El cielo estaba lleno de estrellas y corría una brisa veraniega impregnada de aromas la noche que Flora llegó a Roanne, procedente de Lyon, el 14 de junio de 1844. Permaneció desvelada en su pensión, observando por la ventana el firmamento lleno de luceros, pero pensando todo el tiempo en Eléonore Blanc, la obrerita de Lyon con la que se había encariñado. Si todas las mujeres pobres tuvieran la energía, la inteligencia y la sensibilidad de esa muchacha, la revolución sería cosa de meses. Con Eléonore, el comité de la Unión Obrera funcionaría a la perfección y sería el motor de la gran alianza de trabajadores en todo el sur de Francia.
Echabas de menos a aquella chiquilla, Florita. Hubieras querido, en esta noche tranquila y estrellada de Roanne, abrazada y sentir su cuerpo delgadito, como lo sentiste el día que fuiste a buscada a su miserable casucha de la rue Luzerne, y la encontraste llorando.
– ¿Qué te ocurre, hija mía? ¿Por qué lloras? -Temo no ser lo bastante fuerte y hábil para hacer todo lo que usted espera de mí, señora.
Oyéndola hablar así, transida de emoción, viendo la ternura y reverencia con que la contemplaba, Flora tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a llorar, también. La estrechó en sus brazos y la besó en la frente y las mejillas. El marido de Eléonore, un obrero tintorero de manos manchadas, no comprendía nada:
– Eléonore dice que en estas semanas usted le ha enseñado más que todo lo que ha vivido hasta ahora. ¡Y, en vez de alegrarse, llora! ¡Quién lo entiende!
Pobre muchachita, casada con semejante bobo. ¿También ella sería destruida por el matrimonio? No, tú te encargarías de protegerla y de salvada, Andaluza: Imaginó una nueva forma de relación entre las personas, en la sociedad renovada gracias a la Unión Obrera. El matrimonio actual, esa compraventa de mujeres, habría sido reemplazado por alianzas libres. Las parejas se unirían porque se amaban y tenían fines comunes, y, a la menor desavenencia, se separarían de manera amistosa. El sexo no tendría el carácter dominante que mostraba incluso en la concepción de los falansterios de Fourier; estaría tamizado, embridado, por el amor a la humanidad. Los deseos serían menos egoístas, pues las parejas consagrarían buena parte de su ternura a los demás, a la mejora de la vida común. En esa sociedad, tú y Eléonore podrían vivir juntas y amarse, como madre e hija, o como dos hermanas, o amantes, unidas por el ideal y la solidaridad hacia el prójimo. Y esta relación no tendría el sesgo excluyente y egoísta que tuvieron tus amores con Olympia -por eso los cortaste, renunciando a la única experiencia sexual placentera de tu vida, Florita-; por el contrario, se sustentaría en el amor compartido por la justicia y la acción social.
A la mañana siguiente comenzó a trabajar en Roanne, desde muy temprano. El periodista Auguste Guyard, liberal y católico, pero admirador de Flora, cuyos libros sobre el Perú y sobre Inglaterra había comentado con entusiasmo, le tenía organizadas dos reuniones con grupos de unos treinta obreros cada uno. No resultaron muy exitosas. Comparados con los despiertos e inquietos canutos lioneses, qué resignados parecían los roanneses. Pero, después de visitar tres fábricas de paños de algodón -la gran industria local, que empleaba cuatro mil obreros-, Flora quedó sorprendida de que, dadas las condiciones en que trabajaban, estos infelices no fueran todavía más rústicos.
Su peor experiencia la tuvo en los talleres de paños de un ex obrero, monsieur Cherpin, convertido ahora en uno de los capitalistas más ricos de la región y explotador de sus antiguos hermanos. Alto, fuerte, velludo, vulgar, de maneras brutales y un olor de axilas que mareaba, la recibió mirándola burlonamente, de arriba abajo, sin disimular el desdén que le inspiraba, a él, un triunfador, una mujercita abocada a la innecesaria redención de la humanidad.
– ¿Está usted segura de que quiere bajar allí? -le señalaba la
entrada al sótano que era el taller-. Se arrepentirá, se lo advierto.
– Hablaremos después, señor Cherpin. -Si es que sale viva -lanzó él
una carcajada.
Ochenta desdichados se apiñaban, en tres hileras apretadas de telares, en una cueva asfixiante, donde era imposible estar de pie por lo bajo del techo, ni moverse debido al hacinamiento. Una cueva de ratas, Andaluza. Sintió que se iba a desmayar. El vaho ardiente del horno, la pestilencia y el ruido ensordecedor de los ochenta telares operando simultáneamente, la marearon. Apenas podía formular preguntas a esos seres semidesnudos, sucios, esqueléticos, encorvados sobre los telares, muchos de los cuales apenas la entendían porque sólo hablaban la jerga burguiñona. Un mundo de fantasmas, de aparecidos, de muertos vivientes. Trabajaban de cinco de la madrugada a nueve de la noche y ganaban, los hombres, dos francos diarios, las mujeres ochenta centavos, y los niños, hasta los catorce años, cincuenta centavos. Retornó a la superficie empapada de transpiración, las sienes oprimidas y el corazón acelerado, percibiendo clarito en su pecho el frío del huésped incómodo. Monsieur Cherpin le alcanzó un vaso de agua, riéndose siempre con obscenidad.
– Se lo advertí; no es un lugar para una señora decente, madame Tristán.
Haciendo esfuerzos por guardar la compostura, Madame-la-Colere silabeó:
– Usted, que comenzó como obrero tejedor, ¿cree justo hacer trabajar a sus prójimos en Dios, en semejantes condiciones? Este taller es peor que todos los chiqueros que he conocido.
– Debe ser justo, cuando cada madrugada se agolpan aquí decenas de hombres y mujeres implorándome que les dé trabajo -se ufanó monsieur Cherpin-. Compadece usted a unos privilegiados, madame. Si les pagara más, se lo gastarían en las tabernas, emborrachándose con ese vinazo que los vuelve idiotas. Usted no los conoce. Yo sí, precisamente porque fui uno de ellos.
Al día siguiente, luego de una jornada extenuante repartiendo ejemplares de la edición popular de La Unión Obrera en las librerías de Roanne, y de visitar otras dos fábricas de paños igual de infernales que la de monsieur Cherpin, Auguste Guyard llevó a Flora a las aguas termales de Saint-Alban. Su propietario, el doctor Émile Goin, era devoto lector suyo, en especial de su libro de viajes por el Perú, Peregrinaciones de una paria, que le hizo firmar. Cincuentón apuesto, de patillas canosas, ojos penetrantes, maneras aristocráticas aunque afables, el doctor Goin vivía con una apacible mujer y tres hijas de miriñaque en una casa señorial, llena de cuadros y esculturas, rodeada de jardines. En la cena que le ofreció, Flora advirtió que el dueño de casa la miraba con admiración. N o sólo lo atraían tus hazañas intelectuales; también, lo negro de tus cabellos enrulados, la gracia y viveza de tus ojos y lo armonioso de tus rasgos, Andaluza. Se sintió muy halagada. «He aquí un hombre al que, tal vez, hubieras podido soportar en casa», pensó. El doctor Goin quería saber si todo aquello que Flora contó en Peregrinaciones de una paria era cierto, o estaba muy coloreado por la imaginación. No, no lo estaba; ella había hecho grandes esfuerzos por contar sólo su verdad, como Rousseau en sus Confesiones. ¿Era exacto, entonces, que esa increíble aventura comenzó de manera casual, en una pensión parisina, gracias al encuentro con aquel capitán de navío que regresaba del Perú?
En efecto, así comenzó la historia que hizo de ti lo que eras ahora, Florita. El buen Chabrié te salvó de ser un parásito mustio, de vida prestada, como la regordeta esposa pasmada del doctor Émile Goin. Sí, en aquella pensión de París donde te refugiaste con Aline, luego de tres años de servidumbre y degradación moral trabajando de doméstica de la familia Spence. Un lugar donde, pensabas, nunca te encontraría tu marido André Chazal, de quien seguías huyendo y escondiéndote, después de tanto tiempo. Qué madeja de coincidencias y azares decidían los destinos de las personas, ¿no, Florita? Qué distinta hubiera sido tu vida si aquella noche, en el pequeño comedor de la pensión parisina donde cenaban los pensionistas, no te hubiera dirigido la palabra tu vecino de mesa:
– Discúlpeme, señora, pero acabo de oír que la patrona la llama madame Tristán. ¿Así se apellida? ¿No será usted pariente de la familia Tristán, del Perú?
El capitán de navío Zacarías Chabrié hada viajes a ese lejano país, y había conocido allá, en Arequipa, á la familia Tristán, la más próspera e influyente de toda la región. ¡Una familia patricia! Durante tres días, a la hora de las comidas y las cenas, Flora sometió a un interrogatorio al amable marino, a quien sacó todo lo que sabía sobre aquella familia, la tuya, ya que don Pío, jefe y cabeza de los Tristán, era nada menos que el hermano menor de don Mariano, tu padre. A ese don Pío, tu tío carnal, tu madre le había escrito tantas veces desde que quedó viuda, pidiéndole ayuda, sin obtener jamás una respuesta. Vueltas que daba la vida, Florita. Sin esas charlas con el capitán Chabrié, en 1829, jamás se te hubiera ocurrido escribir aquella carta amorosa y dramática a tu tío arequipeño, el poderosísimo don Pío Tristán y Moscoso, contándole, con ingenuidad que pagarías cara, la situación en que tu madre y tú quedaron a la muerte de don Mariano por el irregular matrimonio de tus padres.
Diez meses después, cuando Flora había perdido las esperanzas, llegó la respuesta de don Pío. Una astuta y calculada carta en la que, a la vez que la llamaba «sobrina querida», le hada saber, de manera rotunda, que su condición de hija natural-¡ay, el implacable rigor de la ley la excluía de todo derecho a la herencia de su «queridísimo hermano don Mariano». Herencia que, por lo demás, no existía, pues, luego de cancelar deudas y tributos, los bienes del padre de Flora se habían esfumado. Sin embargo, don Pío Tristán, en gesto dadivoso, enviaba a su desconocida sobrina de París, a través de un primo suyo residente en Burdeos, don Mariano de Goyeneche, un regalo de dos mil quinientos francos, y otra dádiva de tres mil piastras, ésta de la madre de don Pío y don Mariano, la abuelita de Flora, una matrona inquebrantable de noventa y nueve primaveras.
Aquel dinero cayó sobre Flora como una bendición del cielo. Eran tiempos difíciles, por la persecución encarnizada a que la sometía André Chazal. Había descubierto su paradero, en París, y la demandó ante los tribunales, acusándola de esposa y madre desnaturalizada.
Le reclamaba los dos hijos que sobrevivían (el mayor, Alexandre, acababa de morir). Flora pudo pagar a un abogado, defenderse, alargar el proceso y demorar una sentencia que -su defensor la previno-, dadas las leyes vigentes contra la mujer que desertaba su hogar, le sería desfavorable. Hubo un intento de arreglo amistoso, en casa de un tío materno de Flora, el comandante Laisney, en Versalles. André Chazal, a quien ella no veía hacía cuatro años, compareció hediendo a alcohol, con los ojos vidriosos y la boca llena de ira y de reproches. Andaba medio loco de resentimiento y amargura. «Usted me ha deshonrado, señora», repetía de tanto en tanto, trémulo. Luego de contenerse durante un buen rato, como le había suplicado su abogado, Madame-la-Colere no pudo más: cogió un plato de cerámica de la repisa más próxima y lo pulverizó contra la cabeza de su marido. Éste cayó al suelo, desbaratado, dando un rugido de sorpresa y de dolor. Aprovechando la confusión, Flora, cogiendo de la mano a la pequeña Aline -cuya custodia había confiado la justicia a su padre-, huyó. Su madre se negó a darle asilo, reprochándole comportarse como una enajenada. No contenta con eso, delató (estabas segura de ello) su escondite a André Chazal, en un hotelito pobretón de la rue Servandoni, en el barrio Latino donde Flora se refugió con Aline y Ernest-Camille. Una mañana, cuando ella abandonaba el hotel con el niño, su marido le salió al encuentro. Echó a correr, seguida por Chazal, quien le dio alcance en las puertas de la Facultad de Derecho de la Sorbonne. Se abalanzó sobre ella y comenzó a golpeada. Flora se defendía como podía, tratando de parar los golpes con su cartera y Ernest-Camille chillaba, aterrado, cogiéndose la cabeza. Un grupo de estudiantes los separó. Chazal aullaba que esa mujer era su esposa legítima, nadie tenía derecho a entrometerse en una disputa conyugal. Los futuros abogados dudaron. «¿Es cierto eso, señora?» Cuando ella reconoció que estaba casada con ese señor, los jóvenes, cariacontecidos, se apartaron. «Si es su esposo, no podemos defenderla, señora. La ley lo ampara.» «Son ustedes más puercos que este puerco», les gritó Flora, mientras Andrés Chazalla arrastraba, a empellones, al puesto de policía de la Place Saint -Sulpice. Allí fue fichada, amonestada y advertida por el comisario: no podría moverse del hotel de la me Servandoni. Pronto recibiría una orden de comparecencia del señor juez. Aplacado, André Chazal partió llevándose en brazos al pequeño Ernest-Camille, que lloraba a gritos.
Horas después, Flora era de nuevo una fugitiva, con Aline, de seis añitos. Gracias a los francos y piastras venidos de Arequipa, erró cerca de seis meses por el interior de Francia, alejándose siempre de París como de la peste. Vivía a salto de mata, con nombres falsos, en hosterías modestísimas o viviendas de campesinos, sin permanecer jamás demasiado tiempo en ninguna parte. Estaba segura de que había una orden de captura contra ella. Si la policía le echaba mano, perdería también a Aline e iría a la cárcel. Se hacía pasar por una viuda atribulada por la muerte de su esposo; por una dama española alejada de su patria por motivos políticos; por una turista inglesa; por la mujer de un marino que navegaba en el mar de la China y distraía su añoranza viajando. Para hacer durar el dinero, comía apenas y buscaba cada vez hospedajes más humildes. Un día, en Angouleme, la fatiga, la angustia y la incertidumbre la derribaron. Cayó enferma. Las altísimas fiebres la hacían delirar. Madame Bourzac, dueña de la granja donde se alojaban, fue su ángel de la guarda, la salvadora de la pequeña Aline. La cuidó, la curó, le levantó el ánimo, y cuando Flora, entre sollozos, le contó su verdadera historia, con infinita dulzura la tranquilizó:
– No se preocupe, señora. La niña no puede seguir viviendo así, por los caminos, como una gitanilla. Déjela conmigo, hasta que su situación se arregle. Le he tomado cariño y la cuidaré como a una hija.
– El más noble y generoso ser que he conocido -exclamó Flora-. Sin ella, yo y Aline hubiéramos muerto en esos días terribles. ¡Madame Bourzac! Una campesina humilde, que apenas sabía escribir su nombre.
– ¿Ya había decidido usted partir al Perú? -el doctor Émile Goin la miraba con tanta fascinación que Flora se ruborizó.
– ¿Qué me quedaba? ¿Adónde podía seguir huyendo de André Chazal y de la mal llamada justicia francesa?
De Angouleme escribió una carta a don Mariano de Goyeneche, el primo de don Pío Tristán que vivía en Burdeos. Flora había estado ya en contacto epistolar con él, para recibir el dinero de Arequipa. Le pedía una audiencia, a fin de confiarle un asunto delicado de la mayor urgencia. Debía ser de viva voz. Don Mariano de Goyeneche contestó de inmediato, muy cordial. La hijita de don Mariano Tristán, su primo, podía venir a Burdeos cuando quisiera. Sería recibida con los brazos abiertos y todo el cariño del mundo. Don Mariano no tenía familia y estaba feliz de hospedada por el tiempo que ella quisiera.
– Aquí debo interrumpir la historia -dijo Flora, de manera abrupta, poniéndose de pie-. Es tardísimo y mañana temprano parto a Saint-Étienne.
Cuando, al despedida, el doctor Goin le besó la mano, Flora notó que sus labios húmedos se demoraban sobre su piel, insinuantes. «Me desea», pensó, disgustada. El desagrado le impidió dormir su última noche en Roanne, y la tuvo tensa y malhumorada al día siguiente durante el viaje en tren a Saint- Étienne. Y, en cierto modo, la persiguió, acosó, y no pudo desembarazarse de él toda la semana que pasó en aquella ciudad de militares cretinos y semicretinos, y de obreros beatos e idiotas, impermeables a toda idea inteligente, a todo sentimiento altruista, a toda iniciativa social. Lo único bueno que le ocurriría en la semana de Saint-Étienne fueron las dos cartas -largas, tiernas- de Eléonore Blanc, a la que contestó también extensas misivas. Como suponía, el comité de Lyon iba viento en popa.
En los cuatro talleres de tejedores que visitó -dos de hombres, uno de mujeres y otro mixto- se quedó sorprendida al saber que, al principio y al fin de la jornada, obreras y obreros rezaban. En uno de ellos la invitaron a sumarse a la plegaria. Cuando les explicó que no era católica, porque, a su juicio, la Iglesia era una institución opresora de la libertad humana, la miraron con tanto espanto que temió que la insultaran. De todas las reuniones salió convencida de que perdía su tiempo. Pese a sus esfuerzos, no ganaría a casi nadie para la Unión Obrera. En efecto, al final no pudo constituir el comité organizador con los diez miembros acostumbrados; debió conformarlo con siete y sospechando, además, que la mitad desertaría apenas ella partiera.
Para que la visita a Saint-Étienne no resultara inútil, se dedicó a esos estudios sociales que, después de la acción política, tanto le gustaban. Desde una mesa del simpático Café de París, donde tomaba sus desayunos y comidas, y de cuya dueña se hizo amiga, se dedicó a observar a los oficiales de la guarnición que habían hecho del Café de París una sucursal del cuartel.
Pronto llegó a la conclusión de que los militares de línea eran tarados congénitos, y que los oficiales de artillería, aunque alcanzaban los niveles del ser humano normal, lucían una arrogancia y un esnobismo nauseabundos. Por lo visto, estos oficiales, hijos de familias adineradas de la alta burguesía o la aristocracia, nada tenían que hacer en la vida salvo venir al Café de París, a jugar al dominó o a las cartas, a beber, fumar, contarse chistes y lanzar piropos a las damas que cruzaban la acera, en espera de alguna guerra en que ocuparse. Con Flora pretendieron coquetear también, al principio. Pero, desistieron, porque sus maneras desenvueltas e irónicas los incomodaban. Les gustaban las mujeres sumisas, como sus ordenanzas y sus caballos. Flora se dijo que había sido muy sensato seguir las enseñanzas del conde Saint-Simon y prohibir, en la nueva sociedad planeada por la Unión Obrera, la fabricación de toda clase de armas y abolir el ejército.
La fogata de recuerdos encendida en la cena donde los Goin, en Roanne, siguió chisporroteando durante su visita a Saint-Étienne. Aquella estancia en Burdeos, en el palacete del increíblemente rico don Mariano de Goyeneche, que se empeñó en que ella lo llamara «tío Mariano» y la llamó siempre «sobrina Florita», fue una fantasía hecha realidad. Nunca habías estado en una casa tan suntuosa, ni visto tantos criados, ni sospechado lo que era vivir como una persona rica. Nunca habías sido tratada con tanta deferencia, halagos y comodidades. Sin embargo, Andaluza, no fuiste totalmente feliz en esos meses de Burdeos, porque todavía no estabas acostumbrada a mentir. Vivías en el miedo, la desazón y la incertidumbre, con pánico de contradecirte, desdecirte, ser descubierta, humillada y regresada a tu verdadera condición, por don Mariano de Goyeneche y por su sombra, hombre de confianza, secretario y sacristán: Ismaelillo, el Eunuco Divino.
Don Mariano de Goyeneche se tragó las mentiras de Flora sin el menor recelo. Le creyó que, por la reciente muerte de su madre, había quedado sola en el mundo, sin parientes ni amistades en París, y que en estas circunstancias había concebido la idea -el anhelo, el sueño- de viajar al Perú, a Arequipa, a conocer la tierra de su padre, a tratar a su familia paterna, a pisar la casa donde nació su progenitor. Allá se sentiría protegida, consolada de su desamparo y soledad. Flora se pasó por los ojos el pañuelito de gasa, deformó su voz y fingió un sollozo. El anciano de cabellos blancos, facciones adustas y trajes oscuros que parecían hábitos, se conmovió, y, mientras ella le refería su desgracia, le cogió la mano varias veces, asintiendo. Sí, sí, Florita, una joven como ella no podía quedar sola en este mundo. La hija de su primo Mariano Tristán debía viajar al Perú, donde su tío, su abuela, sus primos y primas le brindarían el calor y el afecto que colmaran el vacío dejado por el fallecimiento de su madre. Escribiría a Pío, previniéndolo de su viaje, y él mismo se ocuparía de buscarle un buen barco y de recomendada para que hiciera el largo viaje en toda seguridad. Mientras esperaban noticias de Arequipa, Florita no se movería de Burdeos, ni de esta casa, a la que su juventud alegraría. Don Mariano de Goyeneche estaba feliz de que su sobrinita viniera a hacerle compañía por unos meses.
Casi un año pasó alojada en la casa señorial de don Mariano de Goyeneche, un hombre que, si aún vivía, debía odiarte y despreciarte tanto como once años atrás te acariñó y protegió. Un hombre que te creyó soltera y virgen cuando, en verdad, eras una esposa prófuga, madre de tres niños (dos vivos y uno muerto) que, por lo demás, tampoco habías perdido a tu madre, aún viva en París, aunque, por la manera como tomó partido por André Chazal, ella había muerto para ti, pues nunca volverías a verla ni escribirle. ¿Qué cara habría puesto don Mariano de Goyeneche, leyendo, en Peregrinaciones de una paria, la verdad sobre los embustes que le hiciste tragar? ¡La sobrinita pura y cándida, a la que le pagó un pasaje al Perú, resultó ser una esposa y madre indigna, perseguida por la policía!
Se habría ido a confesar, y, esa noche, apretado más el cilicio sobre sus entecas carnes.
Era, con Ismaelillo, el Eunuco Divino, el ser más católico que Flora conoció. Un católico tan integral, tan obsesivo, que, más que un creyente, parecía una caricatura. Su máximo orgullo (alimentado tal vez de secreta envidia) era que su hermano menor fuera el arzobispo de Arequipa. «Un príncipe de la Iglesia en la familia, Florita! ¡Qué honor y qué responsabilidad!» Se había quedado solterón para cumplir mejor sus obligaciones con la Iglesia y con Dios, aunque no había hecho esos votos de castidad, pobreza y obediencia que, en cambio, había hecho al parecer Ismaelillo. Iba a misa todos los días, a la catedral, y varias veces a la semana volvía a la iglesia en las tardes, para la bendición y el rosario. Arrastraba a Flora a misas, vísperas, novenas, sahumerios, procesiones. Ella hacía extraordinarios esfuerzos para simular una devoción parecida a la de don Mariano a la hora de rezar: arrodillado, no en el reclinatorio sino en la fría losa, las manos en el pecho, los ojos cerrados, todo su cuerpo en actitud de contrición y humildad, y la expresión absorta en la oración. Visitaban la casa sacerdotes, párrocos, directores de obras pías, hermanas de la Caridad, congregaciones. A todos recibía don Mariano con afecto, les ofrecía tazas de chocolate humeante «venido del Cusco», acompañado de biscotelas y golosinas, y los despedía con generosas caridades.
Su inmenso palacete de piedra, en el barrio de Saint-Pierre, en el centro de Burdeos, parecía un convento. Estaba lleno de crucifijos y de imágenes sagradas, tapices y cuadros de tema religioso, y, además de la antigua capilla, había por las esquinas pequeños altares, hornacinas, urnas con vírgenes y santos, en los que se quemaba incienso. Como las espesas cortinas solían estar corridas, reinaba en la antigua y vasta mansión una eterna penumbra, un aire de recogimiento y renuncia terrenal que a Flora la sobrecogían. La gente, inspirada por lo sombrío y ceremonioso del lugar, tendía a hablar en voz baja, temerosa de cometer una ofensa si en este recinto tan fúnebre y espiritual hacía ruido.
El Eunuco Divino era un joven español lleno de sabiduría en materia económica al decir de don Mariano.Se ocupaba por el momento de administrar los bienes y rentas del señor De Goyeneche, pero acaso en el futuro entraría en el seminario. Vivía en un ala de la casa señorial, y su despacho y su dormitorio eran tan austeros como las celdas de un convento de clausura. A la hora de la cena, don Mariano pedía a Dios la bendición para el yantar; en el almuerzo lo hacía Ismaelillo, y engolaba tanto la voz y ponía una cara tan alelada y serafina, que Flora podía apenas aguantar la risa. Más que apuesto era bonito, con su tez rasurada y rosácea, su talle de avispa, y sus manos, de uñas recortadas y lustradas, suaves como la piel de un recién nacido. Vestía también con las ropas taciturnas del dueño de casa, pero, a diferencia de don Mariano de Goyeneche, que parecía perfectamente cómodo con la entrega total de su cuerpo y su espíritu al amor de Dios y a las prácticas de la religión, en el joven español -debía tener la edad de Flora, unos treinta o treinta y dos años a lo más-, algo en sus gestos, expresiones y comportamientos, delataba un conflicto no resuelto, un desgarro entre las formas exteriores de su conducta y su vida íntima. A ratos, a Flora le parecía un ser angelical, al que una ardiente fe religiosa llevó a negarse todos los apetitos y placeres, a renunciar al siglo para consagrarse a la salvación de su alma y a Dios. Pero, otras veces, sospechaba en él un ser dúplice, un simulador que, detrás de su modestia, austeridad y bondad, ocultaba un cínico, que fingía lo que no sentía ni creía, para ganarse la confianza de don Mariano, medrar a su sombra y heredar su fortuna.
Advertía de pronto, en los ojos de Ismaelillo, unos brillos codiciosos que la hacían recelar. A veces los provocaba, no sin malignidad, levantando al descuido su falda a la hora de las tertulias, de modo que quedara al descubierto su fino tobillo, o, ansiosa en apariencia de no perder una sílaba de lo que Ismaelillo contaba, acercándose a él tanto que el joven español debía olerla y sentir que su piel lo rozaba. Entonces perdía el control de sí mismo, palidecía o enrojecía, se le alteraba la voz, se le enredaban las frases y saltaba de un tema a otro sin ilación. Se había encariñado con esa muchacha, en esta vieja casa olorosa a sacristía, apenas la vio. Flora lo supo desde el primer día. Se había enamorado de ti yeso debía desgarrado. Pero nunca se atrevió a decirte nada que fuera más allá de la convencional amistad. Sin embargo, sus ojos lo traicionaban, y Flora sorprendía en ellos a menudo esa lucecita ansiosa que quería decir: cuánto me gustaría ser libre, poder decide lo que siento, cogerle la mano y besársela, rogarle que me permita cortejarla, amada, pedirle que sea mi mujer y me enseñe la felicidad.
En el año que pasó en esta casa, mientras se decidía su viaje al Perú, Flora vivió como una princesa, aunque aburrida con las prácticas religiosas incesantes. Sin las lecturas -nunca había leído tanto como en estos meses, en la gran biblioteca de don Mariano- y la compañía y devoción del Eunuco Divino, hubiera sido mucho peor. Ismaelillo la acompañaba a dar largos paseos por las orillas del Garonne, o por el campo vecino, donde los viñedos se perdían de vista, y la entretenía contándole de España, de don Mariano, de las intrigas de las grandes familias bordelesas que conocía al dedillo. Un día que jugaban a las cartas, junto a la chimenea, Flora advirtió que el joven, muy nervioso, se llevaba constantemente la mano al pantalón, como para apartar a un insecto o aquejado de escozores. Disimulando, se dedicó a espiar sus movimientos. Sí, no le cupo ninguna duda: como quien no quiere la cosa, se estaba gratificando, excitado por la cercanía de Flora, y lo hacía allí mismo, casi a la vista de ella y de don Mariano, que leía en su mecedora un libro con tapas de pergamino. Para hacerle pasar un mal rato, de súbito le rogó que le trajera un vaso de agua. Ismaelillo enrojeció como una antorcha, ganó tiempo simulando no haber oído bien; por fin se levantó de lado y encogido, pero, aun así, furtivamente, Flora vio que tenía hinchado el pantalón. Esa noche lo oyó sollozar, arrodillado en la capilla. ¿Se estaría azotando? Desde entonces, una compasión mezclada de disgusto rodeó su relación con el joven español. Le tenías pena, Florita, pero también repugnancia. Era bueno y sufría, sin duda. Pero, qué ganas de añadirse tormentos a los que ya deparaba la vida de por sí.
¿Qué habría sido de él?
La más pintoresca experiencia de la estancia de Flora en Saint-Étienne fue la visita a la fábrica de armas, contigua a la guarnición. Consiguió permiso para visitarla gracias a tres burgueses falansterianos amigos del coronel jefe del regimiento, quien designó a uno de sus ayudantes, un capitán de bigotito muy coqueto, para que la escoltara. Las explicaciones sobre las armas que allí se fundían la aburrieron tanto que, mientras se, las daban, pensaba en otra cosa. Pero, al término de la visita, el director de la fábrica, un civil, y varios militares de artillería le ofrecieron un refrigerio. La conversación transcurría sobre temas banales. De pronto, el capitán que la escoltaba le preguntó, con muchos rodeos, qué había de cierto en los rumores según los cuales madame Tristán tendría veleidades pacifistas. Iba a contestarle de manera evasiva -la esperaban en un taller de obreros cinteros, en el barrio de Saint- Benoit y no quería perder tiempo en una discusión inútil-, pero, al ver las caras de sorpresa, de franco reproche o de burla en los oficiales que la rodeaban, no pudo reprimirse:
– ¡Mucho de cierto, capitán! Soy pacifista, claro está. Por eso, mi proyecto de la Unión Obrera establece que en la futura sociedad se prohibirán las armas y se abolirán los ejércitos.
Dos horas después todavía discutía fogosamente con esos interlocutores escandalizados, uno de los cuales se atrevió a decir, enfurecido, que sostener semejantes ideas «era indigno de una dama francesa».
– Antes que Francia, mi Patria es la humanidad, señores -dijo, poniendo punto final a la reunión-. Gracias por su compañía. Tengo que irme.
Salió de allí fatigada con la discusión, pero divertida por haber desconcertado a esos artilleros pretenciosos con sus ideas disolventes. Cuánto habías cambiado, Florita, desde que, alojada en el palacete girondino de don Mariano de Goyeneche, te aprestabas a partir al Perú, para escapar a la persecución de André Chazal. Eras una mujercita rebelde, sí, pero confusa e ignorante, y nada revolucionaria aún. No se te pasaba por la cabeza que fuera posible luchar de manera organizada contra esa sociedad que permitía la esclavitud femenina, bajo el subterfugio del matrimonio. Qué bien te haría la experiencia peruana. Ese año en Arequipa y en Lima te cambió.
Aunque sin entusiasmo, don Pío Tristán dio su visto bueno al viaje de Flora. La familia la alojaría en la casa en la que su padre había nacido y pasado infancia y juventud. Don Mariano de Goyeneche e Ismaelillo empezaron las averiguaciones sobre barcos que zarparan hacia América del Sur en las semanas siguientes. Encontraron el Carlos Adolfo, el Fletes y Le Mexicano. Los tres partirían en el curso de febrero de 1833. Don Mariano fue personalmente a hacer una inspección. Descartó los dos primeros; el Carlos Adolfo estaba lleno de parches y era viejísimo; el Fletes era un buen barco, pero caleteaba por medio litoral africano antes de enrumbar a Sudamérica. Le Mexicano resultó la mejor opción. Un barco pequeño, con una sola escala, antes de dirigirse, por el estrecho de Magallanes, hasta Valparaiso. La travesía tomaba algo más de tres meses.
Elegido el barco, separado el camarote, sólo quedaba esperar la partida. Desde que se instaló en Burdeos, don Mariano e Ismaelillo se empeñaron en hacerle practicar su mal español, del que Flora recordaba palabritas, frases oídas de niña en la casa de Vaugirard, en boca de su padre. Ambos se tomaron muy en serio su papel de profesores, y, a los cuantos meses, Flora podía seguir sus diálogos y chapurrear el español.
No se enteró del infamante apodo con que la sociedad de Burdeos llamaba a Ismaelillo por los criados del señor De Goyeneche, sino por la propia víctima. Fue durante uno de los largos paseos que solían dar por las orillas del ancho Garonne o el campo adyacente a la ciudad, durante los cuales a Flora le parecía sentir los esfuerzos, la batalla silenciosa y feroz que tenía lugar en el corazón del joven para confesarle -o para no confesarle- la pasión que ella le inspiraba.
– Sin duda, habrá usted oído cómo me llaman, a mis espaldas, las gentes de Burdeos.
– No, no he oído nada. ¿Un sobrenombre, quiere decir?
– Uno vulgar y sacrílego -dijo el joven, mordiéndose los labios-. El Eunuco Divino.
– Es vulgar, sí -exclamó Flora, confundida-. Algo sacrílego. Pero, sobre todo, estúpido. ¿Por qué me cuenta eso?
– No quiero tener ningún secreto para usted, Flora.
Calló, cabizbajo, y ya no pronunció palabra el resto del paseo, como abatido por la fatalidad. Fue, creías tú, Florita, el momento en que el joven estuvo más cerca de romper sus votos religiosos y hacerte saber que era humano, no divino, y que soñaba con tener en sus brazos a una mujercita bella y despierta, como tú. Mejor que no lo hubiera hecho. Pese a esas asquerosidades que le descubrías a veces, le habías llegado a tomar cariño, mezclado de compasión.
La visita a los obreros cinteros de Saint-Benoit la enfureció y deprimió. Eran una veintena de trabajadores sordos, analfabetos, tontos, desprovistos de la más elemental curiosidad. Le pareció que hablaba ante árboles o piedras. Hubiera sido más fácil convertir en revolucionarios a los oficiales petimetres del Café de París que a estos infelices, embrutecidos por el hambre y la exploración, a los que los burgueses habían exprimido hasta la última partícula de inteligencia. Cuando, a la hora de las preguntas, uno de los canutos le sugirió que, según rumores, se estaba haciendo rica con los ejemplares de La Unión Obrera que vendía, ni siquiera tuvo ánimos para enojarse.
El día que supo la fecha definitiva de la partida de Le Mexicano del puerto de Burdeos rumbo al Perú -el 7 de abril de 1833, a las 8 de la mañana, aprovechando la marea alta- supo también que el capitán del barco que se disponía a tomar era Zacarías Chabrié! Cuando oyó a don Mariano de Goyeneche pronunciar aquel nombre, sintió que la fulminaba un rayo. ¡Zacarías Chabrié! El capitán de aquella pensión de París que le informó sobre la familia Tristán de Arequipa. Aquel capitán había conocido a su hija Aline y, apenas viera aparecer a Flora rodeada de don Mariano e Ismaelillo, la llamaría «señora» y le preguntaría por su «bella hijita». Todas tus mentiras te caerían encima y te aplastarían, Andaluza.
Pasó una noche desvelada, el pecho encogido de angustia. Pero a la mañana siguiente había tomado una decisión. Con pretextos, salió a la calle, alegando una promesa a santa Clara que debía cumplir sola, y se hizo llevar al puerto por un coche de alquiler. Fue fácil,dar con las oficinas de la compañía. A la media hora de estar esperando, apareció el capitán Zacarías Chabrié en la puerta del local. Reconoció su alta figura, sus cabellos ralos, la redonda cara bretona caballerosa y provinciana, sus ojos benévolos. Él la reconoció al instante.
– ¡Madame Tristán! -se inclinó a besarle la mano-. Me preguntaba, al ver la lista de pasajeros, si sería usted. ¿Viaja conmigo en Le Mexicano, verdad?
– ¿Podemos hablar un momento a solas? -asintió Flora, adoptando una expresión dramática-. Es un asunto de vida o muerte, señor Chabrié.
Desconcertado, el capitán la hizo pasar a un gabinete, y le cedió lo que debía ser su asiento, un amplio sofá con un banquito para los pies.
– Vaya confiar en usted porque lo creo un caballero.
– No la defraudaré, señora. ¿En qué puedo servirla?
Flora dudó unos segundos. Chabrié parecía uno de esos bretones a la antigua, que, aunque hubiera recorrido todos los mares del mundo, seguía fieramente apegado a los valores tradicionales, a principios éticos y a la religión.
– Le ruego que no me haga ninguna pregunta -le suplicó, con los ojos arrasados de lágrimas-. Se lo explicaré en altamar. Necesito que, el día de la partida, cuando yo venga aquí acompañada, me salude como si me viera por primera vez. No me traicione. Se lo ruego por lo que más quiera, capitán. ¿Me promete que lo hará?
Zacarías Chabrié asintió, muy serio.
– No necesito explicación alguna. No la conozco, no la he visto nunca. Tendré el gusto de conocerla el martes, a las ocho, hora de la partida.