A la mañana, al entrar en el comedor, Pedro vio a Amalia que disponía la mesa para el desayuno.
– ¿Qué haces aquí? -dijo, sentándose.
– La señora de Cousinet no ha podido venir -dijo Amalia-. Se fue a ver a su hija que está enferma.
– ¿Y no vas a clase?
– Son las vacaciones de Pascua desde el último sábado, señor.
– ¡Ah, cierto…!
No quiso insistir, verificó que el té estaba bien preparado y las tostadas tan bien hechas como en el tiempo de María, y felicitó a la chica. Mientras tomaba el desayuno, ella terminó de alinear la vajilla de la noche anterior sobre el bargueño. Sus gestos eran dispuestos, su mirada asombrosamente seria para su edad. ¿No sonreiría nunca? Era cierto que acababa de perder a su madre.
– ¿Puedo subir a su habitación, señor? -le preguntó.
– ¿Para qué?
– Para la limpieza.
– ¿Sabrás hacerlo?
– Por supuesto que sí, señor. Muchas veces ayudaba a mi madre.
Hablaba francés sin el menor acento. Mejor que el portugués, sin duda. Por otra parte, cuando Miguel o María se dirigían en portugués a sus hijos ellos les contestaban siempre en francés. Pedro quiso destacar su interés por esta niña trabajadora y le preguntó:
– ¿Estás contenta en el colegio?
– Sí, señor.
– ¿Cuáles son las materias que te interesan?
– El francés, las matemáticas.
– ¿Qué quieres hacer más adelante?
– Quiero ser médica o… o dentista…
Él sonrió:
– ¿Por qué?
– No sé, señor. Creo que debe ser interesante.
– Mucho -dijo él-. Trata de no cambiar de opinión en el camino.
Ella se eclipsó con una pequeña mueca crispada.
Antes de salir hacia París, Pedro fue al jardín. Miguel movía la tierra alrededor de los rosales. Federico limpiaba el césped, invadido de hojas secas que se pudrían. La mirada perdida a lo lejos, manejaba el rastrillo con un descuido tal que su padre lo llamó al orden, con voz ruda, en portugués. El chico hundió el cuello entre los hombros y aceleró sus movimientos. Desde su regreso, la fiebre del trabajo se había apoderado de Miguel. No conforme con preparar sus plantaciones para la buena estación, había decidido ordenar el desorden de la granja. Era evidente que trataba de aturdirse en el esfuerzo. Pedro respondió a su saludo y siguió avanzando hacia el fondo del jardín, hasta la piscina, que, durante el invierno, estaba cubierta por una protección de tela espesa. La cobertura no se había movido. Por debajo se adivinaba una cavidad verdosa y profunda. ¿No sería tiempo de restablecer la filtración y el templado del agua? Fue Susana quien tuvo la idea de esta instalación. Como detestaba las piscinas convencionales, había querido dar a ésta el aspecto de un estanque rústico, rectangular, con los bordes de viejas piedras toscamente ensambladas. De esta manera, el espejo de agua se integraba perfectamente al paisaje de arbustos y abedules temblorosos. Pero Susana no había llegado a nadar en ese decorado soñado por ella. La enfermedad la había derrumbado algunos meses antes de que se terminara el trabajo. Pedro, en cambio, se bañaba regularmente todas las mañanas, desde los primeros días de primavera. Al volverse hacia Miguel, éste le preguntó:
– ¿No le parece que habría que poner en condiciones la piscina, señor?
– Todavía hace un poco de frío -dijo Pedro.
– El tiempo va a ir mejorando. Si usted quiere bañarse el mes próximo, es necesario arreglar todo ahora. De ese modo, cuando llegue el momento sólo será necesario encender la caldera.
– Tiene razón -dijo Pedro-. Ocúpese de todo cuando tenga tiempo.
De pronto le pareció extraño estar hablando con Miguel sobre un futuro en el que este hombre no formaría parte de la casa. Todo lo que le decía estaba como rodeado por la ambigüedad a causa de aquella próxima partida. No habían vuelto a hablar del tema desde el regreso de la familia. Como Pedro se dirigía hacia el garaje, chocó con la señora Cousinet, que llegaba renqueando, su bolsa colgada del brazo.
– Creía que usted no iba a venir -dijo.
– ¡Pero sí! -le respondió ella-. Simplemente le dije a la chica que estaría un poco más tarde.
– Ella aprovechó para reemplazarla.
– ¡No me asombra en ella! -afirmó la señora Cousinet, riéndose.
Y añadió en voz baja, con un aspecto de profunda confidencia:
– Sabe, ella y su hermano se sienten mal por tener que volver a Portugal. Esperan que sea lo más tarde posible. Le propuse a Miguel que los chicos se quedaran hasta las vacaciones de verano. Que por lo menos terminen su año escolar. Después podrían reunirse con su padre.
– ¿Y él aceptó?
– Sí y no -dijo ella-. Con Miguel nunca se sabe…
Luego, ahogando la voz, casi en un susurro, con los ojos entrecerrados:
– ¿Encontró una pareja para reemplazarlo?
– Todavía no -dijo Pedro-. Estoy buscando…
En realidad no había iniciado ninguna gestión. Cada aviso le parecía que encerraba una trampa.
– ¿Busca bien? -sopló la señora Cousinet-. A mí me hablaron de una pareja de cuidadores, los Muraton, que trabajan en lo de los condes de Pénouelle, cerca de Vaudoué. Tienen que dejar el puesto porque los propietarios vendieron. Podría ser que le convinieran.
– Sí, sí, voy a ocuparme -se evadió Pedro.
– Si usted quiere puedo hacer el contacto. Conozco a la cuñada, que vive por aquí.
– Muy bien -dijo Pedro.
Miró su reloj para significar que no podía perder más tiempo en charlataneos.
– ¿Cuándo les digo que vengan? -insistió la señora Cousinet-. ¿El sábado a la mañana estará aquí?
– Sí, no… No lo sé todavía -dijo él. Y la dejó, excedido por una solicitud con la que no sabía qué hacer.
A primera vista, los certificados eran excelentes. Pedro los volvió a leer para darse tiempo a pensar. Ante él, en el escritorio, estaba el matrimonio Muraton: el hombre, rubio y delgado, con una mirada directa; la mujer, todo busto y caderas, el rostro cubierto de cuperosa y la sonrisa melosa. Los dos, franceses. Unos cuarenta años. Aspecto sano y profesional. Habían llevado con ellos a sus dos hijas mayores, de dieciocho y dieciséis años, maquilladas, llenas de sortijas, con collares de fantasía que bajaban desde el cuello y aros de brillantes en el lóbulo de las orejas.
– Si quiere, puede telefonear a la señora condesa para pedirle otros informes -dijo Muraton-. Allí me ocupaba de un parque de cuatro hectáreas. Lo hacía todo solo. La señora condesa adoraba las flores. Aquí no he podido darme cuenta demasiado al pasar. Conmigo usted notará el cambio. Es lo que pasa con los árboles. Los han podado contra el buen sentido. ¡No es alguien del oficio el que hizo eso!
Las críticas, dirigidas a su empleado, irritaron a Pedro, aunque tuvo que reconocer que eran justificadas. La misma Susana decía que Miguel era más albañil que jardinero. Pero aconsejado por ella, mantenía el jardín convenientemente. ¿Con qué derecho el nuevo venía a erigirse en juez?
La mujer de Muraton, turnándose con su marido, exaltó sus propias cualidades de cocinera. En lo de los condes de Pénouelle, que recibían a menudo, llegó a preparar comidas para veinte cubiertos. La señora condesa era muy puntillosa con los menúes. Nunca sus invitados comían dos veces la misma cosa en su mesa.
– Mi mayor especialidad es la pastelería -afirmó la mujer de Muraton.
– Aquí usted no tendría oportunidad de demostrar su talento -interrumpió Pedro-. Recibo poco. Y estoy a régimen.
Cuantas más pruebas le daban los Muraton de sus capacidades, más se retraía en una hostil desconfianza. Como si tuviera miedo de encontrarse frente a personas tan bien adaptadas a la situación. Como si su misma competencia hubiera sido un obstáculo a sus ojos. Seguros de ser empleados, los Muraton hablaban ya de sus salarios, de los días de salida, del aguinaldo, de sus vacaciones. Con el espíritu ausente, Pedro asentía con un gesto de los labios. Le preguntaron si en la casa de los cuidadores habría, además de su habitación, otra para sus hijas. Pedro llamó a Miguel, que pasaba frente a la ventana, y le pidió que les hiciera visitar su casa. Al ver cómo se alejaba el grupo por la alameda, se sintió mal. Al lado de la silueta rechoncha, familiar, de confianza, de Miguel, los Muraton eran los intrusos.
Volvieron enseguida diciendo que todo les convenía en principio, pero que pedían cuarenta y ocho horas antes de decidirse porque tenían otras propuestas.
– Yo también tengo otras propuestas -dijo Pedro secamente.
Vio cómo se iban sin lamentarlo.
En seguida subió a cambiarse. Otorgaba mucha importancia a su arreglo. Estar bien vestido contribuía a su bienestar y, de algún modo, a la conciencia de su identidad. Para ese día se imponía una vestimenta informal. Eligió seriamente las piezas de su atavío: camisa verde pálido con cuello abierto, realzado por un pañuelo de seda verde bronce, pantalón marrón claro, saco de gamuza bien cortado… Tenía una cita al mediodía, en el golf de Fontainebleau, con su amigo Bernardo Changarnier. Abogado en el foro de París, Bernardo estaba devorado por su clientela. Muy ocupado por su parte, Pedro deploraba verlo tan poco. Apreciaba la conversación, la rectitud, la varonil alegría de ese antiguo compañero de liceo. El único con el que mantenía contacto.
Al volver a verlo, lo encontró más sombrío que habitualmente. Grande y pesado, Bernardo tenía el rostro marcado por la fatiga. Indudablemente, aunque tuvieran la misma edad, Pedro parecía más joven que él. Sintió una satisfacción egoísta. Por algo era que se imponía una vida estrictamente higiénica. Almorzaron en el restaurante del Club House. Desde el comienzo del almuerzo, Bernardo, interrogado por Pedro, reconoció que no estaba “en su mejor forma”. Su divorcio de Mariana le planteaba problemas. Los recordó entre dos bocados: Mariana quería dejar París para instalarse en Angers; en ese caso, se llevaría a sus tres hijos, ya que tenía la custodia; esto complicaría el ejercicio del derecho de visita… Detrás de todos estos problemas de organización material, Pedro adivinaba el desorden de un hombre que pierde el equilibrio. Nadie sabía con exactitud qué era lo que había provocado la separación de la pareja. Bernardo era muy discreto sobre ese punto. Sin duda, había sido Mariana quien había decidido la ruptura. Y él sufría en su amor propio, tal vez también en su amor. Impaciente por hablar de sus problemas personales, Pedro se sentía superado y frustrado. Encontraba que Bernardo dramatizaba en demasía una situación en suma completamente clásica. Luego de un momento, dejó de escucharlo para pensar en sí mismo, en Miguel que volvería a irse a Portugal, en la dificultad de devolver a “ La Buissonnerie ” su encanto elegante de otras épocas. Sin embargo, como no podía razonablemente parecer insensible a las preocupaciones de su amigo, terminó por intervenir con un tosco buen sentido:
– Entiendo que todo eso bulla en tu cabeza. Pero, créeme, en algunas semanas nos reiremos juntos. No me sorprendería que Mariana cambiara su decisión.
– ¡No la conoces! -dijo Bernardo-. Cuando tiene una idea en la cabeza… Sin embargo, deseo igual que ella esta solución radical. ¡Hasta estoy contento con ella! Lo que debo hacer es adaptarme, organizarme… ¡Eso no se hace de la mañana a la noche!
– No -dijo Pedro con amargura-. ¡Dímelo a mí!
– ¿También tú tienes problemas?
– ¡Demasiados!
Y precipitándose sobre la oportunidad, Pedro puso a Bernardo al corriente de sus “inconvenientes domésticos”.
– En eso no estamos de acuerdo -dijo Bernardo-. “ La Buissonnerie ” es un lugar maravilloso. Pero luego de la muerte de Susana has debido sentirte muy solo. Además, haces todos los días sesenta kilómetros de ida y otro tanto de vuelta. Y cuando vuelves a tu casa, es para caer desplomado. ¡Instálate en París y se te resolverán todos los problemas!
– No. Me gusta demasiado Milly. Necesito ver los árboles, la tierra, escuchar los pájaros a la mañana. ¡Me ahogaría en París!
Alrededor de ellos, poco a poco, el restaurante se había llenado de gente. Solamente los habitués. Los conocidos se saludaban. Los rostros lucían felices, despreocupados. Pedro y Bernardo tomaron su café en silencio. De pronto, Bernardo dijo:
– A propósito, ayer la vi a Nicole, en la casa de los Moulin.
Pedro se estremeció: ¡entonces Nicole había vuelto de Nueva York! Su agencia de publicidad -filial de una firma americana- la había enviado a los Estados Unidos como redactora, por una estadía de tres meses. Él le había escrito allí dos veces. No le había contestado. ¿Simple descuido o ganas de cortar los puentes? Seguramente ella ya lo había reemplazado. Él no otorgaba demasiada importancia sentimental a su relación. Pero lo humillaba que hubiera sido ella la que tomara la iniciativa de desligarse sin pena ni gloria.
– ¿No te llamó? -preguntó Bernardo.
– No.
– ¡Es raro! Ayer me preguntó por ti. Pero sabes cómo es ella: siempre ocupada, excitada y rodeada de misterio…
Pedro sonrió: eran exactamente las principales características de Nicole. En el fondo no tenía ningunas ganas de verla. En los últimos tiempos, en París, sus encuentros se volvían cada vez más decepcionantes. El brillante sentimiento de los comienzos se transformó en camaradería. Todo estaba bien así. Se levantó, se estiró, impaciente por probar su habilidad en el campo. Bernardo se irguió a su vez. Estaba un poco gordo. Pedro le dio un golpe ligero en el vientre:
– ¡Atención a los kilos de más! Te dejas estar…
– ¡Oh! -dijo Bernardo-, en el punto en que estoy, te aseguro que la línea no me preocupa.
– ¡Es un error! El estado físico condiciona la moral. Pesarse todos los días es el principio de la sabiduría.
– ¡Tú puedes hablar! No has engordado ni un gramo en treinta años. ¡Tienes una suerte!
La palabra suerte aplicada a su caso le pareció a Pedro una herejía. Se dispusieron a salir, seguidos de dos caddies que llevaban los palos de golf. Enseguida, Pedro comprobó que Bernardo estaba en otra cosa. Golpeaba la pelota sin reflexionar, perdía los golpes más fáciles, echaba pestes contra sí mismo, contra su equipo, contra los obstáculos del terreno y retrasaba a Pedro en su avance. En el agujero dieciséis, se declaró fuera de juego. No podía más. Pedro terminó sin él. Luego, Bernardo, extenuado, se negó a ir a tomar una copa a “ La Buissonnerie ”. Tenía que volver enseguida a París, donde lo esperaban algunos expedientes urgentes: “Ya son las seis, ¿te das cuenta?”. Parecía insatisfecho, como alguien que ha perdido el día. Pedro, por el contrario, estaba muy orgulloso de su score: había hecho el recorrido en ochenta y cinco golpes. Una de sus mejores performances. ¿A quién se lo diría? En otras épocas, Susana jugaba al golf con él, en Fontainebleau. Por un instante volvió a ver su silueta, el palo levantado, girando sobre las caderas y arrojando la pelota con un golpe seco y preciso. Le gustaban sobre todo las largas caminatas con ella, a la mañana temprano, antes de la llegada de los jugadores, a través de un paisaje verde y accidentado. Al regresar, en el auto, discutían sus respectivas proezas, comentaban cada golpe, alternaban los cumplidos y las críticas. Hoy, Pedro extraía de aquellas horas aparentemente agradables pasadas en compañía de Bernardo un recuerdo de insatisfacción. ¿Serían así, en lo sucesivo, todos sus días?
En la casa encontró a la señora Cousinet que lo esperaba para servirle la comida. Le preguntó qué quería comer y él optó por un plato de carne y un poco de ensalada con aceite de maíz. Antes de retirarse, la señora Cousinet murmuró:
– Entonces, ¿no se entendió con el matrimonio?
– ¿Qué matrimonio? -preguntó Pedro.
– Los Muraton.
– ¡Ah no! ¡En absoluto!
– Sin embargo, tenían todo el aspecto de conocer su oficio.
– Tal vez demasiado.
En lugar de irse, la señora Cousinet daba vueltas en el escritorio. Su rostro espeso, de nariz redonda, de mentón redondo, de ojos redondos, expresaba una mezcla de atrevimiento y temor. De pronto se arrojó al agua:
– ¿Me permite que le haga una sugerencia, señor Jouanest? Es una idea que se me ha ocurrido de pronto… Usted podría conservar a Miguel para el jardín y tomar una mucama externa para la casa.
– No me parece posible -dijo Pedro-. Además, él quiere irse a Portugal.
– ¡Oh, no señor! El no sabe bien ni dónde está, pobre. ¡Están tan ligado a “ La Buissonnerie ”! Usted ya ha visto cómo se dedica al jardín desde que volvió. Este rincón de tierra es su vida. ¡Irse de aquí sería para él romperse el corazón! Y no hablo de esos chicos que lloran cada noche ante la idea de irse de Francia. Créame, bastaría que usted dijera una palabra y Miguel se quedaría…
– Sí -concedió Pedro-, eso sería evidentemente una solución. Pero usted misma, señora Cousinet, ¿no podría seguir ocupándose de la casa como lo hace ahora?
La señora Cousinet pareció desconcertada y enrojeció de placer:
– ¿Yo? ¡Qué amable es usted al pedírmelo, señor Jouanest! Si con eso usted se arregla, ¿por qué no? Nunca podré reemplazar del todo a la pobre María, por cierto. Sin embargo, con la ayuda de Miguel para los trabajos pesados, podría funcionar…
Ella irradiaba luz, esférica y limpia. Pedro se sentía extrañamente exhausto. No sabía que deseaba, desde el principio, este acomodamiento irregular. Todo volvía a estar en orden. No tenía que preocuparse de nada.
– Vaya a buscar a Miguel -dijo.
Cuando el jardinero se presentó ante él, tuvo que contenerse para no recibirlo con una gran sonrisa de amistad. Fue con un tono sereno que le ofreció quedarse definitivamente en “ La Buissonnerie ”. Miguel lo escuchó, con la frente hacia adelante, la mandíbula pesada, el aire malhumorado, y de pronto, girando sobre los talones, se dirigió hacia la puerta. Ya en el umbral, se dio vuelta. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Volvió sobre sus pasos. Su labio inferior colgaba, completamente húmedo. Resopló, se enjugó el rostro con un pañuelo y balbuceó:
– ¡Hay tantas cosas que hacer aquí! ¿Vio el techo, al costado del patio? Hay que rehacerlo. Y luego, usted sabe, la verja que cierra la propiedad está hundida, deshecha… Ya hace mucho tiempo lo hablé con la señora. Ella quería construir un muro alrededor del lugar… Podría hacerlo yo solo, no le costaría más que el precio de los materiales…
Hablaba con una voz contenida, con furor y humildad, sin agradecimiento, como si ese desenlace no correspondiera a su deseo más profundo.
– ¿Una pared? -dijo Pedro-. Me parece bien, Miguel. Solamente que usted tiene para algunos años con eso.
– Tardaré el tiempo que sea necesario, pero lo terminaré -gruñó Miguel-. Una hermosa pared, muy sólida, que esté por fin en nuestra casa…
La emoción le cortaba el aliento. Los ojos volvieron a humedecérsele. Aspiró profundamente y concluyó:
– Eso es todo.
– Sí, eso es todo -dijo Pedro.
De pronto se sintió tan confundido como Miguel. Sentado detrás de su escritorio, daba vueltas en sus manos una antigua lupa que Susana le había regalado, en otra época, para su aniversario.
– Y en cuanto a las medidas, señor -dijo todavía Miguel-, ¿retomo las que ya decidí antes con la señora?
– ¡Por supuesto! -respondió Pedro. Con la garganta oprimida, continuó jugando con su lupa.
– Ella decía un metro ochenta de alto, en total. En ladrillo. Y arriba, un techo a dos aguas con una torrecita.
– De acuerdo -dijo Pedro.
– Pero no tenga miedo señor: esto no va a impedirme ocuparme del jardín. Todo se hará al mismo tiempo. ¿Qué me queda si no es el trabajo en esta vida?
Esta reflexión llegó a Pedro hasta el fondo. Se la había hecho a sí mismo muchas veces luego de la desaparición de Susana. Miguel y él sufrían la misma enfermedad. Dos viudos ubicados cara a cara. Un pesado silencio cayó sobre ellos. Se miraron. Luego de un largo momento, Miguel inclinó la cabeza y puso la mano en el picaporte de la puerta. Pedro lo detuvo para preguntarle si tenía noticias sobre la indemnización que podría recibir por la muerte accidental de María. Miguel respondió que el conductor responsable del accidente había huido, sin testigos, y no había ningún recurso en la justicia. Por otra parte, como María había muerto fuera de su trabajo, cuando iba a la casa de una amiga, la Ayuda Social se negaba a reintegrarle los gastos.
– Pero eso no tiene ninguna importancia para mí, señor -prosiguió Miguel-. ¿Qué es el dinero comparado con la vida? ¡Hasta me parece que me disgustaría hacerme pagar por mi duelo! ¿Acaso uno puede, al mismo tiempo, llorar y tender la mano para recibir el dinero?
La señora Cousinet golpeó la puerta. El señor estaba servido. Atravesó el salón para dirigirse al comedor. Al pasar, su mirada se deslizó sobre los muebles antiguos, de maderas preciosas, muertos al mismo tiempo que su dueña. De golpe, abandonaba el mundo viviente por un museo. La idea misma de instalarse en esa habitación para tomar el café no le venía al espíritu. En el comedor, se sentó en su lugar habitual, al extremo de la larga mesa, y miró al vacío. Un profundo silencio lleno de hojas rodeaba la casa. Sobre la madera lustrada, a cada lado del plato, se destacaban las manos de Pedro, pálidas y secas, con las uñas cortas. Tragó su carne fría, mientras leía el diario. Sus ojos absorbían confusamente las noticias más alarmantes sin que disminuyera en su corazón el sentimiento de la paz reencontrada.