla. Tenía un rostro castigado. Pedro se llevó a los chicos. Friquette trotaba al lado de Federico, con el hocico levantado, buscando su mirada, rozando la mano que colgaba. Un poco más lejos venía Baltasar. Éste se detuvo en el umbral de la casa, mientras que la perra se precipitaba en el interior.

Se instalaron en la cocina. Federico puso la mesa. Pedro sacó la carne de la heladera y cortó los bifes, guardando el más grueso para el chico. Amalia se puso el delantal de la señora Cousinet encima del vestido y trabajó, ligera y seria, con gestos de una asombrosa seguridad. Vigilaba las rebanadas de carne que chirriaban, añadía un hilo de aceite, un trozo de manteca, movía el mango de la sartén, abría los orificios de la nariz para aspirar el buen olor de la carne asada, daba vueltas el molinillo de la pimienta. Con el bife, Pedro decidió que no comería más. Había puesto una lata a calentar a bañomaría, luego de haber leído el modo de empleo en voz alta, con tono sentencioso.

– ¿Y si hacemos panqueques de postre? -sugirió Amalia, muy excitada.

– Yo sería incapaz -dijo Pedro.

– Yo podría -dijo ella-. Tengo la receta de mamá.

– ¡Entonces, vamos! -dijo Pedro.

Y añadió con ostentación:

– ¡Te doy carta blanca!

Esta fórmula misteriosa transportó a Federico.

– ¡Oh, sí! -gritó, saltando sobre la silla-. ¡Carta blanca! ¡Adelante!

Friquette ladró; Baltasar alargó el cuello, mientras observaba la escena de perfil, sin franquear el umbral, y Amalia se puso a reunir los ingredientes. La harina, los huevos, la leche, el azúcar… Sabía el lugar de cada cosa en la cocina. Sus manos volaban por encima de las hornallas. Su nariz estaba manchada de blanco. En tres minutos la pasta líquida estuvo lista en un gran bol.

– ¡Has hecho para un regimiento! -dijo Pedro.

– Pero, no, señor, ya va a ver -dijo Amalia.

– ¡Tengo hambre! -anunció Federico, con la mano sobre el estómago.

En el intervalo, los bifes habían llegado a su punto de cocción. Se sentaron a la mesa alegremente. La carne era tierna y jugosa. El cuchillo cortaba un terciopelo rosa, calcinado en la superficie. Los granos de maíz, harinosos y azucarados, se fundían sobre la lengua. Federico devoraba. Sentado ante aquellos dos rostros de niños, Pedro descubría en sí mismo un hambre que no necesitaba de alimento. Era tan agradable, tan descansado como mirar el jardín por la ventana abierta. Como terminó su bife antes que “los hombres”, Amalia se levantó para preparar los panqueques. Vertía la mezcla sobre la sartén, vigilaba su cambio de consistencia, daba vuelta la tortilla con una espátula, la espolvoreaba de azúcar. Federico quiso probar él también. Ella se negó a cederle su lugar, diciéndole que no tenía “mano”.

Los panqueques que ella sirvió por fin eran demasiado gruesos, apenas cocidos en el interior, pero quemados en los bordes. Pedro decretó a pesar de todo que estaban suculentos. Los chicos los untaron con mermelada de fresas, los enrollaron y los cortaron en grandes pedazos que se comieron con glotonería. Insistieron en que Pedro hiciera otro tanto. Hubiera querido conformarse con una sola porción, pero por complacer a Amalia se contuvo y tendió una vez más su plato. La chica disfrutaba en su papel de madre de familia. Sin embargo, cuando Pedro le dijo: “Serías una perfecta ama de casa”, ella se enojó:

– No quiero ser un ama de casa.

– ¡Es cierto, quieres ser dentista! -dijo Pedro.

– Sí.

– ¿Y tú, Federico?

– Quiero hacer salvataje en la montaña o… o piloto de helicóptero…

– Para ser piloto de helicóptero hay que ser muy fuerte en matemáticas -cortó Amalia-. ¿Y tú ni siquiera sabes cuánto son nueve veces nueve!

– ¡Eso no es cierto! Tuve aprobado la última vez…

Peleaban, olvidándose de la presencia de Pedro, y éste se sentía orgulloso de su nueva libertad en su compañía. Friquette recibió los restos de la comida y un panqueque estropeado que devoró en dos golpes de lengua. Baltasar recibió un poco de maíz en una tacita. Luego del almuerzo los chicos pidieron permiso para ver televisión. Se negó: Nicole vendría a las cinco. Ella ya conocía “ La Buissonnerie ”, pues había venido muchas veces con unos amigos. Hoy era la primera vez que la recibiría sola. Era un acontecimiento importante.

Amalia lavó la vajilla en un abrir y cerrar de ojos y la ordenó en el armario. Como una perfecta ama de casa, borraba tras ella las huellas de su paso. María no lo hubiera hecho mejor. Cuando terminó, Pedro mandó de vuelta a los chicos y, refugiándose en su escritorio, tomó un libro al azar: Consideraciones sobre Francia, de José de Maistre. Un tratado rápido y virulento contra la república atea y en favor de la realeza de derecho divino. Luego tomó Las Veladas de San Petersburgo. Sumergido en la lectura, Pedro esperaba a Nicole sin impaciencia.

Puntual, a las cinco, atravesó la verja del jardín en su autito rojo geranio. Parados en el borde del camino principal, Federico, Amalia y Friquette la vieron pasar.

Al recibirla Pedro sintió una molestia que no había previsto. Ella, por el contrario, parecía muy a gusto en ese mundo cerrado que no era el suyo. El jardín, la casa, todo le agradaba.

– ¡Qué paraíso de frescura! -dijo ella-. ¡He tenido tanto calor en el camino, con esa tormenta que no se decide a estallar! ¿Sabes qué me gustaría? ¡Tirarme a la pileta!

No pudo oponerse a su deseo, la llevó al vestuario y se desvistió él también, sin ganas. Cuando ella apareció a la luz del sol, moldeada por su traje de baño negro, la carne rubia y firme, la sonrisa restallante, los cabellos aprisionados por un gorro, la cabeza achicada a causa de ello entre los hombros anchos, se sintió al mismo tiempo penetrado de admiración y como perturbado por una presencia demasiado maciza, demasiado deportiva y demasiado sana. Ella se hundió en una brusca decisión de todos sus músculos. Su estilo crawl era liviano y rápido. Moviéndose de un lado a otro, su cuerpo hendía el agua con la decisión de un animal acuático. Pedro se le reunió y nadó en su mejor estilo, pero sin lograr superarla. Habiendo hecho cuatro veces el largo de la pileta, ella siguió sobre la espalda, moviendo los brazos de adelante hacia atrás. Con la cara mojada, la boca entreabierta, ella entrecerraba los ojos, de cara al cielo gris y bajo. Un resplandor rasgó el horizonte. Algunas gotas de agua salpicaron la superficie del agua. Y bruscamente, las nubes estallaron en una catarata. Golpeados por la lluvia, Pedro y Nicole salieron de la piscina riéndose y se refugiaron en el vestuario. Desde el umbral de la cabaña, Pedro vio a Federico y a Amalia que se deslizaban bajo las ráfagas de lluvia. Habían estado espiando desde lejos, detrás de los arbustos, a los grandes que se bañaban. Ahora volvían corriendo a la casa del cuidador. Friquette los precedía, con sus saltos elásticos. Solamente Baltasar no se apuraba, feliz de aquella ducha celestial. Pedro sonrió ante esa procesión cómica a través de la confusión del diluvio. Los truenos resonaban, los árboles se estremecían, el agua crepitaba furiosamente sobre el techo del vestuario. Luego de haberse secado y vuelto a vestir, Pedro y Nicole se apresuraron, juntos, hacia la casa grande, protegiéndose la cabeza con las toallas.

Se instalaron en el escritorio para tomar el aperitivo. La lluvia paró. Un pálido sol entró por la ventana abierta. Un olor a bosque mojado se mezclaba al olor de los libros. Sentada en un sillón de cuero, las piernas cruzadas, un vaso en la mano, Nicole tomaba posesión de los lugares.

– Se está bien en tu casa -dijo ella-. ¡En el fondo, es el amor a tu casa, a tu jardín, lo que te convierte en un misántropo!

Reconoció que ella tenía razón. Ella lo interrogó todavía sobre su forma de vida en el campo, lamentó que no tuviera más a “aquella buena María” junto a él para librarlo de las preocupaciones domésticas, tuvo una palabra amable hacia Federico, al que había visto en el jardín:

– ¡Ahora tiene todo el aspecto de haberse repuesto por completo!

– No creo eso -dijo él-. Todavía está muy débil. ¡Tengo que vigilarlo de cerca!

Ella sonrió y habló de su crucero a Grecia, el mes próximo. De tanto en tanto, mientras charlaba, tocaba con la punta de los dedos un adorno sobre la mesa:

– ¡Qué hermoso es este cangrejo de bronce!… Y este pomo de caña, ¿es un objeto italiano?

A pesar de un enorme esfuerzo por separarse del pasado, Pedro sufría esta usurpación de su vida privada. Cada objeto que Nicole tocaba o siquiera miraba le recordaba a Susana. Naturalmente triunfante, con su peso, su calor, su exigencia, ella expulsaba de la casa el fantasma de aquella que había dispuesto todo, elegido todo aquí, desde el papel de las paredes hasta el picaporte de las puertas. Pedro debió obligarse a ser amable con aquella intrusa, a la que no podía reprochar sino su belleza y su vitalidad.

A la noche la llevó a cenar a un restaurante cercano de Barbizon, donde había reservado una mesa en el jardín. Aunque la noche todavía fuese clara, unas lamparitas adornadas de tela rosa brillaban en el centro de cada mantel, bajo el follaje. Había tanta gente aquel domingo que los mozos tenían dificultad para deslizarse entre los clientes. La cocina se perjudicaba con esta afluencia. Servicio lento y desordenado, salsas frías. Y un murmullo de feria turbando los oídos. A pesar de estos inconvenientes Nicole, imperturbable, estaba radiante. Para los postres ella sugirió panqueques. Sorprendido, no pudo negarse y dio la orden al maître d’hotel con una sonrisa interior.

– ¿No quieres mermelada con tus panqueques? -preguntó a Nicole con un tono juguetón.

– ¿Mermelada? -dijo ella riéndose. ¡Qué horror! No, por cierto… ¿Por qué mermelada?

– Por nada…

Los panqueques del restaurante eran mejores que los de Amalia. Sin poder resistirse, Pedro pensó en la cara golosa de Federico frente a los gruesos panqueques de su hermana. Luego, como sacado de un sueño, volvió a Nicole. Ahora que veía a la joven mujer en un terreno neutro, la encontraba otra vez atrayente. Tuvo ganas de quedarse siempre con ella entre los extraños. Pero habían convenido en que ella pasaría la noche en “ La Buissonnerie ”. Él confinó ese regreso en el círculo mágico de sus recuerdos. Todo pretexto le resultó bueno para retrasar la partida. Charló largo rato ante su taza de café. El restaurante se vaciaba. Fueron los últimos en irse.

En el dormitorio iluminado discretamente, el deseo de Pedro fue más fuerte que su disgusto. Ese cuerpo de mujer que tenía entre sus brazos no tenía nombre. Por primera vez hizo el amor en la cama donde Susana había muerto. En el momento del orgasmo, tuvo la impresión, al mismo tiempo, de un violento goce y de un crimen sin expiación. Lleno de dicha, con la carne debilitada y el cerebro lúcido, se dijo, para justificarse, que el olvido es la condición indispensable de la vida. No tenemos más que una tela a nuestra disposición para pintar en ella las diferentes etapas de nuestro destino. Es necesario, es sano, cubrir un color con otro. Siempre esta noción de salud que excluía la tentación de la nostalgia. Apretada contra él, Nicole buscaba sus labios. Ella estaba del lado de la curación. La abrazó sin prejuicios, se levantó y se acercó a la ventana. Abajo, en el fondo del jardín una débil luz. La lámpara de Miguel. Trabajaba en su pared. “Los chicos deben dormir desde hace un rato largo”, pensó Pedro. El recuerdo de su almuerzo con ellos le vino a la memoria y sonrió en el vacío. De pronto decidió que nunca volvería a invitar a Nicole a “ La Buissonnerie ”.

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