6

El programa, al final de la velada, era muy pobre: unos cantantes de tercera categoría, haciendo muecas y sin voz, sobre un fondo multicolor de calidoscopio. Pedro apagó el televisor, ubicado en una mesa baja al fondo del escritorio. Durante la enfermedad de Susana habían instalado el aparato en el dormitorio para distraerla. Entonces asistían juntos al espectáculo, ella estirada en su cama, él sentado a su lado, en un sillón. A veces ella le tomaba la mano, como con temor de que la abandonara. Recordó el contacto sobre la piel de aquellos dedos débiles y afiebrados, su presión inquieta. Hoy estaba solo, en el escritorio, frente a la pantalla oscurecida. Sin nadie con quien intercambiar impresiones. De golpe volvió a pensar en Nicole. ¿Por qué no lo había llamado? ¿No hubiera debido llamarla él mismo? Tuvo un impulso hacia aquella mujer como hacia una vida de otro tono, franca, simple y clara; luego todo volvió a convertirse en cenizas en su cabeza. Respiró profundamente, tomó un libro ilustrado sobre la vida y la obra de Arcimboldo y lo abrió sobre la mesa. Lo apasionaba -no sabía demasiado por qué- la personalidad de aquel artista italiano del siglo XVI, lleno de fantasía, que pintaba rostros formados con frutas, flores, legumbres y caracoles, y arrastraba a su último protector, el emperador Rodolfo II de Augsburgo, cada vez más lejos en el culto de la extravagancia. Al cabo de una hora, con los ojos fatigados, dejó el libro y subió la escalera crujiente. Seguramente lo esperaba una nueva noche de insomnio. Ya en su habitación se desvistió y echó una mirada por la ventana, hacia el jardín oscuro. En los confines de la propiedad, cerca de la verja, detrás de los arbustos, brillaba una luz blanca, inmóvil. Intrigado, se puso una robe sobre el piyama, volvió a bajar la escalera y salió. El cielo estrellado refulgía sobre su cabeza. Un aire fresco le lavó el rostro. La grava de la alameda crujía bajo las suelas livianas de sus chinelas. ¿Qué significaba aquella claridad insólita? ¿Se trataba de un descarado vagabundo que hubiera encendido una linterna o del faro de un tractor detenido en el campo vecino? Al acercarse a la verja Pedro reconoció a Miguel, que, con sus herramientas de albañil en la mano, trabajaba en la pared, al resplandor de una lámpara móvil a la que un reflector duplicaba en luminosidad. Ya había puesto los cimientos de la primera hilera, y, trepado a un andamio hecho de una plancha y dos tensores, disponía los ladrillos sobre el lecho de cemento fresco. Iluminado desde abajo, tenía un rostro de teatro, con los rizos color carbón. Su sombra escalaba los árboles, recortada como en un decorado. Apenas real, parecía listo a desaparecer, como un genio de la noche sorprendido en alguna ceremonia ritual.

– ¿Qué ocurre, Miguel? -dijo Pedro-. ¿Ahora también trabaja de noche?

– No puedo dormir, señor. Entonces adelanto el trabajo. Y después, durante el día, me espera el jardín. Para la noche está bien. Esto me entretiene. ¡Fíjese, ya se ve cómo va a quedar una vez que esté terminado y con el revoque!

Pedro lo felicitó pero le reprochó su exageración:

– ¿Por qué se exige de esta manera? ¡Tenemos tiempo de sobra! ¡Es absurdo! ¡Vaya a descansar!

– Enseguida, señor. Quiero terminar este pedazo mientras que el cemento está todavía fresco.

Pedro lo dejó con su idea fija. Adivinaba que esa pared se había convertido, para Miguel, en una segunda razón de existir. Todo hombre, en el naufragio, debe aferrarse a algo. ¿A su consultorio de dentista? Volvió sobre sus pasos, respirando a pleno pulmón el aire del campo dormido.

Al atravesar el vestíbulo, deslizó una mirada a través de la puerta entreabierta sobre el salón, donde todo estaba fijado en lo absoluto del recuerdo. Desde la muerte de María no había ni siquiera un ramo de flores para animar ese decorado de necrópolis.

De regreso a su habitación, leyó todavía algunas páginas del libro sin llegar a fijar su atención. El pensamiento de Miguel ante su pared no lo abandonaba. Volvió a la ventana: la luz seguía allí.

A las doce y media, luego de haber dudado un largo tiempo, tomó una pastilla para dormir y se acostó. Lo cubrió una sombra difusa. Perdió conciencia con un sentimiento de gratitud hacia la bienhechora farmacopea. Su reloj marcaba las tres y cuarto cuando se despertó, como golpeado por un llamado venido desde el exterior. Todavía aturdido por el pesado sueño, se levantó y se dirigió hacia las persianas. Esta vez la luz había desaparecido. Todo era negro y calmo hasta el fin del mundo. Apaciguado, Pedro volvió a la cama y cerró los ojos sobre la visión de un conjunto de piedras grises, unidas por las rebabas de cemento.


* *

La señora era el informativo del lugar. Todas las mañanas, mientras Pedro tomaba el desayuno, ella le contaba cosas acerca de los vecinos: los Marcoux habían comprado un nuevo tractor, Marcel Plisson había vuelto borracho ayer a la noche y su mujer lo había amenazado con abandonarlo, el perro de los Palouzy había ladrado toda la noche. Como era viuda vivía sola, a dos pasos de “ La Buissonnerie ”, con una pensión escasa y lo que ganaba trabajando en las casas. Pero desde que Pedro la empleara todo el día, había decidido no trabajar en otras casas. Como de costumbre, había llevado los huevos de su corral, recién puestos. Pedro comía uno, lentamente, con delectación.

– ¿Y nuestro pato? -preguntó incidentalmente- ¿Se encuentra bien entre sus pensionistas?

– Su pato se lo han quedado los chicos -respondió la señora Cousinet-. Le han construido un lugar con dos rejas viejas.

Pedro no manifestó ninguna sorpresa. Poco le importaba que el pato estuviera en lo de la señora Cousinet o en la casa del jardinero. Lamentó sin embargo que Federico y Amalia no le hubieran pedido permiso para adoptarlo. Él hubiera accedido de buen grado. “Me tienen miedo”, se preocupó. Este pensamiento lo turbó. ¿Cómo había podido despreocuparse tanto tiempo de aquellos dos chicos que vivían tan cerca de él? ¿Era porque sabía que eran felices con su madre que él no los veía nunca?

De pronto tuvo la impresión de haber perdido una corteza de protección y estar expuesto, por primera vez, a la intemperie. Era tarde para el trabajo. Sin embargo detuvo el auto, al salir, frente a la casa del jardinero. Los chicos ya estaban en el colegio. Miguel debía estar trabajando en el jardín. A menos que estuviera en la pared. Pedro contorneó el pabellón y descubrió detrás, en su jaula de rejas, al pato que se pavoneaba entre una escudilla llena de agua y otra llena de pan mojado. Perfectamente a gusto en su nuevo dominio, el ave inclinó la cabeza. Todos los matices de verde y de azul brillaron sobre su cuello curvado. Consideró al visitante con ojos asustados y lanzó un graznido perentorio. Pedro volvió sobre sus pasos y subió al auto.

Al llegar al consultorio, encontró a su secretaria nerviosa. Era tan tarde que tres pacientes esperaban ya en el consultorio. Otra, la señora Nicole Devege, había llamado suplicando que “la deslizara entre dos citas” porque sufría un verdadero suplicio. La secretaria creía haber hecho bien ofreciéndole que viniera esa mañana sin hora. Pedro frunció las cejas. Al escuchar pronunciar el nombre de Nicole había sentido un sobresalto. Tomado desprevenido, era incapaz de saber si esta visita inesperada lo complacía o lo molestaba. Cuando abrió, por cuarta vez, la puerta del salón, vio a Nicole sentada entre otros clientes y hojeando un diario. Con una inclinación de cabeza le pidió que lo siguiera. Ella se levantó. Alta, rubia, de ojos azules, con el rostro alargado y leonino, daba una impresión de extraordinaria salud, de equilibrio y de fuerza. Sus treinta y nueve años tenían el brillo de la extrema juventud. Llevaba un tailleur color arena y una pulsera ancha de oro en la muñeca. No se acordaba de que era tan hermosa. Una vez instalada en el sillón, hizo salir al asistente y preguntó:

– ¿Por qué no me hablaste a mi casa?

– Pero sí que lo hice: esta misma mañana. Ya te habías ido. Entonces llamé aquí.

– ¿Te duele un diente?

– Sí.

– ¿De otra forma no me hubieras hablado?

Ella lo desafió:

– Sí, pero dentro de dos o tres días.

– ¿Por qué esa demora?

– Quería primero deshacerme de algunas obligaciones.

Él hizo una pausa, vaciló y siguió en un tono de reproche amistoso:

– Te escribí dos veces a Nueva York.

– Sí, y no te contesté. ¡Sabes que me horroriza escribir!

– ¡Raro en una redactora!

– ¿Me quieres?

Encogió los hombros:

– No.

Era sincero. Inclinado sobre ella, examinó su dentadura y la encontró en buen estado.

– No veo más que una pequeña caries en el cuello de un molar -dijo-. ¿Estás contenta con tu viaje?

– Mucho en lo profesional. En otros aspectos, para nada. Nueva York ha cambiado mucho. Ahora no podría vivir allí.

Abrió la boca. Le dio una inyección para insensibilizarla y se puso a trabajar con delicadeza. A la segunda aplicación, ella se sobresaltó y él apartó la mano.

– ¡Me haces daño! -gimió ella.

– No te muevas.

De nuevo acostó la cabeza. Vista de cerca, la piel de su rostro, apenas maquillada, era de una gran tersura. Minúsculas arrugas rodeaban sus párpados. Los ojos, que ella entrecerraba de temor, tenían una luminosidad felina. Cuando había terminado su intervención, ella lanzó un suspiro de alivio y dijo:

– ¿Te parece que era necesario?

– Indispensable. ¿No me dijiste al llegar que te dolía?

– No tanto como para ir a ver a un dentista que no fueras tú -confesó ella sonriendo.

Esta sonrisa terminó de desconcertarlo. D‹ pronto se preguntó por qué vacilaba en continuar sus relaciones con una mujer tan atractiva. Pero ¿acaso no era ella la que, cansada de su relación se había alejado?

– Llevas un traje muy lindo -dijo él.

– Lo compré en Nueva York. Y tú, ¿dónde te metes? Jacqueline Moulin me dijo que te estabas volviendo cada vez más salvaje. Parece que no ves a nadie. ¡La ermita de Milly-la-Forêt!

Se había levantado. Él la miraba, de pie, restallante de color, junto al equipo dental de agresivo acero. Jeringa, bisturí electrónico, torno ultrasónico, turbina, salivadera y tablillas de vidrio cargadas de mil instrumentos, ¡qué decorado para un diálogo amoroso! El asistente entró, volvió a salir. Pedro y Nicole continuaron mirándose en silencio, y un mismo deseo de reír subió a sus ojos.

– ¿Estás libre esta noche, a la hora de la comida? -preguntó él finalmente.

– Sí.

– Paso a buscarte por tu casa a las ocho.

Durante el resto del día pensó, intermitentemente, en esa cita próxima, a veces para esperar de ella un gran placer, a veces para arrepentirse de haber tenido tal idea. Antes de partir avisó por teléfono a la señora Cousinet para que no lo esperara.

A las ocho fue la misma Nicole quien le abrió la puerta. Maquillada juvenilmente, lucía a la vez amistosa y deseable. La llevó a un restaurante. Los vecinos de mesa los miraban a hurtadillas. Era evidente que hasta las mujeres admiraban a Nicole. Ella le hablaba con sencillez, con libertad, como un camarada, con una pizca de sensualidad en la sonrisa. Él apreciaba la naturalidad de su reencuentro. De golpe ella dejó de ser la reemplazante de Susana para afirmarse como un ser aparte, que merecía atención. Luego del postre, comprendió que pasaría la noche con ella.


* *

Al día siguiente fue directamente desde la casa de Nicole a su consultorio. El día fue un torbellino, entre la sucesión de pacientes y una discusión con el mecánico, que quería dejarlo para establecerse por su cuenta. A las siete de la tarde, extenuado, superado, tomó la ruta para volver a Milly. Se sentía impaciente por hundirse en su baño de verdor y de silencio. Sin embargo aquella noche junto a Nicole había vuelto a sentir naturalmente la complicidad de otros tiempos en la búsqueda del placer. Los unía una especie de amistad voluptuosa, sin que ninguno de los dos invadiera la vida del otro. Se encontraban para amarse, se separaban para vivir. La sencillez de este contrato satisfacía a Pedro, quien, de esta manera, no sentía remordimientos. Sin embargo, se preguntaba de dónde provenía esa sensación de disgusto que lo atacaba de a ratos, mientras que su auto avanzaba por la ruta. Al acercarse a Milly, le pareció que alguien lo esperaba.

La puerta estaba abierta. Al pasar frente a la casa del cuidador, vio a Federico y a Amalia sentados en un escalón. Tenían un perro contra las piernas. Un perro ordinario de pelo corto, color marrón, con pechera y polainas blancas. Las patas eran delgadas, tenía un hocico afilado y ojos asustados. Pedro detuvo el automóvil, bajó y preguntó:

– ¿De dónde salió este perro?

– Es una perra, señor -dijo Amalia-. No tiene collar. Está perdida. O a lo mejor la abandonaron. Hace tres días que recorre Milly. Debe venir de lejos: ¡tiene las patas ensangrentadas!

– ¿Verdad que es linda, señor? -dijo Federico.

Como si hubiera adivinado que hablaban de ella, la perra se acercó aún más a los protectores chicos. Su boca abierta jadeaba débilmente. Imploraba la clemencia del recién llegado.

– Supongo que no van a quedarse con ella -dijo Pedro.

– ¡Oh, por favor, señor! -gimió Federico.

– ¿Qué dice tu padre?

– Si usted está de acuerdo, va a decir que sí.

– ¿Dónde está?

– Trabaja en la pared.

– ¿Cuándo recogieron a este animal?

– Ayer a la noche -dijo Amalia-. Tenía hambre. Devoró un plato lleno de sopa.

– Le pusimos Friquette -replicó Federico-. Ya conoce su nombre.

Gritó:

– ¡Friquette! ¡Friquette!

La perra dio vuelta la cabeza y le lamió la mano con un rápido lengüetazo. El chico se rió. Cuando se reía, se le fruncía la nariz y los ojos parecían dos botoncitos negros. Tenía las cejas anchas y muy arqueadas de María.

– ¡Primero el pato y ahora un perro! -dijo Pedro-. ¡Es demasiado! ¡Van a transformar la casa en una granja!

– ¡Sin embargo antes teníamos un perro, señor!

Esta sencilla palabra, “antes”, en la boca del chico, desarmó a Pedro. Toda su vida se dividía en dos períodos: antes y después. En efecto, en vida de Susana tenían un perro en la propiedad. Un soberbio boxer salvaje, con los músculos marcados, el hocico negro y corto, cariñoso y bestial a la vez. Lo llamaban Kubilai. Se murió de una crisis de uremia, un año antes que su ama. Susana sufrió mucho, pues ya estaba bastante caída. Ella misma soñaba, en los últimos tiempos, en reemplazar al boxer por otro perro más pequeño y cariñoso. Pedro se acercó a los chicos. La perra, aterrorizada, se sentó, levantó los ojos hacia el hombre del cual dependía su suerte e inclinando la cabeza sobre un lado le tendió una pata temblorosa. Sus movimientos eran de una delicadeza tal que Pedro, divertido, tomó la pata y la estrechó ligeramente. Federico y Amalia lo observaron esperanzados. Bajo sus miradas inocentes se sintió indefenso. Reprochándose su debilidad, descubrió el placer sutil de ceder ante los chicos.

– Es muy cachorra esta Friquette -gruñó.

Y con gesto distraído acarició a la perra, que era evidentemente una cruza de lebrel y fox-terrier.

Ya adoptada, Friquette hacía sus gracias, daba la pata, luego la otra, doblaba el cuello, entrecerraba los ojos de alegría.

– ¿Entonces podemos, señor…? -preguntó Federico con la expresión iluminada.

– Sí -dijo Pedro-. Pero ustedes tendrán que ocuparse de ella. No quiero verla en la casa.

Volvió al auto, dejando tras de sí una estela de gratitud.

La señora Cousinet ya se había ido. En la cocina lo esperaba la comida fría. Luego de la cena y de la lectura de los diarios, Pedro trepó a su habitación. En el momento de acostarse se acercó a la ventana. La luz brillaba, fiel, en el fondo del jardín. Miguel trabajaba en su pared. Esta presencia laboriosa, allí abajo, en la noche, le daba una rara impresión de bienestar y de seguridad. De pie, frente al espacio oscuro y murmurante, Pedro no se decidía a ir a la cama. Empezó a llover. Una lluvia espesa tamborileaba sobre el follaje. El olor de la tierra mojada entró en la habitación. Miguel no iba a poder seguir. En efecto, enseguida la luz se apagó. Seguramente el jardinero había vuelto a su casa. Los chicos ya se habían acostado. ¿Y la perra dónde dormiría?

Con ellos, sin duda, sobre un montón de trapos. Pedro imaginó el cuadro y deseó la sencilla alegría que había otorgado tan fácilmente.

Dejó abierta la ventana durante la noche. Acunado por el susurro de la lluvia, tuvo la ilusión de que los muros habían desaparecido y que descansaba bajo un árbol, en el centro del jardín. A punto de cerrar los ojos, advirtió que, desde su regreso a “ La Buissonnerie ”, no había pensado ni una sola vez en Nicole.

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