Con el comienzo de las clases, la vida de Pedro cambió. Convertida en pupila, Amalia volvía a la casa sólo los fines de semana. Los primeros días, Federico parecía lamentar su ausencia. La necesitaba, a pesar de las jugarretas con que ella lo molestaba. ¿Acaso no buscaba en ella, inconscientemente, el apoyo femenino que le faltaba desde la muerte de su madre? Luego se acostumbró a prescindir de aquella hermana autoritaria y celosa. En otras épocas era ella la que lo hacía levantarse, lavarse, tragar su taza de café con leche, correr a la escuela. Ahora, Federico flotaba en la anarquía. Pedro trataba, como podía, de restablecer el orden, con la ayuda de la señora de Cousinet, la que, cada noche, preparaba las cosas del chico para el día siguiente. Él mismo lo sacaba de la cama, a la mañana, con una alegría viril. Tomaban el desayuno y la cena juntos. Y la hora de acostarse los reunía también en una larga charla ritual. Pedro esperaba aquellos diálogos en voz baja, uno junto al otro, como la secreta recompensa del día. Luego de haberse sentido desolado por no poder entrar con su hermana pupilo en el colegio Regnard, Federico había olvidado rápido este inconveniente y se había vuelto a sumergir con pasión en el universo de sus compañeros de escuela. Noche tras noche, contaba a Pedro los menores acontecimientos de su vida. Sentado a su lado, Pedro se sentía cautivado por aquellas historias banales de pequeños robos, de delaciones, de rivalidades, de peleas, que le recordaban sus años juveniles, y de tanto en tanto deslizaba una información sobre historia, geografía, matemáticas, susceptible de enriquecer los conocimientos del chico. Federico pescaba aquellas informaciones al vuelo, con una nueva avidez. Parecía a Pedro que el chico trabajaba mejor, que se interesaba más en el mundo de los adultos. Y sentía un gran placer al atribuirse el mérito de este despertar. Nada le resultaba más tierno que ver, mientras hablaba, la mirada negra y cálida del chico clavada en él con una confianza exclusiva. Ante este ser nuevo, tenía la impresión de que cualquier cosa que dijera le sería creída. Era su única guía, aquella a quien recurría permanentemente. Luego los párpados de Federico caían, la cabeza se deslizaba suavemente sobre la almohada, sus miembros desatados se abandonaban al sueño. Y Pedro se iba para dejarlo solo con sus sueños, en los que tal vez no tuviera lugar.
Amalia también se había transformado en algunos días. La escuela le había revelado de golpe las delicias de la consideración y de las amistades escogidas. Al volver a verla por primera vez en “ La Buissonnerie ” Pedro se sintió asombrado de su aspecto de superioridad. Había cambiado de medio y, por así decir, de origen. Luego de cuarenta y ocho horas pasadas lejos del colegio Regnard, tenía apuro por volver allí. El viernes siguiente Pedro, yéndose del consultorio antes que de costumbre, fue a buscarla a Fontainebleau y se encontró en el parque, frente al edificio central, con todos los padres que esperaban. Hombres y mujeres tenían el mismo aspecto de seguridad desenvuelta y de alegre conformismo que da la riqueza. Las inmediaciones del establecimiento se habían convertido en un vasto estacionamiento de autos. Sonó un timbre. Chicos y chicas salieron al mismo tiempo por todas las puertas abiertas. Emergiendo de una oleada de jóvenes energúmenos en uniformes azules y grises, con un escudo sobre el pecho, Amalia se arrojó al cuello de Pedro. Era la primera vez que ella le manifestaba tal familiaridad. Había algo de ostentación en su actitud. ¿Quería mostrar a sus compañeritas que ella también era mimada y querida, que la venían a buscar al colegio…? En pocas palabras dio a Pedro las últimas novedades: había tenido buenas notas “en todo”, y una amiga de su clase, Laurita Fernucci, cuyo padre era fabricante de productos farmacéuticos, la había invitado para mañana, sábado, a una reunión en lo de sus padres, que vivían cerca de Nemours.
– ¿Me permite ir, señor? -dijo ella-. Bruno y Juan Claudio van a ir. Todo el mundo va a ir. ¡Tengo que contestarle enseguida!
Arrastró a Pedro de la mano hacia una chica rubia que conversaba, a dos pasos de allí, con su madre.
Pedro se presentó a la señora de Fernucci, agradeció la invitación, prometió llevar a Amalia a la dirección indicada a las tres y volver a buscarla a las siete.
Cuando llegó a “ La Buissonnerie ”, Amalia se apartó de Friquette, que la recibió con sus cabriolas, buscó a su padre en el jardín y lo encontró sentado sobre una piedra, delante de la cortadora de césped, cambiándole una cuchilla. A su lado, Federico y el pato Baltasar lo miraban trabajar. Pedro se les reunió luego de haber guardado el auto. Amalia abrazó a Miguel con más cariño que de costumbre. Como si tuviese que hacerse perdonar algo. Al saber que su hija había sido invitada por la familia de una compañera, Miguel se ensombreció. Para desenojarlo, Amalia le describió con énfasis todas las alegrías que la aguardaban en la casa de los Fernucci.
– Tienen una propiedad muy grande. Más grande que la nuestra. Tienen un bosque donde hay hongos comestibles. Un estanque con carpas. Tienen caballos, ponis, en los que se puede pasear…
Imperturbable, Miguel continuaba apretando un tornillo con una llave inglesa. Sin levantar la frente, dijo algunas palabras en portugués. Amalia se mordió los labios y sus ojos se abrieron, llenos de lágrimas.
– ¿Qué dice? -preguntó Pedro.
– Dice que no tengo que ir -balbuceó Amalia-. ¡Dijo que todo eso no es para nosotros!
Molesto por tanta estupidez, Pedro estalló:
– ¿Qué significa esto, Miguel? ¿Va a privar a Amalia de ese placer?
Miguel se mantuvo callado, con los ojos fijos, las manos ocupadas. ¿Habría escuchado? El pecho de Amalia se sacudía. Golpeó el suelo con el talón y gritó:
– ¡Está bien, no voy a ir!… ¡Voy a quedarme aquí siempre!… ¡No veré más a ninguna amiga!…
Y bruscamente, volviendo la espalda a su padre, se arrojó contra Pedro con todo el peso de su dolor. Éste le acarició los cabellos.
– Cálmate, Amalia -le dijo-. Tu padre no ha querido hacerte sufrir. Simplemente teme que todas esas diversiones te trastornen la cabeza. Pero tú y yo sabemos que no es así. Entonces vas a ir a la casa de los Fernucci. Yo voy a llevarte y te iré a buscar…
Ella apartó las manos de la cara y le lanzó una mirada de gratitud apasionada. Una mirada de persona grande.
– Sí -murmuró ella, ahogando un hipo.
– ¿Y yo podré ir con mi hermana? -preguntó Federico.
– No -cortó ella-. Eres demasiado pequeño. Además no estás invitado.
Federico, decepcionado, bajó la frente. Pedro lamentó que no pudiera participar de la fiesta. Se acordaba de sus propias decepciones cuando sus primos, mayores que él, lo echaban de sus juegos.
A la noche, cuando Pedro fue a besar a los chicos en sus camas, Amalia le susurró al oído:
– Nunca me olvidaré, señor.
– ¿De qué, Amalia? -le preguntó él.
– ¡Todo lo que usted hace por mí!
– ¡Vamos, vamos! ¡No digas tonterías!
La besó en la frente y la dejó bajo la luz de su lámpara de cabecera, con un libro de la escuela en las manos.
Según su costumbre, se quedó un rato más largo con Federico, que no se dormía. El chico envidiaba a su hermana, sus amistades del colegio, su edad, que la hacía ser “casi un grande”. Pedro sonrió frente a este apuro del chico por salir de un estado cuya incurable nostalgia conocería, a su vez, más tarde. Para distraerlo le contó, a su modo, los primeros pasos de un astronauta americano en la Luna. Federico se adormeció antes de que hubiera terminado su historia.
Al día siguiente, fiel a su compromiso, Pedro llevó a Amalia a Nemours. Ella se había puesto su vestido ciruela con dibujos rosados y quería saber lo que pensaba de él. Aunque este vestido le parecía horroroso, le aseguró que parecía una revista de modas. Ella recibió esta opinión con seriedad. En uno de sus dedos brillaba el anillo que había ganado en la feria de Milly.
En casa de los Fernucci, Pedro cayó en medio de un parque a la francesa, en un tumulto de chicos charlatanes, y se escapó enseguida, a pesar de la insistencia de los dueños de casa para que se quedara.
A las siete volvió para llevar a la niña a “ La Buissonnerie ”. Los señores Fernucci le aseguraron que ella los había encantado con su buena educación y la vivacidad de sus respuestas. Él no se sorprendió. En el auto, Amalia le preguntó:
– ¿Podríamos hacer lo mismo en nuestra casa?
Ella dijo “nuestra casa” con tanta naturalidad que Pedro se sintió trastornado.
– Pues sí -murmuró-. ¿Por qué no?
Como el tiempo refrescó bruscamente a comienzos de octubre, la piscina fue puesta fuera de uso y cubierta con un toldo invernal. Pero los chicos se divertían igual jugando a la pelota en el prado grande. Eran más de una docena, todos invitados de Amalia. A la hora de la merienda la señora Cousinet los hizo entrar a la casa. Amalia presidía la larga mesa movediza y ruidosa. Refugiado en su escritorio, Pedro leía sin convicción un artículo que había prometido a una revista médica. La señora de Cousinet vino a decirle que faltaba jugo de frutas.
– Dígale a Miguel que vaya a comprarlo -murmuró él sin levantar los ojos del papel.
– No está -dijo la señora Cousinet.
– ¿Y dónde está?
– En el café, sin duda.
– ¿Todavía?
– ¡Seguro!
– Vaya a buscarlo.
– ¡Ah, no, señor… ¡Miguel ahora no me trata muy bien!
– ¿En qué café está?
– En lo de Toumazeau, probablemente. Ya sabe, el pequeño negocio, allí, en el camino, justo antes de entrar a Milly.
– Voy yo -decidió Pedro.
El café Toumazeau se encontraba a cinco minutos de la casa. Pero Pedro llevó el auto. Un salón bajo y oscuro, lleno de humo, con seis mesas de madera, un mostrador de cinc y un batallón de botellas en los estantes. Unos diez hombres estaban reunidos en un lío de gruesas voces ásperas. El olor del vino y del tabaco lo asaltó desde la puerta. Todas las cabezas se volvieron hacia el recién llegado. Las conversaciones se detuvieron como a la aparición de un enemigo. A través de esa red de miradas hostiles, Pedro se dirigió hacia el fondo del salón. Miguel estaba sentado allí, con la espalda encorvada frente a una copa. Con ojos vidriosos, la mandíbula caída, había llegado a un grado tal de ebriedad que ni siquiera se sorprendió de verlo, parado frente a él, en la penumbra.
– Está completamente borracho -dijo Pedro con vos contenida.
– Sí, señor -farfulló Miguel.
– ¿No le da vergüenza?
– Bebo porque tengo vergüenza.
– ¿Por qué no se quedó en la casa?
– Estaban los chicos, allí… todos los chicos… Es mejor que no me vean…
– Eso es absurdo. Vamos, lo llevo.
– No puedo moverme, señor.
– Pero sí. ¡Apóyese en mí!
Pedro pagó y salieron, sosteniendo por los hombros a un Miguel vacilante, que hipaba, eructaba y repetía a cada paso: “¡Salud, la compañía!” Una vez que arrojó su fardo en el asiento trasero, compró algunas botellas de jugo de frutas en el almacén y volvió al volante. En “ La Buissonnerie ” se detuvo frente a la casa del cuidador, llevó a Miguel hasta su habitación, lo empujó como a una masa sobre su cama y le aconsejó quedarse allí hasta que se le pasara la borrachera. Acostado sobre la espalda, con los brazos y las piernas separados, el jardinero farfullaba una especie de letanía donde las palabras francesas alternaban con las portuguesas. De tanto en tanto lanzaba un profundo suspiro que parecía un gemido. Pedro lo dejó para volver junto a sus jóvenes invitados, al comedor lleno de exclamaciones y de risas. Frente a aquella colección de caras infantiles, se dijo que no sentía ninguna ternura especial hacia los chicos. Todos monitos. Sus maneras bruscas, sus reflexiones superficiales, sus instintos egoístas, su vanidad ingenua lo molestaban. Solamente Federico tenía gracia ante sus ojos. Amalia se desenvolvía con orgullo en su papel de ama de casa. Todo aquí le pertenecía, los muros, los muebles, los cuadros, las tazas, las cucharitas, el parque, las flores, la piscina. Hasta el mismo Federico era una visita en su casa. Las mejillas encendidas, comía a dos carrillos.
Luego de una última vuelta de jugo de frutas y una razzia sobre las golosinas preparadas por la señora Cousinet, todo el grupo volvió al prado central. Como Friquette corría tras unos y otros, Amalia la ató a un árbol. La perra gemía, ladraba en dos tonos, desesperadamente, frente a esta agitación de la que había sido excluida. Más filósofo, el pato se mantenía aparte y lanzaba, a intervalos regulares, un ruido de protesta. Desde las ventanas de su escritorio Pedro miraba al grupo jugar a la pelota. De pronto vio a Miguel que, saliendo de su casa, se dirigía con paso zigzagueante hacia el prado. En un segundo imaginó el estupor de los chicos ante ese hombre borracho. Saltó de su sillón y se precipitó al jardín para evitar un escándalo. Cuando llegó al lugar Miguel, despeinado, con las ropas desordenadas, la cabeza moviéndosele espasmódicamente, arengaba a los presentes en portugués. Todos lo miraban estupefactos. Federico, asustado, se refugió entre las piernas de Pedro.
– ¿Quién es? -preguntó un chico señalando a Miguel con el dedo.
Amalia dio un paso hacia adelante y, levantando la cabeza en un movimiento de desafío, al mismo tiempo altanera y humillada, con la mirada destellante a través de un velo de lágrimas, dijo:
– Es mi padre.
Pedro tomó a Miguel por el brazo y lo arrastró rudamente:
– ¿Está loco? ¿Qué le pasa?
Amalia caminaba junto a él, del otro lado. Suplicaba:
– ¡Papá, papá, no estás bien! ¡Contéstame!
Miguel se detuvo frente a un árbol, apoyó la cabeza contra el tronco y vomitó.
– Discúlpelo, señor -dijo Amalia.
Y tomó un pañuelo del bolsillo de su padre para limpiarle la boca.
– Voy a llevarlo a la casa -dijo ella-. Es necesario que se acueste.
Pedro la ayudó a sostener a Miguel durante el trayecto y a extenderlo sobre la cama. Inclinada sobre su padre, ella le habló en portugués. Él pareció volver a la superficie. Una sonrisa babosa apartó sus labios.
Fueron a buscar a la señora Cousinet para que se ocupara del enfermo. Ella lanzó clamores de profetisa: esto iba a pasar, ella ya lo había dicho, si la hubieran escuchado mejor… De regreso a su escritorio, Pedro se asomó otra vez a la ventana. Amalia no volvió con los chicos. Ellos habían vuelto a jugar a la pelota. Federico, poseído por la fiebre de la partida, corría, reía, gritaba. Había olvidado el incidente. Friquette se ahogaba tirando de su correa. Por fin, cansada de debatirse y ladrar en vano, se acostó, castigada y resentida, con la nariz entre las patas. El pato Baltasar, asustado por el barullo, se había refugiado sobre la cubierta de la piscina. Asombrado de su incómoda situación, sobre la tela elástica, miraba a todas partes con ojos perplejos. Luego, de pronto, se instaló con todo su peso y dejó que la frescura del agua le acariciara el vientre. El cielo se oscurecía ya cuando los padres comenzaron a llegar, unos tras otros, para buscar a sus hijos.
A la noche Pedro se encontró solo con Federico ante la mesa. Amalia no había querido dejar a su padre. La señora Cousinet se había eclipsado después de haber preparado la comida: jamón y ensalada de papas.
– ¿Qué es lo que tenía mi padre? -preguntó Federico-. ¿Está enfermo?
– Sí -dijo Pedro.
– Tal vez sea necesario que vaya allí, con mi hermana…
– No, quédate aquí. Háblame de lo que hiciste.
Luego de esta solicitud, Federico pasó instantáneamente de la inquietud a la alegría. Todavía exaltado por el recuerdo de las horas tumultuosas que había vivido, comentó para Pedro todos los momentos del partido de fútbol que habían jugado chicos contra chicas. Los chicos habían ganado. Estaba muy orgulloso. Algunos eran ya sus amigos. Luego de haber tragado una banana, saltó de la silla y preguntó:
– ¿Puedo ir a ver televisión?
– No -dijo Pedro-. Te has divertido todo el día. Es suficiente. ¡Ve a acostarte!
Le gustaba afirmar su autoridad ante este chico maleable. La docilidad de Federico no era, pensaba, indicio de falta de carácter, sino una prueba de amor, de respeto y de razón. Apenas el chico se fue para subir, protestando, a su habitación, Amalia apareció en la cocina.
– ¿Cómo va tu padre? -preguntó Pedro.
– Se durmió, señor.
– No debes haber cenado. Siéntate. Queda jamón y ensalada de papas.
– Gracias, señor. No tengo hambre.
Retiró la mesa y se puso a lavar la vajilla. Sin dejar de trabajar, dijo:
– No voy a volver el lunes al colegio, señor.
– ¿Por qué?
– No puedo volver a causa de mi padre.
– ¿Qué es lo que estás diciendo? ¡Tienes que pensar en tus estudios, es lo más importante!
– ¡Después de lo que pasó…!
– Todo el mundo tiene derecho a enfermarse.
Ella giró sobre sus talones y él vio su rostro contraído por el rencor y la vergüenza.
– Mis compañeros lo vieron… Vieron a mi padre… Vomitó delante de ellos… ¡Es horrible!… Si vuelvo a la escuela, se burlarán de mí, de… de él…
Se puso a llorar. Su mentón se sacudía. Sus labios temblaban, se mojaban. La nariz se le llenó de agua.
– Nadie se burlará de ti ni de él -dijo Pedro-. Te aseguro que todos tus amiguitos tendrán un lindísimo recuerdo de este día. Las historias de los mayores no les interesan a los chicos. También tú te olvidarás muy pronto. Federico ya se acostó. Tú vas a hacer lo mismo. Y el lunes te llevaré al colegio, como siempre.
Ella suspiró, enferma de vergüenza, sedienta de ternura. Él le acarició la mejilla con el revés de la mano y murmuró:
– La mejor respuesta que puedas dar, en la vida, a las lenguas mezquinas, es la de ser la primera en todo.
Ante estas palabras, los ojos de Amalia brillaron con un fuego húmedo.
– Sí, sí. ¡Voy a ser la primera en todo! -dijo de pronto con una furia alegre.
Y añadió con más suavidad:
– ¿Vendrá a darme las buenas noches en mi cama?
– Por supuesto -dijo él-. ¡Pero apúrate!
Dejó pasar un tiempo razonable y subió la escalera a los dormitorios. Abrazada a su almohada, la chica sonreía. Su apoyo le había devuelto el ánimo.
– ¿Vio? -dijo-. Cambié los muebles de lugar. La mesa está mejor así, cerca de la ventana, ¿no le parece?
– Sí -dijo él-. ¿Te gusta tu habitación?
– ¡Oh, sí, señor!… Es… ¡Es magnífica…! Allí, cuando yo dormía con Federico, ¡no estaba tan bien!
Él la abrazó, salió al hall y se acercó, en puntas de pie, a la habitación del chico. Con miedo de despertarlo, abrió la puerta con precaución y pasó la cabeza por la abertura. La lámpara de cabecera estaba encendida. Acostado, con los ojos abiertos, Federico apretaba entre sus brazos a una Friquette floja, sin huesos, convertida en un animal de felpa.
– ¿Todavía no te duermes? -dijo Pedro.
– Lo esperaba, señor.
Esta fórmula banal lo conmovió. Federico “lo esperaba” para todo: para dormir, para sentarse a la mesa, para divertirse… Nunca Pedro se había sentido más indispensable. Una oleada de dulzura lo invadió. Recurrió a su voluntad para reaccionar contra esta debilidad. Con los cinco dedos crispados, frotó la cabeza del chico. Federico reía con estallidos, moviendo la cabeza bajo esta ruda caricia. Su rostro era un sol de alegría. Pedro sintió el corazón distendido, besó al chico en la frente y fue a su habitación.
Luego de haberse hecho su toilette y puesto el piyama, se ubicó frente a la ventana abierta para respirar el aire de la noche. De pronto, bajando los ojos, distinguió una silueta de pie en la sombra ante la escalinata. Dejó pasar algunos minutos. El hombre no se movía, silencioso, petrificado. ¿Qué esperaba? Pedro bajó y encendió la lámpara de la entrada. En la clara luminosidad apareció Miguel, como un animal enceguecido por los focos de un automóvil. Entrecerraba los ojos. Sus brazos colgaban. Pedro abrió la puerta y preguntó con tono cortante:
– ¿Y, Miguel, qué quiere?
– Nada, señor -dijo Miguel-. Miraba la casa.
Su voz había recuperado su tono normal. Parecía de pronto sobrio.
– Vuelva a acostarse -dijo Pedro.
– Sí, señor. ¿Mis chicos están bien?
– Muy bien. A pesar de su insensata salida de esta tarde. Entiendo que un hombre pueda dejarse ir a veces con una copa de más. Pero si esto se convierte en un hábito, le prevengo que no voy a tolerarlo. ¡Si es necesario, voy a despedirlo!
Pedro juzgó necesaria esta afirmación para asustar a su interlocutor y volverlo a la razón, pero aquél no pareció de ninguna manera alarmado por la perspectiva de un despido. Encerrado en sí mismo, obtuso, compacto, se callaba y dirigía a Pedro una extraña mirada. Ante ese prolongado silencio, el pánico se apoderó de Pedro. ¿Y si Miguel le tomaba la palabra y se iba con los chicos? La amenaza que Pedro había lanzado imprudentemente se volvía contra él. Creyendo poder dominar a este hombre, se convertía en su prisionero. Ahora se trataba de retractarse sin perder fuerza. Furioso, molesto, temiendo por el porvenir de Federico y de Amalia, refunfuñó:
– Vamos, Miguel, compréndame: simplemente le pido que retome su vida normal, que se domine. Usted nunca se dedicó a la bebida. ¡No va a empezar ahora! Le hablo tanto por su interés como por el de los chicos. Vuelva a su casa. ¡Buenas noches!
Apagó la luz de la escalinata, volvió a cerrar la puerta y subió al dormitorio. Luego de un momento volvió a la ventana y escrutó las sombras del jardín. Miguel seguía siempre allí, plantado frente a la casa, como alguien que va a escalar una pared. De nuevo Pedro experimentó, frente a tanta obstinación, un vago sentimiento de temor. Había apagado todas las luces detrás de él para hacerle creer que se había dormido. Pero con los ojos desencajados en la oscuridad, velaba, espiaba. Su espalda se cansaba en esta tensa actitud. Luciérnagas de oro pinchaban sus ojos. Retenía su aliento, como si el otro hubiera podido escucharlo. A veces miraba el reloj de cuadrante luminoso. El enfrentamiento duraba más de una hora cuando Miguel se fue. Su paso vacilante hizo crujir la grava de la alameda.