– Ya vas a ver, es una historia apasionante -dijo Pedro.
Dubitativo, Federico hojeaba los dos volúmenes que Pedro había comprado para él en una pequeña librería de Milly.
– No tiene ninguna figura -terminó por murmurar, decepcionado.
– ¡Ellas te vendrán a la cabeza solas cuando comiences a leer!
– ¡Yo sé qué es, Los tres mosqueteros! -dijo Amalia-. ¿Ocurre en la antigüedad, no es cierto, señor?
– Sí -dijo Pedro.
– ¿Habla de algunos alborotos? -pregunte Federico.
– Y otras cosas más -concedió Pedro, sonriendo.
Y añadió:
– Vas a leernos el primer capítulo en voz alta para entrenarte.
Federico hizo una mueca. La lectura era su punto débil. Pedro, que acababa de cenar, llevó a los chicos a su escritorio. Todavía el día estaba claro, a pesar de la hora. Un crepúsculo de verano, cálido y transparente. Federico se sentó en el suelo, en cuclillas, y abrió el primer volumen sobre sus rodillas. Enseguida se le adosó Friquette, con las patas de adelante rígidas, el cuerpo oblicuo, apoyando todo el hombro de su amo. Amalia se había ubicado, encogida, en una silla baja. Instalándose en su sillón, Pedro lanzó:
– ¡Muy bien, Federico, tú! ¡Te escuchamos!
Mientras que Federico leía el comienzo de la novela, con una voz monocorde, deteniéndose en las palabras complicadas, Pedro volvía a verse niño, descubriendo el mundo heroico y tumultuoso de Alejandro Dumas. Algunas frases despertaban en él lejanas resonancias. La descripción de D’Artagnan lo enterneció retrospectivamente: “Rostro alargado y moreno. Los pómulos sobresalientes, signo de astucia. Los músculos maxilares enormemente desarrollados, índice infalible por el cual se reconocía a un gascón, aun sin birrete, y nuestro joven llevaba un birrete adornado con una pluma”. Escrutando a Federico, Pedro descubría en aquella fisonomía aplicada los signos del entusiasmo que había experimentado alrededor de cuarenta años atrás. Le hubiera gustado, a través de aquel pequeño extraño, revivir su propia infancia. Pero Federico parecía apenas consciente de lo que leía. Las cejas contraídas por el esfuerzo, cortaba las frases sin tener en cuenta su sentido. Cada tanto Pedro le corregía una falta. Pero lo animaba también: “Sigue. Ya ves que estas leyendo mejor”. En realidad estaba consternado. “¿No era yo más adelantado a su edad?”, se preguntaba. Y se trasladó a la época de su primera pasión por los libros. Su habitación de niño se abrió hacia él, con sus juguetes, su olor, su lámpara de pie de metal, y la página brillantemente iluminada, cuyas líneas seguía con el dedo. El mundo, entonces, hervía de personajes imaginarios más cercanos a él que sus propios padres. D’Artagnan daba el brazo al capitán Nemo, Miguel Strogoff cabalgaba junto a Ivanhoe. ¡Los sueños de Federico estaban tan alejados de los suyos! Era absolutamente necesario afinar el espíritu de aquel chico, despertarlo a los valores eternos de la cultura, sustraerlo a la fascinación de la televisión y de las historietas. Merecía otro destino que aquel que se le preparaba a la sombra de su padre. Luego de cuatro páginas, Federico manifestó su cansancio con un bostezo. Amalia le arrancó el libro de las manos:
– ¿Puedo leer yo ahora, señor?
Lo hizo, y el relato tomó un giro más comprensible. Era visible que ella se envanecía de leer mejor que su hermano. Hasta ponía distintas entonaciones en los diálogos. Aunque ella mereciera sus elogios, Pedro no le hizo ninguno para no humillar a Federico. Luego de ella, él mismo se apoderó del libro. Esta vez, mientras escuchaban, los dos chicos parecieron subyugados por los exitosos golpes de espada de D’Artagnan y la radiante aparición de Milady. Pedro leyó largo rato, sostenido por la atención maravillada de su auditorio y el encanto de sus propios recuerdos. Cuando se detuvo, juzgando que la sesión había durado demasiado, Federico le suplicó:
– ¡Otro poco, señor!
Conmovido se apresuró a seguir. Habiendo llegado a la última frase de un capítulo demasiado movido, decretó:
– ¡Terminado por esta noche! Van a leer el resto ustedes solos.
Entonces Federico preguntó si no podría “ver un poco de tele”. A pesar de su cara implorante, Pedro se negó:
– ¿Has visto la hora? Tu padre debe estar esperándolos.
– ¡Oh, no señor! -dijo Federico-, está junto a su pared.
– No es una razón para que se retrasen aquí. ¡Largo de aquí! ¡A la cama! ¡Además, no hay nada bueno en televisión!
Pedro se castigaba, enviando a los chicos. Pero era por disciplina. Por lo menos trataba de convencerse de eso. Ya era de noche. Encendió la luz que iluminaba el comienzo de la alameda, frente a la escalinata, y miró alejarse aquellas dos siluetas frágiles. Amalia caminaba con un paso calmo y regular, mientras que Federico saltaba a su lado, seguido por una Friquette que saltaba y brincaba. En cuanto a Baltasar, debía estar como de costumbre a esa hora, durmiendo en su jaula, con la cabeza debajo del ala.
El negocio, especializado en la venta de maquetas de trenes, no había cambiado desde la época en que Pedro iba con su padre. Al franquear el umbral, lo sorprendió constatar que la mayor parte de los clientes eran hombres de edad madura. Sin duda iban allí no para complacer a sus hijos sino para completar su colección personal. El rostro serio, con un catálogo en la mano, discutían de técnicas ferroviarias con los vendedores. Prudentemente, Pedro esperó su turno. Como en la época en que, de muchacho, soñaba frente a la instalación de las locomotoras. Por cierto que el material se había modernizado, los trenes de hoy tenían un diseño aerodinámico. Pero el placer de la contemplación era el mismo que en otra época. Ante esos juguetes, el chico que Pedro había sido se confundía con el chico que recientemente había entrado en su vida. Era precisamente a la edad de Federico, poco antes de la guerra, que había instalado su primer circuito en un rincón del cuarto de plancha, y la mucama se lamentaba porque debía saltar una conexión de vías para acceder a la mesa de planchar. Como había amado apasionadamente aquel juego Federico no podía permanecer insensible. La idea se le había ocurrido de improviso, mientras que trabajaba, aquel mediodía, en la dentadura de una cliente. El tiempo de verificar en la guía de teléfonos que el negocio existía todavía, y había saltado sobre su auto. Ahora gozaba por anticipado con la sorpresa de Federico, con su alegría. Comenzarían con un recorrido razonable, para seguir luego completándolo. Pensándolo bien el material le pareció insuficiente y lo completó según su fantasía. Salió con los brazos cargados de paquetes. De golpe se acordó de la existencia de Amalia: ella se sentiría defraudada si se le hacía un regalo a su hermano sin llevarle nada a ella. Entró en un negocio, compró una muñeca y volvió al auto.
Los recuerdos de su infancia lo persiguieron hasta la noche. Como si la compra del tren hubiera puesto en movimiento el mecanismo de su memoria profunda. Él, que casi nunca pensaba en sus padres, ese día no podía desligarse de ellos. Había perdido a su padre a los doce años. Un hombre bueno y recto que participaba de los juegos de su hijo, con el cigarrillo colgando de un extremo de la boca, el ojo izquierdo semicerrado. Juntos, miraban correr los vagones por los rieles. Su padre fumaba demasiado. Su madre se lo reprochaba a menudo. Cuando renunció al cigarrillo era demasiado tarde. Su tos ronca, su delgadez, su pupila dilatada. Minada por la pena, la madre de Pedro no había sobrevivido mucho a su marido. Tal vez hubiera sucumbido al abuso de los tranquilizantes. Luego Pedro había vivido en la casa de su tía Matilde, la hermana de su madre, que se había ocupado de él hasta el fin de sus estudios. Una mujer dulce y suave, que, según su propia expresión, le dejaba “la brida en el cuello”. Ella también había muerto. Pero mucho tiempo después, cuando acababa de abrir su consultorio de dentista. Todos esos fantasmas mantenían alrededor de él una atmósfera de tierno pesar, de la que desconfiaba como de una invitación de sucumbir frente a las dificultades de la existencia.
Cuando llegó a “ La Buissonnerie ”, Miguel y los chicos habían terminado de cenar. Amalia ordenaba la vajilla. Federico, sentado ante la mesa de la cocina, descifraba Los tres mosqueteros. Había recuperado el color y había crecido luego de su enfermedad. Cuando vio los paquetes sus ojos se avivaron:
– ¿Qué es esto, señor?
Y con dedos impacientes desató los hilos, apartó los papeles. Al descubrir el tren lanzó un clamor de alegría salvaje. Pedro se dijo que había adivinado. También había comprado maquetas de una estación, del hangar, de casas en miniatura para unir y armar un conjunto, para rodear la vía férrea. Todo gustó a Federico. Se arrojó contra el pecho de Pedro, que le rodeó la cabeza con las manos. Amalia miró largamente a su muñeca, la dio vuelta, la volvió a mirar y agradeció con tono mesurado. Friquette, aunque no había recibido nada, ladró para manifestar su alegría.
– Los mima demasiado, señor -dijo Miguel-. No era necesario.
No era una simple fórmula de cortesía. Había un reproche en su voz. Pedro desdeñó responderle. Con Miguel, tenía la costumbre de ese hablar abrupto. En otra época usaba a María como intermediaria para transmitir sus instrucciones al jardinero. Ella explicaba todo a su marido en portugués. Ahora que ella no estaba allí, Pedro tenía la impresión de que un desierto lo separaba de aquel hombre, amurallado en su incomprensión original. Ya Federico empalmaba las vías sobre los mosaicos de la cocina.
– Aquí no -dijo Miguel-. Les caminaríamos encima.
– ¿Dónde entonces? -preguntó Federico.
– En tu habitación.
– ¡Allí no hay lugar! -dijo Amalia.
Pedro fue a la habitación de los chicos y verificó que, en efecto, el espacio entre las dos camas y la puerta era demasiado exiguo como para alojar un circuito conveniente.
– ¿Y entonces qué? ¿No voy a poder jugar nunca con mi tren? -se apenó Federico.
– Sí, dijo Pedro-. Tengo una idea. Vamos a instalar el tren en la sala de billar, al lado de mi escritorio.
– Pero eso no es posible, señor -dijo Miguel-. Si usted hace eso, nunca va a poder jugar al billar.
– ¡Hace un siglo que no juego, Miguel!
– ¡Igual!
– ¡Me consolaré jugando al tren! -dijo Pedro riéndose-. Además, el tapete de la mesa de billar tiene algunos desgarrones. Lo vamos a recubrir con una hoja de aglomerado y dispondremos encima todos los juguetes.
– ¡Oh, sí, será lindísimo, señor! -exclamó Federico.
– Venga conmigo, Miguel -exclamó Pedro-. Vamos a tomar enseguida las medidas de la hoja de aglomerado. Usted la encargará mañana en lo de Mauricet. Que él la corte delante de usted.
Todo el grupo se dirigió en procesión hacia la casa. Friquette cerraba la marcha. La sala de billares, sin uso desde hacía mucho tiempo, olía a humedad. Con un metro en la mano, Miguel calculó las dimensiones de la futura superficie de maniobras ferroviarias. Era evidente que no había comprado suficientes accesorios para armarla. Pedro no se puso a cenar sino después de haber arreglado todos los problemas relativos al nuevo destino del aposento.
Al día siguiente, que era viernes, telefoneó desde París a Miguel para saber si el carpintero había cortado y entregado la hoja de aglomerado. Fue Federico el que le respondió: la hoja de aglomerado ya estaba en su lugar. Había sido necesario unir dos de ellas para llegar a las dimensiones necesarias.
– ¡Es formidable! -gritó Federico al otro extremo del teléfono-. ¡Hola! ¡Hola!… ¿Usted escucha, señor?
– No hables tan fuerte -dijo Pedro-. ¡Me rompes los oídos!
– ¿Cuándo va a venir, señor? ¡No podemos instalar los rieles sin usted! ¡No podemos hacer nada sin usted! ¡Lo esperamos!
– Trataré de volver un poco antes -prometió Pedro.
Su propia impaciencia lo divertía. Aprovechó de un momento en blanco entre dos citas para volver al negocio y comprar rollos de papel verde afelpado que imitaba el césped, rieles curvos y rectos suplementarios, un túnel, un puente metálico. Apenas había llegado al consultorio, lo llamó por teléfono Nicole. Un contratiempo: no podría verlo, la semana próxima, porque tenía que ir a Londres por algunos días. Esto no lo contrarió de ninguna manera.
Todo el sábado estuvo ocupado con el armado del papel afelpado y la fijación de los rieles según un esquema previamente establecido. Sentada en un rincón de la sala, con su muñeca al lado, Amalia observaba a los tres hombres que se afanaban alrededor del billar. De tanto en tanto Pedro se apartaba un paso para admirar el paisaje liliputiense. Luego regresaba al trabajo, se encarnizaba sobre los tornillitos, empujaba minúsculas aletas en sus ranuras, instalaba el transformador. Miguel, con sus gruesos dedos, no podía ser de ninguna ayuda en un trabajo tan minucioso. Se balanceaba, con la cara hosca, la mirada ausente. Luego de un momento gruñó:
– ¿Puedo irme, señor? ¿No me necesita para nada más?
– ¡Pero sí! -dijo Pedro, molesto-.Váyase, Miguel. ¡Tiene otras cosas que hacer!
Entonces Amalia, abandonando su muñeca, se acercó a la mesa y se puso ella también a observar los rieles. Con las cejas fruncidas, el labio inferior voluntarioso, manejaba los tornillos con la ligereza y la precisión de un relojero. Luego de cada operación se desplazaba lateralmente para dedicarse al riel siguiente. A un mismo tiempo seria y jubilosa, era visible que estaba en lo suyo. Federico se impacientaba y preguntaba cada diez minutos: “¿Y ahora lo podemos poner en marcha?”
Fue recién el domingo a la mañana que Pedro hizo caminar el primer convoy, delante de los chicos. El tren en miniatura serpenteaba a través de una pradera verde, pasaba debajo de un túnel, franqueaba un puente, cruzaba a otro tren que venía en sentido contrario. Federico accionaba los mecanismos según las indicaciones de Pedro. Algunas curvas eran demasiado cerradas. Unos vagones descarrilaron.
– ¡Un accidente! -aulló Federico en el colmo de la alegría.
Volvieron a enderezar los vagones, los engancharon a la locomotora. Pedro hizo rodar al convoy en marcha atrás y lo condujo sobre una vía del garaje para dejar enfilar al otro convoy. Estas maniobras exactas, destinadas a evitar los choques de vagones, lo divertían como un juego de destreza. Friquette había escalado una silla y allí, con el cuello extendido, observaba con una mezcla de temor y curiosidad esta máquina diabólica que corría en todo sentido sobre la mesa. A veces, un gruñido nervioso se escapaba de su garganta. Federico la hizo callar con un manotazo. Con los ojos agrandados por el asombro, Amalia exclamó:
– ¡Voy a buscar a mi padre! ¡Tiene que ver esto!
Se fue corriendo y volvió seguida por un Miguel con ojos opacos y suelas de plomo. Luego de una mirada al ferrocarril, dijo:
– Está muy bien… muy bien… Pero es tarde… Federico, Amalia, vengan. Hay que poner la mesa…
Un ruido de pelea guió a Pedro hacia la sala de billar. Recién había vuelto de París, luego de una jornada agotadora, y todavía no había visto a los chicos. Los encontró frente al tren. Amalia, radiante, manipulaba el transformador y guiaba a los convoyes, cada uno según su itinerario, con astucia y destreza, mientras que Federico, de pie detrás de ella, la amenazaba con el puño y gruñía:
– ¡Deja eso, idiota, o te daré una cachetada!
– ¿Qué ocurre? -preguntó Pedro.
– ¡No me deja jugar! -farfulló Federico-. Dice que no sé, que soy demasiado chico. El tren es mío, de todos modos. ¡Es mi regalo, es mi tren!
– Lo estropea todo, señor -dijo Amalia-. ¡Lo que le gustan son los accidentes!
Y volviéndose hacia Federico, añadió:
– ¡No es así como se hace! ¡No se enreda el transformador en todas las direcciones! ¡Lo vas a romper!
– Escucha, Amalia -dijo Pedro tranquilamente-. Por supuesto, eres grande y te desempeñas mejor que él. Pero hay que dejarlo. Si no no va a aprender nunca. Y además, el tren es un juego de varones…
Un fulgor de venganza iluminó los ojos de Amalia. De un golpe tiró los vagones que pasaban delante de ella.
– Bien, señor -dijo entre dientes.
Y abandonó la habitación, con la muñeca en los brazos. Poco después volvió y arrojó la muñeca en el hueco de un sillón, desdeñosamente. La figura de plástico quedó allí, con los ojos abiertos, las piernas separadas, los brazos tendidos hacia el vacío. Una vez logrado su efecto, Amalia volvió a salir haciendo volar su falda en un movimiento de femineidad ofendida. “¡Es el calco de su padre!”, pensó Pedro, dividido entre la irritación y la diversión. Federico enderezó los vagones con hipos de pena. Su enfermedad lo había vuelto por cierto más emotivo. Era necesario dirigirlo. Pedro le mostró, por décima vez, el funcionamiento del transformador:
– Gira el botón a la derecha, suavemente… No, así lo das vuelta a la izquierda…
Federico resoplaba, suspiraba, volvía a comenzar, con las cejas crispadas, los dedos torpes. Su torpeza, de la que era consciente, lo irritaba. Era visible que esperaba plantar todo allí. Para calmarlo, Pedro le limpió la cara con su pañuelo y anunció alegremente:
– ¿Sabes qué vamos a hacer? Mañana es sábado. Bueno, te voy a llevar a París a ese negocio donde tienen todo lo que se necesita para los trenes en miniatura.
– ¿Vamos a ir nosotros dos, usted y yo, o con Amalia?
– ¡Con Amalia, por supuesto! -dijo Pedro-. Debes ser amable con tu hermana. De esa manera ella será amable contigo.
Sin embargo, al día siguiente por la mañana, cuando Pedro anunció su intención a Amalia, ella respondió con tono agudo:
– Gracias, señor. Pero no quiero ir a París. Prefiero quedarme aquí con mi padre.
– ¿Dónde está tu padre?
– En Milly. Pero va a volver pronto.
– ¡Te vas a aburrir completamente sola!
– Nunca me aburro, señor.
Federico piafaba delante del auto. Sin duda lamentaba que su hermana no cambiara de idea.
– ¿Vamos entonces? -preguntó en un soplo.
Cuando se sentó en el auto, Friquette saltó y se ubicó con soberbia en el asiento trasero.
– ¡Ah no! -dijo Pedro-. ¡Tú no, Friquette! ¿Quieres bajar?
– ¿No podemos llevarla a París, señor? -imploró Federico.
Pedro se negó. Comprendiendo que estaba condenada, Friquette hizo un gesto de mártir, con las orejas caídas, el hocico humilde, y se deslizó al suelo.
– Tú te ocuparás de ella, Amalia -dijo Federico.
Sentada en cuclillas sobre el umbral de la casa del cuidador, Amalia se comía una uña.
– No -dijo-. Tengo otras cosas que hacer.
La misma fórmula de la que Pedro se había servido poco antes para mandar a Miguel a sus ocupaciones, mientras que él se quedaba a jugar a los chicos. ¿Lo habría dicho a propósito?
Federico bajó del coche renegando y ató a Friquette a una cuerda que colgaba del tronco de un árbol. Inclinada sobre ella, la acarició y la abrazó murmurándole:
– Sé buena, mi Friquette. Vas a cuidar la casa. ¡Volveremos enseguida! -Friquette tendía la pata y gemía para que tuvieran lástima de ella.
– ¡Es una artista consagrada tu Friquette! -dijo Pedro riéndose.
Y reunió en una mirada emocionada al chico y a la perra, quienes se comprendían tan bien. ¡Qué bullente sensibilidad la de ese chico! ¡Cómo se parecía a María! Por fin Federico, separándose bruscamente, corrió hacia el auto y se instaló a su vez en el asiento trasero.
Tomaron la ruta con alegría, dejando detrás de ellos a una Friquette atada al poste del sacrificio y a una Amalia aferrada a su orgullo.
El sábado por la mañana Pedro no trabajaba, pero su colaborador atendía las urgencias. En lugar de ir directamente al negocio, pasó primero por la calle Francisco 1º, donde estaba el consultorio. El chico quedó maravillado por todos esos mecanismos de precisión. En la blanca habitación brillaban unas herramientas misteriosas, y él se creyó, dijo, en la habitación de una nave espacial. Pedro apreció su asombro. Le explicó el funcionamiento de todos los aparatos, lo llevó a lo del protesista, le presentó a su asistente y a Marco Véry:
– Ya les hablé de Federico, que me tuvo tan preocupado cuando estaba enfermo. Y bueno, aquí está. ¿No es verdad que tiene buena cara para ser un convaleciente?
Y adivinó en los rostros una respuesta a la ternura que él mismo sentía. Hizo que el chico se sentara en el sillón, tomó un espejo, una sonda y dijo:
– Aprovecharé para examinarte los dientes.
– ¡Me va a lastimar! -gimió Federico.
– Pero no. Abre bien la boca.
La dentadura de Federico era de una regularidad y de una solidez perfectas, pero de una prolijidad dudosa.
– Dime, tú -gruñó Pedro-, ¿te lavas los dientes todos los días?
– No lo sé, señor -balbuceó Federico.
– ¿Tal vez lo hagas una vez por semana?
– Sí, tal vez.
– Entonces, cuando seas grande como yo, ¡no vas a tener dientes!
Con los ojos desorbitados, las manos sobre las rodillas, Federico recibió el veredicto sin pestañear. La época en que sería “grande” estaba tan lejos que no estaba dispuesto a inquietarse ahora. Las mangas de su saco, que no era de su medida, descubrían sus muñecas delgadas y huesudas.
– Enjuágate la boca -dijo Pedro.
Federico llevó a sus labios el vasito lleno de agua perfumada, la pasó de una mejilla a la otra, la escupió y dijo:
– ¡Esto es requetebueno!
Luego acompañó a Pedro a su escritorio y, sentado en una silla, lo escuchó dictar unas cartas al grabador para su secretaria. Esta extraña ceremonia pareció impresionarlo vivamente. Tenía el mismo rostro cautivado que frente al aparato de televisión.
Después de haber dado sus instrucciones al grabador para la última carta, Pedro acercó subrepticiamente el micrófono a Federico. Sin atemorizarse, el chico exclamó:
– ¡Todo esto es lindísimo! ¡Es una lástima que Amalia no pueda verlo!
Una vez grabada esta declaración, Pedro rebobinó la cinta y se la hizo oír. Al escuchar su propia voz que salía del aparato, Federico se asombró, dudó, se alegró. Miraba de hito en hito el aparato misterioso y a Pedro, que permanecía impasible. Los ojos del chico brillaban con la felicidad del descubrimiento. Quiso hablar otra vez por el micrófono. Pero Pedro le recordó que tenían que pasar por el negocio de los trenes en miniatura. Instantáneamente Federico saltó de un placer a otro. Olvidado del grabador, no pensaba más que en los trenes.
– ¡Oh, sí, vamos enseguida, señor!
Se retorcía de impaciencia. En el negocio, cayó en éxtasis frente a una locomotora de modelo antiguo, con su alta chimenea y sus rutilantes cobres. Pero era una pieza de colección y no se vendía. Pedro se conformó con comprar algunas vías curvas y pasos a nivel, que les resultaban indispensables.
Cuando estuvieron con sus paquetes sobre la vereda, Pedro decidió:
– ¡Ahora, volvamos!
Una vez en el torbellino de los automóviles, sobre la autopista, manejó con más prudencia que de costumbre. La presencia de Federico en el asiento de atrás le daba una impresión de exaltadora responsabilidad y fuerza.
Al llegar a “ La Buissonnerie ”, encontró a Miguel y a Amalia ocupados en arrancar los yuyos, en el prado.
Friquette, todavía atada, ladraba quejosamente. Federico se precipitó a desatarla. Volvió con la perra, que saltaba mordiéndole los talones, las pantorrillas, las manos, en la alegría del reencuentro. Luego, hundiéndose en el auto, sacó los paquetes y gritó:
– ¡Mira! ¡Tenemos más trucos para el tren!
– ¿Crees que me importa? -dijo Amalia.
Se comía a su hermano con los ojos de ganas. Luego de haber cumplido, con ladridos y piruetas, con sus deberes de bienvenida, Friquette se puso a perseguir, según su costumbre, al pato Baltasar. Apoyado sobre el mango de su escardador, Miguel, con rostro que parecía esculpido en madera, no decía palabra. La señora de Cousinet salió de la casa y preguntó si el señor había almorzado.
– No -dijo él-. ¿Por qué?
– Son las dos menos cuarto, señor -dijo la señora Cousinet-. No sabía qué tenía que hacer.
Él entró al comedor. La mesa estaba preparada para un cubierto.
– Federico y Amalia van a almorzar conmigo -dijo Pedro.
– Amalia ya almorzó con su padre, al mediodía -dijo la señora Cousinet.
– Entonces añada un cubierto para que coma Federico.
La señora Cousinet plegó los labios y obedeció. Federico se ubicó enfrente de Pedro. Cuando les servía, la señora Cousinet tenía un aire estirado, como si hubiera desaprobado la intimidad excesiva del señor con los hijos del jardinero. Sin duda su respeto por las jerarquías sociales se oponía a tales encabalgamientos. Indiferente a su humor, Pedro la felicitó por su asado con zanahorias y ella se distendió un poco. Amalia apareció a los postres y aceptó probar la ensalada de frutas; Pedro le tuvo lástima.
– Sabes que examiné los dientes de Federico -le dijo-, y pienso llevarte el próximo sábado a París para examinar los tuyos.
Ella enrojeció y sus ojos se llenaron de lágrimas. Hiciera lo que hiciera, siempre su lugar era el segundo después de su hermano. Pero esa humillación de buscarla en segundo término valía más que nada.
– Gracias, señor -murmuró.
La señora de Cousinet, encorsetada en sus principios, levantaba la mesa.