Bernardo Changarnier bajó del sillón y se pasó la mano por la mandíbula.
– ¿No ha sido muy doloroso? -preguntó Pedro.
– Sí -dijo Bernardo riéndose.
– En todo caso, ahora puedes estar tranquilo. Tu puente no va a moverse en cien años. ¿Tienes cinco minutos?
– Sí -dijo Bernardo mirando su reloj-. ¿Por qué?
– Querría hacerte una consulta jurídica.
Pasaron al pequeño despacho, en el fondo del departamento. Allí Pedro le ofreció un sillón y se sentó él mismo detrás de la mesa, donde se apilaban revistas especializadas. Luego de un breve silencio, mirando al abogado a los ojos, dejó caer con una fingida desenvoltura:
– Me gustaría que me dieras algunas precisiones sobre las formalidades de la adopción. ¿Es posible adoptar a dos chicos cuya madre murió pero el padre vive todavía?
– ¿Dos chicos? -dijo Bernardo-. ¿Cuántos años tienen?
– Diez y doce años.
La mirada de Bernardo se aguzó, chispeó.
– Dime, Pedro, ¿no se tratará de los chicos de tu jardinero?
Interrogado a quemarropa, Pedro vaciló un segundo. Pero, puesto en evidencia, no veía ya ninguna razón para ser evasivo.
– Sí -dijo-. Los has visto en casa. Federico y Amalia. Son dos chicos excepcionales. Exactamente como los hubiera soñado. ¡Sobre todo Federico!
– Tienes razón -reconoció Bernardo-. ¡Es encantador ese pequeño!
– Y su madre, María, era una mujer notable, por su coraje, su honestidad, su sencillez -prosiguió Pedro-. ¡Susana la estimaba mucho!
– Sí, sí, por supuesto -murmuró Bernardo-. Sólo que ¿has pensado en la aplastante responsabilidad que te vas a echar a las espaldas de la noche a la mañana?
– ¡Ya la tengo esa responsabilidad! -afirmó Pedro.
– ¿Y Miguel, mientras tanto, está de acuerdo?
– Lo voy a decidir yo. Es un buen tipo. Pero desde la muerte de su mujer no se encamina. Es un ejemplo terrible para sus hijos. Debo sustraerlos por completo a su influencia. Además, estoy seguro de que Susana lo hubiera aprobado.
Luego de haber introducido el nombre de Susana en la conversación, Pedro se sintió mejor. En todos los grandes momentos de su vida la garantía de su mujer le resultaba necesaria. Asociándola a su deseo de adoptar a los chicos, estaba seguro de no equivocarse.
– Pero no me dices cómo hay que hacer en la práctica -respondió.
– ¡Ah, sí! -exclamó Bernardo-. En tu caso, no es complicado; eres viudo, no tienes descendientes legítimos. Como los chicos de Miguel tienen menos de quince años, no es necesario su consentimiento. Por el contrario, es absolutamente necesario el de su padre. Tiene que darlo ante un notario o ante un juez. Luego tú recurrirás al tribunal de segunda instancia que examinará el expediente, verificará si se han cumplido las condiciones legales…
– El hecho de que los chicos sean portugueses, ¿no podrá complicar las cosas?
– No. Según las leyes portuguesas, es la ley del país del adoptante la que se aplica a la constitución de la filiación adoptiva. ¡Algunas formalidades más, es todo!…
– ¿Y los efectos de la adopción cuáles son exactamente?
– Si se trata de una adopción plena, se rompen los lazos entre el adoptado y su familia natural. Todo queda como si el adoptado fuera realmente hijo del adoptante. Si se trata de una adopción simple, que es más fácil de conseguir -y pienso que es la que vas a elegir-, el adoptado añade a su nombre el del adoptante, continúa formando parte de su familia de origen, pero tiene los mismos derechos de sucesión que un hijo legítimo en la familia del adoptante. El adoptante tiene sobre él todos los derechos de la patria potestad.
Mientras Bernardo le explicaba los detalles del procedimiento y los efectos legales, Pedro los aplicaba a su caso y verificaba que ningún obstáculo serio se oponía a su idea. Se hubiera dicho que la ley había sido hecha para él.
– Bueno, bueno -murmuraba cada tanto.
Luego que terminó su exposición, Bernardo movió la cabeza y dijo:
– Bueno, ya tienes todo en claro. ¡Ahora, a tu juego! Te felicito. ¡Es muy hermoso lo que has decidido! Además, es preferible recoger a los hijos de los otros que no tenerlos. Yo, como te lo dije, tengo problemas terribles. ¡Qué circo! Mariana tiene la custodia. Yo lo quise así. Ya está en Angers con ellos. Ha encontrado un buen puesto allí…
Pedro apenas escuchaba. Había recibido su alimento. El resto no le interesaba. Enseguida Bernardo se dio cuenta de que hablaba en el vacío.
– Es tarde -dijo-. Tengo una cita a las cinco. Avísame para que juguemos al golf.
Luego de acompañar a su amigo a la puerta, Pedro volvió a los otros pacientes. Trabajaba con una dedicación meticulosa, pero su espíritu estaba lejos. Lo poseía un júbilo secreto.
Una vez que despachó al último paciente, se hundió como un bólido en la ruta. Como cada vez que tomaba una gran resolución, tenía apuro por enfrentar a su adversario. Era en él una especie de exigencia física. No sabía contemporizar, pesar el pro y el contra, esperar el momento propicio. En el automóvil que lo llevaba hacia Milly afinaba sus argumentos con justicia. Con el ojo puesto en la rápida calzada, era a Miguel a quien veía.
En “ La Buissonnerie ” apenas si prestó atención a las piruetas de Friquette, a la charla de Federico, y cortando la palabra a la señora de Cousinet, que le sometía un aburrido problema doméstico, le pidió que fuera de inmediato a buscar a Miguel.
– ¿No vamos a jugar juntos con el tren? -le pidió Federico.
– No, mi buen hombre -dijo Pedro-. Tengo que hablar con tu padre. Vete a jugar solo. Más tarde, te lo prometo, iré a verte.
Lo empujó suavemente a la sala de billares, cerró la puerta, se sentó tras su escritorio y concentró su energía. Cuando Miguel apareció, en su traje salpicado de cemento, lo juzgó de un vistazo. Por suerte el hombre parecía estar de buen humor. Esto facilitaría la discusión. De entrada Pedro atacó con un tono de voz a la vez amistoso y firme:
– He pensado mucho en su caso, Miguel. Usted está desorientado, no es feliz, porque María ha muerto. Yo conozco esa soledad, usted lo sabe. También, créame, lo compadezco. ¡Pero están los chicos! Usted no puede ocuparse de ellos como lo merecen. Sin que usted pueda evitarlo, ellos le escapan. Usted se da cuenta y eso aumenta su pena, su confusión. ¿Me equivoco?
De pie ante él, Miguel arrugaba la frente, con la mirada desconfiada, la boca apretada, desorientado, bloqueado, tenso.
– Adivino que usted recibirá con hostilidad algunas de mis intenciones y que no las comprende bien -siguió Pedro-. No tengo hijos propios. Los vuestros me han dado una profunda alegría. Desde la separación de María, cada día me he unido más a ellos. Al punto en que ahora los considero mis propios hijos. Me parece que ha llegado el momento de legalizar una situación que, de hecho, ya existe.
– ¿Y eso qué quiere decir? -balbuceó Miguel.
– Eso quiere decir que he decidido asegurarles un brillante porvenir. A mi muerte mi fortuna, en lugar de desparramarse entre primos lejanos, será para ellos, sólo para ellos. Pero para eso debo adoptarlos. ¿Me comprende?
– Escúcheme, señor -murmuró Miguel.
Y poniendo con fuerza su mano abierta sobre el pecho, añadió:
– Es como si yo, Miguel, abandonara a mis hijos…
Pedro lo detuvo:
– No se trata de abandonarlos, sino de asociarnos usted y yo para su felicidad. Haremos lo que se llama una adopción simple. Añadirán mi nombre al suyo, nada más. En la práctica, será suficiente con que usted vaya a mi escribano y declare su consentimiento. Luego no tendrá que ocuparse de nada. Todo seguirá como antes. Pero oficialmente…
– Oficialmente ellos serán suyos.
– Oficialmente, si me ocurre algo, Miguel, no quedarán desamparados -dijo Pedro inclinándose sobre la mesa-. Piénselo entonces: todo lo que tengo, no sólo lo que está en mi cuenta de banco, sino “ La Buissonnerie ”, “ La Buissonnerie ”, que usted quiere tanto, ¡será de ellos…!
Mientras hablaba, subrayaba sus palabras con gestos explícitos, como si se estuviera dirigiendo a un sordo.
– ¿Realmente suyo? -dijo Miguel.
– ¡Seguramente!
Miguel se rascó la cabeza con todos los dedos:
– No sé, señor. En Portugal no tenemos esa costumbre. ¿Y cómo se llamarán mis hijos, entonces?
– Y bueno, por ejemplo, Álvarez Jouanest.
– ¿Y yo, mientras tanto? ¿Yo, el padre?
– Tendrán dos padres -dijo Pedro para contentarlo-. Uno verdadero y otro falso.
– Ellos me olvidarán. Ya me olvidaron.
– Pero no, Miguel. Usted exagera. ¡Todo es tan sencillo! ¡No tiene derecho a negarse!
Una vez más Pedro tuvo conciencia de que estaba torturando a aquel hombre de entendimiento obtuso. ¿Pero podría actuar de otra manera? Sobre todo no debía enojarse. Aplastado por el dilema, Miguel se balanceaba sobre uno y otro pie. Sus ojos se embotaban, su mandíbula colgaba, descubriendo la húmeda cavidad de su boca.
– Voy a pensarlo -farfulló.
– No, Miguel -dijo Pedro-. Esta decisión quiero que la tomemos, usted y yo, con premura, en confianza y con alegría. Sólo importa, en este asunto, el interés de los chicos.
– ¿Usted les habló?
– ¿Cómo lo hubiera hecho antes de tener una conversación con usted? Se lo diremos más tarde.
– ¡Oh, los conozco! -murmuró Miguel con una sonrisa miserable-. ¡Estarán muy contentos!
– Bueno -siguió Pedro con autoridad-. Desde mañana me pondré en relación con mi notario de Fontainebleau, el doctor Vouzeilles. Iremos a verlo juntos. Él le explicará todo mejor que yo…
Anonadado, Miguel no reaccionaba. Había superado el umbral de la comprensión. De pronto gruñó:
– Quería decirle, señor: terminé la pared.
– ¡Qué buena noticia! -dijo Pedro-. ¡Debe estar muy contento!
Sin esperar que Pedro hubiera terminado la frase, Miguel se dirigió hacia la puerta.
Pedro lo dejó irse y miró por la ventana al hombre que se alejaba, confundido, por la alameda. Una lluvia fina rociaba el jardín desnudo. Un cuervo graznaba en la rama de un árbol. En la sala de billar, adonde fue enseguida, Federico observaba con pasión el trencito, que seguía los meandros de las vías.
– ¡Mire, mire, señor! -exclamó-. ¡Cambié el circuito! Ahora pasa bajo el túnel.
– Está muy bien -dijo Pedro-. Ya ves que te desenvuelves cuando quieres.
– De un lado de la barrera está Francia, del otro Portugal. Los viajeros a Portugal, al coche…
Al verlo tan dichoso, Pedro se sintió henchido de ternura. Un vino de alegría se le subió a la cabeza. Luego que resolviera el problema de la adopción, le parecía que Federico estaba más cerca. Como si su decisión hubiera estrechado los lazos hasta volverlos naturales. Como si este chico no hubiera nacido de Miguel y de María, sino de él y de Susana. Le hubiera gustado gritar de inmediato la gran noticia. Pero Federico era demasiado joven para comprenderla. Su horizonte, por el momento, era aquel tren, la escuela, las historietas, Friquette. La señora Cousinet vino a avisarle que la cena estaba servida. Puso la mano en el hombro de Federico para ir a la mesa. Y por primera vez, cenó frente a su hijo.