Finalmente Nicole había renunciado a su crucero a Grecia, y siguiendo las instrucciones de los Harteville había ido sola a Pyla. Volvió a comienzos de septiembre. Pedro volvió a verla en su casa, bronceada, delgada, conciliadora. Hicieron el amor amistosamente. Estaba encantada de sus vacaciones y le preguntó cómo había pasado el mes de agosto.
– ¡De lo mejor! -dijo-. Descansé, me bañé, leí…
– ¿Y Federico? -dijo ella con un poco de acidez en la voz.
– Está muy bien. ¿Sabes si los Parcellier han vuelto de su vacaciones?
– Creo que sí.
– Tengo que invitarlos a almorzar un domingo a casa. Gracias a ellos pude ubicar a la hija de María en el colegio de Regnard. Vendrás con ellos, espero. ¡Y también invitaré a Bernard…! ¡Será simpático!
– Mucho -dijo ella sonriendo con aire ambiguo-. ¡Te encuentro muy en forma! ¡La vida de familia te hace bien!
No reparó en esa frase absurda. En el grado de felicidad al que había llegado, ninguna burla podía llegarle.
Al día siguiente llamó a los Parcellier, que aceptaron con alegría la invitación, el domingo siguiente, a “ La Buissonnerie ”, con sus dos hijos, de once y trece años. Bernardo, que acababa de volver justamente de un viaje a Austria, también estaba libre. En cuanto a Nicole, prometió “arreglárselas”. A Pedro le hubiera gustado tener en su mesa también a los Harteville. Pero estaban todavía en Pyla, donde el verano tardío era, parece, maravilloso.
Quedaba convencer a la señora Cousinet para que viniera, como una excepción, a ocuparse de la cocina ese domingo. Pedro le habló esa noche misma al volver de París. Ella pareció interesarse en la propuesta. Cualquier oportunidad de mostrar sus cualidades la conmovía.
– ¿Cuántos van a ser? -preguntó ella.
– Nueve -dijo Pedro.
– ¿Cómo es eso?
– Cuente usted misma: los señores Parcellier, sus dos hijos, la señora Devege, el señor Changarnier, Federico, Amalia y yo mismo.
Al escuchar los nombres de Federico y de Amalia, la señora de Cousinet pegó un respingo. Había tragado una espina.
– Es mucha gente -dijo secamente-. No sé si voy a arreglarme sola.
– Miguel va ayudarla con gusto, si se lo pide -dijo Pedro.
– Prefiero que se lo pida usted mismo, señor.
Pedro llamó a Miguel. Al saber lo que esperaban de él, el jardinero de ningún modo pareció sorprendido. Ya ayudaba al servicio en tiempos de María cuando había invitados. Aunque decepcionada por la docilidad de Miguel, la señora Cousinet dominó su humor. Discutieron el menú.
Con los cuatro chicos que jugaban a la pelota en la piscina, nadie podía plantearse nadar con corrección. Gorjeaban y se zambullían, divididos en dos bandos: Juan Claudio y Bruno Parcellier enfrentados a Federico y a Amalia. Pronto Armando Parcellier y su mujer, Bernardo y Pedro se unieron a ellos para jugar un match de water polo. Solamente Nicole, impávida, intentaba algunos movimientos de crawl en el otro extremo de la pileta. Había parecido sorprendida de que los chicos del jardinero fueran de la partida. Una frase deslizada a Pedro, al pasar: “¿Les diste permiso?”. “Pero sí”, le había respondido él. “Es por ellos que invité a Juan Claudio y a Bruno.” Ella no había insistido. Friquette y Baltasar, instalados sobre el borde, observaban con interés los saltos acuáticos de los humanos.
Después del baño tomaron el aperitivo, todos juntos, bajo un parasol, al borde de la piscina. Fue Miguel el que llevó las botellas, los vasos, el hielo. Se había puesto su traje blanco. Emergiendo de aquella vestimenta nevada, su rostro rudo y sus grandes manos tenían el color del barro cocido. Actuaba como un autómata, sin mirar a nadie. Sobre todo a sus hijos, sentados en el césped con sus dos pequeños invitados. Mientras participaba de la conversación, Pedro observaba a los chicos y se regocijaba de su buen entendimiento. Nadie, aparte, sentía ninguna molestia. Charlaban entre ellos como si fuesen viejos conocidos.
Más tarde, en la mesa, tuvo el placer de observar que Federico y Amalia se comportaban mejor que Juan Claudio y Bruno, los cuales se hacían bromas, interrumpían a los mayores y comían inclinados sobre el plato. En realidad eran éstos los que hubieran podido pasar por los hijos del jardinero. La calidad del alma no dependía del nacimiento. La señora Cousinet servía la mesa, ayudada por Miguel, que tardaba en volver. Cuando ella presentó la fuente a Amalia y a Federico, tuvo cara de cumplir con una obligación dolorosa. La niña le agradeció con una sonrisa confusa y, alguna vez, ayudó a su hermano a servirse. Miguel se le acercó con la salsera y Federico dijo en voz baja:
– Gracias, papá.
Un resplandor torvo pasó por los ojos de Miguel y volvió a la cocina.
Después de la comida Pedro llevó a sus amigos al golf de Fontainebleau, mientras que los cuatro chicos se instalaron en la sala de billar, frente al tren en miniatura. En el campo, Nicole lo llevó aparte, entre dos tiros, y le dijo:
– Es muy triste que esos dos chicos hayan perdido a su madre. ¿Pero no crees que haces un poco demasiado con ellos?
– ¿Qué quieres decir?
– Encuentro que… en fin… permitirles estar con nosotros en la piscina, en la mesa…
No sabía qué contestar. De pronto, sin darse cuenta, las palabras se escaparon de su boca.
– Susana hubiera hecho lo mismo.
Había pronunciado esta frase con un tono seco. Para quebrar toda posibilidad de continuar hablando sobre el tema. Escudándose en Susana, estaba seguro de desanimar a Nicole y hasta de herirla un poco. Ella acusó el golpe con un ligero endurecimiento de la nuca. Una mueca sin alegría crispó sus labios y se alejó de Pedro para reunirse con los otros jugadores. Molesto por el incidente, no pudo concentrarse y su juego fue bastante malo.
Luego todo el grupo volvió a “ La Buissonnerie ”. Encontraron a los chicos desparramados en un sillón, sobre la alfombra, frente al televisor. El tren no interesaba ya a nadie. Los Parcellier volvieron a París con sus hijos. Bernard se fue también. Nicole esperaba visiblemente que Pedro la invitara a pasar la noche. No fue así. Ella se había excluido de la casa. A las ocho, lamentó que fuera tan tarde, que no hubiera más remedio que tomar la ruta, que los amigos la esperaban en París. La acompañó hasta el auto. Sentada ante el volante, ella sonrió con tristeza y dijo:
– Pasaste un mal día.
– En absoluto. ¿Por qué?
– Te hemos invadido, te hemos trastornado mientras que lo único que te gusta es estar solo. ¿Cuándo volveré a verte?
– ¡Pronto!
– ¡Pero no en “ La Buissonnerie ”, supongo!
– Sí.
– Espero que me llames.
– Así es. Te llamo…
La abrazó por costumbre. Federico y Amalia, parados en la alameda, lo miraban. El auto se alejó. La señora Cousinet trabajaba ordenando la numerosa vajilla del día.
– ¡Déjelo! -le dijo Pedro-. Ha trabajado demasiado hoy. Puede terminarlo mañana.
– No, no, señor -respondió la señora Cousinet-. No me gusta irme y dejar todo desordenado. No me queda mucho.
Y a pesar de las protestas de Pedro, ella quiso servirle su cena fría. Él se instaló, como todos los domingos, en la cocina.
– Su almuerzo fue excelente -le dijo-. Mis amigos estuvieron encantados con él.
– Estoy muy contenta, señor -dijo ella- ¡Federico y Amalia nunca tuvieron semejante fiesta, los pobrecitos!
Su éxito culinario la volvía amable. Pedro pensó que bajo su habitual rechazo ella ocultaba un vínculo sincero con los chicos y con él mismo. En el fondo de su corazón, aunque dijera otra cosa, ella aprobaba todo lo que él hacía por ellos. Además, ¿acaso no fue ella la que le sugirió conservar a Miguel en vez de contratar una pareja de cuidadores? Acababa de comenzar la comida cuando Federico y Amalia aparecieron en el umbral.
– ¿Podemos cenar con usted, señor? -susurró Amalia.
– Pero sí -dijo Pedro-. ¿Pidieron permiso a su papá?
– No está aquí.
– ¿Y dónde está?
– Se fue a Milly.
La señora Cousinet añadió dos cubiertos. Federico y Amalia habían comido tanto al mediodía que a la noche mordisquearon un poco. Cuando terminaron de comer ayudaron a la señora de Cousinet a sacar la mesa y a lavar la vajilla. Su parloteo llenaba la cocina. Estaban orgullosos de sus nuevos compañeros de juegos.
– ¿Los podremos invitar otra vez? -preguntó Amalia.
– Por supuesto -dijo Pedro.
– Bruno va a ser mi compañero de escuela. ¡Parece que el colegio de Regnard es el mejor de todos!
La señora de Cousinet guardó los últimos platos y dijo:
– Me voy, señor.
– Bueno, buenas noches -dijo Pedro. ¡Y otra vez mis felicitaciones por el almuerzo!
Cuando ella se fue acostó a los chicos y salió a tomar un poco de aire al jardín. Un canto ronco lo atrajo hacia la casa del jardinero. Sentado en un escalón, ante la puerta, Miguel tarareaba una melodía portuguesa mientras agitaba la vieja cerradura oxidaba que destinaba al portal. Su voz era pastosa, su mirada torpe. Sin duda él, que nunca bebía vino, había superado la dosis. No se levantó al acercarse Pedro, pero dejó de cantar.
– ¿Cómo va, Miguel? -preguntó Pedro.
– Muy bien, señor.
– ¿Qué es lo que hace?
– Trato de arreglar esta cerradura del demonio.
– No estuvo a cenar.
– No. Vi a unos amigos.
– ¿Y bebió?
– Sí.
– ¿Por qué?
Miguel se inclinó más sobre la cerradura sin mirar a Pedro.
– Algunas veces hace bien -dijo-. Ayuda a olvidar, a aceptar… ¿Qué hacen mis chicos? ¿Duermen?
– Sí, Miguel.
– Mejor… Mejor… -farfulló Miguel.
Y volvió a cantar. Pedro lo dejó y siguió su paseo por el jardín oscuro.