Esta vez todo había sido bien preparado. Le telefoneó desde París a la señora Vouzeilles, y consiguió una cita para el día siguiente a las tres. Quedaba avisarle a Miguel. Empujado en sus últimas resistencias, no podría negarse a ir al estudio. El escribano, con sus explicaciones, terminaría por convencerlo. Naturalmente inclinado al optimismo, Pedro manejaba rápido en una ruta despejada. Eran las siete de la tarde. Los faros del auto hendían la noche a ambos lados, desgarrados y húmedos. No había vuelto a hablarle a Miguel de su proyecto de adopción. Un acuerdo tácito los vinculaba uno a otro. Tampoco había dicho nada a la señora de Cousinet. Se imaginaba la cara de espanto de aquella mujer tan cuidadosa de las diferencias sociales. Se acordó de que le había dado franco. Como todos los jueves ella habría ido a visitar a su hija en Nemours. Federico debía estar sentado frente al televisor, con Friquette a sus pies. Esta evocación del universo familiar y apacible reconfortaba a Pedro y justificaba, de algún modo, su deseo de paternidad.
Cuando llegó frente al portal, se asombró. Las dos hojas estaban abiertas, y Friquette, sentada en sus patas traseras, se mantenía al borde del camino, a la entrada. Al ver el auto se apartó, pero sin manifestar la alegría habitual. Paso a paso, con la cola baja, acompañó al auto, a la distancia, hasta el garaje. Intrigado por su aspecto culpable, Pedro la llamó y le tironeó de las orejas bromeando:
– ¿Qué te pasa, Friquette? ¿Desplumaste a Baltasar y Miguel te regañó? Cuando llegó a los escalones, la perra no lo siguió y se alejó, retrocediendo. Buscó a Federico en el escritorio, en la sala de billares, en el salón, en su habitación. En vano. Sin duda el chico estaba con su padre, o bien otra vez en el café.
Pedro se dirigió hacia el pabellón del cuidador. Friquette caminaba atrás, más lejos, sin apuro, con el lomo arqueado, la cola oculta. Hacía frío y estaba oscuro. La bruma crepuscular bajaba sobre la copa de los árboles. Antes de llegar a la casita, la perra se sentó de nuevo, seria, asustada. Pedro entró solo en la cocina y encendió la luz.
En la súbita claridad, dos pies aparecieron a unos centímetros del suelo, cerca de una silla tirada. Al levantar los ojos, Pedro vio la cuerda atada a un saliente del techo. Miguel colgaba allí, en todo su peso, con las piernas rígidas, la cabeza inclinada, el cuello roto. Una mueca horrible torcía su rostro de caucho. Espantado, Pedro no pensó en desatarlo y se precipitó a la antigua habitación de los chicos aullando: “¡Federico! ¡Federico!”
Un títere frágil, plegado sobre los bulbos de flores. La cabeza rota, Federico no se movía. Desde la sien hasta la mejilla, se extendía una mancha roja, grumosa y brillante. A su lado, el fusil de caza de Miguel. Atontado por el horror, Pedro se arrojó sobre el cuerpo del chico. Lo abrazó, lo estrechó contra su pecho, lo llamaba con gritos que le salían de las entrañas.
Cuando se levantó, tenía sangre en las manos y alrededor de la boca. Por un rato largo se quedó inmóvil, con la impresión de que no respiraba, de que también su corazón había dejado de latir. Había que hacer algo. ¿Pero qué? La vida ya no tenía sentido. Avisar a un médico, a la policía…
Con las piernas flojas, volvió a la cocina. Una carta había sido puesta en un lugar visible de la mesa. Se inclinó para leerla. Las lágrimas llovieron de sus ojos. Una sola frase, dificultosamente escrita en francés, con lápiz: “Ahora, señor, usted podrá adoptar a Amalia.”