14

El reloj del tablero indicaba las diez y veinte cuando Pedro, manejando su automóvil, abandonó la autopista de Corbeil-Sud para seguir en dirección a Milly. Estaba satisfecho de la jornada. En la reunión del mediodía de la sociedad odontológica de París, en un importante hotel, su exposición sobre cirugía de las encías había sido muy festejada por el auditorio. Luego de la sesión varios de sus colegas lo habían felicitado y habían insistido que les enviara el texto de su alocución. Había seguido un cocktail en los salones vecinos. Con el vaso en la mano, se había retrasado un poco conversando con dos colegas cirujanos norteamericanos. Ahora le parecía que una fuerza elástica lo atraía, en medio de la noche, hacia “ La Buissonnerie ”. Previendo que volvería tarde, le había pedido a la señora de Cousinet que esperara su regreso para que Federico no se quedara solo en la casa.

El portón del jardín estaba cerrado con llave.

Abrió, cerró detrás de él y, volviendo al volante, condujo por la alameda, a través del sueño vertical de los árboles. En la casa de Miguel todo era oscuro, todo dormía. Pero, cosa curiosa, en la casa grande también las ventanas se veían oscuras. Sin embargo la señora Cousinet debía encontrarse abajo, viendo televisión. Una vez que estacionó el auto en el garaje, Pedro entró en el escritorio y prendió las luces. Nadie. Subió la escalera de a cuatro escalones. La primera habitación, sobre el corredor, era la de Amalia: una habitación desierta durante la semana, porque la niña dormía en el pensionado. Al lado descansaba Federico. Pedro abrió la puerta, que chirrió sobre sus goznes. Cortando la oscuridad de la habitación, un haz de luz, que venía de la escalera, iluminaba vagamente la cama. Una cama lisa y prolija. Una cama vacía. Pedro encendió la luz para convencerse de que no se equivocaba. Luego, estupefacto, volvió al escritorio. Allí descubrió, sobre la mesa, un papel rectangular apoyado contra el teléfono. Reconoció la letra de la señora Cousinet: “Como usted me lo pidió, di la cena a Federico. Pero cuando quise llevarlo a dormir, Miguel vino a buscarlo. Se fue con su padre. Entonces también me fui yo. Hasta mañana, señor. Saludos. Señora de Cousinet”. Sin duda Miguel se había aprovechado de la ausencia de Pedro para llevarse al chico consigo. Pedro decidió llevar al chico a la casa si es que aún no se había acostado. Dominando su descontento, se dirigió a grandes pasos hacia el pabellón del jardinero. La puerta estaba abierta. Entró. Las sombras, el silencio, olor a cebollas fritas. No había nadie. La habitación principal se entreabría ante sus ojos. Buscó a tientas la llave de la luz. Estalló la luz: un campamento de bohemio, la cama deshecha, la ropa tirada por el suelo, la pileta llena de agua jabonosa, y eso era todo. Preso de ansiedad, Pedro pasó a la antigua habitación de los chicos. Estaba transformada en un barullo. Recipientes llenos de bulbos de flores estaban desparramados por el suelo de mosaicos, sobre las sillas, en el reborde de la ventana. En medio del desorden ni rastros de Federico o de Friquette.

Negándose a enloquecer, Pedro concluyó que había que encontrar primero a Miguel. Tuvo la idea de ir directamente a lo de Toumazeau. Aquella vez, como el café estaba cerca, iría a pie. Temía que el lugar estuviera ya cerrado. Pero vio desde lejos la luz amarillenta de la vidriera. Dos clientes retrasados charlaban con el patrón, en el mostrador. La patrona ordenaba las botellas en un armario. En el fondo del salón, en su lugar habitual, Miguel, hundido, con la mandíbula caída, daba vueltas un vaso entre los dedos. A su lado, Federico había inclinado la cabeza sobre la mesa, en su brazo plegado. Dormía profundamente. Friquette estaba enroscada, como una pelota marrón, a sus pies. Movió la cola, se enderezó y se sentó sobre sus patas traseras, con las orejas bajas, la mirada asustada. Al ver a Federico, Pedro experimentó un sentimiento mezcla de alivio y cólera. Mientras que él se esforzaba en educar a este chico, Miguel lo arrastraba estúpidamente en su caída. Caminó directamente hacia el jardinero, se plantó frente a él y le dijo en voz baja:

– ¿Por qué trajo a Federico al café? ¡Ha perdido la cabeza! ¡El chico tiene que ir a la escuela mañana…!

Con los ojos vacíos, el mentón brillante, Miguel aspiró lo que quedaba en el fondo del vaso, infló las mejillas, eructó groseramente y dejó caer la cabeza sobre el pecho sin pronunciar una palabra. El patrón se acercó e intervino:

– Lléveselo, señor. Está aquí desde hace dos horas. Si se lo toca, se enoja, amenaza con pegarnos. Quiso que le sirviéramos vino al chico. Me negué. Le serví naranjada. Luego se durmió, pobrecito. Pero con Miguel no sabíamos más qué hacer. Es difícil decirle que no a un cliente. ¡Se va a deshacer la salud si sigue bebiendo así!

– ¡Qué quiere! señor -le encareció la patrona-, ya no es el mismo desde la muerte de la pobre María. Una desgracia como ésa le da vuelta la cabeza a cualquiera. Antes no venía nunca. ¡Y es un buen hombre! Honesto, trabajador y mucho más. Nos ha contado cosas de su mujer, de sus chicos, de usted, que es tan bueno con ellos…

– Les agradezco -dijo Pedro-. ¿Cuánto se debe?

– Deje, señor. Miguel nos pagará otro día…

– No, no…

Pagó las consumiciones y sacudió a Miguel de un hombro. Una luz de inteligencia pasó por la mirada del jardinero.

– Usted no haga nada -farfulló-. ¡Voy a terminar la pared!

– ¡Qué me importa su pared! -rugió Pedro-. ¡Ahora vamos! ¡Tenemos que volver!

– Sí, señor.

Ante el ruido que Miguel hizo apartando su silla, Federico se despertó. Una sonrisa adormilada flotó en sus labios:

– ¡Ah, es usted, señor…!

El patrón y la patrona se apartaron para dejarles paso.

– Salud, Miguel -dijo el patrón-. ¡Que lleguen bien!

Al ponerse de pie, apoyando los puños sobre la mesa, Miguel hizo caer su vaso, que se rompió.

– No es nada -dijo la patrona.

Miguel se bamboleaba. Afuera, rechazó a Pedro, que quería sostenerlo. El aire pareció despejarlo. Tuvo una mirada de odio disimulado, desesperado, y murmuró:

– ¿Qué se cree usted…? Puedo muy bien… yo solo…

Salió adelante, con un paso flojo y zigzagueante. Pedro lo siguió, llevando a Federico de la mano. El chico caminaba casi dormido. Arrastraba los pies. Le colgaba la cabeza. Pegada a su pierna, Friquette avanzaba al mismo ritmo. Tres veces Pedro creyó que el jardinero se caía. Pero cada vez Miguel se enderezó apoyándose con el hombro contra la pared de una casa, se apartó, se balanceó de atrás hacia adelante y siguió su camino, con el cuello tenso, como si hubiera querido atravesar con su frente de carnero todos los obstáculos de la noche.

Al llegar a “ La Buissonnerie ”, Federico levantó la cabeza hacia Pedro y balbuceó:

– No quiero dormir con él, señor. Quiero ir con usted.

Pedro le estrechó la mano con fuerza:

– Sí, sí, Federico. Vamos a volver a casa, quédate tranquilo.

Miguel se metió en su casa con el pesado andar de un oso que recupera su morada. Afuera, Pedro lo escuchó golpearse contra un mueble y maldecir en portugués. No lo siguió. Tenía otras cosas que hacer, y no cuidar de aquel borracho. ¿Qué impresiones retendría el chico de las horas pasadas en el bar junto a un padre envilecido? La caminata parecía haber despertado a Federico. Cuando se encontró en su habitación, sentado al borde de la cama, tuvo una mirada lúcida y triste que era como un silencioso llamado de ayuda.

– Desvístete -le dijo Pedro-. Es tarde. Debes tener sueño.

Pero Federico no escuchaba, paralizado por una visión interior. De pronto se levantó, se arrojó contra Pedro y un enorme sollozo le sacudió los hombros.

– ¿Qué es lo que le pasa a mi padre? -gimió-. Yo no quería ir al café… Y él quería… Y allí bebió, bebió… Le gritaba a todo el mundo… La señora del café le dijo que se fuera… No quiso… Le respondió groserías… Me lo quise llevar… Entonces me pegó…

Con la respiración entrecortada, Federico se apretaba contra el pecho de Pedro, buscaba su calor, su fuerza, su protección, como si alguien, detrás de su espalda, amenazara golpearlo. ¡Qué pequeño y vulnerable lo sintió! Pedro sufría de impotencia, por no poder modificar radicalmente el orden de las cosas. Aunque tuviera ganas de castigar a Miguel, debía sostenerlo. En el interés del mismo chico. Atado y furioso, murmuró mientras acariciaba la cabeza de Federico:

– ¡Cálmate! ¡Ahora todo terminó…!

Luego de un momento Federico se separó de él. Su rostro de rasgos infantiles había tomado una expresión concentrada, llena de sabiduría. Hubiera podido decirse que se sentía portador de una verdad que no era propia de su edad.

– Sabe, señor -dijo-, es porque mamá no está más que mi padre está así…

– Sí, sin duda…

– No es feliz… Entonces bebe, bebe para no pensar en eso…

– Sí, Federico.

– Es una lástima que Amalia esté pupila. Con ella sería más fácil. Seríamos dos.

– Pero somos dos, Federico -dijo Pedro, tomándolo de los hombros-. Tú y yo. No lo olvides nunca. Y ahora, mi pequeño, ¡a la cama!

A medias tranquilizado, con los ojos mojados por las lágrimas, Federico se frotó las ojos con la palma de las manos, se desvistió con gestos de chico, de una brusquedad angulosa, se puso el pijama y se deslizó bajo las sábanas. Enseguida Friquette saltó sobre la cama, y segura de sus derechos, se apelotonó en su lugar de siempre.

– ¡Ahora vas a dormir! -dijo Pedro.

– ¿Usted no va a salir, señor?

– No, me quedo aquí. Cerca de ti. No tengas miedo. Mañana, a la escuela. Trata de trabajar bien.

– Tengo sed, señor.

Pedro le llevó un vaso de agua y lo miró beber con avidez, a grandes tragos. Al dejar el vaso vacío sobre la mesa de luz, Federico levantó los ojos hacia él. Había en aquellas pupilas negras, anchas y combadas, una inteligencia y una desesperación tales que Pedro se sintió trastornado. Luego, de pronto, el chico sonrió. Había encontrado la paz, la seguridad. “¡Gracias a mí!” pensó Pedro, dichoso.

Esperó todavía algunos minutos y abandonó la habitación, dejando a Federico adormecido. Pero en lugar de volver a su habitación bajó al jardín y deambuló frente a la escalinata. De golpe se dio cuenta de que caminaba sobre el antiguo emplazamiento del tilo. En ese lugar, la tierra estaba blanca, ligeramente cavada hacia adentro, bajo la grava. ¿Había tenido razón al abatir aquel árbol tutelar? Dando vuelta la cabeza, hundió la mirada en el vacío del cielo y extrañó el robusto follaje. Un desagrado se apoderó de él. Una especie de depresión moral. Volviendo la espalda a la casa se hundió en la alameda, sin rumbo fijo. Con la cabeza llena de noche, respiraba el olor acre del otoño. Hojas podridas, tierra húmeda, cenizas esparcidas, el bálsamo campestre le impedía reflexionar. Sus pasos lo condujeron inconscientemente hacia el pabellón del jardinero. Se detuvo frente a la puerta. No había luz. En el interior, Miguel debía dormir su borrachera. Pedro lo imaginó tendido sobre el lecho, vestido. ¿Cómo un ser tan primitivo había podido engendrar otro ser con un corazón tan delicado? Allí había, pensó, un error de genética. Luego de un momento Pedro retomó el camino pero en lugar de volver a la casa dio una vuelta y se dirigió a ver la pared inacabada. Quedaban todavía apenas unos ladrillos para ubicar cerca del portal. Bajo un cobertizo, junto a baldes de cemento y las herramientas. Para hacer más rápido, Miguel había alquilado una mezcladora. Así, con su aspecto rústico y su techo de antiguas tejas, la pared se estiraba en una hermosa perspectiva a través de la noche. Miguel había hecho un buen trabajo. Había que decírselo. Pero era difícil hablarle a ese hombre estrecho y agreste. Durante un largo rato Pedro se quedó allí, sin moverse, atento al silencio de las tinieblas, que redoblaba el bordonero de la sangre en los oídos. Luego volvió a caminar y bordeó el muro sobre todo el contorno de la propiedad. Esa muralla de mampostería, levantada entre él y el resto del mundo, tenía un aspecto resueltamente defensivo. Así cercado, precisado, el jardín parecía más pequeño. Uno se sentía a la vez protegido y aprisionado por algo sordo, mudo, opaco, que impedía cualquier escapatoria hacia los otros. El alma se marchitaba en ese espacio restringido, detrás de aquel recinto ciego, como en una habitación cerrada. Atormentado por una tristeza inquieta, Pedro se arrancó de su ensueño y volvió sobre sus pasos.

Una vez en su habitación se acostó, pero le costó dormirse. Varias veces se levantó, se acercó a la ventana, inspeccionó con la mirada los primeros escalones. Ni la menor sombra sospechosa en aquel lugar. Sin embargo, no estaba solo con Federico en la gran casa. Alguien había entrado, le parecía, detrás de sus talones.


* *

Pedro y Federico engulleron su desayuno sin tomarse tiempo para saborearlo. Era tarde para uno que debía ir a su consultorio y para el otro que tenía que ir a la escuela.

– Apúrate -dijo Pedro levantándose de la mesa-. Te llevo en el auto.

Federico dio un salto y salió tras él, con una tostada con mermelada en la mano, mientras que la señora de Cousinet se apenaba de verlo partir tan rápido. “Con el café con leche en el estómago”. Al bajar la escalinata, se tropezaron con Miguel, que los esperaba. Risueño, con los brazos levantados, el jardinero sostenía por la cola dos pequeños cadáveres ensangrentados, con la cabeza hacia abajo, las patas rígidas.

– ¡Ya los tengo, a los topos! -dijo con tono triunfante-. Temprano esta mañana me aposté frente al agujero, con mi pala. ¡Y cuando mostraron el hocico, paf!

Federico observaba con horror esas minúsculas masas de piel oscura y sedosa, con el cráneo atravesado por el hierro. Las cabezas estaban sostenidas a los cuerpos por hilos sanguinolentos. El chico se apretó contra Pedro y hundió la cara contra su chaleco para no verlos más.

– ¡Vaya rápido a enterrar eso! -dijo Pedro con mal humor.

Miguel, que esperaba que lo felicitaran, se batió en retirada con algunos gruñidos ininteligibles en portugués. Mientras se alejaba por la alameda, con paso desigual, con los topos balanceándose en el extremo del brazo, Pedro apuró a Federico para que subiera al auto. Durante el corto trayecto hasta la escuela el chico estuvo callado. Sin duda, con su temperamento impresionable, no podría olvidar aquel triste espectáculo de carnicería.

Luego de haberlo visto desaparecer en la multitud de alumnos que entraban, balanceándose, por la puerta, Pedro apretó el embrague y salió hacia París.

Cuando llegó al consultorio, recibió un llamado de Gisele Harteville que lo invitaba a cenar al día siguiente, con algunos amigos. Nicole entre ellos. Esta idea lo enfrió. Ni siquiera fuera de “ La Buissonnerie ” tenía ningunas ganas de verla. Se negó, con el pretexto de que ya tenía un compromiso.


*

* *

Como de costumbre, el último día del mes, Pedro llamó á Miguel a su escritorio para pagarle. Desde la muerte de María, el jardinero no tenía más que su salario personal, ligeramente mejorado para tener en cuenta “las circunstancias”. Hoy, sin ningún reclamo por parte del interesado, Pedro estimó que aquella remuneración era insuficiente. Miguel, además de su trabajo habitual, estaba construyendo el muro: era justo aumentarle. ¿Pero cuánto? Un añadido de quinientos francos por mes le parecía razonable.

Cuando Miguel se presentó, con los hombros hundidos, los brazos colgando, el aire áspero, Pedro le dio su recibo, contó los billetes (el jardinero había preferido siempre el dinero al contado) y anunció:

– ¡Aquí está, Miguel! Como usted verá, he decidido redondear la cifra…

– ¿Por qué, señor? -dijo Miguel mirándolo con fuerza a la cara, con una mezcla de arrogancia y de tristeza.

Esta pregunta confundió a Pedro. De golpe su propia benevolencia le pareció sospechosa. Lo asaltó un desánimo, como si las intenciones más generosas recibieran, en la cabeza del jardinero, una interpretación malévola y baja. Sentado detrás de su escritorio, con el dinero en la mano, se sentía en falta sin tener nada que reprocharse.

– Porque todo aumenta, Miguel -dijo-. Y también porque estoy contento de su trabajo.

Se justificaba. ¡Ya pasaba de la raya! Miguel tomó el dinero, lo guardó en el bolsillo sin contarlo y gruñó:

– Gracias, señor.

Pedro lo vio irse con alivio. Una sensación de frío lo penetraba. Se acercó a la chimenea. Unos leños y maderitas habían sido dispuestos en el hogar. Los encendió y se sentó en un sillón, ante la chimenea. Federico entró, seguido por Friquette. Traía un álbum infantil cuyas figuras quería mostrarle. Pero al ver el fuego se olvidó del libro y se acurrucó, con la espalda apoyada en las rodillas de Pedro. Fascinados ambos por la loca danza de las llamas, no hablaban. Los grandes acontecimientos de su existencia eran el vuelo de una chispa o la caída friable de un tizón. De tanto en tanto, Pedro fijaba su mirada en el rostro de Federico, que estaba de perfil, con la boca entreabierta, las brasas en los ojos. Había una armonía tal entre ese fuego cautivo, el silencio crepitante, los libros amigos ordenados sobre los estantes, la dulce perra acostada con el hocico entre las patas y aquella cara de niño radiante que, en un latido de su corazón, le pareció haber abandonado la vida superficial de todos los días y flotar, ligero como el humo, en la región de la dicha más elevada. De pronto se preguntó si la madera que se quemaba crepitando en la chimenea no provenía del tilo cortado. Movió las brasas con un atizador. El decorado llameante se desarmó y volvió a componerse. De la cocina venía el tintinear de la vajilla. La señora Cousinet preparaba la cena. Pedro se abstuvo voluntariamente de pasar a la mesa para prolongar esta feliz contemplación, entre Federico y Friquette.

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