7

En tres movimientos, Pedro alcanzó la pelota y, manteniéndose en la superficie del agua, la arrojó con fuerza a Federico. Sorprendidos por la violencia del choque, los dos hermanos se la disputaron, sumergiéndose alrededor de la esfera flotante. Federico la tuvo antes y, sin aliento, volvió a arrojarla con los dos brazos. A pesar de su esfuerzo, la pelota no pasó de la mitad de la piscina. Los chicos y Pedro se zambulleron para tomarla, cada uno por su parte. Pero para favorecer a sus adversarios, Pedro simuló fallar y fue Amalia la que ganó. La orgullosa seriedad de la chica contrastaba con las risas locas del chico. Éste saltaba en su lugar, con el pelo mojado, la boca abierta por la risa. Miguel pasó por la alameda, empujando una carretilla llena de tierra. Según su costumbre, miraba con mala cara las diversiones de sus hijos. Como era domingo, Pedro disponía de todo su tiempo. Lo que lo divertía de este juego era el placer que experimentaban los otros dos. Hizo como si fuera a quitarle la pelota a Amalia. Ella se defendió con bravura y escapó, como una anguila morena, a su intento. Friquette, excitada por la agitación de los otros, corrió alrededor de la piscina, saltaba para evitar las salpicaduras, tomaba algunas gotas al vuelo, retrocedía hasta el borde como si fuera a zambullirse, ladraba, al mismo tiempo gozosa y asustada. Federico la tomó por las patas delanteras y la arrojó a la pileta. Con el hocico estirado nadó rápidamente hacia la escalera de salida. Luego de haber tocado tierra firme, se sacudió, resopló, estornudando. Luego volvió a la carga, contenta de haber tenido miedo. Sus ladridos respondían a las exclamaciones de los chicos. Pedro pensó que algunas semanas antes una escena como aquélla le hubiera resultado inconcebible. ¡Un perro en su piscina! Rió de su indulgencia, llamó a Federico y le acarició la cabeza con su mano mojada. Ella hizo una mueca cómica. Como era casi la una, decidió que el baño había durado bastante, salió del agua y fue a la ducha, en el vestuario. Federico y Amalia lo siguieron y los obligó a enjabonarse. Mientras se vestía, Federico salió, chorreando, de la cabina y tomó la toalla para secarse.

– Toma una limpia -dijo Pedro.

– ¡No, ésta está muy bien, señor! -afirmó Federico.

Poco después su hermana tardaba en la ducha, y entonces él gritó:

– ¡Apúrate! Tenemos que almorzar rápido si queremos ver el partido por televisión.

Y dándose vuelta hacia Pedro, preguntó:

– ¿Usted va a verlo, señor?

– Por supuesto -dijo Pedro.

– ¿No podríamos verlo con usted?

Desconcertado en un primer momento, Pedro pensó que Miguel tenía un aparato en blanco y negro muy pequeño, mientras que él mismo tenía otro en colores, con una pantalla grande.

– ¡Pero sí! Vengan los dos a casa -dijo.

Federico agradeció efusivamente. Para atemperar su entusiasmo, Pedro lo interrogó sobre sus estudios. El muchacho reconoció que, por ese lado, todo iba mal.

– Vas a traerme los cuadernos, enseguida -le dijo Pedro.

– ¿También puedo traerle los míos? -preguntó Amalia.

Como era buena alumna, saboreaba por anticipado los cumplidos que merecería su aplicación.

– De acuerdo -dijo Pedro.

Almorzó liviano, solo en la cocina. A pesar de que se apuró, los chicos llegaron antes de que terminara. Debían haber picoteado algo de comida. La perra entró detrás de ellos. Tímida, tolerada, con las orejas caídas, la cola baja y las patas en el aire, caminaba con la delicadeza de una sombra. Pedro tomó los cuadernos que le alcanzaba Federico y los hojeó con consternación. Hasta la escritura era defectuosa. En el margen había marcas, signos de exclamación en rojo.

– No es brillante -dijo Pedro.

– ¿Sabe qué dice la señorita Germaine, señor? -susurró Amalia.

– ¿Quién es la señorita Germaine? -preguntó Pedro.

– La maestra. Dice que Federico es haragán.

– ¡No, no soy haragán! -exclamó Federico-. Hago lo que puedo. Pero hay cosas que no entiendo.

– ¿Cuándo empiezan las vacaciones? -preguntó Pedro.

– Dentro de ocho días, señor -contestó Amalia.

– Bueno, Federico, tal vez sea necesario que tomes clases durante el verano -dijo Pedro.

– ¿Lecciones de qué? -preguntó Federico.

– De todo -dijo Amalia con un tono ácido.

Federico levantó los hombros y dio un codazo a su hermana.

– ¡Nadie te preguntó nada!

Pedro le tuvo lástima.

– Si lo deseas, podrás avanzar a pesar de tu retraso -dijo para cumplir con su conciencia.

Y echó una mirada sobre los cuadernos de Amalia. En ellos todo era prolijo, con buena caligrafía, con los títulos subrayados con regla y buenas notas en todos los ejercicios. De pie frente a Pedro, la chica esperaba su reacción con ansiedad. La felicitó y ella se puso ancha, con las mejillas sonrosadas, pero sin dejar su aire de seriedad, casi severo. Mientras que su hermano daba a menudo la impresión de estar en la luna, ella aun en los momentos de mayor alegría parecía también preocupada por los problemas escolares y domésticos.

– Pronto va a ser la hora del partido, señor -cuchicheó Federico.

– ¡Es cierto, iba a olvidarme! -exclamó Pedro levantándose de la mesa con un apuro simulado.

Los chicos lo siguieron al escritorio. Los tres se instalaron en hilera frente al aparato de televisión. Pedro en un sillón, Federico y Amalia sentados en el suelo. Friquette se estiró cerca del muchacho, el hocico sobre las patas, tratando de pasar inadvertida. En la pantalla había comenzado el partido, rápido y violento. Amalia no hablaba, aburrida, parecía, por ese remolino alrededor de la pelota. Pero Federico seguía el juego con pasión, animaba a unos y a otros, y en los momentos de mayor angustia saltaba y volvía a caer sobre la espalda. La espectacular entrada de un zaguero en el campo enemigo, con el golpe del tiro sobre el palo del arco, le arrancó un rugido de rabia. Su equipo preferido estaba siendo dominado. Gritaba indicaciones a los jugadores:

– ¡Vamos!… ¡Dribble! ¡Dribble!… ¡Oh, pero no! ¡Va a perder la pelota! ¡Qué espera para tirar!

Atrapado por la fiebre del partido, el mismo Pedro le dio la respuesta:

– Tendrían qué alternar el juego corto y el juego largo… Ahora llevan bien el ataque… No, eso es corner… ¡Buen juego!

– ¡Oh, sí, buen juego! -repetía Federico.

Su rostro moreno estaba iluminado por la negra llama de los ojos y el brillo carnívoro de los dientes. Volviendo un poco la cabeza, Pedro se apartó de la pantalla para poder observar mejor a sus pequeños vecinos. En los rasgos de los chicos pudo seguir las alternativas del juego. Luego de un momento constató que la exaltación de Federico se extinguía. El chico casi ni hablaba, limitándose a escuchar al comentarista de televisión. Encorvaba los hombros, inclinaba la cabeza. “Se cansó en la pileta”, pensó Pedro. Y sin esperar el fin del partido subió al baño para cambiarse. Tenía una cita con Nicole. Una vez más, al elegir una camisa lamentó que no estuviera tan bien planchada como en las épocas de María. El doblez del cuello no era prolijo, el tejido de las mangas se arrugaba. La señora de Cousinet no tenía, como María, el respeto por la ropa masculina. Al inspeccionar su guardarropa, Pedro eligió un traje de alpaca azul oscuro. Una corbata estampada en azul y gris completaría el conjunto armoniosamente. Cuando volvió al escritorio, los chicos estaban todavía sentados frente al televisor, mudos, fascinados. Habían cambiado de canal y asistían al combate de un grupo de terrícolas enloquecidos contra los invasores llegados de otro planeta. Indiferente a semejante cataclismo, Friquette descansaba, hinchada de placer, contra las rodillas de Federico. Pedro no se animó a despedirlos.

– Tengo que irme -dijo-. Pero ustedes pueden quedarse. Cuando terminen, apaguen el televisor y vuelvan a la casa, dejando bien cerradas todas las puertas.

– Sí, señor -dijo Amalia-. Gracias, señor. Yo me voy a ocupar de todo.

Con un dedo Pedro acarició la mejilla de Amalia y pasó la mano por los cabellos de Federico con una brusca ternura. El chico levantó hacia él una mirada de gratitud. Pedro salió del escritorio dejando tras él una casa habitada.


* *

No era la primera vez que pasaba la noche en la casa de Nicole y sin embargo, al despertarse poco antes del amanecer, se sintió de pronto desterrado en esa habitación extraña de color amarillo, cuyos contornos adivinaba en la penumbra. Por un instante su pasado amoroso le llenó la cabeza. Se hundió en esa sensación del tiempo trastornado. Sin saber exactamente dónde estaba, se inclinó sobre su compañera y tuvo enseguida la información. No tenía ni el perfume ni la respiración ni el irradiamiento carnal de Susana. Y sin embargo, la deseaba. Nicole abrió los ojos, se estiró, se acercó a él. Hicieron el amor sin decir una palabra, metódicamente. Luego ella volvió a dormirse. Él no. Escuchaba los ruidos matinales en la calle. Le faltaba el campo. Cuando Nicole se despertó, era tan tarde que ella se precipitó a preparar el desayuno. La mucama no llegaba hasta las diez. Bebieron té frente a frente, unidos por el recuerdo de los placeres de la noche.

– ¿Volverás a “ La Bouissonnerie ”? -preguntó ella.

Vaciló un segundo y dijo riéndose:

– ¡A menos que me ofrezcas tu hospitalidad por una noche más!

Sin decir una palabra Nicole bajó la cabeza en señal de aquiescencia. Pedro le tomó la mano por encima de la mesa y depositó un beso sobre aquellos dedos largos y fuertes, con uñas almendradas. Sabía que disfrutaba de esa simplicidad. Era la mujer del mañana, equilibrada, dispuesta y fuerte. Decidieron comer juntos en el restaurante y volver a la noche a la habitación amarillo pajizo.

En el consultorio Pedro recibió al nuevo mecánico, que le había sido recomendado por un colega. Un hombre joven, muy calificado en cuanto a prótesis fijas y accesorios. Era el cuarto que veía. Tenía buenas referencias. Lo contrató. Poco después, tomó otra resolución importante: los Harteville lo habían invitado, junto con Nicole, a pasar el mes de agosto en su propiedad del Pyla. Nicole había aceptado entusiasmada. De este modo, la pareja se veía reconocida, consagrada, a los ojos de todos los amigos. Pedro se imaginaba un tranquilo bienestar. Telefoneó a Giselle Harteville para indicarle la fecha probable de su llegada. Cuanto más pensaba en ello, más se alegraba con la perspectiva de esos días de descanso, cerca de Nicole, en una atmósfera de cordialidad y de refinamiento. Necesitaba descanso. Los baños en las olas violentas, las largas caminatas en los médanos, azotado por el viento, el poder probar ostras bien frescas, arrojadas por el mar… Nicole vino a buscarlo al consultorio a las siete. Llevaba el traje color arena que a él le gustaba. Él había reservado una mesa en un restaurante del bosque de Boulogne.


*

* *

Al atravesar la entrada de “ La Boussonnerie ”, Pedro fue recibido por los saltos de alegría de Friquette. Hacía dos días que no lo veía. ¡Era demasiado! Corrió saltando, al lado del coche, hasta el garaje. Cuando él bajó, manifestó su alegría haciendo círculos a su alrededor, las patas dobladas por la velocidad, el cuerpo plegado y desplegado en una flexible carrera de lebrel. Al pasar, asustaba al pato, al que habían bautizado Baltasar, que enseguida había pasado a vivir fuera de su encierro y había extendido sus dominios a todo el jardín. Ante cada golpe del hocico, Baltasar arrojaba un grito corto y gutural, hacía como si se fuera, volvía a caer, desorientado, en el césped, y proseguía su camino con un balanceo cómico de la cola. Era evidente que no tenía miedo. Parecía que el juego lo divertía mucho. Sin embargo, a la larga, perseguido por Friquette, voló pesadamente hasta la piscina y se posó en el agua. Friquette, estupefacta, se plantó en el borde con una actitud de acecho y ladró. Pedro estalló de risa al ver a Baltasar sobrevolar, casi un rey, con el cuello derecho, el pico tenso, en el estanque azul reservado a los humanos.

– ¿Y tú, Friquette, no vas a buscarlo? -dijo.

Friquette fue hasta él con premura. En ese momento, habiendo cumplido ya con su ronda ritual, lo invitaba, mediante saltitos, a seguirla hasta la casa del cuidador. La grava de la alameda central crujía agradablemente bajos los pies de Pedro. Miraba, a derecha e izquierda, en el medio de los canteros, los macizos de rosas poliantas, cuyo emplazamiento había decidido Susana junto con Miguel. Cada tanto, la perra se detenía y agitaba la cola para incitarlo a caminar más rápido. Todo aquello formaba parte de un ceremonial cuyo sentido era precisamente la repetición.

Encontró a Miguel en la cocina. Con la lima en la mano, trataba de reparar una vieja cerradura.

– La descubrí en el granero -dijo-. Si consigo arreglarla, la pondré en el portón, en lugar de aquella que hay ahora y que se traba a cada rato.

– Sería mejor llamar a un cerrajero -dijo Pedro.

– No, no, señor. Déjeme hacerlo. Ya verá.

La cocina olía a sopa de puerros. En la repisa de la chimenea, ocupaba un lugar de privilegio la foto de María y Miguel. Ella con el vestido blanco de casamiento, él en traje negro, duro como de cartón, el cuello almidonado, la corbata bulbosa y una flor de azahar en el ojal. Ellos miraban en línea recta hacia adelante, sin sonreír, como si ya supieran que su dicha duraría poco.

– ¿Dónde están los chicos? -preguntó Pedro.

– Amalia fue a buscar pan. Y Federico está en la cama. Vomitó todo el paté que comimos al mediodía.

Pedro se dirigió hacia la habitación de los chicos. Acurrucado bajo sus cobertores, Federico temblaba, jadeaba. Tenía la frente ardiendo, el pulso agitado. Miguel, que había seguido a Pedro sin dejar la cerradura, añadió:

– Amalia le dio una tisana. Como la última vez que tuvo problemas gástricos.

Pedro no hizo ningún comentario. La rusticidad de su jardinero lo confundía. Este hombre vivía con un siglo de retraso.

– ¿Tiene un termómetro? -preguntó.

– Sí -dijo Miguel-. ¡Pero no sé dónde lo puso Amalia!

– ¡Estoy mal! ¡Estoy mal! -gemía Federico con las cejas fruncidas.

– ¿Dónde te duele? -le preguntó Pedro.

– La cabeza.

Pedro le tomó la cabeza y trató de masajearla suavemente, lo cual hizo que el chico gritara de dolor:

– ¡Ay! ¡No puedo más!

– Devolvió, quiere decir que está mal del estómago -dijo Miguel.

– ¿Dónde está la señora de Cousinet?

– Hoy no vino. Está en Nemours, con su hija.

Pedro inspeccionó la habitación con sus dos canutas gemelas, los juguetes (los de Amalia en un rincón, los de Federico en otro), los cuadernos sobre la mesa y, en la pared, un afiche de colores de una corrida portuguesa. Volvió a tomar el pulso al chico. Ciento veinte, pensó. En esos momentos, con la cara convulsionada y brillante de sudor, Federico balbució, con voz entrecortada:

– Mamá… ¿Dónde está mamá?… Quiero ver a mi mamá… Hay olas en la piscina… Y tiburones… ¡Llena de tiburones!

– ¿Qué es lo que dice? -murmuró Miguel.

– Está delirando -dijo Pedro-. Tiene por lo menos 40°.

Mientras tanto Amalia, que había vuelto de sus correrías, había entrado en la habitación y, de pie ante la cama, miraba a su hermano con curiosidad. Golosa de pronto, participaba del espectáculo. Pedro le pidió el termómetro. Ella se lo dio enseguida. Federico lloró mientras le tomaban la temperatura. Tenía 40°2. El temor de Pedro se acrecentó. Sin embargo, no había que enloquecer. Los chicos muchas veces tienen accesos de fiebre de esa clase.

– Hay que llamar al doctor Larivière -dijo.

Y volvió a la cocina para llamar al médico. Aquél se había ido ya a sus visitas por el pueblo. Entonces Pedro llamó al doctor Paternostro, un joven practicante, recién llegado a Milly. Cuando se comunicó con él, le describió en pocas palabras los síntomas que había constatado.

Diez minutos más tarde, el doctor Paternostro, pequeño, agudo y rubio, estaba junto al chico. Lo examinó con mucha atención y delicadeza. Federico tenía náuseas, se quejaba de la cabeza, temblaba, castañeteaba los dientes, divagaba dulcemente y, con la nuca rígida, no podía apoyar el mentón sobre el pecho. Delante del chico el doctor sonrió, bromeando:

– ¡Te vamos a curar enseguida, muchachito!

Pero cuando se encontró con Pedro y Miguel en la cocina, su rostro tomó una expresión de alarma.

– ¿Entonces? -preguntó Pedro.

– Pienso que estamos frente a una meningitis -dijo el médico-. No abundan mucho en esta época…

Pedro esperaba el diagnóstico, pero el oírlo enunciar tan tranquilamente, a dos pasos del enfermo, lo rebeló.

– ¿Usted piensa de verdad…? -balbució.

– No puedo afirmar nada antes de haber practicado una punción lumbar -respondió el doctor Paternostro-. Pero los signos de la enfermedad son muy claros. Hay que llevarlo inmediatamente al hospital.

Aturdido por el golpe, Pedro miró a Miguel. El jardinero, con la boca abierta, tenía aspecto de no comprender. Detrás de él Amalia, espantada, se comía la uña del pulgar.

– Conozco personalmente al profesor Mauclair, en el Hospital de Niños de París -dijo Pedro-. Seguramente hará lo posible para recibir al chico en su servicio.

– No podemos correr el riesgo de llevarlo hasta París -dijo el doctor Paternostro-. Se ha esperado demasiado. Ahora, cada minuto cuenta. Créame, lo atenderán muy bien en Corbeil. Voy a llamar una ambulancia.

Los sucesos se encadenaron con una rapidez tal que Pedro, a pesar de su voluntad de conservarse lúcido, creía vivir el desarrollo incoherente de un sueño. Dos hombres de delantal blanco llegaron a la casa. Federico se fue, leve, como una pluma, sobre una camilla. El médico, Pedro y Miguel lo acompañaban, mientras que Amalia se quedó en la casa, llorando. Pedro hizo que Miguel subiera a su lado en el auto y siguió a la ambulancia. El sonido trágico de la sirena abría camino. El girar de la señal luminosa lastimaba sus ojos a intervalos regulares.

Al llegar, ya de noche, al patio del hospital, tuvo la impresión de retroceder algunos meses atrás. María acababa de morir. Él iba a inclinarse ante su cuerpo, en la morgue. Al observar a Miguel de reojo, adivinó que los dos habían pensado lo mismo en el mismo momento.

Ya el doctor Paternostro, que había llegado en su auto particular, conversaba con el médico de guardia. Los enfermeros se afanaban. El enfermo fue aislado de inmediato en una habitación. Gracias a su condición de dentista, Pedro fue admitido junto a Federico, mientras que Miguel se aburría en el corredor. Asistió a la punción lumbar. Federico, postrado, apenas si reaccionó a la penetración de la aguja. Pero la miserable contracción del rostro del chico, el débil estertor que se escapaba de su boca, resultaron intolerables a Pedro. Habituado por su profesión al espectáculo del dolor, no podía soportar la vista de aquello. Tal vez porque se tratara de una carne demasiado tierna, de un alma demasiado fresca… Esto era una injusticia de Dios. Pidió al médico de guardia que avisara al jefe de servicio, el doctor Vigogne, el que llegó poco después y aprobó todas las iniciativas tomadas en su ausencia. Se imponía un tratamiento con antibióticos. Con las venas canalizadas, hasta que se tuviera el resultado del análisis de laboratorio hecho con el líquido cefalorraquídeo, Federico, curiosamente, parecía más tranquilo. Pedro interrogó a los médicos acerca de las complicaciones que podían llegar a producirse. Hablaron de septicemia a meningococos, de secuelas sensoriales, tales como la sordera o una atrofia óptica tardía. Sin embargo, tenían esperanzas. El enfermo había sido tomado a tiempo. La acción enérgica de los antibióticos normalmente debía parar la infección. Pedro miró al chico que yacía frente a él, con los tubos en los brazos, con unas gruesas vendas, y por arriba de su cabeza, el frasco desde el cual bajaba, a través de un tubo, el líquido salvador. Un pequeño cadáver bajo un aparato monstruoso. Todo estaba en orden. No había más que esperar. No era la primera vez que Pedro experimentaba aquel sentimiento de impotencia trágica frente a la enfermedad. Ya con su mujer… Federico había sido el preferido de Susana. Ella lo había visto nacer. ¡Que no pudiera estar junto a él, esta noche, frente al horror del sufrimiento del chico! ¿Y si Federico se moría? Como Susana, como María… Sufrió el choque helado de esta idea y la rechazó con todas sus fuerzas. El doctor Vigogne daba sus últimas instrucciones al enfermero de la noche. Pedro agradeció a los médicos, dejó la habitación y tranquilizó como pudo a Miguel, que esperaba en un rincón, con la resignada paciencia de los simples.

Al volver a “ La Buissonnerie ” consultó algunos libros de medicina. Estos confirmaron las indicaciones de los doctores Paternostro y Vigogne. Mañana se sabría si se trataba realmente de una meningitis cerebroespinal a meningococos. Incapaz de dormir, Pedro se paró, como era su costumbre, ante la ventana abierta, frente al jardín, esperando de la noche, del silencio del follaje, un socorro que su razón le negaba. De pronto decidió que este campo al que tanto amaba perdería todo su valor si Federico desaparecía. Este sentimiento de dependencia de un chico era para él tan nuevo que tuvo la impresión fugaz de no coincidir con su personaje. Desdoblado, desorientado, trató en vano de recuperar el manejo de los acontecimientos. Desde la muerte de Susana, el preferirse a todos y a todo se había convertido para él en una regla de vida necesaria y cómoda. Mientras que de pronto el solo pensar en Federico enfermo echaba por tierra esta feliz filosofía. Perdía el gusto por sí mismo. El temor por el futuro le quitaba hasta la noción del presente.

Durante largo rato dio vueltas, amenazado por la inquietud, roído por la impaciencia. De pronto, al volver a pasar frente a la ventana, vio la luz móvil que acababa de encenderse, a la izquierda, en el fondo del jardín. Miguel había retomado su trabajo en la pared. Como si no pasara nada. Sin duda no tenía una clara noción del peligro que corría su hijo. Con el cerebro entorpecido, era incapaz de imaginar o de prever. Pedro estaba solo en la casa, en el mundo, para cuidar del chico enfermo. Tenía la confusa sensación de que mientras permaneciera en vela, con los ojos abiertos, Federico no correría ningún riesgo. Cuando por fin, deshecho de cansancio, se acostó y dormitó un poco, tuvo la sensación de culpa de un centinela que se duerme en su puesto.

Al día siguiente, al despertar, se vistió en un momento, rechazó el desayuno y, buscando a Miguel de paso, se fue derechamente hacia el hospital.

Como el día anterior, Miguel no pudo acercarse a su hijo. Pedro lo hizo sentar, mudo, obstinado, en una pequeña sala de espera, se puso un guardapolvo blanco y entró en la habitación del enfermo. Federico respiraba entrecortadamente, con una mueca de dolor que le empujaba los labios hacia abajo. Abrió los ojos, vio a Pedro inclinado sobre su cama, pareció reconocerlo, sonrió débilmente, murmuró mamá y cerró los ojos para volver a caer al mundo nauseoso del sufrimiento. Según la enfermera la fiebre había bajado un poco, el pulso y la respiración eran más lentos, los dolores de cabeza se apaciguaban. El doctor Vigogne anunció que, según el análisis del líquido cefalorraquídeo, se trataba de una meningitis cerebroespinal. En cuanto a las consecuencias, les dijo que no podría pronunciarse antes de veinticuatro horas, durante las cuales el chico seguiría canalizado. La enfermedad era muy contagiosa, había que tomar precauciones en todas las personas de su alrededor, prescribirles un tratamiento de sulfamidas y avisar en la escuela del riesgo de epidemia. Luego de la visita, Miguel, puesto al corriente de la situación, pareció consternado a causa de todo el movimiento del cual su hijo era responsable. Al dejar el hospital, sacó un pañuelo de su bolsillo, se sonó violentamente, un orificio de la nariz después del otro, se enjugó los ojos y murmuró:

– ¿Pero cómo hizo para pescarse esto?

Pedro le explicó pacientemente que la enfermedad se trasmitía directamente, por contacto con otro enfermo. Miguel movió su pesada cabeza con aire de disgusto y farfulló:

– ¡Por lo menos hubiera tenido cuidado! ¡Toda esta inquietud, señor! ¡Si María hubiera estado aquí, todo esto no hubiera ocurrido!

– ¡Sí, Miguel, exactamente de la misma manera!

Llevó a Miguel a la casa, contó los últimos acontecimientos a la señora Cousinet, que se lamentó de haber estado ausente el día anterior, consoló a Amalia asegurándole que su hermano iba a ponerse mejor, le recomendó que siguiera las prescripciones del doctor, la mandó a buscar los medicamentos para todos y volvió a irse a París sin haber podido apaciguar su propia, íntima, inquietud.

En el consultorio, la sucesión de pacientes y la diversidad de las intervenciones en todas aquellas bocas abiertas no pudieron hacer que se olvidara ni un solo instante de su principal preocupación. Durante el día telefoneó tres veces al hospital. El estado se mantenía estacionario. Aunque era indiferente a los misterios de la religión, pidió un milagro. Envidió a los creyentes que encuentran en su oración la fuerza para esperar, y en caso de fracasar, la sabiduría de aceptar. Los minutos se arrastraban, una dentadura tras otra. A las cinco Nicole llamó a Pedro desde su oficina para proponerle que pasaran la velada juntos: había podido liberarse de una cena aburrida. Se negó, alegando algunas obligaciones: ella no hubiera comprendido que renunciara a verla porque el hijo del jardinero estaba enfermo. A las seis y cuarto, dejando los últimos pacientes a un colaborador, volvió a su casa.

Estaba tan apurado que en dos oportunidades tuvo que cruzar a otro auto pasándolo por la izquierda. La segunda vez, la sensación de haber escapado por escaso margen a un accidente lo asustó un poco. “No tengo derecho”, pensó de pronto. “Ellos me necesitan. ¿Qué harían si yo desapareciera?” Esta extraña idea lo acompañó hasta el patio del hospital. En el hall se encontró con el doctor Vigogne, que salía. Alto y ventrudo, con una pequeña barba en punta, el médico tenía esa noche un aire de confianza.

– Creo que todo va a terminar bien -dijo.

Pedro respiró profundamente para contener dentro de sí el estallido de una alegría tumultuosa. La gratitud lo elevaba del lugar. Pero no era al doctor Vigogne a quien tenía ganas de agradecer. ¿A quién entonces?


* *

Los días siguientes la mejoría se fue confirmando. Cada noche, al volver de París, Pedro pasaba por el hospital. Experimentaba un delicado placer al cambiar algunas palabras con Federico, quien, en cada visita, parecía menos diáfano, más fuerte, más alegre. Al dejarlo se repetía: “¡Salvado! ¡Salvado!”, con una ingenua sorpresa. Algo bien inaccesible, indefinido, le devolvía la razón de vivir. Hasta le parecía que esta prueba lo había enriquecido. ¿Acaso se trataba de lo que algunos llamaban instinto paternal?


* *

– No te comprendo, Pedro -dijo Nicole-. Desde el momento en que está fuera de peligro, nada te impide ir a Pyla en el mes de agosto.

Ella descansaba todavía en la cama, mientras que él se vestía en el baño, cuya puerta había quedado abierta. La veía reflejarse en el espejo del lavabo, apoyada sobre un codo, los senos desnudos, los cabellos despeinados, con aquella expresión de apacible satisfacción animal en el rostro que siempre tenía después del amor. Aun ahora que su deseo estaba saciado, la encontraba hermosa en su verdad de mujer abundante y colmada. Pero también sabía que, a pesar de lo que los unía, no cedería en la discusión.

– No -dijo-. Tengo que quedarme este verano en “ La Buissonnerie ”. La convalecencia de Federico puede ser delicada. El doctor Vigogne me lo ha repetido ayer.

– ¡No va a estar solo! Tiene a su padre…

– ¿Piensas que se puede contar con Miguel para cuidar a un chico enfermo? Cada día está más torpe, obstinado, taciturno…

– ¿Y esa buena mucama que reemplaza a María?

– ¿La señora Cousinet? A ella tampoco le tengo confianza. Y además, ella vuelve a su casa todas las noches y no vuelve hasta la mañana.

– ¡Entonces mándalo a una residencia para chicos, en la montaña! ¡Eso le hará mejor que quedarse en Milly!

La insistencia de Nicole lo molestó. Cuanto más le explicaba sus razones, menos parecía ella dispuesta a entenderlo.

– ¡Eso sería absurdo! -dijo-. El pobre chico se sentiría completamente perdido entre extraños. Tengo una responsabilidad sobre él. Si sobreviniera una complicación, no me lo perdonaría nunca. ¡Es raro que no te des cuenta!

Volvió, ya vestido, a la habitación. Ella se cubrió el busto con la sábana. Para atenuar la sequedad de su negativa, él dijo aún:

– Pero si todo va bien, me haré una escapada a Pyla para pasar algunos días contigo…

– Escucha, Pedro -dijo ella-. Gisele nos invitó juntos. No voy a ir a Pyla sin ti. ¡Eso es todo!

– ¿Qué vas a hacer, entonces?

– Tal vez un crucero a Grecia con Jacqueline Moulin. Me lo propuso la semana pasada.

– ¡Ah, bueno!

Verificó con agrado que ella parecía evidentemente decepcionada, pero en absoluto disgustada. Según su costumbre, no hacía un drama por cualquier cosa. Tenía una manera muy de ella, liviana y tranquila, de enfrentar las contrariedades. La compañía ideal, pensó, inclinándose para abrazarla. Ella volvió la cabeza y le acercó su mejilla.

– ¡Eres un tipo extraño! -le dijo-. Te crees fuerte y eres débil, egoísta y te deshaces de ternura frente a un chico enfermo, amante de la soledad y te rodeas de gente que no es nada tuyo.

Él rió:

– ¿Conoces algún carácter que no sea una suma de contradicciones?

– Sí, el mío. ¡Yo sé lo que quiero!

– ¿Y qué es lo que quieres!

– ¡En este momento, beber! Prepárame un whisky con agua mientras me levanto.

Se deslizó fuera de la cama con tal presteza que apenas tuvo tiempo de entrever su desnudez rubia y esbelta. Cinco minutos más tarde se le reunió, peinada, maquillada, en el living, donde la esperaba ante dos vasos servidos.

– ¿Cuándo sale el chico del hospital? -le preguntó ella.

– Pasado mañana.

– ¿Y cuándo me vas a invitar a “ La Buissonnerie ”?

Desconcertado, murmuró:

– No lo sé… El domingo que viene no es posible… Pero el otro sí puede ser… ¿Te conviene?

Ella bajó los párpados en señal de aceptación, los levantó y le lanzó una mirada cuyo fuego inteligente y malicioso lo turbó. Un momento pensó en quedarse con ella toda la noche. Luego la idea de su casa volvió a él, violenta y dulce. Volvió a sentir la necesidad de regresar enseguida a “ La Buissonnerie ” como un animal obediente al llamado de la selva. Miró su reloj: las once y veinte.

– ¿Tienes que irte? -dijo ella irónicamente.

Él protestó:

– Pero no, tengo tiempo.

Y decidió quedarse hasta la noche, menos por placer auténtico que por cortesía amorosa.

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