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El termómetro marcaba 25°. El sistema de filtración hacía correr una vibración en la superficie del agua. El aire era suave, el cielo sin nubes. Pedro decidió tomar el primer baño de la estación en la piscina caldeada. Aunque fuera domingo, Miguel, a algunos metros de allí, rastrillaba, limpiaba. No podía estar sin trabajar. Sentados juntos sobre una piedra, los hijos lo miraban trabajar con un aburrimiento respetuoso. Durante la vida de María, que era muy religiosa, la familia Álvarez iba a misa todos los domingos. Desde que ella había muerto, Miguel ya no llevaba a sus hijos a la iglesia. Sin duda no había practicado la religión más que para complacer a su esposa. Pedro se desvistió en el vestuario, ubicado cerca de la piscina, se puso su slip y se estremeció, agradablemente sorprendido por la brisa matinal sobre su piel desnuda. La piscina, en su entorno de viejas piedras grises y de césped, tenía una limpidez atrayente. Probó el agua con el dedo del pie. Enseguida, con las piernas juntas, los brazos tendidos, se zambulló. La facilidad de movimientos de su cuerpo en el agua lo enorgulleció. Nadó estilo crawl, controlando la regularidad de sus pataleos, luego se dejó ir en una brazada tranquila, por el solo placer de flotar, sin peso, alerta y rejuvenecido.

– ¿Y, señor, está caliente? -preguntó Miguel.

– Perfecta -dijo Pedro.

Hizo la plancha para recuperar el ritmo de su respiración. Sostenido por el agua, la espalda tensa, los brazos a lo largo del cuerpo, la cabeza mirando hacia arriba, cerró los ojos a la reverberación del sol. A través de sus párpados cerrados, el mundo exterior tenía un color rojo oscuro. Sin ver nada, se sentía observado. Pronto se sintió cansado de chapotear en la piscina. Dio algunas brazadas más, sin demasiada convicción, y subió al borde. Luego de haberse duchado, salió del vestuario y se secó vigorosamente con una toalla. De pronto oyó su voz que, de una forma completamente imprevista, decía:

– ¡Federico, Amalia, vengan a bañarse! ¡El agua está bonísima!

Era la primera vez que invitaba a los chicos del jardinero a usar la piscina. El trío pareció al principio estupefacto a raíz de la propuesta. Por fin Miguel dijo:

– No es posible, señor. Ellos se van a acostumbrar mal. ¡Van a querer usarla todo el tiempo!

– Pero no -dijo Pedro-. Les tengo confianza. Pero, ¿saben nadar?

– Sí, señor -dijo Federico-. Aprendimos en la piscina municipal.

– ¿Y entonces? ¡Vamos, rápido, pónganse las mallas!

– ¿De verdad que podemos, señor? -exclamó Amalia-. ¡Oh, gracias, señor!

Los chicos se precipitaron hacia la casa del cuidador, mientras que Miguel, con aire de reprobación, hacía sonar sus tijeras de podar por encima de un arbusto. Pedro se tendió al sol, sobre una reposera, con las manos cruzadas detrás de la nuca. Las hojas nuevas de los álamos temblaban muy alto por encima de su frente.

Cinco minutos después volvió Amalia, vestida con una malla de una pieza, con una toalla en la mano, corta de talle, las caderas fuertes, el corsage apenas relleno, apretaba púdicamente los brazos alrededor del pecho y caminaba con pasitos cortos, juntando las rodillas. Su hermano, flaco y alto, con un slip, la pasó corriendo. Cuando saltó en el agua, los pies hacia adelante, la nariz tomada por dos dedos, la salpicadura alcanzó a Pedro, pero éste no se dio por enterado. Amalia, en cambio, bajó prudentemente los cuatro escalones de la escalera que se hundía en la piscina, tiritó, encogió los hombros, se agachó con lentitud, por etapas, para acostumbrarse a la frialdad del agua, luego se lanzó entrecerrando los ojos. Los dos chicos nadaban bastante mal. La chica se conformaba con retorcerse dando gritos en la parte de la pileta donde hacía pie. Federico, al contrario, se concentraba, avanzaba, con el mentón hacia adelante, los brazos y las piernas extendidas y plegadas rítmicamente. Enseguida Federico y Amalia se divirtieron arrojándose agua a la cara. Primero tímidos en sus escaramuzas, muy pronto se enardecieron. Morenos y vivaces los dos, con los cabellos mojados, las narices chorreando, los ojos perlados, saltaban en su sitio, alargaban las manos, saltaban hacia el costado para esquivar al otro, chillaban, reían tontamente en una fiesta de rayos y gavillas líquidas. Toda la superficie de la pileta se ondulaba en pequeñas olas. Lleno de indulgencia, Pedro se divertía mirando sus juegos. De golpe el jardín tomaba un significado que no era solamente decorativo. Ya no era un lugar lleno de recuerdos sino también de vida. Fue Miguel el que llamó al orden a los chicos:

– ¡Ahora salgan del agua! ¡Ya basta!

Obedecieron. Pedro volvió al vestuario para cambiarse él también. No esperaba a nadie en todo el día y se prometió largas horas de lectura. Como todos los domingos, la señora Cousinet le había dejado lista en la cocina una comida fría. La tragó sin pensar y levantó la mesa. Mientras retiraba tres platos y un vaso, apareció Amalia. Todavía tenía el cabello húmedo:

– Voy a ayudarlo, señor.

– Muy amable, Amalia. ¡Pero ya ves que he terminado!

Se volvió un instante, ociosa, con los brazos colgando, por la habitación y dijo de pronto, con una determinación infantil:

– ¿Sabe, señor, que hay fiesta en Milly, desde ayer?

Pedro se acordó que había visto unas barracas de feria en la plaza, al atravesar el pueblo.

– ¡Es cierto! -dijo-. ¿Vas a ir con Federico y Miguel?

– Este año no, señor -respondió Amalia con aire de seriedad.

– ¿Tu padre no quiere?

– No, señor. Por la muerte de mamá. ¿No me necesita?

– No.

La miró irse, menuda en su vestido negro, luego, bruscamente, ajustó su paso al de ella. Llegaron juntos a la casa del cuidador. Sentado en la puerta, Federico tallaba un trozo de madera con su cortaplumas. La cocina estaba vacía. Al escuchar la voz de Pedro, Miguel salió de su habitación, despeinado y somnoliento. Sin duda dormía la siesta.

– Voy a Milly por la fiesta -dijo Pedro-. Me gustaría llevar a Federico y Amalia.

– No, señor -dijo Miguel-. Es muy amable de su parte. Pero usted sabe, el luto…

– Vamos, Miguel, en usted lo comprendo muy bien. Pero los chicos no es lo mismo. ¡Volveremos dentro de una hora!

– Como usted quiera, señor -suspiró Miguel bajando la cabeza.

Era visible que dudaba entre la contrariedad y la gratitud. Por respeto a su padre, Amalia y Federico contenían su alegría. Pedro los hizo subir detrás de él en el auto. Se detuvieron a la entrada del pueblo.

La fiesta era en la plaza del Mercado. Una fiesta insignificante, con un tiro al blanco, una calesita, una lotería, barracas de golosinas de baja calidad, una pista de autos chocadores. La música se estrellaba contra las paredes de las casas vecinas. Una multitud lánguida y aturdida flotaba entre los quioscos, bajo los llamados de los altoparlantes y los petardeos de las escopetas. El aire olía a barquillos, a almendras tostadas, a pochoclo. Pedro recordó otra visita a la feria de Milly, con Susana. Se habían encontrado con Miguel, María y los chicos, pulcros y endomingados, llenos de asombro ante las chucherías de la feria. María, con una blusa plisada, los cabellos ondulados, se había pintado los labios. Miguel llevaba corbata. Se habían sonreído al cruzarse. Una familia ayer completa, tan felices en la sencillez de sus gustos y ambiciones, hoy dislocada y tocada por la muerte. Un segundo de descuido, un choque y todo está perdido. Con esfuerzo, Pedro atendió a Federico y Amalia. Por un momento se habían olvidado de la madre. Se divirtió viendo cómo se maravillaban los chicos en medio de la confusión. Con la boca entreabierta, los ojos brillantes de codicia, descubrían un universo de sueño, una especie de ópera donde el oropel les parecía de oro. Atraídos por todo, sólo abandonaban un espectáculo para caer, pasmados, ante el espectáculo siguiente. Instintivamente Federico había tomado la mano de Pedro. Para no perderse o para sentirse más seguro. Cada tanto exclamaban levantando los ojos hacia él:

– ¡Señor, señor! ¿Vio?

Y él apretaba sus dedos para acompañarlos en su admiración. La lotería ofrecía a los ganadores juegos de té chinos, cacerolas, muñecas, alhajas de pacotilla. Amalia soñaba ante esos tesoros. Pedro le permitió jugar y pagó los billetes. La gran rueda giraba bajo el impulso de la patrona, que, con un micrófono en la mano, exhortaba a los aficionados. Su voz metálica perforaba los oídos. Con las mejillas encendidas, la chica elegía un número detrás de otro. ¡No tenía suerte! Cuando aquello acabó, Pedro, con autoridad, compró otros tickets, y Amalia le agradeció con mirada apasionada.

Eran los mejores clientes de la barraca. La rueda de compartimientos multicolores viraba siempre bajo el clic fatídico. Por fin, Amalia ganó. Le dieron a elegir entre un anillo de latón adornado con una piedra azul, un bolígrafo o un cortaplumas. Eligió el anillo. Al recibirlo de manos de la patrona, tuvo una expresión de unción casi religiosa. El anillo era demasiado grande. Pero quiso tenerlo en el dedo. En diez minutos se había transformado en una señorita. Lustró el anillo y, volviéndose hacia Pedro, murmuró:

– Gracias, señor, pero hemos gastado mucho dinero.

Para calmar sus escrúpulos, le aseguró que el anillo valía diez veces más. En el stand de tiro al blanco, quiso probar su propia destreza y dio en el blanco con facilidad. Federico exclamó que era genial. Pedro sintió su amor propio tan satisfecho que se asombró. Luego, llevando a Federico aparte, le enseñó a manejar el fusil. Pero las balas del chico se perdían fuera del blanco. Entonces Pedro empuñó de nuevo la carabina y apuntó a las pipas blancas levantadas sobre un fondo de tela negra. Cada vez Federico le indicaba el objetivo:

– Aquélla… Ahora la de la derecha… ¡La de la izquierda!

Una tras otra las pipas volaron en pedazos.

– El señor es un buen tirador -dijo el patrón del stand, con aire frío.

Se había formado un grupo detrás de Pedro. Se divertía como si hubiese tenido la edad de sus jóvenes compañeros. Aquí, los premios eran mejores que en la lotería: una máquina de fotos, dos botellas de espumante, un par de gemelos y hasta un pato vivo. Al fin de la partida, eligió el pato. El patrón se lo llevó sosteniéndolo por las patas atadas. Era un bicho de pico largo y chato, de plumaje marrón verdoso, con los ojos redondos y asustados.

– ¡Qué lindo es! -exclamó Amalia.

Contento con su hazaña, Pedro tomó el pato en sus brazos en el centro de un círculo de espectadores entusiasmados. Algunos lo empujaban ya para llegar al mostrador y probar suerte. Preguntó al patrón:

– ¿Es macho o hembra?

– Macho -dijo el patrón.

– ¿Qué va a hacer con él? -preguntó Amalia.

– Dárselo a la señora Cousinet para su corral -dijo Pedro riéndose-. ¡Estoy seguro de que estará muy contenta!

El pato lanzó tres gritos sonoros agitándose en los brazos de Pedro. ¿Aprobaría la decisión? Amalia le acarició la cabeza con el filo de la uña. Su anillito relumbró. La chica se llevó el anillo a los labios, con gesto nervioso. Era hora de volver. Pedro se dirigió al coche. Con el pato apretado contra el pecho, hendía la multitud a largos pasos. Federico y Amalia trotaban a su lado. Sentía su admiración sobre los hombros como un manto real. En el auto, pasó el ave a la chica que lo puso sobre sus rodillas.

– ¡Dámelo, Amalia! -suplicó Federico.

– No -dijo ella-, eres demasiado pequeño. ¡No sabrías tenerlo!

– ¡Siempre lo mismo contigo!

– ¡No se van a pelear por un pato! -gruñó Pedro.

Instantáneamente los dos hermanos se calmaron.

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