IX. La travesía Avignon, julio de 1844

Cuando hacía sus maletas para viajar de Saint Étienne a Avignon, a fines de junio de 1844, un desagradable episodio obligó a Flora a cambiar sus planes. Un diario progresista de Lyon, Le Censeur, la acusó de ser una «agente secreta del Gobierno» enviada a recorrer el sur de Francia con la misión de «castrar a los obreros» predicándoles el pacifismo y de informar a la monarquía sobre las actividades del movimiento revolucionario. La página calumniosa incluía un recuadro del director, monsieur Rittiez, exhortando a los trabajadores a redoblar la vigilancia para no caer «en el juego farisaico de los falsos apóstoles». El comité de la Unión Obrera de Lyon le pidió ir personalmente a refutar esos embustes.

Flora, sublevada por la infamia, lo hizo de inmediato. En Lyon la recibió el comité en pleno. En medio de su desazón, fue emocionante volver a ver a Eléonore Blanc, a la que sintió temblar en sus brazos, el rostro bañado por las lágrimas. En el albergue, leyó y releyó las delirantes acusaciones. Según Le Censeur, se descubrió su condición dúplice cuando llegaron a manos del procurador los objetos decomisados por el comisario de Lyon, monsieur Bardoz, en el Hotel de Milan; entre ellos habría aparecido la copia de un informe enviado por Flora Tristán a las autoridades sobre sus encuentros con dirigentes obreros.

La sorpresa y la cólera no le permitieron pegar los ojos, pese al agua de azahar que Eléonore Blanc la obligó a beber a sorbitos, cuando estaba ya acostada. A la mañana siguiente, luego de apurar una taza de té, fue a instalarse en la puerta de Le Censeur, exigiendo ver al director. Pidió a sus compañeros del comité que la dejaran sola, pues si Rittiez la veía acompañada seguramente se negaría a recibida.

Monsieur Rittiez, a quien Flora había conocido de paso en su estancia anterior en Lyon, la hizo esperar cerca de dos horas, en la calle. Cuando la recibió, muy prudente o muy cobarde, estaba rodeado de siete redactores, que permanecieron en el atestado y humoso salón durante toda la entrevista, apoyando a su patrón de una manera tan servil que Flora sintió náuseas. ¡Y estos pobres diablos eran las plumas del diario progresista de Lyon!

¿Creía Rittiez, aprovechado ex alumno de los jesuitas que se escurría como una anguila de las preguntas de Flora sobre aquellas informaciones mentirosas, que la iban a intimidar esos siete varones con aires de matarifes? Tuvo ganas de decide, de entrada, que once años atrás, cuando era una inexperta mujercita de treinta años, había pasado cinco meses en un barco, sola con. diecinueve hombres, sin sentirse cohibida por tantos pantalones, de manera que ahora, a sus cuarenta y uno, y con la experiencia adquirida, esos siete sirvientes intelectuales, cobardes y calumniadores, en lugar de asustada la llenaban de bríos.

El señor Rittiez, en vez de responder a sus protestas «‹¿De dónde ha salido la monstruosa mentira de que soy una espía?» «¿Dónde está la supuesta prueba encontrada en mis papeles por ese comisario Bardoz, si yo tengo la lista, firmada por él, de todo lo que me fue decomisado y luego devuelto por la policía y en ella no figura nada de eso?» «¿Cómo osa su diario calumniar de ese modo a quien dedica toda su energía a luchar por los obreros?»), se limitaba, una y otra vez, a repetir como un loro, accionando igual que si estuviera en el Parlamento: «Yo no calumnio. Yo combato sus ideas, porque el pacifismo desarma a los obreros y retrasa la revolución, señora». Y, de tanto en tanto, le reprochaba otra mentira: ser falansteriana y, como tal, predicar una colaboración entre patrones y obreros que sólo servía a los intereses del capital.

Las dos horas de absurda discusión -un diálogo de sordos-las recordarías, luego, Florita, como el más deprimente episodio de toda tu gira por el interior de Francia. Era muy simple. Rittiez y su corte de plumíferos no habían sido sorprendidos ni engañados, ellos habían cocinado la falsa información. Acaso por envidia, debido al éxito que tuviste en Lyon, o porque desprestigiarte con la acusación de ser espía era la mejor manera de liquidar tus ideas revolucionarias, de las que ellos disentían. ¿O su odio se debía a que eras mujer? Les resultaba intolerable que una hembra hiciera esta labor redentora, para ellos sólo cosa de machos. Y cometían semejante vileza quienes se llamaban progresistas, republicanos, revolucionarios. En las dos horas de discusión, Flora no consiguió que monsieur Rittiez le dijera de dónde había salido la especie que Le Censeur difundió. Harta, partió, dando un portazo y amenazando con entablar al diario un proceso por libelo. Pero el comité de la Unión Obrera la disuadió: Le Censeur, diario de oposición al régimen monárquico, tenía prestigio y un proceso judicial en su contra perjudicaría al movimiento popular. Preferible contrarrestar la falsa información con desmentidos públicos.

Así lo hizo los días siguientes, dando charlas en talleres y asociaciones, y visitando todos los otros diarios, hasta conseguir que al menos dos de ellos publicaran sus cartas de rectificación. Eléonore no se separó de ella un instante, prodigándole unas muestras de cariño y devoción que a Flora la conmovían. Qué suerte haber conocido a una muchacha así, qué fortuna que la Unión Obrera contara en Lyon con una mujercita tan idealista y tan resuelta.

La agitación y los disgustos contribuyeron a debilitar su organismo. Desde el segundo día de su regreso a Lyon, comenzó a sentirse afiebrada, con temblores en el cuerpo y una descomposición de estómago que la fatigaba enormemente. Pero, no por eso amainó su actividad frenética. Por doquier acusaba a Rittiez de sembrar la discordia en el movimiento popular desde su periódico.

En las noches, la desvelaba la fiebre. Era curioso. Te sentías, luego de once años, como en aquellos cinco meses en Le Mexicano, cuando, en la nave que comandaba el capitán Zacarías Chabrié, cruzaste el Atlántico, y, luego del cabo de Hornos, remontaste el Pacífico, rumbo al Perú, al encuentro de tus parientes paternos, con la esperanza de que, además de recibirte con los brazos abiertos y darte un nuevo hogar, te entregaran el quinto de la herencia de tu padre. Así se resolverían todos tus problemas económicos, saldrías de la pobreza, podrías educar a tus hijos y tener una existencia tranquila, a salvo de necesidades y de riesgos, sin temor de caer en las garras de André Chazal. De esos cinco meses en altamar, en el minúsculo camarote donde apenas podías estirar los brazos, rodeada de diecinueve hombres -marineros, oficiales, cocinero, grumete, armador y cuatro pasajeros-, recordabas ese atroz mareo que, como ahora en Lyon los cólicos estomacales, te succionaba la energía, el equilibrio, el orden mental, y te sumía en la confusión y la inseguridad. Vivías ahora como entonces, segura de que en cualquier momento te desplomarías, incapaz de mantenerte erguida, de moverte a compás con los asimétricos balanceos del suelo que pisabas.

Zacarías Chabrié se portó como el perfecto caballero bretón que Flora había intuido en él la noche que lo conoció, en aquella pensión parisina. Extremaba las atenciones, llevándole él mismo al camarote esas infusiones que supuestamente controlaban las arcadas, e hizo que le armaran un pequeño lecho en cubierta, junto a las jaulas de las gallinas y las cajas con verduras, porque al aire libre el mareo se atenuaba y Flora tenía intervalos de paz. No sólo el capitán Chabrié multiplicó las atenciones hacia ella. También el segundo de a bordo, Louis Briet, otro bretón. Y hasta el armador Alfred David, que posaba de cínico y emitía opiniones ferozmente negativas sobre el género humano y augurios catastrofistas, con ella se dulcificaba y se mostraba servicial y simpático. Todos en el barco, desde el capitán hasta el grumete, desde los pasajeros peruanos hasta el cocinero provenzal, hicieron lo imposible para que la travesía te resultara grata, pese al martirio del mareo.

Pero nada salió en aquel viaje como esperabas, Florita. No te arrepentías de haberlo hecho, al contrario. Eras ahora lo que eras, una luchadora por el bienestar de la humanidad, gracias a aquella experiencia. Te abrió los ojos sobre un mundo cuya crueldad y maldad, cuya miseria y dolor, eran infinitamente peores de lo que hubieras podido imaginar. Y tú que, por tus pequeñas miserias conyugales, creías haber tocado el fondo del infortunio.

A los veinticinco días de navegación, Le Mexicano se refugió en la bahía de La Praia, en la isla de Cabo Verde, para calafatear la sentina, que mostraba filtraciones. y a ti, Florita, que habías sentido tanta dicha al saber que pasarías unos días en tierra firme sin que todo se moviera bajo tus pies, en La Praia te fue todavía peor que con el mareo. En esa localidad de cuatro mil habitantes viste la cara real, espantosa, indescriptible, de una institución que apenas conocías de oídas: la esclavitud. Siempre recordarías aquella imagen con que te recibió la placita de armas de La Praia, a la que los recién llegados en Le Mexicano arribaron luego de cruzar una tierra negra, rocallosa, y escalar el alto farallón a cuyas orillas se desplegaba la ciudad: dos soldados sudorosos, entre juramentos, azotaban a dos negros desnudos, atados a un poste, entre nubes de moscas, bajo un sol de plomo. Las dos espaldas sanguinolentas y los rugidos de los azotados, te clavaron en el sitio. Te apoyaste en el brazo de Alfred David:

– ¿Qué hacen ésos?

– Azotan a dos esclavos que habrán robado, o algo peor -le explicó el armador, con gesto displicente-. Los amos fijan el castigo y dan unas propinas a los soldados para que lo ejecuten. Dar latigazos en este calor es terrible. ¡Pobres negreros!

Todos los blancos y mestizos de La Praia se ganaban la vida cazando, comprando y vendiendo esclavos. La trata era la única industria de esta colonia portuguesa donde todo lo que Flora vio y oyó, y todas las gentes que conoció en los diez días que demoró calafatear las bodegas de Le Mexicano, le produjeron conmiseración, espanto, cólera, horror. Nunca olvidarías a la viuda Watrin, alta y obesa matrona color café con leche, cuya casa estaba llena de grabados de su admirado Napoleón y de los generales del Imperio, que, luego de convidarte una taza de chocolate con pastas, te mostró orgullosa el adorno más original de su sala de estar: dos fetos negros, flotando en unas peceras llenas de formol.

El terrateniente principal de la isla era un francés de Bayona, monsieur Tappe, antiguo seminarista que, enviado por su orden a realizar trabajo apostólico en las misiones africanas, desertó, para dedicarse a la tarea, menos espiritual, más productiva, de la trata de negros. Era un cincuentón rollizo y congestionado, de cuello de toro, venas salientes y unos ojos libidinosos que se posaron con tanta desfachatez en los pechos y el cuello de Flora que ella estuvo a punto de abofeteado. Pero, no lo hizo, escuchándolo fascinada despotricar de los malditos ingleses que, con sus estúpidos prejuicios puritanos contra la trata, estaban «arruinando el negocio» y llevando a los negreros a la ruina. Tappe vino a comer con ellos en Le Mexicano, trayéndoles de regalo botijas de vino y latas de conserva. Flora sintió arcadas viendo la voracidad con que el negrero se embutía a mordiscos las piernas de cordero y el asado de carne, entre largos tragos de vino que lo hacían eructar. Tenía en la actualidad veintiocho negros, veintiocho negras y treinta y siete negritos, que, decía, gracias «a don Valentín» -el látigo que llevaba enrollado en la cintura- «se portaban bien». Ya borracho, les confesó que, debido al temor de que sus sirvientes lo envenenaran, se había casado con una de sus negras, a la que le hizo tres hijos «que salieron como el carbón». A su mujer le hacía probar todas las comidas y bebidas por si los esclavos intentaban envenenarlo.

Otro personaje que quedaría grabado en la memoria de Flora fue el desdentado capitán Brandisco, un veneciano, cuya goleta estaba anclada en la bahía de La Praia junto a Le Mexicano. Los invitó a cenar en su barco y los recibió vestido como figurante de opereta cómica: sombrero de plumas de pavo real, botas de mosquetero, un apretado pantalón de terciopelo rojo y una camisola tornasolada con pedrerías que destellaban. Les mostró un baúl de sartas de vidrio, que, se jactó, cambiaba por negros en las aldeas africanas. Su odio al inglés era peor que el del ex seminarista Tappe. Al veneciano, los ingleses lo sorprendieron en altamar con un barco lleno de esclavos y le confiscaron la nave, los esclavos, todo lo que tenía a bordo, y lo encerraron por dos años en una prisión, donde contrajo una piorrea que lo dejó sin dentadura. A los postres, Brandisco intentó venderle a Flora a un negrito muy despierto, de quince años, para que fuera «su paje». A fin de convencerla de lo sano que era el muchachito, ordenó al adolescente que se sacara el taparrabos, y él, al instante, les mostró sonriendo sus vergüenzas.

Sólo tres veces bajó Flora de Le Mexicano para visitar La Praia, y, las tres, vio en la candente placita a soldados de la guarnición colonial azotando esclavos por cuenta de sus dueños. El espectáculo la entristecía y enfurecía tanto que decidió no sufrido más. Y anunció a Chabrié que permanecería en el barco hasta el día de la partida.

Fue la primera gran lección de ese viaje, Florita. Los horrores de la esclavitud, injusticia suprema en este mundo de injusticias que había que cambiar, para volverlo humano. Y, sin embargo, en el libro que publicaste en 1838, Peregrinaciones de una paria, contando aquel viaje al Perú, en el relato de tu paso por La Praia incluías aquellas frases sobre «el olor a negro, que no puede compararse con nada, que da náuseas y que persigue por todas partes» de las que nunca te arrepentirías bastante. ¡Olor a negro! Cuánto habías lamentado después esa imbecilidad frívola, que repetía un lugar común de los esnobs parisinos. No era el «olor a negro» lo repugnante en aquella isla, sino el olor a la miseria y la crueldad, al destino de esos africanos al que los mercaderes europeos habían, convertido en productos comerciales. Pese a todo lo que habías aprendido en materia de injusticia, todavía eras una ignorante cuando escribiste las Peregrinaciones de una paria.

El último día en Lyon fue el más atareado de los cuatro. Se levantó con fuertes cólicos, pero a Eléonore, que le aconsejaba quedarse en cama, le respondió: «A una persona como yo no le está permitido enfermarse». Medio arrastrándose, fue a la reunión que el comité de la Unión Obrera le tenía organizado en un taller con una treintena de sastres y cortadores de paños. Eran todos comunistas icarianos, y tenían como su biblia (aunque muchos sólo lo conocían de oídas pues eran iletrados) el último libro de Étienne Cabet, publicado en 1840: Viaje por Icaria. En él, el antiguo carbonario, con el subterfugio de relatar las supuestas aventuras de un aristócrata inglés, Lord Carisdall, en un fabuloso país igualitario sin bares ni cafés ni prostitutas ni mendigos -¡pero con baños en las calles!-, ilustraba sus teorías sobre la futura sociedad comunista, donde, mediante los impuestos progresivos a la renta y a la herencia, se lograría la igualdad -económica, se aboliría el dinero, el comercio y se establecería la propiedad colectiva. Sastres y cortadores estaban dispuestos a viajar al África o América, como lo hizo Robert Owen, a constituir allá la sociedad perfecta de Étienne Cabet, y cotizaban para la adquisición de tierras en ese nuevo mundo. Se mostraron poco entusiasmados con el proyecto de Unión Obrera universal, que, comparado con su paraíso icariano, donde río había pobres, ni clases sociales, ni ociosos, ni servicio doméstico, ni propiedad privada, donde todos los bienes eran comunes y el Estado, «el soberano lean›, alimentaba, vestía, educaba y entretenía a todos los ciudadanos, les parecía una alternativa mediocre. Flora, a modo de despedida, ironizó: era egoísta querer ir a refugiarse en un Edén particular dando la espalda al resto del mundo, y muy ingenuo creer al pie de la letra lo que decía Viaje por Icaria, un libro que no era científico ni filosófico, ¡nada más que una fantasía literaria! ¿Quién, con dos dedos de sensatez en la mollera, iba a tomar una novela como un libro doctrinario y una guía para la revolución? ¿Y qué clase de revolución era esa del señor Cabet que tenía a la familia por sagrada y conservaba la institución del matrimonio, compraventa disimulada de las mujeres a sus maridos?

La mala impresión que tuvo con los sastres quedó borrada en la cena de despedida que le organizó el comité de la Unión Obrera, en una asociación de tejedores. Colmaron el vasto local más de trescientos obreros y obreras, que, en el curso de la velada, la ovacionaron varias veces, y entonaron La Marsellesa del trabajador, compuesta por un zapatero. Los oradores dijeron que las calumnias de Le Censeur habían servido para prestigiar más la obra que Flora Tristán realizaba, y mostrar las envidias que despertaba en los fracasados. Se sintió tan conmovida con este homenaje que, les dijo, valía la pena ser insultada por los Rittiez de este mundo si el premio era una noche así. Esta sala archirrepleta probaba que la Unión Obrera era imparable.

Eléonore y los demás miembros del comité la despidieron, a las tres de la madrugada, en el embarcadero. Las doce horas en el barquito sobre el Ródano, contemplando las orillas coronadas de montañas, en cuyas cumbres con cipreses vio despuntar el amanecer mientras se deslizaban hacia Avignon, volvieron a traerle a la memoria las imágenes de aquella travesía en Le Mexicano, desde Cabo Verde hasta las costas de América del Sur. Cuatro meses sin pisar tierra, viendo sólo el mar y el cielo y a sus diecinueve compañeros, en esa prisión flotante que la tenía, un día sí y otro también, descompuesta con el mareo. Lo peor fue el cruce de la línea ecuatorial, entre tormentas diluviales que sacudían la nave y la hacían crujir y chirriar como si fuera a desintegrarse, y obligaban a marinos y pasajeros a andar amarrados a las barras y anillos de la cubierta para que no los arrebataran las olas.

¿Se habían enamorado de ti los diecinueve varones de Le Mexicano, Florita? Probablemente. Lo seguro era que todos te deseaban, y que, en ese encierro forzado, tener cerca a una mujercita de grandes ojos negros, largos cabellos andaluces, cintura de maniquí y gestos graciosos, los desasosegaba y enloquecía. Estabas segura de que no sólo el adolescente grumete, también algunos marineros, imaginándote, se gratificaban a escondidas con las suciedades que le habías descubierto en Burdeos a Ismaelillo, el Eunuco Divino. Todos te deseaban, sí, por ese encierro y privaciones que realzaban tus encantos, aunque ninguno te llegara jamás a faltar el respeto, y sólo el capitán Zacarías Chabrié te declarara formalmente su amor.

Ocurrió en La Praia, una de esas tardes en que todos desembarcaban, menos Flora, por no ver azotar a los esclavos. Chabrié se quedaba acompañándola. Era agradable conversar con el educado bretón, en la proa del barco, viendo ponerse el sol en una fiesta de colores allá en el horizonte. Amenguaba el ardiente calor, corría una brisa tibia y el cielo fosforecía. Algo grueso, atildado, las buenas maneras y la exquisita cortesía de este tenor frustrado que no llegaba a la cuarentena, lo mejoraban físicamente, hasta lo hacían aparecer por momentos apuesto. Pese al disgusto que te provocaba el sexo, no podías dejar de coquetear con el marino, divertida con las emociones que suscitaba en él verte reír a boca llena, o contestarle con una ocurrencia chispeante, pestañeando, exagerando el aleteo de las manos, o estirando una pierna bajo la falda hasta dejar entrever la finura de tu tobillo. Chabrié se ruborizaba, feliz, y, a veces, para entretenerte, entonaba una romanza, un aria de Rossini o un vals vienés, con potente y armoniosa voz. Pero, aquella tarde, alentado tal vez por la munificencia del crepúsculo, o porque tus gracias fueron más lejos-que de costumbre, el caballeroso bretón no pudo contenerse, y asiendo con delicadeza una de tus manos entre las suyas, se la llevó a los labios, murmurando:

– Perdone mi atrevimiento, mademoiselle. Pero, no puedo resistir más, debo decírselo: yo la amo.

La larga y temblorosa declaración de amor transpiraba sinceridad y decencia, cortesía, buena crianza. Tú lo escuchabas desconcertada. ¿Existían, pues, hombres así? Correctos, sensibles, delicados, convencidos de que la mujer debía ser tratada con el pétalo de una flor, como en las novelitas románticas. El marino estaba trémulo, tan avergonzado de su atrevimiento que, compadecida, aunque sin aceptar formalmente su amor, le diste esperanzas. Grave error, Florita. Estabas impresionada con su hombría de bien, con la pureza de sus intenciones, y le dijiste que siempre lo querrías como al mejor de los amigos. En un rapto que te traería luego problemas, tomaste entre tus manos la enrojecida cara de Chabrié, y lo besaste en la frente. El capitán de Le Mexicano, santiguándose, agradeció a Dios haber hecho de él en ese instante el ser más bienaventurado de la Tierra.

¿ Te habías arrepentido, Florita, en estos once años de haber jugado en aquel viaje con los sentimientos del buen Zacarías Chabrié? Se lo preguntaba, mientras el barquito sobre el Ródano se aproximaba a Avignon. Como otras veces, se respondió: «No». No te arrepentías de esos juegos, coqueterías y mentiras que habían tenido a Chabrié en ascuas, durante la travesía hasta Valparaíso, creyendo que hacía progresos, que en cualquier momento mademoiselle Flora Tristán le daría el sí.definitivo. Habías jugado con él sin el menor escrúpulo, alentándolo con tus ambiguas respuestas yesos estudiados abandonos en que permitías a veces al marino, cuando iba a visitarte al camarote en un momento de sosiego en el mar, que te besara las manos, o cuando, de pronto, en un transporte emotivo, para que siguiera contándote su vida -sus viajes, sus ilusiones de joven en Lorient de ser cantante de ópera, la decepción que tuvo con la única mujer que quiso en su vida antes de conocerte-, le permitías descansar su cabeza en tus rodillas y le acariciabas los ralísimos cabellos. Alguna vez, incluso, dejaste que los labios de Chabrié rozaran los tuyos. ¿No te arrepentías? «No.»

El bretón creyó a pie juntillas que Flora era una madre soltera, cuando ella le dio una explicación sobre la mentira que le había pedido fingir el día del embarque en Burdeos. Pensó que, al cumplido católico que era el marino, lo escandalizaría saber que Flora había tenido una hija fuera del matrimonio. Pero, por el contrario, conocer «su desgracia», alentó a Chabrié a proponerle que se casaran. Adoptaría a la niña y se irían a vivir lejos de Francia, donde nadie pudiera recordar a Florita la villanía del hombre que mancilló su juventud: Lima, California, México, la mismísima India si ella lo prefería. Aunque nunca sentiste amor por él, lo cierto era, ¿no, Florita?, que alguna vez te tentó la idea de aceptar su oferta. Se casarían, se instalarían en un lugar alejado y exótico, donde nadie te conociera ni pudiera acusarte de bígama. Allí llevarías una existencia tranquila y burguesa, sin miedo y sin hambre, bajo la protección de un caballero intachable. ¿Lo hubieras soportado, Andaluza? Por supuesto que no.

El embarcadero de Avignon ya estaba allí. En lugar de seguir escarbando el pasado, volver al presente. Manos a la obra. No había tiempo que perder, Florita, la redención de la humanidad no admitía demoras.

No resultó fácil redimir a estos obreros aviñoneses con quienes a duras penas conseguía comunicarse, porque la mayoría casi no hablaba francés, sólo la lengua regional. En París, esa reliquia de las asociaciones obreras que era Agricol Perdiguier, apodado el Aviñonés Virtuoso, pese a estar en desacuerdo con sus tesis sobre la Unión Obrera, le había dado unas cartas de presentación para gentes de su ciudad natal. Gracias a ellas, Flora pudo celebrar reuniones con los obreros de las fábricas de paños y con los trabajadores del ferrocarril Avignon-Marsella, los mejor pagados de la región (dos francos al día). Pero, no fueron muy exitosas, debido a la prodigiosa ignorancia de estos hombres, que, pese a ser explotados con ferocidad, carecían de reflejos y vegetaban, conformes con su suerte. En la reunión con los obreros de las fábricas de paño, apenas vendió cuatro ejemplares de La Unión Obrera , y, en la de los ferrocarrileros, diez. Los aviñoneses no tenían muchas ganas de hacer la revolución.

Cuando supo que, en las cinco fábricas textiles del industrial más rico de Avignon, los horarios de trabajo eran de veinte horas diarias, tres o cuatro más que lo acostumbrado, quiso conocer a ese patrón. Monsieur Thomas no tuvo reparo en recibida. Vivía en el antiguo palacio de los duques de Crillon, en la fue de la Masse, donde la citó muy de mañana. El bellísimo local albergaba, por dentro, un caos de muebles y cuadros de distintas épocas y estilos, y el despacho del señor Thomas -un ser esquelético y nervioso, de una energía que se le escapaba por los ojos- era viejo, sucio, con las paredes despintadas, y cantidades de papeles, cajas y carpetas por el suelo, entre los cuales apenas podía ella moverse.

– No exijo a mis obreros nada que no haga yo mismo -le ladró a Flora, cuando ésta, luego de explicarle su misión, le reprochó que sólo dejara a los trabajadores cuatro horas para dormir-. Porque yo trabajo desde el alba hasta la medianoche, vigilando personalmente la marcha de mis talleres. Un franco al día es una fortuna para un inútil. No se deje engañar por las apariencias, señora. Viven como miserables porque no saben ahorrar. Se gastan lo que ganan bebiendo alcohol. Yo, para que usted lo sepa, soy abstemio.

Le explicó a Flora que él no imponía los horarios. A quien no gustaba ese sistema, podía buscar trabajo en otra parte. Para él no era problema; cuando faltaba mano de obra en Avignon, la importaba de Suiza. Con esos bárbaros de las montañas alpinas jamás tuvo problemas: trabajaban calladitos y agradecidos con el salario que les pagaba. Ellos sí que sabían ahorrar, esos suizos embrutecidos.

Sin reflexionar ni un instante, dijo a Flora que no pensaba darle un centavo para su proyecto de Unión Obrera, porque, aunque él no fuera muy enterado, había algo en sus ideas que se le antojaba anarquista y subversivo. Por eso, tampoco le compraría un solo libro.

– Le agradezco la franqueza, señor Thomas -dijo Flora, poniéndose de pie-. Como no volveremos a vernos las caras, permítame decide que usted no es un ser cristiano, ni civilizado, sino un antropófago, un comedor de carne humana. Si algún día sus obreros lo cuelgan, se lo habrá ganado.

El industrial se echó a reír a carcajadas, como si Flora le hubiera rendido un homenaje.

– A mí, las mujeres de carácter me gustan -la aprobó, exultante-. Si no estuviera tan ocupado, la invitaría a pasar un fin de semana en mi finca, en el Vaucluse. Usted y yo nos entenderíamos de maravilla, mi señora.

No todos los empresarios de Avignon resultaron tan toscos. Monsieur Isnard la recibió con cortesía, la escuchó, se suscribió con veinticinco francos a la Unión Obrera y le encargó veinte libros «para repartidos entre los obreros más inteligentes». Reconoció que, a diferencia de Lyon, ciudad tan moderna en todos los sentidos, Avignon estaba políticamente en la prehistoria. Los obreros eran indiferentes, y las clases directoras se dividían entre monárquicos y napoleonistas, cosas bastante parecidas aunque con etiquetas diferentes. No le auguraba muchos éxitos en su cruzada para acabar con la injusticia, pero se los deseaba.

Flora no se dejó desmoralizar por esos malos pronósticos, ni por la colitis que, sin tregua, la atormentó los diez días de Avignon. En las noches, en la pensión El Oso, como no podía dormir y hacía calor, abría la ventana para sentir la brisa y ver el cielo de Provenza, cuajado de estrellas, tan numerosas y titilantes como las que contemplabas desde Le Mexicano, en las noches tranquilas, luego de pasar la región ecuatorial, en esas cenas en cubierta que el capitán Chabrié amenizaba cantando canciones tirolesas y arias de Rossini, su compositor preferido. Alfred David, el armador, aprovechaba sus conocimientos de astronomía para enseñar a Flora los nombres de las estrellas y las constelaciones, con la paciencia de un buen maestro de escuela. Los celos hacían palidecer al capitán Chabrié. También debía sentir celos con las prácticas de español que hacías, ayudada por los diligentes pasajeros peruanos, el cusqueño Fermín Miota, su primo don Fernando, el viejo militar don José y su sobrino Cesáreo, quienes se disputaban por enseñarte los verbos, corregirte la sintaxis e ilustrarte sobre las variantes fonéticas del español que se hablaba en el Perú. Pero, aunque Chabrié debía sufrir por las atenciones que los demás te prodigaban, no lo decía. Era demasiado correcto y educado para hacerte escenas de celos. Como le habías dicho que al llegar a Valparaíso le darías una respuesta definitiva, esperaba, sin duda rezando cada noche para que le dieras el sí.

Después de los calores ecuatoriales, y de unas semanas de calma chicha y buen tiempo en que el mareo cedió y la travesía se volvió más llevadera -pudiste devorar los libros de Voltaire, Victor Hugo y Walter Scott que llevabas contigo-, Le Mexicano enfrentó la peor etapa del viaje: el cabo de Hornos. Cruzado en julio y agosto era arriesgarse a naufragar a cada momento. Los vientos huracanados parecían empeñarse en precipitar el barco contra las montañas de hielo que les salían al encuentro y tormentas de nieve y granizo les caían encima, anegando camarotes y bodegas. Día y noche vivían aterrados y semicongelados. El miedo a morir ahogada mantuvo a Flora sin pegar los ojos en esas semanas terribles, viendo, admirada, cómo los oficiales y marineros de Le Mexicano, empezando por Chabrié, se multiplicaban, izando o arriando las velas, achicando el agua, protegiendo las máquinas, reparando los destrozos, en jornadas que los tenían sin descansar y sin comer doce o catorce horas seguidas. La mayor parte de la tripulación llevaba poco abrigo. Los marineros tiritaban de frío y caían a veces derribados por la fiebre. Hubo accidentes -un maquinista resbaló desde el palo de mesana y se rompió una pierna- y una epidemia cutánea, con escozor y forúnculos, contaminó a medio barco. Cuando, por fin, salieron del cabo y la nave comenzó a remontar el litoral de América del Sur por las aguas del Pacífico, rumbo a Valparaíso, el capitán Chabrié presidió una ceremonia religiosa de acción de gracias, por haber salido con vida de esta prueba, que pasajeros y tripulantes -la excepción fue el armador David, que se proclamaba agnóstico- siguieron devotamente. Flora también. Hasta el cabo de Hornos, nunca habías sentido la muerte tan cerca, Andaluza.

Estaba pensando, precisamente, en aquella ceremonia religiosa y en los sentidos rezos de Zacarías Chabrié, cuando, una mañana en que disponía de unas horas libres en Avignon, se le ocurrió visitar la antigua iglesia de Saint Pierre. Los aviñoneses la consideraban una de las joyas de la ciudad. Se celebraba una misa. Para no distraer a los fieles, Flora se sentó en una banca del fondo de la nave. Al poco rato sintió hambre -debido a los cólicos, sus comidas eran frugales- y como llevaba un pan en el bolsillo, lo sacó y comenzó a comer, con discreción. No le sirvió de mucho, pues, al poco rato, se vio rodeada por un corro de mujeres enfurecidas, con pañuelos en la cabeza y misales y rosarios en las manos, que la recriminaban por faltar el respeto a un lugar sagrado y atropellar los sentimientos de los feligreses durante la santa misa. Les explicó que no había sido su intención ofender a nadie, que estaba obligada a comer algo cuando tenía fatiga pues sufría del estómago. En vez de calmadas, sus explicaciones las irritaban más, y varias de ellas, en francés o provenzal, comenzaron a llamada «judía», «judía sacrílega». Terminó por retirarse, para que el escándalo no pasara a mayores.

El incidente del que fue víctima al día siguiente al entrar a un taller de tejedores ¿fue consecuencia de lo ocurrido en la iglesia de Saint- Pierre? En la puerta del taller, en actitud amenazante, cerrándole la entrada, la esperaba un grupo de obreras, o de mujeres y parientes de obreros, a juzgar por la extremada pobreza de sus ropas. Algunas iban descalzas. Los intentos de Flora de dialogar con ellas, averiguar qué le reprochaban, por qué querían impedirle entrar al taller a reunirse con los tejedores, no dieron resultado. Las aviñonesas, gritando varias a la vez y gesticulando con furia, la callaban. A medias, pues el francés y la lengua regional se mezclaban en sus bocas, acabó por entenderlas. Temían que, por su culpa, sus maridos perdieran sus trabajos, e, incluso, fueran apresados. Algunas parecían celosas de su presencia allí, pues le gritaban «corruptora» o «puta, puta», mostrándole las uñas. Los dos aviñoneses que la acompañaban, discípulos de Agricol Perdiguier, le aconsejaron que renunciara al encuentro con los tejedores. Tal como estaban de caldeados los ánimos, no se podía excluir una agresión física. Si venía la policía, Flora pagaría los platos rotos.

Optó por visitar el Palacio de los Papas, convertido ahora en cuartel. No le interesó el ostentoso y pesado edificio, y menos las pinturas de Devéria y Pradier que adornaban sus macizas paredes -no había mucho tiempo ni ánimos para gustar del arte cuando se estaba en una guerra contra los males que agobiaban a la sociedad-, pero quedó prendada de madame Gros-Jean, la vieja portera que guiaba a los visitantes por este palacio tan semejante a una prisión. Gorda, tuerta, arrebujada en mantas pese al fuerte calor veraniego que a Flora la hacía transpirar, enérgica y de una locuacidad imparable, madame Gros-Jean era una monárquica fanática. Sus explicaciones le servían de pretextos para despotricar contra la Gran Revolución. Según ella, todas las desgracias de Francia habían comenzado en 1789, con esos demonios impíos de los jacobinos, sobre todo el monstruo Robespierre. Enumeraba, con fruición macabra y violentas condenaciones, las negras hazañas, en Avignon, del bandido robespierrista Jourdan, apodado el Cortacabezas, que decapitó personalmente a ochenta y seis mártires y quiso demoler este palacio. Afortunadamente, Dios no lo permitió, y más bien hizo que Jourdan terminara sus días en la guillotina. Cuando, de pronto, Flora, para ver la cara que ponía la portera, afirmó que la Gran Revolución era lo mejor que le había pasado a Francia desde los tiempos de Saint Louis, y el hecho histórico más importante de la humanidad, madame Gros-Jean tuvo que sujetarse de una columna, fulminada por el pasmo y la indignación.

La última parte del viaje de Le Mexicano, frente a la costa sudamericana, fue la menos ingrata. Haciendo honor a su nombre, el mar Pacífico se mostró siempre calmado, y Flora pudo leer con más tranquilidad, además de los suyos, los libros de la pequeña biblioteca del barco, que contenía autores como Lord Byron y Chateaubriand a los que leía por primera vez. Lo hacía tomando notas, estudiándolos, y descubriendo, en cada página, ideas que la imantaban. También, las lagunas de su educación.

Pero ¿acaso habías tenido alguna educación, Florita? Ésa era la tragedia de tu vida, no André Chazal. ¿Qué clase de educación tenían las mujeres, incluso hoy día? ¿Hubiera sido posible un episodio como el de esas beatas que te llamaron «judía» en la iglesia de Saint-Pierre, y las que te creían una «puta» en el taller de tejedores, si las mujeres recibieran una educación digna de ese nombre? Por eso, las escuelas obligatorias para mujeres de la Unión Obrera revolucionarían la sociedad.

Le Mexicano atracó en el puerto de Valparaíso a los ciento treinta y tres días de haber zarpado de Burdeos, con cerca de dos meses de atraso sobre el tiempo previsto. Valparaíso era una sola calle larguísima, paralela al mar de arenas negras, y en ella se agitaba una humanidad variopinta, donde parecían representados todos los pueblos del planeta, a juzgar por la variedad de lenguas que se hablaba, fuera del español: inglés, francés, chino, alemán, ruso. Todos los mercaderes, mercenarios y aventureros del mundo que venían a buscarse la vida en América del Sur, entraban al continente por Valparaíso.

El capitán Chabrié la ayudó a instalarse en una pensión regentada por una francesa, madame Aubrit. Su llegada provocó una conmoción en el pequeño puerto. Todo el mundo conocía a su tío, don Pío Tristán, el hombre más rico y poderoso del sur del Perú, que había estado exiliado un tiempo aquí en Valparaíso. La noticia de la llegada de una sobrina francesa de don Pío -ir de París!- alborotó el vecindario. Los tres primeros días, Flora debió resignarse a recibir una procesión de visitantes. Las familias principales querían presentar sus saludos a la sobrina de don Pío, de quien todos juraban ser amigos, y, al mismo tiempo, comprobar con sus propios ojos si lo que decía la leyenda de las parisinas -bellas, elegantes y diablas- correspondía a la realidad.

Con las visitas, llegó una noticia que hizo a Flora el efecto de una bomba. Su anciana abuela, la madre de don Pío, en quien había puesto tantas esperanzas para ser reconocida e integrada en la familia Tristán, había fallecido en Arequipa el 7 de abril de 1833, el mismo día en que Flora cumplía treinta años y se embarcaba en Le Mexicano. Mal comienzo para tu aventura sudamericana, Andaluza. Chabrié la consoló como pudo, al ver que ella se ponía lívida. Flora iba a aprovechar la ocasión para decide que estaba demasiado turbada para dar una respuesta a su oferta de matrimonio, pero, él, adivinándola, le impidió hablar:

– No, Flora, no me diga nada. No todavía. No es éste el momento para un asunto tan importante. Siga su viaje, vaya a Arequipa a reunirse con su familia, arregle sus problemas. Yo iré a verla allá, y entonces me hará conocer su decisión.

Cuando, el 18 de julio de 1844, Flora dejó Avignon, rumbo a Marsella, estaba más alentada que los primeros días en la ciudad de los Papas. Había constituido un comité de la Unión Obrera con diez miembros -trabajadores textiles y del ferrocarril, y un panadero- y asistido a dos intensas reuniones secretas con los carbonarios. Éstos, pese a ser reprimidos con dureza, seguían activos en Provenza. Flora les explicó sus ideas, los felicitó por el coraje con que luchaban por sus ideales republicanos, pero consiguió exasperarlos, al decides que formar sociedades secretas y actuar en la clandestinidad, eran chiquillerías, romanticismos tan anticuados como las pretensiones de los icarianos de ir a fundar el Paraíso en América. La lucha había que librada a plena luz, a la vista de todo el mundo, aquí y en todas partes, para que las ideas de la revolución llegaran a los trabajadores y los campesinos, a todos los explotados sin excepción, porque sólo ellos, movilizándose, transformarían la sociedad. Los carbonarios la escuchaban desconcertados. Algunos, le recriminaron ásperamente formularles críticas que nadie le había pedido. Otros, parecían impresionados con su audacia. «Después de su visita, tal vez los carbonarios tengamos que revisar la prohibición de aceptar mujeres en nuestra sociedad», le dijo el jefe, señor Proné, al despedida.

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