11

A su regreso de París, Pedro llamó a Miguel y le anunció que había telefoneado ese mismo mediodía al colegio Regnard, para informarse sobre la posibilidad de inscribir en él a Federico y a Amalia. Para tener las cosas de su lado, había pedido la recomendación de sus amigos Parcellier, cuyos dos hijos iban al mismo establecimiento.

– Tengo que ir a presentar a Amalia y Federico mañana al director -dijo-. Les hará un pequeño examen, y estoy seguro de que saldrán bien.

Miguel asintió con la cabeza. Pero Pedro tuvo la impresión de que el jardinero no había comprendido bien la importancia del acontecimiento. Sin perder más tiempo en explicaciones, llamó a los chicos para ponerlos al corriente de las últimas decisiones en relación con sus estudios. Amalia experimentó una vanidosa alegría al saber que iba a entrar en una escuela tan distinguida. Confiando en el entusiasmo de su hermana, Federico también se alegró del cambio. Cuando Pedro les dijo que todos los alumnos del colegio llevaban uniforme, su mirada se encendió:

– ¿Un uniforme de verdad? ¿Como los soldados?

Pedro lo sacó de su error, pero Federico igualmente quedó persuadido de que una nueva vida, destellante y viril, se abría ante él. Desde el día anterior, considerando que el peligro había pasado, el médico lo había autorizado a bañarse otra vez. El día había sido caluroso. A pesar de la hora, Pedro propuso “darse un remojón” en la pileta. Los chicos lo siguieron con gritos de alegría. Los tres jugaron a la pelota en el agua, mientras que Miguel cortaba el césped del prado cercano. El rítmico sonido no molestaba a sus expansiones.

Luego de la cena, que comieron con su padre, Federico y Amalia volvieron a encontrarse con Pedro para ver televisión en el escritorio. El tiempo de digerir algunas imágenes y Pedro mandó a los chicos a la cama. Un cuarto de hora más tarde él también subió para desearles buenas noches. El beso de las buenas noches, ¿a quién resultaba más necesario? ¿A ellos o a él? Se lo preguntó al abrazarlos uno tras otro, cada uno en su cama, rodeados de sus juguetes, con el mismo apetito en la mirada. Friquette, insolentemente instalada contra Federico, sobre la colcha, tenía derecho también ella a la última caricia de la jornada. Apoyado en un codo, Federico murmuró:

– ¡Cuando esté pupilo en el colegio no lo voy a ver más que los sábados y domingos!

– Sí -dijo Pedro-, pero tendrás tan buenos compañeros en el colegio que la semana pasará muy rápido.

– ¿Y quién se ocupará de mi Friquette?

– Yo.

– ¡Pero usted se va todo el día!

– Bueno, ella va a esperarme. Cuidará la casa. ¡No va a ser desdichada!

– ¿Y con quién va a dormir?

– Conmigo, por supuesto. ¡Sabes muy bien que forma parte de la familia!

Federico cerró los ojos con alegría. Su sueño había comenzado ya. Pedro apagó la luz y salió de la habitación.

El día siguiente por la mañana hizo subir a Federico y Amalia al auto para llevarlos a Fontainebleau. Desde el día anterior había tomado todas las previsiones para desocuparse a mediodía. Por un momento pensó en llevar a Miguel, pero temió que el jardinero produjera una mala impresión por su rudeza y su simplicidad en el director de un establecimiento de tan alto nivel. Al orientar el espejo retrovisor, vio a Amalia y a Federico, sentados uno junto al otro sobre el asiento trasero. Vestida con su inevitable vestido color ciruela con dibujos en rosa, la niña parecía tensa ante la perspectiva del examen. El chico, en cambio, estirado en su asiento, estaba visiblemente inconsciente de lo que sucedería. La mirada fija sobre la ruta que se abría ante él, debía pensar en historias de cowboys, rodeadas de globos parlantes.

El colegio Regnard tenía sus cuatro edificios de dos plantas en medio de un parque sombreado y bien organizado. Los alumnos estaban de vacaciones, y la gran propiedad parecía abandonada. El director recibió a los visitantes en su oficina con mucha cortesía. Sin embargo, al saber que Amalia y Federico eran los hijos de un empleado de Pedro, experimentó una ligera sorpresa. Su rostro imberbe pareció tomar un gesto ácido. Para presionar su decisión, Pedro dijo con fuerza:

– Sigo muy de cerca a estos chicos. Hace algunos meses que perdieron a su madre, que también estaba a mi servicio desde hacía diez años. He decidido ayudarlos al máximo en sus estudios…

Mientras hablaba adivinaba la emoción de Amalia, sentada al borde de una silla, a su derecha. Le deslizó una mirada indirecta. Tenía una expresión extraña, mezcla de vergüenza y de orgullo, de gratitud y de rencor. Junto a ella, Federico estaba embobado, confundido por la solemnidad de la escena. Cuando Pedro terminó de destacar las virtudes de sus protegidos, el director le pidió que se retirara a la habitación vecina para interrogar a los chicos.

Pedro esperó el resultado en una antecámara adornada de dibujos infantiles y de diplomas enmarcados. Luego de un rato largo, la puerta volvió a abrirse y, a la invitación del director, volvió a entrar a la oficina.

Encontró a Amalia radiante y a Federico apenado. Nada más que de verlos adivinó los resultados. Consultando sus notas, el director declaró que, para Amalia, el examen había sido concluyente: francés, matemáticas, conocimientos generales todo era de un nivel excepcional. La señorita Amalia Álvarez sería admitida en cuarto grado del colegio Regnard. Pero con su hermano, ¡ay! las cosas eran diferentes.

– Aquí comenzamos en sexto -explicó el director-. Sin embargo, la clase es de un nivel demasiado elevado para este chico. Está muy atrasado. No podrá seguirlos. Y a la zaga de sus compañeros, terminará por desanimarse. Le aconsejo que repita el séptimo en Milly. El año próximo estará en condiciones y usted podrá volver a traerlo.

Federico encorvaba la espalda bajo el peso de su indignidad. Pedro trató de ablandar la intransigencia del director hablándole de una ayuda posible por medio de clases particulares: se enfrentó con un cordial rechazo. La sorpresa del chico lo desolaba a tal punto que hubiera querido que Amalia hubiera fracasado allí donde su hermano lo había hecho. Pero, después de todo, ¿no había una ventaja en este fracaso escolar? Rechazado en el colegio, Federico seguiría viviendo, como antes, en la casa. Esta idea penetró en el espíritu de Pedro tan inopinadamente y tan profundamente que concibió gracias a ella una alegría secreta. Se inclinó sobre los documentos que le tendió su interlocutor. Para la inscripción de Amalia hacía falta el consentimiento de su padre. Pedro se comprometió a devolver los papeles firmados por Miguel en el menor tiempo posible. Procedieron a las últimas formalidades, con un cheque a cuenta de la matrícula. El director dio a Pedro el reglamento del colegio, la lista de los profesores, la de las actividades anexas -deportes, actividades plásticas-, la de los libros y cuadernos indispensables, y la descripción del ajuar que debían preparar. El uniforme, idéntico para chicas y chicos, se componía de un blazer azul marino con escudo y pantalón o falda de color gris acero. Podían comprarlo en un negocio de Fontainebleau o en París.

Cuando subían al auto Pedro se dio cuenta de que todavía no había felicitado a Amalia.

– ¿Has visto? ¡Tenías miedo y qué bien te fue! -dijo-. Está bien, muy bien…

Pero mientras hablaba miraba a Federico. Con la boca entreabierta y una respiración entrecortada, el chico parecía que no podía dar un paso más. Pesadas lágrimas desbordaron sus ojos y corrieron por las mejillas. De tanto en tanto se las enjugaba con el revés de la mano.

– Vamos, Federico, sé razonable -dijo Pedro-. El director lo ha explicado muy bien: estarías perdido en sexto, no podrías seguir, tus compañeros se burlarían de ti. ¡Y después de todo conmigo no vas a ser tan desdichado!

– No señor. ¿Pero mi hermana, entonces?

– Tu hermana tiene dos años más que tú. Además, es una niña. Ya verás, si haces un esfuerzo en clase, todas las puertas se abrirán ante ti. ¡En marcha! Ya que tengo la mañana libre, vamos a comprar el ajuar.

En la gran tienda de Fontainebleau donde fueron según las indicaciones del director, la vendedora, que ya estaba acostumbrada, tomó la lista y fue a buscar los artículos. Comenzaron por la ropa interior. El ajuar incluía también un conjunto de sport, blusón y pantalón azul de moletón, cuya sola vista hundió a Federico en un abismo de admiración. Luego pasaron al uniforme. Aquel, de una sobriedad completamente inglesa, desconcertó primero a Amalia. Había esperado una ropa más coqueta. Pero cuando se lo probó cambió de opinión. Se pavoneó frente al espejo, con los hombros separados, las caderas girando, y Pedro, en su fuero íntimo, criticó sus caras. Ella se hubiera quedado gustosa con el uniforme puesto para volver a la casa, pero él le aconsejó que no lo hiciera: la estación, le dijo, no se prestaba a esa ropa.

– Su padre tiene razón, señorita -dijo la vendedora con aire divertido-. Es un día un poco pesado…

Pedro no se sobresaltó. ¿Podía ser que lo hubieran tomado por el padre de Amalia y Federico? La chica sonrió. Cambiaron una mirada de complicidad. Ella volvió a la cabina para cambiarse y salir con su vestido color ciruela. Sentado en una silla, Federico observaba a su hermana con aire confundido, desdichado. Como la vendedora los invitara a seguirla a la caja, Pedro le dijo:

– No hemos terminado, señorita. Muéstreme un blazer azul y un pantalón gris para este muchachito.

Picada, Amalia levantó el mentón y murmuró:

– ¡Pero él no va a ir a mi colegio, señor! ¡No necesita el uniforme!

– Necesita un saco y un pantalón -dijo Pedro-. Ha crecido mucho: nada le queda bien.

– Si usted quiere seguirme -dijo la vendedora- vamos a la sección niños.

Todo el grupo se dirigió al fondo del negocio. Amalia venía última, ofendida. Mientras caminaban Pedro dijo a la vendedora que los precedía:

– Denos también unos slips, camisetas, como dice la lista y un conjunto de sport.

– ¿Un conjunto de sport? -aulló Federico-. ¡Uh! ¿El mismo que Amalia?

– No me dé una medida muy justa, señorita -siguió Pedro-, está en pleno crecimiento.

Amalia tragó su bilis. Había palidecido. En cuanto a Federico, regenerado, iluminado, balbuceó:

– Señor, ¿podré tener también el escudo?

– ¡No tienes derecho! -exclamó Amalia, con los ojos llameantes.

– Pero sí -dijo Pedro-. De todos modos, ya lo tiene para el próximo año, cuando esté pupilo.

La chica se mordió los labios. Sin embargo el placer de tener ropas nuevas pudo en ella más que la rabia de no ser la única que aprovechara esta prerrogativa. Al salir del negocio, tenía cara de joven novia. Corona en la cabeza, estaba iluminada por el porvenir. El mismo Federico parecía haber digerido su fracaso.

Pedro los llevó a “ la Buissonnerie ”, fueron a encontrar a Miguel, que movía la tierra alrededor de las dalias y le anunció, de golpe, que su hija había sido admitida y su hijo no. El jardinero recibió la doble noticia con indiferencia. No le hablaban de sus hijos sino de unos pequeños desconocidos. Su trabajo absorbía toda su atención.

– Sabe que han vuelto los topos, señor -dijo-. Van a agujerear todo el prado. Es necesario que me ocupe de ellos, como el año pasado.

Muy excitada Amalia desempaquetó delante de él, sobre una mesa del jardín, las prendas de su ajuar. Federico hizo lo mismo. Cuando se trataba de deshacer paquetes, de desatar piolines, estaban en el paraíso. ¡El placer de la sorpresa! Los chicos buscaban el asombro de su padre. Pero decididamente Miguel no quería ver nada. Esta vez ni siquiera dio las gracias a Pedro. Volviendo la espalda, se alejó con paso pesado. Nadie lamentó su partida. Llamaron a los gritos a la señora Cousinet, que aprobó las compras pero aparentaba estar disgustada.

– Hemos encargado en la tienda etiquetas con el nombre de Amalia. Cuando estén listas habrá que coserlas sobre todos los artículos del ajuar. Quiero pedirle que se ocupe de ello.

– ¡No, voy a hacerlo yo misma! -exclamó la chica.

– ¿Sabrás hacerlo? -preguntó Pedro.

– ¡Seguro que sabrá! -dijo la señora Cousinet con acritud-. María le enseñó a coser. Pero ella va olvidarse pronto en esa escuela para millonarios.

Acostumbrado desde hacía tiempo a las reflexiones sarcásticas de la señora Cousinet, Pedro esta vez se dio por aludido.

– Usted es una buena mujer, señora de Cousinet -dijo-. Pero en el futuro le pido que controle sus palabras que a veces son muy desconsideradas con los que la rodean.

Sin aliento, los ojos muy abiertos, la señora de Cousinet balbuceó:

– Bien, señor.

Pedro atenuó su reprimenda con una sonrisa, volvió al auto y se fue a París. Llegó media hora más tarde que su primer paciente.

Загрузка...