Pedro encendió su lámpara de cabecera y echó una mirada al reloj: las cinco de la mañana. Hacía por lo menos una hora que daba vueltas en la oscuridad, estiraba las piernas, arrugaba la almohada esforzándose en reanudar el sueño. Desalentado, se levantó, corrió las cortinas y abrió la ventana. El fresco de la noche bañó su rostro y terminó de despertarlo. Por encima de los árboles todavía desnudos, el cielo aparecía lleno de un tumulto de nubes negras y desflecadas, que desfilaban trágicamente ante el pálido disco de la luna. En esta claridad intermitente, el jardín, con su amplia alameda Central, sus canteros, sus cortinas de álamos al costado del camino, tomaba un aspecto teatral y amenazante. Cerca de la verja, la casa del jardinero, con todos los postigos cerrados, dormía. Vacía. Desde hacía diez días. Pedro no podía acostumbrarse a esta insólita desaparición. Algo faltaba allí abajo, al final del camino. Con este hueco en la composición del rompecabezas, todo estaba desequilibrado. Las formalidades habían durado mucho. Investigación de la gendarmería, autopsia, permiso de inhumación, partida del cuerpo en el furgón de las pompas fúnebres hacia la frontera. Miguel lo había seguido, como un loco, con sus chicos, en la citroneta traqueteante. ¿Aguantaría hasta la vuelta? Pero sin duda no habría regreso, contrariamente a lo que Miguel había prometido. Toda la familia se quedaría en Portugal. Si no hubieran enviado ya alguna noticia. Lo evidente era que habían llevado poco equipaje. Tres pobres valijas de emigrados, con la funda sujeta por un piolín. ¡Bah! Ellos escribirían para hacerse mandar el resto. Mientras esperaba, Pedro se había puesto de acuerdo con la señora Cousinet, que venía a hacer las tareas de la casa, mal que bien. El padre Cipriano, un retirado del SNCF se ocupaba del jardín cuando su propio huerto le dejaba un rato libre. Felizmente, con esa primavera tardía, la vegetación vacila en aparecer. Pero pronto habría que planear otra forma de organizarse. Ante la idea de introducir en su casa otra pareja de cuidadores, Pedro se erizaba. ¿Cómo elegir? Susana decía de su marido que vivía en la casa como un invitado, servido por todos y sin ocuparse de nada. Se acordó de sus bromas sobre el tema, sus risas, y la noche, de golpe, le pareció más pesada, más hostil, como si la claridad del día no fuera a volver nunca. Como si fuera el único hombre vivo en un desierto de tinieblas. Plantado frente a la ventana, respiraba el olor de la tierra, de la lluvia, y el pasado bullía en él, le pedía volver a nacer. Los primeros pájaros se despertaron con su agudo piar. Ese canto del alba lo trastornaba siempre, como si fuera un darle ánimo para superar sus quejas y sus temores. ¡Ah, sí, quería mucho su casa! Nunca aceptaría vivir en otra parte. Cerró las persianas y volvió a sentarse en el borde de la cama, de su cama. Sobre la mesita de luz, una fotografía de Susana sonreía en su marco de metal. Conocía demasiado esta imagen convencional como para sentirse emocionado al mirarla. Con un placer malsano fue a buscar, en un cajón, un viejo álbum que podía reservarle todavía algunas sorpresas. Pero también allí el recorrido era tan familiar que podía representarse cada escena con los ojos cerrados. Sin embargo una pequeña fotografía lo detuvo. No le había prestado atención hasta ese día. Susana y María sentadas en un banco del jardín, y ante ellas, un bebé que jugaba en el césped. Hacía nueve años de aquello. El bebé era Federico. Susana se había trastornado con aquel nacimiento. Pudo haber sido porque ella no había tenido hijos. Frustrada en su deseo de ser madre, había dirigido su ternura hacia el hijo de otra. El menor resfrío de Federico la inquietaba. Por cualquier insignificancia molestaba a la doctora Larivière. ¡Y con qué ansiedad comentaba a Pedro las dificultades escolares del chico! No estaba muy dotado para los estudios, era perezoso, juguetón y encantador. Ella decía de él: “No se parece ni a su padre ni a su madre. Pero estoy segura de que, por su inteligencia natural, conseguirá lo que otros consiguen por medio del trabajo”. Amalia, la mayor, era, por el contrario, muy buena alumna. La verdad que Pedro no conocía a los chicos más que a través de los comentarios de su mujer. Existían para él en la medida en que Susana se interesaba por ellos. Nunca había intentado acercárseles, preguntarles algo. Los compadeció ritualmente por haber perdido a su madre a tan temprana edad. Habiendo comenzado su vida y sus estudios en Francia, ¿no los haría desdichados el ser bruscamente trasplantados a Portugal? ¡Portugal! Pedro conocía apenas ese país, tan cercano en el mapa, tan lejano en realidad. Se acordó de aquel congreso, diez años atrás, en Lisboa. Fue con Susana. Pero ¿qué habían visto de la patria de María y de Miguel? Paseos turísticos, la bahía con sus lanchas de pescadores con la proa iluminada y las velas rojizas, las fachadas rosa pastel o granate de las casas, las iglesias barrocas, los museos frescos y llenos de ecos, las corridas de toros a caballo, las noches perdidas en los cabarets del Barrio Alto, donde cantores de voz áspera clamaban sus fados, en la humareda espesa del tabaco, frente a un público extasiado. María decía que Lisboa no era Portugal. Hablaba con amor de sus compatriotas, orgullosos, obstinados, generosos, hospitalarios, amantes del trabajo como del placer. Susana soñaba con volver a ese país. Le hubiera gustado, decía, pasar sus vacaciones de verano en un pueblo portugués de la costa. La enfermedad se lo había impedido.
Pedro ubicó el álbum de fotografías, dio vueltas alrededor de la habitación, decidió que era demasiado temprano para levantarse, demasiado tarde para volver a acostarse, y pasó al cuarto de baño para afeitarse y tomar una ducha. La caída del agua sobre su cuerpo disipó los fantasmas de la noche. Se echó agua en la cara con rabia, para convertirse en un hombre nuevo, un hombre de la mañana. Luego, satisfecho, se aplicó una loción alcoholizada sobre el rostro y eligió, en el guardarropas, su traje de ese día.
Una vez vestido, bajó a la cocina para prepararse el desayuno: la señora Cousinet no venía hasta las siete y media y no podía esperarla hasta esa hora. De pie frente a la cocina a gas, en la gran habitación azulejada de blanco, tuvo la impresión desagradable de haber sido abandonado por todos, olvidado por todos. Un hombre solo en un mundo frío. De hecho no había muchas personas que le importaran. Había perdido a sus padres muy joven y no mantenía ninguna relación con el resto de sus parientes. Sus pocos amigos ocupaban el lugar de su familia. Sin embargo, hoy sufría mucho por aquella distancia entre sí mismo y los otros. Luego del efecto saludable de la ducha, una rebelión sorda volvió a apoderarse de él, una ansiedad difusa, que precipitaba los latidos de su corazón. El mal no se calmaba por medio del razonamiento. Venía de todas partes, del agua hirviendo que silbaba, de las ventanas iluminadas por un alba enfermiza, del tilo desaparecido, del silencio que cortaba el tic tac de un reloj de péndulo hecho de cobre. Pedro ni siquiera se sentó para beber su taza de té y comer sus dos tostadas. Erguido sobre sus piernas, desayunó como un visitante apurado. Seguramente cuando estuviera al volante de su automóvil se sentiría mejor. La señora Cousinet llegó en el momento en que sacaba el auto del garaje. Puso el grito en el cielo cuando advirtió que él se iba:
– ¡Pero usted está adelantado, señor Jouanest!
– ¡Tengo mucho trabajo atrasado esperándome en París! -dijo él.
– ¿Y su desayuno?
– Me lo hice yo mismo.
Puso el embrague, dejando tras de sí, en la mañana fresca, la inmensa casa desierta y a la señora Cousinet que abría los brazos mientras seguía hablando en el vacío.
Como llegó antes que los otros al consultorio, inspeccionó todas las habitaciones, constató que no faltara nada y se refugió en su minúsculo escritorio, al fondo del departamento, para leer los diarios mientras esperaba la llegada de sus colaboradores. Enseguida, desdeñando la información política, llegó a los avisos. Un solo pedido de empleo en el rubro que le interesaba: “Pareja retirada, eficiente, busca puesto de jardinero y ama de llaves, preferencia región parisina. Referencias serias”. ¿Podría ser que le sirvieran? ¿Por qué no llamar al número inadecuado? Pedro vacilaba: jubilados, viejos, con sus manías. Complicaría su existencia en lugar de deshacerlo de sus preocupaciones. Necesitaba una pareja joven, pero no demasiado. Como María y Miguel, que tenían respectivamente treinta y tres y treinta y ocho años. Y sin chicos, si fuera posible. Lo mejor era poner un aviso él mismo, precisando sus exigencias y esperar las ofertas. ¡Pero qué desfile, entonces, en su vida! ¿Cómo juzgar a todas esas personas distintas? ¿Sus certificados? ¿Sus rostros? Pedro no se animaba. Pospuso su decisión para más tarde, llegó la secretaria, sin aliento. Luego fue el turno de Marco Véry, del ayudante, del mecánico. El consultorio cobraba nueva vida. Por fin apareció el primer paciente. Pedro reencontró, feliz, los gestos habituales de la profesión. A pesar de su insomnio, resolvió algunas intervenciones con una habilidad que lo enorgulleció. La mañana pasó muy rápido. Según su costumbre, almorzó en el consultorio un sandwich que un mozo le trajo del bar de al lado. Como bebida, agua. Consideraba esa sobriedad necesaria para la seguridad de sus manos. Solamente en la comida se permitía un poco de vino. A la tarde, que estuvo recargada de entrevistas, su secretaria le recordó qué debía ir esa noche al teatro, con los Harteville. Lo había olvidado y lo alegró esa ocasión de ver a sus amigos. Decían que la pieza era brillante. Al terminar el día, luego de irse el último paciente, tomó una ducha en el bañito junto a su escritorio, se cambió la ropa interior (tenía un guardarropas auxiliar en su oficina) y se pasó una afeitadora eléctrica por las mejillas. El espejo le devolvió la imagen de un hombre seco, de cabellos grisáceos y verde mirada, resaltada por el color celeste de la camisa.
Los Harteville lo esperaban en el hall del teatro. Era una pareja alegre y mundana, que le divertía por su conversación, pero en otras épocas Susana los criticaba por su afán malediciente. Durante todo el espectáculo, Pedro tuvo que esforzarse por prestar atención a la cómica agitación del escenario. Reía y aplaudía como todo el mundo, pero su corazón no estaba allí. Como si no tuviera derecho de divertirse porque esta de luto. ¿Por quién? ¿Por María? De golpe recordó la dedicación de María durante la enfermedad de Susana. De cocinera y mucama se había convertido en enfermera. Una enfermera infatigable. Sonriente y amable. Él le había enseñado a dar inyecciones. Los últimos tiempos velaba junto a la moribunda toda la noche, mientras que él dormía en un sillón en el cuarto de vestir. Los Harteville estallaron en una carcajada ante una réplica cómica y él los imitó.
Cenaron en un restaurante cerca del teatro. En la mesa. Gisele Harteville le preguntó si había podido arreglarse “en lo doméstico”. Había advertido a sus amigos del “contratiempo” que le impedía recibirlos en el campo. Con una falsa seguridad, afirmó que, por el momento, estaba “en la bruma”, pero que tenía la intención de “organizarse” en los próximos días.
– Ocurre que no puedo precipitarme y contratar a cualquiera. ¡Es muy serio confiar mi casa a una pareja de desconocidos!
– Reconozco que no debe ser fácil reemplazar a María y Miguel -dijo Gastón Harteville-. ¡Por cierto que eran muy eficientes!
– Principalmente María. Tenía muchas cualidades -dijo Pedro.
Su observación no encontró eco. Ya Gisele había cambiado de tema y contaba, con bastante gracia, las preocupaciones de su mejor amiga, cuyo marido había descubierto, un poco tarde, una verdadera pasión por las maquetas de aviones teledirigidos.
Era más de la una de la madrugada cuando Pedro tomó la ruta.
Al llegar a la verja de “ La Buissonnerie ” tuvo una sorpresa. ¡Esas luces, tras las negras ramas entrelazadas! La casa del portero estaba iluminada. ¡Miguel había vuelto!
Pedro bajó del coche y caminó hacia la puerta. Se apoderó de él una alegría insospechada. Como si se hubiese apresurado hacia una cita convenida mucho tiempo antes. La puerta estaba abierta, y encontró a la familia reunida alrededor de las valijas que cubrían la mesa de la cocina. Amalia calentaba el café. Miguel tenía aspecto de cansancio, pálido por la fatiga.
Federico dormitaba, tendido en una silla.
– ¿Acaba de llegar? -dijo Pedro.
– Sí, viajé dos días -dijo Miguel-. Nos detuvimos para dormir al borde de la carretera. Tuve una pinchadura antes de la frontera española. ¡Es un viaje muy largo!
– ¿Y allí?
– Todo transcurrió bien, señor -suspiró Miguel-. Con dignidad. La familia quiso retenernos más tiempo. Me negué.
Pedro se hizo el magnánimo sin mucho esfuerzo:
– ¿Por qué? no debería haberse apresurado así.
– No podía dejar al señor en la incertidumbre -dijo Miguel.
– Tenía a la señora Cousinet y al padre Cipriano.
Miguel bajó su cabeza, dura como un leño:
– No, no, está bien así, señor. María está en su tierra. Y yo estoy aquí para terminar nuestro contrato. Haré mi preaviso mientras usted busca… Y después, le diremos adiós y gracias, señor.
Otra vez Pedro experimentó un sentimiento de molestia y contratiempo.
Miguel lo molestaba tanto por su presencia como por su ausencia. El aroma del café llenaba la cocina. Amalia sacó de una valija un pan que habían debido comprar en el camino, queso, manteca, un grueso trozo de paté. Luego sacudió a Federico, pidiéndole en voz baja que sacara las valijas de la mesa y dispusiera las tazas y los cubiertos. El muchacho obedeció arrastrando los pies. De golpe la habitación con suelo de baldosas y el techo cruzado por gruesas vigas se animó, se caldeó. El paté tenía un olor fuerte. Pedro se fue muy desanimado.
– ¡Buenas noches! -dijo girando los talones.
Volvió a subir al auto. Al fin del camino la casa del amo, vestida de hiedra, lo esperaba, solitaria, con todas las ventanas apagadas, con su pesado techo de antiguas tejas como una visera sobre los ojos.