1

Cuando el podador apoyó la escalera contra el árbol, Pedro salió de su escritorio y avanzó sobre la escalinata. El hombre sostenía una sierra en la mano. Era joven y llevaba una chaqueta de cuero. En tres movimientos estuvo en la cima. La cabeza hacia arriba, Miguel seguía sus gestos con aire de reprobación. En su papel de jardinero y guardián, no comprendía que el señor hubiera recurrido a una empresa especializada para un trabajo que él mismo podría haber realizado. Además le parecía un crimen tirar un árbol tan hermoso. María, por su parte, estimaba que el señor tenía razón. Sobre todo que se trataba de una idea de la señora. Durante su última enfermedad, se quejaba de la sombra que aquel tilo, con sus largas hojas plateadas, hacía en su cuarto. Plantado demasiado cerca de la casa, sobre el terraplén de guijo, había alcanzado con sus ramas las ventanas. Durante el verano el escritorio de Pedro, en la planta baja, se oscurecía por completo. Pero aún en esta estación, antes de la aparición del follaje, el árbol desnudo, de grueso tronco, de ramaje robusto, era indeseable. Cortaba la perspectiva del jardín. Pedro se lo repetía para vencer la molestia culpable que experimentaba en el momento de la ejecución.

El podador tiró de la empuñadura de la máquina y un sonido áspero y mordiente invadió la campiña. María, ensordecida, hizo una mueca y se acercó a su marido. Miguel apretó los puños en sus bolsillos. Cuando el serrucho mecánico atacó la madera, Pedro se estremeció bajo la herida. Los dientes de acero entraban en la masa del árbol como un cuchillo en la madera. Una primera rama, seccionada en su inserción, cayó a tierra con un crujido seco. Le siguieron otras. El podador, con una colilla en una esquina de la boca, trabajaba rápido. Una blanca polvareda le flotaba alrededor. Entrecerraba los ojos. Una a una, las ramificaciones fueron esfumándose, descubriendo la profundidad de un cielo parejo, color pizarra. Una fina llovizna mojaba la cara de Pedro. El viento inflexible le helaba los tobillos. Hacía una hora que debía haberse ido a París, donde tenía una tarde muy ocupada. Pero no podía decidirse a emprender el camino. De todos modos, aquello terminaría muy pronto. Ya mutilado, sin corona, decapitado, deshuesado, el tilo no era más que una corona ridícula con la corteza marcada, aquí y allá, de manchas ovales y blancuzcas. Un ayudante recogía las ramas abatidas, las limpiaba con un cuchillo, las cortaba en trozos, las ataba en haces. El podador bajó algunos escalones y, esta vez, atacó el tronco. Un primer corte fue practicado en forma horizontal, y un trozo de tronco rodó por el suelo. Un segundo corte se produjo sin esfuerzo en el aullido histérico de la sierra. Para el último pedazo, el podador se acurrucó y cortó la base, a ras de tierra. De golpe no hubo más que el vacío en lugar del amigable tilo, cuyo follaje palpitaba un momento antes contra la fachada. Indudablemente, la vista del jardín se encontraba despejada a causa de la desaparición de ese árbol que era más un obstáculo que un adorno. Y sin embargo Pedro, frente a ese suelo chato, tenía la sensación de haber sacrificado a un viejo servidor, a un amigo de siempre, tal vez un protector de los lugares. Lo penetró un temor difuso. Poco inclinado a la superstición, se asombró de esa mancha en su jornada. María dijo con animación:

– ¡Es mucho mejor así, señor! ¿No te parece, Miguel?

Era morena y rolliza, con el aspecto contorneante de un ave. Su marido, taciturno y obstinado, rezongó:

– ¿Y el tocón, eh, qué va a hacer con él? ¡Puede haber retoños!

Hablaba con dificultad, con un fuerte acento portugués. María, por el contrario, se expresaba en francés con la volubilidad de un molino que gira en el vacío:

– No te preocupes por eso, Miguel. ¡Ellos saben su oficio, qué te crees!

– El tocón, lo despejaremos bien abajo cavando alrededor -dijo el podador- allí haremos agujeros con una mecha, los llenaremos con clorato de sodio para matar las raíces, y lo cubriremos todo con tierra y con guijo.

Miguel se inclinó sobre uno de los fragmentos de tronco y, con el dedo, contó, sobre el corte color carne, los círculos concéntricos.

– Tenía veintiséis años -dijo con reproche.

María se ajustó el chal sobre los hombros. El podador cortaba ahora las ramas caídas con los gestos precisos de un carnicero. Pedro miró su reloj pulsera: esta vez había que irse. Si el camino de Milly-la-Forêt a París no estaba demasiado concurrido, podría estar en su consultorio a las diez menos cuarto. Volvió a entrar a la casa para buscar algunos papeles. María lo siguió. Un manto de hiedra con ligeras hojas barnizadas tapizaba la fachada. El viento hacía crujir las hojas a contrapelo. Las ventanas de pequeños cuadrados estaban profundamente hundidas en esa verdura viviente. A la entrada, sobre un bargueño antiguo, presidía un santo manco, esculpido en madera policroma. Sonreía, enigmático en su barba. Sus ojos vacíos miraban a lo lejos. Susana y Pedro lo habían obtenido con gran esfuerzo en una subasta, en Fontainebleau. Habían ido por un tapiz mongol, pero los sedujo aquella estatua española del siglo XVI y, olvidando su intención inicial, la habían comprado, pagándola tan cara que tuvieron que renunciar a cualquier otra adquisición. Aquel brusco cambio de proa los había divertido mucho en aquel momento y guardaron el santo bajo su techo como un talismán. A la izquierda del vestíbulo se abría el salón, que apenas se usaba desde la desaparición de Susana, aunque María lo mantenía religiosamente y renovaba las flores en sus jarrones. A la derecha, el escritorio -amplio y de cielo raso bajo- olía bien, con su papel decorado y el encerado. María era una fregona infatigable. Cada vez que él entraba en ese cuarto que, como decía Susana, era su “dominio reservado”, Pedro experimentaba una sensación de paz egoísta, de meditación viril. Había de todo en su biblioteca: volúmenes de preciosa encuadernación y libracos en rústica, cansados, cien veces hojeados bajo la lámpara. La lectura siempre había sido su pasión. Pero le consagraba todavía más tiempo desde que vivía solo. A la tarde, en su escritorio, devoraba con la misma voracidad novelas y libros de historia, ensayos y documentos. Inclinando la cabeza percibía, por la ventana, el camino de grava, el amplio césped de un verde tierno, los otros árboles, aquellos que no arriesgaban nada, aquellos que estaban arraigados para siempre. Era como si nunca hubiera habido un tilo en aquel sitio. Goma de borrar sobre el paisaje de “ La Buissonnerie ”. Tomó su portafolios, de cuero salvaje, con cierre de acero. El último regalo de Susana. María le preguntó si había visto su cuaderno de gastos.

– Lo veré esta tarde cuando vuelva -dijo.

Pura formalidad. María nunca se equivocaba en un centavo. Podía descansar en ella tanto para los gastos como para los cuidados de la casa y de la cocina. Lo miró de frente, con una media sonrisa, como para tratar de adivinar sus preferencias, y declaró con autoridad:

– Para la comida, ¿qué le parece una omelette de queso y una ensalada, señor?

– Excelente idea, María -respondió maquinalmente.

Desde que su mujer había muerto -¡ya dos años!-, su felicidad había retrocedido al límite de aquellas pequeñas satisfacciones cotidianas sobre las que velaba la irreemplazable María. Ya no había grandes llamas en su vida, sino un pequeño fuego sabio, una tibieza de costumbres. ¿Era desdichado? Por cierto que no. Ligándose cada vez más a sí mismo había llegado a dominar mejor su tristeza. A los cincuenta y tres años, vivir para sí, relacionar todo consigo mismo, ¿no era la suprema filosofía en un mundo absurdo y perecedero?

Salió del escritorio, se puso su impermeable y fue hasta el fondo del jardín, al garaje, pequeño edificio del mismo estilo que la casa, con sus paredes encaladas, invadidas por la hiedra, y su techo de viejas tejas musgosas. En el camino se encontró con Miguel que empujaba una carretilla llena de hojas secas y de ramas. El jardinero no dio vuelta la cabeza hacia él. Brusco, llevaba el duelo del árbol.


* *

A su vuelta de París, a la tarde, Pedro guardó su auto, cerró las puertas corredizas del garaje y fue a enfrentarse con el vacío frente a la escalinata. El hueco del honcón estaba lleno de tierra y recubierto de grava nueva. La casa, privada de su centinela con ramas, parecía más cercana, más abierta. Sin embargo, un tronco gris pesaba en el pecho de Pedro. “¡Quizás no hubiera debido hacerlo…!”, se preocupaba. Los hijos de María y Miguel estaban allí, pensativos, como frente a una tumba. Amalia, de doce años, y Federico, de diez, con la cabeza baja. Al volver de la escuela habían ido al lugar para darse cuenta del efecto. Por lo general nunca se aventuraban tan cerca de la casa grande. María había salido a la escalinata para recibir al señor. Tenía un rostro iluminado por el optimismo y la bienvenida. A través de ella era toda “ La Buissonnerie ” que se alegraba de la llegada de Pedro. La chiquita dijo con voz menuda:

– ¡Oh, pobre tilo!

Sin dar a Pedro tiempo para que respondiera, María se precipitó sobre sus chicos y exclamó:

– ¿Qué hacen aquí, los dos juntos? ¿Me hacen el favor de volver a la casa?

Los chicos se fueron corriendo. María tomó el abrigo de Pedro y le dio las últimas novedades: los podadores se habían llevado el árbol al pajar. La señora Cousinet que había “venido a ver”, como vecina, pensaba que hubieran debido cortar el árbol desde hacía mucho tiempo. ¡Y la señora Cousinet no era de esas mujeres que disfrazan sus sentimientos para agradar! María le había comprado algunos huevos para la tortilla de queso. Eran muy frescos. La señora Cousinet alimentaba a sus gallinas con grano. En aquello residía la diferencia. Pedro pasó a su escritorio para leer la correspondencia, que lo esperaba sobre un velador. Poco después María anunció que el señor estaba servido. Se sentó a la mesa en el comedor, con un libro abierto cerca de su plato. Las Máximas de La Rochefoucauld. Las sabía de memoria, pero cada vez que volvía a sumergirse en esa filosofía lúcida, cruel y sana, experimentaba un nuevo placer. Un agresivo olor a manteca fundida se expandió en el aire. Ya con apetito, Pedro desplegó la servilleta y se sirvió un vaso de vino. Al lado del vaso, en una vasija de greda, había un ramo de primaveras recién cortadas. Esta atención de María lo conmovió. Cuando trajo la tortilla de queso, le dijo, con una mirada a las flores:

– Gracias, María. ¡Son muy lindas!

Ella enrojeció de placer y balbuceó:

– ¿No es cierto, señor? ¡A la señora le gustaban mucho!

Загрузка...